1 Se emplea esta expresión en el sentido más amplio posible, incluyendo en ella no solo a los países centrales o hegemónicos sino también a sus periferias, entre ellas, la latinoamericana. Asimismo, se entiende que un proyecto abolicionista del sistema penal está ligado a la crítica que, desde perspectivas decoloniales, se realiza a Occidente en el marco de la modernidad, en esta línea, Santos (2004, p. 12), también (2003), reivindica una oposición contundente a cualquier forma de colonialismo, y realiza una crítica también radical a la modernidad occidental. Así, cuando habla de su libro Crítica a la razón indolente, afirma: “Teniendo esto en mente, el análisis desarrollado en este libro envuelve una doble excavación arqueológica: excavar en la basura cultural producida por el canon de la modernidad occidental para descubrir las tradiciones y las alternativas que de él fueron expulsadas; excavar en el colonialismo y en el neocolonialismo para descubrir en los escombros de las relaciones dominantes entre la cultura occidental y las otras culturas otras relaciones posibles más recíprocas e igualitarias. Esta excavación no se hace por interés arqueológico. Mi interés es identificar en esos residuos y en esas ruinas fragmentos epistemológicos, culturales, sociales y políticos que nos ayuden a reinventar la emancipación social. Si hay ruinas en este libro, son ruinas emergentes”. Coinciden Castro-Goméz, Santiago y Grosfogel, Ramón (2007); Mignolo (2007); Grosfogel (2007).
2 Obsérvese cuáles serían, según Guagliardo (2013), las preguntas que se debería plantear la “ciencia penal” si quiere afrontar el estudio de un problema real: “… todo eso de lo que se discute animadamente en relación a las penas [prevención general, prevención especial, resocialización, etc.]) es —¡puntualmente!— inversamente proporcional a su importancia real. Se empieza siempre por el final y todas las veces se olvida en el camino cuál es el objetivo del gran debate: ¿Por qué hacer sufrir? ¿De verdad no existen otras vías para ejercitar el control social? ¿De verdad se lleva a cabo algún tipo de control social actuando de tal modo? ¿De verdad el ser humano está condenado a esta animalidad carente sin embargo de la inocencia que poseen los animales? ¿Funciona realmente la disuasión terrorista teorizada por Beccaria? Todo está organizado para que no se hagan estas preguntas y para tener como eje precisamente lo que he llamado la ‘locura del sistema’: el punto más alto de la legalidad es justamente la fuga de la legalidad” (pp. 76-77). Igualmente, Iturralde (2011), cuando analiza el caso colombiano, expone que: “Para encontrar respuestas originales y constructivas a la ‘crisis’ de los sistemas penal y penitenciario colombianos no basta con preguntarse qué tipo de reformas requieren; hasta ahora, el castigo y la prisión han sido ofrecidos como sus propios remedios. Ante todo es urgente desafiar la legitimidad de las cárceles y su carácter incapacitador y punitivo; poner en entredicho el supuesto de que el encarcelamiento y el castigo son rasgos necesarios y predominantes de las sociedades contemporáneas. Con el fin de solucionar de una vez por todas el problema de las cárceles, es esencial empezar por plantearse las preguntas apremiantes, aquellas que cuestionan su existencia y justificación misma; de lo contrario, frente al delito y al conflicto social lo único que obtendremos como respuesta serán nuevas prisiones, más modernas y austeras, y más injustas e inhumanas” (p. 183).
3 Aquí no se empleará la clasificación de los centros de reclusión realizada en el ordenamiento jurídico colombiano. Con la expresión “prisión” se habla de todos aquellos lugares en los cuales se ejecutan las medidas de aseguramiento y las condenas privativas de la libertad.
4 El seminario de metodología de la investigación jurídica del derecho realizado en la Universidad de Antioquia, los días 19, 20, 21 y 22 de noviembre de 2013, y que fue impartido por Guillermo Lariguet, ayudó a reconocer que la indignación por el sufrimiento humano producido en todas las prisiones del mundo, desempeñó aquí un papel cognitivo relevante que se expresa, entre otras cosas, en la necesidad de construir este libro.
5 Sobre este presupuesto, la autora se pregunta por los aportes que puede hacer el realismo a la construcción de una teoría del derecho que, anclada en el contexto colombiano o latinoamericano, dé cuenta, por ejemplo, de las zonas donde la violencia expresa una convención, al igual que lo hace el derecho. Allí también habla acerca de una opción por el derecho no solo como práctica social, sino también como proyecto político. De este punto de partida deriva la necesidad de construir un “realismo” jurídico latinoamericano (Lemaitre Ripoll, 2011, pp. 64-65).
6 Como se verá infra esto no se esboza a modo de crítica respecto a las reflexiones de la autora citada porque ellas en gran medida se comparten. Esta visión del derecho, matizado en el sentido de que ella solo cabe respecto a los modelos progresistas, es desarrollada bajo la categoría de la dignidad humana por Gloria María Gallego en el segundo capítulo de la primera parte de este libro.
7 En la sentencia T-153 de 1998, además de la declaración del estado inconstitucional de cosas en las cárceles colombianas, se ordenó una reforma estructural al sistema carcelario colombiano para paliar las graves violaciones a los derechos humanos producidas, según esta corporación, por las alarmantes tasas de hacinamiento. Respecto a esta providencia, con lucidez, se expone que “[según la Corte Constitucional] subdesarrolladas y antiguas, las prisiones colombianas exigen un salto cualitativo que las acerque, por lo menos un poco, al estadio histórico superior constituido por el eficiente sistema penitenciario moderno, con su riguroso y eficaz manejo burocrático del tiempo y del espacio. Paradójicamente, la Corte asume la voz de las “personas marginadas por la sociedad” para ordenar la construcción de más y mejores cárceles donde encerrarlas. Una vez que el caso es presentado como la manifestación de una realidad histórica, resulta más fácil eludir la discusión en torno a las políticas jurisprudenciales dedicadas al presente. Posiblemente, el vacío más grande de esta sentencia es que no explica —ni siquiera discute— por qué las personas que actualmente se encuentran en prisión deben asumir la carga de soportar condiciones de vida infrahumanas, por qué razón deben pasar años en “centros donde se violan sistemáticamente los derechos fundamentales” (Corte Constitucional, sent. T-153/98), mientras el sistema es reformado (Ariza, 2011, pp. 57-58). Asimismo, la tendencia de la intervención judicial a ordenar reformas estructurales a las cárceles antes que abordar debates en torno a la legitimidad de castigar en esas condiciones, parece ser la tendencia general en América Latina, de ello da cuenta también Ariza (2011): “El sentido de la intervención y los resultados de los procesos de reforma, sin embargo, parecen estar atra pados dentro de los muros políticos y conceptuales del hacinamiento […]. La respuesta de los tribunales a las demandas relacionadas con los derechos de las personas presas se ha concentrado, salvo contadas excepciones, en el fortalecimiento institucional y en el control consecuente de los males producidos por la sobrepoblación penitenciaria, tocando de manera retórica, en el mejor de los casos, cuestiones tan importantes como la legitimidad de una normalizada detención preventiva prolongada y la posibilidad de imaginar otras respuestas judiciales a las demandas contra el encierro penitenciario en condiciones infrahumanas. El hacinamiento ha dejado sin espacio a otras formas de aproximación al problema” (pp. 20-22).
8 Para resolver la acción de tutela con radicado 2013-10035, el Juzgado Segundo Penal del Circuito Especializado de Medellín, mediante el oficio 1107 del 17 de abril de 2013, exhortó a varias universidades de la ciudad de Medellín para que emitieran concepto técnico respecto a la situación carcelaria del Complejo Penitenciario y Carcelario Pedregal (Coped Pedregal). El Semillero de Investigación Interuniversitario de Abolicionismo Penal (Universidad de Antioquia, Universidad EAFIT y Universidad Autónoma Latinoamericana) atendió tal requerimiento y realizó varias actividades dirigidas a obtener los datos para poder emitir el informe. Como era de esperarse no se logró el ingreso a los patios del Coped Pedregal porque esa prisión parece cerrada a cualquier intervención externa, incluida la de los jueces. No obstante, se efectuaron algunas entrevistas a los funcionarios de la institución carcelaria que accedieron a ofrecerlas y que entregaron valiosa información. Este es el caso de Luis Armando Sánchez Vera, presidente de la Asociación Sindical del Inpec-Pedregal, Medellín, quien describió las condiciones que, a su modo de ver, justificaban concluir que en esa cárcel había importantes obstáculos para el logro de la “resocialización” de los condenados. A modo de ejemplo, con relación a la prestación de servicios de salud en esa institución, informó: “Ayer que me correspondió sanidad y en todo el día tuvieron solo ocho acetaminofén para atender a una población de 1500 internos, quedó en los registros plasmados en sanidad, no tiene sentido y no tiene razón de ser”.
9 Véase el primer capítulo de la segunda parte.
10 Coincide en esta valoración de la sentencia T-153 de 1998 de la Corte Constitucional colombiana, Iturralde (2011): “A pesar del análisis demoledor de la Corte en contra del actuar inconstitucional y negligente del Estado y de sus intrépidas órdenes a diversas agencias estatales para que revirtiesen tal situación, lo que su decisión hizo en la práctica fue legitimar constitucionalmente la expansión del sistema penitenciario, en lugar de cuestionar sus fundamentos. La Corte ordenó al Estado diseñar un plan y asignar los recursos necesarios en un plazo de cuatro años, con el fin de mejorar la infraestructura carcelaria y garantizar adecuadamente los derechos de los reclusos. Sin embargo, la Corte no ordenó medidas concretas para proteger de manera eficaz los derechos fundamentales de los internos que estaban siendo vulnerados de manera grave” (p. 174).
11 La idea de que las cárceles pueden servir para conocer las disposiciones culturales de una sociedad es planteada en el marco de una refinada investigación por Garland (1999): “Hoy por hoy el castigo es un aparato para hacer frente a los delincuentes, una entidad administrativa circunscrita, discreta, legal. Sin embargo, también es la expresión del poder del Estado, la afirmación de la moralidad colectiva, un vehículo de la expresión emocional, una política social condicionada por motivos económicos, la representación de la sensibilidad vigente y un conjunto de símbolos que despliega un ethos cultural y ayuda a crear una identidad social. En tanto elemento de la organización social, aspecto de las relaciones sociales e ingrediente de la psicología individual, la penalidad es un hilo conductor que recorre todas las capas de la estructura social, vinculando lo general con lo particular, el centro con los límites. Lo que superficialmente es un medio para manejar a los transgresores de manera que los demás podamos vivir tranquilos es en realidad una institución social que ayuda a definir la naturaleza de nuestra sociedad, el tipo de relaciones que la componen y la clase de vida posible y deseable” (pp. 332-333). Coincide (Iturralde, 2011, p. 120).
12 La inclusión de delitos (por ejemplo, el hurto) que suelen ser cometidos por las personas más vulnerables de la sociedad colombiana dentro de una norma dirigida a la excarcelación masiva de condenados, para afrontar el tema del hacinamiento carcelario, expresa de un modo cínico el carácter selectivo y desigual del derecho penal, pero además implica una contradicción evidente: fijar como objetivo político criminal de la norma enjuiciada la reducción del número de personas encarceladas en las prisiones colombianas, pero al mismo tiempo incorporar dentro de la exclusión de tales beneficios, a las figuras delictivas que más aportan a esa sobrepoblación. Respecto al carácter selectivo y desigual del derecho penal en Colombia y sus vínculos con proyectos políticos autoritarios adscritos al capitalismo neoliberal, se pronuncia Iturralde (2011), quien además afirma que: “La selectividad del sistema penal colombiano, que castiga y excluye de manera desproporcionada a personas pertenecientes a los estratos sociales más bajos, hace de la población carcelaria un grupo marginal que es segregado de una sociedad que clama ser democrática e igualitaria. La prisión refleja y refuerza la desigualdad de la sociedad colombiana y la marginalización de los grupos menos favorecidos, en vez de contribuir a su integración, como reclama el ideal de la resocialización. Pero la causa de este problema no debe buscarse al interior de los muros de la prisión. Esta se encuentra, por una parte, en una sociedad punitiva, que tiende a favorecer soluciones represivas para enfrentar complejos problemas sociales; por otra, en el ejercicio del poder estatal a través de instituciones represivas como la prisión que, dependiendo de las circunstancias sociales y políticas, se vuelven ventajosas para los gobiernos y los intereses políticos y económicos que protegen” (p. 150). Sobre este último punto, también Brandariz García (2009, pp. 39-40).
13 La Corte Constitucional se pronunció (sentencia C-393/02) acerca de la proporcionalidad de la medida de privación de derechos políticos y funciones públicas, dispuesta en el artículo 52 CP. En ella declara su constitucionalidad y además advierte: “En cuanto a la función de la pena, se señala en la sentencia que esta tiene una doble función preventiva y represiva. De una parte, opera preventivamente cuando se amenaza con ella como una forma para contrarrestar la desobediencia haciendo entender al individuo que por la infracción de la disposición legal será castigado. De otra parte, opera represivamente cuando es impuesta para llenar el vacío dejado por la desobediencia de la Ley”. Muy interesantes las reflexiones que realiza el entonces magistrado Manuel José Cepeda Espinoza, cuando aclara su voto respecto a la decisión en el caso debatido: “Lo drástico de esta medida con respecto a la limitación de los derechos políticos fundamentales de la persona del presidiario no es proporcional con la efectividad de la medida penal, ya que el recorte de derechos es absoluto sin que ello tenga relación con el tipo de delito cometido, con lo que el legislador pasa incluso por encima de la excepción constitucional referente a las inhabilidades para ejercer altos cargos públicos a quienes han sido condenados penalmente, salvo si se trata de delitos políticos o culposos (arts. 179, num. 1; 232, num. 3; 299 CP). La sentencia no distingue entre la suspensión de la ciudadanía, intolerable en una democracia, incluso en una democracia representativa, y, lo que es muy distinto, la suspensión en el ejercicio de algunos derechos asociados a la ciudadanía, lo cual está expresamente autorizado por la Carta pero siempre que se respeten claras limitaciones. Al pasar por alto esta distinción, la sentencia no ve que la suspensión de todos los derechos políticos fundamentales implica de hecho la suspensión de la ciudadanía, consecuencia esta que no está permitida por la Constitución, ya que su artículo 98 solamente prevé la hipótesis de pérdida de la ciudadanía para el caso de la renuncia a la nacionalidad, pudiendo suspenderse su ejercicio por el juez en los casos que determine la ley. Dado que el ejercicio de la ciudadanía se concreta en el ejercicio de los derechos fundamentales del ciudadano, sólo una limitación razonable y proporcionada de cada uno de dichos derechos está constitucionalmente justificada. Eso es lo que la sentencia ha debido analizar”.
14 Sumado a ello, puede plantearse, como expone Manuel José Cepeda Espinoza, cuando aclara su voto en la decisión (C-393/02) que declara la constitucionalidad del artículo 52 CP, que: “De haber efectuado el análisis de constitucionalidad de los cargos en todos sus aspectos, la Corte habría llegado a la conclusión de que la medida es desproporcionada, ya que no se limita a suspender el ejercicio de algunos derechos políticos relacionados en el artículo 99 de la Carta, sino que suspende la totalidad de los mismos al condenado a la pena de prisión, pese a que el ejercicio de algunos —como es el caso de la interposición de acciones públicas en defensa de la Constitución— no requieren para su ejercicio del goce de la libertad física”.
15 Coincide en algunos puntos importantes Guagliardo (2013), y aunque la cita es extensa vale la pena plasmarla aquí: “Tratemos de resumir la serie de argumentos a la que alude el ‘lugar del dolor’: el sufrimiento es mutilación de posibilidades autónomas; la mutilación crea dependencia; la dependencia crea obediencia, o al menos un modo de comportarse considerado aceptable por la sociedad. Esta lógica resulta incluso absurda respecto al ser humano, el cual sigue, al contrario, la lógica del ejemplo antes mencionado del niño que crece. Pero si se observa con detenimiento, se descubre que se trata de una lógica idéntica a la que rige la actitud asumida por los humanos frente a los animales que adiestran para uso doméstico. Los animales, que no están dotados de ‘consciencia’ (entendiendo por esta la consciencia de la propia existencia que habríamos adquirido a partir del conocimiento de nuestra mortalidad), reaccionan a la punición obedeciendo. La lógica de la detención ignora que el ser humano reacciona con su pensamiento, con su libertad mental, recurriendo a su sentido de la dignidad o a la astucia, a la provocación o a la ficción, a la rebelión consciente o a la capacidad de abrirse un espacio dentro de la imagen de criminal que le han adosado. De hecho el criminal, al final, existe: a la larga es construido por el código penal y es aquel que acepta los valores de la sociedad para moverse dentro de ellos, admitiendo el sistema aunque tenga que recurrir a la ilegalidad. Es una persona que, exactamente como quien acepta un contrato de trabajo asalariado, renuncia a la rebelión social para no renunciar a sobrevivir, prestándose al rol de chivo expiatorio con su actividad extracontractual, con su trabajo extralegal” (pp. 64-65).
16 La conducta realizada por la condenada no está incluida dentro de las causales que constituyen una falta grave, que son las únicas que darían lugar a una reclusión más gravosa en una celda de castigo, sanción, que, por lo demás, solo puede ser impuesta después de agotar un debido proceso. Esto fue debidamente sustentado, tanto en el recurso de hábeas corpus, como en el memorial de apelación de la decisión judicial que lo deniega (Hábeas corpus contra el Coped Pedregal, 2013).
17 En el recurso de hábeas corpus presentado para impedir la prolongación de esta detención, se expuso textualmente lo siguiente: “No puedo dejar de decir, a pesar de que esto quizá no sea valorado jurídicamente, y lo declaro bajo la gravedad del juramento, que al menos en el Coped Pedregal, estructura de mujeres, es una práctica sistemática y frecuente, conocida por todos e inexplicablemente […] no denunciada, llevar a las internas ante la más mínima oposición a las constantes arbitrariedades de las dragoneantes, a la celda de castigo, denominada allí UTE (Unidad de Tratamiento Especial), que son celdas de aislamiento, establecidas en el Código Penitenciario solo para casos de faltas graves, y con posterioridad a un proceso disciplinario, o cuando la vida de la interna corra peligro de no ser aislada. En esta penitenciaría (Coped Pedregal, Reclusión de Mujeres) se impone siempre este castigo ilegal de la celda de castigo en la siguiente forma: sin proceso disciplinario o posibilidad de defensa alguna, se les interna en las celdas de castigo por 72 horas. La primera noche, además, suele dejarse a la interna sin suéter, sin cobija, sin colchoneta, sin nada (y téngase en cuenta el frío que hace en esta prisión, cercana a San Pedro); e incluso suele cerrarse el agua de la celda para que no pueda disponer de la misma. La comida tampoco es igual a la suministrada fuera de la celda de castigo ni se le permite a la interna castigada comunicarse con su abogado. Esto es tortura” (Hábeas corpus contra el Coped Pedregal, 2013).
18 De nuevo aquí una muestra de la hipótesis planteada líneas arriba, esto es, que esta sociedad está dispuesta a proferir, a través de sus instituciones penitenciarias, un trato inhumano a quien ingrese, a través de una escrupulosa y dolorosa selección, al sistema penal; obsérvese que entre este hecho y la indolencia de la Corte Constitucional evidenciada en la sentencia T-153 de 1998, respecto al sufrimiento de las personas recluidas, hay algo en común: la aceptación implícita de que la tutela de los derechos humanos de los infractores puede ser aplazada o suspendida. Al respecto, vienen bien las siguientes consideraciones de Iturralde (2011): “La prisión y sus falencias no pueden ser plenamente comprendidas si no se tienen en cuenta los mecanismos de poder de los que esta es solo una parte, así como el sistema penal y la política criminal que le dan forma. Tal política define qué actividades y conductas deben ser prohibidas con el fin de proteger a la sociedad y el tipo de castigo y de tratamiento que tales acciones merecen. La política criminal señala a los enemigos de la sociedad y cómo deben ser derrotados. Al evidenciar el tipo de valores y de castigos en los que la sociedad cree, la política criminal arroja luz sobre el tipo de sociedad en la que vivimos. Teniendo en cuenta esto, la cuestión sobre la justificación y la legitimidad de la prisión se hace apremiante pues no constituye solamente un cuestionamiento de la institución misma, sino también del tipo de sociedad que la hace posible, a pesar de su evidente fracaso como mecanismo de resocialización, de integración social y de disuasión. La pregunta apremiante entonces es, ¿por qué la sociedad respalda la prisión si su fracaso es tan evidente? Tal vez porque los efectos perversos e imprevistos de la prisión tienen, después de todo, un sentido y una utilidad. Esto es lo que Foucault llama el uso de la prisión. Aunque las cárceles no sean capaces de rehabilitar a los internos y de reducir la criminalidad, estas dan continuidad a la delincuencia, actúan como una cadena de transmisión que controla los ‘ilegalismos’; son una piedra angular de los mecanismos de poder sobre los cuerpos” (p. 167).
19 En un sentido coincidente, Ariza (2011, p. 61).
20 Respecto a la regulación colombiana de los fines de la pena (art. 4 del Código Penal) se puede decir que “La inclusión de la protección al condenado dentro del artículo 4 del Código Penal representa la opción legislativa por un modelo de justificación que asigna al derecho penal el doble fin de reducir la violencia social proveniente del delito (y de las reacciones informales frente a este, que también constituyen delitos), pero a la vez de reducir la propia violencia punitiva estatal. En efecto, si se trata de construir un modelo de justificación del derecho penal acorde con los lineamientos de un Estado constitucional de derecho, el punto de partida de esta construcción ha de ser entonces una concepción del Estado como un instrumento orientado a la garantía de los derechos y libertades de las personas, para lo cual se le confiere el monopolio del poder punitivo. […] Es así como el derecho penal en un Estado constitucional debe responder a la doble pretensión de contener la violencia representada por los delitos y las reacciones informales a estos pero, a la vez, reducir la propia violencia punitiva estatal a través del empleo de la forma jurídica […]. Aunque tendencialmente incompatibles, ambas finalidades convergen, no obstante, en un objetivo común, cual es el de asegurar los derechos y libertades de los individuos, en el primer caso frente a la amenaza proveniente de otros particulares, expresada en delitos y puniciones informales, y en el segundo frente a la violencia proveniente de la propia intervención penal del Estado. […] En consecuencia, la inclusión de la protección del condenado como uno de los fines a alcanzar con la imposición de las penas, confirma la opción legislativa por un modelo dual de justificación del castigo, en el cual el logro de los fines de prevención de la violencia social proveniente del delito no puede hacerse a través de un ejercicio desmedido de violencia punitiva estatal que suponga un sacrificio excesivo de los derechos del individuo infractor” (Lopera Mesa y Arias Holguín, 2010, pp. 120-122).
21 Igualmente, podría confirmar la afirmación de Guagliardo (2013) “… el preso es aquel individuo sobre el cual es necesario llevar a cabo este proceso regresivo en contra de su voluntad. Para que se vuelva obediente, se le crearán estados de dependencia. Se le aplica una jaula externa para destruir su autonomía, para mutilarla en todos sus aspectos: el preso se encuentra privado de brazos, de piernas, de voz, de capacidad de decisión autónoma. Todo el universo carcelario está articulado mediante prótesis: desde el escribiente hasta el trabajador, todos son prótesis del cuerpo detenido que necesita de la institución, de sus distintas figuras, para comer, enviar una carta, enviar un plato al amigo […]. Es como hallarse improvisamente en una silla de ruedas o con un corsé de yeso” (p. 61).
22 Es más, incluso, cuando se litiga a favor de los derechos de los prisioneros hay que tener muchas cautelas. El concepto técnico que realizó el Semillero de Investigación Interuniversitario de Abolicionismo Penal (Universidad de Antioquia, Universidad EAFIT y Universidad Autónoma Latinoamericana), para apoyar la decisión del Juez Segundo Penal del Circuito Especializado de Medellín en la acción de tutela con radicado 2013-10035, favoreció la conclusión de que efectivamente en el Coped Pedregal había hacinamiento. Ello se resolvió ordenando que no entrara un prisionero más a esta institución pero junto a ello también se dispone el traslado de 661 internos condenados sin considerar que tal mandato solo ubicaba el problema en otro lugar y, lo que es más importante aún, sin reparar en que esas personas iban a sufrir, en tanto tal proferimiento podría implicar para muchos una mayor lejanía con su entorno familiar y cultural. Al respecto, aunque con carácter general, se afirma que: “Los resultados del litigio en Colombia han sido dispares pero, en todo caso, muestran que los proyectos de reforma estructural ordenados por las instancias judiciales no suponen necesariamente que se respeten los derechos fundamentales de las personas presas, ni que mejore su situación; por el contrario, su resultado más visible es la expansión de un sistema que reproduce sus iniquidades en cada metro cuadrado de espacio libre que coloniza” (Ariza, 2011, p. 72).
23 Esta reivindicación del derecho como mecanismo de emancipación social, pese al reconocimiento de que también es un mecanismo de dominación, se encuentra también en el análisis que realiza Soto (2009) al texto Huye hombre huye. Diario de un preso FIES, de Tarrío: “En esa clave, moral o político-moral, hay que entender la relación de Tarrío —su enfrentamiento— con la cárcel y el Estado. Como sujeto castigado, y agredido más allá de la punición, denuncia y contesta el funcionamiento del aparato penitenciario. Quiere que su denuncia y contestación lleguen, antes que nada, a los presos y, fuera de los muros de la prisión, a la sociedad. Sin embargo, sus interlocutores primordiales son la institución carcelaria, el aparato de justicia y, en general, el Estado. O sea que no los considera solo objetos que denuncia y contesta, sino también sujetos ante los cuales acusa y protesta. Ante ellos formula una reclamación, de ellos espera una satisfacción. El lenguaje común en que se entienden (o al menos Tarrío espera que se entiendan) es el derecho. Y lo que les reclama a la cárcel, la justicia y el Estado es que cumplan la legalidad: no un derecho más o menos moral-ideal (derechos humanos, derechos fundamentales) sino, antes que nada, su propia legislación: constitución, leyes, reglamentos, etc. Tarrío no tiene dudas acerca del valor moral del derecho, aun cuando pueda estar reducido a una máscara o instrumento del poder carcelario, judicial, estatal. A pesar de eso, Tarrío acepta el reto, juega en todos los tableros, en cualquiera que le brinden, o al que lo obliguen, la cárcel, la justicia, el Estado: asume el lenguaje del amo, el derecho, aunque el amo ponga las reglas y haga trampa. Y juega la partida, libra los combates con esos amos imposibles de derrotar, hasta lograr una victoria nimia y pírrica, una victoria moral, en la que se imponga con sus pocas fuerzas (la suya o las de los presos levantados) algún resquicio de moralidad” (pp. 22-23).
24 En todo caso, precisa que: “La naturaleza humana no es ni la suma total de los impulsos innatos fijados por la biología, ni tampoco la sombra sin vida de formas culturales a las cuales se adapta de manera uniforme y fácil…” (Fromm, 2011, p. 58). Más adelante expresa: “Este desarrollo alcanza su apogeo en el hombre. Este, al nacer, es el más desamparado de todos los animales. Su adaptación a la naturaleza se funda sobre todo en el proceso educativo y no en la determinación instintiva. […] La existencia humana empieza cuando el grado de fijación instintiva de la conducta es inferior a cierto límite; cuando la adaptación a la naturaleza deja de tener carácter coercitivo; cuando la manera de obrar ya no es fijada por mecanismos hereditarios. En otras palabras, la existencia humana y la libertad son inseparables desde un principio. La noción de libertad se emplea aquí, no en el sentido positivo de ‘libertad para’, sino en el sentido negativo de ‘libertad de’, es decir, liberación de la determinación instintiva del obrar” (2011, pp. 71-72).
25 Aunque lejos de plantear un determinismo acerca de estas elecciones, el autor plantea la posibilidad de optar por caminos que reivindican el amor antes que esas formas de discriminación, aquí aludiría a la libertad en un sentido positivo (“libertad para”): “… el hombre, cuanto más gana en libertad, en el sentido de su emergencia de la primitiva unidad indistinta con los demás y la naturaleza, tanto más se ve en la disyuntiva de unirse al mundo de la espontaneidad del amor y del trabajo creador o bien de buscar alguna forma de seguridad que acuda a vínculos tales que destruirán su libertad y la integridad de su yo individual” (Fromm, 2011, p. 59).
26 Fijar la mirada en estos impulsos podría resultar útil para comprender los vehículos psicológicos necesarios para reproducir la cultura del castigo.
27 La reflexión sobre el castigo en la educación en la primera infancia y sobre el uso de él para el proceso de socialización que se realiza en la escuela, ha dado importantes pistas para la fundamentación teórica abolicionista dentro del Semillero de Investigación Interuniversitario de Abolicionismo Penal (Universidad de Antioquia, Universidad EAFIT y Universidad Autónoma Latinoamericana). Aquí vendría bien referenciar un magnífico texto (Juul, 2004) en el que se reivindica la abolición de la violencia y del castigo en las relaciones de los padres con sus hijos. Por otra parte, la importancia del mundo de la escuela en el plano de la discusión sobre el castigo en la sociedad, se evidencia si se repara en la tentativa del sistema penal de colonizarla mediante la criminalización de sus actores bajo la etiqueta del acoso escolar. Respecto a la situación norteamericana, se ha afirmado que: “Mi principal interés […] es cómo el delito se ha convertido en un eje en torno al cual se reconfigura gran parte de la forma y la sustancia de las escuelas a través del cristal del delito. Una consecuencia es la redefinición de los alumnos como una población de víctimas y victimarios en potencia. En esencia, la falacia implícita que domina gran parte de los debates en torno a las políticas escolares actuales es que casi todas las vulnerabilidades de los niños y de los jóvenes se confunden y convierten de manera burda en variaciones del tema del delito. Esto puede servir para destacar la importancia de la educación en la agenda pública pero el costo es una educación inserta en la lógica de la ‘accountability’, ‘la tolerancia cero’ y la ‘articulación de normas’ […] El resultado de la fusión de la escuela y el sistema penal es un aceleramiento del derrumbe del proyecto progresista en materia de educación y un acercamiento de la gestión de las escuelas hacia un modelo mecanicista y de un alto nivel de autoritarismo” (Simon, 2011).
28 Al respecto Soto (2009) explica: “… en la sociedad occidental contemporánea, encontramos diferentes tipos y formas de poderes, unos tradicionales más renovados y otros específicos contemporáneos, incoados, sustentados y propagados por numerosas agencias. Sigue imperando el poder de muerte, aunque hic et nunc —más no a escala global— predomine el poder de vida; siguen campeando la ideología y la violencia, aunque rijan también las disciplinas —tampoco estas a escala global— y las regulaciones. El panorama, el espectáculo, es pluralista, cambiante, agonístico: multiplicidad de poderes, en competencia y/o en conflicto, con dominios parciales y variables, muchos solo fugaces, entre tendencias hegemónicas económicas y políticas constantes y, al margen de ellas o junto a ellas, innúmeras hegemonías transitorias o circunstanciales, momentáneas y/o locales. Los rasgos de este conjunto y de los poderes predominantes serían: establecer regulaciones indirectas, tener naturaleza relacional, poseer un contenido positivo, tomar la forma de la norma y la moda. Se trataría, en suma, de poderes que tienden a ocultarse, o como mínimo a disimularse, pues actúan a través de regulaciones indirectas, no dando órdenes directas ni estableciendo directamente un orden. Además poseen naturaleza relacional, no es posible ‘tenerlos’, pues, aunque haya quien los detente, circulan de arriba a abajo y de abajo a arriba y se sustentan y alimentan en ese movimiento, en esa circulación, y, con ello, se les escapan de las manos a los detentores. Poseen también contenido positivo: facultan, producen, construyen, posibilitan. Así es como se imponen, como rigen: no por vía negativa, prohibiendo, sancionando, castigando. Por último, adoptan la forma de la norma y de la moda: expresan sus prescripciones, antes que recurriendo a leyes y mandamientos, por medio de regularidades, repeticiones, constantes, medias, patrones, modelos, cánones, etc. Ahora bien, esto no significa que haya desaparecido el poder de siempre —el tradicional—, […] ese que se afirma y reafirma, sobre todo, imponiendo prohibiciones, sancionando y castigando, ese que se expresa a través de leyes y/o mandamientos. Este poder, en efecto, no ha desaparecido, sino que está entre los otros, con los cuales mantiene, y estos con él, relaciones ambivalentes: de refuerzo, pero también de tensión e, incluso, de socavamiento” (pp. 16-17).
29 Podría estar en esta dirección la siguiente afirmación: “… nos sentimos orgullosos de que el hombre, en el desarrollo de su vida, se haya liberado de las trabas de las autoridades externas que le indicaban lo que debía hacer o dejar de hacer, olvidando de ese modo la importancia de las autoridades anónimas, como la opinión pública y el ‘sentido común’, tan poderosas a causa de nuestra profunda disposición a ajustarnos a los requerimientos de todo el mundo, y de nuestro no menos profundo terror de parecer distintos a los demás. […] Olvidamos que, aun cuando debemos defender con el máximo vigor cada una de las libertades obtenidas, el problema de que se trata no solo es cuantitativo, sino también cualitativo; que no solo debemos preservar y aumentar las libertades tradicionales, sino que, además, debemos lograr un nuevo tipo de libertad, capaz de permitirnos la realización plena de nuestro propio yo individual, de tener fe en él y en la vida” (Fromm, 2011, pp. 168-169).
30 Desde tal perspectiva este libro también se adhiere al siguiente propósito: “Ante el diagnóstico del colapso del contrato social de la modernidad y de la proliferación del fascismo social en que tal colapso se está traduciendo, es necesario reinventar no solo la política, sino también la cultura política. Solo así se podrá superar el sentido común regulador que transforma la anormalidad en que vivimos en la única normalidad posible y deseable. En tanto que la modernidad occidental redujo el poder político al poder agregado alrededor del Estado, hay que comenzar por la reinvención del propio Estado. El objetivo es promover la proliferación de espacios públicos no estatales a partir de los cuales sea posible “republicitar” el espacio estatal hasta el momento objeto de privatización por los grupos sociales dominantes que ejercen hoy el poder por delegación del Estado. El mundo es hoy un inmenso campo de experimentación de las posibilidades de los espacios públicos no estatales. El análisis de algunas de esas experiencias sustenta la imaginación utópica que en este dominio se afirma por la radicalización de la democracia” (Santos, 2003, p. 19).
31 Con más detalle frente a la posición de Eichmann: “Pese a que Eichmann había hecho cuanto estuvo en su mano para contribuir a llevar a buen puerto la solución final, también era cierto que aún abrigaba algunas dudas acerca de ‘esta sangrienta solución, mediante la violencia’, y tras la conferencia estas dudas quedaron disipadas. […] Pudo ver con sus propios ojos y oír con sus propios oídos que no solo Hitler, […], no solo la SS y el partido, sino la élite de la vieja y amada burocracia se desvivía, y sus miembros luchaban entre sí por el honor de destacar en aquel ‘sangriento asunto’. ‘En aquel momento, sentí algo parecido a lo que debió sentir Poncio Pilatos, ya que me sentí libre toda culpa’. ¿Quién era él para juzgar? ¿Quién era él para tener sus propias opiniones en aquel asunto?” (Arendt, 2013, p. 168). Asimismo, afirma: “Que el ideal de ‘dureza’, salvo quizá en el caso de unos cuantos brutos medio dementes, no era más que un mito conducente a engañarse a uno mismo, y que ocultaba el cruel deseo de sumirse en un estado de conformidad a cualquier precio, quedó demostrado en el juicio de Núremberg en el que los acusados se traicionaron y acusaron entre sí, y aseguraron ante la faz del mundo que ellos ‘siempre habían estado en contra de lo que se hizo’, o proclamaron, cual hizo Eichmann, que sus superiores abusaron de las mejores virtudes que poseían. (En Jerusalén, Eichmann acusó a ‘quienes ostentaban el poder’ de haber abusado de su ‘obediencia’, ‘el súbdito de un buen gobierno es un ser afortunado, el de un mal gobierno es un ser desafortunado. Yo no tuve suerte’, afirmó)” (Arendt, 2013, p. 256).
32 Vale la pena precisar que la categoría de la banalidad del mal, expresa la idea de que los seres humanos que realizan en las instituciones totales, como por ejemplo la prisión, tratos crueles, inhumanos y degradantes a las personas con las que se relacionan en virtud de una especial sujeción, están lejos de ser monstruos, son ciudadanos normales que bajo ciertas condiciones pierden el horizonte moral que hace que los seres humanos se sientan responsables por todos los seres sufrientes. Textualmente la autora expone que: “Lo más grave, en el caso de Eichmann, era precisamente que hubo muchos hombres como él, y que estos hombres no fueron pervertidos ni sádicos, sino que fueron, y siguen siendo, terribles, terroríficamente normales. Desde el punto de vista de nuestras instituciones jurídicas y de nuestros criterios morales, esta normalidad resultaba mucho más terrorífica que todas las atrocidades juntas, por cuanto implicaba que este nuevo tipo de delincuente —tal como los acusados y sus defensores dijeron hasta la saciedad en Núremberg—, […] comete sus delitos en circunstancias que casi le impiden saber o intuir que realiza actos de maldad”. (Arendt, 2013, p. 403).
33 Desde tal perspectiva se expresa que el sistema penal cumple una importante función en la conservación y reproducción de la realidad social imperante en el contexto en el que opera. Concretamente: “No solo la indagación sociológica, teórica y empírica, ha contribuido a la profundización del carácter fragmentario del derecho penal y de los mecanismos selectivos del sistema, sino también una reciente historiografía sobre el sistema punitivo en la sociedad capitalista. Esta profundización de la relación entre derecho penal y desigualdad lleva, en cierto sentido, a invertir el modo como los términos de ella aparecen en la superficie del fenómeno descrito. Esto equivale a decir que no solo las normas del derecho penal se forman y aplican selectivamente, reflejando las relaciones de desigualdad existentes, sino que el derecho penal ejerce también una función activa, de reproducción y de producción, respecto a las relaciones de desigualdad. En primer lugar, la aplicación selectiva de las sanciones penales estigmatizantes, y especialmente de la cárcel, es un momento supraestuctural esencial para el mantenimiento de la escala vertical de la sociedad. Influyendo negativamente sobre todo en el estatus social de los individuos pertenecientes a los estratos sociales más bajos, dicha aplicación selectiva actúa de modo de obstaculizarles su ascenso social. En segundo lugar, y es esta una de las funciones simbólicas de la pena, el hecho de castigar ciertos comportamientos ilegales sirve para cubrir un número más amplio de comportamientos ilegales que permanecen inmunes al proceso de criminalización. De ese modo, la aplicación selectiva del derecho penal tiene como resultado colateral la cobertura ideológica de esta misma selectividad. […] La cárcel representa, en suma, la punta del iceberg que es el sistema penal burgués; representa el momento culminante de un proceso de selección que comienza aun antes de la intervención del sistema penal con la discriminación social y escolar, con la intervención de los institutos de control de la desviación de los menores, de la asistencia social, etc. La cárcel representa generalmente la consolidación definitiva de una carrera criminal” (Baratta, 2004, pp. 173-175).
34 En tal sentido Garland (1999) afirma: “Al igual que los patrones habituales de la actividad social, las estructuras modernas del castigo crearon un sentimiento de su propia inevitabilidad y de la justicia del statu quo. Las formas asumidas del castigo nos relevan de la necesidad de reflexionar sobre el castigo mismo y, cuando intentamos hacerlo —aunque sea superficialmente— seguimos ciertos patrones predeterminados y limitados. […] Las instituciones concentradas en el castigo penal nos proporcionan —de manera muy conveniente— los interrogantes que despertaría la presencia del crimen en la sociedad. Tales respuestas nos dicen qué es la criminalidad y en qué forma deberá sancionarse, cuánto castigo es apropiado y qué emociones pueden ser expresadas, quién tiene derecho a castigar y dónde reside su autoridad para hacerlo […]. La existencia misma del sistema penal nos hace olvidar que hay otras posibles respuestas a estos problemas: que las instituciones se sustentan más en la costumbre que en su esencia. Por todas estas razones, y durante la mayor parte del siglo XX, las instituciones abocadas al castigo normalmente han estado envueltas por un sentido de su propia adecuación y transparencia […]. Sin embargo, las instituciones y sus regímenes no son inamovibles ni incuestionables, sobre todo cuando no logran satisfacer las necesidades, controlar los conflictos ni dar respuestas satisfactorias a interrogantes inoportunos” (pp. 17-18).
35 Esta cosmovisión requiere hallar un norte discursivo mucho más amplio que el otorgado hasta ahora desde perspectivas criminológicas y penales. Este podría encontrarse en las epistemologías del Sur, categoría construida por Santos (2011), la cual, por lo demás, está ligada a un claro y contundente programa político que queda bien sintetizado así: “Entiendo por epistemología del Sur el reclamo de nuevos procesos de producción y de valoración de conocimientos válidos, científicos y no científicos, y de nuevas relaciones entre diferentes tipos de conocimiento, a partir de las prácticas de las clases y grupos sociales que han sufrido de manera sistemática las injustas desigualdades y las discriminaciones causadas por el capitalismo y por el colonialismo. El sur global no es entonces un concepto geográfico, aun cuando la gran mayoría de estas poblaciones viven en países del hemisferio sur. Es más bien una metáfora del sufrimiento humano causado por el capitalismo y el colonialismo a nivel global y de la resistencia para superarlo o minimizarlo. Es por eso un sur anticapitalista, anticolonial y antimperialista. Es un sur que existe también en el norte global, en la forma de poblaciones excluidas, silenciadas y marginadas como son los inmigrantes sin papeles, los desempleados, las minorías étnicas o religiosas, las víctimas de sexismo, la homofobia y el racismo. Las dos premisas de una epistemología del Sur son las siguientes: primero, la comprensión del mundo es mucho más amplia que la comprensión occidental. Esto significa, en paralelo, que la transformación progresista del mundo puede ocurrir por caminos no previstos por el pensamiento occidental, incluso por el pensamiento crítico occidental (sin excluir el marxismo). Segundo, la diversidad del mundo es infinita, una diversidad que incluye modos muy distintos de ser, pensar y sentir, de concebir el tiempo, la relación entre seres humanos y entre humanos y no humanos, de mirar el pasado y el futuro, de organizar colectivamente la vida, la producción de bienes y servicios y el ocio. Esta inmensidad de alternativas de vida, de convivencia y de interacción con el mundo queda en gran medida desperdiciada porque las teorías y conceptos desarrollados en el norte global y en uso en todo el mundo académico, no identifican tales alternativas y, cuando lo hacen, no las valoran en cuanto contribuciones válidas para construir una sociedad mejor. Por eso, en mi opinión, no necesitamos alternativas, sino un pensamiento alternativo de alternativas” (p. 35).
1 Este capítulo es el resultado del proyecto de investigación terminado “El principio de proporcionalidad en el control de la constitucionalidad de las normas que regulan la imposición e individualización de la pena en el ordenamiento colombiano”, financiado por el Comité para el Desarrollo de la Investigación (CODI) de la Universidad de Antioquia, en la convocatoria de proyectos de menor cuantía para el 2009. Igualmente, surge de las reflexiones de fundamentación teórica y epistemológica realizadas en el Semillero de Investigación Interuniversitario de Abolicionismo Penal (Universidad de Antioquia, Universidad Autónoma Latinoamericana y Universidad EAFIT).