5. Acción e interacción
p. 127-163
Texte intégral
1Si el capítulo precedente hace una reconstrucción descriptivo-explicativa de la configuración de los imaginarios de género que se convierten en reguladores significativos de la acción y la interacción en la escuela, y el capítulo siguiente propone un conjunto de hipótesis sobre el impacto que en el proceso constituyente de las feminidades y las masculinidades tienen dichas acción e interacción, corresponde a este capítulo abordar en detalle los dispositivos pedagógicos de género que identificamos a partir del análisis de los intercambios comunicativos producidos en la escuela entre estudiantes, entre docentes, y entre docentes y estudiantes, y que pudimos observar en profundidad en el proyecto Arco Iris.
2Para extremar las diferencias analíticas podríamos decir, en consecuencia, que aquí tomamos como objeto las narraciones de los diarios de campo sobre dichos intercambios, mientras que el estudio de los imaginarios de género y de la generización del self admite, a más de sus propios materiales empíricos, un ejercicio inferencial: una reconstrucción cultural de redes conversacionales y una prospección acerca del proceso de subjetivación, respectivamente.
3Antes de entrar en materia, es pertinente clarificar las categorías centrales de acción e interacción. Hay que decir, para empezar, que tales nociones y otros términos que aparecen a veces como sinónimos, a veces como voces asociadas —acontecimiento, acto; intersubjetividad, interlocución—, no han sido desarrollados por un único campo disciplinar, sino por varios, o son el resultado de encuentros interdisciplinarios como los que han tenido la filosofía del lenguaje, la microsociología, la etnografía de la comunicación, la etnometodología y la psicología social.
4Dicha confluencia ha ido consolidando una crítica a los abordajes “clásicos” de las disciplinas, y un cambio en la explicación sobre la subjetividad y la relación de los seres humanos con el mundo. En suma, una transformación epistemológica. Desde allí se puede problematizar la consideración de la subjetividad como asentada básicamente en el sujeto, de la mente como una entidad aislada del mundo que construye el saber al aprehenderlo y del lenguaje como una representación simbólica de una interioridad mental. En su lugar, el nuevo paradigma postula el relativismo cultural de la idea de mente —hay culturas diferentes a la occidental donde tal entidad no existe o no se considera distinta de la “realidad exterior”— y no reconoce al lenguaje como representación, pues plantea que el saber no es un ejercicio de percepción simple, sino que obedece a una retícula de conversaciones siempre determinadas en un aquí y en un ahora. De ese modo, el lenguaje se comprende más bien como una acción social y los procesos de subjetivación no tienen un carácter individual sino que obedecen al juego básico de la intersubjetividad que acontece en conversaciones.
5Desde tal perspectiva, descrita aquí en forma muy esquemática, miremos con mayor detalle el concepto de acción. Harré y otros (1989: 9) la definen como “la conducta humana intencionada dentro de unos marcos sociales y físicos específicos”, y agregan que “las acciones de los seres humanos son ejecutadas normalmente de acuerdo con reglas, en lugar de determinadas por causas” (Harré y otros, 1989: 21); reglas que, a su vez, son constitutivas de órdenes morales específicos, asunto sobre el cual profundizaremos más adelante.
6De otro lado, postulan la idea de que el control de la acción opera en tres niveles interrelacionados. El primero es el control consciente de la acción, que descansa sobre el segundo nivel, compuesto por rutinas o mecanismos no conscientes, como cuando una persona al argumentar en una discusión modula su entonación y se acompaña de gestos y de movimientos de las manos más enfáticos, que actúan en ese momento automáticamente para conformar su estilo comunicativo, su tono.
7Sin embargo, se debe considerar un tercer nivel que comprende, a su vez, dos aspectos. El primero es “la estructura profunda de la mente humana que proporciona el ‘marco’ dentro del cual tiene lugar la acción consciente”, y el segundo corresponde a “las estructuras y los procesos sociales, en especial la conversación, [que] imponen una segunda —aunque estrechamente vinculada— clase de marco en nuestras vidas” (Harré y otros, 1989: 31). Por esta razón, su propuesta de una nueva psicología implica desarrollar el examen de los tres niveles.
8Por otro lado, si comprendemos con mayor amplitud el segundo aspecto del tercer nivel, encontramos un fundamento significativo y consonante con nuestro reconocimiento de la retícula conversacional en la que se inscriben los procesos de subjetivación: el pensamiento constituye una actividad social basada en la conversación, y las mentes individuales comienzan a existir al “separar” parte de la conversación pública como un dominio privado e individual. Lo que hace una persona en determinado momento sólo podría explicarse “por completo haciendo referencia a ambos dominios, el personal y el social”, que configuran el “control dual de la acción”. Los mismos autores (Harré y otros, 1989: 32) reconocen, empero, que esta distinción práctica que facilita el propósito comprensivo de la acción humana puede disolverse.
9Lo anterior se corresponde de manera fuerte con el planteamiento que sostiene que las acciones se producen muy rara vez como unidades aisladas y que, más bien, “la conversación, la conducta, el pensamiento y el sentimiento fluyen” (Harré y otros, 1989: 106). También concuerda con el desplazamiento de intereses de la psicología descrito por Shotter (2001: 12), quien propone descentrarse de la forma en que los individuos conocen el mundo para abordar los modos en que crean y mantienen diversas maneras de relación entre sí en la conversación y, luego, a partir de ellas, hallan sentido a sus circunstancias.
10El énfasis deja de ser “cómo entendemos los objetos para poner en el núcleo del análisis nuestra atención recíproca: el interés pasará así de la epistemología a la hermenéutica práctica” (Shotter, 2001: 18). Con ello, el autor le apuesta a una versión dialógica o conversacional del construccionismo social que propone llamar “retórico-respondiente”.
11El carácter respondiente alude a que el habla, desde la perspectiva representacional, surge del hecho de que las personas hablamos esencialmente en respuesta a quienes nos rodean. Entre tanto, el carácter retórico, antes que referencial, reconoce que nuestras formas de habla pueden mover “a los demás a la acción o a modificar sus percepciones”. Y podemos hacerlo porque
[...] la retórica emplea metáforas que pueden ayudar a una audiencia a establecer conexiones entre enunciados del hablante que de otro modo aparecerían desconectados, esto es, a dar una forma lingüísticamente inteligible a sentimientos y tendencias meramente percibidas que comparten los hablantes y su audiencia (Shotter, 2001: 19).
12Desde una perspectiva ecológica,1 el centro de interés se desplaza del individuo a las interrelaciones entre individuos y, en consecuencia, se da relevancia a la idea de que “los seres humanos se desarrollan por medio de sus interacciones con otras personas” (Harré y otros, 1989: 108), idea que tomamos como base para entender los procesos de configuración de subjetividad de las personas en cuanto hombres y mujeres. La interacción alude no sólo a que “una persona influya sobre otra, sino que cada persona es un componente operativo en un individuo de orden superior: la pareja a la cual ambos pertenecen” (Harré y otros, 1989: 108).
13En realidad, la interacción social se ha convertido en un objeto multidisciplinar —o quizás sea más apropiado decir transdisciplinar—, y su convergencia va más allá de una coincidencia temática: se ha constituido en el punto de encuentro de una nueva orientación epistemológica que ha marcado también su impronta en una nueva actitud metodológica de la que es propicio citar sus características esenciales (Marc y Picard, 1992: 13): la primacía de observaciones y descripciones apoyadas en diversas formas de registro; el privilegio de observaciones “naturalistas” que se esfuerzan en aprehender interacciones auténticas y no simuladas; el énfasis en el proceso de comunicación considerado como globalidad que integra tanto los códigos verbales como no verbales y el reemplazo del sujeto monádico en pro de la interacción.
No se trata de comprender y de teorizar sobre el funcionamiento del sujeto aislado, sino de considerar a éste como elemento de un sistema más amplio que incluye la relación con los otros y el contexto; es este sistema el que constituye la unidad básica del análisis (Marc y Picard, 1992: 14).
14Es necesario precisar que las nuevas orientaciones referidas a la interacción social no sólo han producido cambios, sino que han pasado a constituir el propio objeto eje del construccionismo en la psicología social, sin decir con ello que no se presenten divergencias entre autores y escuelas de la misma. Para evitar una larga arqueología de tal variación, tal vez sea más conveniente referirse al esfuerzo común de los autores más contemporáneos por resaltar el carácter social de la interacción, en el sentido de asumir que
[...] todo encuentro interpersonal supone interactuantes socialmente situados y caracterizados, y se desarrolla en un contexto social que imprime su marca aportando un conjunto de códigos, de normas y de modales que vuelven posible la comunicación y aseguran su regulación (Marc y Picard, 1992: 16).
15Un elemento novedoso en la versión retórico-respondiente del construccionismo social de Shotter, para nosotros mucho más potente porque hace énfasis en el efecto mismo de la interacción en la construcción de la subjetividad, es la clarificación de que el “contexto” no es una especie de telón de fondo de los encuentros sociales, sino que es actualizado o creado en la propia retícula conversacional; allí surge la magnitud de su impronta en la configuración del yo, que se desglosa en estrategias narrativas determinadas. Según esta perspectiva,
[...] las dimensiones persona-mundo, referenciales y representacionales de la interacción a las que podemos acceder en el momento como individuos —todas las formas conocidas de que ya disponemos para hablar de nosotros mismos, de nuestro(s) mundo(s) y de sus posibles relaciones, que en el pasado considerábamos primarias en algún sentido— pueden ser vistas ahora, según sostenemos, como secundarias y derivadas, surgidas del fondo cotidiano y conversacional de nuestra vida (Shotter, 2001: 21).
16Aunque pudiera parecer que hay situaciones sociales en las cuales la dimensión yo-otro y, en últimas, el carácter retórico-respondiente de la interacción se relativizan, como cuando las personas afianzan en la adultez las representaciones que configuran del mundo a través de conversaciones, y llegan a considerarlas como simples percepciones de una exterioridad objetiva, lo cierto es que aún como adultas
[...] las personas siguen enfrentándose con la tarea de hacer que su acción sea pertinente, si no para la situación conversacional inmediata en la que se encuentran, para la “situación” social, cultural, histórica y política en la que “imaginan” estar. Y, una vez más, su tarea es juzgar de manera respondiente —y responsable—, con inteligencia —y legitimidad—, cómo hacer que sus respuestas se adapten debidamente a las exigencias de esa situación (Shotter, 2001: 22).
17En otras palabras, sin importar el grado de objetividad que estemos dispuestos y dispuestas a atribuirle a una determinada representación, ella estará ligada sin remedio a redes conversacionales más o menos amplias a partir de las cuales se crea. Y hay que agregar que en el proceso de instauración de tales representaciones sobre el mundo, sobre la propia persona y sobre los otros, se va configurando también una fuerza normatizadora y coactiva de las acciones y las interacciones pertinentes en todos los contextos sociales situados. Si se permite la figura, un alacrán que muerde su propia cola.
18En las páginas siguientes abordaremos pues la acción y la interacción en los ámbitos escolares a los que tuvimos acceso mediante la observación en profundidad, con miras a destacar los dispositivos pedagógicos que interpretamos como los más significativos en este nivel: papeles y formatos de la participación, reglas de la interacción, tono de la interacción y formas de jerarquización.
19Es pertinente una somera descripción de cada uno de ellos, con el intento de relacionarlos, antes de analizar en detalle su operatividad en la acción y la interacción en la escuela.
20En primer lugar, y a manera de ejemplo, el equipo investigador del proyecto Arco Iris se percató, en varias de las observaciones de aula, de que en las interacciones del inicio de las clases, cuyo propósito fundamental era reconstruir el contexto académico, a las chicas se les formulaban preguntas del tipo: “¿en qué quedamos la clase pasada?” y, “¿qué hay para hoy?”. Una vez ellas daban respuesta, el o la docente empezaban a propiciar dinámicas de participación alrededor de la presentación o la ampliación de temas, y lo hacían, de manera predominante, con los estudiantes varones.
21Lo interesante es que éstas y otras formas diferenciadas de la participación no surgen de modo espontáneo sino que están estrechamente relacionadas con el formato de clase diseñado y propiciado por la persona docente para organizar el flujo académico de la clase. De esta manera, profesores y profesoras, a través de formatos competitivos, colaborativos, de participación individual o grupal, de clase magistral, etcétera, regulan las posibilidades de su propia participación, así como las de sus estudiantes. Y en tales posibilidades se debe considerar el modo específico de la participación, así como su intensidad y su frecuencia.
22En respuesta al formato específico de una clase, los y las estudiantes suelen asumir funciones y niveles de participación diferenciales. Este fenómeno se presenta tanto en grupos mixtos —en los que es clarísima la disparidad entre chicas y chicos— como en grupos femeninos o masculinos, en cuyos casos la desigualdad se debe a otros motivos. Sea cual sea el caso, las funciones transitorias que cumplen las personas en respuesta a diversos formatos corresponden a lo que hemos llamado roles de la participación.
23Dichos roles son dispositivos pedagógicos significativos en la construcción de los géneros: afectan o limitan el modo en que hombres y mujeres construyen su participación, y tienen un impacto en sus carreras académicas y vitales: por ejemplo, alguien que de manera sistemática no haya podido ejercer un rol protagónico en un área como la matemática, difícilmente escogerá estudiar una profesión que la incluya como núcleo de la formación.
24No obstante, hay que tener en cuenta que la dinámica relacional que se desarrolla en la escuela no tiene como correlatos exclusivos los propósitos académicos. La teoría de las reglas de rol en psicología social distingue dos clases de pautas conductuales al interior de los grupos:
El rol instrumental o de tarea se dirige hacia la realización de metas específicas... el rol expresivo o socioemocional se centra en la emoción. Lo que interesa es asegurar experiencias emocionales positivas y realzar las relaciones entre los miembros del grupo (Harré y Lamb, 1992: 385).
25Respecto a la cultura institucional de la escuela, podría afirmarse entonces que los roles que allí se despliegan orientan tanto la relación de las personas con el conocimiento como la relación con otras personas.
26Ello nos da pie para afirmar ahora que los roles que los y las estudiantes desempeñan no se pueden entender tan sólo como derivados simples de los formatos de clase dispuestos por el profesor. El desempeño tanto académico como social, que bien podríamos pensar como un encadenamiento de acciones e interacciones, se va modelando con una serie de reglas que tienen una alta efectividad como patrones comportamentales y que hemos llamado reglas de la interacción.
27Sin embargo, es necesaria una aclaración. Cuando hablamos de la efectividad de las reglas no estamos pensando en una especie de libreto impuesto, frente al cual no hay escapatoria posible o ninguna posibilidad de digresión, sino en la manera como en la retícula conversacional de la vida cotidiana se crean, actualizan, refuerzan y adaptan las reglas de la interacción en los grupos —más allá del hecho de que éstas se mencionen o no se mencionen—, las cuales constituyen condiciones satisfactorias de la relación en dicha cultura local. Con tal adjetivo no queremos significar que todas las personas participantes se encuentren satisfechas con las reglas o que no reciban efectos negativos como consecuencia de las mismas,2 sino en el hecho de que el mundo relacional se ordena de un modo específico —y no de otro— con la participación activa u omisiva de un colectivo en un contexto institucional determinado, y que tal ordenamiento puede ser insatisfactorio o inaplicable en otro contexto.
28Al tenor de las reglas de la interacción, entonces, hombres y mujeres en la escuela —trátese de estudiantes, docentes, directivas o personal administrativo— se comportan de manera diferencial en el uso del espacio, en las actividades y tareas que se demandan de unos y otras, en las funciones y roles que cumplen, en sus maneras de comunicarse —por ejemplo en el uso de la palabra en el aula de clase— e incluso en sus manifestaciones afectivas.
29Esta serie de reglas funcionan de manera sutil como fronteras del comportamiento de chicos y chicas, y en ese sentido constituyen el orden moral de las relaciones de género. A veces se trata de normas provenientes de la cultura más amplia en la que está inserta la institución escolar, y por tanto remiten a conversaciones que parecen más lejanas; en otras ocasiones son creadas y negociadas por los diversos actores escolares en sus conversaciones presentes. Sin importar su procedencia, lo cierto es que tales reglas se someten a validación mediante dinámicas de reproducción o de resistencia en las interacciones que acontecen en el día a día de la institución educativa, y en su conjunto se constituyen en un dispositivo pedagógico de género muy potente que incide en la construcción de la subjetividad de niños, niñas y jóvenes.
30Se debe agregar aún que la dinámica relacional se pauta en la cultura local de la escuela, no sólo respecto a las acciones y las interacciones pertinentes mediante las reglas de la interacción, sino que el colectivo allí presente dirige parte importante de su atención a la definición de los modos comunicativos específicos en los que discurren dichas acciones e interacciones.
31Por ejemplo, con frecuencia se dice de alguien, sea en masculino o en femenino, que es brusco, tímido, silencioso, enérgico. Calificativos de este tenor aluden a los estilos comunicativos de las personas, entendiendo por éstos los modos particulares de habla, el lenguaje gestual y el lenguaje del cuerpo —tanto desde el punto de vista de la construcción de su apariencia como de las maneras de relacionarse con el espacio.
32En muchas ocasiones las referencias a tales estilos suelen asociarse con la pertenencia a uno u otro sexo. Así, cuando se afirma de alguien que “es muy femenina” o se escucha una orden del tipo “¡hable como un hombre!”, se parte de considerar que los estilos comunicativos diferenciados son esenciales a hombres y mujeres. Desde nuestro punto de vista, la actuación y validación en la acción y la interacción en la escuela de las creencias acerca de estilos comunicativos diferenciados de mujeres y hombres configuran un dispositivo pedagógico de género de alta efectividad que puede denominarse tono de la interacción.
33En los colegios masculinos y mixtos, por ejemplo, hay una dinámica de interacción notoria: los varones son sometidos a un tratamiento rudo, pues se cree con fervor que ellos así lo requieren. Ello legitima, de paso, la rudeza que los propios chicos desarrollan entre ellos.
34Al mismo tiempo, en la cultura de la escuela se vivencia y se avala la asociación de las mujeres con la fragilidad. En consecuencia, se espera de ellas un tono suave, delicado, emotivo y ellas manifiestan, en muchas ocasiones, una relación ansiosa con el conocimiento y desarrollan formas variadas de activación emocional frente al mismo, como llorar, enmudecer y ruborizarse.
35Un aspecto que es necesario y valioso analizar, es que tanto este dispositivo del tono de la interacción, al igual que los de los roles y los formatos de la participación y de las reglas de la interacción, contribuyen a construir jerarquías de poder entre los actores implicados. No sólo en el sentido más o menos obvio del diferencial de poder entre docentes y estudiantes, sino del poder desde una perspectiva de género, estando ambos referidos, más que a una actuación sistemática y exclusiva en cada intercambio social en la escuela, a una especie de matriz simbólica de referencia ligada al patriarcado y desde la cual puede hablarse de una superioridad de lo masculino sobre lo femenino.
36Tal supremacía, que guarda una estrecha relación con las imágenes que sobre hombres y mujeres se crean y se consolidan en la cultura (ver capítulo 4), se despliega en la institución escolar en una serie de mecanismos que hemos llamado formas de jerarquización, las cuales coadyuvan a la configuración de posiciones diferenciales entre los géneros. Este dispositivo pedagógico comprende, por ejemplo, la manera de nombrar a las personas —“muchachos” para los varones y “niñitas” para las alumnas mujeres—, la receptividad dada a las participaciones sociales y académicas de chicas y chicos —verbigracia, las oportunidades para ejercer el protagonismo en el aula— o el tipo de funciones que se asignan a unas y otros en razón del sexo.
37Tales acciones se configuran tanto a partir de las demandas sociales sobre los géneros como de las respuestas que a ellas dan las personas, y ambas se construyen en conversaciones que conducen a formas de autocontrol y de autopercepción. En conjunción con los otros dispositivos pedagógicos, las formas de jerarquización generan un alto impacto en el proceso constituyente de la subjetividad, proceso social que, en razón de lo expuesto, no es posible interpretar como neutral, sino, por el contrario, ligado de manera estrecha con el poder.
38Pasemos entonces a examinar con mayor detenimiento cada uno de los dispositivos y sus mecanismos específicos, y a ilustrarlos mediante referencias a los intercambios sociales que observamos en la cultura local de la escuela.
ROLES Y FORMATOS DE LA PARTICIPACIÓN
39La relación pedagógica y las propias prescripciones de la cultura institucional de la escuela determinan de entrada una diferencia básica en la comunidad escolar entre el rol docente y el rol estudiantil.
El rol de profesor está definido por las normas socialmente prescritas para la actuación en la posición de profesor y por las expectativas sociales que se dirigen hacia esa posición. El profesor actúa en un escenario. Los estudiantes, los otros profesores y la dirección del centro educativo constituyen la audiencia o público. Análogamente, el rol de estudiante es desempeñado ante una audiencia integrada por los otros estudiantes, los profesores y la dirección del centro (Caballero, 1998: 131).
40Tal proposición tiene un carácter general, pues luego, a partir de las observaciones en profundidad que hizo el proyecto, podemos plantear la existencia en los y las estudiantes de una variedad de roles situacionales con sesgos de género, roles determinados en gran medida por el flujo de las actividades y los propósitos pedagógicos establecidos por el o la docente, sea que éstos resulten de una planeación previa o de una conducción espontánea concurrente con su desarrollo. Proponemos llamar a los variados flujos reconocibles en las aulas formatos de clase —en ellos ahondaremos más adelante.
41Aunque los roles situacionales se ejercen en respuesta al formato de clase, y por ello se caracterizan en esencia por constituir tipos de participación académica, de manera simultánea los y las estudiantes desarrollan otros tipos de participación con un carácter más social. En este sentido reiteramos nuestra concordancia con el enfoque etogénico de la psicología social, que plantea la existencia de roles instruccionales, o de la tarea y de roles socioemocionales dentro de los grupos (Harré y Lamb, 1992: 385). Esto no quiere decir que siempre sea fácil determinar en las acciones e interacciones de los interlocutores a cuál de los dos tipos de rol responden; es más pertinente pensar que ellas se despliegan de manera simultánea en respuesta a ambos tipos y que lo que en verdad se presenta son diferencias de énfasis entre los mismos.
42En todo caso, la observación en profundidad nos permite proponer al protagonismo como eje determinante para analizar los diversos modos de participación que se presentan en los intercambios comunicativos, no sólo dentro del aula, sino en otros espacios escolares, y afirmar además que éste presenta dos tipos distintos: obligado y espontáneo. El primero suele estar subordinado a una orden o a una instrucción docente, como cuando se señala a un o una estudiante específico-a para que responda una pregunta; o en ocasiones depende de las directrices de los y las pares, como cuando ellos-a seleccionan a una persona determinada para que ejecute una acción, digamos hacer los lanzamientos de penalización de un partido de baloncesto o realizar una exposición oral en representación de sus compañeros-as en el ámbito de un trabajo en grupo. Entre tanto, el protagonismo espontáneo aparece ligado a la expresión de una relativa libertad o autonomía por parte de alguien que se propone a sí mismo o a sí misma para realizar una acción, como cuando alguien alza la mano para responder una pregunta en clase o se postula para representar al grupo en alguna actividad.
43El protagonismo y sus dos tipos se complejizan en un espectro de roles diferenciados según el género, o roles de la participación, los cuales se pueden entender como papeles comportamentales situacionales que tienen como correlatos los formatos propuestos por la acción docente —formatos de la participación— y en general los contextos escolares.
44El análisis de los diarios de campo nos llevó a asociar el protagonismo con una metáfora de la producción audiovisual, a partir de la cual se pueden distinguir tres roles iniciales: director, para quien tiene sobre sus hombros la responsabilidad del conjunto de la producción; protagonistas, para quienes representan los papeles principales dentro de la historia, y scripts, para quienes en la televisión o en el cine deben mantener la continuidad de la producción a través de anotaciones sobre el vestuario, la utilería, la locación y los propios parlamentos, y los desplazamientos de los actores y las actrices, con el fin de asegurar la correspondencia entre escenas que se producen de manera discontinua pero que se emiten de manera continua.
45En todas las instituciones escolares, el director o directora son el o la docente, por su papel obvio de control de todos los detalles y de todos los participantes dentro del escenario. De otro lado, en el contexto particular de los centros educativos mixtos, los protagonistas corresponden a estudiantes, principalmente varones que, valga la redundancia, ejercen el protagonismo académico en el aula: esto se traduce en una mayor posibilidad de interlocución con el o la docente, en más momentos de exposición o argumentación ante el grupo y de acción frente al tablero.
46Entre tanto, el papel de scripts es reservado para un grupo de estudiantes mujeres, pues, siguiendo la metáfora, son ellas quienes están al tanto del mantenimiento de la continuidad: intervienen mucho más en la reconstrucción del flujo temático de la clase y de las tareas académicas o de las normas disciplinarias fijadas, muchas veces en respuesta a preguntas docentes del tipo: “¿en qué quedamos la clase pasada?”, “¿qué ejercicio había para hoy?” o, “¿cuál es la sanción que habíamos acordado para quien no hiciera la lectura?”. Sucede incluso que después de las pautas de continuidad indicadas por ellas, la participación en el desarrollo temático se concentre en los estudiantes varones.
47Las diferencias de género, en la participación de protagonistas y scripts, son notorias en dos fragmentos de los diarios de campo. Uno corresponde a una clase de matemáticas en un colegio de clase media, y el otro a una clase de sociales en un colegio de clase alta:
La profesora le pide a una niña que lea la pregunta. La niña lo hace, y el niño a su lado responde y explica cómo hizo el procedimiento. La profesora pregunta a la clase si la respuesta está bien o no. Todos empiezan a hablar al tiempo y en voz alta. La profesora dice: “No, alguien que levante la mano”. Muchas manos se levantan, pero ella escoge la de un niño.
Clase de matemáticas de 3º
“Bueno, vamos a empezar la clase. A ver, Sandra, lea el resumen que había de tarea.” Ella se pone de pie, con el cuaderno en sus manos, y lee orientada hacia el tablero. La profesora le dice: “Tienes que practicar más la lectura, casi no se te entendió” (se escuchan risas y murmuraciones). La profesora ordena a otras dos chicas hacer la misma lectura, y luego dice: “Bueno, ahora pasa tú, Andrés, y explica qué es lo que significa este mito”. El estudiante se para y desde su puesto dice: “Yuche es como si fuera el Dios que a partir de su sueño ha creado al mundo y todo lo que existe”. Profesora: “Sí, muy bien, pero, ¿qué es lo que explica el mito?” “El origen de la raza humana, profesora”, contesta Pedro, otro de los chicos de la clase. Profesora: “Muy bien, siéntate. Les cuento que el mito tiene más contenido, ¿quién más de los muchachos investigó sobre los tikunas?”.
Clase de sociales de 10º
48Al lado de estos roles, cuya actualización en los intercambios comunicativos afianza un esquema de predominio masculino versus la subordinación femenina, aparecen otros que establecen grados diversos de relativización frente a los mismos, y que incluso en algunos casos pueden entenderse como formas de resistencia.
49El primero es el de las actrices de reparto: chicas que, al no lograr una alta participación en el tablero o con el o la docente, o al no estar interesadas en la dinámica, despliegan un evidente interés académico en la atención al flujo pedagógico: siguen las intervenciones docentes o estudiantiles, se concentran en el tablero o en su cuaderno, y en un buen número de ocasiones desarrollan formas de apoyo, monitoreo y retroalimentación con sus propias compañeras.
50Lo anterior es evidente en el diario de observación de una clase de matemáticas de 7º grado:
Ante la indiferencia de la profesora con respecto a las chicas, ellas siguen el ejercicio paso a paso e incluso se adelantan con entusiasmo, van resolviendo el ejercicio para satisfacción propia, porque son pocas las veces que la profesora las atiende, ya sea para felicitarlas o corregirlas. Una de ellas le pregunta a su vecina: “¿Cuánto te dio?” “¡Da 384! Ya lo hice (sonríe).” “¡Bien! amiga”, y juntan las palmas de las manos mientras sonríen.
51Otro grupo de mujeres son las extras, quienes no muestran ningún interés en ejercer un protagonismo académico y se limitan a estar en el escenario. Algunas de ellas pueden calificarse como silenciosas, pues no se les oye ninguna expresión en clase; de hecho, su actitud corporal es estática y es muy difícil que alguien sepa el curso de sus pensamientos. Otras parecen reemplazar o compensar su falta de protagonismo académico con un protagonismo más social, el cual se centra en la generación de empatía ante el grupo de pares y de atracción ante el sexo opuesto —ésta por medio de una construcción minuciosa de su apariencia física: indumentaria, accesorios, maquillaje, peinado—, y por una revisión constante de la misma, por ejemplo mediante el uso del espejo, actitud que denominamos tensión por la fachada.3
52En relación con los estudiantes varones, otros dos roles: los de la primera fila y los duros funcionan como opuestos, no sólo en el sentido espacial —a menudo en los extremos anterior y posterior del salón—, sino en el sentido de sus formas de protagonismo preferenciales: académico y social, respectivamente.
53Los de la primera fila son un grupo de muchachos que también tienen un alto interés académico, pero que no se sienten convocados por el protagonismo espontáneo, ante lo cual prefieren concentrarse en el flujo académico y a veces desarrollar formas de apoyo a otros compañeros, en especial a aquellos que parecen tener dificultades en sus intervenciones frente al tablero. Tildados a menudo como “nerdos” o “sapos”, podrían denominarse dentro de nuestra metáfora como los consuetas del aula.
54Por último, los duros orientan su interés al protagonismo social. Mantienen una muy baja o nula motivación académica y suelen hacer ostensible su aburrimiento mediante el desarrollo de numerosas actividades paralelas, como risas, indisciplina y, en no pocas ocasiones, agresiones entre sí o contra otros-as compañeros-as. Son los “montadores” o los “matones” del salón, y a pesar de ser objeto de sanciones o, quizás sea mejor decir, precisamente mediante ese mecanismo, se vuelven expertos en captar la atención docente, en desmedro de la participación de otros actores. En la metáfora jugarían más el papel de saboteadores permanentes de la producción.
55Entre estos dos últimos grupos también se configura, a veces, una oposición corporal: los de la primera fila suelen ser más menudos y menos interesados en el despliegue de actividades físicas; los duros, más corpulentos y muy interesados en esas actividades (llegan incluso a convertirse en líderes de las competencias deportivas). Como en razón de dicha oposición los primeros terminan siendo los blancos preferidos de las agresiones de los segundos, no es raro ver a aquéllos merodeando por los territorios femeninos y desarrollando formas de solidaridad con sus compañeras o con otras eventuales víctimas de éstos o, a veces, “empoderándose” para oponerse activamente a las agresiones.
56Esta última reacción por parte de un muchacho de la primera fila es visible en una clase de electricidad en grado 11, en la que un duro se expresa con palabras soeces y provocaciones físicas, y responde con más amenazas o agresiones ante la contrariedad del primero:
Un muchacho le dice a González: “¡Uy!, mire que Orozco le está tirando pedazos de chicle a la cabeza”. Al tiempo que González revisa su cabello, Orozco recrimina a su amigo diciéndole: “¡No sea sapo!”. Orozco, que está de último en la fila, tira pedazos de papel mojado con saliva a sus compañeros de adelante, y también los molesta con el pie. El primero de la fila se molesta, y en voz alta y desafiante le dice a Orozco: “¡Coma mierda!” A lo que él responde: “¿Pues qué va a hacer, quiere que lo calme?”.
57Este esquema, por supuesto, no se reproduce con fidelidad en cada encuentro escolar: se trata de tendencias globales reconocibles en la evidencia empírica de nuestra investigación, que se combinan y flexibilizan mucho más en las instituciones educativas de un solo sexo, pero que sirven para generar un análisis reflexivo necesario sobre cómo el mantenimiento reiterado de roles específicos en la acción y la interacción, debido a su alta implicación en el despliegue o, por el contrario, en el constreñimiento de las potencialidades de los y las estudiantes, impacta sin duda sus carreras personales y afecta el proceso constituyente de su subjetividad.
58Ahora es necesario examinar, con mayor detenimiento, el tema del formato de clase. A éste lo definimos como el flujo de las actividades y de los propósitos pedagógicos establecidos por el o la docente en una sesión de clase, y en la gran mayoría de los formatos de clase de las sesiones de aula observadas corresponden a lo que se conoce como clases magistrales, centradas en la exposición docente y con grados y momentos relativos de participación estudiantil mediante respuesta a preguntas específicas, lectura de tareas, trabajo en grupo, evaluación, etcétera.
59La articulación temporal y de densidad entre éstas y otras actividades, y entre ellas y un formato de base, por ejemplo el magistral, ha sido analizado en investigaciones realizadas en otros países. Friedrich Erickson (1986), por ejemplo, en su propósito de entender la racionalidad de las acciones pedagógicas que se expresa en el seguimiento o en la creación de una serie de pasos de trabajo, acuñó el término estructura de la tarea académica.4 Para él, tal estructura se define como una secuencia de acciones que es realizada por los participantes en su proceso de negociación interaccional.
60Entre tanto, Götz Krummheuer (1999) plantea que, en las clases de matemáticas de primaria, la interacción ocurre a menudo en un estilo narrativo que tiene como correlatos tanto a la estructura como a las competencias personales que pueden ser integradas a la misma. Para él, la secuencia no se tematiza de manera explícita, pero los y las participantes esperan su desarrollo; para ello, deben inferir su lógica de las narraciones específicas que se presentan (Krummheuer, 1995, 1997).
61Lo anterior indicaría que, si bien es cierto que el o la docente planean o a veces improvisan un determinado formato, es la interacción concurrente en el aula de clase la que finalmente da lugar a los roles transitorios que allí se cumplen. Ello implica mayores o menores márgenes de negociación con los otros y las otras participantes.
62En cualquier caso, el formato predominante de nuestra muestra fue el magistral. Mucho menos frecuentes fueron las clases organizadas en otros formatos, y fue interesante observar cómo las clases participativas —en el sentido de una notoria y activa participación estudiantil— se concentraron en áreas menos orientadas al aprendizaje de contenidos temáticos y mucho más a formas de vivenciamiento o ejecución de destrezas técnicas, laborales, corporales, entre otras. Por ejemplo, se desarrollaron trabajos en grupos, especialmente para la elaboración de prototipos en clases de tecnología, simulaciones profesionales en clases de práctica empresarial y largos períodos de entrenamiento en rendimiento físico tras las instrucciones docentes en clases de educación física.
63Si bien desde una perspectiva de género se podría decir que los formatos más participativos son favorables a la construcción de una equidad en el protagonismo, el análisis del material de campo demuestra que esto no ocurre en forma automática ni espontánea, sino que es necesario una planeación intencionada de cada tipo de actividad para que efectivamente sea favorable a la equidad.
64Si esto no se tiene en cuenta, puede surgir la paradoja, por ejemplo, de que el tipo de preguntas abiertas “¿quién responde tal ejercicio?, “¿quién quiere leer?”, que suelen considerarse como democráticas respecto al uso de la palabra, terminen siendo justamente lo contrario si avalan los intentos reiterados de participación de los protagonistas, sin que el o la docente intente equilibrar la circulación de la palabra, así como propiciar el empoderamiento de las personas tímidas, temerosas e incluso de las refractarias al interés en las metas académicas.
65Algo similar pasa con el trabajo en grupos, que en muchas clases se asume como formato paradigmático de la participación, pero que en ocasiones puede reemplazar participaciones muy desiguales en el curso en general, con participaciones muy desiguales en cada grupo. Su efectividad real depende de los objetivos docentes trazados y de unas normas que logren regular una participación equilibrada en su interior, por ejemplo, para que las chicas no terminen ejerciendo roles secretariales preponderantes como escribir o “pasar en limpio” los resultados de las dinámicas llevadas a cabo.
66Otro elemento que pudimos constatar es que la selección de formatos competitivos versus colaborativos tiene también un claro efecto de género en la participación. Como tendencia, los primeros invocan una participación mayor de los chicos; las chicas parecen sentirse más a gusto en los segundos. Ello podría explicar justamente el ejercicio de roles contrapuesto entre los protagonistas como aquellos estudiantes que responden a un modelo competitivo en lo académico, frente a las actrices de reparto y a los de la primera fila, como los estudiantes que responden con mayor entusiasmo al modelo colaborativo. La funcionalidad competitiva o colaborativa de las scripts está determinada por el hecho de si su participación en la clase es obligada o espontánea.
67Hasta aquí, el binomio competitividad/colaboratividad se ha leído como un rasgo de los formatos de clase, pues hasta ahora ése es su sentido predominante en numerosas investigaciones o propuestas pedagógicas. No obstante, la exposición previa sobre la doble cara de la participación en el contexto escolar, tanto académica como social, nos invita a repensarlo. Si entendemos ahora el binomio de manera más amplia, como una tensión en la actuación personal y colectiva en general, la funcionalidad de los roles tanto de los duros como de las extras, de acuerdo con un interés más social que académico, podría calificarse como competitivo.
68En todo caso, la competitividad ofrece una base muy relativa para el éxito y en general para el desarrollo personal. Para Robert Slavin (1992), aun cuando estudiantes de rendimiento bajo pudieran aprender mucho en aulas competitivas, siempre estarán por debajo de los estudiantes de mayor rendimiento.
Un día tras otro, los niños de rendimiento bajo reciben un feedback negativo por sus esfuerzos académicos. Con el tiempo llegan a aprender que el éxito académico no está a su alcance, con lo que optan por otros caminos en los que puedan desarrollar una autoimagen positiva. Muchos de estos caminos llevan a una conducta antisocial o delincuente.
69El fundamento del trabajo colaborativo o cooperativo es opuesto: procura que los y las estudiantes trabajen juntos-as para aprender y sean responsables del aprendizaje de los demás así como del suyo propio. De hecho, en los diversos modelos de aprendizaje en equipo se presentan tres conceptos comunes: recompensas grupales, responsabilidad individual e igualdad de oportunidades de éxito.
Los equipos pueden conseguir diplomas u otro tipo de recompensas grupales si su rendimiento supera un nivel determinado. Los equipos no entran en competición para ganar recompensas a medias; todos los equipos (o ninguno de ellos) pueden conseguir el nivel asignado en una semana dada. La responsabilidad individual significa que el éxito del equipo depende del aprendizaje individual de todos los miembros del equipo. Esto centra la actividad de los miembros del equipo en enseñarse unos a otros y en asegurarse de que todos están preparados para contestar un cuestionario o cualquier otro tipo de evaluación sin la ayuda del equipo. La igualdad de oportunidades de éxito significa que los alumnos contribuyen al éxito de sus equipos mejorando su propia actuación [...] Con esto se asegura que todos los alumnos, ya sean de rendimiento alto, medio o bajo, [tengan] la misma obligación de realizar su trabajo lo mejor que puedan, y se valorarán las actuaciones de todos los miembros del equipo (Slavin, 1992).
70El capítulo 7 retomará este tema, pues en el desarrollo de pedagogías colaborativas o competitivas radica en un muy alto grado la posibilidad de construcción o no de escuelas inclusivas.
REGLAS DE LA INTERACCIÓN
71En la escuela, al igual que en toda cultura local, la acción y la interacción de sus participantes no pueden entenderse como una inspiración o una producción individual. Éstas se ordenan según unas reglas creadas y validadas en colectivo que configuran la estructura profunda de dicha cultura y que, por esa razón, con suma frecuencia no se perciben a simple vista ni tienen que haberse proferido en forma explícita.
72Por ejemplo, cuando un profesor o profesora llega al salón, es él o ella quien casi siempre toma la iniciativa para saludar. Por supuesto, no se trata de un comportamiento de cortesía individual, en el sentido de que sea creado por el o la docente, y es inusual que se acuerde en el grupo, sino que corresponde a una regla de interacción que trasciende incluso las fronteras de la institución escolar —quien llega saluda— y que es validada a diario en la escuela.
73Las reglas de interacción se constituyen en un patrón que establece la pertinencia o no de una acción social dentro de cada grupo y, en general, dentro del conjunto de la comunidad escolar; incluso se convierten en un patrón para la corrección de aquellas acciones que se salen de lo establecido. A estas reglas se llega tras un proceso de negociación que en ocasiones sobrepasa a las propias personas del grupo.
74En efecto, puede pasar que las reglas sean el resultado de negociaciones hechas por personas que antecedieron a quienes hoy las cumplen, y que éstas sean validadas y actualizadas cada vez que se asumen como ciertas y dadas. Ello explica por qué la negociación de las reglas en un grupo escolar específico es a veces latente: tienen como referentes elementos de las imágenes que sobre hombres y mujeres se han construido —o negociado— en la cultura social más amplia o en la propia cultura local5 y, en consecuencia, se toman como algo dado. Descubrir las reglas de las interacciones escolares implica, a menudo, tener que deducirlas de los comportamientos.
75Hoy en día es poco común que en un curso, o en el conjunto de una institución escolar, se expresen principios axiológicos expresos del tipo “los hombres deben...” o “las mujeres deben...”. Las reglas de interacción se ven afectadas por un margen significativo de incertidumbre y ya no es posible acudir a las distinciones radicales de género que hasta hace apenas unas décadas eran tradicionales en las escuelas.
76En consecuencia, es necesario buscar diversos caminos para sacar a la superficie las reglas que se encuentran en la base profunda de la cultura. Una de ellas es dar cuenta de expresiones que se constituyen en denuncias o reclamos en torno a su existencia. Otra es describir cómo las reglas se activan en determinados contextos conversacionales por medio de justificaciones de las mismas; así, el enunciar la regla se convierte en una prueba de su carácter moral, y la adecuación moral de la acción y la interacción remiten al nivel de entendimiento que se logra entre los participantes de un ámbito social específico. Conviene aclarar, entonces, que el carácter moral de un ámbito no guarda relación con una axiología individual como base de la acción, sino con formas de adecuación colectiva a las relaciones sociales.
77En la misma vía, al proponer al construccionismo como alternativa de comprensión del mundo moral frente a las limitaciones de los enfoques romántico y modernista, Kenneth Gergen plantea un desplazamiento conceptual en torno a la vida moral.
La pregunta no es tanto “¿qué es el bien”, sino más bien, dada la heterogeneidad de los mundos de las personas, “¿cuáles son los medios relacionales con los que se pueden desplazar hacia condiciones mutuamente satisfactorias?”... consiste en considerar seriamente las pautas de la acción preferida en el seno de diversos grupos y los lenguajes morales por medio de los cuales estas pautas se comprenden y refuerzan (Gergen, 1996: 147).
78Con ese sentido se ha venido afianzando en los últimos años la denominación de orden moral para aludir al conjunto de pautas y lenguajes en contextos grupales o institucionales específicos. Antes de examinar la implicación de tal mirada en la cultura escolar, es adecuado reconocer, empero, que la comprensión del orden moral demanda distinguir las nociones de orden práctico y orden expresivo.
79Del primero se ocupan Marx y Engels (1969) cuando reconocen la organización social del trabajo, aun en las sociedades más primitivas, por ejemplo mediante la división social del mismo, valga la redundancia. La vida práctica implica, en consecuencia, una organización y una estructura sociales, jerarquías de poder entre las personas, etcétera. El orden práctico se atiene básicamente a la dimensión material de lo colectivo.
80Según los planteamientos de Veblen (1899), hay otro orden afín al primero y relativamente independiente del mismo, aunque, como él, está organizado socialmente. Tal orden se deriva de la búsqueda del honor, la prueba pública del valor y el reconocimiento de posición en los grupos. Harré (1982) propone llamarlo orden expresivo, y deberíamos agregar que se asienta en forma predominante en la dimensión simbólica de las sociedades.
81Los dos órdenes han tenido diferentes relaciones entre sí a lo largo de la historia y, aunque siguiendo a Veblen, son independientes, también se debe reconocer que “tienen una sutil y múltiple interacción” (Harré y otros, 1989: 151). Para ellos, hoy el orden expresivo domina al práctico, pues existen muchas formas de búsqueda del honor que son independientes del sistema económico pero que lo impactan en forma significativa.
82Estos autores ahondan en sus referencias al orden expresivo y para ello resaltan la necesidad de acudir a un aporte conceptual introducido por el sociólogo Ervin Goffman en 1961 (1998: 131-172): la noción de carrera y sus dimensiones práctica y moral.
83Goffman (1998: 133) define la carrera como “cualquier trayectoria social recorrida por cualquier persona en el curso de su vida” y plantea como una gran ventaja la ambivalencia misma del término: “por un lado, se relaciona con asuntos subjetivos tan íntimos y preciosos como la imagen del yo, y el sentimiento de identidad”, que homologamos a la dimensión moral. La dimensión práctica, entre tanto, se refiere a “una posición formal, a relaciones jurídicas y a un estilo de vida, y forma parte de un complejo institucional accesible al público”.
84Si la dimensión práctica hace referencia a lo fáctico, a los cambios individuales de posición o al logro de metas significativas en una institución específica o en el conjunto del entramado social, la dimensión moral se refiere “a la secuencia regular de cambios que la carrera introduce en el yo de una persona, y en el sistema de imágenes con el que se juzga a sí misma y a las demás” (Goffman, 1998: 133).
85Tanto la carrera práctica como la carrera moral de una persona son producciones situadas: se localizan en un contexto social específico y siempre se acompañan de un conjunto de carreras de otros-as.
86Lindesmith y otros (1999) han demostrado que las carreras no están en ningún momento bajo el control total del sí mismo, principalmente por su dimensión interactiva e institucional. Aunque muchas carreras son opcionales, la carrera moral personal no lo es: cada individuo cuenta con un conjunto de recuentos o relatos que explican y justifican su posición actual.
87Los mismos autores han planteado cómo las identidades individuales y las carreras morales se construyen en interdependencia con la pertenencia a mundos sociales. Esto significa que los cambios objetivos en la acción y en la posición, tanto de los individuos como de los grupos a los que se pertenece, podríamos decir el mundo social disponible, causan cambios en las carreras morales y, por ende, en las narrativas de justificación.
88Todo lo anterior nos conduce a identificarnos sin ambages con la perspectiva de Thiebaut (1992: 71-72), para quien
[...] los espacios morales en los que operamos... no sólo funcionan como el soporte de la tela en un cuadro, que acepta “pasivamente” el ejercicio pictórico. Los espacios morales comportan también formas de identidad moral, pues éstas son formas de ubicación contextual y formas de orientación en aquellos espacios. Esos espacios deben ser cartografiados, explorados, fijándonos en aquellas distinciones cualitativas que componen nuestro bagaje moral [...] Ese uso y ese recorrido, ese itinerario moral, nos lleva a la idea de la construcción narrativa de ese sujeto que realiza tal viaje.
89Si cruzamos esta perspectiva con el enfoque ecológico que constituyó nuestro modo de abordaje de la escuela, podemos entender el orden moral de la escuela como el conjunto tanto de las reglas de interacción que establecen o validan en sus intercambios los participantes de dicha cultura local, como de las narrativas que las configuran o evidencian.
90El proyecto Arco Iris permitió reconocer la existencia de varias reglas de interacción presentes en las culturas locales de la escuela, pero visibilizarlas no fue fácil, pues lo común es que, aun cuando se negocian en colectivo, no suelen enunciarse de manera expresa. Después de muchas observaciones encontramos patrones reiterados en la actuación de chicas y chicos y su análisis en campos —el espacio, la palabra, la implicación académica, el manejo del cuerpo, etcétera— nos condujo a comprender las tendencias generales de los acuerdos colectivos, tendencias que bautizamos con frases que buscan exponer las diferencias. Cada frase corresponde, en consecuencia, a una regla de la interacción.
91La primera de estas reglas es la actuación generizada de la norma. Ella se refiere a la legitimidad que adquiere en la cultura local de la escuela la relación diferencial que chicas y chicos construyen con las normas en la escuela como la puntualidad, la disciplina, los castigos y reconocimientos, la realización de pruebas de evaluación, entre otras. En ellas, mayor acatamiento e incluso vigilancia; y en ellos, mayor capacidad de negociación y aun de transgresión o subversión.
92También es relevante la regla que hemos llamado la palabra es masculina, que alude a las diferencias de género en los turnos en el uso de la palabra en el salón y el tiempo que se da para ello. Cabría aquí también una especie de cohonestación colectiva para con las interrupciones a las mujeres, lo cual afecta la posibilidad de una participación académica equitativa y se constituye en una forma de jerarquización a la que volveremos más adelante.
93No obstante, aquí preferimos referir en detalle una de las reglas de interacción que parece tener una alta eficacia pedagógica en el mantenimiento de un orden moral inequitativo en las relaciones de género: puede bautizarse como el espacio es masculino, en el sentido de que los espacios, particularmente los abiertos, parecen ser de propiedad de los varones.
94Por otra parte, el análisis nos hizo entender con mayor detalle mecanismos concretos de construcción-actuación de dicha regla. Por ejemplo, las chicas se muestran como evasivas y pasivas, en todo caso con una alta permisividad, frente a las actitudes expansivas de sus compañeros en los patios, sea en los recreos o en las clases de educación física. Lo siguiente ocurre en un colegio mixto:
Cada vez que el balón de los chicos se va al tablero donde están jugando las chicas, ellas detienen su juego y esperan que termine la jugada de ellos. Los diez están en la mitad donde ellas juegan; uno de ellos pasa empujando a una chica y diciendo, “cuidado, niña”; ella le grita: “¡Uy!, tenga más cuidado, ¿sí?”. Cuando ellos se mueven en la mitad sur de la cancha, tres de ellas se inmovilizan, otra se retira unos pasos mientras ellos terminan la jugada.
95Otro mecanismo es promover la segregación entre los géneros, en la mayoría de ocasiones mediante agrupaciones diferenciadas de chicos y chicas ordenadas por los o las docentes. Por ejemplo, en la conformación de filas, como sucede en un colegio mixto:
Al llegar, el profesor había organizado dos filas, una de niños y otra de niñas. En la clase había diez niñas y catorce niños.
96De otro lado, las clases de educación física son con frecuencia compendios de patrones de segregación por género que suelen dar paso a la legitimación del predominio espacial masculino. Esto se construye mediante la división de los grupos por sexo para la realización de una misma actividad —por ejemplo, que chicos y chicas realicen una competencia de velocidad en tiempos o espacios distintos—, a través de actividades distintas por sexo —que los hombres jueguen fútbol y las mujeres ponchados—, o mediante acuerdos entre docentes y estudiantes para reclamar el derecho preferencial de los hombres al disfrute de un espacio determinado. Este último caso se presenta en un colegio mixto, en una clase en la que varias chicas ya habían sido desplazadas en una primera oportunidad de un patio por un grupo de chicos y pretenden ubicarse en la cancha de banquitas:
El profesor se percata de que las chicas están organizadas jugando con los cauchos y ocupando la cancha de banquitas: “¡Miren damitas!, ¿hoy quieren jugar micro con los hombres, quieren echarse un partidito?”. Ante la proposición del profesor, las chicas contestan con una negación rotunda: “No, ¿qué tal? Está loco”. El profesor agrega en voz alta: “fíjense, ustedes mismas practicando el machismo, ustedes son las que se excluyen. Entonces, damitas, váyanse para abajo que aquí van a jugar micro”. Uno de los chicos reafirma la posición del profesor mientras se ríe: “sí, bájense, si no van a jugar, no estorben”.
97Un mecanismo extremo que afianza la regla del espacio masculino está constituido por los reclamos de los chicos, a veces muy violentos, sobre su derecho al disfrute de los espacios como si fueran su propiedad privada. Así sucede en un colegio mixto:
Algunas alumnas de grado 7, que con seguridad aprovechaban unos minutos sin la presencia de hombres, estaban jugando baloncesto. Pero la dicha no duró tanto: cuando los jóvenes jugadores de 1002 llegaron al campo de juego, empezaron un verdadero e indiscriminado bombardeo a las jovencitas que se hallaban en la cancha. El asunto era sencillo: despejar la cancha a toda costa. Con algunas pocas excepciones, todos los varones lanzaron taponazos, inicialmente a las piernas de algunas niñas, y después adonde cayera [...]. Cuando la cosa ya se estaba calentando de verdad, los alumnos de 1002 alegaban que era su clase de educación física y que necesitaban la cancha.
98Es importante resaltar que las reglas de interacción no sólo se reproducen, sino que a veces las inequidades o injusticias que generan dan paso a quejas explícitas por parte de las personas afectadas. Esto es muy significativo, no sólo porque las quejas posibilitan el reconocimiento expreso de las reglas operantes, sino porque permiten sembrar la esperanza sobre su posible renegociación.
99La resistencia es ostensible, por ejemplo, en el texto de una cartelera que un grupo de chicas elabora con ocasión de la celebración del día del género en su colegio y en el que, a la manera de una supuesta noticia, se tramita una queja de manera tajante:
“Última hora. Agencia de prensa. En un colegio mixto de la capital colombiana está sucediendo algo particular en pleno siglo XXI. En este colegio existe una sola cancha, y a los hombres no les gusta compartir este espacio: cuando están jugando, cogen la cancha entera, y las mujeres, aterrorizadas porque les pegan, no juegan lo que les gusta practicar, el básquet. ¿Será que ellos no tienen el compromiso de compartir la cancha con sus compañeras mujeres? ¿Será que como son en la cancha son en la casa?”.
100Y en otro colegio, una docente de lenguaje se refiere de manera crítica a las dificultades que las chicas enfrentan en los patios de recreo:
Me comenta que para las niñas es imposible jugar porque la fuerza bruta las desplaza. Dice que hay que hacer algo con ese “machismo campante”.
TONO DE LA INTERACCIÓN
101En la acción y la interacción sociales que tienen lugar en la escuela se coadyuva a la configuración de patrones diferenciales en los modos comunicativos de hombres y de mujeres: a ello es a lo que hemos llamado tono de la interacción.
102El tono no apunta a los contenidos o mensajes específicos que circulan en los intercambios, es decir, a si son de corte académico o aluden a cuestiones personales; corresponde, más bien, a la textura comunicativa de dichos intercambios: a los grados de afectividad, agresividad, concentración y dispersión y a los modos e intensidad de los contactos visuales y corporales presentes en los intercambios. El tono parte de los estilos personales, los cuales se relacionan, a su vez, con las demandas creadas en la cultura acerca de los comportamientos “correctos” o “normales” para hombres y mujeres. En el tono se registra, entonces, un impacto profundo de las imágenes arraigadas en la cultura acerca de hombres y de mujeres, a las que nos referimos en el capítulo anterior.
103Es común, por ejemplo, asumir que los varones, en especial los que se encuentran en edad escolar, requieren un trato fuerte, y esto tiende a legitimarse en función del fin pedagógico de su formación: hacerse hombres. En contraposición, existe una tendencia a comunicarse con las mujeres de manera suave o delicada, pues existe la idea de que las mujeres portan esos rasgos de manera “natural”.
104De otro lado, la configuración como patrón de un cierto estilo comunicativo asociado a un género implica no sólo que éste tiene la oportunidad de desplegarse en un espacio y en un lugar determinados —en una clase desarrollada en un aula, por ejemplo—, sino que cuenta con un total o muy significativo margen de aceptación por parte de los actores allí presentes. Desde ese punto de vista, la actuación y la legitimación del tono se presentan como dinámicas simultáneas e interdependientes.
105Ilustremos esta afirmación con un ejemplo: si en una clase un chico corrige a otro refiriéndose de manera despectiva a alguna característica personal suya, o lo hace con términos peyorativos, la aceptación o el rechazo explícitos con que el o la docente reaccionen ante dicha intervención contribuye o no a la legitimación de dicho estilo entre varones.
106De igual manera, si la interacción predominante entre chicas o hacia ellas se hace mediante un estilo de consentimiento y de comprensión incondicional, es posible que allí se estén construyendo o afianzando dinámicas femeninas de baja asertividad y siempre demandantes de una alta protección.
107Diversos estudios sobre los modos de comunicación según el género caracterizan a los hombres como fríos, asertivos, determinados, impositivos y rudos, y a las mujeres como afectivas, inseguras, sumisas y frágiles (Pearson et alt., 1993, Tannen, 1996). Urge hacer una aclaración: tales comportamientos, aun si se presentaran como tendencias evidentes, no son para nada esenciales ni provienen de la constitución biológica de los sexos, sino que se pueden interpretar como resultados de la socialización diferenciada que también en lo comunicativo reciben los géneros.
108Al tenor de las observaciones hechas pudimos evidenciar, por ejemplo, un tono comunicativo diferencial, según el género, en la acción y la interacción que se dan en la escuela. Un buen número de descripciones muestra una tendencia en los varones a actuar de manera bulliciosa, enérgica y competitiva, y en las mujeres a hacerlo de manera íntima, sumisa y, en ocasiones, estática. No obstante, la diferencia en el manejo comunicativo más evidente es el tono rudo asociado a la masculinidad, y uno emocional a la feminidad.
109Respecto al primero, podemos afirmar que la presencia de chicos sesga la interacción hacia la rudeza. En efecto, la imagen arraigada tanto en la escuela como en la sociedad de que el carácter masculino se construye y se prueba aprendiendo a soportar la rudeza, en una perspectiva que se podría llamar estoica, conduce a interacciones muy rudas con los chicos o entre ellos.
110Se crea un tono rudo general que origina palabras, miradas o actitudes corporales amenazantes, regaños, escarnios; en suma, agresiones en un amplio espectro de intensidad en contra de los chicos en los grupos masculinos y mixtos, pero también en contra de las chicas en estos últimos grupos. En confirmación, notamos como tendencia un tono de la interacción más tranquilo, colaborativo y cálido en los grupos femeninos.
111En el caso de las relaciones entre docentes y estudiantes, la rudeza se construye mediante tratamientos docentes muy fuertes para con los estudiantes varones —sean profesores o profesoras—, tratamientos que en ocasiones se convierten en dinámicas de escarnio público. Es lo que ocurre en la clase de matemáticas de grado 7 en un colegio mixto, en la que la profesora no sólo ignora las peticiones de un chico de volver a su puesto, tras casi media hora de permanecer obligado frente al tablero en fallidos intentos de resolver un ejercicio, sino que lo somete a reprensiones públicas significativas, así como a uno de sus compañeros:
El chico continúa al frente del tablero y se rasca la cabeza con gesto de desesperación: “¿Copio todo, profe?”. “Bueno, haga algo porque ese marcador se está secando, el marcador al aire se gasta. ¡Copie o tápelo!”. La profesora le llama la atención a uno de los chicos de atrás, que ha estado distraído y hablando durante la clase: “Se me queda aquí adelante, con los ojos aquí, sin parpadear. ¡Atendiendo aquí!, que yo los voy a vigilar a ustedes. ¡Es que usted no vino aquí a tomar del pelo! (palmotea) ¡Miren todos al tablero!... Pase el siguiente porque a este joven le quedó grande”.
112En ocasiones, el tono rudo hacia los hombres termina imponiéndose como dinámica general, y tanto chicos como chicas resultan afectados-as. Ello ocurre, por ejemplo, con un docente que reacciona de manera fuerte contra varios alumnos varones al comienzo de la clase, y luego conserva el mismo tono en los intercambios con las mujeres. Miremos apenas un fragmento de la situación, recogida en un diario de campo:
El profesor le pregunta a una niña; un niño responde, y el profesor lo calla: “deje de ser bobo, usted no es Claudia, usted está muy feo” [...]. Luego comienza a desarrollar una evaluación y durante la misma, dice: “¡Gina, cierre la boca!”; “Adriana, sin ojos de pescado frito, ¡pilas! ¡La próxima la anulo!”; “Gina, vuelve y juega”.
113Entre estudiantes varones también se suelen presentar formas directas de agresión, verbales y físicas, que son pasadas por alto en muchas ocasiones por las y los docentes: se han naturalizado en la cultura local de la escuela.6 Un aspecto particular radica en que tales formas son protagonizadas en la mayoría de los casos por los duros, aquellos estudiantes a los que nos referimos páginas atrás y que, interesados mucho más en un protagonismo social que en uno académico dentro de los cursos, desarrollan una actitud que el argot popular llamaría de “matonería” permanente dentro de los grupos. El fragmento de un diario de campo citado páginas atrás da buena fe de ello.
114Éstos y otros ejemplos nos hacen preguntarnos si estamos ante una pedagogía de la masculinidad consistente en aprender a soportar la rudeza y si el éxito académico no se construye sobre unas dosis considerables de estoicismo. Según las evidencias, tal dinámica no sólo no convoca a las chicas, sino que tiende con regularidad a ponerlas al margen. Con menor frecuencia se denuncian los estilos comunicativos desarrollados por los chicos cuando ellas han sido víctimas de los mismos. Ése es el caso de un intercambio verbal en una clase de democracia de grado 7 consignado del siguiente modo en el diario de campo:
Una niña hace algún comentario y uno de los niños la calla y se burla. Ella le dice: “Andrés, no me grite, ¿es que no me puede hablar?”. Él le responde “Ay no, pues”, y ella reacciona diciendo: “Es el tonito el que molesta, es el tonito”.
115En el caso de la interacción exclusivamente femenina, las dinámicas comunicativas más visibles promueven un tipo de contacto que podríamos llamar “intimista”. En efecto, en muchas de las relaciones entre amigas esto se manifiesta a través de señales de afecto evidentes o de una alta cercanía o acompañamiento corporal. Lo anterior es evidente en el siguiente fragmento de un diario de campo, que da cuenta de una conversación sostenida entre una de las investigadoras y dos estudiantes en una clase de educación física de grado 7:
El equipo terminó de jugar y se dispersó. Una de las niñas se acercó a hablarme, y luego otra, que se quejaba de un dolor. La niña que estaba conmigo, de nombre Laura, le dijo: “Venga Mafe, ¿qué le pasó?” Y ella le respondió: “Es que me duele el brazo”. Laura le tomó el brazo y la consintió.
116De otro lado, en las interacciones de los y las docentes con las chicas se observa en ellas una activación emocional en la relación con el conocimiento, reconocible en muchas formas de afectación corporal como rubor, palidez, temblor, mudez, llanto, etcétera. Las reacciones de ansiedad e inseguridad en clase son particularmente visibles frente a las evaluaciones. En la clase de cálculo de un colegio femenino, una chica intenta aplazar el conocimiento de los resultados de una prueba, lo cual ocasiona un comentario crítico por parte de su maestra:
Nora dijo: “Bueno, niñas, las evaluaciones”. Con cara de angustia, y a punto de llorar, una estudiante preguntó: “¿Y el periódico?”. Nora al verla le dijo: “¿Pero por qué vas a llorar? A ver cuéntame”. La niña le respondió: “Es que”, y no terminó de hablar.
117Tendríamos que decir, al final, que si el reto docente en las interacciones con las chicas es moverse de manera acertada entre la satisfacción de los propósitos académicos y el reconocimiento del lenguaje emocional, el desafío general es problematizar, relativizar y transformar los modos comunicativos de sus estudiantes varones y mujeres, pues éstos no sólo constituyen la textura de los encuentros intersubjetivos, sino que a través de ellos ayudan a la construcción de las personas y de sus oportunidades.
FORMAS DE JERARQUIZACIÓN
118Las dinámicas sociales que construyen posiciones diferenciales entre los géneros se relacionan en forma necesaria con el poder: toda jerarquía puede entenderse como la construcción de un diferencial de poder. Más aún, las formas de jerarquización se constituyen en modos de disputa del poder y su papel es establecer el lugar que ocupan las personas involucradas en una relación, los recursos con que cuentan y las funciones y valoraciones que socialmente se les asignan.
119Estas formas tienden a invisibilizarse en la escuela, pues su carácter no suele ser ostensible, crudo o burdo; se trata más bien de dinámicas sutiles que discurren en la cotidianidad. Tampoco pueden pensarse como ordenadas en una estructura binaria —dominado-dominante—, sino más bien en un complejo y múltiple conjunto de relaciones entre los géneros.
120Parte de esa complejidad radica en que las formas de jerarquización se desarrollan en diversos ámbitos de la institución escolar —el aula, el patio, la sala de profesores, las oficinas, los corredores, los pasillos—, y en que copan todo el espectro de interacciones que acontecen allí. Dentro de ellas, las interacciones entre docentes, y entre docentes y directivas, adquieren una importancia indiscutible por el particular papel ejemplificador que tienen desde el punto de vista de la construcción del género.
121En efecto, cuando la opinión de una profesora no es acogida con seriedad por un compañero, cuando los docentes varones concentran las funciones de la normatización disciplinaria y las docentes mujeres las funciones que procuran el bienestar estudiantil, cuando de manera evidente es menor la presencia de hombres en el preescolar o de mujeres en áreas de conocimiento en el bachillerato que son calificadas como “duras” —cálculo, trigonometría, química y física—, ello se convierte en un dispositivo de género que quizás puede tener un impacto pedagógico mayor que el de los discursos de los docentes sobre equidad y género, en caso de que los hubiera. Lo anterior hace evidente que un intento de transformación de las relaciones de género en la escuela no puede circunscribirse al ámbito del “trato” entre niñas y niños, sino que implica un proceso profundo de reflexión crítica de la escuela, en perspectiva de género, sobre su propio ordenamiento como institución y sobre el conjunto de actores que componen su comunidad educativa.
122Lo cierto es que a través de las interacciones adultas, los y las estudiantes asimilan una escala de jerarquías vividas como naturales e inamovibles y sin que medie, en la mayoría de los casos, una reflexión crítica de su parte y tampoco del cuerpo docente. Tal carencia también se hace notoria en otras interacciones en las que de igual manera se configuran modos de jerarquización que se vivencian como cotidianos: entre estudiantes, con la relativa fluidez que suele caracterizar las relaciones entre pares, y entre docentes y estudiantes que, con base en el dominio de la autoridad docente, ven aún más limitado cualquier intento de resistencia. En ambos casos, el señalamiento de unos límites para los modos de comportarse de cada género, y de fronteras en las competencias de aprendizaje según se trate de una chica o de un chico, el surgimiento de bromas e ironías que tienen como base estereotipos sobre cada uno de los sexos, una menor consideración y atención al uso de la palabra por parte de las mujeres en el desarrollo de las tareas académicas, etcétera, son mecanismos que, al tiempo que actúan la jerarquización, la van validando y, por tanto, afianzando en la cultura local de la escuela.
123Las jerarquías entre géneros que resultan del conjunto de las interacciones tienen un efecto perjudicial en la búsqueda de relaciones equitativas. En efecto, la coexistencia de personas con poder frente a otras subordinadas, y la legitimación que las imágenes de género y las reglas de interacción validadas en colectivo hacen de ese tipo de relación, le confieren una alta estabilidad a todo el sistema. Transformarlo supone un reto pedagógico de gran magnitud para los centros educativos que estén interesados en hacer una propuesta pedagógica con miras a la promoción de la equidad y la democracia.
124La evidencia empírica del proyecto demuestra, por ejemplo, que la propia organización estructural de la escuela, como institución, comporta en su estructura formas de jerarquización entendidas como acciones de negociación y definición del poder que construyen posiciones diferenciales entre los géneros.
125Ello es evidente, por ejemplo, en la distinción por sexo que la escuela hace entre docentes hombres y maestras mujeres en aspectos como:
- Los niveles de salario: en algunas instituciones privadas aún los salarios masculinos son más altos que los femeninos.
- El estatus académico concedido por la cultura institucional a las áreas del saber asignadas: más varones como responsables de áreas “duras” como matemáticas, física y química, y más maestras mujeres en los grados de preescolar y primaria.
- Los rangos de participación en las instancias decisorias de la institución educativa: aunque la docencia puede calificarse como una profesión “femenina”, en el sentido de que el número de mujeres docentes supera con creces al de sus colegas varones, en los cargos de responsabilidad éstos son sobrerrepresentados.
- El tipo de funciones académicas y extraacadémicas asignadas: la concentración de mujeres como docentes en el preescolar se entiende con frecuencia como una extensión del rol materno. A ellas se les encarga en forma predominante la formación de hábitos o la vigilancia de la presentación personal. Entre tanto, los varones docentes se equiparan en ocasiones al papel normatizador del padre por medio de la conducción de la disciplina.
126Por otra parte, las interacciones entre docentes se constituyen en un paradigma significativo desde el punto de vista del género. En tales interacciones, una forma particular de jerarquización surge del desconocimiento o minimización del papel profesional de las profesoras, lo que se logra por medio de mecanismos variados, la mayoría de ellos de carácter verbal. Los más sobresalientes en la investigación fueron: recurrir a la ironía con el fin de oponerse a una discusión académica que ellas estuvieran protagonizando; atribuir a un varón el crédito por una contribución femenina en una discusión o en la dinámica general de la institución, o dar curso a expresiones verbales que asumen a las docentes en forma real o metafórica como objetos de conquista o de deseo. Todos estos mecanismos demuestran la dificultad de los varones para otorgar a sus colegas mujeres la condición de pares académicos, dificultad que se relaciona con el mecanismo de objetivación que se explica en el capítulo 4.
127Un fragmento de un diario de campo en un colegio mixto muestra, por ejemplo, el uso de un apelativo romántico como encabezamiento de una crítica dirigida por un docente a una colega:
Entra el profesor de sistemas y le dice a la profesora de química: “Mi amor, te falta llenar estas planillas”. Ella responde: “¡Uy, qué pena!”. Y el profesor le responde: “¡Qué oso, diría yo!”.
128En otra institución, un docente recurre al uso de un apelativo supuestamente cariñoso hacia una compañera, como modo de zanjar una discusión en torno a la justicia de la valoración sobre un grupo de estudiantes:
La profesora argumenta que un grupo no había podido concluir su trabajo por limitaciones en el equipo de cómputo. El profesor señaló que era mentira porque todos los computadores tenían igual dotación y la profesora se reafirmó en que el equipo de ese grupo no tenía los mismos programas de los otros. Él, visiblemente alterado, advirtió que eso lo hacían los mismos estudiantes, porque “a eso era que venían a clase, a desconfigurar los equipos”. Finalmente, un poco más calmado, le dijo a la profesora, como excusándose: “Gordis, no se ponga brava conmigo; dígale al encargado de sistemas”. Los dos se tranquilizaron.
129De otro lado, en un colegio masculino, un profesor señala a una docente como objeto amoroso y sugiere una relación de ella con uno de sus estudiantes:
De repente golpean a la puerta y es la profesora de español. Un alumno aprovecha su llegada para salir del salón, seguramente al baño, y cuando pasa por su lado casi la empuja. El profesor que estaba dando la clase lo recrimina: “Cuidado, que lo que es con la profesora es conmigo”. Los muchachos se sonríen, pues notan que todo es parte de un cierto galanteo en broma. Luego ella pregunta por un estudiante, éste se para y sale con ella, y de despedida el profesor le comenta: “Le gustan los de ojitos verdes, ¿no?”.
130La jerarquización de género entre docentes y entre estudiantes se puede dar también como efecto de la construcción de una dinámica de imposición en el discurso de los hombres sobre las mujeres. Ésta da lugar a una regla de interacción en la escuela que ya habíamos anticipado y que puede enunciarse como: la palabra es masculina.
131La imposición en el discurso se construye mediante mecanismos específicos, como la inequidad en los turnos de participación o el predominio de un volumen más alto de la voz. Esto fue registrado en uno de los diarios de campo que corresponde a la observación de una clase de español de grado 7:
La búsqueda y la lectura de palabras en el diccionario son obligatorias para todo el grupo, pero en todas las ocasiones en las que se ordenó consultarlo fueron los niños quienes dijeron el significado de las mismas. No quiere decir esto que las niñas no consultaran sus textos, sino que la imposición de los gestos y el tono de voz de sus compañeros no les permitía hablar.
132Como puede observarse, la jerarquización entre los géneros se da, así sin más, en la interacción, y ello conduce a su naturalización. No obstante, en algunos casos excepcionales se reproduce de manera abierta por medio de expresiones explícitas que se formulan como marcadores de los límites entre los géneros. Un diario de campo da cuenta de la reacción de un profesor en tal sentido, tras develarse la ocurrencia de una copia entre un alumno y dos alumnas en el balance que deben presentar para la clase de práctica empresarial en un grado 11:
El alumno acepta haberse copiado, pero también se descubre que él fue el encargado de hacer los tres informes. El profesor le llama la atención y le dice: “No trabaje para ellas, deje que ellas trabajen para usted”. El alumno sonríe algo tímido; ellas callan.
EL IMPACTO SOBRE LAS CARRERAS PERSONALES
133El recorrido por los cuatro dispositivos abordados se constituye en el fundamento necesario para plantear su relación con el proceso constituyente de la subjetividad de género. Los condicionamientos de la cultura local de la escuela —aunque la afirmación se puede extender a otros contextos—, y las formas como allí se negocian la acción y la interacción, determinan de manera significativa los roles situacionales de la participación tanto social como académica de los y las participantes, su adecuación frente a las reglas de interacción, que constituyen el orden moral colectivo, el tono de su interacción intra e intergenérica y las jerarquías de poder en las que se ubican respecto de las oportunidades, funciones y valoraciones sociales que enfrentan.
134La intensidad y la reiteración de tales determinaciones, que suelen provenir de una interpretación esencialista y naturalista acerca de los géneros, tienen un alto impacto, a su vez, en el proceso de subjetivación de género, pues demarcan participaciones diferenciadas reales en los sujetos en sus carreras académicas y sociales y, por ende, en las estrategias de acción y narración que configuran sus carreras morales.
135Tal hipótesis puede someterse a contraste en el próximo capítulo, que da una mirada en detalle a los procesos de subjetivación y a las dimensiones del yo que se van moldeando como efecto de la red conversacional y de los procesos sociales a través de otros dispositivos pedagógicos de género particulares.
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Notes de bas de page
1 Esta perspectiva, antes que apartarse, más bien se corresponde con la consideración de la escuela como una “ecología de culturas”, como lo hizo el proyecto Arco Iris.
2 Las posibilidades de acatamiento, transgresión o negociación de las reglas están determinadas en alto grado por los niveles diferenciales de poder entre las personas, niveles que constituyen el pilar del dispositivo de formas de jerarquización.
3 En el marco de su análisis dramatúrgico de los escenarios sociales, el sociólogo Ervin Goffman (1971) distingue entre fachada social, como el contexto de actuación de los roles, y fachada personal, como la apariencia del actor y su modo particular de desempeñar un rol. En la aplicación de este esquema a un análisis de aula, Caballero (1998: 132) señala como componentes de la fachada personal de los interactuantes algunos elementos relativamente fijos —sexo, edad, y en el caso del o la docente, títulos— y otros como variables —“modo de vestir, modo de hablar, expresiones faciales y movimientos corporales […]”.
4 Academic Task Structure (ATS), en inglés.
5 Sobre la circulación de imágenes de género en la escuela y su diferencia con los imaginarios de género, consúltese el capítulo 4.
6 El análisis del mecanismo de naturalización en el capítulo 4 nos hace entender el papel de soporte que en las agresiones juegan las imágenes de asociación entre masculinidad y rudeza.
Auteur
Periodista, licenciado en Filología e Idiomas, especialista en Comunicación-Educación y aspirante a doctor en Ciencias Sociales, Niñez y Juventud. Docente universitario con énfasis en sociolingüística y en la perspectiva de género; consultor nacional e internacional en género y cofundador y miembro del Colectivo de Hombres y Masculinidades. Ha realizado investigaciones sobre el cuerpo, la prostitución adulta, la explotación sexual infantil, las masculinidades, la bisexualidad, el SIDA, la indigencia, las pandillas, las políticas públicas de género y las relaciones de género en la escuela. Fue coinvestigador (1998-2001) e investigador principal (2002-2003) del proyecto Arco Iris, coordinador de la Línea de Género y Cultura y coordinador académico del DIUC. Ha escrito numerosos artículos periodísticos y académicos, ha participado como coautor de los libros: Pirobos: trabajadores sexuales del centro de Santafé de Bogotá (1995), Habitantes de la calle: un estudio sobre El Cartucho (1997), Cuerpo, diferencias y desigualdades (1999), Masculinidades y violencia intrafamiliar (2001), Placer, dinero y pecado. Historia de la prostitución en Colombia (2002), Mediación comunitaria. Conceptos y herramientas básicas para la convivencia ciudadana (2002), Explotación sexual infantil en Bogotá (2002) y Mujeres. Estado del arte, Bogotá 1990-2002 (2003) y es autor del libro En algún lugar parcharemos: normas y valores de los parches de la Localidad 11 de Santafé de Bogotá (1998), de la revista Medios y desplazados: una mirada crítica a un cubrimiento periodístico (1999), y de la serie pedagógica de nueve fascículos Edugénero. Aportes investigativos para el cambio de las relaciones de género en la institución escolar (2003)
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