La ciudad: ¿un mapa nocturno para la comunicación?
p. 167-179
Texte intégral
1De los medios a las mediaciones (DMM), de Jesús Martín-Barbero, ha ejercido una influencia notoria en la constitución, transformación conceptual y afirmación teórica de los estudios de comunicación de América Latina. El libro ya es parte de la historia de la construcción de un espacio de conocimiento, la comunicación social, y como tal cumple en la práctica no sólo una función teórica. De los medios a las mediaciones es también un manifiesto político: en él se declara una postura frente a los fenómenos comunicacionales, una denuncia si se quiere, de las prácticas investigativas utilizadas para estudiarlos, una defensa de su relevancia estratégica, y una propuesta para dinamizar su estudio: mirar al ámbito de la comunicación con ojos des-habituados, con la ceguera parcial, creativa y provocadora de un mapa nocturno.
2Además de trabajo teórico y manifiesto político, DMM es un “mediador” teórico. Se ha ido constituyendo, a través de los años, en clave articuladora de la reflexión en tomo a la comunicación social como campo de investigación y como práctica social y, por lo tanto, en parte de los referentes comunes, de la competencia “cultural” de quienes se ocupan de este campo en América Latina. Esto no es sólo resultado de su capacidad para establecer un mapa “arqueológico” de los estudios de la comunicación y sus mediaciones culturales, sino también del lugar que ha llegado a ocupar como ejemplar paradigmático de una postura frente a la comunicación: la que aboga por una perspectiva cultural como mediadora indispensable de nuestra comprensión amplia de los fenómenos comunicativos. Esta postura, que se perfila hoy como una de las articulaciones centrales de los trabajos en comunicación social hechos en América Latina, comienza a ofrecer, sin embargo, un riesgo en su práctica: que sea asumida sin ser interrogada. Es decir, que lo cultural, convertido en principio “obvio” de nuestro quehacer teórico y social (una suerte de “mediación no mediada”), deje de ser objeto de crítica y pierda la energía renovadora y nocturna, es decir abierta y tentativa, que le da validez y fuerza. En el momento que asumimos la cultura como punto de partida, perdemos la cultura como interrogante. No podría excluirme a mí misma o a mi producción de este riesgo; en buena medida hago esta afirmación a manera de “crítica de los límites” de mi propio trabajo y como introducción a las páginas que siguen.
3Lo que se propone este escrito ha sido pensado a manera de un ensayo exploratorio que responde a lo que en DMM es el escenario fundamental de la emergencia de la “masa” como concepto y experiencia, y un espacio clave en el cual se gestan y se transforman las prácticas culturales que median el consumo y uso de los medios. Me estoy refiriendo a la ciudad.
4Una manera de invitar a la reflexión crítica es acercarse desde otro lado, desde un nuevo lugar, al objeto que deseamos examinar. Kenneth Burke, el crítico literario y retórico norteamericano, hablaba de la posibilidad de una “perspectiva incongruente” como forma desnaturalizadora y por ende reveladora de mirar los fenómenos sociales. Acercándonos a las cosas desde nuevos lugares nos permite percatamos de dimensiones que la naturalización invisibiliza. Dicho de otra manera, me interesa en este caso acercarme a la cultura desde la comunicación; sondear un entramado cultural a partir de interrogar su textura expresiva.
LA CIUDAD PROBLEMA
5Quisiera hacer ahora una reflexión sobre ciertos aspectos de la cotidianidad urbana, pretendiendo a través de ellos identificar lo que me parece son importantes pistas de trabajo para la investigación en comunicación social. Para ello haré un recorrido —somero— a través de escenarios urbanos y me detendré en algunas escenas, triviales y corrientes, que son, sin embargo, revelatorias. A estas escenas las he llamado “postales”, intensos momentos expresivos de la urdimbre que arma nuestra cotidianidad y en la que se cifran las prácticas comunicativas de nuestras ciudades. Aquí se manifiestan las maneras, a veces sorprendentes e insospechadas, en que los procesos y entramados culturales se manifiestan y expresan en actos de comunicación diaria. Una vez detenido y anclado, el momento efímero nos da la oportunidad de trazar sus condiciones de posibilidad, de reconocer las redes sociales que permiten que surja; que se haga posible.
6La postal es un acto retórico. Selecciona, evalúa, clasifica, jerarquiza. Incluye y excluye. En la selección de estas escenas comunes ya indico los “nombres” que le quiero dar o le atribuyo a la ciudad, el fenómeno del que ahora me ocuparé.
PRIMER MOVIMIENTO
Lecturas urbanas
7Estoy en el paradero de bus de Pasoancho con la 66. Mejor, estoy en un lugar de Pasoancho el cual, en su estatus de andén de avenida, es ya un paradero, lugar ausente de señas o marcas identificatorias pero perfectamente utilizable como tal por los versados transeúntes locales. Se acerca un Blanco y Negro a toda marcha, en esa premura vertiginosa de corredor en la etapa final de una carrera perentoria. Le hago una señal particularmente enfática; una de esas señales que delegan en los dedos el poder de frenar; de guiar e inducir a control remoto el comportamiento de estas armazones metálicas que atraviesan la ciudad. ¡Véanme! ¡Pare! ¡Aquí estoy! El bus para unos cuantos metros enfrente mío. Corro detrás de él, recordando mi propio rol en esta carrera definitiva. Cuando estoy a punto de llegar a la puerta, el chofer arranca.
8El chofer arranca. No es, claro, detrás del bus que he corrido, sino de su conductor. No es a un vehículo de rutas fijas y desplazamientos invariables a quien se dirigen mis señales —que no son sólo señales sino gestos en un juego de interpelaciones tan vasto como la ciudad misma; acotaciones dentro de una práctica discursiva a la que accedo en el momento que habito la ciudad, esta ciudad. Al no parar, el conductor me recuerda que no actúa mecánicamente al frente de un anónimo vehículo de servicio público. Es a este Blanco y Negro, a esta hora, en este sitio, a quien solicito el favor de un servicio. Es este chofer quien decide si “sirve” a este peatón, a esta solicitante de servicios, quien descubre entonces, que este ilimitado paradero que es Pasoancho ya no lo es más.
9En una ciudad donde todo andén es potencialmente un paradero y los paraderos formales tienden a ser escampaderos y parasoles, la acción del conductor me ha situado, por así decirlo, en un no-paradero (si se me permite aludir un tanto apócrifamente a lo que ya parece ser un lugar común: el “no-lugar”). Me encuentro actualizando, con ayuda del conductor, una manera local, habitual y vieja de transformar lugares en espacios anónimos o vacíos; de diluir en la velocidad, en el acoso o la premura —así sea la velocidad arcaica de un bus urbano— la existencia de un lugar, de un espacio de relaciones y acuerdos civiles.
10La acción del conductor me recuerda que, como en el caso de otras convenciones del espacio público, el paradero caleño es una probabilidad. Una contingencia aunque altamente recurrente. Una apuesta. Un juego —de azar— en que lo imprevisto forma parte de lo previsto. Un juego, una competencia, un melodrama urbano, en el que todos conocemos los principios generales, la estructura del guión, pero nunca sus formas precisas de combinación, que son infinitas.
11El paradero es una convención urbana lo suficientemente implementada para que exista como regla; pero lo suficientemente violada y contingente para que no pueda ser acatada, dada por sentada u “olvidada” (v.g. llevada al trasfondo de la conciencia como una cosa cierta). Como en otros casos de las convenciones urbanas, algunas de las cuales son leyes formales —parar en rojo, ceder el paso a la ambulancia, no pasar por encima de los peatones— el paradero no permite la distracción. Requiere vigilancia atenta y habilidad para la reacción rápida; recursos de improvisación y tácticas urbanas.
— Te has pasado en rojo! —le gritaba alarmado Barnett Pierce, de visita en Bogotá, a su amiga.
—No, no —le explica ella—. Estaba en rojo, pues, pero no en ROJO.
12Hay matices, hay diferencias, hay coloraciones. No existe negro o blanco, rojo o verde. Entre estas dicotomías hay una gama potencialmente ilimitada de variaciones. Éstas se hacen difícilmente comprensibles para quien habite entornos urbanos menos regidos por la ambigüedad y la negociación, que por la señal y el flujo planificado.
—¿Por qué paramos? —le pregunto un tanto preocupada a mi amiga JoAnn, quien se ha detenido en medio de una intersección totalmente desierta a la una de la mañana del invierno de Chicago.
—No puedo seguir —me explica—: el semáforo está en rojo.
13Lo que sin lugar a dudas es una escena más bien trivial de la cotidianidad, nos permite acercarnos, sin embargo, a un panorama de interacciones comunes, complejo, riesgoso, enervante, con el cual se arma la sofisticada competencia que requiere vivir la ciudad y sobre-vivirla.
La temporalidad de los espacios
14El paradero caleño es más una forma de la temporalidad que una demarcación espacial. Está hecho más de circunstancia y eventualidad que de señales fijas. No es un lugar sino un momento materializado, transitorio y perecedero.
15El paradero surge. No es una estructura física sino un proceso; no un signo a la manera saussuriana, sino un “gran” derridiano: se construye, se constituye, se interpreta, y se deconstruye en un acto doble y contingente de lectura-escritura. Surge en una relación entre peatones y choferes que se extiende en la interacción de los transeúntes entre sí, y de éstos con el entorno callejero: con ambulancias, motocicletas y carretas de caballos; con semáforos, cebras y aguas negras; con andenes derruidos y huecos prolijos; con los lugares ambulantes de la venta, la apuesta, la espera y la oferta. El paradero forma parte de un tejido colectivo que se extiende en el diálogo múltiple entre lo pedestre y lo motorizado, lo lento y lo veloz, lo rastrero y lo aéreo, lo efímero y lo sedimentado. Sin este tejido urbano el paradero no existe.
16El paradero requiere, para su emergencia en el campo de la acción, de una intencionalidad colectiva; de un diálogo ambivalente entre peatones y choferes; entre los que esperan y los que son esperados. La máquina no responde al dedo automáticamente. El dedo, la mano, el cuerpo que se extiende en el gesto de la mano, se convierten en elementos dramáticos y retóricos, ya no apéndices instrumentales de una señalización monosémica. Y ese cuerpo que gesticula, que se mueve, que “vocifera” ante la máquina, ese cuerpo se carga de nombres, de epítetos, de rasgos distintivos, máscaras y trajes diversos que las calles requieren o proponen: vieja, chino, amor, señora, pelao, vecino, doña, manteca, parce, niña, amigo, maestro, mami. Porque el dedo que gesticula es invariablemente un cuerpo y ese cuerpo es constantemente interpelado por la ciudad; localizado, clasificado, distinguido o desechado por un entorno urbano que a su vez se construye, diariamente, en la interpelación de los cuerpos.
Des-cucuerdos
17La contingencia de las normas urbanas aplicadas contextualmente y según las exigencias de la ocasión nos permite apreciar la fundamental ambivalencia del orden urbano. Es un orden hecho de múltiples valencias: de tensiones y enfrentamientos entre diversas “versiones” y formas de poder —verticales y transversales, persistentes y esporádicas, estratégicas y tácticas. Distintos ejercicios de poder atraviesan los territorios urbanos; se pelean el espacio público, se despliegan y contraen, se enrentan, se neutralizan a veces, y a veces generan inusitadas formas de expresión pública.
Se ha dañado el semáforo de la avenida principal, cerca de mi casa: su luz amarilla intermitente pareciera anunciar lo excesivo que resulta tener un semáforo tricolor en un lugar donde el rojo es un amarillo recesivo y el amarillo una prolongación del verde. Son las cinco de la tarde. Llueve. No hay agentes de tránsito. La lluvia parece haberlos dispersado.
Curiosamente, el tráfico no se ha entorpecido. Fluye con relativa calma en sus cuatro direcciones previstas. Una figura solitaria se encuentra de pie en la intersección de la avenida. Bluyines viejos, camiseta de los Bulls de Chicago. Tiene un silbato en la boca. Si al principio nadie le ponía mucho cuidado, ahora ha logrado organizar el tráfico.
Los carros obedecen hoy, ya no a la por demás ambigua señal del semáforo, sino a la improvisada pero perentoria orden de un cuerpo hasta hace pocos minutos ignorado. Uno de esos cuerpos que hacen “ruido” en las intersecciones de las avenidas; que interfieren con la marcha “normal” del tráfico. La orden de alguien que ha abandonado temporalmente su lugar ambulante de vendedor de frutas hoy y ositos de peluche mañana, nómada pedestre por antonomasia, para dirigir, sin más recursos que su cuerpo y un silbato improvisado, el tránsito de la avenida. El cuerpo destituido, marginal y quizás desechable, ha sustituido al oficial y lo oficial en la tarea de dirigir y organizar a esos otros nómadas que circulan en instrumentos blindados por la ciudad [Lozano, 1997].
18El orden urbano es un orden ambivalente; oscila constantemente y sin resolución entre apreciaciones diferentes de lo que es y no es apropiado; de lo que es civil y urbano. Al oscilar entre distintas versiones y prácticas de convivencia (de vivir juntos o al menos los unos al lado de los otros), la cotidianidad urbana se constituye en una normalidad dislocada. Una normalidad, esto es, que se sale de sus casillas; que se desborda, y des-bordándose, redefine sus propios límites; y al hacerlo transforma los parámetros mismos de la normalidad.
De las ratas y otros humanos
Estoy de visita en Colombia después de varios años viviendo en los Estados Unidos. Voy con mi madre en un taxi. Conversamos sobre mi trabajo en la cárcel del condado de Athens, donde enseño a los prisioneros. El taxista interviene en la conversación. Usted está perdiendo el tiempo enseñando a esa gente, me dice. Lo que habría que hacer es matarlos a todos. Vea. Le cuento lo que hacemos en mi barrio. Cuando nosotros vemos una rata, pues la cogemos, la matamos y la echamos al rio. Y si tiene ojos (testigos), pues se los sacamos. Vea, señorita, qué nos vamos a poner a esperar que la policía llegue. Total, seguro que lo dejan suelto a los pocos días. No, nosotros somos un barrio de gente decente. Que las ratas busquen en otra parte.
La rata, se entiende, es un rata. Ratero, ladrón. El hombre de bien debe matar ratas. Las ratas contaminan. Envenenan. Propagan la peste. Son enemigas de lo civilizado, lo ordenado y lo limpio. El taxista cree en la limpieza. Hace, por ello, limpieza social, comenzando por su propio barrio, su “casa” [Lozano, 1997],
19Aceptar o no al pasajero, distinguir el semáforo en rojo en ciertos días y horas más que en otros, reconocer el poder circunstancial del desposeído, matar ratas entre vecinos. Son acciones distantes las unas de las otras, pero tienen en común el hecho de que ninguna de ellas podría tener lugar sin un tácito acuerdo colectivo. Para que puedan efectuarse de una manera naturalizada, normalizada, requieren de un espacio común y de una forma común de usar ese espacio; de un estilo, si se quiere, de interacción y de comunicación pública que entienda la violación, la resistencia táctica y la improvisación contingente como maneras cotidianas de habitar y de ser de la ciudad.
20Cabría preguntarse, entonces, ¿qué significa en este contexto violar una ley? ¿Es violar una ley de la ciudad un acto de transgresión de las “reglas del juego” urbano? Porque este juego urbano parece incluir en sí mismo, la disrupción de las reglas ciudadanas. Esta disrupción no se constituye, entonces, en una ruptura del juego, sino más bien, en la aserción de su propia forma de ser juego. La violación está por fuera y por dentro del juego, nunca ajena a éste pero nunca incluida dentro de éste como algo silencioso. Por el contrario, es en la violación cuando el juego se hace evidente, tangible y sonoro. El ruido de la violación llama la atención al silencio del juego; a su naturalización. Ahí, en lo que se viola, que se mancilla, que se interrumpe, la ciudad “habla”. Hablan sus ritmos, sus dobleces, sus choques, sus voluntades encontradas; su sentido colectivo y su individualización en la violencia que genera, a su vez, formas contingentes e imprevistas de la solidaridad.
Violencia y resistencia
21En la ciudad la violencia se transforma en resistencia, y la resistencia en justicia soterrada, y la justicia en una violencia mayor, o una imposición. La cotidianidad urbana reta nuestras tendencias a definir en valores “recibidos”, claros o distintos, los ámbitos de la experiencia.
22La ambivalencia de la experiencia urbana suscita, a su vez, una ambivalencia conceptual: o ignoramos la experiencia, o la apartamos de nuestro trabajo teórico como algo personal o impertinente, o la traducimos a la teoría en términos y espacios preestablecidos, privándonos en cualquier caso de la oportunidad de interrogar o afinar lo teórico a la luz de las contradicciones y pistas de lo comente. Sería importante reconsiderar, en este sentido, la manera como asumimos y pensamos el cuerpo con respecto a la ciudad; y la manera como entendemos los procesos de escritura y de lectura con respecto al cuerpo y a la experiencia urbana. Los cuerpos se inscriben en la ciudad, se leen, se textualizan, se significan mutuamente. La ciudad misma se deja leer, o mejor, exige lectura, múltiples y cuidadosas lecturas hechas a la luz de códigos dispares y a veces contradictorios.
SEGUNDO MOVIMIENTO
La versatilidad comunicativa
23Las “transformaciones en los modos urbanos de comunicar” dice Martín-Barbero, “producen una'nueva ciudad', hecha cada día más de flujos, de circulación e informaciones, pero cada vez menos de encuentro y de comunicación” (1995, p. 79).
24Esta misma inhibición de la comunicación en la nueva estructura urbana, exacerba, paradójicamente, la importancia estratégica de la comunicación entre sus gentes, como competencia cultural, como decodificación, interpretación, interpelación y acción competente frente a contextos complejos, que se mezclan, se dislocan, descasillan y derraman. La versatilidad comunicativa se convierte en instrumento crucial de sobrevivencia urbana.
25Ciudades como Cali o Bogotá requieren de nuestros más complejos recursos comunicativos, retóricos, expresivos, persuasivos, dramáticos, interpretativos… incluso de los adivinatorios, del desciframiento de albures y oscuras señales. La capacidad más o menos efectiva de descifrar al otro y lo otro (o de nombrarlo y/o estereotiparlo); la competencia cultural requerida para entender la identidad y la alteridad y los múltiples juegos entre lo uno y lo otro, marcan en la ciudad la diferencia no sólo entre seguir a pie o tomar el último bus, sino entre la vida y la muerte y todos sus espacios intermedios.
26A la vez que las estructuras formales de la comunicación se restringen en el contexto urbano, se exacerba la importancia de la comunicación como una relación táctica y estratégica con el entorno: creativa, versátil, recursiva, negociadora y guerrera.
27Frente a lo anterior, es posible apreciar la importancia que la teoría de la recepción, en principio pensada para el estudio de la literatura y los medios de comunicación de masas, tiene en el estudio de las relaciones cotidianas en los espacios urbanos. Nos preguntamos entonces: ¿qué hace la gente con la ciudad? ¿Cómo la consume? ¿Cómo la usa? ¿Cómo y por dónde la atraviesa? ¿Qué códigos utiliza para apropiársela? ¿Qué lecturas resistentes, contestatarias o asimiladas se implementan con respecto a sus contextos? En fin, ¿qué nuevas prácticas comunicativas propone la ciudad?
Diferencia y comunicación
28La ciudad de circuitos e interconexiones ejerce nuevas demandas comunicativas sobre sus habitantes. Y las ejerce de manera distinta y segregada, cruzada, entre otros, por vértices de clase, género, etnia, sexualidad y condición social.
Las motocicletas paran enfrente mío. Son seis motos y once hombres. Armados hasta los dientes. Fusiles, revólveres. Los uniformes verdes resplandecen contra el último sol de las seis de la tarde.
—Mamita, venga que la llevamos. Los miro, miro la carreLera desolada, los campos que se abren de lado y lado mientras espero el bus en las afueras de Cali. Los latidos de mi corazón me impiden escuchar mis propias palabras.
—Muchas gracias, pero espero a mi novio que ya no demora…
Esta vez (¿cuántas más ha habido?) los soldados siguen su camino [Lozano, 1997].
29Las demandas comunicativas, como otras dimensiones de lo urbano, no están repartidas homogéneamente. La mujer joven que transita la ciudad conoce sinuosidades, atajos, y señales que su hermano mayor reconoce difícilmente. Pasear por el centro comercial requiere de un cuerpo, una postura, y una actitud que disuena y se vuelve inútil en la plaza de mercado, y viceversa: el centro comercial exige un estatus especial de sus visitantes; transitarlo como si fuera una plaza de mercado ya invitaría a los guardas a sospechar y tomar acción.
30Rosita “baja a la ciudad” desde los altos de Siloé, muy de mañana, a pie y esquivando ladrones desubicados, vecinos trasnochados y balas perdidas en los fines de semana. Desde la distancia lee a los transeúntes y decide las rutas y los atajos que le permitirán llegar a la zona de abajo, la de los centros comerciales y las urbanizaciones. Helena lo hace desde los altos de Ciudad Jardín, desde el observatorio privilegiado de su carro, contemplando campos, montañas, y las nuevas sedes de colegios y universidades caleñas. Cinco jóvenes negros que caminan por las buenas avenidas de la ciudad son una amenaza (y entonces “los demás” son una amenaza para cinco jóvenes negros). Cinco mujeres jóvenes que caminan solas son una provocación.
31La niña que fui y que creció en Bogotá aprendió muy rápidamente que en la calle existían dos tipos de hombres: los que tenían las manos vacías y los otros. De los otros no había que preocuparse.
32De los primeros había que alejarse a toda costa. La calle misma, entonces, se tornaba más acogedora que el andén. La inminencia del roce de los carros era preferible al roce de las manos rápidas buscando afanosamente un muslo, una cintura, una piel.
33Los entrecruzamientos de clase, género, raza y sexualidad, que articulan la identidad social y marcan sus diferencias, significan también distintas formas de habitar la ciudad y distintas formas de ser “habitado” por ella, de leer y de ser leído públicamente.
TERCER MOVIMIENTO
A manera de conclusión: cartografías urbanas
34La ciudad actual se constituye en objeto ineludible de reflexión para la comunicación social. Lo que se percibe como su creciente grado de complejidad, de resquebrajamiento, de disfuncionalidad, es también lo que la instaura como un espacio privilegiado para pensar lo que significa comunicar/se. Establecer contacto, leer, interpelar, eludir, nombrar/se y ser nombrado, silenciar o guardar silencio, provocar mido o agredir, caminal· de prisa o detenerse, cruzar palabras o la calle, violar el semáforo (parte del cuerpo urbano) o el cuerpo de la vecina.
35Parafraseando una metáfora felizmente propuesta hace diez años en DMM, no es ya la comunicación la que requiere de un mapa nocturno que nos permita buscar “a tientas” lo que los ojos “naturalizadores” nos impide ver: es la ciudad misma la que requiere de un nuevo mapa, una nueva cartografía comunicacional. Más que divisiones espaciales y nomenclaturas, este mapa debería trazar movimientos: apropiaciones territoriales y desplazamientos, ejercicios de poder y resistencias, trayectos y temporalidades; formas cotidianas de usar la ciudad.
Hacia un nuevo mapa urbano
36En la textura aparentemente insignificante de la cotidianidad —en lo que pennanece innombrado, no por extraño o problemático sino por cercano y naturalizado— emergen claves fundamentales para la aprehensión o comprensión de lógicas sociales y comunicativas; de los principios locales de la solidaridad y el intercambio, así como de la agresión y la violencia.
37Estudiar-este entramado cultural requiere preguntarse por la manera como la calle es vivida y constituida en escenario de comunicación; pollas formas en que los cuerpos se expresan y se mueven urbanamente; por las “competencias” que se requieren para transitar anónimamente la ciudad, una ciudad. Surge entonces la importancia de pensar las lógicas del tránsito vehicular y del deambular pedestre, el orden del espacio y de los cuerpos sugerido por los viejos y nuevos lugares de encuentro; o las maneras como la sexualidad es codificada y ejercida públicamente; en masculino y en femenino, y desde las convenciones y hábitos de distintas urbes; de distintas urbanidades.
38Descifrar-los ritmos, las dinámicas, las (i)lógicas de los espacios urbanos es acercamos a las lógicas que nos constituyen como tejido social, como grupo, como colectividad o quizás, como nación (si esto es parte de lo que nos imaginamos ser).
39Preguntarse por la índole de la cotidianidad urbana es preguntarse por los encuentros y desencuentros que la tejen; por las prácticas que la conforman y las nuevas problemáticas que éstas nos plantean; y por las maneras en que la ciudad nos interpela y constituye como ciudadanos, urbanistas y comunicadores.
Coda final
40Plantearse la ciudad como problemática comunicacional significa adentrarnos en la experiencia de vivir ciudades y de ser vivido por ellas: de ser situado, nombrado, articulado, y “respirado” por la urbe, por sus espacios, sus formas y sus ceremonias. En mi propio caso esta experiencia ha estado indisolublemente asociada a una travesía vital y académica que comenzó cuando DMM era un proyecto a punto de ser culminado. Entonces, a unos meses de partir hacia los Estados Unidos participaba en una investigación sobre telenovelas en América Latina coordinada por Martín-Barbero. Durante los siguientes años, esta investigación que iniciara muy brevemente en Colombia daría lugar, en los Estados Unidos, a una reflexión sobre la televisión “hispana” y la “angloamericana” y la manera como éstas coexistían, en tensión y conflicto, bajo el rubro retórico de lo Americano; de las representaciones mediáticas generadas por y para los Estados Unidos (Lozano, 1993).
41Por aquellos desplazamientos dignos de atención, estudiar los espacios de la representación televisual me fue llevando poco a poco a interrogar la textualidad televisiva, y ello me condujo, a su tumo, a adentrarme en una reflexión sobre el público y lo público: por la vida que esa televisión presentaba y ordenaba, y que transcurría desordenadamente del otro lado de la ventana; del lado de la calle. Interrogar los espacios televisivos era también indagar su presencia en las calles de la ciudad; las formas como la televisión se dejaba visitar como el shopping mall, y el mall nos proponía el vitrineo fragmentario y distraído de la televisión y su control remoto.
42En su último capítulo DMM proponía la pertinencia teórica, metodológica y política del estudio del melodrama latinoamericano en sus versiones masivas: En la telenovela se reconocía un espacio clave en el cual lo popular latinoamericano emergía transformado, a la vez que transformando, el sentido, las dinámicas y los límites de lo masivo. La telenovela era espacio revelatorio de las complejidades de la comunicación de masas, y de la necesidad de acercarse a ésta no desde los paradigmas comunicativos tradicionales, ni desde el prejuicio de la masa, sino desde la cultura y desde el pueblo; desde las gentes. La telenovela proponía una instancia estratégica para la realización, en la práctica investigativa, del desplazamiento metodológico y conceptual propuesto por el libro para la comprensión amplia de los fenómenos de la comunicación social: de los medios a las mediaciones; y de la comunicación-—como mera circulación de mensajes— a la cultura —como producción de sentido—. En la telenovela encontraban nodo articulatorio una serie de ejes y vectores que la hacían particularmente rica como objeto de reflexión: una tradición popular melodramática, un formato narrativo latinoamericano, un producto masivo de exitosa exportación, un género televisivo ampliamente representativo. Lo popular y lo masivo; lo comunicacional y lo cultural; el lugar mediático y sus múltiples mediaciones sociales, se encontraban en un “producto” que, entonces, valía la pena ser explorado al menos a tres niveles: el de la producción industrial, el de la construcción textual, y el de la recepción o consumo cultural. Era pues, lugar de interrogación semiótica, etnográfica, crítica y política.
43Pero el estudio de la telenovela sugerido por DMM y articulado en la práctica de investigaciones continentales sobre la misma, así como el de otras instancias de la producción massmediática, parece haber comenzado a sugerir, incluso a demandar para muchos de nosotros, la necesidad de volver la mirada hacia ese espacio en que la masa se había hecho visible por primera vez; en el que se habían mezclado y oscurecido los límites entre el pueblo y la multitud (DMM, pp. 37-46). El espacio en que la masa se había hecho masa; presencia aplastante, voluminosa, informe, anónima e irracional; en que la muchedumbre había comenzado a existir como experiencia y como cotidianidad; el espacio, pues, que le permitió la vida a lo masivo (como una de sus condiciones de posibilidad), para luego erigirse en silencioso background de la “comunicación social”: hablamos pues, del espacio urbano.
44La ciudad atraviesa a DMM de manera diagonal. No es uno de sus “objetos” explícitos de reflexión como lo es el pueblo, la industria cultural, o la massmediación. Sin embargo, es una de sus vetas y propuestas más ricas y provechosas. El libro que hace diez años proponía una aproximación cultural al estudio y la comprensión de la comunicación social, hoy nos propone reconsiderar lo que entendemos por “comunicación social”, y reconsiderarlo a la luz de la ciudad y la experiencia urbana. Esto significa entender la comunicación no sólo como el proceso de producción, consumo y uso social de medios sino, también, como las prácticas cotidianas de interacción que constituyen y dan sentido social a la experiencia. Entendida desde la perspectiva de la comunicación, la ciudad se nos propone, diez años después, no sólo como un espacio privilegiado de uso de los medios, o el lugar de conformación y transformación de la cultura popular, sino como un espacio de producción de comunicación. Un lugar de prácticas comunicativas generadas en la lógica misma de la vida urbana, con sus dobleces, sus texturas, sus demandas, sus conflictos, sus posibilidades y sus laberintos. En este sentido, la ciudad requiere no sólo ser incluida en el estudio de los medios para comprender sus mediaciones —los espacios y las formas de la recepción; las fuentes y los conflictos de la producción mediática. Así mismo el estudio de la ciudad requiere pensar la comunicación social, para acercarse a, y comprender, la ciudad “practicada”: La ciudad de intercambios, transacciones, interacciones, diálogos y ruidos que se construyen, ya no con respecto a textos producidos masiva o industrialmente, sino con respecto a textos producidos por los practicantes urbanos; textos que, al decir de De Certeau (1988), constituyen una escritura colectiva, sin principio y sin fin, sin claros lectores o escritores, y en cuya construcción todos los que transitan la ciudad participan inevitablemente.
45Esta veta de reflexión significa, entonces, pensar la cultura (por ej. los procesos de producción de sentido) desde los procesos y prácticas comunicativas que la constituyen y configuran. Aquí se abren interrogantes de importancia central para el examen de la comunicación social.
46Entre estos interrogantes, cabria señalar la importancia de estudiar, en el contexto público urbano, las formas retóricas de la presentación personal (para parafrasear a E. Goffman), o mejor, de la presentación de la public persona de la máscara o máscaras presentadas en la interacción cotidiana en público. Resultaría importante, de igual manera, pensar las formas como la ciudad “inscribe” y marca los cuerpos, al igual que los modos en que lo público y lo privado se rearticulan en la ciudad contemporánea, proponiendo nuevas formas del anonimato, pero también nuevos procederes de la socialidad, del encuentro y de la complicidad.
Bibliographie
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Auteur
Licenciada en Comunicación Social de la Universidad del Valle, Master en Retórica Crítica de Ohio University, y Ph.D. en Filosofía de la Comunicación de la misma Universidad. Ha enseñado Crítica Massmediática y Estudios Culturales en Ohio University, Loyola University Chicago, y la Universidad del Valle, donde actualmente es profesora titular de la Escuela de Comunicación Social. Ha escrito, presentado ponencias y publicado en las áreas de comunicación intercultural, televisión, semiótica y postestructuralismo, y estudios urbanos
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