Los tiempos del teleteatro. Género televisivo y modernidad cultural
p. 135-154
Texte intégral
RESALTAR UN LUGAR
1La aparición en 1987 de De los medios a las mediaciones significó una disposición nueva de la reflexión comunicológica colombiana. Venidos de una tradición en que primaban las versiones historiográficas, cuando no apologéticas y/o pragmáticas de los medios, el horizonte conceptual de esta obra significaba una orientación diferente del pensamiento sobre la comunicación en el país. Por una parte se reubicaba el papel de los medios pero, sobre todo, se demostraba que la comunicación, en una versión moderna, trataba también otros asuntos y exigía otros modos de abordarlos. La comunicación pasaba a enterarse de la constitución de identidades, de la vida en la ciudad, así como de los impactos que en lo social producían las expansiones de los mercados o en los ámbitos de la cultura estimulaban los fenómenos de la globalización.
2Entre estos “modos” estaban la conexión de los problemas de la comunicación con el desarrollo de las ciencias sociales y con las marcas históricas, que hacían de ellos problemas insertables dentro de redes de explicación social mucho más complejas y ciertamente menos lineales y previsibles. Las dos tarcas no eran fáciles. Aunque parezca extraño las intersecciones con el debate de las ciencias sociales sufrían de incomprensiones desde uno y otro lado. Desde el de la comunicación ahogada en análisis de contenido, en visiones demasiado descriptivas o en abigarrados análisis textuales que terminaban por reducir los problemas comunicacionales y lo que es aún peor, hacerles perder vitalidad y sentido histórico. Pero también desde los territorios de las ciencias sociales, que muy pocas veces habían podido resaltar dentro de sus análisis el sentido de lo comunicativo que aparece como una dimensión que hay que tener en cuenta, pero que suele ser inasible cuando no absolutamente instrumental. En numerosos textos Martín-Barbero ha develado esta situación, mostrando la miopía de aquellos estudiosos que no han sabido ver las conexiones entre política y comunicación, entre dinámicas sociales y cultura o que han cerrado infructuosamente un debate frivolizando o anatematizando expresiones populares que reducen a la condición de lo que ni siquiera merece la atención de los saberes canónicos. “Mal de ojo”1, la acepción afortunada que utilizó en una polémica sobre el significado de la telenovela, observada por algunos intelectuales como un producto definitivamente banal, de una masividad sospechosa y de consecuencias culturales francamente deleznables. El “mal de ojo”, tal como en la acepción popular se califica a una visión fatal que es capaz de producir desastres y maleficios si no se tiene a la mano la “contra” que impide su acción devastadora, significaría tanto una restricción de la mirada como una dificultad crónica para comprender lo que hay, por ejemplo, en el melodrama de testimonio sobre un país, sus mixturas, el itinerario de sus relaciones sociales más profundas.
3Un mal de ojo del que por el contrario no sufrirán muchos de los pioneros de la televisión colombiana —como lo demostraré más adelante—, que con mayor previsión y lucidez que muchos políticos y bastantes intelectuales, comprendieron muy rápidamente el carácter moderno de medios, como la radio y la televisión; las exigencias de nuevos lenguajes; las posibilidades de conectar una cultura endogámica con el “afuera”; la interacción de los productos culturales con la ampliación de los gustos y las renovaciones que, aunque lentamente, se estaban produciendo en la sensibilidad y en la inteligibilidad de la sociedad colombiana de mitad de siglo. Los mismos pioneros que, en el centro de la “segunda modernidad”, sufrieron intensamente el conflicto entre las expansiones comerciales de los medios —una tradición con la cual deseaban romper—, y la contrastación de unos rasgos culturales que naufragaban entre sus propias limitaciones discriminantes, frente a otros trazos que tímidamente empezaban a representar un país más moderno, menos excluyente en algunos campos y un poco más permeable a las presencias plurales.
4Las marcas históricas, que antes eran cronología, ahora pasan a ser actores centrales de la indagación comunicológica, como sucede con las reflexiones sobre las conexiones entre los populismos y los procesos de constitución de identidad nacional en países como Argentina y Brasil o en las constataciones del desarrollo de manifestaciones populares que sólo pueden ser entendidas si se revelan sus dispositivos de exclusión, sus formas de ganar legitimidad o sus maneras singulares de apropiación. Es el caso de la investigación dedicada al melodrama que hace su recorrido desde las novelas de entrega europeas, hasta nuestra literatura de cordel, las lecturas en voz alta en las tabaquerías cubanas, la trashumancia del circo o del teatro ambulante hasta llegar a la radionovela y la telenovela, en un orden que no es simplemente la confirmación de una continuidad estilística o narrativa sino histórica, de tensiones comprobadas, de verificación de las evoluciones de una época y sobre todo de unos procedimientos sociales de aprehensión, de significación. Al delinear estos itinerarios lo que se está resaltando es mucho más que una familiaridad entre productos culturales; se dibujan, en efecto, mediaciones, usos de textos muchas veces marginales a las culturas promovidas por las élites. Porque el circo, el folletín o la telenovela definitivamente forman parte de esas otras memorias que corriendo muchas veces paralelas a las oficiales, interpretan de una manera más veraz y contundente las ilusiones, las expectativas y los conflictos de amplios sectores sociales.
5A estos énfasis los acompaña un descentramiento y a la vez una reubicación de las líneas de investigación y de los topos habituales. Se trata, como lo anuncia el autor, de “cambiar el lugar de las preguntas”, lo que significa la aparición de nuevos temas pero también la reconsideración de los más permanentes y la dislocación de unos territorios disciplinares supuestamente autónomos para convocar las reflexiones de las ciencias sociales.
6Uno de esos temas centrales que recorre la obra de Martín-Barbero es su preocupación por los significados del melodrama y en particular por el sentido social y cultural de la telenovela. No era habitual arriesgarse a mostrar los vínculos entre melodrama y dinamismos sociales, a valorizar sin idealizaciones indebidas a la telenovela como un producto cultural importante, cuando fácilmente se la asimilaba a una condición frivola y superficial que representaba y reiteraba pasiones elementales, repeticiones previsibles, diseños de tipos supuestamente sin ningún contenido ni racionalidad. Un producto, además, que pertenecía a un medio advenedizo, signado por la espectacularización vacía y un histerismo a toda prueba. El mal de ojo, que es también mal de apreciación, ha utilizado una cierta compasión para enfrentar estas manifestaciones que no encuadran con sus cánones, que se escapan de los órdenes reconocidos.
7Por el contrario, la valorización del melodrama que hace Martín-Barbero en su complejidad social, cultural y política, la recuperación de un género más allá de las lógicas comerciales que muy rápidamente vieron su potencial de penetración y de sintonía con las audiencias mayoritarias, y particularmente su revelamiento de los procesos de mediación involucrados en la lectura y apropiación del melodrama significaron un cambio de lugar de la pregunta, una variación de la mirada con una significativa carga de revelación social y de reconsideración política. Detrás de la supuesta banalidad hay imaginarios sociales, estrategias narrativas, relaciones con matrices culturales profundas, desenvolvimientos de una temporalidad que confronta ficción y vida y hasta expresiones de una resistencia que encuentra oportunidades de expansión por los caminos de la imaginación, que no están tan cerrados y restringidos como los de la participación social.
8En De los medios a las mediaciones la preocupación por el folletín y el melodrama es totalmente coherente con el análisis juicioso que el autor hace de los diversos abordajes teóricos que componen el mapa de los estudios comunicológicos, con sus aportes y sus limitaciones, así como con su reflexión sobre la constitución del concepto de pueblo y de lo popular que rastrea en las percepciones de los románticos, de los teóricos de Frankfurt, en los escritos de W. Benjamín o de Gramsci. Se podría afirmar, sin peligro de equivocación, que el análisis del melodrama es una consecuencia lógica de la descentración conceptual que produce el trabajo de Martín-Barbero en los ámbitos de la investigación comunicológica.
9La oportunidad de acercarse a la telenovela sin las prevenciones habituales y los lugares comunes lo lleva a una caracterización, posiblemente sin precedentes, del melodrama nacional y al sorprendente ejercicio de leer desde allí un país que se consideraba únicamente objeto de los análisis sociales, económicos o políticos. El lugar valorizado de la telenovela se convierte entonces en un lugar privilegiado para mirar las transformaciones del país, la contrastación dramática entre una sociedad que empieza a dejar el sello rural de su funcionamiento para encontrarse con nuevas relaciones de carácter semiurbano, con rasgos aún fuertes de su pasado campesino y tremendas exigencias de inserción en un medio urbanizado, con otras formas de interacción laboral, de movilidad y jerarquización, de roles y demandas. Un país semiurbano en medio de grandes urbes, porque el momento de esta segunda modernidad en el inicio de la década de los cincuenta estuvo marcado por el comienzo de un largo y doloroso período —que aún no termina, de violencia y muerte que produjo la expulsión de grandes grupos de habitantes del campo hacia la ciudad. Un período en el que se encuentran gestos de modernización, avances culturales de significación, fracaso profundo de los proyectos políticos, abismos entre las clases dirigentes y la gran mayoría de ciudadanos pobres y una vivencia desmesurada de intolerancia que, medio siglo después, aún pervive en estas épocas de rituales de terror, desplazados y guerra. De ese país habla la obra de Martín-Barbero, sólo que lo hace a través de la telenovela en lo que ésta significa como testimonio de la heterogeneidad cultural, de las discontinuidades y los destiempos, de los intercambios entre el país rural y el país urbano. Una telenovela que revela nuevas formas de relación social y que en sus palabras hace de una narrativa arcaica el albergue de propuestas modernizadoras de algunas dimensiones de la vida2 y contribuye, a su manera, a la construcción de un imaginario nacional. Obras por las que pasan los estereotipos que unos y otros tenemos sobre las regiones, que muestran las fuertes incomprensiones que un hombre venido del campo tiene de las lógicas urbanas tan diferentes de aquellas en las que nació y creció; que ironiza con una fuerza que va más allá del costumbrismo y que alcanza a convertirse en una modalidad de crítica social, las costumbres predominantes, los valores hegemónicos; que se burla con un humor comprensible de unos rituales normativos impuestos y que con el tiempo pueden parecer tan anacrónicos como el mismo género en que se relatan.
10Refiriéndose al drama del “reconocimiento”, una de las claves centrales del melodrama, Martín-Barbero se pregunta si “no estará ahí, en el drama del reconocimiento, la secreta conexión del melodrama con la historia de este subcontinente”. Una pregunta de fondo que encuentra inmediatamente eco en las apreciaciones políticas más contemporáneas que afirman, como lo hace Nancy Frazer3, la necesaria convergencia en la era postsocialista entre una política social afianzada en la redistribución y una política del reconocimiento preocupada por los sistemas de comunicación, interpretación y representación de los diversos grupos que conforman la sociedad.
11Lo que se observa en ese inmenso salón de espejos que es la telenovela, en ese reenvío de imágenes a medio camino entre la realidad y la ficción, entre las certezas y las ilusiones, entre las comprobaciones y las distorsiones, es una sociedad que además es leída diariamente por millones de televidentes, que a su vez son capaces de conectar esos mundos con los propios, sobre todo porque no son mundos extraños. Mundos en los que se comprueban semejantes a otros, que logran empatia con sus proyectos de vida, con sus propias creencias y con sus más secretas esperanzas.
EN EL ORIGEN, EL TELETEATRO
12Estos planteamientos de Martín-Barbero son promisorios. A su manera también producen una serie de preguntas, de nuevas indagaciones, de enlaces para encontrar resonancias sociales y culturales inéditas. Por ello es decididamente aleccionador incursionar en los orígenes de estas manifestaciones culturales así como en sus giros más contemporáneos. Quizás el seguimiento de las variaciones del género, de los cambios de fisonomía de estos productos culturales, aporten elementos para continuar el desciframiento de un país lleno de complejidades. Un desciframiento desde un objeto cultural que aún ahora, cuando se ha internacionalizado y afianzado todavía más la infraestructura técnica y económica de su producción, cuando ha descubierto algunas vetas de originalidad, continúa siendo mal visto.
13Planteémoslo desde ya. Entre la radionovela y la telenovela colombiana hay que considerar el desarrollo del teleteatro y el auge parcial de la comedia satírica musical. Una consideración que no sólo facilita la articulación de una continuidad expresiva y cultural, sino que dibuja un importante momento en la evolución modemizadora del país.
14El encuentro tensionante entre modos diferentes de vivir, la irrupción de otros actores que hasta entonces eran considerados advenedizos o simplemente no tenidos en cuenta y la aparición de ciertos movimientos que desde la sensibilidad apuntaban a la construcción de un país diferente al que hasta entonces habían diseñado las diversas élites nacionales, son algunas señas sociales que coinciden con el teleteatro.
15El teleteatro apareció prácticamente con la creación de la televisión colombiana. De 1955 a mediados de los sesenta fue el esfuerzo televisivo más importante por la convergencia de los recursos técnicos incipientes, la orientación creativa de los pioneros, la ubicación dentro de la franja horaria, el apoyo estatal y la acogida de una audiencia que apenas empezaba a perfilarse.
16De naturaleza paradójica el teleteatro se asomaba a un medio que permitía difusiones masivas sólo alcanzadas por la radio, mientras que muy pronto navegaba presionado por las exigencias comerciales y una vocación cultural originaria. Combinó así productos provenientes de la tradición culta hasta entonces reservados a públicos seleccionados con el carácter masivo, la puesta en escena teatral con las condiciones asignadas por las narrativas audiovisuales de la televisión. En el fondo de esta simbiosis subsistía una utopía peligrosa de la cual no se desprenden aún las discusiones sobre la televisión: se podría acercar la cultura al pueblo, ampliar las tendencias de la sensibilidad hacia terrenos nuevos, someter las rutinas estabilizadoras a la conmoción de otras estéticas. Con lo que la simbiosis nacía con una doble y también paradójica intención: permitir la entrada de mucha gente a los productos culturales de la modernidad y a la vez tratar de hallar una identidad propia y diferenciadora. Mientras Caídos José Reyes escribió que…
[…] su programa [de Bernardo Romero Lozano] de radioteatro de la Radiodifusora Nacional de Colombia sirvió para difundir las obras maestras del teatro universal, dar a conocer importantes corrientes renovadoras del teatro contemporáneo y descubrir nuevos autores colombianos del momento como fue el caso de Arturo Laguado o Rafael Guizado4.
17El propio Bernardo Romero Lozano sostenía “que los pueblos jóvenes vamos hacia la conquista de una cultura propia a través de medios que la civilización y el progreso ponen en nuestras manos”.
La distancia de una tradición: una aproximación a lo moderno
18A diferencia de muchos intelectuales de su época Bernardo Romero Lozano percibió claramente el carácter moderno de la radio y de la televisión. “Yo no he escrito sino para los medios modernos de la radio y de la televisión”, afirmaba en una entrevista publicada por El Espectador en diciembre de 1959, lo que significaba producir una escritura particular adaptable a las nuevas condiciones de los medios electrónicos, así como profesionalizar un oficio que no coincidía en ese momento con las tipologías reconocidas de la creación artística. La ruptura y el reto eran aún más decisivos si se observa que Romero Lozano provenía del teatro en el que también llevó a cabo al mismo tiempo un distanciamiento y una propuesta.
19Se distancia de una tradición conservadora, católica y española a la que eran afectas las élites de su momento y se propone sacar al teatro de su encerramiento provinciano y ligero para conectarlo con el movimiento internacional. Esta diferenciación es uno de los elementos que los analistas consideran como central para la aparición de un movimiento teatral moderno en Colombia. En sus “Notas sobre la iniciación del teatro moderno en Colombia”, Eduardo Gómez indica que antes de Seki Sano el “teatro colombiano fue una serie dispersa de representaciones, tal vez afortunadas esporádicamente, pero en donde predominaba la herencia de teatro declamatorio y comercial”5. Jaime Mejía Duque escribe, por su parte, que “hasta mediados de la década de los sesenta y de los setenta la actividad teatral en Colombia se había reducido a las esporádicas giras de compañías españolas, cuyo repertorio raramente incluía obras de autores distintos de los clásicos peninsulares y de algunos autores contemporáneos también españoles”6.
20Bernardo Romero Lozano se apartaría conscientemente de esta tradición en tres registros relacionados aunque claramente diferentes de su trabajo: la participación en la creación de grupos teatrales como El Búho, la dirección de radioteatro en la Radiodifusora Nacional de Colombia y la dirección durante casi una década del teleteatro. “A mí jamás me gustó el teatro que se hacía en Colombia, nunca creí en él”, confiesa en la misma entrevista a El Espectador de finales de los cincuenta, mientras que a continuación revela que “me di entonces a la tarea de descubrir autores nuevos con exclusión absoluta del teatro español posterior a la edad de oro”.
21Lo moderno se concibe entonces como lo nuevo, lo diferente, lo que genera rupturas, lo que amplía las perspectivas; pero también lo que se adentra en territorios desconocidos, fomenta lenguajes inéditos, extiende sus coberturas de expansión e impacta en otros órdenes de la vida social. Esto último hace que desde las manifestaciones culturales se ponga en cuestión un país en la forma que adoptan sus relaciones, sus sistemas de creencias, los límites normativos y los horizontes de interpretación que imponen los sectores hegemónicos hasta llegar, inclusive, a dudar de la propia legitimidad que los sustenta.
En la década de los cincuenta se da una confluencia singular entre la renovación del movimiento teatral, la aparición de Mito, una revista definitiva —un “salto en la historia cultural de Colombia” según la califica Rafael Gutiérrez Girardot— y el desarrollo del teleteatro. Fenómenos de diversa naturaleza y con proyecciones diferentes. Mientras que en el teatro se empieza a generar un público más amplio de clase media, estudiantil y universitario, Mito es una revista que se dirige a una población letrada y que rompe con los esquemas de las publicaciones de la época; y el teleteatro incursiona en un medio totalmente nuevo en el país al que van ingresando progresivamente los sectores más diferentes de la sociedad incluyendo, por supuesto, a los populares que antes habían quedado excluidos de numerosas expresiones culturales y discriminados por las propias.
22Las confluencias entonces entre el teleteatro, el movimiento teatral y Mito que se pueden observar con mayor detalle en la distancia histórica, no son pocas. Mientras los festivales de teatro significaron un evidente distanciamiento de sus parámetros reconocidos, es decir, de la representación declamatoria, de tipos y actores hipostados y de un represamiento estilístico que obviamente iba mucho más allá de un problema de elección, Mito abrió las compuertas hacia un diálogo con las expresiones más vivas del pensamiento y la literatura; y el teleteatro optó muy rápidamente por un repertorio en que no faltaron las adaptaciones de obras vanguardistas.
23Mientras los festivales de teatro resaltaron la oposición entre experimentalismo y tradición, el radioteatro de los cuarenta y comienzos de los cincuenta (precedente inmediato del teleteatro) adoptó para sí una selección del teatro experimental de la posguerra. Hacia 1954 Bernardo Romero Lozano había fundado el teatro experimental de la Universidad Nacional (venía de dirigir los radioteatros de la Radiodifusora Nacional entre 1943 y 1950), y Fausto Cabrera la Escuela de Teatro del Distrito, en el mismo año. El sentido “experimental” fue sin duda uno de los tonos que simbolizó más precisamente la transformación cultural moderna de los cincuenta; porque “experimental” remitía a nuevo, diferente, opuesto a las tradiciones establecidas, abierto a otros temas y metodologías. Los festivales de teatro agudizaron las diferencias:
Los incidentes ocasionados [a partir del primer festival en 1957] mostraron simplemente el conflicto entre dos perspectivas de trabajo teatral. Para los partidarios de Víctor Mallarino, director de la Escuela de Arte Dramático, la presencia de quienes se proclamaban experimentales era motivo de rechazo. Gracias a Mallarino, en la Escuela de Arte Dramático vegetaba penosamente un teatro arraigado en la tradición señorial del país aldeano que desde 1930 se pugnaba por superar. Por eso la instalación repentina de los grupos experimentales en el Teatro Colón se asumía como amenaza a esas tradiciones7.
24Las diferencias eran, por supuesto, mucho más profundas. Oponían la tradición de un país que se resistía a cambiar, a otro que había empezado a ingresar en la modernidad. Que se resistía, como lo afirma Valencia Goelkel, a una vida intelectual dura, inflexible, rígida y ñoña. La expulsión de Seki Sano por comunista, las excomuniones episcopales a ciertas obras de teatro y el desgano cuando no el rechazo de las élites sobre las que Ferenc Vajta escribía que “más que la indiferencia oficial nos duele la absoluta falta de interés de esa capa social que por su presencia en la sociedad colombiana debería con todo su interés y entusiasmo promover, ayudar y sostener el teatro nacional”8.
25Si Mito tenía una reflexión política que trascendía lo partidista y que estaba de algún modo expuesta en La revolución invisible de Gaitán Durán y en el giro hacia los documentos sobre el país y los testimonios cotidianos que aparecieron en sus diferentes entregas, el movimiento teatral muy pronto encontraría nexos explícitos e implícitos con la crítica social que se podrían dibujar en el paso de Stanislavski a las influencias de Brecht, como también en la transición de un público de élite a un público universitario que poco a poco se involucraría en los movimientos políticos y sociales de los sesenta y los setenta, así como en las migraciones juveniles hacia los movimientos guerrilleros en esas mismas décadas. Mientras unos y otros vislumbraban la transformación cultural que se estaba viviendo, quizá tímida y aisladamente a través de estas expresiones, solamente algunos pudieron visualizar con antelación el sentido moderno de los medios (radio y TV), y sobre todo su significación cultural hacia el futuro.
26Pedro Gómez Valderrama sostenía que estaba empezándose a dar un teatro colombiano y que “cuando un país empieza a tener teatro, está entrando en una etapa nueva e importante de su evolución cultural, está cambiando el tono de su vida”9 y Hernando Valencia Goelkel, en una mirada retrospectiva a la significación de Mito, reconoce que no percibieron adecuadamente por entonces el papel de la televisión. Su testimonio subraya con una impresionante clarividencia lo que ha sido una cierta constante en la aproximación de los intelectuales a la televisión:
Yo me encontré —dice— y, creo que Gaitán también, con que aquí había una cosa de la cual nunca nos enteramos muy bien a lo largo de la existencia de Mito, que se llamaba televisión. Existía la fascinante posibilidad de escuchar al propio General Rojas Pinilla, de escuchar al propio padre García Herreros y de escuchar las telenovelas de Alicia del Carpio10.
27Pero mientras que Mito se preocupaba por entonces del jazz y del cine, dos expresiones culturales y estéticas modernas, “No teníamos ni idea, dice el mismo Valencia Goelkel, fuera de alguna alusión muy inteligente de Hernando Salcedo, de lo que se venía encima con la televisión. La televisión nos parecía un fenómeno secundario, pintoresco, prácticamente prescindible”11.
28Una confluencia que nace poco después de la fecha emblemática del 9 de abril en la que queda demostrado el fracaso de la dirigencia, la ausencia de un proyecto de nación, el formalismo estéril de unos partidos sin rumbo más allá de la propia concentración de poder y la enorme fragilidad de un tejido social sobresaltado por la intolerancia.
29El teleteatro es una de esas experiencias culturales desde las cuales se puede rastrear lo que significa el ingreso de una sociedad a lo moderno y desde lo moderno, así como las reacciones y reacomodamientos que despierta esta entrada. Pero también el teleteatro fue una —y sólo una— de las manifestaciones culturales que permiten a un país adoptar un carácter moderno en medio de una historia de barbarie, contrastar la imaginación con la enorme y dramática precariedad de la convivencia.
30En primer lugar, el teleteatro se diferencia de una tradición signada por el costumbrismo y la comedia ligera que habían entronizado la representación superficial de los comportamientos y un deleite moralista sin mayores compromisos. A pesar de que algunas obras colombianas como las de Luis Enrique Osorio (1896-1966) habían formado parte de los famosos viernes culturales gaitanistas que se celebraban en el Teatro Municipal, y que abocaron la sátira de los tipos políticos como el manzanillo y la contemplación mordaz de la demagogia y el desgreño administrativo, su teatro ubicado “entre las necesidades comerciales de un teatro de taquilla y un populismo de corte liberal”12, “no buscaba —según Carlos José Reyes— criticar ni transformar o educar a ese público, ni plantearle conflictos que pudieran comprometerlo, sino tan sólo darle gusto, muchas veces en forma simple y en extremo complaciente”13.
31Al emprender la tarea de confrontar el conformismo, la mediocridad, el inmovilismo y la burocracia, tal como Juan Gustavo Cobo Borda afirma que hizo Mito, lo que se produce es una profunda desmitificación del poder y de quienes lo ejercen, de las comprensiones que hasta el momento operaban como prescriptivas y legítimas, de los ordenamientos impuestos por las élites políticas, religiosas o sociales del momento. Las acusaciones de comunista a Seki Sano y su expulsión del país y las reacciones de escándalo y repudio de las jerarquías eclesiásticas frente a los festivales de teatro, son sólo algunas muestras de las conmociones producidas y de sus reacciones inmediatas. Reacciones similares a las que tuvo, por ejemplo, el gobierno conservador de Laureano Gómez, al acabar esa experiencia notable e innovadora en la historia de la educación y la ciencia colombianas que fue la Escuela Normal Superior, en los mismos años a que nos estamos refiriendo.
32Este desenmascaramiento (caída de máscaras) de Mito fue consecuente con el ideario que la originó y que fue consignado por sus creadores en el primer editorial de la revista:
[…] sólo aceptamos el mito en su plenitud —escribían— para mejor desmitificarlo y más fácilmente torcerle el cuello. Este plan de acción implica, desde luego, ciertos supuestos básicos. Rechazamos todo dogmatismo, todo sectarismo, todo sistema de prejuicios… Podemos hablar y discutir con gentes de todas las opiniones y de todas las creencias. Ésta será nuestra libertad.
33Una actitud radicalmente diferente a las capillas reinantes.
34Rafael Gutiérrez Girardot en su análisis de la literatura colombiana del siglo XX escribió que Mito “desenmascaró indirectamente a los Agulones intelectuales de la política, al historiador de legajos canónicos y jurídicos, al ensayista florido, a los poetas para veladas escolares, a los sociólogos predicadores de encíclicas, a los críticos lacrimosos, en suma, a la poderosa infraestructura cultural, que satisface las necesidades ornamentales del retroprogresismo”14.
Aires nuevos para un movimiento en ciernes
35En segundo lugar, el teleteatro, con sus precariedades y limitaciones, formó parte de la decisión de abrir la escena a las corrientes más contemporáneas del teatro, así como a incursionar en metodologías dramatúrgicas innovadoras que iban más allá de los procedimientos técnicos para estimular la experimentación, el riesgo personal y la crítica social. Eugene O'Neill, Kafka, G.B. Shaw, Strindberg, Wilde, Steinbeck, Gorki, Tom Wolfe15, formaron parte del listado de autores que fueron representados en los primeros años de la televisión con una dedicación que hacía de cada obra un original y de cada experiencia televisiva un aprendizaje colectivo. Obras que además empezaron a promover el interés de los televidentes en formación, algunos de ellos perfectamente neófitos y alejados de las expresiones culturales hasta entonces, y que semanalmente eran motivo de análisis y polémica en la prensa escrita. Ya desde entonces empieza a presentarse la interacción entre medios que ha alcanzado niveles de autorreferencia preocupantemente altos.
36Como hemos anotado, esta intención de encontrar autores nuevos y rebasar los límites del teatro declamatorio y comercial pertenecía a los propósitos explícitos de Bernardo Romero Lozano, la figura sin duda más importante del teleteatro nacional de los años cincuenta. Pero también había formado parte de su itinerario creativo mucho antes de empeñarse en la realización de los teleteatros. En su análisis de la actividad teatral de 1940 a 1950, Gerardo Valencia confirma la influencia que el radioteatro de la Radiodifusora Nacional de Colombia tuvo en la actividad teatral posterior a los años cuarenta. “Desde la fundación de la emisora, en febrero de 1940, Rafael Guizado, su primer director, dio una importancia especial a la difusión del teatro y a la formación de intérpretes. No era, desde luego, teatro escénico, pero pronto habría de salir a las tablas. En él hizo sus primeras armas Bernardo Romero Lozano”16. Las diferentes orientaciones del teatro mundial, su sentido didáctico, la creación de elementos como la música incidental específicamente compuesta para las obras y la generación de escuela son algunos de los aportes que Valencia encuentra en el trabajo pionero de Rafael Guizado y Bernardo Romero Lozano en el radioteatro.
37Esta posibilidad de crear movimiento, es decir, de poner las bases para el desarrollo de una verdadera tradición cultural propia, renovadora y en permanente interacción con las variaciones de la sensibilidad mundial, constituye un tercer elemento de la tarea moderna cohesionada por el teleteatro. En el caso del teatro se debe recordar que a finales de los mismos años cincuenta se empezaron a dar signos muy importantes, como la realización de los Festivales Nacionales de Teatro dirigidos inicialmente por el húngaro Ferenc Vajta y después, por el mismo Bernardo Romero Lozano; la creación de los primeros grupos estables de teatro; la renovación del repertorio; el interés por la formación, el intercambio de experiencias y la profesionalización de la actividad teatral.
38Los festivales promovieron además la exhibición de diversas tendencias teatrales, la participación de un público diferente al que habitualmente asistía a las representaciones y la afirmación de grupos e instituciones de formación. Entre los nuevos grupos se pueden destacar El Búho, el TEC, la Escuela de Teatro del Distrito y la Escuela Nacional de Arte Dramático. En el repertorio se vive una idéntica renovación a la que se estaba experimentando en el teleteatro. “El teatro de carácter costumbrista o la comedia sin mayores complicaciones como la que podían traer compañías comerciales en gira por América Latina es sustituido por nuevas búsquedas. La intención fundamental es la de'ponerse a la altura de los tiempos'montando obras de'teatro de vanguardia'que en aquel momento incluían autores de muy diversas y aún opuestas comentes como el realismo, el expresionismo, el teatro político, el ‘teatro del absurdo’ y el ‘teatro épico’ de Bertold Brecht”17.
39Este comienzo de la televisión nacional, de la mano de un teleteatro que presentaba a sus audiencias, cada vez más grandes, obras totalmente inéditas para sus consumos culturales habituales, es lo que Jaime Mejía Duque llama la bisagra o la transición de una importancia histórica innegable para el nuevo teatro y especialmente para la vivencia de otras formas de conocimiento y de sensibilidad.
40Eduardo Gómez, por su parte, se refiere a la tarea cumplida por Romero Lozano y Enrique Buenaventura como pioneros en una labor que ofrecería condiciones aptas al desarrollo de las propuestas de Seki Sano: “La influencia de Romero fue indirecta, escribe, ya que su actividad predominante fue el radioteatro, pero muy eficaz en lo que se refiere a la escogencia de las obras (Sófocles, Shakespeare, Ibsen, Chejov, Arthur Miller, Kafka, etc.), en la dicción, entonación, efectos sonoros”18.
41La formación y sobre todo la aplicación de metodologías teatrales rigurosas componen también el panorama cambiante del “movimiento”. En un país retórico la falta de rigor es reemplazada por prácticas más sistemáticas y por una profesionalización más decidida. Unas conclusiones que habían formado parte de la fuerza renovadora que se vivió en la década de los treinta en el campo de la enseñanza básica y en la universitaria, cuando fue clara la importancia tanto de la fundamentación científica de los saberes, como de su intersección, su observación de la sociedad y la preparación seria de los formadores. Sin embargo, acá tenía otros sentidos probablemente tan radicales como aquellos. Se trataba de convertir a una manifestación como el teatro en una labor profesional que requería de un entrenamiento preciso y exigente.
42La televisión y el teleteatro debieron afrontar muy pronto una serie de requerimientos de profesionalización. Sólo que se trató de una profesionalización empírica, hecha más de práctica que de conceptos, de talento arrollador que de aprendizaje sistemático; que ha dejado sus huellas en el desarrollo posterior de la televisión nacional.
43Ante la ausencia de conocimientos técnicos sobre el nuevo medio y la rapidez de su implantación, se recurrió a un grupo importante de técnicos cubanos, a los actores y actrices que provenían del radioteatro y a algunos otros que fueron contratados por Romero Lozano en Argentina. En estos primeros años se produce por parte de los técnicos colombianos un aprendizaje práctico acelerado, un complejo sincretismo entre radio, teatro y televisión. El montaje del teleteatro significaba un proceso de adaptación orientado por las condiciones de la televisión, como el tamaño de los estudios, el manejo del sonido, las cámaras, las luces y la escenografía absolutamente diferentes a las de la radio y el teatro, así como procedimientos de actuación que ya poco tenían que ver con el histrionismo hipostado del teatro o los énfasis de entonación y dicción del actor del radioteatro.
44En el caso de Mito, Gutiérrez Girardot destaca como rasgos también diferenciadores, la apertura a la diversidad de tendencias estéticas y de pensamiento, el rigor con que se asume el trabajo intelectual, “una sinceridad robesperriana”, la voluntad insobornable de claridad, la ruptura del cerco de la mediocridad, la crítica y conciencia de la función del intelectual. En este último aspecto, llama la atención la perspicacia con que los pioneros de la televisión colombiana visualizaron temas como su capacidad de influencia social, el juego de los intereses que el medio ponía en movimiento, la importancia de construir una televisión pública diferenciada de la comercial y la oportunidad educativa del medio.
45La presencia del japonés Seki Sano en Colombia sería otro de los hitos de esta avanzada modemizadora de lo cultural en los años cincuenta. Seki Sano nació en Japón en enero de 1905 y muy pronto creció en un ambiente político liberal cercano a manifestaciones culturales universales y de vanguardia; como lo señala Michiko Tanaka en el documental Seki Sano. Actor del exilio de Clara Inés Cárdenas, el director practicó el “teatro de maleta” que llevaba a grupos obreros y mítines sindicales. Arrestado en 1930 por sus ideas emprendió un largo exilio por Estados Unidos, Londres, París, Alemania y la URSS, de donde es expulsado en 1937. Llega a México en abril de 1939 donde crea el Teatro de las Artes apoyado por el sindicato de electricistas. Interesado en el movimiento de teatro popular dirige la Escuela Dramática de México, un importante centro de formación de actores. Cuando es traído a Colombia para dedicarse a esa misma tarea ya es reconocido como uno de los más impor tantes directores del continente. Expulsado por sus ideas marxistas durante el gobierno de Rojas Pinilla, su permanencia, según Carlos José Reyes, significó sobre todo un cambio profundo de mentalidad. Como lo señala el mismo Reyes, Seki Sano no se dedicaría solamente a la formación de actores sino también a la creación de una escuela alrededor de las propuestas del “método de la vivencia” de Constantin Stanislavski.
46La acogida de esta tendencia significaba aceptar al actor como cocreador, la aplicación de leyes psicofisicas para la actuación, la exploración de la realidad circundante como un aspecto central para lograr una actuación significativa y el conocimiento profundo del personaje que se iba a interpretar. Tal como lo corrobora Eduardo Gómez, la metodología de Stanislavski, traída por Seki Sano, insiste en la necesidad de reconocer la idea dominante y el hilo de la acción de la obra e “inaugura una dramaturgia de vanguardia, en la cual el análisis y la investigación, los ejercicios y la concentración en determinados aspectos fundamentales, profundizan y amplían las posibilidades de la intuición y la sensibilidad”19.
Los “ilotas” ven a Strindberg
47Junto a la generación de un movimiento en la tarea teatral y también —¿por qué no?— en la producción intelectual y artística de quienes conformaron el grupo de promotores y colaboradores de Mito, está un cuarto elemento del proyecto moderno del teleteatro: la creación de nuevos públicos. La irrupción de todos estos nuevos modos de expresión cultural va generando audiencias con características, exigencias y demandas diferentes. Por una parte, los públicos podían ser más numerosos, mucho más heterogéneos y diferentes a los que pertenecían, por costumbre y por discriminación evidentes, a las manifestaciones culturales tradicionales.
48Este ingreso de nuevos espectadores tenía una indudable carga de desestabilización. Ya no eran solamente los ilustrados, los ricos o los entendidos los que podían disfrutar de los bienes culturales sino también los televidentes anónimos, los sectores de clase media e inclusive los analfabetos. Lo que debió parecer irritante a quienes usufructuaban selectivamente manifestaciones como el teatro era la entrada de advenedizos, la masificación del gusto y por lo tanto la implosión de las “distinciones” selectivas, la aparición de estéticas que los descentraban por su capacidad de crítica y de ironía a lo establecido así como por su propuesta de nuevos y diferentes modos de vivir. Una historia de los públicos debería demostrar estos impactos.
49La televisión permitía divulgar masivamente manifestaciones artísticas reservadas a públicos minoritarios, hacer presentes otros órdenes del gusto que se calificaban como “chabacanos” o de la “chusma”, validar poco a poco expresiones culturales que hasta el momento estaban excluidas de los cánones aceptables (como el humor, la música popular, o la farsa), introducir una noción de espectáculo que se desconocía hasta entonces, contrastar maneras de vivir diversas e incluso antagónicas a las que proponían la escuela, la familia o la iglesia como modelos, y modificar la oferta cultural desde las lógicas comerciales y las del consumo masivo.
50La radio primero, hacia los años treinta y después la televisión en los años cincuenta, permitieron mucho más que la prensa escrita: la creación de nuevos públicos con mecanismos de afiliación que ya no estaban determinados ni por la congregación física ni por los requisitos tan poco extendidos entonces de la escritura, que se había convertido ya en motivo de diferenciación entre los pocos letrados y las grandes masas de analfabetos. Fueron esas grandes masas las que de pronto se vieron reconocidas por los medios —porque lo eran muy poco por la política—, entre el escándalo y el repudio de unos y los intentos salvadores de otros.
51En su ensayo sobre el 9 de abril recogido en El saqueo de una ilusión, Antonio Caballero insiste en que Gaitán “ese enemigo de los políticos que fracasó en su empeño, es el político más importante que ha habido en Colombia en este siglo que ya se está acabando; más importante que los que lo precedieron y los que vinieron después, por una sola razón: inventó al pueblo”20. Una invención sui generis, plena de ambigüedades, vaga, imprecisa. Pero definitiva para un país en que el pueblo no existía como interlocutor activo, legítimo, participante. El horror a la chusma de que habla Caballero es bastante similar (con carga política diferente, por supuesto), al horror por las audiencias que permitía existir —también ambigua, vaga e imprecisa— un nuevo medio como la televisión.
Jorge Eliécer Gaitán había cometido el impensable sacrilegio, de imprevisibles consecuencias para el orden, de darle la palabra al pueblo. De abrirle el acceso a la política, cuando la política había consistido siempre en mantener al pueblo al margen. Ellos, liberales, conservadores, o los efímeros republicanos (“algodón entre dos vidrios”), habían tenido siempre de la política un concepto de club privado, censitario, con derecho de admisión reservado. La “democracia” colombiana debía ser como la ateniense: sin los ilotas. Era lo que había existido siempre, y a la cual —tras la Violencia y gracias a ella— se volvería después21.
52Los “ilotas”, viendo a Strindberg en los aparatos de televisión vendidos por el Banco Popular, tenían que ser desestabilizadores en términos de la composición de un nuevo imaginario simbólico, así este intento obedeciera ya a la idea muy debatible de que “la cultura hay que llevarla al pueblo”. Strindberg, Brecht, Pirandello, Ibsen, Shaw, Cocteau o Anonilh, significaban no sólo diferentes opciones teatrales —ahora ofrecidas a un número mayor de personas— sino otra forma de pensar, una renovación de lo establecido y la presencia de preocupaciones, perspectivas de interpretación y problemas nuevos. Formas que sin ser mayoritarias ni de incidencias profundas sí señalaban la marca de una forma de vivir nueva. Se coloca así el acento en el futuro y se toman severas cuentas del pasado.
53La relación con lo internacional que en el teleteatro se consigue a través del repertorio como también de la procedencia de quienes participaban en aquel (cubanos, argentinos, españoles, chilenos, italianos que intervenían como actores, luminotécnicos, coordinadores de estudio, maquilladores), no disminuye el interés por lo nacional y la recreación de textos clásicos. Todo lo contrario. En cuanto a lo primero, se va dando una transición de la pieza teatral al texto para televisión que tiene su consolidación definitiva en la década de los sesenta y más concretamente con el surgimiento de la telenovela, que impone una lógica televisiva mucho más implacable por sus características de género, las estrategias nan-ativas, el desenvolvimiento temporal y su emisión periódica. Algunos de los primeros teleteatros fueron adaptaciones de guiones radiofónicos y de obras teatrales: en 1956, con actuación de Aldemar García como Efraín y Dora Cadavid como María, Bernardo Romero Lozano realiza la primera adaptación de una obra importante de la literatura nacional para la televisión, María de Jorge Isaacs, que décadas después se volvería a realizar en formato de dramatizado con guiones de Gabriel García Márquez y dirección de Lisandro Duque.
54La recreación de obras clásicas —de teatro y literarias— fue otra de las tendencias del teleteatro. Desde Sófocles pasando por Cervantes hasta llegar a Kafka. Muy tempranamente se hizo una adaptación heroica de El Proceso, posiblemente la primera obra totalmente realizada por técnicos y actores colombianos, gracias a la renuencia de los técnicos cubanos a participar en el montaje por diferencias salariales con los directivos de la Televisora Nacional.
55Como sucede frecuentemente con otros acontecimientos sociales, la desaparición del teleteatro obedeció también a una convergencia de varios factores. Una decisión del gobierno en 1963, una huelga y la aparición de la telenovela, fueron algunos de los elementos desencadenantes de la disminución de su importancia. Pero sin duda, también lo fueron las transformaciones internas de la televisión, los cambios tecnológicos, la competencia de géneros y las evidentes variaciones de los gustos de las audiencias.
56Apenas comenzando 1963, el 2 de enero, se ordenó la suspensión por ocho días de la Televisora Nacional “para revisión de equipo y ajuste de la programación”. La medida —una importante restricción presupuestal por problemas fiscales afectaba directamente a la programación de planta y, dentro de ella, al teleteatro cuya realización era completamente en vivo y en directo. Pero lo que había en el fondo de la cuestión, que provocó una inmediata reacción de protesta del sindicato de actores, era una de esas tensiones que de una o de otra manera han persistido a través de la historia de la televisión: las confusiones del Estado con relación a su papel en la televisión y, sobre todo, las fronteras entre sus responsabilidades y las de la empresa privada.
57La solución que en ese entonces propuso el gobierno ante la protesta de sindicatos como el CICA, fue el mantenimiento de la programación viva financiada por la iniciativa privada. El debate producido por la decisión, recoge desde ese entonces algunos de los tópicos más importantes de una discusión que aún hoy no cesa: la relación entre calidad y audiencia, la competencia entre televisión pública y televisión comercial, el sentido de lo cultural, la función social del Estado en materia televisiva, algunos temas que habían sido preocupaciones muy claras para los pioneros de la televisión. Las declaraciones de Arturo Zúñiga, jefe de programación en ese entonces y ex presidente del CICA, son de una actualidad persistente:
Si se acepta la concepción del Estado como un guardián del bienestar físico e intelectual de los asociados, decía, no pueden es timarse como pérdidas las inversiones en divulgación intelectual. Porque yo preguntaría: ¿qué utilidad económica dan las escuelas, colegios y universidades oficiales? ¿Cuánto gana el gobierno en la Radio Nacional o en el Teatro Colón? ¿O es que el Estado debe percibir utilidad alguna por cumplir con sus deberes? Me parece que hablar de “pérdidas” en el caso de la televisión oficial —medio estupendo de expansión cultural— es tratar de imponer un criterio mercantilista, utilitarista, perjudicial y aberrante en la administración. En vez de recortar el presupuesto para estas cosas de la cultura y de la educación, el gobierno debería aumentarlo, encomendar su dirección a personas capaces, aptas, por lo menos cultas, y cederle a las empresas privadas las ideas de los genios financieros, que pretenden convertir al Estado en un negocio, como un restaurante, un almacén o una finca22.
58No es casual que la aparición de la telenovela esté unida a la pronta decadencia del teleteatro. Cuando en 1963, con un libreto de radioteatro adaptado por Eduardo Gutiérrez se realizó En nombre del amor, la primera telenovela colombiana, comienza el desarrollo de un género que en las siguientes dos décadas llegará a ser el producto televisivo más importante.
59Las diferencias entre la telenovela y el teleteatro se empezaron a notar muy rápidamente: la primera se inserta en las lógicas comerciales con acogida creciente y repercusiones económicas y de publicidad evidentes; mientras que el teleteatro no tiene exactamente el mismo potencial masivo puesto que su naturaleza aún guarda demasiadas ataduras con una comprensión restringida de lo cultural. La continuidad temporal de la telenovela, que progresivamente extiende sus capítulos a varios días a la semana y después a todos los días, su duración y sobre todo su estructura narrativa melodramática, la imponen como la realización televisiva por excelencia. El lenguaje más estereotipado del teleteatro tenía que sucumbir ante un género que se adaptó velozmente, tanto en sus rutinas productivas como en su consumo, a los cambios tecnológicos, las demandas comerciales y las fluctuaciones de los gustos. Adaptación que significaba escoger determinadas obras, subrayar personajes específicos, enfatizar ciertos elementos dramatúrgicos. Las dificultades económicas vividas por el teleteatro en este mismo año son superadas pronto por la telenovela. En efecto, El 0597 está ocupado, una telenovela transmitida los lunes, miércoles y viernes a las siete de la noche por Punch, es patrocinada por Colgate Palmolive, la misma empresa que cuatro décadas después sigue siendo la primera en inversión publicitaria en Colombia y dueña, además, de las marcas con mayor recordación en los consumidores nacionales. El Diario de una enfermera de Corín Tellado (1966), será ya de noventa capítulos mientras que el capítulo final de Destino… la ciudad de Efraín Arce Aragón (1967), se transmitió fuera de estudios, desde el Teatro México. En 1968 se produce El buen salvaje, la novela de Eduardo Caballero Calderón y ese mismo año Casi un extraño de Bernardo Romero Pereiro (RTI), empieza a emitirse a diario. Una obra en la que actuaría, unos años antes de morir el maestro Bernardo Romero Lozano, su padre.
60Sin embargo, esa conjugación de cambios tecnológicos (aparición del videotape, grabación en remoto, apuntador), diversificación de géneros y modificación de gustos unidos a un país que se transforma velozmente, probablemente expliquen de manera más acertada la paulatina desaparición del teleteatro. Un género que a medio camino entre la radionovela y la telenovela hizo su aporte, desde una televisión naciente, a la modernidad cultural de este país.
Bibliographie
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W.AA., Materiales para la historia del teatro en Colombia, Bogotá, Instituto Colombiano de Cultura, 1978.
Notes de bas de page
1 Jesús Martín-Barbero, “La televisión o el mal de ojo de los intelectuales”, en: Revista Número (Santafé de Bogotá), No. 10 (junio-agosto 1996), pp. 37-42.
2 Jesús Martín-Barbero, Televisión y melodrama, Santafé de Bogotá, Tercer Mundo, 1992, Ρ· 71.
3 Nancy Frazer, Iustitia interrupta, Santafé de Bogotá, Universidad de los Andes / Siglo del Hombre, 1997.
4 Carlos José Reyes, “Cien años de teatro en Colombia”, en: Nueva historia de Colombia, Tomo VI, Bogotá, Planeta, 1989, p. 223.
5 Eduardo Gómez, en: Materiales para la historia del teatro en Colombia, Bogotá, Instituto Colombiano de Cultura, 1978, p. 362.
6 Jaime Mejía Duque, “El nuevo teatro en Colombia”, en: Materiales para una historia del teatro en Colombia, Bogotá, Instituto Colombiano de Cultura, 1978, p. 462.
7 Gonzalo Arcila, Nuevo teatro en Colombia. Actividad creadora y política cultural, Bogotá, CEIS, 1983, p. 26.
8 Ibíd., p. 47.
9 Ibid., p. 26.
10 Hernando Valencia Goelkel, “Nuestra experiencia de Mito”, en: Oficio crítico, Santafé de Bogotá, Biblioteca Familiar de la Presencia de la República, 1997, p. 113.
11 Ibid., p. 117.
12 Carlos José Reyes, op. cit., p. 224.
13 Ibid., p. 223.
14 Rafael Gutiérrez Girardot, “La literatura colombiana en el sigo XX”, en: Manual de Historia de Colombia, Tomo III, Bogotá, Instituto Colombiano de Cultura, 1980, p. 535.
15 Entre 1955 y 1959 se llevaron a cabo 129 teleteatros, de los cuales sólo 29 fueron repeticiones. Algunos de los teleteatros presentados fueron: El cartero del rey de R. Tagore, 1955; Espectros de Ibsen en 1956: Todos los hijos de Dios tienen alas de E. O’Neill en 1956; El matrimonio de Gogol en 1961; El enemigo del pueblo de Ibsen en el mismo año y Padre de Strindberg en 1961.
16 Gerardo Valencia, “La actividad teatral en los años de 1940 a 1950”, en: Materiales para una historia del teatro en Colombia, Bogotá, Instituto Colombiano de Cultura, 1978, p. 275.
17 Carlos José Reyes, op. cit., p. 227.
18 Eduardo Gómez, “Notas sobre la iniciación del teatro moderno en Colombia”, en: op. cit., p. 362.
19 Ibid., p. 361.
20 Antonio Caballero, “El hombre que inventó un pueblo”, en: El saqueo de una ilusión, Santafé de Bogotá, Número, 1997, p. 76.
21 Ibid., p. 73.
22 El Espectador (6 de enero de 1993), en: Historia de una travesía, Bogotá, Inravisión, 1994, p. 107.
Auteur
Estudió Psicología en la Universidad Nacional de Colombia y en la Universidad Complutense de Madrid. Profesor de Maestría de Medios de Comunicación de la Universidad Javeriana. Es vicepresidente de la Fundación Social. Ha realizado estudios sobre comunicación y política, políticas comunicativas y televisión. Algunas de las obras en que ha participado son: Desde las dos orillas (1996); Escenografía para el diálogo (Lima, 1997); Televisión y violencia; Opinión pública: Encuestas y medios de comunicación
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