Crimen real, ira regia, exclusión del héroe justo: el Cid, Jasón, Aquiles, Hamlet, Cordelia1
p. 297-328
Texte intégral
El rey colérico frente al rey melancólico. Políticas de la ira, políticas de la pereza
1¿Por qué será que, en los mitos, los cuentos, las leyendas, y alguna vez también en la historia real, abundan tanto los retratos de reyes (o señores, o notables) que tienden a mostrarse coléricos y orgullosos y a convertirse en tiranos como los que van a ir desfilando por estas páginas, de manera que de entre su pueblo tiene que acabar saliendo algún súbdito que se enfrente heroicamente a su soberbia, reclame justicia en público y neutralice los efectos de su tiranía, en un proceso que pasa siempre por una etapa de exclusión o destierro del héroe contestatario y que se resuelve luego eliminando al rey (como hicieron Jasón o Hamlet), o pactando estratégicamente con él (como hicieron Aquiles o el Cid), y alguna vez reconciliándose con él de manera sincera aunque ya tardía (como en el caso de Cordelia)?
2¿Y por qué será, en el otro extremo, que tienden otros reyes (o señores, o notables) míticos a hacer justo lo contrario que hacen los reyes airados, y a caer en estados profundos, inmovilizadores, de enfermedad, melancolía o indiferencia, de manera que tiene que ser otro héroe salido de entre su pueblo (como en el ciclo de Parsifal y el Rey Pescador o Tullido) el que encuentre el antídoto sanador, reintegre al rey a sus funciones y restaure el buen funcionamiento de la autoridad y la circulación eficaz de los dones en el seno de la comunidad?
3Ira y pereza, soberbia e inactividad, extralimitación en las funciones y no asunción de los deberes y cargos. Causas opuestas con efectos análogos: crisis en la relación entre el rey y sus súbditos, crisis en el circuito de distribución de los dones que deben alcanzar a toda la comunidad (por desviación en el primer caso en favor del rey, por desactivación que afecta a todos en el segundo caso), crisis general en el seno de la sociedad2.
4En alguna investigación futura analizaremos la muy compleja y difundida tradición narrativa de los reyes (o señores, o notables) enfermos, melancólicos, indolentes o perezosos, ajenos a sus funciones, que, desmitificada, miniaturizada, aguzada con ácida e irreverente genialidad, alcanza hasta a una de las obras principales de nuestra literatura, La Celestina, con su Calisto perezoso y vicioso que precipita en una crisis fatídica a toda su comunidad porque es un señor indolente y un mal donador, y porque, en el incipiente mundo burgués que le ha tocado vivir, le sobran los criados que alientan hipócritamente sus vicios y carece de los súbditos heroicos que le saquen de su pereza o le reclamen con firmeza una distribución justa de los dones.
5En el artículo que ahora nos ocupa tendremos suficiente con analizar ciertas tradiciones mítico-literarias que, desde la antigüedad, han puesto el foco sobre unos cuantos reyes criminales y airados y sobre los súbditos que se atreven a elevar la voz para intentar moderar, corregir o castigar su desordenada actuación. Serán solo unos pocos los que desfilen por estas páginas, y entre ellos no estarán algunos de los reyes (o señores, o notables) iracundos, con sus correspondientes contrapesos justicieros, correctores y moderadores más célebres que nos ha dejado la literatura: el intolerante Creonte y la desvalida Antígona, la vociferante Reina de Corazones y la sensata Alicia, Ahab y los marineros que intentan que su ira demoníaca no condujera a todos a la muerte, el atrabiliario Karamazov y su angelical hijo Aliosha.
6Aunque estos personajes sean avatares también de unas tradiciones y de unos esquemas de imaginar y de narrar que acaban afluyendo hacia argumentos en buena medida análogos, no incurren en todas las constantes específicas que hemos elegido como requisito para que ingresen en nuestro análisis de ahora: que el rey (o señor, o notable) haya cometido algún crimen contra los fundamentos mismos del pacto de parentesco y del pacto político: fratricidio y usurpación en los casos que denunciaron Jasón, Hamlet, Rodrigo; o injusticia, arbitrariedad, ofensiva repartición de los dones en los casos que sufrieron Aquiles, los mártires cristianos, Cordelia, o los caballerescos Grimaltos, Renaldos y Roldán de algunos romances españoles que analizaremos también. A la comisión del crimen regio inicial debe seguir, en el tipo de secuencia narrativa que hemos elegido analizar, la oposición de un súbdito (muchas veces también pariente: hijo o sobrino) que reclama pública justicia ante el rey. A esta reconvención ante todos sucede la explosión de ira regia (magnificada seguramente por el carácter humillantemente público de la recriminación), que decreta la exclusión o el destierro del súbdito díscolo. Y al destierro y la ruptura de relaciones, que son siempre provisionales, y en los que el héroe excluido está acompañado solo por un puñado muy limitado de fieles, ha de seguir el desenlace de toda la secuencia narrativa: o la eliminación expeditiva del rey (en los mitos de Jasón o de Hamlet), o su reconciliación estratégica con el héroe justiciero (en los mitos de Aquiles, Rodrigo, Cordelia, o del Renaldos y el Roldán de los romances españoles). Mediante cualquiera de las dos soluciones debiera quedar despejado el obstáculo que impedía el equilibrio interno, las estrategias de relación e intercambio, la viabilidad de toda la comunidad.
7La eliminación cruel de los mártires enfrentados a los reyes paganos en la literatura cristiana que en estas páginas sacaremos también a colación no tiene por qué ser una excepción a la regla que conduce al triunfo final del héroe justo sobre el tirano airado, pues integra la paradoja de que el derramamiento de la sangre martirial es seña, para esta literatura, no de derrota presente, sino de victoria futura, con visos de eterna.
« Pero allí hablara el rey, malamente y enojado… »
8Evoquemos para empezar, porque es un texto literario bien significativo dentro del ciclo narrativo cidiano (aunque no derive del Cantar de mio Cid), por lo muy logrado y teatral de su composición, porque fue muy conocido en nuestros Siglos de Oro, porque ha sido hasta lectura escolar de muchas generaciones de españoles (entre los que me cuento), el romance de La jura de Santa Gadea, que fue incluido en varios romanceros impresos hacia 1550, aunque debió circular, en versiones orales y escritas, desde tiempo antes.
9Es la manifestación más conocida de algún tipo de tradición narrativa tardía y apócrifa sobre la petición de cuentas de Rodrigo a su rey que, a la luz de los testimonios que tenemos, hubo de estar constituyéndose y circulando desde el siglo XIII. Algunos autores han llegado hasta a proponer la existencia de un cantar épico perdido, elaborado en aquel siglo, que habría estado centrado en el episodio de la Jura. Su escenario solemne (la iglesia de Santa Gadea o Águeda de Burgos), su Cid firme y determinado mientras pide explicaciones al rey ante el gran teatro de la corte, su Alfonso VI airado contra el súbdito que le somete a lo que el uno cree que es justicia consuetudinaria y el otro humillación pública, la condena allí, sobre la misma escena, de destierro, son una combinación eficazmente teatral de acontecimientos que o bien no tuvieron lugar o bien se desarrollaron de muy distinta manera a como señala el romance. De hecho, las crónicas latinas más viejas, el Chronicon Mundi (ca. 1236) de Lucas de Tuy y el De Rebus Hispaniae (ca. 1243) de Rodrigo Ximénez de Rada, se limitaban a describir la exaltación de Alfonso como rey de los leoneses, gallegos y asturianos en Zamora y a añadir que el grupo de los castellanos pidió, también en Zamora y por boca de Rodrigo, que jurase que no había sido cómplice en la muerte de su hermano don Sancho, lo cual no encontró nada « graciosus » el rey. Hay que esperar unas cuantas décadas, hasta las crónicas en lengua vulgar (la Estoria de España alfonsí y sus distintas versiones, ramas y epígonos) para que encontremos el traslado del episodio de la Jura a la ciudad de Burgos y a la iglesia de Santa Gadea y para que veamos a Rodrigo asumiendo un papel de censor activo y singular del rey, a quien primero se niega a besar las manos (mientras que el resto de los castellanos lo había hecho ya), luego espeta sin ningún tapujo que hay « sospecha que por vuestro consejo fue muerto el rey don Sancho»3 y toma después el juramento. El rey queda, obviamente, profundamente incómodo y resentido, pero en ninguna de estas versiones cronísticas dependientes del modelo alfonsí se produce el estallido de ira regia ni la inmediata condena de destierro que fundirán con esa escena los romances del XVI: muestran más bien a un Alfonso que, tras superar la dura prueba, queda silencioso, incubando y tramando una respuesta que vendría después.
10El caso es que, varios siglos después de los hechos del XI que reinventaban más que evocaban, parece que el siglo XVI marcó el punto álgido de la difusión de estas leyendas y romances apócrifos que fueron a nuestro imaginario (más desde luego que a nuestra historia) algo parecido a lo que para los griegos fueron los igualmente fabulosos y tardíos (pues fueron compuestos siglos después de la guerra de la Troya histórica) versos iniciales de la Ilíada, con su determinado Aquiles pidiendo al airado Agamenón explicaciones y justicia ante la asamblea de los guerreros, en otra escena unitaria, compacta, intensamente dramática, que culminaba con su exclusión:
En sancta Gadea de Burgos do juran los hijos dalgo,
allí le toma la jura el Cid al rey castellano.
Las juras eran tan fuertes, que al buen rey ponen espanto;
sobre un cerrojo de hierro y una ballesta de palo:
– Villanos te maten, Alonso, villanos, que no hidalgos,
de las Asturias de Oviedo, que no sean castellanos;
mátente con aguijadas, no con lanzas ni con dardos;
con cuchillos cachicuernos, no con puñales dorados;
abarcas traigan calzadas, que no zapatos con lazo;
[10] capas traigan aguaderas, no de contray, ni frisado;
con camisones de estopa, no de holanda, ni labrados;
caballeros vengan en burras, que no en mulas ni en caballos;
frenos traigan de cordel, que no cueros fogueados.
Mátente por las aradas, que no en villas ni en poblado,
sáquente el corazón por el siniestro costado,
si no dijeres la verdad de lo que te fuere preguntado:
si fuiste, ni consentiste en la muerte de tu hermano.
Jurado había el rey, que en tal nunca se ha hallado;
pero allí hablara el rey malamente y enojado:
[20] – Muy mal me conjuras, Cid, Cid, muy mal me has conjurado;
mas hoy me tomas la jura, mañana me besarás la mano.
– Por besar mano de rey no me tengo por honrado;
porque la besó mi padre me tengo por afrentado.
– Vete de mis tierras, Cid, mal caballero probado,
y no vengas más a ellas dende este día en un año.
– Pláceme–, dijo el buen Cid, –pláceme–, dijo, –de grado,
por ser la primera cosa, que mandas en tu reinado.
Tú me destierras por uno, yo me destierro por cuatro.
Ya se parte el buen Cid, sin al rey besar la mano,
[30] con trescientos caballeros, todos eran hijos dalgo;
todos son hombres mancebos, ninguno no había cano.
Todos llevan lanza en puño y el hierro aciclado,
y llevan sendas adargas, con borlas de colorado;
mas no le faltó al buen Cid adonde asentar su campo4.
11Resulta significativo que la versión de este mismo romance que fue publicada en un manuscrito que se conserva hoy en la British Library cambie el verso 19, « pero allí hablara el rey malamente y enojado », por este otro: « allí respondió el buen Cid, como hombre muy enojado»5, lo que reparte iras y recriminaciones, casi por igual, entre los dos protagonistas del romance, y aleja aún más la trama de esta tradición romancística de lo que debieron ser los hechos históricos de cinco siglos antes.
12Por otro lado, el romance también apócrifo y tardío, además de erudito, de En Toledo estaba Alfonso, que fue publicado en el Cancionero de romances sacados de las crónicas antiguas de España de Medina del Campo de 1570 y en el Romancero del Cid (Lisboa, 1605) de Juan de Escobar, reparte también relativamente la responsabilidad del conflicto, atenuando en alguna medida la de Alfonso desde el momento en que sus versos iniciales le consideraban víctima de una usurpación previa e injusta: « En Toledo estaba Alfonso, que non cuidaba reinar; / desterrárale don Sancho por su reino le quitar… ». Alfonso había estado, en efecto, desterrado en Toledo (ciudad todavía andalusí) por el ambicioso Sancho II, quien se había negado a compartir sus reinos con sus hermanos. Cuando recibe en aquella ciudad la noticia del asesinato de Sancho, regresa a Castilla a tomar posesión del trono que le corresponde. Y lo que en Burgos se encuentra es la recepción, no precisamente cálida, de la jura programada por un Rodrigo que, en este romance más que en otras piezas del ciclo narrativo cidiano, destilaba recelos no muy bien reprimidos e ira no del todo mesurada:
Al rey le besan la mano, el Cid no quiere besar,
sus parientes castellanos todos juntado se han.
– Heredero sois, Alfonso, nadie os lo quiere negar;
[20] pero si os place, señor, non vos debe de pesar
que nos hagáis juramento cual vos lo quieren tornar,
vos y doce de los vuesos, los que vos queráis nombrar,
de que en la muerte del rey non tenedes qué culpar.
– Pláceme, los castellanos, todo os lo quiero otorgar.
En Santa Gadea de Burgos allí el rey se va a jurar;
Rodrigo tomó la jura sin un punto más tardar,
y en un cerrojo bendito le comienza a conjurar:
– Don Alonso, y los leoneses, veníos vos a salvar,
que en la muerte de don Sancho non tuvisteis que culpar,
[30] ni tampoco de ella os plugo, ni a ella disteis lugar.
Mala muerte hayáis, Alfonso, si non dijerdes verdad;
villanos sean en ella non fidalgos de solar,
que non sean castellanos, por más deshonra vos dar,
sino de Asturias de Oviedo que non vos tengan piedad.
– Amen, amen–, dijo el rey, –que non fui en tal maldad.
Tres veces tomó la jura, tantas le va a preguntar.
El rey viéndose afincado, contra el Cid se fue a airar:
– Mucho me afincáis, Rodrigo, en lo que no hay que dudar,
cras besarme heis la mano, si agora me hacéis jurar.
[40] – Sí, señor–, dijera el Cid, –si el sueldo me habéis de dar,
que en la tierra de otros reyes a fijos dalgos les dan.
Cuyo vasallo yo fuere también me lo ha de pagar;
si vos dármelo quisiéredes, a mí placer me vendrá.
El rey por tales razones contra el Cid se fue a enojar;
siempre desde allí adelante gran tiempo le quiso mal6.
13En cualquier caso, y pese a los matices diversos que se cruzan y a veces se contradicen en la profusa literatura cidiana, no cabe duda de que la intención esencial de los romances de Santa Gadea, y en general de todo el ciclo narrativo del Cid, fue la de mostrar a Alfonso poseído por una ira netamente más intensa y menos legítima que la de un Rodrigo que, si en el momento de la jura pudo dejar escapar atisbos de una cólera poco disimulada o mal contenida, en otras composiciones, particularmente en las del ciclo del destierro (en el romance erudito Ese buen Cid Campeador del Romancero general de 1600, por ejemplo) se mostraba completamente ajeno a la más mínima contaminación de tal pecado:
– Pendón bendecido y santo, un castellano te lleva,
por su rey mal desterrado bien plañido por su tierra.
A mentiras de traidores inclinando sus orejas,
dio su prez y mis hazañas, desdichado de él y de ellas.
Cuando los reyes se pagan de falsías halagüeñas,
mal parados van los suyos, luengo mal les viene cerca.
Rey Alfonso, rey Alfonso, esos cantos de sirena,
le adormecen por matarte, ¡ay de ti!, si no recuerdas.
Tu Castilla me vedaste por haber holgado en ella,
[20] que soy espanto de ingratos y conmigo no cupieras.
Plega a Dios que no se caigan sin mi braco tus almenas,
tú que sientes me baldonen, sin sentir me lloran ellas.
Con todo, por mi lealtad te prometo las tenencias,
que en las fronteras ganaren mis lanças y mis ballestas.
Que vengança de vasallo contra el rey traición semeja
y el sufrir los tuertos suyos es señal de sangre buena7.
14Si la impresionante jura de Santa Gadea tiene todas las posibilidades de ser, no un acontecimiento histórico, sino una fábula espectacular, una escena concentradamente dramática, inventada siglos después del conflicto real entre el rey iracundo y su vasallo justiciero, también la célebre escena homérica de la ruptura entre Aquiles y Agamenón, que fue compuesta siglos después de la guerra de la Troya histórica, evoca conflictos y tensiones similares, y enfrenta a un personaje y a otro de manera análoga. Otros textos de los que vamos a traer a colación (los de los mártires cristianos, los de Hamlet, Lear, Maximino…), algunos nebulosamente evocadores de personajes que fueron o parece que fueron remotamente históricos, ponen énfasis sobre conflictos y escenas parecidos. Muy en particular, las leyendas por lo general muy breves y esquemáticas de los mártires cristianos públicamente enfrentados a coléricos reyes paganos llevan al extremo la tendencia a la economía del relato y a despachar el cara a cara entre los dos personajes concernidos en escenas regidas por una ley de la brevedad muy intensa y compacta.
15Todo ello suscita ciertas cuestiones acerca de la necesidad que tiene la memoria de reordenarse, de reinventarse, de reciclar el lenguaje y el utillaje del mito, de vestirse con motivos no verdaderos, pero sí verosímiles, heredados, tradicionales, para dar una explicación esencialmente patética, conflictiva, impactantemente teatral del pasado, concentrada muchas veces en escenas sintéticas que buscan dar cuenta rápida e intensa de todo.
16Para intentar un acercamiento a esta cuestión del reciclaje de la historia en leyenda, de la conversión de sucesos que debieron ser complejos, difusos, poliédricos, dilatados en el tiempo, en escenas que al cabo del tiempo quedan resueltas dentro de unidades concentradamente teatrales de acción, tiempo y espacio, me propongo analizar en estas páginas varios relatos más que se ajustan al tipo narrativo del héroe joven y justo que reclama públicamente justicia frente al rey injusto (a veces fratricida), y que como inmediata respuesta recibe una contestación airada y la pena de destierro o exclusión. Es ésta la estructura narrativa que define relatos como los que vinculan a Rodrigo y a Alfonso VI, pero también a Jasón con Pelias y a Hamlet con Claudius, y, con el matiz divergente de que no ha habido fratricidio, pero sí grave injusticia regia, a Aquiles con Agamenón, a Cordelia con Lear, a los héroes Grimaltos, Renaldos y Roldán de ciertos romances españoles con el colérico Carlomagno. En el caso, de estructura narrativa análoga, del enfrentamiento de los mártires cristianos con los tiranos paganos, la pena decretada por el rey suele ser la de martirio hasta la muerte y no la de destierro, pero ello no supone ninguna desviación grave, porque en los relatos heroicos que analizaremos el destierro veremos que tiene también un cierto sentido martirial.
17Adelantemos ahora que en el mito griego de Jasón el héroe reclama justicia ante su tío, el rey Pelias, quien había asesinado y usurpado el trono de Esón, y lo hace mientras su tío celebra un sacrificio solemne, es decir, en una ocasión y en un espacio públicos, sacralizados, impresionantes.
18En el Hamlet de Shakespeare, el héroe reclama justicia ante su tío, el rey Claudius, quien había asesinado y usurpado el trono de su hermano el rey Hamlet (su nombre era igual que el de su hijo), y lo hace mediante un ingenioso subterfugio: la representación ante la corte en pleno de una obra de teatro cuya secuencia sigue punto por punto (y denuncia, por tanto, ante el auditorio suspenso y expectante) el asesinato del rey anterior: una acusación en toda regla, cuya intención a ningún espectador pasaría desapercibida.
19Tanto Pelias como Claudius, airados por la pública reclamación de justicia de sus respectivos súbditos-sobrinos, que sus respectivos relatos envuelven en densas y novelescas metáforas, envían a Jasón o a Hamlet al exilio, con la esperanza de perderlos de vista para siempre; y ellos se someten, simulando mesura y resignación, a tal pena. Aunque al final, y al cabo de muchas peripecias, podrán regresar del exilio y ejecutar su justicia (o su venganza) contra sus respectivos tíos.
20En el conflicto que implica a Aquiles y Agamenón, las grandes líneas son similares a las de los conflictos de Jasón/Pelias, Rodrigo/Alfonso, Hamlet/Claudius, y las discrepancias puntuales: el joven, justo, valiente Aquiles pide explicaciones públicas, ante la asamblea de los héroes griegos, al turbio y tiránico Agamenón. No por fatricidio, pero sí por avaricia y envidia (en el reparto del botín) y por lujuria (hay una hermosa esclava en litigio). Agamenón responde, en la misma intensísima escena, con una destemplada explosión de ira y con la ruptura de relaciones con su súbdito, aunque no lo destierra, ya que es el propio Aquiles quien decide autoexcluirse de la comunidad guerrera (algo parecido a lo que, según veremos, relataría el historiador godo Jordanes acerca de Maximino). Su exilio interior tendrá consecuencias nefastas (ejemplo transparente de los efectos destructivos de la ira sobre el sistema de intercambio de dones y sobre la viabilidad de una comunidad) para el ejército griego hasta el momento en que, bajo el sello de un ritual intercambio de dones, se produzca el pacto estratégico (no la auténtica reconciliación amistosa) entre ambos rivales.
21En el caso del Lear shakespeareano no hay tampoco fratricidio, sino soberbia e ira regias en estado brutalmente puro, injusta distribución de dones y honores por parte del rey, voz justa y moderadora de su hija Cordelia enfrentada a la voz maldiciente y excluyente del soberano, destierro de la hija-plebeya, guerra dentro de la familia y guerra entre países (el airado enfrentamiento personal vuelve a tener proyecciones sociales incalculables, que en el caso de Lear se tornan no solo nacionales, sino también internacionales), y reconciliación que llega al final demasiado tarde, sobre un paisaje de ruinas humeantes y de funerales simultáneos.
22La historia de Maximino el Godo, a quien al final de este artículo prestaremos alguna atención, es un caso especial, precisamente porque, al igual que sucede con el Cid, se trata de un personaje que se halla más firmemente instalado que los demás en la siempre sutil y confusa frontera que queda entre lo histórico y lo legendario. Maximino fue un militar de origen godo que, según el historiador Jordanes, se enfrentó al emperador Macrino después de que éste participase en la conjura que había eliminado al emperador anterior, Caracalla. No se conocen perfectamente los entresijos del conflicto, pero el caso es que se dice que Maximino (como el Rodrigo de algunas leyendas y romances) negó su homenaje al emperador criminalmente instalado en el trono, y se recluyó (o quedó recluido) en una especie de exilio interior (como Aquiles) del que solo salió cuando fue asesinado Macrino. Ésa es la versión, bastante complaciente, del historiador godo Jordanes, compatriota de Maximino. La realidad debió ser mucho más complicada, y el resto de la historia discurriría por derroteros mucho menos edificantes y mucho más turbios: Maximino fue, siempre, un militar brutal y tiránico, que años después de su exclusión (por razones seguramente menos nobles y confesables que las que alegaba Jordanes) en tiempos del magnicida Macrino, subió al trono tras participar, él mismo, en el asesinato de Alejandro Severo. No pasaría demasiado tiempo antes que fuese depuesto y asesinado por el mismo vendaval de violencia que lo había encumbrado caprichosamente antes a él.
23Resulta más que instructivo apreciar, a la luz de la sesgada biografía de Jordanes, cómo determinados intereses facciosos pueden intentar convertir, a posteriori y contra toda evidencia histórica, a un guerrero cualquiera en héroe justiciero mediante el sencillo y socorrido trámite de ponerle de pie frente a un tirano y declararle después excluido, por razones éticas que nunca fueron tales, de su favor.
Pecados y crisis de don
24En las páginas precedentes nos han ido saliendo al paso los nombres de varios pecados (ira, soberbia, pereza, avaricia, envidia, lujuria) que, a lo que parece, tienen cierta incidencia en las vitae regias y en las vitae épicas, y también en las vitae sagradas, por lo que será interesante hacer algunas reflexiones sobre ellos aquí.
25Comenzaremos diciendo que, de los siete pecados que la doctrina cristiana ha dado en llamar capitales, cinco (soberbia, avaricia, lujuria, gula y envidia) pueden ser definidos como defectos morales que tienen que ver con la acumulación excesiva de dones de unos individuos con respecto a otros; y dos (ira y pereza) como vicios que interrumpen los intercambios y las transacciones de dones entre los miembros de una comunidad.
26Obviamente, estos pecados y sus condenas no son ideas ni normas propias ni exclusivas de la tradición cristiana, pues muchas religiones y culturas del mundo censuran, con nombres, matices y sistematizaciones variables, estos mismos defectos. Pero su acuñación en una serie de siete y la fortuna que tal fórmula ha tenido en la teología, en las devociones, en el arte, sí están estrechamente vinculadas con el cristianismo.
27Obviamente también, existe una distancia apreciable entre la teología abstracta y la praxis del cristianismo con respecto a tales pecados. Una paradoja entre otras que bien podrían ser señaladas: el hecho de que las iglesias cristianas y de que cristianos supuestamente practicantes posean la propiedad total o la participación parcial en bancos que practican el préstamo con interés (es decir, la usura) contradice de manera frontal la letra y el espiritu de las durisimas e incondicionales condenas evangélicas y teologicas contra el prestamo con interés, al que consideran expresion particularmente reprobable de la avaricia
28Al margen de este tipo de contradicciones, cuyo senalamiento no resulta nada gratuito, porque uno de nuetros objectivos va a ser justamente analizar como cambia la percepcion ética, sociocultural y politica del pecado de acuerdo con los cambios de punto de vista, de tiempo y de espacio que se tomen como referencia, si hubiéramos de hacer una síntesis clara y pedagógica sobre la relación entre el sujeto pecador y la adquisición o apropiación de los dones, podríamos decir que
el soberbio ansía honores, poderes y obediencias en exceso;
el avaro desea adquirir y retener todos los dones económicos que le sea posible;
el lujurioso se afana en consumir tratos y parejas sexuales sin moderación, al margen de los pactos sociales de restricción y distribución matrimonial;
el goloso busca devorar sin medida;
el envidioso pretende acumular todos los bienes ajenos que esté en su mano alcanzar;
el airado rompe mediante la violencia activa las relaciones y, por tanto, los circuitos de intercambio de dones con las víctimas o los corresponsales de su ira;
y el perezoso no rompe esas relaciones con violencia, pero sí las interrumpe o desactiva mediante la indolencia pasiva.
29La noción de pecado tiene, pues, un trasfondo claramente económico, y se halla identificada o bien con el acaparamiento por parte de uno o de unos cuantos (en detrimento de la mayoría de los sujetos de la comunidad) de los dones que deberían estar circulando en beneficio de todos, de acuerdo con las normas de necesidad, igualdad o proporcionalidad y justicia; o bien con la paralización de su intercambio y distribución en los circuitos en los que han de moverse los bienes económicos (los que se expresan en valores contables, materiales), simbólicos (los que se miden en términos de cultura, conocimiento, poder, prestigio, fama, honor o carisma) o de relaciones de parentesco no estables o estables (los que se contabilizan en parejas sexuales y amorosas).
30El antagónico concepto de virtud se identifica, en contrapartida, con el menor consumo posible que hace una persona de los dones que han de estar circulando a disposición de todos, y con el mayor (debe ser además obligatoriamente desinteresado) impulso movilizador y distribuidor que pueda dar el virtuoso a los mismos, con el fin de que las demás personas de la comunidad puedan beneficiarse en la medida más intensa y proporcional de ellos.
31El pecado es, visto desde este prisma, una cualidad inseparable de la persona (en tanto que consumidora obligada, aunque sea mínimamente, de bienes), pero también puede ser (tanto más a mayor consumo) un grave defecto personal cuyas consecuencias se trasladan inmediatamente y pueden llegar a poner en crisis a toda la comunidad. Especialmente a la comunidad tradicional, de economía por lo general estática, de subsistencia o no desarrollada, en la cual los bienes en circulación y los resortes de compensación, aplazamiento o crédito son siempre limitados, aparte de muy escasos. No afectan en tanta medida, o al menos en medida tan directa e inmediata, a la despilfarradora sociedad desarrollada moderna, en que la generalización del crédito alimenta la ilusión de la no limitación de los bienes, y en que la exhibición de un consumo excesivo puede llegar a adquirir, en determinados ambientes, connotaciones y sentidos positivos, prestigiosos, honorables. A pesar de que es obvio para todos que el consumo en exceso de los favorecidos está siempre sostenido sobre la desposesión de los desfavorecidos.
32La comunidad tradicional reacciona, en el mundo cristiano y en cualquier otro, identificando y etiquetando los pecados, censurándolos y legislando (en el plano religioso informal y en el plano moral) contra ellos, con el fin de evitar el colapso de los intercambios de dones (que llevaría a una crisis general del sistema) y de equilibrar y destensar las relaciones entre los miembros y grupos implicados. La contradicción estriba en que, en los planos de la praxis política y de la religión formal, los comportamientos teóricamente pecaminosos (baste reiterar el ejemplo del préstamo con interés o usura, uno de los pilares sobre los que se asienta el capitalismo, que ha tenido siempre una relación estratégica con el cristianismo) son aceptados, avalados e incluso exaltados como modelos aceptables y hasta excelentes de organización social.
33Los relatos que vamos a analizar en este artículo son reflejos literarios, y por lo tanto estilizados, idealizados, simplificados (y a veces simplistas), alegóricos, del conflicto que pone en riesgo la estabilidad de una comunidad cuando quien está en su cima y debe actuar como garante de la justicia y de la solidaridad actúa (soberbia y airadamente) de manera contraria a como debe, lo que suscita que se levante algún súbdito débil pero carismático (y por lo general no airado o menos airado que el rey) que propone ante el transgresor de la norma y ante la comunidad perjudicada la instauración o la restauración de los valores y estrategias que son necesarios para que la sociedad viva en paz y equilibrio.
34Conviene matizar, antes de cerrar este excurso, que estos relatos se desarrollan en el plano de la literatura y, por lo tanto, de la alegoría, de la utopía, de la idealización ingenua de las ilusiones colectivas. Por desgracia, en el plano de la historia, ningún acontecimiento equiparable a los que narran estos levantamientos justicieros de Aquiles contra Agamenón, Jasón contra Pelias, Maximino contra Macrino, Rodrigo contra Alfonso, Hamlet contra Claudius, Cordelia contra Lear, Grimaltos, Renaldo o Roldán contra Carlomagno, ninguna rebelión de los súbditos débiles contra los soberbios poderosos, ha conducido, que yo sepa, a un final perfectamente feliz: el oprimido de ayer se ha convertido (el caso de Maximino, que analizaremos, lo refleja con brutalidad ejemplar) cuando ha llegado al poder en el nuevo opresor, y las ilusiones de concordia no han sido siempre más que breves antesalas de renovadas violencias.
35La pesadilla de la Animal Farm de George Orwell, alegoría tenebrosa de la URSS estalinista, con sus animales dirigidos por un cerdo iracundo que, tan pronto derrocan a los humanos con promesas de libertad instauran una feroz dictadura, es la pesadilla de la historia: una de las cosas que primero hizo el antes manso cristianismo (mejor dicho, una de sus sectas) al llegar al poder fue desencadenar una guerra de exterminio contra las demás sectas del propio cristianismo; el triunfo de la Revolución francesa fue también el triunfo de la guillotina; la globalización del capitalismo de inspiración cristiana ha legitimado el pecado de acumulación de dones (y la miseria y exclusión de poblaciones inmensas) como forma supuestamente ideal de gobierno; la llegada al poder de todos los mesianismos comunistas y fascistas ha supuesto siempre la instauración de la guerra contra el propio pueblo; las no violencias de Gandhi o de Mandela, o la emancipación impulsada muchas veces por líderes nacionales de las colonias de medio mundo, han dado como fruto el nacimiento o el desarrollo de nuevas potencias militares o de sociedades que no han dejado de ser intrínsecamente violentas e injustas.
La corrupción del soberano-juez y la reclamación de justicia del héroe
36Las tensiones y los juegos de contrapesos que condicionan la relación entre las figuras del soberano-juez y las del súbdito-héroe, que resultan o deberían resultar esenciales para el mantenimiento (al menos en el plano de la ficción alegórica) de la distribución justa de los dones, operan en cierta medida como deberían operar las relaciones entre el poder legislativo, el ejecutivo y el judicial en las llamadas democracias representativas modernas, en las que se supone que cada poder tiene la función de corregir o equilibrar los excesos o desviaciones en que pudieran incurrir los demás poderes.
37La experiencia histórica demuestra que ninguna utopía política ha llegado a sustanciarse jamás de manera perfecta, que en la realidad los excesos se producen siempre, y que los garantes de la justa distribución de los bienes y sus presuntos contrapoderes incumplen o acaban incumpliendo fatalmente o cumpliendo inadecuadamente, los unos y los otros, las funciones que tienen encomendadas. Pero eso no es obstáculo para que los súbditos de cada comunidad insistan en seguir ilusionándose — ¿qué otro remedio les queda? —, generación tras generación, a veces votación tras votación, con los ideales de justicia y solidaridad que, mediante el uso astuto y convincente de los recursos del relato, prometen los discursos de los mandatarios o de los políticos de turno.
38Las narraciones que vamos nosotros a analizar no son solo artefactos literarios. Son también, en el plano de la ideología, de la función, de la recepción, relatos políticos, que reflejan conflictos de poder, proyectan ideales de reforma, derraman promesas de cambio, consuelan frustraciones y miserias de hoy con el señuelo de justicias que acaso llegarán (aunque luego nunca lleguen) mañana. Presentan al soberano-juez haciendo omisión o traicionando su obligación de impulsar una distribución justa y equitativa de los dones (materiales y simbólicos) entre los miembros de su comunidad. Pero presentan también a alguno de sus súbditos enfrentándose públicamente (ante la comunidad o la corte) a él, pidiéndole cuentas y recriminándole su comportamiento inmoral o pecaminoso, reclamando que actúe con justicia y equidad. Y triunfando de una manera o de otra, mesurada o violenta, real o simbólica, rápida o diferida. Algo es algo, aunque sea alegórico (o sea, ficticio) y aunque sea diferido (o sea, que quién sabe si alguna vez llegará).
39Y lo más notable: todos estos relatos presentan el épico primer acto (el enfrentamiento del rey airado con el súbdito) y el glorioso segundo acto (la victoria del súbdito sobre el rey airado), pero suelen escamotear (salvo en relatos como el del brutal Maximino) el inevitablemente decepcionante tercer acto: la común conversión del antiguo súbdito manso en nuevo opresor airado.
40Metamorfosis monstruosa cuya deriva es cierto que ha centrado el interés de algunos creadores modernos, como ejemplifica genialmente la novela Animal Farm de Orwell, aunque fue también anticipada en nuestra más venerable literatura heroica:
¡Ay Dios, qué buen caballero fue don Rodrigo de Lara,
que mató cinco mil moros con trescientos que llevaba!
Si aqueste muriera entonces ¡qué gran fama que dejara!
No matara a sus sobrinos los siete infantes de Lara,
ni vendiera sus cabezas al moro que las llevaba…8.
41Otra cuestión vinculada a las anteriores: este tipo de narraciones suele achacar al rey injusto varios pecados, muy en especial los de ira y soberbia, aunque no es raro que caiga en algunos o en todos los demás (la avaricia, la envidia, la gula, la lujuria, la pereza), mientras que al héroe le atribuyen las virtudes opuestas, en especial la mesura y la humildad, pero por lo general también las que restan: el desinterés, la generosidad, la morigeración, la no comisión de pecados sexuales, la energía épica.
42Ello nos acerca, en ocasiones, a territorios que se nos muestran muchas veces colindantes con los de los héroes: los de los santos9.
Hagiografías martiriales, reyes airados y cristianos mansos
43Y en ese territorio podemos encontrar, antes de pasar revista a nuestra nómina de individuales héroes guerreros, las miles de vidas de santos y de mártires que vivieron supuestamente en los primeros siglos de la era cristiana y que se ajustan de manera muy insistente a un esquema narrativo que nos resultará ya muy familiar: un rey, dirigente o militar pagano, injusto, tiránico, violentamente soberbio e iracundo (tan esquemática suele ser su caracterización que no se le suelen achacar otros pecados, porque con los de la soberbia y la ira tiene ya suficiente), exige a un súbdito cristiano, inocente e indefenso (aunque hay mártires de todas las edades, predominan los jóvenes, incluso los niños, y también las mujeres vírgenes) que abandone su fe, acate su autoridad y apruebe sus vicios y pecados. El cristiano se niega a ello, haciendo gala de una valentía, de una falta de ira y de una resignación inauditas, y pide cuentas o amonesta públicamente al rey por sus faltas y crímenes. El rey, cuya ira no queda precisamente aplacada por el carácter público de la recriminación, condena entonces al cristiano a una muerte diferida no mediante la estrategia (más prolongada) del destierro, sino mediante la estrategia (más abreviada, aunque no instantánea) del martirio. Con lo cual cercena de manera no abrupta, pero casi, además de la vida de su víctima, los siempre prometedores horizontes narrativos que un buen y dilatado destierro puede abrir a cualquier narración épica.
44Esta estructura argumental, típica de un corpus inmenso de hagiografías tempranas, encuentra ecos muy sugerentes cuando es comparada con las vidas heroicas de Jasón, de Aquiles, de Rodrigo, de Hamlet, de Cordelia, de los Grimaltos, Renaldos y Roldán de los romances caballerescos españoles, por más que a éstos el destierro les dé la posibilidad de dilatar eficazmente su itinerario épico… Héroes jóvenes, ingenuos, bienintencionados, idealistas, en situación de debilidad personal o política con respecto a quien detenta el poder, pero que se atreven, sabiendo a lo que se arriesgan, a pedir cuentas públicas a reyes criminales o sobre los que pesa la sospecha de crimen. Y héroes que afrontan con disciplinada mansedumbre (provisional nada más, pues sus cálculos suelen mirar hacia algún ajuste de cuentas futuro) la pena que el rey airado impone a sus reclamaciones: un destierro que el tirano cree que será una agonía lenta, un simple trámite, en cierto modo martirial, en el camino hacia la muerte. Aunque luego se convierte en una sucesión de aventuras épicas que solo sirven para realzar la estatura heroica del exiliado.
45El cual saldrá no simplemente airoso, sino decididamente triunfante de la prueba: Jasón regresará de la Cólquide y matará al rey Pelias; Hamlet regresará de un accidentado exilio marítimo (en el que será apresado por unos corsarios) y matará al rey Claudius; Aquiles, Rodrigo, Cordelia, Grimaltos, Renaldos, Roldán, aunque no salgan de su exclusión para consumar el castigo de los soberanos airados, quedarán como los auténticos vencedores, en el plano del carisma, el honor y la ética, sobre unos reyes que, pese a la reconciliación final, quedan relegados al muy empequeñecido y poco honorable papel de pecadores tarde o mal arrepentidos.
46El caso del mezquino Alfonso VI, el que más nos interesa ahora a nosotros, resulta emblemático, como lo es el juicio nada halagüeño que se permite expresar el narrador sobre él y sobre el Cid en el inicio mismo de su Cantar: « ¡Dios, qué buen vassallo, si oviesse buen señor!»10.
47Esquemas narrativos, en definitiva, en sus grandes líneas coincidentes, aunque abiertos a que cada tradición o cada autor hagan uso de su potestad de introducir los matices y colores que son la razón de ser y operar de la imaginación literaria. Por debajo de las tramas narrativas comunes, los detalles pueden ser, en efecto, relativos, matizables, interpretables: la muerte de los mártires cristianos, siendo trágicas, son interpretadas como victoriosas estaciones hacia la eternidad; la victoria de Jasón sobre Pelias es sin duda épica, pero queda empañada por la escasa ética heroica y por las traiciones oscuras que durante el destierro comete el propio Jasón; la muerte de Hamlet es una victoria a medias, porque alcanza a matar al rey, pero eso le cuesta a él y a algunos inocentes más la vida; la victoria de Cordelia es una victoria trágica, porque se lleva por delante a sí misma, a su padre y a muchos de los que les rodean; los triunfos post-exílicos de Grimaltos, Renaldos, Roldán quedan integrados dentro de tramas caballerescas complejas y estrafalarias; y la apoteosis del Cid sin que la soberbia y la falta de visión de Alfonso sean desnudadas y denunciadas más que por alguna espontánea imprecación del narrador, por la manifestación de alguna monumental metedura de pata del monarca (como la confianza que deposita en los pérfidos infantes de Carrión), y por el deslucido segundo plano al que le relega el Cantar, todo lo cual deja también cierta desazonadora impresión de conflicto no bien cerrado en el receptor.
48Es obvio, en efecto, que la mesurada renuncia del Cid al castigo del rey injusto y la constancia con que persigue la restauración de los vínculos (entre el Rodrigo y el Alfonso históricos las relaciones no fueron tan rectilíneas ni esquemáticas como pinta su literatura) imprime en el héroe castellano un rasgo de generosidad épica excepcional (equiparable solo a la que la abnegadísima Cordelia mantiene contra viento y marea hacia el iracundo Lear) que tiene que ver, en alguna medida, con sus atributos de héroe cristiano que debe responder sin ira y con mesura, cual nuevo Job o Cristo épico, a la injusticia airada del poderoso; y que se halla en relación, sobre todo, con la necesidad que tenía la identidad castellana que estaba en pleno proceso de formación por aquel entonces de quedar edificada sobre un mito nacional perfecto, inmaculado: sobre un guerrero absolutamente invencible que exhibiese, al mismo tiempo, la ética sin fisuras de un mandatario absolutamente justo.
49Ese ideal se consiguió solo a medias, porque la inconstante y a veces paradójica literatura nos ha dejado imágenes también de un Cid defraudador (el que engañó astutamente a Rachel y Vidas), de un Cid relativamente permeable al orgullo y a la ira (el de algunos romances del ciclo de la Jura de Santa Gadea que hemos evocado en estas páginas), hasta de un Cid inmoderado y jactancioso (el de las Mocedades de Rodrigo y su linaje romancístico). Pero son Cides marginales, minoritarios, que laten muy apagados entre los brillos del otro Cid, el mítico, glorioso, nacional del Cantar y de sus reflejos más cercanos.
La ira regia del rey Alfonso VI contra su vasallo Rodrigo
50La ira del rey Alfonso VI contra su súbdito Rodrigo Díaz ha sido objeto de muy detallado estudio por parte de un cierto número de especialistas. Muchos han hecho hincapié en la dimensión jurídica del concepto de ira regia y en las consecuencias que para el súbdito víctima de la cólera real implicaba: anatema, confiscación de los bienes, prohibición o restricciones a la hora de recibir auxilio de otros vasallos, destierro... En los peores casos, ejecución. De un modo o de otro, la anulación completa de todos los cauces de donación y de contradonación que hasta entonces habían regulado la alianza entre rey y vasallo. Alberto Montaner ha hecho una síntesis muy acertada y muy concentrada de la cuestión:
La ira regia se producía por malquerencia del monarca contra el vasallo, por malfetría o por traición (este tercer caso sólo en las Partidas, IV, xxv, 12), e implicaba la ruptura de los vínculos vasalláticos y la imposición de una pena, lo que se efectuaba por mera decisión real, sin proceso jurídico de ningún tipo (M. Pidal, 1929: 268-270; Grassotti, 1965; Valdeavellano, 1968: 385-386; Lacarra, 1980: 8-9). El Cantar no coincide en esto con la ley visigótica representada por el Fuero Juzgo (II, i, 6-7) y vigente en el reino de León, que no definía estrictamente la ira regia, pero penaba el delito de rebeldía con la muerte y la confiscación de bienes (igual el Fuero de Burgos, de 1256, § I, ii, 1). Tampoco concuerda con las diversas soluciones adoptadas por Alfonso VI en los casos históricos del conde Rodrigo Ovéquiz (sobre el cual véanse Gambra, 1997: I, 590-93, y Calleja, 2001: 524-530) y de Rodrigo Díaz. En cambio, se muestra más cercano a disposiciones legales posteriores, como las presentes en el Fuero Viejo (colección de disposiciones de fecha diversa, básicamente de fines del siglo XII, como las dimanadas de las cortes de Nájera de 1185, compilada post 1214, con una redacción sistemática en 1356, véase Pérez-Prendes, 1984: 573) y en las Partidas, de finales del siglo XIII. En ambos códigos se condena al destierro y se da una compleja casuística para la confiscación de bienes, agravada según cuál de las tres posibles causas se adujese.
En cuanto al plazo otorgado al Cid, no concuerda con las leyes medievales conocidas, aunque sí con la leyenda de Bernardo del Carpio, a quien se le concede el mismo tiempo para salir del reino (PCG, p. 372a), lo que quizá sea un eco del Cantar. La HR, 11 y, 34, no indica que se le fijase ningún término al Cid en ninguno de sus dos destierros. El Fuero Viejo, I, iv, 2, prescribía la aplicación de un plazo de treinta días prorrogable por otros nueve y luego por otros tres, prórrogas suprimidas por las Partidas, IV, xxv, 10. En Cr Cid, éste reclama el término usual de treinta días, a lo que el rey se niega (f. 28), aunque posteriormente accede a ello para casos futuros (f. 35). En opinión de M. Pidal [1911: 797 y 1929: 275] el plazo referido por el Cantar es histórico. Grassotti [1965: 67] también cree que los datos del Cantar corresponden a la práctica de Alfonso VI y postula que el plazo estaba en relación con la distancia a la frontera. Pero entonces, saliendo de Vivar, al Cid le debería haber correspondido el plazo más amplio, de treinta días (cf. Fuero Viejo, III, ii, 7). Por su parte Lacarra [1980: 26] considera que el plazo se ajusta al que dan los fueros municipales para que el desterrado abandone la villa, pero, en los textos que aduce, ese plazo es el de la paz en casa: [...] Todo apunta, pues, a que el plazo es puramente literario y que su brevedad (respecto de la distancia a la frontera, según lo preceptuado a otro propósito por el Fuero Viejo) es una muestra de la severidad con la que el Cid es tratado en su destierro. [...]
[Además, ] el pasaje plantea el problema de la confiscación de los bienes del Cid por parte del rey. Esta pena estaba asociada a la ira regia de manera diversa. El Fuero juzgo, II, I, 6, castigaba con ella a quienes « contra principem vel gentem aut patriam refugiunt, vel insolentes existunt ». Alfonso VI la aplicó en el caso del conde Rodrigo Ovéquiz al parecer sólo tras un segundo intento de rebelión (cf. Gambra, 1997: docs. 93, 95 y 98), aunque seguramente no en el de Rodrigo Díaz, airado por malquerencia, en su primer destierro. Por su parte, el Fuero Viejo, I, iv, 1-2, y las Partidas, IV, xxv, 12-13, prescribían que sólo se podían confiscar los bienes del airado por malfetría o por traición si atacaba al rey, aunque, al tratar específicamente de este último delito, las Partidas, VII, ii, 2, imponían al traidor la pena de muerte y la confiscación de todos sus bienes11.
51Este denso párrafo, que no es más que un extracto de una glosa erudita mucho más densa, permite que nos hagamos una idea suficiente de la importancia, las implicaciones y la complejidad legal y política de la cuestión de la ira regia y sus consecuencias, que en la Edad Media alcanzó un grado de formalización, hasta en el terreno jurídico, muy sofisticado. Y que, desde luego, no afectaba solo a las relaciones privadas entre los sujetos enfrentados, sino que introducía graves conmoción y trastorno en los cimientos mismos del edificio social.
52No es esta dimensión histórico-jurídica de la ira regia ni contradictoria ni excluyente, sino más bien complementaria, de la dimensión literaria que obviamente también tiene. Todos los grandes (y a veces algunos pequeños) acontecimientos son a un tiempo historia y mito, suceso pero también memoria y fabulación infieles de ese suceso. La propia historia, antes, durante y después de su acontecer, es también conciencia de sí misma y está inevitablemente atravesada y condicionada por el mito. Considerar una dimensión sin la otra sería gravemente desnaturalizador, y nos conduciría a una visión fragmentada, mutilada, no bien descifrada tanto de lo histórico como de lo literario.
La ira de Carlomagno contra su vasallo Grimaltos
53Que las interferencias entre realidad y ficción, entre fría y letrada jurisprudencia y cálida e imaginativa fantasía son inevitables resultan además absolutamente deseables y hasta exigibles en el terreno de la ficción literaria, es algo que admitía el propio Alberto Montaner cuando identificaba, en los documentados párrafos anteriores, la ira del rey de León contra Bernardo del Carpio personaje ficticio de la cabeza a los pies como ahormada sobre el modelo narrativo de la ira de Alfonso VI contra Rodrigo.
54No nos detendremos ahora, puesto que ya ha sido tomado en consideración, en el complejo narrativo de tan conocido héroe épico, en el que los motivos del rey injusto, la ira regia y el destierro épico juegan un papel crucial. Enfocaremos mejor la lente, aunque sea de manera rápida y selectiva, sobre tres muy desatendidos romances carolingios, bastante farragosos y absolutamente disparatados por cierto, que corrieron en pliegos y cancioneros, y en alguna medida también en la voz oral, durante el siglo XVI: el primero, el que los folcloristas identifican como La infancia de Montesinos, ha seguido siendo registrado, aunque en refundiciones muy abreviadas, en la tradición oral de siglos después. Indicios, los tres, del sugestivo muestrario de iras regias exageradas, aparatosas, reminiscentes en buena medida del modelo cidiano, que debieron andar de voz en voz y de pliego en pliego por aquellos siglos. Encarnadas todas, por cierto, en un Carlomagno hispanizado que parece que solo sabe enfadarse y equivocarse, muy diferente sin duda del emperador venerable y mayestático de la francesa Chanson de Roland.
55Lo más interesante para nosotros de los tres romances a los que nos vamos a asomar es que nos van a mostrar de qué manera los motivos del crimen real, de la pública (y por lo general, aunque no siempre, mesurada) reclamación de justicia del héroe, de la ira regia y del resignado destierro subsiguientes, que son capaces de engastarse con cierta autonomía dentro de argumentos narrativos (en este caso romancísticos) absolutamente diferentes, muestran también cierta irrenunciable tendencia a combinarse de manera estable, en el mismo orden y secuencia en que estamos descubriéndolos en todos nuestros textos. De algún modo, la secuencia crimen regio / reclamación de justicia épica / ira regia / destierro épico va articulándose ante nosotros como una matriz establemente acuñada y sumamente productiva de relatos, por más peripecias estrafalarias que les acompañen en sus variados y caballerescos envoltorios narrativos.
56Comenzaremos por un extenso romance juglaresco de 260 versos hexadecasílabos que fue publicado en un pliego suelto del siglo XVI que comenzaba Aquí comiezan dos romances del conde Grimaltos y su hijo Montesinos, y que pasó luego a la Silva de varios romances de Barcelona (1582). Está protagonizado por el fabuloso Grimaltos, Grimaldos o Grimalte (padre del no menos ficticio Montesinos, apropiaciones hispánicas, ambos, de personajes de la gesta francesa de Aïol), cuyo encumbramiento desde una posición social humilde, cuyo progresivo ascenso en la corte parisina gracias a sus virtudes políticas y militares, cuya conversión luego en víctima de una absurda ira regia (inducida por malas lenguas de la misma calaña de las que atizaron también el enfado alfonsino contra el Cid: « por malos mestureros de tierra sodes echado », v. 267 del Cantar), y cuyo expolio y destierro, aceptados con mansa resignación, tanto recuerdan a los episodios similares del complejo narrativo cidiano, en el que algunos episodios de este romance sin duda se inspiraron.
57De esta manera es descrito en uno de los romances del conde Grimaltos y su hijo Montesinos el origen y el ascenso social del héroe:
Muchas veces oí decir y a los antiguos contar,
que ninguno por riqueza no se debe de ensalzar,
ni por pobreza que tenga se debe menospreciar.
Miren bien, tomando ejemplo do buenos suelen mirar,
cómo el conde, a quien Grimaltos en Francia suelen llamar,
llegó en las cortes del rey pequeño y de poca edad;
fue luego paje del rey del más secreto lugar
porque él era muy discreto y de él se podía fiar;
y después de algunos tiempos, cuando más entró en edad,
[10] le mandó ser camarero y secretario real;
y después le dio un condado, por mayor honra le dar;
y por darle mayor honra y estado en Francia sin par
lo hizo gobernador, que el reino pueda mandar.
58Llega el virtuoso y moderado Grimaltos hasta a esposarse con la hija del rey y a retirarse a sus posesiones con ella, aunque las malas lenguas no dejen de intrigar para indisponer contra él al soberano:
Mas fortuna que es mudable, y no puede sosegar
quiso serle tan contraria por su estado lo quitar.
[40] Fue el caso que don Tomillas quiso en traición tocar:
revolvióle con el rey por más le escandalizar,
diciéndole que su yerno se le quiere rebelar
y que en villas y ciudades sus armas hace pintar;
y por señor absoluto él se manda intitular
y en las villas y lugares guarnición quiere dejar.
Cuando el rey aquesto oyera tuvo de ello gran pesar,
pensando en las mercedes que al conde lo fuera a dar.
¡Solo por buenos servicios le pusiera en tal lugar,
y después por galardón tal traición le ordenar!
[50] Él ha determinado de hacerle justiciar.
59Al cabo de peripecias diversas, entre las que se cuentan un sueño pesimistamente agorero que tiene Grimaltos, y luego su traslado a la corte para someterse a la (in) justicia del emperador, llegamos al dramático cara a cara entre el soberano airado y el súbdito inocente y manso, y a la infame sentencia de destierro:
[100] Cuando el conde aquesto vido en París se fue a entrar;
saludó a todos los grandes, la mano al rey fue a besar:
antes más le amenazaba por su muy sobrado osar,
jurando que por su vida se debía maravillar
y si no hubiera mirado su hija no deshonrar.
Mas por dar a él castigo y a otros escarmentar,
plazo le dan de tres días para el reino vaciar.
Caballeros, ni criados no lo hayan de acompañar,
moneda de plata y oro deje, y aun la de metal.
Con voz alta y rigurosa, cercado de gran pesar,
[110] – Por desterrarme tu Alteza, consiento en mi desterrar;
que nunca hice traición, ni pensé en maldad usar.
Ya se sale de palacio con doloroso pesar;
contábales las palabras que con el rey fue a pasar;
jurando que nunca en Francia lo verían asomar.
Ya se despedía de ellos, por París comienza a andar,
despidióse de Valdovinos y del romano Fincán,
y del duque don Estolfo, de Malgesí otro que tal.
Ya se despide de todos para su viaje tomar.
60La condesa embarazada (que es también, recuérdese, la hija del rey), será la única persona que acompañará a Grimaltos a un duro destierro, sobre cuyos detalles se alarga morosamente el romance, en un monte desierto e inhóspito:
Tómanse mano por mano, sálense de la ciudad;
con ellos sale Oliveros, y ese paladín Roldán
ambién el Dardín Dardeña, y ese romano Fincán,
y ese gastón Angeleros, y el fuerte Meridán.
[180] Con ellos va don Reinaldos, y Valdovinos el galán,
y ese duque don Estolfo, y Malgesí otro que tal;
las dueñas y las doncellas también con ellos se van.
Cinco millas de París los hubieron de dejar.
El conde y condesa solos tristes se habían de quedar;
cuando partirse tenían no se podían hablar.
Llora el conde y la condesa, sin nadie les consolar,
porque no hay grande ni chico que estuviese sin llorar.
¡Pues las damas y doncellas, que allí hubieron de llegar,
hacen llantos tan extraños, que no los oso contar
porque mientras pienso en ellos nunca me puedo alegrar!
Mas el conde y la condesa vanse sin nada hablar;
los otros caen en tierra con la sobra del pesar;
otros crecen más sus lloros viendo cuán tristes se van.
Dejo de los caballeros que a París quieren tornar,
vuelvo al conde y la condesa, que van con gran soledad
por los yermos y asperezas do gente no suelo andar12.
61El desarrollo ulterior del romance, tan apegado hasta aquí, en bastantes de sus motivos, al modelo argumental cidiano, se adentra a partir de estos versos por derroteros muy divergentes: en el bosque nacerá el héroe Montesinos, un niño salvaje que, cuando crezca, se presentará ante la corte, matará al deslenguado y traidor don Tomillas y recuperará el favor de su abuelo el rey, con lo que quedarán restablecidos, aunque al cabo de una serie de peripecias sumamente novelescas y de un plazo enormemente diferido, los lazos de filiación y los vínculos de solidaridad y de armonía social que desde años atrás habían dejado a aquella mitológica Francia caballeresca en perturbado suspenso.
La ira de Carlomagno contra su vasallo Renaldos
62El Romance de la prisión y destierro de don Renaldos y de cómo estando desterrado vino a ser Emperador de Trapisonda es otro muy extenso (tiene 206 versos hexadecasílabos) romance juglaresco, más imaginativo y disparatado aún que el anterior, que fue acogido en el Cancionero de romances s. a. y en el Cancionero de romances de 1550, aunque desde tiempo antes debió circular en pliegos sueltos.
63Su argumento relata, en muy resumidas cuentas, la ira del emperador Carlomagno contra su caballero Renaldos, al que tiene encarcelado y al que pretende ajusticiar, bajo la acusación de ladrón. Hace entonces acto de presencia Roldán, primo de Renaldos y sobrino del Emperador, y pide cuentas ante la corte de la injusticia que comete Carlomagno, alegando que el caballero que tiene en prisión había sido muchas veces tratado de manera injusta por el soberano y que se le habían negado en muchas ocasiones los favores y gracias que merecía. Carlomagno depone su ira solo lo justo para conmutar la pena de muerte por la de destierro, y da la orden a Renaldos de que, despojado de todo bien y de toda arma, sin mujer ni hijos, en hábito solo de peregrino, parta hacia Jerusalén. Un modo escasamente sutil de enviarle derecho hacia la muerte. Mientras el héroe va de camino, Roldán llega hasta él y le entrega una espada. Al final, Renaldos llegará a convertirse en emperador de Trebisonda, pero Carlomagno no querrá reconciliarse con él ni permitir su reunión con su mujer y sus hijos. He aquí el inicio del romance y los primeros destellos de la ira regia:
Ya que estaba don Renaldos fuertemente aprisionado,
para haberlo de sacar a luego ser ahorcado,
porque el gran emperador ansí lo había mandado,
cuando llegó don Roldán de todas armas armado,
en el fuerte Briador, su poderoso caballo
y la fuerte Durlindana muy bien ceñida a su lado,
la lanza como una entena, el fuerte escudo embrazado,
vestido de fuertes armas y él con ellas encantado.
Por la visera del yelmo fuego venía lanzando.
[10] Retemblando va la lanza como un junco muy delgado,
y a toda la hueste junta fieramente amenazando:
– ¡Nadie toque en don Renaldos si quiere ser bien librado
¡quien otra cosa hiciere, él será tan bien pagado,
que todo el resto del mundo no le escape de su mano,
sin quedar hecho pedazos, o muy bien escarmentado!
Serenos estaban todos hasta ver en qué ha parado;
nadie no se removía contra tan buen ahogado.
Allí el fuerte don Roldán junto a Carlos se ha llegado
diciendo de esta manera, de encima de su caballo:
[20] – No es cosa de emperador lo que tienes ordenado;
el caballero que se viene de su voluntad y grado,
¿cómo es esto, señor, que ansí ha de ser tratado?
Endemás la flor del mundo, como claro está probado,
siendo de tu propia sangre, tan cercano emparentado,
manso como un corderico ante ti se ha presentado,
sabiendo tu Majestad, que nadie hubiera bastado,
ni el mundo todo junto a prendello ni a matallo,
y más agora, señor, que estaba tan prosperado.
Pudiera correr tus tierras y más conquistar tu Estado,
[30] como otras veces solía tenerte en París cercado,
y tú ni nadie por ti le osaba salir al campo.
¿Quieres tú quitar la vida a quien a ti te la ha dado?
No una vez sino ciento de peligros te ha sacado,
poniéndose a la muerte por acrecentar tu Estado.
¿Y este pago le tenías, di, señor, aparejado?
Si a todos pagas así, tú serás harto afamado.
¡De excelente pagador rica fama habrás ganado!
64Las recriminaciones, algunas muy ásperas y escasamente mesuradas, de Roldán a su Emperador ocupan otro medio centenar de versos, al final de los cuales decreta el emperador su sentencia e inicia el desdichado Renaldos su exilio. Para el díscolo Roldán reserva el próximo romance que consideraremos otra pena similar de destierro. Entre los versos y fórmulas de más inconfundible estirpe cidiana que tiene éste que nos ocupa ahora está aquel que presenta al héroe « llorando de los sus ojos con corazón traspasado… » (recuérdese el verso primero del Cantar: « de los sos ojos tan fuertemientre llorando »), o aquellos en que el desterrado encomienda a sus mejores amigos el cuidado de su esposa e hijos:
[90] – ¡Oh mi quierido sobrino, no te tornes tan airado,
ni pase más adelante lo que llevas comenzado!
Hágase como quisieres y sea luego soltado;
mas con esta condición: que lo doy por desterrado
con gran pleitoinenage, que ante mí haya jurado,
que solo y sin compañía a Jerusalem, descalzo,
en hábito de romero, sea luego encaminado,
y que más aquí no pare del tercero día pasado
y jamás no torne en Francia sin mi licencia y mandado
y que su mujer e hijos acá se hayan quedado,
[100] y sus hermanos también, todos a muy buen recaudo,
porque si él algo hiciere en ellos seré yo vengado.
Lo cual así se cumplió, según de suso contado,
que luego al tercero día Reinaldos se ha aparejado
de esclavina y de bordón, y una maleta a su lado,
para echar las limosnas que por Dios le hubiesen dado.
Vistió una gruesa camisa, como penitente armado,
llorando de los sus ojos con corazón traspasado.
Despidiéndose a la corte de cuantos le han amado
y a todos los doce pares mucho les ha encomendado
[110] la su mujer e hijitos, que por ellos hayan mirado,
y también por sus hermanos que en prisión les ha dejado,
diciendo que por ventura jamás sería tornado;
mas quizá en algún tiempo les sería bien pagado
a todos los que miraren por las prendas que ha dejado.
Sus lágrimas eran tantas que a todos han convidado
a quebrar sus corazones de le ver tan lastimado.
Ya se va el nuevo romero del todo desconsolado;
de toda la cristiandad iba ya desamparado,
aunque él por muchas veces la había bien abrigado,
[120] defendiéndola de moros con corazón esforzado.
Capitán de los cristianos por el mundo era llamado;
tal fuerza contra paganos por jamás se ha hallado.
Mas al cabo de tres días que ansí desnudo y descalzo
caminaba con paciencia con su bordón en la mano,
y con espesos gemidos y sospiros que iba dando.
Don Roldán fue en pos de él en su ligero caballo,
y alcanzólo a una montaña saliendo por un atajo.
Desque lo vido Renaldos a mal lo hubo tomado
mas el leal don Roldán otro llevaba pensado,
[130] pues le dijo luego ansí al momento y en llegando:
– ¡Oh flor de caballería!, ¿dónde vas tan desmayado?
¿Qué es de tus caballerías?, ¿dónde las has ya dejado?
¿Qué es de las tus fuertes armas?, ¿qué es de tu fuerte caballo?
Ves aquí tu buena espada, cata aquí do te la traigo.
Torna, torna, señor primo, que yo liaré ser alzado
el destierro, que te fue tan a tuerto sentenciado;
y no me tengan por Roldán si no fuere ansí acabado,
que yo sacaré del mundo a quien quisiere estorballo,
porque tan buen caballero no sea en Francia faltado:
[140] que más vales tú que todos cuantos allá han quedado.
Mas por más que le rogó, nada le fue otorgado,
ni jamás volvió con él a lo que le era rogado,
por no dejar su camino a cumplir lo que ha jurado,
que entre buenos caballeros, así es acostumbrado:
de perder antes la vida que no hacer quebrantado
el homenaje que hacen donde les es demandado.
Mas tomó su rica espada que Roldán le había llevado,
para la llevar secreta debajo su pobre hato
por si algo le viniere que tenga de qué echar mano.
[150] Y ansí se despiden los dos harto gimiendo y llorando13.
La ira de Carlomagno contra su vasallo Roldán
65El emperador Carlomagno de los romances carolingios españoles tenía, sin duda, un carácter pésimo, que sospechamos que debió de estar, al menos en parte, influido por el carácter iracundo que las tradiciones nacionales atribuyeron a Alfonso VI. Un Romance de don Roldán de cómo el emperador Carlos lo desterró de Francia, porque volvía por la honra de su primo don Reinaldos, que fue publicado en el Cancionero de romances s. d., en el Cancionero de romances de 1550 y en la Silva de romances de 1550, continuación en cierto modo del anterior, nos lo muestra prestando oídos una vez más a las malas lenguas, obrando de manera tiránicamente injusta con sus súbditos, encolerizándose con su mismísimo sobrino Roldán (quien se muestra también poseído por la ira, aunque justa y menos intensa, contra su rey), abofeteándolo incluso y despachándolo sin demasiadas contemplaciones al exilio. Todo ello concentrado en la misma dramática escena:
Día era de Sant Jorge, día de gran festividad;
aquel día por más honor los doce se van a armar
para ir con el emperador y haberle de acompañar.
Todos vinieron de grado con un placer singular,
sino el bueno de Reinaldos que se estaba en Montalván,
y no se halló al presente en la tal festividad.
Allí todos los caballeros por traidor le van reptar.
Esto cansó Galalón, porque le quería mal;
revolvióle con el emperador, con los doce otro que tal.
[10] Mucho le pesó a Roldán de vello así maltratar;
fuese para el emperador de priesa y no de vagar.
Habló con voz enojada, al emperador fue a hablar:
– ¡Mucho me pesa, señor, de ello tengo gran pesar,
que a Reinaldos en ausencia tan mal le quieran tratar
y si tal cosa pasase la vida me ha de costar!
El emperador con gran enojo que había de lo escuchar,
alzó la mano con saña, un bofetón le fuera dar
porque otra vez no fuese osado al emperador así hablar.
Mucho se enojó de aquesto el bueno de don Roldán;
[20] allí hizo juramento encima de un altar:
en los días que viviese en Francia jamás entrar
hasta que de todos los doce él se hubiese de vengar.
Ya se parte don Roldán, ya se parte, ya se va
solo con un pajecico que le solía acompañar.
A sus jornadas contadas a España fuera llegar.
Andando por sus caminos a su ventura buscar14.
66El resto del romance se precipita en la fabulación más extrema. El desterrado Roldán se encuentra con un moro que guarda un puente, lo mata en combate, intercambia sus vestidos con él y envía el cadáver a París, donde lo confunden con los despojos de Roldán y lo lloran con desconsuelo. Se presenta al mismo tiempo ante el rey moro, al que convence de que él es un moro que ha matado a Roldán. El rey moro le nombra entonces capitán y le pone al mando de un gran ejército para que asedie París. El asedio resulta extraordinariamente duro, y Carlomagno se ve obligado a recurrir a Renaldos para que se enfrente con el capitán moro. Desde el principio es consciente Renaldos de que se enfrenta a su primo disfrazado de moro y, en el momento más oportuno, los dos paladines unen sus fuerzas contra los moros, los vencen y liberan París. Al final se vuelven a reunir Roldán y doña Alda, y tiene lugar la reconciliación con el emperador, la deposición de la ira y la recuperación de la más feliz armonía social.
Jasón frente a Pelias, Hamlet frente a Claudius, Cordelia frente a Lear
67Hemos adelantado ya, en páginas anteriores, ciertas reflexiones acerca del absolutamente ficticio pero intensamente teatral episodio de la Jura de Santa Gadea en que Rodrigo habría pedido explicaciones a Alfonso por la muerte de su hermano, y en que Alfonso habría estallado en regia ira y enviado a su atrevido súbdito al destierro. Hemos adelantado también que, entre los paralelos literarios de tal escena es imposible no evocar el mito clásico de Jasón y Pelias. Las fuentes griegas son parcas en detalles menudos y en sutilezas psicológicas, pero las grandes líneas del mito pueden ser resumidas de este modo: el niño Jasón, hijo de Esón, rey de Yolcos destronado y asesinado sin disimulo por su hermano Pelias, se salva de milagro de la persecución que contra la familia de su víctima desencadena el usurpador. Pasan los años, y un día reaparece el ya adulto Jasón en el preciso momento en que su tío se encuentra haciendo un sacrificio religioso ante la corte: « y se presentó directamente ante Pelias para participar de la fiesta que el rey celebraba en honor del padre Poseidón y los demás dioses»15, apunta Apolonio de Rodas.
68En el marco de tal acto ceremonial pide el joven Jasón públicas explicaciones y justicia, y entonces le envía su airado y astuto tío a un destierro del que espera no verle volver, con el encargo envenenado de que traiga el remoto Vellocino de Oro si es que aspira a recuperar el trono. Jasón acepta sin discusión, con épicas mesura y resignación, el destierro que se le impone, y se lleva con él a un escogido ramillete de fieles, cuyo elenco y virtudes son glosadas tumultuosamente en las distintas versiones que se conocen de su mito: en torno al medio centenar de argonautas (algunas fuentes hablan de unos cuarenta, otras de hasta cincuenta y cinco) siguen sus pasos, mientras que del Cid dice el verso 16 de su Cantar que van « en su conpaña sessaenta pendones », aunque solo los amigos más principales del caballero castellano son citados por su nombre. Contraste dramático con la soledad abismal del desdichadísimo Hamlet: a su frustrado viaje a Inglaterra (en el trayecto cae su barco en poder de unos corsarios que acaban devolviéndolo a Dinamarca, en lo que parece una caricatura shakespeareanamente cruel del tópico del destierro épico) le acompañan los ambiguos Rosencrantz y Guildenstern, supuestos amigos suyos pero espías a sueldo, en realidad, de Claudius.
69Unos cuantos años y muchas peripecias después regresa Jasón, contra todo pronóstico, del peligroso exilio, y se apresura, lógicamente, a eliminar a su tío usurpador. Solución análoga a la que aplica Hamlet a su tío, al regreso de su breve y accidentado destierro marítimo. Pero muy diferente de aquella con la que culmina la gesta del Cid, que no vuelve jamás a Burgos pero se reconcilia a distancia y logra restaurar los lazos políticos y económicos con su rey, cuando éste depone su ira.
70Por cierto, que a Jasón y a Hamlet les unen unos cuantos rasgos más, de signo bastante sutil y original: privados los dos de sus padres y de sus reinos por sendos tíos usurpadores, sus victorias respectivas sobre ambos criminales se convertirán, en realidad, en holocaustos en los que acabarán siendo sacrificadas sus familias, las personas que aman, ellos mismos: es llamativo comprobar de qué modo repudia Jasón, con absoluta frialdad, a su enamorada Medea, que es la verdadera urdidora y sostenedora de sus gestas épicas, y cómo ella mata entonces vengativamente a sus propios hijos y a la nueva esposa del héroe. Jasón mismo morirá después confusamente, tras haber causado la ruina total de su familia, lejos de su reino… Hamlet se muestra también absolutamente indiferente ante la locura y la muerte trágicas de su enamorada Ophelia, y en su venganza arrebatará la vida no solo del infame Claudius, sino también de Polonius y Laertes (los inocentes padre y hermano de Ophelia), de su propia madre Gertrude y de sí mismo. Desdenes y frialdades sorprendentes de los dos héroes ante las mujeres que les aman, holocaustos familiares y sociales conclusivos, soluciones opuestas del modo más radical y absoluto a las que se encarnan en nuestro Cid, pendiente siempre del bienestar de Jimena y de sus hijas, a las que recupera tan pronto como puede y con las que forma una familia absolutamente intachable y compacta.
71En el drama oscurísimo de Shakespeare, Claudius utiliza ciertas argucias clandestinas para asesinar a su hermano, envenenándolo a escondidas durante el sueño, antes de ocupar él el trono. Pelias había asesinado de manera mucho más expeditiva, brutal y a las claras a su hermano Esón. El castellano Alfonso, si alguna participación tuvo en el asesinato de su hermano Sancho, supo mantenerla para siempre en secreto.
72Pero el caso es que el hijo del rey danés asesinado, llamado Hamlet como su padre, sobrino y súbdito del rey usurpador, tiene la casi certeza de que el causante de aquella muerte ha sido su rey-tío. Sus sospechas se ven confirmadas por el fantasma mismo de su padre. La revelación espectral suscita un escenario lo suficientemente ambiguo como para que la tragedia no llegue a despegarse nunca de una oscura atmósfera de onírica duda, que contamina por completo a la figura del atormentado príncipe de Dinamarca. En cualquier caso, Hamlet, obsesionado por confirmar públicamente sus sospechas acerca de la misteriosa muerte del rey anterior, vacilante e inseguro casi siempre, no deja de mostrar ciertos rasgos análogos a los del joven Rodrigo, quien tampoco tiene todas las cartas en la mano ni todas las certezas consigo cuando decide dar el arriesgado paso de exigir a Alfonso que despeje ante su corte las sospechas de fratricidio que sobre él pesan.
73Resultan sin duda sugestivos los paralelismos que se aprecian entre las escenas en que Hamlet reclama explicaciones públicas a Claudius por la muerte de su real hermano, haciendo que unos comediantes nómadas representen ante él la pieza The Murder of Gonzago, que sigue al pie de la letra la secuencia del perverso regicidio-fratricidio, y espiando mientras con atención la reacción del presunto criminal, y la escena en que Rodrigo reclama explicaciones a Alfonso VI por la muerte de su hermano, sobre el solemne y seguramente inventado escenario de Santa Gadea, ante la mirada expectante y suspicaz de su inquisidor y de toda la corte. En el primer caso, abandona Claudius la escena embargado por la ira, ante el estupor de toda la corte, y rumiando el castigo que piensa imponer en la escena siguiente al impertinente Hamlet: el destierro, con el objetivo evidente de deshacerse de él para siempre, que le aparte de Dinamarca y le conduzca sin retorno a una Inglaterra a la que envía cartas secretas para que eliminen allí a su sobrino.
74No podemos, en una monografía sobre la ira regia, omitir la escena que hace referencia explícita a ella en el drama de Shakespeare, en el momento en que el rey, trastornado por la pintura de su crimen que ha sido obligado a contemplar, se encuentra retirado en sus aposentos:
Guildenstern. Está en su aposento, muy colérico y destemplado.
Hamlet. ¿A causa de la bebida, señor?
Guildenstern. No, mi señor, a causa de la cólera.
Hamlet. Mejor haríais, señor, en ir a referirlo a su médico, pues la purga que yo le diera le sumiría en mayor cólera16.
75En el ciclo narrativo del Cid estalla Alfonso igualmente en ira y decreta al instante, sin darse un momento de reflexión, el destierro de su contestatario súbdito: no es lo mismo contar, como contaba Shakespeare, con la disponibilidad dúctil y los recursos de dosificación de una tragedia extensa, que le permitían separar y aplazar a alguna escena siguiente acciones y reacciones, que tener que embutir en un forzosamente breve romance-escena una materia argumental tan intensa como la de la reclamación épica de Rodrigo ante Alfonso, con sus consecuencias y efectos.
76Llama en todo caso la atención la resignación con que acepta Hamlet, en sintonía con el resto de los héroes que estamos conociendo, empezando por Rodrigo, la orden de destierro:
Rey. Disponeos pues; la nave está preparada, el viento propicio y tus acompañantes dispuestos: todo a punto para marchar a Inglaterra.
Hamlet. ¿A Inglaterra?
Rey. Sí, Hamlet.
Hamlet. ¡Bien!17
77Los desenlaces de los dos conflictos, el danés y el castellano, difieren en todo, y lo hacen de acuerdo con el papel que la ira o la cancelación de la ira cumplen en cada uno de ellos. El airado Hamlet regresa de su extraño exilio marítimo para convertirse en oficiante y víctima central de un descomunal holocausto trágico, en el que él mismo, y también Claudius y todos los demás (Polonius, Ophelia, Laertes, la reina Gertrude) mueren, con lo que el reino de Dinamarca queda completamente devastado.
78En la gesta castellana, la cancelación de la ira entre las dos partes propicia el restablecimiento feliz de los lazos de alianza y vasallaje entre Alfonso VI y Rodrigo Díaz, con lo que las comunidades de ambos quedan felizmente reconciliadas y reforzadas, al cabo de lo que resulta ser una eficaz estrategia de segmentación y de expansión militar y política18.
79En una línea mucho más cercana al holocausto final de Jasón o de Hamlet, el oscurísimo instinto trágico de Shakespeare pinta en su King Lear un desenlace en el que ni la cancelación de las iras pendientes ni la emotiva reconciliación final entre los familiares enfrentados (Lear y Cordelia) logra salvar a la comunidad de la devastación absoluta que provoca la ira a partir del momento en que echa a andar y adquiere pavorosa autonomía propia.
80Lear es la personificación emblemática, hiperbólica, reincidente, de la ira regia. Y también de la estupidez regia. No solo se deja engañar por las palabras falsamente aduladoras de sus hijas Regan y Goneril, de modo parecido a como cayeron en las redes de la mentira cortesana otros soberanos que han pasado por estas páginas, del tipo de Alfonso VI y Carlomagno. Lear condena además a la pérdida de sus bienes y al destierro a su fiel hija Cordelia, porque en un acto público y solemne reclama de él buen juicio, justicia y moderación. La infeliz Cordelia, tachada de súbdita deslenguada y desleal, acepta la cruel condena regia con la misma falta de ira y la misma resignación con que casi todos los demás héroes que estamos conociendo aceptan su pena. Y escucha cómo su padre le despoja incluso de su dote con la misma paciencia con que escucha el Cid cómo Alfonso le despoja de todo su patrimonio. No contento con tales monstruosidades, destierra además el colérico Lear al conde de Kent porque se atreve también a cuestionar públicamente sus actos y a defender la integridad y el comportamiento moral de Cordelia. Ira regia reincidente, destierro épico reincidente, trama una vez más reincidente que llega a adquirir, mediante recursos especulares como éste, un cierto sentido especular y concéntrico.
81Desde el destierro en Francia, con cuyo soberano (a pesar de que no aporta dote) se esposa, la angelical Cordelia intenta, igual que Rodrigo desde Valencia, mantener los vínculos con el rey que le ha expulsado de su país, sin pedirle ninguna explicación ni ninguna cuenta. Es más: cuando Lear es traicionado por sus dos hijas infames, Regan y Goneril, Cordelia y los ejércitos de su esposo no dudan en invadir Inglaterra con el fin de socorrer al rey en apuros. Compromiso, éste de Cordelia hacia el rey que le ha desterrado, no más eficaz pero sí más emotivo y visceral que el que mantiene el siempre medido y bastante distante (en lo geográfico y en lo emocional) Cid hacia su propio rey. El cotejo entre los desenlaces de la tragedia de Lear y de la epopeya de Rodrigo parece querer decirnos que la actitud patética y emotiva de Cordelia, por más que sea profundamente ética, es también intrínsecamente desordenada y no resulta adecuada por ello para contrarrestar el caos que había provocado la explosión de ira de Lear; la actitud prudente y calculadora del Cid a la hora de restablecer la alianza con el rey sí resulta eficaz, porque aplica el frío lenitivo de la compensación mediante dones muy bien pesados al calenturiento desorden instaurado por la ira de Alfonso.
82El reencuentro y la reconciliación entre Cordelia y Lear se produce en la cárcel a la que los dos han sido conducidos, pero la emotiva deposición de la ira no logra detener los efectos que la propia máquina monstruosa de tal pecado había puesto irreversiblemente en marcha: la destrucción cunde por todas partes, la muerte devora a Cordelia, a Lear, a Goneril, a Regan y a muchos otros, y el reino de Inglaterra y el reino de Francia quedan arrasados por las llamas que había encendido la cólera funesta de un rey soberbio.
83La reconciliación entre el Cid y Alfonso es mucho menos patética y, por ello, mucho más ordenada y eficaz; queda escenificada sobre una muy prudente distancia geográfica que tiene su correspondencia exacta en una muy bien guardada distancia emocional, las cuales quedan significativamente alineadas sobre la distancia que hay entre el paradigma triunfal de la épica (resuelto aquí en el desarrollo y la prosperidad de los dos estados aliados, Castilla y Valencia) y el caos desolado de la tragedia (resuelto en el Lear shakespeariano en el hundimiento de los dos estados enfrentados: Inglaterra y Francia).
Maximino contra Macrino
84La trama de las airadas desavenencias que Alfonso VI y Rodrigo Díaz mantuvieron en el delicado filo que hay entre la historia y la leyenda conoce algún otro paralelo narrativo que se halla también instalado sobre terrenos intersticiales, por lo que su contraste puede ser relevante para ilustrarnos sobre los recursos re-mitificadores que pueden quedar movilizados cuando se producen este tipo de maridajes entre la historia y la leyenda.
85Ahí está, por ejemplo, la leyenda del godo Maximino, que llegó a ser emperador de Roma desde el año 235 hasta el 238, dos agitadas décadas después de que se enfrentase al fugaz emperador Macrino (217-218), quien había llegado al poder tras el complot que había terminado con el asesinato del emperador anterior, Antonino Caracalla (211-217). Lo curioso es que no solo el relato tardío, exagerado y complaciente del historiador godo del siglo VI y godo también, Jordanes, recuerda el episodio de los escrúpulos que el Cid tenía sobre la legitimidad del acceso al trono de Alfonso VI y de la exclusión política que aceptó sufrir por ello, sino que el supuesto itinerario vital de Maximino, tal y como lo relata Jordanes, guarda además otros puntos de contacto significativos en relación con el ciclo narrativo del Cid. No, seguramente, porque la muy marginal leyenda de Maximino influyese de manera directa sobre la del Cid (algo que es improbable que sucediera), sino porque las dos deben beber del mismo trasfondo folclórico común del que ha irradiado una gran cantidad de biografías épicas, en el que tienen una cierta capacidad de replicación, juntos o por separado, los tópicos del héroe de extracción humilde y mestiza y ascenso prodigioso, y del héroe justo que se niega a someterse o a colaborar con un rey al que considera injusto o criminal.
86Según cuenta Jordanes, siguiendo libremente una obra perdida de Quinto Aurelio Memio Símaco, Maximino tuvo, igual que Rodrigo (de quien circuló la leyenda de que era hijo bastardo de un señor y una molinera), un nacimiento oscuro, pobre, mezclado, híbrido, pues fue « nacido de padres humildes en Tracia: su padre era un godo llamado Mica y su madre una alana que se llamaba Ababa ». El joven se crió en el campo, igual que un salvaje y, siendo adolescente, comenzó a dar muestras (como las que empezó a dar también Rodrigo) de fuerzas prodigiosas que le permitieron ascender muy rápidamente en el escalafón militar:
87Después de haber pasado su infancia en el campo abandonó la vida de pastor e ingresó en el ejército. El caso fue que el emperador [Septimio Severo, 192-211] había organizado unos juegos militares, en vista de lo cual Maximino, aunque era un adolescente semisalvaje, cuando conoció los premios que se ofrecían pidió en su lengua materna al emperador que le diera permiso para luchar con los soldados ya expertos. Severo, completamente sorprendido por su estatura y su complexión se dice que medía más de ocho pies de altura, le ordenó que peleara cuerpo a cuerpo con los siervos, para que no supusiera una afrenta para sus soldados luchar con este rústico. Entonces Maximino echó al suelo a dieciséis de estos siervos con tan buena fortuna que los venció uno por uno sin concederse ni un momento de descanso o interrupción para recuperar fuerzas. Por ello consiguió los premios, se mandó que fuera admitido en el ejército y ocupó sus primeros puestos en la caballería.
88Dos días después, cuando el emperador salía de maniobras, lo vio armando alboroto, como suelen hacer los bárbaros, y mandó al tribuno que lo castigara para que se acostumbrara a la disciplina romana. Pero él, cuando comprendió que el emperador estaba hablando de él, se le acercó mientras cabalgaba y logró adelantarlo a pesar de ir a pie. Entonces el emperador espoleó a su caballo, le hizo dar varias vueltas galopando de un lado para otro hasta cansarse y luego dijo a Maximino: « ¿Tienes ganas de pelear después de esta carrera, tracio? ». A lo que respondió: « Como le plazca al emperador ». Así que Severo, saltando de su caballo, mandó a los reclutas más jóvenes que lucharan con él. Entonces Maximino tumbó en el suelo a siete jóvenes robustísimos sin ni siquiera haber recobrado antes el aliento. Por ello fue el único en recibir premios en metálico del emperador e incluso un collar de oro, y más tarde fue nombrado miembro de la guardia personal del emperador19.
89La ascensión militar y política de aquel hercúleo Maximino fue imparable. Mas quedó, según asegura Jordanes, bruscamente interrumpida cuando dejó escrupulosamente en suspenso su alianza con el nuevo emperador Macrino, de quien tenía la certeza de que se había encumbrado gracias al asesinato de su predecesor Caracalla:
90Posteriormente, bajo Antonino Caracalla, llegó a ser jefe de este cuerpo y sus hazañas hicieron que se difundiera su fama, alcanzando diversos grados en el ejército, entre ellos el de centurión, como premio a su valor. Cuando subió al trono Macrino, renunció a sus funciones militares durante casi tres años y aunque era tribuno nunca se presentó a Macrino, porque pensaba que su autoridad era indigna, al haber sido conseguido por medio de un crimen.
91Impresiona, pese a su concisión y brevedad, este episodio de los nobles recelos de Maximino frente a su emperador magnicida, que tan cercano parece a lo que la leyenda cidiana nos cuenta acerca de un Rodrigo que, en el romance de La jura de Santa Gadea que conocimos páginas atrás, se niega a besar la mano del rey y se autoexcluye así de su favor, antes incluso de ser condenado al destierro:
Jurado había el rey, que en tal nunca se ha hallado;
pero allí hablara el rey malamente y enojado:
[20] – Muy mal me conjuras, Cid, Cid, muy mal me has conjurado;
mas hoy me tomas la jura, mañana me besarás la mano.
– Por besar mano de rey no me tengo por honrado;
porque la besó mi padre me tengo por afrentado.
– Vete de mis tierras, Cid, mal caballero probado,
y no vengas más a ellas dende este día en un año.
– Pláceme–, dijo el buen Cid, –pláceme–, dijo, –de grado,
por ser la primera cosa, que mandas en tu reinado.
Tú me destierras por uno, yo me destierro por cuatro.
92El resto de lo que conocemos de la vida de Maximino no cuadra en absoluto con los párrafos apologéticos que le había dedicado su compatriota Jordanes: tras su transitorio apartamiento de la vida política, « se reincorporó a su cargo de tribuno » cuando Macrino salió de la escena y fue sucedido por Heliogábalo. Llega entonces su apoteosis, según la pluma siempre indulgente de Jordanes:
Después de éste, luchó admirablemente contra los partos en tiempos de Alejandro, hijo de Mamea, y cuando éste fue asesinado en un levantamiento militar en Maguncia, fue nombrado emperador por aclamación del ejército sin decreto alguno del Senado.
93En cualquier caso, la caída del emperador Maximino fue más rápida aún que su ascenso, y su final corrobora de manera ejemplarmente trágica la facilidad con que el héroe de ayer, que había sido capaz (o eso decía el mito) de tener el rasgo de nobleza de excluirse de la corte de un emperador que él creía que había asesinado a su predecesor (igual que haría el Cid literario con Alfonso VI), puede convertirse después en tirano intrigante. Así es como relató Jordanes, sin querer abandonar del todo su simpatía hacia el personaje, su oscuro final:
Todas sus buenas acciones anteriores se vieron empañadas por su malvada decisión de perseguir a los cristianos y cuando fue asesinado por Pupieno en Aquilea, cedió el imperio a Filipo.
94Se quedaba Jordanes cortísimo. Maximino estuvo implicado en las más oscuras intrigas políticas de su tortuoso tiempo; sus supuestos nobles escrúpulos y reservas, tan propios de los héroes, a la hora de pactar con un soberano que había asesinado a su antecesor son pura y risible invención, mito tardío, hiperbólico e interesado; el caos político que le precedió fue sobradamente superado por el que le sucedió, con dos emperadores simultáneos, Pupieno y Balbino, que gobernaron después de él durante escasos meses y que, aunque parezca caricaturesca mentira, murieron en el mismo instante, mientras discutían coléricamente entre sí, bajo las espadas de sus ya muy hartos guardias pretorianos.
95En definitiva, y como antes pesimistamente adelantamos, que el tópico del súbdito atrevido que se planta en público frente al mandatario soberbio cuyo comportamiento le repugna se nos vuelve a mostrar, a la luz de este relato, como una alegoría utópica, como una idealización ingenua que, en cuanto se analiza con rigor, deja ver grietas poco confesables y que, si se sigue desentrañando hasta el final, conduce solo a la constatación de que todas las violencias están siempre renovándose: quien ayer pedía justicia al poderoso se convierte invariablemente en injusto en cuanto alcanza el poder, y quien hoy promete distribuir con justicia los dones en cuanto alcance la cumbre traiciona a los suyos tan pronto se ve allí instalado.
96Puede que sea ésa la razón de que haya mayormente dos tipos de héroes: los héroes que, como Aquiles, Hamlet, Cordelia, Roldán, mueren jóvenes, en los primeros actos de su vida, en la fase del dar y no del acaparar, del sacrificarse a sí mismos y no del sacrificar de manera consciente y malévola a los demás, del nunca pecar de airados contra algún inocente (lo que rompe el circuito de distribución de dones y rompe la comunidad) y del enfrentarse, en cambio, a quien sí cae en ese vicio disgregador; y los héroes que, aunque mueran viejos como el Cid, quedan absorbidos por representaciones míticas que encarnan los valores políticos y culturales de fortaleza hacia afuera y solidaridad hacia dentro por los cuales aspira a regirse idealmente (aunque nunca se dé tal utopía) cualquier pueblo, por lo que son cuidadosamente mantenidos por la mitología común en la eterna primavera de la ausencia de ira y de pecado y, por tanto, del solo dar, del respetar y del (co) medir.
Notes de bas de page
1 Este artículo se publica dentro del marco de la realización del proyecto de I+D del Ministerio de Ciencia e Innovación titulado Historia de la métrica medieval castellana (FFI2009-09300), dirigido por el profesor Fernando Gómez Redondo, y del proyecto Creación y desarrollo de una plataforma multimedia para la investigación en Cervantes y su época (FFI2009-11483), dirigido por el profesor Carlos Alvar. También como actividad del Grupo de Investigación Seminario de Filología Medieval y Renacentista de la Universidad de Alcalá (CCG06-UAH/HUM-0680). Agradezco sus consejos y ayuda a Alberto Montaner, Gisela Roitman y José Luis Garrosa.
2 Sobre la teoría antropológica del don, que fue elaborada en 1925 por Marcel Mauss y que desde entonces ha ejercido una enorme influencia en el pensamiento internacional, y sobre su aplicación concreta a la literatura épica, véase José Manuel Pedrosa, « El Cid Donador (o el Cid desde el comparatismo literario y antropológico) », en El Cid: de la materia épica a las crónicas caballerescas. Actas del Congreso Internacional « IX Centenario de la muerte del Cid » celebrado en la Universidad de Alcalá de Henares los días 19 y 20 de noviembre de 1999, eds. Carlos Alvar, Fernando Gómez Redondo y Georges Martin, Alcalá de Henares, Universidad, 2002, p. 295-323, p. 295-296; y también Pedrosa, « Ogros, brujas, vampiros, fantasmas: la lógica del oponente frente a la lógica del héroe », Homenagem a Julio Camarena, Estudos de Literatura Oral, 11-12, 2005-2006, p. 217-236. Véase además, en este mismo volumen, la colaboración de Luis Galván.
3 Ramón Menéndez Pidal, Primera Crónica general de España, Madrid, Gredos, 1955, p. 519a.
4 Romance que fue publicado en el Cancionero de romances s.a, en el Cancionero de romances de 1550, en la Silva de 1550, en Timoneda, Rosa española; reeditado en Fernando José Wolf y Conrado Hofmann, Primavera y flor de romances o colección de los más viejos y más populares romances castellanos, Berlín, A. Asher & Co., 1856, n° 52, vol. I, p. 158-161.
5 Romance anotado en el Ms. Londres British Library, Eg. 1875, f. 59r. Reeditado en Giuseppe Di Stefano, Romancero, Madrid, Taurus, 1993, n° 133, p. 366-369.
6 Reeditada en Wolf y Hofmann, Primavera y flor de Romances, n° 51, vol. I, p. 155-158.
7 Ángel González Palencia, ed. Romancero general. 1600, 1604, 1605, Madrid, CSIC, 1947, n° 791, p. 533-534.
8 Versión del romance de Las bodas de doña Lambra ( « ¡Ay Dios, qué buen caballero fue don Rodrigo de Lara »), del ciclo heroico de Los siete infantes de Lara, que fue publicado en la Silva de romances de 1550 y reeditada en Wolf y Hofmann, Primavera, n° 20, vol. I, p. 65-68.
9 Cf. la contribución de Carina Zubillaga a este mismo volumen.
10 Cantar de mio Cid, ed. Alberto Montaner, Madrid, Real Academia Española; Barcelona, Galaxia Gutenberg (Biblioteca Clásica de la Real Academia Española, 1), 2011, v. 20.
11 Cantar de mio Cid, ed. cit., p. 636-637 y 643. Ofrece Montaner una amplísima bibliografía de estudiosos que antes de él habían abordado, desde muy diveros puntos de vista, la cuestión: Menéndez Pidal, Grassotti, Valdeavellano, Lacarra, Pérez-Prendes, etc. A ellos hay que sumar los trabajos de Bernard Darbord, « Sobre la expresión de poder en el Poema de Mio Cid »; José Manuel Pérez-Prendes Muñoz Arraco, en « El riepto contra Rodrigo (1089) », y Ghislaine Fournès, « Un motivo cidiano en la obra de Alfonso X: la ira regia », los tres en El Cid: de la materia épica a las crónicas caballerescas, p. 29-39, 72-83 y 286-294, respectivamente. Cf. además Ana Rodríguez, « Modelos de legitimidad política en la Chronica regum Castellae de Juan de Osma », e-Spania: Révue Électronique d’Études Hispaniques Médiévales, 2, décembre 2006 (mis en ligne le 25 juin 2007), accesible en línea en < http://e-spania.revues.org/433>.
12 Wolf y Hofmann, Primavera y flor de Romances, n° 175, vol. II, p. 251-267.
13 Wolf y Hofmann, Primavera y flor de Romances, n° 189, vol. II, p. 346-357.
14 Wolf y Hofmann, Primavera y Flor de Romances, n° 187, vol. II, p. 326-334.
15 Apolonio de Rodas, El viaje de los argonautas, ed. Carlos García Gual, Madrid, Editora Nacional, 1983, p. 49.
16 William Shakespeare, Hamlet, ed. del Instituto Shakespeare, dirigida por Manuel Ángel Conejero Dionís-Bayer, Madrid, Cátedra, 2001, III, ii, p. 417.
17 Shakespeare, Hamlet, IV, iii, p. 505.
18 Sobre el concepto de segmentación puede verse José Manuel Pedrosa, « El Cid y la política de la segmentación: historia, literatura, antropología », E-Humanista 12, 2009, p. 291-304, accesible en línea en <http://www.ehumanista.ucsb.edu/volumes/volume–12/articles/Pedrosa.pdf>.
19 Jordanes, Origen y gestas de los godos, ed. José María Sánchez Martín, Madrid, Cátedra, 2001, XV: 83- 88, p. 105-107.
Auteur
Universidad de Alcalá
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