Clarín viaja a Madrid
Cuento de duermevela
p. 71-78
Texte intégral
Hubo un tiempo, los sabios pueden decirlo, feliz
para el mundo: fue el tiempo en que se creyó en el progreso
indefinido [...] Hoy nuestro conocimiento del planeta no nos
consiente formarnos semejantes ilusiones.
Leopoldo Alas, Clarín, Cuento futuro, 1886
1Alzado el cuello del gabán y calado el hongo, esperaba la salida del expreso. Ya no percibía el olor a tabaco frío que le agredió al instalarse en este rincón del departamento de segunda, elegido, como siempre, por su situación medianera alejada del traqueteo de las ruedas tan molesto por acompasarse con las punzadas del estómago. De momento, se encontraba bien y se dejaba ganar por esa inefable sensación de excitación y angustia que suele acompañar las salidas. ¡Qué maravilla! Diecisiete horas, no más, e intentaría seguir las pisadas de su nerviosa juventud. Intentaría, sí, sabe que lo intentará, movido por el misterioso afán, triste y delicioso, de recobrar algo suyo de ayer. ¡Ojalá! De todas formas, ya se sentía vigorizado. En León, rozaría el espacio de su infancia: voces severas y manos bondadosas de los frailes de San Marcos. Rechazaba los asomos de temor al descarrilamiento que, de vez en cuando, hinchaban el lomo aquí en el pecho. El pitazo estridente y el simultáneo chirriar del arranque repercutieron el acostumbrado estremecimiento en todo el cuerpo que, poco a poco, hizo suyo el traqueteo cada vez más acelerado hasta alcanzar la plenitud rítmica de su moderna escansión. De repente, se sorprendió sonriendo ante la risa del amigo Posada* « ¡Hombre! Leopoldo, pegarse un tiro, como dices... Sí que esos hidráulicos son unos estúpidos que van a lo suyo, unos egoístas que sólo piensan en regenerar la tienda. Pero pegarse un tiro es mucho decir para un decir... ». Y se reía el buen Adolfo. Se reía tanto que algunos transeúntes miraron sorprendidos al docto catedrático. Ahora, en su departamento traqueteante, cuya soledad le permitiría tenderse cuan largo era, también eso era un decir, en totalidad del asiento, él también sonreía. Claro que era un decir lo del tiro, pero la verdad era que le calentaban la sangre esos regeneradores que tomaban al país por un almacén. Lo que le irritaba más que todo era ver al amigo Costa metido en esas gentes aglutinadas como ranas para pedir un dictador, una espada, y guillotinas, muchas guillotinas. Don Joaquín, por Dios, no pierda así los recios estribos de su buena cabeza. Da pena verle montar en pelo tan peligrosa quimera. Si las tripas siguen enredando los sesos, desastre seguro. El río cada vez más caudaloso del proletariado avanza hacia su germinal... Esos obreros de Oviedo, tan corteses, tan deseosos de aprender, parecen fieles de una nueva religión. Y enfrente, esos otros, todos en mayor o menor grado aprovechados del sistema, confunden sus intereses con los de la Nación. Como dice Buylla*, el valiente Buylla, tenemos nosotros, los que sabemos y miramos más allá de los ríos revueltos de intereses, tenemos que seguir agarrando con más fuerza que nunca el timón de la moral y de la cultura para soslayar los escollos e impedir el encontronazo. En Cavite, se nos hundió un poco de madera podrida. Dolió. Pero los peligros que se avecinan son de otra naturaleza, fuerzas telúricas acumuladas, reconcentradas para el terremoto. Luchar, luchar y luchar gritan los jóvenes, Unamuno, Maeztu, Martínez Ruiz, y también Altamira y otros muchos, para que, dicen, el porvenir sea nuestro. Sí, digo yo, de cada uno de vosotros. A los tales también se les ve la intención de ponerse en el candelero. ¡Luchar! Si a mí me duele el puño de tanto bregar y rasgar papel y gastar plumas. ¡Rediós! Calma, Leopoldo, que te acaloras...
2Se acaloraba y sentía sonriente que se le venía a los labios lo de pegarse un tiro. Se había echado cuan largo era su metro sesenta en todo el asiento, puesta la nariz en el olor acre del hongo que le cubría la cara. Nos acercamos a Pajares, pensó, y, como siempre, sintió que una olita de angustia le enfriaba la sangre. Será el estrés, le dijo una voz. ¡Vaya palabrota! ¿De dónde me sale eso? Fue el último sobresalto de la amodorrada conciencia y se durmió.
3¡Qué raro! Estaba en un catre, bastante mullido por demás, o más bien en una cama estrecha, parecida a las seis iguales, desocupadas, colgadas de los tabiques del departamento. El suyo, o la suya pues no se le conocía el sexo, era uno de abajo, en el sentido de la marcha. El traqueteo, bien se acordaba, le molía en otros tiempos las costillas cuando iba tendido sobre la grosera tarima. Como no se iba a acordar si siempre, al llegar, se sentía él también hecho palo, tarima sobre tarima. El traqueteo era un suave balanceo, como de cuna movida por la cariñosa mano de la madre. Y su madre se asomaba, aquí, ahora. Todo era tan sencillo, tan natural y tan suaves las sábanas, de las que salía un calorcillo de modorra. Y otro sueño le venció...
4... Pero ¿dónde se encontraba? ¿Era esto la estación? Acababa de bajar del vagón, un vagón blanco y azul, nunca visto, había sido arrastrado por el movimiento apresurado de una multitud que, de golpe, se apiñó como grey en camino estrecho para subir por una escalera que se movía sola, por poco se cae en el primer escalón que se alzó con ganas de estrujar... En medio de la sala de espera, en la que cabrían dos naves de catedral, se sentía perdido y el estrés, casi se le había hecho familiar la palabra, le ponía nervioso. A la derecha, había gente sentada en torno a pequeños veladores blancos, gente que comía barras de pan y bebía cerveza, café y otras bebidas verdes, amarillas, rojas, y hasta negras algunas. ¿Dónde se encontraba? Los hombres no llevaban sombrero y él, aquí plantado con su hongo. Se sintió ridículo. Meterlo en el maletín será imposible, pues éste, seguro que estaba lleno de camisas, calzoncillos y otras prendas cariñosamente dispuestas por Onofre que, si le viera, por cierto que se compadecería ¡tan buena es! A la izquierda se abrían tenduchos como bocas vomitando periódicos y revistas de todos los colores. ¡Tanto papel lujoso, fascinante! No vio El Imparcial, ni La Correspondencia, ni nada conocido. Sí, El País, pero éste no se parecía a la hoja demagógica en la que los jóvenes, los Barck, los Maeztu, los Martínez Ruiz, buen chico éste, le atacaban a él por reaccionario y por cura... Sí, cura le llamaban esos imbéciles, a él a quien en otros tiempos los curas de verdad le hubieran arrastrado a la hoguera. Tuvo ganas de comprar este País para ver en fin en qué quedamos. Pero pudo más la angustia que pulsaba en el deseo de llegar a su destino, de ponerse a salvo.
5Salida ponen ahí. ¡Vaya puerta que se abre sola! Ya empezaba a no asombrarse demasiado de esas cosas ¡tantas! tan extrañas. Se acercó a un grupo inmóvil en la acera. « ¡Ponerse en la cola, he! », le gritó una mujer con cara pintada como mapa y cuyos labios coloradísimos se abrieron para enseñar los dientes. Por paquetes de dos o tres la gente se metía en unos carros de metal lustroso, que arrancaban estrepitosamente echando humo por detrás. Taxi debían de llamarse pues todos llevaban en el lomo un letrero luminoso ostentando esta palabra. « ¿Adonde? ». « Buenas tardes, señor, pues, al centro ». « ¿Como que al centro? ¿Place de la Concorde, Puerta del Sol, Westminster square...? Diga y dése prisa que pierdo dinero ». « Sí, sí, Puerta del Sol ».
6Petrificado en el mullido asiento, no se atrevía a soltar ninguna de las múltiples preguntas que le golpeaban la mente. Este hombre se burlaba de él. Sobre todo, se había dado cuenta con sumo asombro de que le faltaban palabras adecuadas para designar tantas cosas nunca vistas, extrañas, agresivas algunas.
7– Madrid ha cambiado mucho en pocos años...
8– ¡Hombre! ¿Qué me dice usted? Lo mueven todo, lo trastornan todo, derribar casas para levantar rascacielos... Atascos tremendos, horas y horas así ¿ve?. Esto no es vivir. Y dinero que se maneja, chanchullos de toda laya, Ministros encarcelados y la Bolsa siempre en alza. Pues miseria, señor, gente echada a la calle, como basura, y el 14 % de la población en paro. Pero de sobra lo sabe. ¿Es usted judío?
9– No, pero ¿por qué lo dice?
10– El hongo, señor, el hongo. Y el traje tan negro, tan triste. Perdone, no lo tome a mal. Hablar nada más. ¡Tanto extranjero! Suben del Sur como langostas hambrientas, magrebíes, negros, incluso chinos, éstos no son los peores, saben aceptarse, son trabajadores. Pase por la Station du Chatelet, verá una mar de betún que te ennegrece. Te da miedo. La selva vestida de paisano en París. En Berlín, turcos y más turcos, en Roma, albaneses, y paro de contar. Todo revuelto. Y judíos, deslizándose con maletillas de yuppíes, y perdón si lo es. Hablamos, nada más. En fin ¡cosas para pegarse un tiro!
11El relámpago de la risa de Adolfo, por un segundo le mueve la sangre parada en las venas. ¿Qué mundo era eso? No entendía. Sentía que todo era trastorno, movimiento, agitación, velocidad. Eso, velocidad, carros, coches o lo que fuera se deslizaban, como volando, por la calle negra, siempre a punto de chocarse, rozándose... Le dolía la cabeza y se le subía el estómago en olas dolorosas hasta la garganta. Un brazo se le anquilosaba, el derecho, sobre el cual solía descansar la cabeza cuando dormía... Ciertas palabras del auriga, o lo que fuera, abrían perspectivas de nebulosa comprensión. ¡Andar por partes! Dinero, Bolsa, chanchullos, miseria, eso lo entendía, pero se le escapaba el carácter exclusivo, hiperbólico que cobraban dichas palabras en el traqueteado discurso de este hombre. Debía de exagerar por ser un pesismista de la categoría de Macías Picavea, ese otro estridente regeneracionista. Pegarse un tiro ¡qué raro! ¡Qué cara la de Posada en el Parque de San Francisco! Sí que era un decir, la epidérmica expresión de asco ante tanta aberración. « Que quiera que no, esta pobre humanidad es de la estirpe de Abel y camina hacia el bien » ¡cuántas veces había escrito eso o cosa parecida! claro que dando tumbos. Caín, el sórdido labrador no puede vencer, no debe. No, señor de Unamuno, no debe ¿me oye? Aquí estamos, abriendo conciencias, haciendo hombres, aumentando el número de los capaces de espiritualidad. Buenas jaquecas y buenas gastritis nos cuesta. ¿Estamos?
12Se recobraba. A pesar del sudor de pesadilla que le daba la impresión de ser un mendrugo flotando en caldo frío, se erguía por dentro movido por la fuerza de esas ideas del corazón, esas benditas ideas madres, sin las cuales el hombre pierde su humanidad... Le dolía el brazo derecho, como injerto de madera clavado en el pecho...
13– Pero, le dije Puerta del Sol...
14– Pues eso, Puerta del Sol, Place de la Concorde... lo mismo. ¿De dónde sale usted? De la Luna, creo. Vamos, adiós.
15« Chiflado », oyó, mientras se alejaba el escarabajo de hierro. Ni siquiera le hizo mella el insulto. La verdad era que no se sentía bien. En medio de este espacio desconocido, se veía desposeído de sí mismo y se palpaba por dentro en busca del puntal de las ideas madres, que no aparecían en ningún rincón de su flaca humanidad, pues aquí donde estaba no veía ninguna barandilla en que agarrarse. Dio unos pasos, abriendo los ojos hasta dolor de párpados. En medio de la plaza se alzaba una altísima y delgada columna de piedra, taladrando las nubes rojas del ocaso. Se parecía a la de la postal, la postal que desde París le envió Giner: « Fraternal abrazo desde el Obelisco de París », sí, bien se acordaba. Esta será imitación. Se acercó. Vio los jeroglíficos, leyó el letrero, al pie de la columna « Obélisque de Louksor », así en francés. ¡Imitación perfecta! Y si no lo fuera, si no fuera imitación... ¡estaría él en París! Cayó en un abismo mental, en el hueco negro de la sinrazón. Plaza de la Concordia, Westminster, Puerta del Sol... ¡Si será lo mismo todo! ¿Se ha desbrujulado la lógica o es que se ha hecho aquí en la Puerta del Sol una síntesis del mundo? Pero ¿cómo, cuándo, quién, por qué? Chiflado, chiflado... pegarse un tiro y ríase Adolfo...
16De pronto, un inmenso cartel luminoso surgió ahí enfrente del claroscuro crepuscular, cubriendo toda una fachada. Las luces multicolores e intermitentes esculpían con rápido parpadeo una lozana joven rubia en paños menores, pero muy menores. Sintió picor en los ojos y se dio cuenta de que no había bajado los párpados desde el momento de la aparición. Se alzaba, sí se movía, la pierna bronceada y bien torneada de la odalisca y las generosas tetas saltaban la valla del tenue sostén. Se le flaquearon las piernas y sintió que la mano derecha, la de madera, se le alzaba y, de golpe, comprendió, por natural empatia, a su pobre Casto Avecilla*. « Bien sabe Dios que don Casto iba a tocar aquella carne libre de todo mal pensamiento... ¡Carne, carne y dura! ». La mujer gorda del Retiro era un fenómeno artístico-científico, mientras que la guapa de aquí es una invitación a cochon et compagnie. Por cierto que detrás del cartel parpadeante se desencadenaba el vicio y al parecer sin velo ya que se anunciaba en la misma fachada. Es verdad que en Pot-Bouille pasa lo mismo, con además, el abyecto disfraz de la hipocresía. Consiguió extraerse de su incipiente meditación para mirar a la multitud que iba y venía. La gente caminaba de prisa, ensimismada, mirando hacia adelante o mirando al suelo, pero nadie ponía los ojos en la rozagante rubia de las mil luces.
17La noche había caído y tuvo la impresión de encontrarse en medio de una inmensa linterna mágica con múltiples pantallas giratorias. Estaba cansado, le dolía más el brazo y sentía dura la espalda como si se hubiera hecho madera. Tenía la boca sin saliva. Su mirada dio la vuelta al mar de la plaza como el faro del Puntal. Quiso cruzar la calle, pero pensó en Doña Berta de Rondaliego* y tuvo miedo. Con prudencia esperó, decidido a hacer lo que la gente y cuando llegó el momento se dejó arrastrar por un grupo hasta la acera de enfrente.
18Aquí, al pie del cartel de la rubia vio a algunos hombres mal vestidos, sucios, desgreñados, barbados los más, sentados en el suelo y rodeados de bolsas y sacos mugrientos. Chorreaban desde arriba cascadas intermitentes de luz que envolvían a estos pobres, sí eran unos pobres, en una atmósfera irreal, de las mil y una noches, o como él se imaginaba, de niño, las mil y una noches. Tendían un brazo, con la mano abierta, hacia los transeúntes. Pedían, pero sin soltar palabra y su pasividad rayaba en indiferencia. Eran robustos y algunos parecían jóvenes.
19– Hermano ¿por qué no busca trabajo? Se atrevió a preguntarle a uno que tenía cara de Chiripa*, el simpático mendigo de Vetusta.
20– ¡Trabajo! Tiene gracia. ¿De dónde sale usted, judío? Buscar, se ha buscado durante meses, durante años. Es usted de esos que hacen como que no saben que no hay trabajo para tildarnos de vagos. Así aplacan los hipócritas su mala conciencia, calumniándonos. Son unos haraganes, decís, con su pan se lo coman ¡Vaya expresión castiza! ¡Ojalá, comiéramos pan siquiera! Yo era contable ¿sabe?. A los cincuenta me echaron porque no podía seguir la cadencia, decían, el joven de al lado despacha cuatro balances cuando usted dos. Joaquín, así me llamo, me dijo el jefe, usted ya no es rentable, nos hace bajar peligrosamente la productividad. Me echaron. Me dieron alguna ayuda durante unos meses y después nada. Se me fue la mujer con los hijos. Y Joaquín sin casa, sin nada, con el bártulo ligero, a la calle, con éstos, con miles y miles de ésos como yo, chinches de acera, basura del sistema, desechos de eso que llaman los periódicos progreso, modernidad. Así esperamos, sin esperanza alguna, bebiendo vino cuando hay vino, cuando no hay vino agua sucia. Cuando uno no puede más, se tira al Sena, al Támesis o desde lo alto del puente de Toledo, pues aquí ni siquiera podemos contar con la blandura del Manzanares, esa parodia de río. Hasta pegarse un tiro, lo más limpio, es cosa de ricos ¿no le parece? ¡Y usted me viene con lo de buscar trabajo! Con todo no pareces callacuece, amigo, pues me estás mirando con ojos despavoridos. Si serás chiflado, digo yo.
21La verdad era que estas palabras de Joaquín le entraban como balas en el cerebro para destrozarle el corazón. Se vio en medio de las chirriantes luces de la linterna mágica montada en un tiovivo que ondulaba vertiginosamente sobre las crestas desgarradoras de un colorado fragor. Centrifugado por fuera, se le precipitaron en frío pétreo los humores. Se sintió tambalear, como achicado y feo obelisco de piedra porosa. Andando unos pasos, vino, como peonza loca, a chocar con la fría dureza del bronce, a la cual se agarró. Un oso de metal, erguido en las patas traseras, le miraba con sus ojos vacíos. ¡El oso! Era el oso, el oso y su madroño... De golpe, se conoció en el dicho « la villa del oso y del madroño », que, como relámpago, iluminó en carne viva el descompuesto tablero interior. Se agarró por dentro al oso familiar para rebrujularse en el mar de angustias que poco a poco se retiraba en las arenas del sueño. Ya el pensamiento le calentaba el corazón. San Jerónimo a la derecha. ¡La Cervecería Inglesa! Adolfo Posada le esperaba con su cara joven abierta por ancha risa sin motivo dibujada sobre la carcajada de pegarse un tiro en el Parque de San Francisco. Al paño, la sombra de Armando Palacio, desdibujada en un espejo de envidia... Entró. No había nadie. El perro Paco dormía en un rincón oscuro. « Café, por favor, mucho café », se oyó decir. Todo estaba bien. Las ideas, al engranarse, le llenaban de una luz voluntariosa que le empujaba hacia un horizonte limpio. La « idea del progreso » le oreaba las sienes, como brisa marina que envolvía los faros erguidos en la neblina, Castelar, Giner, aquellas lumbreras, sus queridísimos amigos... ¡Escribir! No le dolía el brazo derecho, se le colgaba como rama seca. ¿Cómo iba a terminar el artículo para La Publicidad? ¿La Publicidad o El Imparcial? ¡Qué más da! La verdad era que no podía escribir. El estrés... otra vez la palabrota de marras... « Con la instrucción y la cultura haremos un pueblo adulto ». No, esta idea no era suya, era de todos y por ella y para ella escribía. Escribía tanto que ¡ya ves! el brazo se le había hecho madera.
22En el mostrador, cerca de la taza, había un periódico chafado por cien manos. Le Monde ¡otra hoja desconocida! de París. Las letras del titular bailaban ante sus ojos: « Pegarse un tiro no es digno del hombre. Entrevista con Pierre Miquel ». Otra vez la frase obsesiva le envolvía el cuello como bufanda de tragicomedia. No, no soñaba. Sus ojos bebían con avidez las palabras francesas que, sin esfuerzo, le llegaban a la mente en español.
23Pregunta. Así pues, según usted, este siglo XX ¿no ha respetado en absoluto las ideas de justicia y armonía que asomaban en el anterior?
24Pierre Miquel. No, no ha respetado nada. Sin embargo, hace un siglo, el 31 de diciembre de 1899, el mundo creía en ello a pies juntillas. Cabe recordar que todo le incitaba a tener fe en el porvenir: la ciencia y sus descubrimientos, los rayos X, las matemáticas modernas, los nuevos medicamentos. Y la técnica, el automóvil, el hada electricidad, el teléfono, el ferrocarril... ¡Imagínese lo que podía representar aquella oleada de novedades para un individuo de 1900! Por supuesto aquel progreso no era beneficioso para todos. La miseria seguía estando muy presente, las injusticias sociales aplastantes. Pero había esperanza, el porvenir estaba abierto... Y luego hubo esas espantosas guerras, Auschwitz, el Gulag...
25Pregunta. Si viviera su abuelo ¿cómo reaccionaría?
26Pierre Miquel. Pegaría el grito en el cielo: « ¡Cómo es posible! No lo puedo creer ». Aparte la ciencia y la técnica, todo ha vuelto atrás. La brutalidad de la relaciones humanas, el deterioro del modo de vida, unos continentes que están agonizando, el reparto cada vez más injusto de las riquezas, el embrutecimiento mediático, el tren sin cabeza y sin corazón del provecho que tritura hombres y mujeres como basura... Sí, mi abuelo exclamaría: « ¡Inaguantable! ». Pero estoy seguro de que no abdicaría, no renunciaría a bregar y bregar aunque se viera Quijote en la estepa. Tomaría de nuevo el clarín...
27El clarín, el clarín, Clarín..., Clarín..., Clarín... El hipo, cada vez más espaciado del traqueteo, le sacude blandamente la conciencia con luz de frontera « Clarín... Clarín, yo soy Clarín ». Helada la nariz, « se me cayó el hongo »... y ese trozo de madero « pobre brazo mío ».
28– León, León, media hora de parada... Hay café caliente, café caliente.
Aclaraciones, escuetas.
Pregunta un periodista (año 2000), al final de una charla, entre dos puertas: « Si volviera Clarín al mundo de hoy, ¿cómo reaccionaría? ¿Qué opina usted, señor Lissorgues? »
Respuesta: « Se pegaría un tiro... »
(Al día siguiente, sale la seria entrevista con el titular: « Si viviera hoy Clarín, se pegaría un tiro »)
*Adolfo Posada (1860-1944), catedrático de Derecho político de la Universidad de Oviedo, íntimo amigo de Leopoldo Alas.
*Adolfo Buylla (1850-1927), catedrático de Economía política de la Universidad de Oviedo, amigo de Leopoldo Alas.
*Casto Avecilla: « Avecilla », cuento [1882] de Leopoldo Alas, Clarín, publicado en Pipá (1886).
*Doña Berta, novela corta de Leopoldo Alas, 1892.
*Chiripa: « La conversión de Chiripa », cuento de Clarín, publicado en Cuentos morales (1896).
Auteur
Université de Toulouse
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