Decente colocación de la Santa Cruz de Patón y la devoción popular
p. 453-460
Texte intégral
1La presente comunicación arranca del interés de un grupo de investigadores de la Universidad de las Islas Baleares por la obra inédita del Maestro Jiménez Patón. El proyecto1 que nos viene ocupando los últimos meses de nuestra investigación se centra en una parcela poco conocida de su obra, lejos de sus preocupaciones filológicas: la que trata de los problemas sociales de su época, atendiendo a una doble orientación. Por un lado, la del cronista, con el acercamiento a la problemática del campo manchego y andaluz por la temida invasión de la langosta (Discurso de la langosta, que en el tiempo presente aflige y para el venidero amenaza, publicado en 1619); por otro, la del docente o reformador, aquella que nos desvela su preocupación por la limpieza de sangre y su marcada mentalidad inquisitorial (Discurso a favor del santo y loable estatuto de la limpieza, publicado en 1638) o discute acerca de los lugares donde debía tenerse presente la Santa Cruz o ser retirada (Decente colocación de la Santa Cruz, publicado en 1635). Estos dos últimos tratados apologéticos nos acercan al perfil más fanático del que fue también comisario y notario del Santo Oficio: el de la persona preocupada por la pureza de la raza y el del represor de las comunidades hispanojudía e hispanomusulmana, propio de la violencia del integrismo religioso católico imperante en la época.
2En el contexto de un país convulso, lastrado por las guerras y dominado por el poder omnímodo de la Iglesia, se inscribe esta Decente colocación de la Santa Cruz, texto profundamente imbuido de una retórica cristiana propia de los tratados morales de su tiempo y de ese aroma de exclusión hacia todo lo diferente o ajeno. En ese contexto, pues, de obsesión, cabe ubicar el edicto del Supremo Consejo de la Santa Inquisición que da origen a nuestro librito, surgido como respuesta a los abusos e irreverencias en los que había caído el empleo de la sagrada insignia, y para que con ello vivan «los hombres más advertidos que hasta ahora» (f. 30v). Aunque nuestro texto reproduce sus fragmentos más significativos, desgraciadamente no hemos podido dar con la fecha de publicación. No obstante, no resultaría aventurado ubicarla entre 1621, porque se da por muerto a Felipe III y el 20 de octubre de 1626, fecha de un edicto de la Inquisición mejicana idéntico al nuestro2.
3En la época en que se escribió el opúsculo (impreso en 1635, pero con licencia del Ordinario de noviembre de 1628, por tanto siete años en los que permaneció en el limbo), el Maestro dio cumplimiento a dos de los mandamientos principales de la que era su familia: el de guardián de la herejía y el de protector de la moralidad pública3, circunscribiendo así su tarea más en la parcela social coercitiva, cercenadora de la libertad de conciencia, que en otra más libre, expresión personal de una devoción más sentida o profunda. Esta última línea, de fértil creatividad en la centuria anterior, se vio brutalmente cercenada por el firme atrincheramiento de la iglesia postridentina, más preocupada por las prohibiciones o los castigos (como los estatutos de limpieza) que por el impulso espiritual.
4En esta época, pues, una vez acabada ya con la última disidencia morisca (1615)4 y prácticamente sin herejes a los que combatir, la Iglesia barroca española se vuelca sobre todo en la expresión más exterior y visual del sentimiento religioso, extendiendo sus tentáculos hacia toda la sociedad y la cultura en su magno intento de construcción de una suerte de religión nacional, rigurosamente controlada por el clero. Se convierte así en una institución fuertemente jerarquizada y de amplia autoridad, celosa guardiana de la doctrina contrarreformista, que preconizaba especialmente una pedagogía basada en la represión y el castigo cuando fallaba la persuasión.
5No vamos a entrar ahora en el ámbito de la predicación porque nuestra Decente colocación no se inscribe en esta línea, aunque comparte el mismo afán de control ideológico o de adoctrinamiento social consabido. Tampoco se escribió para formar parte de ninguna esfera preceptiva, labor ésta que correspondía a la Suprema con el edicto mencionado.
6Cabe citar, como principales antecedentes del opúsculo, una carta del famoso humanista Pedro de Valencia dirigida al arzobispo de Toledo don Bernardo Sandoval y Rojas, a la sazón Inquisidor General de España (1608-1618), para que actuara contra el abuso de poner cruces «en muchas partes por las calles y casas donde hay rincones y lugares acomodados para que los que pasan se puedan retirar a orinar de día y hacer otras mayores inmundicias de noche» (f. 1v), fechada en Madrid el 5 de agosto de 16095. Llama poderosamente la atención que no se mencione este importante precedente, que tal vez tuviera como consecuencia un decreto de Felipe III al que se cita, en el que «se despacharon por todo el reino cédulas en que mandaba Su Majestad que se quitasen y borrasen las cruces de todos los lugares indecentes» (f. 8), diferente al de su sucesor el cuarto Felipe aunque con idéntica prohibición al que es objeto de nuestro estudio. Es posible que Patón no tuviera a la vista el escrito de Valencia de sólo tres páginas y media, pero también lo es que siguiera copiándolo o que ambos acudieran a las mismas fuentes: sus contenidos e intenciones no difieren. Me inclino a pensar que voluntariamente lo elude.
7Otro antecedente significativo habría que situarlo en 1578, en el primero de los sínodos valencianos de san Juan de Ribera6, arzobispo de Valencia, patriarca de Antioquía y prototipo de los contrarreformistas, donde se manifiesta la misma preocupación sobre la colocación de las cruces en los rincones públicos, asunto sobre el que volveremos más adelante. El patriarca valenciano, el gran impulsor de la expulsión de los moriscos de 16097, deja su impronta en el texto como un «celoso de la religión». Pero ¿qué se debía entender entonces por “celoso”? Si consultamos el diccionario, nos diría que «el demasiado vigilante». Hoy lo podríamos integrar en la categoría de integrista o fundamentalista cristiano.
8Tampoco es imposible que Patón conociera la descripción histórica que Justo Lipsio hizo en su librito De Cruce (1593), cuyo detallismo en la descripción de los tormentos sobre la cruz es sobrecogedor; pero no ahonda en ello Patón, a quien no interesa tanto los pormenores de los refinamientos de la crueldad como el abordar una cuestión principal desde su púlpito: la reforma de los abusos que sufre la Santa Cruz.
9De esto se trata, pues, de un texto de reforma de abusos. Como en el opúsculo de Pedro de Valencia, interesa la elaboración de unas pautas exteriores de conducta bien claras; el ejercicio de un control riguroso sobre el bien y el mal; y la glosa del valor y significado del símbolo cristiano por excelencia, apoyado en una serie de autoridades históricas o eclesiásticas. Para conseguir su propósito se acude a varios tópicos como el miedo a la infección herética o el topos tradicional de la vida cristiana como milicia (f. 30v), del miles christianus (no en la lectura erasmista) al servicio del «Dios de las batallas» (f. 9) en permanente lucha contra los enemigos de la fe: «temporales, espirituales, infieles paganos, necios idólatras, herejes, turcos mahometanos o cismáticos». Éste es un argumento tan antiguo como la Biblia. En los escritos de Jeremías se atestiguan numerosas citas del Dios de las batallas, de las venganzas, de las represalias o de las iras; y en la Epístola a los Efesios de san Pablo (6, 10-17), al definir la armadura del cristiano, se fijaron los términos de esta singular contienda. De forma que en la literatura occidental, ambos tópicos han gozado de amplia difusión y copiosa recreación literaria, conformando uno de los repetidos fundamentos de la retórica cristiana.
10Patón emplea, además, la mención de algunos ejercicios militares de la Historia como demostración del triunfo de la fe o de la cruz. El paralelismo, de origen bíblico, siempre ha demostrado su eficacia como arma preferente de la acción pastoral de la Iglesia. Dos son los ejemplos. El primero, las reiteradas alusiones al emperador Constantino I el Grande, en especial la de su triunfo contra el tirano Majencio y el sueño o visión de la Santa Cruz que le condujo a la victoria («In hoc signo vinces») y le llevó a convertirse al cristianismo. El segundo paradigma, es un episodio de la llamada «cruzada» de la reconquista que el autor recuerda con añoranza: «la milagrosa batalla de Las Navas de Tolosa», y la intercesión o visión de otra cruz en el cielo, que fue la que guió a las tropas cristianas en la victoria final contra el infiel. No son baladíes las ilustraciones. Aunque el apunte es breve, con ellas se enseña que la devoción a Cristo mueve montañas: es capaz de vencer al enemigo más encarnizado, elevar la moral del guerrero o convertir a los paganos. Pensemos que el argumento no era nada novedoso para los fieles de la época. Santos luchadores como san Jorge, san Miguel o, sobre todo, Santiago, ya formaban parte del imaginario colectivo; y conocidas órdenes religioso-militares y algunas religiones mendicantes, con sus cruces grabadas en el pecho, son mencionadas por el Maestro por su empeño en la defensa del cristianismo.
11Que la cuestión militar era un recurso acreditado y provechoso del adoctrinamiento social, era moneda corriente teniendo en cuenta la importante presencia de la religión en los hombres y mujeres de la época, quienes todavía tenían presente el espíritu de la Reconquista. Que se les presentase a la imaginación episodios históricos donde la cruz orbitaba como centro casi exclusivo de la devoción cristiana, también nos mostraba a una Iglesia militante al mismo tiempo que triunfadora. En algunos casos se procede con descripciones tremendamente efectistas, visuales, o directamente graciosas, como las cruces que aparecieron en los vestidos de unos judíos y que éstos no se podían quitar o los episodios de las cruces tatuadas, o «labradas a fuego» en algunas partes del cuerpo de los infieles, como la de los moros de la Cabilia argelina llamados azuagos (siglo xvi), que la llevaban marcada en la mejilla derecha como señal distintiva de su fe, al considerarse descendientes de cristianos (vándalos). Un ejército de «ciertos turcos» que sirvió de presente del rey persa Cosroes II al emperador bizantino Majencio por su ayuda militar en una guerra de sucesión, la llevaba marcada en la frente. Contaban satisfechos los otomanos que la marca les había ayudado a vencer una epidemia de peste. Episodio que nos remonta a los libros bíblicos del Apocalipsis y de Ezequiel, donde se cuenta cómo marcaban con un sello en la frente a los servidores de Dios (Apocalipsis 7, 3; 9, 4; 13,16 y 14, 1); pero sobre todo a la conversión del infiel, que es lo que interesa, más si tenemos en cuenta que éstos aborrecían la santa cruz y las santas imágenes como se afirma (f. 26v). A pesar de que la resistencia de los conversos ya era mínima o nula, todavía Patón exterioriza su tendencia racista, arremetiendo contra los que acusa de seguir practicando sus ritos camuflados: «infieles que andan encubiertos entre nosotros de cometer en ellas algunas blasfemias hereticales con oprobio de golpes y otros géneros de desprecio» (f. 26).
12Algunos de estos episodios del triunfo de la Cruz Santa y otros eran moneda común y podían estar presentes en la conciencia de los fieles por obra de los sermones, de algunas diversiones como el teatro, de la pintura o de disertaciones como la nuestra u otras, y consiguen reforzar la idea del cristiano que forma parte de una milicia cuyo único capitán es Cristo, incidiendo en la percepción de la licitud de la guerra. El léxico aplicado favorece este concepto de militarización: «porque es trofeo del mismo Cristo Dios hombre, freno y asombro del diablo, armas de los cristianos, escudo que rechaza las flechas del enemigo demonio, celada que defiende la cabeza, loriga y peto que ampara la persona, señal de victoria» (ff. 27v-28).
13Desplegada, pues, con contundencia esta doctrina pseudomilitarista católica, que bien podríamos asociar al miles christianus proverbial, la idea se desliza subrepticiamente en el cauce de la vida cotidiana española presentando una clara e inequívoca disyuntiva a la vasta mayoría de la población: la obediencia o la disidencia. Pero como no podemos pasar por alto la fuerte implantación de la religión en todas las capas de la sociedad, a nuestro soldado cristiano no le quedaba más remedio que obedecer. Ése era su cometido. El decreto de la Decente colocación es una piedra más en esa dirección: control del pensamiento, pero también de las prácticas, pivotando sobre prohibiciones, amenazas, miedos, castigos o incluso delaciones. Para muchos es el síntoma más palpable de la decadencia de la religiosidad española, después del reformismo de la primera mitad del siglo xvi.
14El celo desmesurado o la potestad censora de la institución religiosa llevó a la expresividad de lo religioso a auténticas cotas de obsesión, insensatez y exageración, rayando a veces en lo cómico, como veremos a continuación, con la excusa de la «reforma de abusos», de la salvación del alma o de la muralla para defender la ortodoxia contra la herejía u otras desviaciones. Como el culto se practicaba de manera rigurosa y puntual, resultaba imprescindible establecer unas pautas de conducta bien concretas. Patón, en este sentido, tampoco fue original. El gran tema recurrente de su opúsculo, el uso de cruces pintadas en las paredes o erigidas en el suelo para evitar inmundicias, ya había recibido tratamiento y quejas en escritos de años anteriores.
15Podríamos relacionar numerosos testimonios de la época que reflejan esta preocupación. Por su valor, el entremés Las nueces, de Quiñones de Benavente (publicado en 1643); el Vocabulario de refranes de Gonzalo Correas (1627); un epigrama atribuible a Góngora, «A don Diego del Rincón»8; y la Carta a una monja de Quevedo (según Astrana Marín, escrita en 1603)9; una carta atribuible a Diego Hurtado de Mendoza10.
16Sería inútil dilucidar fechas sobre la costumbre y el chiste, su antigüedad es mucho mayor, de origen medieval y, por supuesto, pagano. Mezclar a los dioses en el acto escatológico era moneda corriente entre los romanos quienes pintaban dos culebras, en alusión a Esculapio, para preservar algunas paredes o rincones de las inmundicias y orines, como nos recuerda Persio11, circunstancia que cita Patón como antecedente manifiesto de las modernas cruces. Del mismo modo que las cruces sustituyeron a las imágenes de Mercurio en las confluencias de los caminos durante los primeros tiempos del cristianismo «para deslucir y borrar las supersticiones gentílicas». La sustitución de un uso pagano por otro cristiano con el mismo fin es un hecho que saluda Patón porque estaba al servicio de una doble finalidad: al tiempo que se hacían desaparecer los «falsos dioses» o la «necia idolatría», se originaban lugares de devoción para el buen cristiano. La conversión se ilustra también con otros ejemplos, como el nuevo uso de la mezquita de Córdoba y otras.
17Así que la cruz llegó a convertirse entonces en un hábito para conjurar las aguas menores en paredes varias, lugares oscuros, callejones o incluso muros exteriores de las iglesias, vicio firmemente censurado por el humanista.
18Aunque éste se hace eco del problema de salubridad existente en aquella sociedad, y recalca que algún sitio tiene que haber donde «vacían los muchachos y vulgo sus inmundicias, estiércoles y basuras», no acierta a dar con las remedios. En su irritación por ver la cruz pintada en las paredes, la única alternativa que propone consiste en su sustitución por otras figuras como la de un demonio, un ídolo, un Príapo o un Mahoma escuálido, que hoy levantaría polvaredas de polémica. Le resultaba indignante notar que un objeto sagrado fuente de «la salud, la paz, la verdadera libertad, la vida, la gracia, la sabiduría, la justicia, la santificación del género humano y el remedio universal de todos los siglos presentes, pasados y venideros», se empleara para menesteres tan indecentes.
19En cualquier caso, el curioso y piadoso procedimiento de los vecinos para evitar ver sus paredes sucias, debía refrenar a los viandantes a vaciar allí sus necesidades, por el respeto al símbolo sagrado. En el entremés Las nueces, de Quiñones de Benavente se lee: «Sale un vejete con un tiesto de almagre. Vengo a poner unas cruces / en el rincón de mi puerta, / que la pudren los muchachos / cuando salen de la escuela»12.
20Al aterrizar en el refranero, Correas ya recogió unas formas que posiblemente fueran anécdota en su origen, pero que se habían convertido en chistes o frases proverbiales: «Solíanse poner cruces en rincones de patios y zaguanes porque no measen en ellos; mas ya está justamente mandado que no se pongan y borrar las que estaban pintadas en deshonestos lugares», añade. Donde el «justamente mandado» nos remite seguramente, al igual que en nuestro caso, al edicto mencionado de Felipe IV porque la redacción de Correas es de 1627.
21Además de la cruz con fines de limpieza, Patón se extiende en otros abusos, denunciando repetidos casos de irreverencia en la colocación del símbolo del cristianismo. Uno de los casos que más le preocupan, aparte del citado, era encontrarla en el suelo en lugares o formas donde podía ser pisada. Por este motivo censura las lápidas funerarias, las alfombras, los escritos con cruces, como las cartas, incluso las marcas en los lomos de las reses, porque al tumbarse éstas también son causa de indecencia, haciendo acopio de testimonios civiles y eclesiásticos, como los de los emperadores Teodosio y Valentiniano, san Luis Rey de Francia, Pío IV o san Carlos Borromeo, quienes legislaron sobre ello. Caso curioso es el de los sobres con el que da inicio el opúsculo. Algunos le reprochan que no ponga cruces en los sobrescritos, como hacen todos los «cristianos piadosos», a lo que el Maestro se justifica con el criterio del dominico fray Alonso de Santillán, que hace suyo, quien desaconseja su empleo porque el papel puede emplearse «en ministerios indecentes y aún indignos de nombrarlos»13. Por lo que razona Patón que «no es justo que con ese peligro se ponga cruz». Concluyente juicio si consideramos que por aquel entonces todavía no se había inventado el papel higiénico.
22Las citas de autoridades civiles y eclesiásticas con veneración a la Santa Cruz son una característica del estilo del librito. Ellas son las que imprimen su estructura al tiempo que ponen de relieve el grado de erudición, religiosa o no, de Jiménez Patón y las relaciones personales y epistolares que mantuvo con elevados representantes eclesiásticos, algo de lo que en alguna ocasión hace gala. En su línea argumentativa, el Maestro refuta, corrobora, amplía o profundiza al hilo de los testimonios que va desgranando, manifestando con ello sus convicciones religiosas y su enorme respeto a las autoridades. Se muestra particularmente interesado con los ejemplos en latín de celebridades religiosas, en las cuales revela una profunda devoción a Cristo y al venerable madero, casi como centros exclusivos de plegarias.
23Si tenemos en cuenta que la religiosidad popular es el comportamiento más frecuente de la expresión religiosa, Patón estimó necesario que las reglas desplegadas tuvieran un buen soporte fundamentado de «piadosos y doctos varones» porque su doctrina «es santa y se debe tener y guardar como ellos lo enseñan y aconsejan» (f. 2v). Este conjunto de opiniones, más las esbozadas por el propio humanista, aspiraban a convertirse en elementos decisivos como fundamento de la cohesión social de grupo, fuente y manifestación de la devoción popular. Así, las citas de los santos varones14 inciden en el aspecto de arma defensiva contra el pecado y las dificultades o peligros, aunque en algunos casos se alcancen cotas que hoy consideraríamos obsesivas o absurdas, como las Tertuliano al aconsejar la señal de la cruz al andar, al vestirse, calzarse, lavarse, sentarse o ante las velas que nos alumbran. San Jerónimo la aconseja como arma para conservar la virginidad; san Ambrosio se preocupa por las heces y suciedades sobre el símbolo cristiano; Teodosio y Valentiniano la prohíben sobre las lápidas; Paulo Diácono cuenta en su Miscelánea cómo el emperador Tiberio II, al quitar una cruz de una lápida, se encontró con un «gran tesoro». También se relacionan los escrúpulos del licenciado Ávila alarmado por ver papeles con cruces en envoltorios varios: «los entregan a boticarios o tenderos para envolver ungüentos o otras cosas, las cuales acabadas dan con el papel en el suelo cuando no lo echan en lugar más indecente, que es común en aposentos de enfermos»; o los de fray Jerónimo Román al verla en jarras de refectorios de monasterios, «porque aunque allí parecen bien, después, si se desportillan y no son para servicio en las comunidades, usan dellos en cosas indecentes y poco honestas». Con estos y otros capítulos, se intenta estrechar el círculo de obsesiones y penetrar en los más recónditos órdenes de la vida ordinaria. Así, se llega a desaconsejar su uso en las chimeneas, en las puertas traseras de las viviendas y en las de los corrales; encima de setos; en las cercas de viñas o ranchos; en casas de campo; en la entrada de hosterías, posadas, ventas o mesones y en las ventanas y puertas en general.
24Entre tantas insignificancias que perturbaban el espíritu de nuestro venerable Patón y el miedo que provocaba la sola mención de la Santa Inquisición, es normal que con escritos como éste y similares, la población menos culta extremara sus cautelas. ¡De eso se trataba! Su librito salió como comentario del edicto de la Suprema y a él se acude con la reproducción de varios fragmentos. Por ello, en vez de extenderse en más casos de irreverencias o imprudencias varias o de que la gente pensara que se prohibían todas las cruces, Patón, como contrapartida, también hace notar las acciones o las situaciones en que considera justa y conveniente su presencia. Lo único que hace, en este sentido, es recordar lugares comunes ya consabidos, como el santiguarse al levantarse de la cama, al salir de casa, al oír truenos, al entrar a un templo o ante cualquier peligro, costumbres que hoy todavía se conservan. Sobre su colocación da su consentimiento a los mástiles de los barcos, a los escudos, banderas, armas, vestidos (como los de las órdenes militares), monedas, coronas de emperadores, tiaras de papas, calvarios, vía crucis, templos, oratorios y albergues de los pobres; como colgante en el pecho, en el cuello, en los rosarios o en las manos de los exorcistas; en fin, como señales de caminos y en los cadalsos. Nada que cualquier feligrés de la época no conociera fehacientemente. Su esmero, en cambio, llega a desechar por no perniciosas aquellas situaciones o lugares en los que accidentalmente podía formarse el venerable madero, como en los casos de palillos, pajas u hojas secas del suelo o en las rejas de las ventanas y algunos maderos de las puertas.
25Como colofón, resulta, a ojos de hoy, difícil comprender toda esta sucesión de remilgos por parte de un estamento tan desprestigiado, corrupto e inmoral como el eclesiástico que, precisamente, por ello revelaba ante la sociedad esta aparatosa ostentación vinculada a una religiosidad que había degenerado en mezquina y superficial, al tiempo que mostraba su gran negocio y preocupación: la salvación del alma. «Con esto, pienso, habré satisfecho a todas las dudas que nos proponen estos días» (f. 23).
Bibliographie
Referencias bibliográficas
Alonso, Dámaso, «… Si no le viera la cruz. Nota gongorina», en Homenaje al Prof. Muñoz Cortés, Murcia, Universidad de Murcia, 1977, vol. 1, pp. 27-35.
Entremeses Nuevos de diversos autores para honesta recreación, Alcalá de Henares, Francisco Ropero, 1643.
Góngora y Argote, Luis, Obras Completas, ed. Juan e Isabel Millé y Jiménez, Madrid, Aguilar, 1967.
Hurtado de Mendoza, Diego, Obras, ed. Nicolás del Paso y Delgado, Granada, 1864
Kamen, Henry, La Inquisición española. Una revisión histórica, Barcelona, Crítica (Libros de Historia), 2004 [1999].
Persio Flaco, Aulo y Decio Junio Juvenal, Sátiras, ed. Rosario Cortés Tova y Manuel Balasch, Madrid, Gredos (Biblioteca Gredos, 106), 2008.
Quevedo, Francisco, Obras completas de Francisco Quevedo. Obras en verso, ed. Luis Astrana Marín, Madrid, Aguilar, 1932.
Notes de bas de page
1 Proyecto FFI2008 01510, del Ministerio de Ciencia e Innovación, «Edición crítica y estudio de los ‘Comentarios de erudición’ (1621), y de otros textos inéditos, del Maestro Bartolomé Jiménez Patón (1569-1640)».
2 Alonso, 1977, p. 31.
3 Kamen, 2004, p. 84.
4 Según Kamen, entre 1615 y 1700, «las persecuciones de moriscos constituyeron el 9 por 100 de los casos juzgados por la Inquisición» (2004, p. 221).
5 BNE, ms. 11160, ff. 1r-4r, Discurso de Pedro de Valencia dirigido al Arzobispo de Toledo sobre que no se pongan cruces en los lugares inmundos.
6 Synodus diocesana Valentiae celebrata, praeside illustrissimo ac reverendissimo D.D. Ioanne Ribera, Patriarcha Antiocheno & Archiepiscopo Valentino. Valencia, Pedro de Huete, 1578.
7 Según H. Kamen, «el más implacable enemigo de los moriscos» (2004, p. 219).
8 Obras completas, no 44.
9 Obras en verso, p. xix.
10 Hurtado de Mendoza, Obras.
11 «“Prohíbo —exclamas— que aquí hagáis porquerías”. Tú pinta dos serpientes. “Chicos, el lugar es sagrado; ¡a mear a otra parte!”» (Sátira I, 113-114).
12 Entremeses Nuevos, 1643, f. 55v, vv. 228-231.
13 La cita es una respuesta verbal del fraile dominico al interrogante de Patón.
14 Nótese la vena misógina de don Bartolomé, ningún ejemplo femenino en todo el libro.
Auteur
Universidad Islas Baleares
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