«ECOLOGÍA» SACRA. Unas soledades eremíticas: Andrés de Lillo y su Descripción prosipoética de San Jerónimo de Guisando y sus cuevas
p. 881-892
Texte intégral
1La aspiración eremítica, la «nostalgia (de la espiritualidad) del desierto»1, núcleo originario del cristianismo primitivo, atraviesa el espacio altomoderno hispano, determinando en ese momento, no sólo la construcción de dominios físicos (lauras, cuevas, «desiertos», ermitas…) destinados a estas experiencias radicales, sino que el eremitismo se convierte en objeto de representaciones que, con elocuente ejemplarismo, son precisamente elaboradas en ámbitos urbanos donde cumplen su función idealizante, y en donde expresan tensiones utópicas irresueltas en el interior de una cultura que se debate entre la conquista material del mundo y el sentimiento metafísico y la pulsión ultramundana que conduce a situar la corporalidad en una exclusiva perspectiva ascética.
2Lentamente vamos conociendo y estudiando este fenómeno que da cauce a una fuerte implantación en la mentalidad barroca de lo que se ha llamado «extrañeza de mundo»2: pulsión de rechazo y de huida enquistada en el corazón mismo del sistema simbólico que gravita precisamente en torno a la descripción y constitución material del mundo y a la ubicación problemática de los sujetos en él. El icono visual del eremita, del «ebrio de Dios»3, en lo que es la multiplicidad de sus variantes definidas por la cualidad y el espacio o «escena» en que acaecen sus realizaciones vitales, ha inundado el dominio de una plástica barroca, que lo tiene como uno de sus emblemas más característicos4. Los cuadros y, sobre todo, los grabados que revelan aspectos, territorios, peculiaridades y grados de estas prácticas, han comenzado a ser estudiados como lo que son: potentes configuraciones de la tensión mundo-trasmundo que organiza la dialéctica barroca5. La vasta geografía del Imperio hispano aparece así, durante cerca de doscientos años, efectivamente colonizada por una red de puntos nodales, donde se concentra la capacidad significante que lo eremítico alcanza. En su interior se desarrolla la posibilidad fabulosa de una subjetividad (la del ermitaño, eremita, anacoreta, dendrita, estacionario…) que nada le debe a la historia, arrastrada como está por la ensoñación de una utopía regresiva que conduce a revivir los momentos aurorales de la religión cristiana y a imitar la espiritualidad de los primeros padres. Las figuras de los eremitas ocupan para ello (para hacer posible su utopía involucionista) espacios intersticiales, donde todavía no actúa con plenitud una cultura urbana, logrando resemantizar el territorio virgen de una naturaleza, de una physis, que, de este modo, no podrá ser anexionada por las capacidades productivas, comunicativas, socialmente organizativas del capitalismo en este su momento inaugural6.
3Tal colonización sagrada del territorio en realidad lo coloca en una suerte de paréntesis y abstracción, sacándolo del tiempo histórico para hacerlo reingresar en las tradiciones nunca perdidas totalmente de una España profundamente eremítica, y cuyo recuerdo y presencia nunca ha desaparecido enteramente desde los primeros momentos de la evangelización cristiana de la Península, siendo el Siglo de Oro en su conjunto, precisamente, el momento en que el fenómeno conoce su revitalización. Esta «operación» que produce una suerte de «física sagrada»7, y que a la postre desemboca en una verdadera «geografía a lo divino»8, es extremadamente relevante en el continente americano, concebido, más allá de la propia evangelización y normalización social teopolítica que en él se pretende, como el espacio ideal para la realización de una «Thebaida americana»9.
4Frente a lo que desde el punto de vista moral son disvalores de la vida económica y social que pone en pie la modernidad, la espiritualidad eremítica retiene afectos y vivencias en trance de perderse: así la contemplación, el ejercicio de la soledad10, la no injerencia del hombre en un mundo concebido desde esta ideología arcaizante exclusivamente como un «teatro», como un «monte de contemplación» (Alonso de Orozco) para la elevación espiritual.
5Evidentemente, nada de esto podría adquirir un carácter relevante en medio de las tensiones materiales que atraviesa la totalidad imperial hispana, si una serie de potentes discursos no se hubieran ocupado de magnificar ante audiencias más o menos masivas las características de alto alcance simbólico que revisten estas praxis de cuño eremítico, en sí mismas desnudas, las cuales, en realidad, retroceden hacia un grado cero de lo cultural, hasta reencontrarse en el seno de una naturaleza despojada de historia y de progreso alguno, virtualmente recién salida de las manos de su Creador. Así, desde la novela de consumo urbano11, hasta el mismo teatro de corrales y comedias —y particularmente éstos— se convierten en un lugar de visibilización de la figura del eremita, que enuncia desde ellos, antes y sobre todo después de las reformas lopescas, su discurso anti-mundo12; discurso al que el siglo de los excesos idealistas prestará, desde luego, escucha.
6Tal emergencia de la figura liminar de lo eremítico en el seno del arte de masas revela la importancia que cobra su posición estratégica para originar un sistema dialéctico, donde las posiciones extremas marcan el campo todo donde se va a desarrollar lo plausible. El uso retórico de este campo, con sus figuras extremas y paradójicas, enriquece extraordinariamente el imaginario barroco, al tiempo que le sirve de contrapeso para la creciente unificación de los modos de hacer o concebir mundos, manteniendo así una importante reserva, fundamentalmente poética, de imágenes y conceptos antisistémicos, que son en esencia negadores, resistentes en todo caso a la uniformización que impone el dominio urbano.
7Y, sin embargo, es preciso decir también que el fenómeno de la propia impostación idealizante del eremitismo a medida que avanza el siglo xvii coincide con el deterioro de este verdadero proto-emblema de la Contrarreforma hispana que es la ermita, la vida y el espacio eremítico. «Pros y contras»13; «apología y denigración»14, conviven simultáneamente antes de que lo primero vaya desapareciendo del plano discursivo, y, sobre todo, antes de que una serie de medidas sinodales y de las jerarquías eclesiásticas vayan reduciendo los contornos de la práctica eremítica, colocándola abiertamente bajo el signo de la sospecha. La santidad anacorética, la más ejemplarista de cuantas cabe realizar, resulta ser a la postre «controvertida»15, y, según se ha visto, finalmente aniquilada en el seno de una Iglesia católica que rechaza violentamente el individualismo y las praxis que no se acogen a normativas de las Reglas establecidas, entendidas aquellas como en peligrosa conexión con los fenómenos de alumbradismo y otras prácticas heterodoxas.
8El eremita confluye finalmente con el delincuente, o, en el mejor de los casos, con el hipócrita y disimulado hedonista y comediante16, o acaso también degenera en la figura de una peligrosa melancolía religiosa y solipsismo espiritual, entendido por los teólogos como pecado de acedia, con lo cual queda patente la imposibilidad final de una utopía concebida bajo ese signo. Dos textos famosos de la tradición literaria española se ocupan de este último aspecto: el famoso capítulo II, 22 del Quijote17 y la burla ilustrada que Samaniego realiza de la vida eremítica que se lleva a cabo, avanzado el siglo xviii, en el desierto carmelitano de Bilbao18. Pero entre estos dos hitos se sitúa un aluvión de textos satíricos para con la figura del eremita/ermitaño, como el famoso pasaje del Buscón que contiene la burla de dos ermitaños19, o los capítulos dedicados a los ermitaños en El Quijote de Avellaneda.
9En todo caso, las enmiendas contra las prácticas eremíticas combaten, incluso, el prestigio de los «valores» (cristiano-ascéticos) que sin duda soportan, como testimonios que son de primitivas articulaciones de una vida cristiana20. Es el caso que se cumple cuando Antonio de Solís escribe en «Contra la soledad»:
El hombre que del hombre se desvía,
y los desiertos, Pármeno, apetece,
o entre su misma flema se entorpece
o se embelesa en su melancolía21.
10En efecto, a la altura de mediados del siglo xvii, una vez pasados los primeros decenios, que conocen una cierta rehabilitación del tema en obras como las de Espinosa22, el propio Góngora («Cuarta soledad», o «de los yermos») y una serie numerosa de escritores hagiógrafos23, el fenómeno se encuentra ya en franca recesión, mientras los discursos que lo legitiman y lo subliman han decaído en su estatuto de obras de arte, para recaer en la condición de textos (o de imágenes) adocenadas, reiterativas, que apenas logran ya comunicar la sustancia de aquella primera presencia aurática que lo eremítico alcanzó en la obra de un San Juan de la Cruz, donde el eremita comparece bajo la fórmula metafórica del «páxaro solitario»24. Todavía hasta finales del siglo xvii y, también, a comienzos del xviii, una serie de textos descriptivos retendrán las últimas visiones de espacios eremíticos —el «desierto prodigioso»25—, todavía en ese tiempo activos, como sucede con las obras de Francisco de Florencia26, Tomás González de Manuel27, Fray Diego de Jesús María28, Paulino de Estrela29, o Blas Antonio de Ceballos30. Este es el tiempo también en que en el espacio hagiográfico se revisa con fuerza la imagen de la o del anacoreta santo, como a este propósito sucede en la obra de Andrés Sánchez de Villamayor31.
11El eremitismo es un modo de entender o «procesar» el natural, y desde estos hitos que señalamos es lo cierto que la naturaleza inicia así su tránsito hacia ser pensada bajo un concepto definitivamente ilustrado de la misma, en donde pronto no tendrá cabida el investimiento de cuño eremítico. Retrocediendo en el imaginario la historia heroica de los hilarios, macarios, onofres y jerónimos; cayendo en recesión el recuerdo mismo de los cuarenta días de Cristo en el Desierto, comienza entonces a comparecer en la historia una conceptualización «ecológica» de la naturaleza. Es decir: del dominio donde debe cesar la máquina de explotación, y donde el hombre es ahora nada más que, acaso, el descriptor de sus maravillas; el que realiza el archivo de sus variedades y da cuenta de su trama infinita, oponiéndola implícitamente a las realizaciones culturales producidas en el segundo entorno. En definitiva, la cultura urbana del Barroco termina, en efecto, por reivindicar para sí misma el espacio de excepción, de impenetrabilidad y de reserva que la utopía eremítica había reconstruido en medio de grandes dificultades.
12El fin de la utopía eremítica señala también la decadencia misma de la relación poética que la organización estética e ideológica barroca había tenido con la naturaleza32, relación que había llegado a una suerte de cumbre, tanto en las Soledades gongorinas como en el Paraíso cerrado para muchos, jardines abiertos para pocos, de Soto de Rojas, a quienes nuestro autor —Lillo— les es por completo deudor, situándose, como veremos, claramente en una estela epigonal, degradada, y ciertamente, como él mismo define: «prosi-poética».
13Es este el momento, el corte en que se sitúa una serie de textos más que notables y en cierto modo olvidados. Discursos como el de Bernarda de Ferreira33, como el de Cecilia del Nacimiento34, y como el del propio Andrés de Lillo, animados todos por una primera pulsión nostálgica pero que al cabo deja paso al trabajo descriptivo del lugar privilegiado, del locus donde, gracias a la impronta dejada por el eremitismo, puede percibirse en toda su pujanza y ausencia de trabajo humano, el «laboratorio» natural. En ellos o, mejor, ante ellos se inaugura una nueva percepción del paisaje, que aun cuando aparece todavía como heredera en todo de la mirada eremítica, se orienta ya en realidad hacia lo que es una total apropiación del espacio natural como el objeto de una práctica cultural enteramente moderna35.
La «Descripción prosi-poética» de Andrés de Lillo: haciauna «ecología» sacra
14La idea de leer el espacio natural, precisamente aquél que por su virginidad resulta más cercano a lo divino, forma parte de la operación semántica de una pluralidad de autores religiosos de los siglos xvi y xvii. Si bien Maravall36, como de forma tan abusiva se ha citado y reiterado, insiste en el carácter urbano de la cultura barroca, no está de más recordar que curiosamente, al mismo tiempo, no pocos escritores cultivan el topos de una huida hacia Dios a través de la simple pureza vegetal o animal. De esta manera, el eremita viene a completar, junto al caballero o el pastor del xvi, y de forma casi paralela con el pícaro, la nómina de personajes arquetípicos para todo novelista. El eremita se convierte en icono y paradoja de este tiempo fastuoso desde el punto de vista simbólico y libresco y que, sin embargo, se somete en el espacio natural que lo rodea a la lectura única de la naturaleza. «Ecología» sacra, pues, clasificadora de una realidad plantada directamente por la mano de Dios.
15Con estos antecedentes debemos valorar este texto fundamental y poco conocido titulado Descripción prosi-poética de el sitio del convento de monges de San Jerónimo de Guisando, por el monje jerónimo Fray Andrés de Lillo y Villamanrique, y que fue impreso en Sevilla (no aparece citado el impresor) en 1662. Poco se sabe del autor de esta larga silva, que transcurre a lo largo de 26 folios. Intuimos, sin embargo, si atendemos a los previsibles poemas laudatorios que preceden el texto, que Lillo fue un teólogo bastante valorado en los lugares donde ejerció su doctrina37: en Ávila, ciudad decadente pero reserva espiritual en el barroco, donde residía en el momento de la publicación; o en Salamanca, donde llevaba a cabo su labor docente. Su empeño en esta silva consiste en dar a conocer el espacio natural que rodea el convento jerónimo de Guisando, célebre enclave histórico-simbólico cercano a la localidad abulense de El Tiemblo38. El texto tiene, como ya se ha comentado, notables antecedentes en toda esa literatura eremítica que va conformándose casi en forma de subgénero a lo largo del xvii. Junto a los escritos puramente teóricos o prosísticos debemos citar, desde el punto de vista exclusivamente poético, la influencia del paraíso de Soto de Rojas, la «Descripción del nuestro desierto de San José del monte Batuecas» de Cecilia del Nacimiento, o la «Canción Real a San Jerónimo en Siria» publicada como pliego suelto en 1619 por Adrián de Prado: textos en los que de manera plurisignificativa se superponen algunos de los tópicos más queridos de todo poeta barroco, como son la visión melancólica, el menosprecio de la corte, el elogio de la naturaleza y la ruina, a los que debe unirse, especialmente en los dos últimos poemas citados y de forma similar en la Descripción de Lillo, la indagación documental de especies botánicas.
16Andrés de Lillo construye su texto pero lo enmarca en el rico panorama simbólico que le proporciona no sólo la contemplación física del convento jerónimo de Guisando y su espacio natural, sino también la lectura de esas fuentes directas o indirectas a las que vamos aludiendo. Quizá el ejemplo más significativo sea la monumental obra de fray José de Sigüenza, Historia de la orden de San Jerónimo39, donde describe con minuciosidad, pero también con numerosos datos erróneos, el convento de Guisando y a alguno de sus moradores. La elección de una vida eremítica se complica además por la progresiva impopularidad de estos monjes, cercanos casi al pícaro, como aparece reflejado en la literatura de la época (Cervantes, Mateo Alemán, Alonso de Contreras…) o en el propio texto de Sigüenza: «Padecieron aquí los siervos de Dios grandes tentaciones del adversario porque en todo fuesen retratos a lo vivo de Jerónimo. La gente murmuraba de ellos y cuando veían que se les iban allegando otros llamábanlos holgazanes, gente sin provecho y no sin sospecha, invencioneros, noveleros y otros nombres que sabe poner el que les menea las lenguas para desacreditar la virtud»40.
17Si fray José de Sigüenza ejerce de mero historiador de la orden, Andrés de Lillo trata, por el contrario, de dignificar a su manera el espacio en el que habitan estos monjes. No interesan ya tanto sus piadosos hechos sino la catalogación natural y simbólica del espacio. Esta decadencia del personaje eremítico conduce a la exploración literaria y simbólica del paraíso en el que habitan estos desarrapados de la religión. La mano que guía el espacio natural vuelve a ser, como ya había reflejado Dante, la perfecta mano de jardinero de Dios:
Hay un sitio en España, cuya planta
Mas que maravillosa se levanta
En grados, que al Oriente,
Rayos bebe al Sol de frente en frente,
Cuyos Cerros soberbios, a las manos
De los túmulos vienen Carpetanos,
Que en ansiosos deseos
Besan el pie a los Montes Pirineos,
Y en amorosos lazos
Descansar solicitan en sus brazos.
Es el sitio eminente
Áspera sierra, cuyo ser valiente
Se compone de todo lo vistoso,
En cuya variedad lo mas hermoso
Lo mas hermoso admira:
Aquí en un risco se mira;
Allí un soberbio Escollo,
Cuya cima o cogollo,
En uno, y otro repetido vuelo
Amenaza la fábrica del Cielo.
Acullá un Risco siempre levantado
Está haciendo estado
A innumerables, si mayores, rocas;
Cuyas lóbregas bocas,
O Cavernas obscuras
Fueron en otro Siglo sepulturas
De los que valerosos pelearon,
Y en si resucitaron
De Jerónimo el pecho penitente […]41
18«El pecho penitente de Jerónimo…»: forzado hipérbaton que conecta dos campos temáticos: la historia mítica del lugar y la leyenda de San Jerónimo en el desierto. El agreste terreno que sustenta el monasterio es sepultura de heroicos y valerosos guerreros. Se trata de un espacio mítico, hecho no extraño pues, como señala Vossler, «en un doble sentido, activo y pasivo, pasan por ser desde los tiempos primitivos los lugares abandonados, grutas, edificios en ruinas y yermos, lugares mágicos»42.
19La naturaleza remite al espacio simbólico e iniciático narrado por el Génesis. Tanto allí como aquí, árboles y frutos son dones divinos, pero a diferencia de la narración bíblica en la que, como sabemos, se dota de especial relevancia a la serpiente, algo habitual también dentro de la literatura eremítica en cualquiera de sus formas o representaciones (serpiente, áspid…), se esfuerza Lillo por ahuyentar la presencia de la tentación y del pecado. No en vano declaraba el Abad Filippo Piccinelli en su Mundus Simbolicus que «se representa al pecador obstinado y sordo a las advenencias de Dios y de los hombres con el emblema del áspid que, para evitar oír la voz humana, se tapona ambos oídos»43. Para este autor, que recoge testimonios de autores clásicos y emblemistas, la víbora era símbolo de avaricia, así como el basilisco del blasfemo y la serpiente es símbolo del diablo. Por ejemplo, el mencionado Adrián de Prado intensificaba la dura vida del santo anacoreta enfatizando la presencia de reptiles: «Tiene roturas mil este peñasco / Y en ella la tarántula pintada / Labra aposento con su débil hebra, / Y el áspid, con su ropa de damasco, / Asoma la cabeza jaspeada (…)»44. Pero Lillo no es un moralizador al estilo de San Epifanio, y, por lo que parece, no desea retorcer su texto con simbolismos que alejen al lector de la pura contemplación paradisíaca. Por eso, en la Carta que sirve de prólogo, se declara como un simple peregrino que procura ajustar «la propiedad de los Epítetos a la Naturaleza del vocablo, que los Gramáticos llaman Sustantivo, dificultoso de hacer hoy en nuestra Lengua Castellana propiamente y sin descalabrar»45. Nuestro peregrino, quien declara conocer el texto de Adrián de Prado y su difusión a lo largo del siglo xvii, se ve en la necesidad de realizar la siguiente aclaración al finalizar su silva:
Viénese luego a los ojos el reparo, y más a los que ha llegado la Canción Real del Desierto de San Jerónimo en Belén que comienza: En la desierta Syria destemplada, de que callan totalmente en esta silva aun los nombres de algunas Sabandijas ponzoñosas, con ser el Sitio tan a propósito. A lo cual respondo, con lo que he visto en el mismo lugar, y leydo en su glorioso Historiador Fray Joseph de Sigüenza en el lib. I de la segunda parte, capítulo 14 donde dice: Una cosa se afirma de aquel sitio y de muchos años se ha hecho observación con gran cuidado, que dentro de las cercas del convento ni en todas aquellas cavernas ni cuevas hasta el día de hoy se ha visto (es lugar extrañamente aparejado) culebra ni lagarto, ni víbora ni otra alguna suerte de sabandija fiera ni ponzoñosa, porque al entrar de aquellos santos huyeron todas, dejando desembarazada la posada a tales huéspedes. Huélgome haber respondido con una maravilla a una duda singular46.
20Con el hombre expulsado intencionadamente del Paraíso, y sin la presencia de animales malignos, se transforma la silva de Lillo en un eficaz catálogo o Botánica sacra, descripción minuciosa de cada una de las especies arbóreas que pueden hallarse en los alrededores del convento: pino, ciprés, hiedra, laurel, castaño, la simple maleza, la flora… Continúa después con una poética y culta descripción de las cuatro fuentes (número simbólico dentro de la iconografía cristiana), de las cuevas, o de cualquier otro elemento, excluido el humano, que asemeja ese espacio concluso a un espejo (o libro) abierto de la gloria divina. Interesa este aspecto que, sin duda, remite al carácter epigonal del texto. La naturaleza se lee. Los árboles hablan. Pero Lillo no inventa sino que actualiza tópicos que ya estaban en los clásicos latinos (Quid est Deus? Quod vides totum et quod non vides totum, afirmaba Séneca) o en nuestro más cercano Berceo. Aquí se ajusta la pregunta al espacio más cercano: «¿Quién no considera los libros del Campo? Para adornarse, y vestirse de colores, ¿qué trabajo les cuesta? Ninguno. La naturaleza los viste, Dios los viste que no hay Púrpura Real que se iguale» dice en la inicial «Carta del Autor o Peregrino»47. El pecado original se ha borrado de este espacio paradisíaco, aunque en nuestros días la maleza va sepultando como venganza las ruinas del convento. Las especies arbóreas enumeradas por Lillo remiten pero a la vez corrigen el tronco primigenio. En el Paraíso el árbol no es un sólo un elemento que garantice la supervivencia física sino que existe como medio de transmisión del conocimiento, como nos recuerda Huarte de San Juan: «Y no se ha de entender que la fruta del árbol vedado diese inmediatamente hábitos de ciencia, como pensó Nicolao; sino temperamento acomodado a tal género de ciencia, con el cual viene luego el hombre en conocimiento de las cosas de que estaba descuidado»48.
21La serpiente no habita entre las cuevas o peñascos. Ya el ermitaño ha desaparecido. No interesa ni como figura decorativa en un momento histórico y cultural en el que, como refleja la novela, como personaje iba pareciéndose demasiado al pícaro. También el propio Lillo trata de excusar su presencia ante la maravilla natural: «De Guisando es tradición que fue: parece que todos los Incógnitos escriben de Guisando»49. El carácter secreto y oculto del lugar, inhumano en el sentido estricto del término, remite sin duda a otras concepciones no sólo cristinas del pasado. A lo largo del siglo de Oro (y muy especialmente en la época barroca, tiempo de decadencia) son frecuentes los retornos a una edad de oro, a las utopías positivas (Bacon) o negativas (Gracián)50, pues, como afirma María Zambrano, «las utopías nacen solamente dentro de aquellas culturas donde se encuentra claramente diseñada una edad feliz que desapareció y con ella una imagen, si no idea, del hombre liberado de la servidumbre actual»51. Quizá sin pretenderlo, Lillo se inserta en este melancólico campo cuando concluye su silva con una pregunta a modo de tópica captatio benevolentiae:
Lector o Peregrino o Pasajero,
Aqueste es un retrato verdadero
Del Sitio prometido
Al discurso, que aquí te he conferido.
Tierra de promisión, por lo elegante,
Patria del Cielo en variedad de Flores,
y puridad de sus habitadores.
¿Haslo estado leyendo o escuchando?
Pues tales son las Cuevas de Guisando52.
22El poema se cierra pero se abre una lectura del espacio eremítico que paradójicamente vuelve a los inicios bíblicos, despojando al fin la botánica (que llena tanto el poema como el convento jerónimo que describe) de todos aquellos ropajes simbólicos adoptados por la cultura emblemática e iconológica barroca. Tampoco Lillo pretende ser un Soto de Rojas, ni emular unas soledades gongorinas. Esta doble visión por la que todo está arruinado y sólo queda la naturaleza impone también la idea contraria de desplazamiento y soledad. La Descripción prosi-poética supone el fin de las ideologías del Paraíso (y la consiguiente aceptación del desnudo paradigma naturalista) y, con ello, el definitivo cierre por el Barroco español de una literatura eremítica que se había ido desarrollando a lo largo de al menos dos siglos con la fuerza de una construcción ilusoria, utópica.
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Woods, Marian, The Poet and the Natural World in the Age of Góngora, Oxford, Oxford University Press, 1978.
Zambrano, María, El hombre y lo divino, Madrid, Siruela, 1992.
Notes de bas de page
1 La expresión ha sido acuñada por Saint Saëns, 1992.
2 En términos que ha utilizado Sloterdijk (2001), que ha contemplado el fenómeno a lo largo de la historia occidental. Otros textos revelan el interés actual por el concepto ascético de «desierto», como el de Virilio, 1991, y France, 1998. Señalemos una importante fuente española para esa mentalidad: la del capítulo XXVIII de Diego de Estella, «Del amor de soledad», en Primera parte del libro de la vanidad del Mundo.
3 Lacarrière, 1964.
4 Véase un ejemplo de estudios iconológicos de la figura del eremita en Martínez Burgos, 1989. La figura del eremita resulta abordada, en un momento u otro, por todos los grandes artistas del período renacentista y barroco. Véase el ejemplo que suministra Velázquez, en Martínez Cuesta, 1991.
5 R. de la Flor, 1996.
6 Rodríguez Marín y Morales Folguera, 1993.
7 Capel, 1985.
8 Díaz de Armas, 1997.
9 Escobar, Americana Thebaida…
10 La necesidad de huir de la compañía de los hombres es leit-motiv del eremitismo de todo cuño. Como puede verse en los habituales sermones sobre San Antonio Abad, por ejemplo en el Sermão de Sto. Antonio a os peixes, del jesuita Vieira.
11 Chenot, 1980.
12 Lovett, 1991.
13 Cristóbal Acosta, Tratado en contra y en pro de la vida solitaria (1602).
14 Saint Saëns, 1981.
15 Rubial, 1999.
16 Véase a este propósito la «Loa del eremita comediante», en El viaje entretenido de Agustín de Rojas, p. 126.
17 Del que nos hemos ocupado particularmente en nuestro trabajo de 2002, pp. 261– 301.
18 Palacios Fernández, 1975, pp. 309-313.
19 Quevedo, El Buscón, pp. 166-167.
20 Martorell, 1997.
21 Solís y Ribadeneyra, Varias poesías, sagradas y profanas, p. 33. El texto de Solís desafía el ejemplarismo que por aquellos mismos años algunos autores todavía encuentran en la «soledad». Por ejemplo, el hagiógrafo Gregorio Argaiz, que escribe en 1675 La soledad laureada por San Benito y sus hijos en las Iglesias de España y Teatro monástico.
22 «Epístola a Heliodoro o soledad de Pedro Espinosa», en las Poesías completas de Pedro Espinosa, pp. 126-153.
23 Juan de Undiano, Exemplo de solitarios, y vida exemplar del hermano Martín. Solitario en el Bosque de Albayda.
24 Francisco Marcuello, Primera parte de la historia natural y moral de las aves, pp. 49-51: «Del páxaro solitario: [El eremita] mirándose también como esta avecita en el espejo de la divina bondad y considerándose en su gracia, déselas infinitas por tanta misericordia como con él ha usado, sacándole de las anchuras del mundo y encerrándolo en la quietud de la soledad».
25 Pedro de Solís y Valenzuela, El desierto prodigioso y prodigio del desierto.
26 Francisco de Florencia, Descripción histórica y moral del yermo de San Miguel… en el reyno de la Nueva España.
27 Tomás González de Manuel, Verdadera relación y manifiesto apologético de la antigüedad de las Batuecas y su descubrimiento.
28 Fray Diego de Jesús María, Desierto de Bolarque. Yermo de carmelitas descalzos y descripción de los demás desiertos de la Reforma.
29 Paulino de Estrela, Flores del desierto. Cogidas en el jardín de la clausura minorítica del Londres.
30 Blas Antonio de Ceballos, Libro nuevo. Flores sagradas de los yermos de Egipto.
31 Andrés Sánchez de Villamayor, La mujer fuerte. Assombro de los desiertos. Penitente y admirable Santa María Egipciaca.
32 Woods, 1978.
33 Bernardo de Ferreira, Soledades de Buçaco. Un estudio de este texto puede encontrarse en Pedraza, 1989.
34 Cecilio del Nacimiento, Obras completas.
35 García Martín, 2000.
36 Maravall, 1996, pp. 226-267.
37 El texto y su contexto local ha sido analizado de manera pormenorizada en Ferrer, 2004, pp. 141-157.
38 Una buena muestra de la popularidad del enclave de los Toros de Guisando, ya de manera simbólica o desde el ámbito de la paremiología popular, se encuentra en la Segunda Parte del Quijote. Su mención no tiene, en cualquier caso, ninguna importancia topográfico-literaria concreta dentro de la acción de la novela: «Detuve el movimiento a la Giralda, pesé los Toros de Guisando, despeñeme en la sima y saqué a luz lo escondido de su abismo, y mis esperanzas, muertas que muertas, y sus mandamientos y desdenes, vivos que vivos». Y más adelante: «Otro libro tengo también, a quien he de llamar Metamorfoseos, o Ovidio español, de invención nueva y rara, porque en él, imitando a Ovidio a lo burlesco, pinto quién fue la Giralda de Sevilla y el Ángel de la Madalena, quién el Caño de Vecinguerra de Córdoba, quiénes los Toros de Guisando, la Sierra Morena, las fuentes de Leganitos y Lavapiés en Madrid, no olvidándome de la del Piojo, de la del Caño Dorado y de la Priora; y esto, con sus alegorías, metáforas y translaciones, de modo que alegran, suspenden y enseñan a un mismo punto» (Cervantes, Don Quijote de la Mancha, Segunda parte, capítulos XIIII y XXII, respectivamente). No se pueden olvidar los acontecimientos ocurridos en ese espacio y que resultaron decisivos para la futura coronación de Isabel como reina de Castilla.
39 Ha sido editada de manera ejemplar y cuidada en 2000 por la Junta de Castilla y León.
40 Fray José de Sigüenza, Historia de la Orden de San Jerónimo, p. 184.
41 Fray Andrés de Lillo, Descripción prosi-poética, f. 16v.
42 Vossler, 2001, p. 223.
43 Picinelli, 1999, p. 83.
44 Adrián de Prado, «Canción Real a San Jerónimo en Siria», vv. 71-75 en Blecua, 1984.
45 Fray Andrés de Lillo, Descripción prosi-poética, f. 14r.
46 Fray Andrés de Lillo, Descripción prosi-poética, f. 27r.
47 Fray Andrés de Lillo, Descripción prosi-poética, f. 11r.
48 Juan Huarte de San Juan, Examen de ingenios, p. 719.
49 Fray Andrés de Lillo, Descripción prosi-poética, f. 14r.
50 También Gracián recoge en la Crisis séptima de su Criticón el encuentro con un ermitaño, mediante una despectiva descripción digna de Quevedo.
51 Zambrano, 1992, p. 174.
52 Fray Andrés de Lillo, Descripción prosi-poética, f. 26v.
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