Reflexiones sobre la escritura de la historia de la nación española
Los discursos preliminares de las Historias generales de España desde Modesto Lafuente (1850) hasta Ramón Menéndez Pidal (1947)
p. 747-757
Texte intégral
1Con la publicación a partir de 1850 de la Historia general de España de Modesto Lafuente Zamalloa, queda inaugurada la era contemporánea de la historiografía nacionalista española. El mítico modelo de Juan de Mariana queda superado: el historiador palentino no quiso escribir o reescribir una historia de España que prolongara la de Mariana, sino que emprendió un nuevo relato, decidió historiar España desde los tiempos primitivos hasta el presente sin asentarse en la herencia de la historiografía renacentista, es decir, sin pretenderse mero continuador de Mariana. Tendrá numerosos émulos o competidores, aunque ninguno logrará alcanzar su éxito o colocarse como clásico, lo que sí fue la obra de Lafuente desde su publicación hasta bien entrada la Segunda República1. En este quinquenio republicano nace otro proyecto editorial, truncado por la Guerra Civil y después restaurado: una nueva Historia general de España promovida por la editorial Espasa-Calpe y dirigida por Ramón Menéndez Pidal. Esta historia, cuyo primer volumen fue publicado en 1947 y cuya última entrega es de 2005, puede pretender competir con la de Modesto Lafuente en su legitimidad narrativa, como también puede pretender haberla sustituido en cuanto a su legitimidad científica. De la historia escrita por un solo hombre hasta un conjunto colectivo cuya elaboración duró más de setenta años: he aquí el cambio fundamental que justifica el marco cronológico elegido para este trabajo.
2Es legítimo el intento de lectura comparada del discurso preliminar que abre la voluminosa empresa de Lafuente, tal un pórtico de gloria, con el prólogo que Ramón Menéndez Pidal escribe para el primer volumen de esta nueva Historia general. Entre estos dos textos, a los que separa casi un siglo, se publican otras Historias generales que, inauguradas por discursos preliminares o prólogos, permiten seguir una evolución intelectual tanto del concepto de historia como del concepto de España. Esta comparación permitirá pues situar con más precisión el alcance del discurso preliminar de Lafuente así como el del prólogo de Menéndez Pidal y subrayará la continuidad nacionalista que se desprende de una cierta escritura de la historia de España.
Tipología de los textos estudiados
3Serán ocho en total los textos aquí cotejados: 1. el discurso preliminar de Modesto Lafuente (1850); 2. el prólogo de los Anales de España desde sus orígenes hasta el tiempo presente, de Ferrer y Patxot (Madrid, 1857); 3. la introducción de la Historia de España, de Antonio Cavanilles (Madrid, 1860); 4. el prólogo de la Historia de España desde los tiempos primitivos hasta fines del año 1860 incluso la gloriosa guerra de África, de Dionisio de Aldama y Manuel García González (Madrid, 1860); 5. el prólogo de la Historia general de España y de sus Indias, de Víctor Gebhardt (Madrid, 1861); 6. la introducción de la Historia general de España y de sus posesiones de Ultramar desde los tiempos primitivos hasta el advenimiento de la República, de Eduardo Zamora y Caballero (Madrid, 1873); 7. la introducción de la Historia general de España desde los tiempos antehistóricos hasta nuestros días, de Miguel Morayta (Madrid, 1893); y 8. «Los españoles en la historia», prólogo de Ramón Menéndez Pidal al primer volumen de la Historia general de España (Madrid, 1947).
4Una primera mirada a estos textos nos permite una tipología que separará los textos de Lafuente y Menéndez Pidal de los otros seis textos. Tanto en formato o extensión como en propósito, los prólogos de Modesto Lafuente y Ramón Menéndez Pidal son similares. Se trata de dos textos inaugurales.
5Lafuente inaugura un género: el de la Historia general, y marca un estilo. De modo que para encontrar una salida en el mercado editorial, sus competidores tendrán pues que desmarcarse y proponer un producto historiográfico distinto. Antonio Cavanilles explica a su lector que su libro ha nacido de un encargo de la Real Academia de la Historia que deseaba que se realizara un compendio de la historia de España. Pero el autor ha ido más alla de esta intención porque «no halló un guía seguro que consignara con exactitud los hechos, que los juzgara, que nos revelase —dice— el espíritu de nuestra historia, la razón de ser de nuestro pueblo»2; y el académico señala que es
difícil empresa historiar el origen, progreso y estado actual de su nacionalidad y de su cultura, narrar al mundo sus hechos y sus glorias y presentar a la juventud, esperanza de la patria, altos ejemplos de honor y de virtud… Difícil empresa porque España ha sido siempre más fecunda en hazañas que en escritores, porque no se ha historiado aún la vida civil de este gran pueblo3.
6El mismo año (1860), D. Aldama y M. García González quieren ofrecer a los lectores un libro económicamente asequible y sencillo: «el estilo será sencillo en extremo […] porque nuestro objeto es el de ponerla [la historia] al alcance de todas las capacidades»4. Eduardo Zamora y Caballero retomará argumentos similares en 1873:
Casi todos los libros de esta especie que poseemos, escritos todos por hombres eminentes, son inaccesibles a muchas clases de la sociedad por exigir su coste grandes sacrificios y porque, componiéndose generalmente de muchos volúmenes, su lectura exige el empleo de un tiempo de que no todos pueden disponer. Nosotros nos hemos propuesto allanar ambas dificultades en nuestra edición, procurando condensar todo lo posible los acontecimientos de la historia, aunque evitando la aridez que resulta del extremado laconismo de los libros de textos5.
7Miguel Morayta, repasando en su introducción la historiografía española, no duda en escribir que la historia de España está escrita. Tiene entonces que justificar su intento y lo hará comparando las virtudes y los logros de estos libros a los cuales hace referencia. De la Historia general de Modesto Lafuente, el catedrático krausista, republicano y masón, escribe:
Ajustada a principios de crítica, si bien no siempre afortunada en su aplicación, menos pragmática de lo que era costumbre, inspirada de un libre espíritu de tolerancia y de justicia, clara en la exposición y rebosando amor patrio, la Historia general de España de Lafuente, aunque demasiado declamatoria y plagada de errores, declaró de un golpe arcaico y sin utilidad práctica la del padre Mariana6.
8Pero aún hay espacio para otra Historia general, y el punto de partida de Morayta es esta profesión de fe:
La Historia es obra exclusivamente humana, donde no cabe ningún factor distinto del hombre. Y como el hombre es por su naturaleza perfectible, la ley de la Historia, que como ley se cumple inexorablemente, es el progreso7.
9Esta introducción es el contrapunto exacto de la que firma Víctor Gebhardt en 1861. Este escritor carlista escribe que la intervención de la Providencia en los grandes sucesos humanos está admitida y que los pueblos están colocados bajo la guía de Dios, como lo afirmó Bossuet. Por lo tanto,
el filósofo cristiano ha de mirar como disposiciones divinas esos terribles azotes, esas horrendas calamidades, esas espantosas revoluciones que caen sobre la familia humana: el historiador, al considerarlo asimismo, ha de ver en los pueblos la libertad del bien y del mal, la facultad de elegir el camino desoyendo la voz del Señor, y al propio tiempo que acatar la tremenda disposición que castiga, abominar el instrumento si éste pervierte y destruye. A la providencia de Dios está únicamente reservado sacar del mal el bien: a los ojos del hombre el mal ha de ser siempre el mal8.
10Los textos de Lafuente y de Menéndez Pidal son muy distintos de estos prólogos. Son más ambiciosos y, como consecuencia lógica, más largos y mejor articulados. Hasta aquí los textos citados son más bien advertencias al lector, justificaciones editoriales o casi textos de promoción. Justifican el método elegido así como la estrategia discursiva. Es importante subrayar el énfasis que ponen los autores en esta idea de eficacia del texto histórico que someten al lector. Quieren que sus obras sean obras no solo de divulgación de la historia nacional sino también de una filosofía de la historia, sea ésta una lectura providencial católica de la historia o bien una exaltación nacionalista y liberal de la trayectoria española.
11Los discursos preliminares de Lafuente y Menéndez Pidal, en cambio, son estudios preliminares, introducciones desarrolladas, guías de lectura no del libro que prologan sino de la propia historia de España. Son textos autonómos que forman en sí un libro —y sus posteriores ediciones como libros separados del contexto de su obra lo confirman. He aquí, a mi juicio, la diferencia fundamental. Cuando los otros historiadores nos explican su quehacer, su método, su ambición, Lafuente y Menéndez Pidal nos quieren adentrar de lleno en la explicación de la historia española y darnos la clave de la comprensión de la realidad histórica y nacional del conjunto formado por los españoles.
El hilo conductor del nacionalismo
12La proliferación de las Historias generales a partir de mediados de 1850, es decir, a partir de la publicación del primer volumen de la Historia general de Modesto Lafuente, ha sido interpretada por los historiadores como una clara señal de manifestación nacionalista. El profesor Jover Zamora habla de las Historias generales «como ejecutoria nacionalista» e insiste en poner de relieve que «la razón de ser y el contenido de la Historia General de España de Lafuente» es exponer un nacionalismo español, cuya novedad no es su existencia sino su adaptación a las coordenadas europeas de su tiempo9. Desde entonces, los análisis sobre el papel de las Historias generales como generadoras de un concepto nacional de España están perfectamente conocidos10. Se ha demostrado con lucidez el mecanismo epistemológico que preside la escritura de la historia de España y se ha insistido sobre la creación, o evidencia, de la existencia de España a través de las edades. Álvarez Junco habla, acertadamente, del «marco mítico del relato» que permite narrar la historia de España según un canon mucho más antiguo11. Los elogios de España enlazan con la tradición de la Laus Hispaniae inaugurada por Isidoro de Sevilla, y existe, en el recurso a los tópicos sobre la abundancia geográfica, la fertilidad de la tierra española, las riquezas de su suelo, una indudable continuidad entre estos textos del siglo xix y los anteriores textos antiguos o medievales. Del mismo modo, el tema de los orígenes de España y de sus primeros pobladores da lugar a la recuperación de la tradición mitológica de Tubal y Jafet.
13En realidad, el historiador no se plantea el problema de los orígenes de España sino que los supone, los da como un hecho natural. El proceso es más complejo: bien sabe el historiador que la conformación histórica de España ha cambiado a lo largo del tiempo —si no ¿por qué haría historia?—, pero acepta el artificio que hace de España una realidad superior a su propia historia y que permite entonces enmarcar la historia particular y discontinuada de los pueblos de España en un marco que crea la continuidad. He aquí la verdadera construcción nacionalista e historiográfica: España es un nombre que unifica, que da coherencia a un relato que carecería de ella. Decidir escribir una historia de España desde sus orígenes es ya una elección fundamental, cuyas consecuencias son narrativas y retóricas. La teleología de la historia empieza en el pacto literario que el historiador firma con su propósito e implícitamente con su lector.
14Así escribe Modesto Lafuente:
Cuartel el más occidental de Europa, encerrado por la naturaleza entre los Pirineos y los mares, divididas sus comarcas por profundos ríos y montañas elevadísimas, como delineadas y colocadas por la mano misma del gran artífice, parece fabricado su territorio para encerrar en sí otras tantas sociedades, otros tantos pueblos, otras tantas pequeñas naciones, que sin embargo han de amalgamarse en una sola y común nacionalidad que corresponde a los grandes límites que geográficamente la separan del resto de las otras grandes localidades europeas. La historia confirmará los fines de esta física organización12.
15El nacionalismo se nutre de esta operación historiográfica. La evidencia de la existencia de España desde los tiempos más remotos no es pues solo un acto de fe nacionalista sino también una manera de darle su sentido al acto de escribir la historia de España. Sin embargo existen diferencias entre los autores sobre la legitimidad de hablar de España en los tiempos remotos. Modesto Lafuente, lo hemos visto, plantea una continuidad absoluta creada por la adecuación entre el marco geográfico y el desarrollo histórico. Hace escuela, y son mayoría los autores que le siguen. Pero existen algunos matices, o diferencias más acusadas, y el caso más llamativo es el de Eduardo Zamora y Caballero:
Con el objeto de que en los pasajes más interesantes sea nuestra Historia tan detallada como pueda desear el más exigente y al mismo tiempo por no aumentar su volumen más de lo que nos hemos propuesto, pasamos con gran rapidez por sus primeros períodos, a fin de detenernos todo lo que sea necesario en los posteriores que son los que ofrecen verdadero interés.
La historia de España propiamente dicha no empieza hasta el reinado de Pelayo. Antes del comienzo de la guerra de los Siete Siglos, lo que puede hacerse es la historia de los celtas, fenicios, cartaginenses, romanos y godos en España, pero no la historia de nuestra patria, que no hizo más que sufrir el yugo de los conquistadores, sin tener vida propia ni figurar como nación en los anales del mundo […].
Menos dignos son aún de mención los hechos que se refieren a los tiempos fabulosos. El nombre de esta época lo dice todo. No hay para qué fatigar al lector contándole fábulas que no se apoyan en escritos, en monumentos, ni siquiera en indicios y que no tienen más fundamento que las relaciones caprichosas de escritores que ocupaban sus ocios contando las consejas más absurdas o las tradiciones inventadas por la ignorancia y el fanatismo patriótico o religioso13.
16Más allá del nacionalismo de los orígenes, el nacionalismo español se manifiesta con mucha más intensidad en otros aspectos de estas obras. Cuando el historiador alaba los grandes hechos históricos, dota el pasado nacional de una connotación positiva que infunde en el lector orgullo y exaltación. Del mismo modo, al comparar a España con otros países extranjeros, el historiador también quiere destacar las cualidades excelsas de España y hace alarde de un nacionalismo ni encubierto, ni descubierto, sino de un nacionalismo natural, consciente y hasta reivindicado.
17De Modesto Lafuente se pueden sacar magníficos ejemplos. Así, la manifestación de nacionalismo historiográfico encerrada en esta pregunta:
Los íberos y los celtas son los creadores del fondo del carácter español. ¿Quién no ve revelarse este mismo genio en todas épocas desde Sagunto hasta Zaragoza, desde Aníbal hasta Napoleón? ¡Pueblo singular! En cualquier tiempo que el historiador le estudie, encuentra en él el carácter primitivo, creado allá en los tiempos que escapan a su cronología histórica14.
18Del mismo modo, Antonio Cavanilles insiste en su introducción sobre la continuidad del carácter nacional español:
Al oír a Strabón que eran los españoles sobrios, pródigos de la vida, que preferían la muerte a la deshonra, que vivían aislados en sus distintas regiones, que eran celosos de su independencia, que defendían intrepidamente su territorio, que peleaban descendiendo a guisa de cazadores sobre el enemigo descuidado, que le armaban emboscadas, y que corrían a guarecerse en las escabrosidades del terreno, ¿no está patente la historia posterior de España para comprobar estos hechos?
Cuando nos dice que las mujeres cultivaban los campos y nos las pinta endurecidas en todo género de trabajos; cuando nos habla Floro de la emigración anual del excedente de la población, de la juventud, del ver sacrum, ¿no recordamos estar presenciando aún estos hechos en el Norte de nuestro país?
Duros en la guerra, amigos constantes, cumplidores de su palabra y prefiriendo la muerte al cautiverio, Sagunto y Numancia nos los presentan como los vimos en Zaragoza y en Gerona15.
19El prólogo de Ramón Menéndez Pidal se inscribe en esta tradición discursiva, claramente heredada de la historiografía nacionalista del siglo xix. El título de su ensayo es «Los españoles en su historia» y los tres primeros capítulos intentan descifrar los caracteres del pueblo español, partiendo de una convicción muy profunda y afirmada en el principio del prólogo: «Los hechos de la Historia no se repiten, pero el hombre que realiza la Historia es siempre el mismo»16. Existe pues un carácter nacional español, no a-histórico, sino permanentemente visible a lo largo de la historia y que permite singularizar la historia de los españoles. Del mismo modo, el análisis de los vaivenes del destino de los españoles y de España permite dibujar una trayectoria colectiva. Es el sentido del subtítulo del ensayo introductorio de Menéndez Pidal: «Cimas y depresiones en la curva de su vida política». El tramo fundamental será el tramo político que dará la base cronológica del relato: de ahí esta dependencia de una dialéctica del auge y decadencia tan de moda en la reflexión historiográfica de los años 1920 y 193017.
20De ahí también párrafos de orientación netamente nacionalista. El carácter español se ha ido confirmando a lo largo de la historia haciendo visible la curva de la colectividad española, una curva de glorias y penas. Por ejemplo, tratando de la colonización española del Nuevo Mundo, Menéndez Pidal detecta en estas hazañas los rasgos fundamentales del ser colectivo español:
Para descubrir tierras y océanos que forman un hemisferio entero de nuestro planeta, para explorar, dominar y poner en civilización inmensos territorios, sujetando mil tribus y vastos imperios bárbaros, no necesitaron los españoles sino el corto tiempo de cinco decenios; hubiera necesitado cinco siglos cualquier otro pueblo menos fuerte ante las privaciones y los riesgos18.
21Y un poco más lejos:
Mientras la colonización de la América anglosajona fue obra de compañías nacionales y de expatriados puritanos, pequeños grupos que buscaban tierras casi inhabitadas donde ejercer su industria o donde mejor servir a Dios en lo privado de sus conciencias, la colonización de la América hispana fue obra plenamente nacional en servicio de Dios y del Rey, propagando el Evangelio a multitud de pueblos bárbaros e incorporando a éstos en la milenaria cultura europea19.
22Lo que quiero señalar con estas dos citas del texto de Menéndez Pidal es que debemos estar atentos al nacionalismo no sólo en la arquitectura o la construcción de las Historias generales sino también en los contenidos discursivos y en la ideología nacional que conllevan o revelan. Porque al fin y al cabo, el nacionalismo no es una operación de «invención de la nación», para utilizar el título del libro de I. Fox, ni siquiera una construcción, sino una serie de lugares comunes, repetidos a saciedad, integrados en la cultura nacional, ingeridos por los individuos. Y a este respecto, los prólogos de las Historias generales han constituido un extraordinario caldo de cultivo de estos topoï historiográficos. Existe una continuidad entre Lafuente y Menéndez Pidal: es el hilo conductor del nacionalismo español.
Interpretaciones de la historia de España
23He dicho antes que los textos de Lafuente y Menéndez Pidal nos adentraban en la explicación de la historia de España, mientras que los otros prólogos no eran sino una explicación de la obra a la que daban introducción. Sin embargo, todos estos textos introductivos nos proponen unas interpretaciones globales de la historia de España. Son una clara orientación del conjunto de la obra historiográfica.
24Del discurso preliminar de Modesto Lafuente bien se podría decir que es un compendio de su obra venidera. Escrito antes del conjunto de la obra que irá publicándose entre 1860 y 1867, el discurso preliminar delimita el marco en el cual se va a desarrollar toda la obra. Siguiendo la cronología, el autor caracteriza brevemente cada época. No expone los hechos con toda su riqueza narrativa y documental sino que traza las grandes líneas. De ahí el carácter fluido o declamativo (por utilizar una crítica de Morayta) del texto. De ahí asimismo su eficacia retórica20. Es, en realidad, un análisis literario lo que habría que hacer del texto de Lafuente para subrayar toda la movilización retórica y hacer entender su papel en la conformación de un discurso nacionalista.
25Ramón Menéndez Pidal, en cambio, no ofrece un relato cronológico sino una reflexión temática. Su metodología es bastante sencilla: destaca un rasgo del carácter español y luego recoge testimonios literarios, documentos históricos que lo acreditan a través de las edades y las épocas. Por su formación de filólogo, recurre con frecuencia al documento literario, a las fuentes escritas sean de la Antigüedad o de la era contemporánea (por ejemplo el recurso a Balmes para hablar de las guerras carlistas). De modo que, paulatinamente, se va esbozando una interpretación global de la historia de España, asentada en una valoración de las distintas épocas que la componen. Uno de las ejes de esta valoración lo constituye la dialéctica entre unidad y diversidad que domina toda la historia de España. En esta preocupación pidaliana se ve también la herencia de la historiografía del siglo xix, absolutamente obsesionada por este tema de la unidad pues este valor constituye el signo más evidente del éxito de una nación en el panorama moral del siglo xix21.
26La unidad de España, más que una meta teleológica, es una realidad histórica: existen momentos de unidad que se oponen a épocas de fragmentación. Se impone así, según Ramón Menéndez Pidal, esta dialéctica entre unidad y diversidad cuyo contenido no es meramente cronológico sino esencialmente moral. Los momentos de unidad son momentos dorados, momentos de apogeo de España, cuando, por el contrario, la fragmentación es el resultado de un proceso de decadencia, de degeneración o de enfermedad. Del prólogo de don Ramón podemos sacar una cronología moralizada, o mejor dicho, una valoración de cada una de las épocas históricas que conforman la continuidad española.
27A la unidad de la España romana sucede un momento ligado a las invasiones bárbaras. Pero se observa una recuperación de la unidad gracias a la férrea política de Leovigildo, unidad reforzada por la conversión de Recaredo. Tras este apogeo, cuya manifestación más clara la conforman los concilios de Toledo y el renacimiento cultural encarnado por un Isidoro de Sevilla, viene una nueva decadencia:
El reino godo decae en una despedazadora lucha partidista y el partidismo llega a oscurecer el sentimiento nacional. Uno de los partidos trae en su auxilio a los musulmanes y al convertirse éstos de auxiliares en invasores, faltó toda política de cohesión ante el peligro. Se produjo la desbandada, el sálvese quien pueda y como pueda […]. La insociabilidad ibérica había brotado por todas partes como lacra que, al decaer las fuerzas, invade todo el cuerpo enfermo22.
28Recomponer la unidad española es la anhelada tarea de la Reconquista cristiana. La unidad será el fruto de fenómenos que la preceden y la preparan. Así, por ejemplo, la pluralidad de los reinos medievales es interpretada por don Ramón como el ensayo por las partes de España de talentos diversos, de acciones distintas que irán conformando el carácter universal de la España del siglo xvi:
Hubo variedades de reinos que más libremente pudieron desarrollar su personalidad y desparramarse en las actividades más dispersas por el Mediterráneo, por África y por el Atlántico, como aprendizaje y ensayo para la grandeza a que llegaron cuando se reunieron en el siglo xvi […]. La división en reinos retrasó la principal empresa, la Reconquista, pero en cambio trajo la diversidad de acción expansiva fuera de la Península23.
29Se observará una vez más, en el siglo xvii, esta amenaza de fragmentación. He aquí cómo don Ramón caracteriza la decadencia española bajo Felipe III y Felipe IV, «reyes apáticos»:
El localismo se despertó como en todos los períodos de gran abatimiento. La decadencia general, la disipación del espíritu y de la antigua virtud en que el imperio había sido formado, dieron lugar a los más graves sucesos secesionistas por todas partes: la emancipación de Portugal y la sublevación de Cataluña24.
30Y así valora la llegada de los Borbones:
En cuanto al cambio de dinastía hace desaparecer la extrema debilidad nacional, trayendo un incremento de vida nueva, el principio unitario se fortalece en actos de gobierno y en el terreno de la ideología25.
A modo de conclusión
31En resumidas cuentas, aunque sus estructuras difieran y aunque sus retóricas sean muy distintas la una de la otra, los prólogos de Modesto Lafuente y de Ramón Menéndez Pidal convergen en la impresión final que dejan al lector. Los dos textos traen consigo unas interpretaciones de la historia de España que, más allá del relato, dibujan una caracterología, una valoración moral del destino histórico de los españoles y una cronología interpretativa.
32Caracterología porque afirman la continuidad de la identidad española y porque conciben su tarea de historiadores en resaltar esta continuidad. Porque es la continuidad la que permite historiar, es decir vincular una época a otra dentro de una lógica interpretativa.
33Valoración moral del destino histórico de los españoles: los prólogos están cargados de juicios morales, no de juicios moralizantes. Ésta es una concepción de la Historia como ciencia moral. La Historia tiene un valor en sí misma, un valor de educación. El historiador es un experto social, como lo afirmó ya en 1842 el diputado conservador e historiador Fermín Gonzalo Morón.
34Cronología interpretativa: el sentido de la Historia reside en su capacidad de interpretar los acontecimientos, de relacionarlos con el estado de una sociedad, de un progreso material, intelectual y espiritual determinado. El éxito o el fracaso, claramente vinculados al marco político, son signos de aciertos o desaciertos de una sociedad en su conjunto y no sólo de un rey.
35El historiador será pues el creador, en su relato, de esta continuidad interpretativa que es la historia nacional escrita. La operación historiográfica se constituirá ante todo como una operación literaria, porque del éxito de su formulación nacerán interpretaciones duraderas. Aparece entonces como esencial un campo poco estudiado en realidad: el del estudio literario de la historiografía decimonónica. Pero para eso es menester la ayuda de un maestro que reúna el don de la sutileza, el rigor de la inteligencia y la lucidez de la ironía, dotes de las que la naturaleza fue muy pródiga con el insigne profesor Vitse26. Necesitamos los historiadores a nuestro Vitse, si no de cada día, por lo menos ¡para cada época!
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Referencias bibliográficas
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Notes de bas de page
1 Álvarez Junco, 2001, pp. 201-204.
2 Cavanilles, 1860, p. 1.
3 Cavanilles, 1860, p. 2.
4 Aldama y García González, 1860, p. vii.
5 Zamora y Caballero, 1873, p. ii.
6 Morayta, 1893, p. 10.
7 Ibid.
8 Gebhardt, 1861, p. iii.
9 Jover Zamora, 1991, pp. 153-165.
10 Cirujano Marín, Elorriaga Planes y Peréz Garzón, 1985; Fox, 1997; Jover Zamora, 1999; Boyd, 2000; Álvarez Junco, 2001; Pérez Garzón, Manzano Moreno, López Facal y Rivière Gómez, 2000; Pellistrandi, 2004.
11 Álvarez Junco, p. 202.
12 Lafuente, ed. 1889, p. ii.
13 Zamora y Caballero, 1873, pp. 5-6.
14 Lafuente, ed. 1889, p. vii.
15 Cavanilles, 1860, p. 3.
16 Menéndez Pidal, ed. 1987, p. 71.
17 En 1920, Oswald Spengler publica su Decadencia de Occidente. En 1922, José Ortega y Gasset publica su España invertebrada, donde propone una síntesis de la historia política del país.
18 Menéndez Pidal, ed. 1987, p. 88.
19 Menéndez Pidal, ed. 1987, p. 140.
20 Bastarán algunos ejemplos. Sobre la conversión de los godos al catolicismo: «La revolución religiosa se ha consumado. La España es católica. […] Si los monarcas españoles se decoran hoy con el título de Majestades Católicas, la historia nos enseña su origen y nos lleva a buscarle en Recaredo». Sobre la pérdida de España: «Así el robusto imperio de Occidente, iniciado por el aventurero Alarico, comenzado en España por Ataúlfo, proseguido por Walia, convertido en estado por Teodoredo, redondeado en la península por Eurico, esplendente bajo Leovigildo, hecho católico por Recaredo, completado por Swintila, conservado enérgicamente por Chindasvinto, restaurado por Wamba, degenerado y flaco bajo Egica y Witiza, vino a desmoronarse en un día bajo el desventurado Rodrigo. Tocó ser instrumentos de esta misión a los hijos del Profeta». O sobre el balance del reinado de los Reyes Católicos: «Cuando la trabajosa restauración de ocho siglos se ha consumado, cuando España ha recobrado su ansiada independencia, cuando una administración sabia, prudente y económica ha curado los dolores y dilapidaciones de calamitosos tiempos, cuando ha extendido su poderío del otro lado de ambos mares, cuando posee imperios por provincias en ambos hemisferios, entonces la herencia a costa de años y de heroísmo ganada y acumulada por los Alfonsos, los Ramiros, los Garcías, los Fernandos, los Berengueres, los Jaimes, todos españoles desde Pelayo de Asturias hasta Fernando de Aragón, pasa íntegra a manos de Carlos V de Austria. Nueva era social».
21 Ver en especial el párrafo títulado «El localismo como accidente morboso» (Menéndez Pidal, ed. 1987, pp. 180-181).
22 Menéndez Pidal, ed. 1987, pp. 154-155. El subrayado es nuestro.
23 Menéndez Pidal, ed. 1987, pp. 155-157.
24 Menéndez Pidal, ed. 1987, pp. 155-157.
25 Menéndez Pidal, ed. 1987, p. 166.
26 Se me permitirá un testimonio personal: Marc Vitse supo organizar en la Casa de Velázquez, entre los años 1997 y 2000, un ciclo de cuatro seminarios sobre la reescritura en el Siglo de Oro. Nosotros, a pesar de nuestros intentos, no pudimos poner en pie un seminario dedicado a la reescritura de la historia. ¡Quedan pues proyectos por cumplir!
Auteur
Paris
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1996
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Drama cómico en cinco actos nada más para no cansar el público
Juan Mateu Frédéric Serralta (éd.)
2003
La loi du duel
Le code du point d'honneur dans l'Espagne des XVIe-XVIIe siècles
Claude Chauchadis
1997
Trece por docena
Valentín de Céspedes et Juan de la Encina Francis Cerdan et José Enrique Laplana Gil (éd.)
1998