Capítulo XI. Forma de la argumentación: progreso y desarrollo del discurso suasorio
p. 121-141
Texte intégral
1Menéndez Pelayo hablaba ya de dos tipos de elementos en la obra: los descriptivos (cuando usa documentos cancillerescos) y los apologéticos (lo relativo a la defensa tanto del Emperador como de las soluciones religiosas de la cristiandad). Por su parte, Rossi veía diferencias entre las partes: la segunda acentúa las galas estilísticas y complica a los personajes ideológica y literariamente; hay oposición tajante de los dos interlocutores en torno a cuestiones especiales, como Lutero; el arcediano toma a veces la iniciativa para criticar a la Iglesia; la lengua y el estilo se hacen más violentos y urgentes; los interlocutores pierden en parte sus contornos respectivos como si el autor necesitase de ambos para expresarse a sí mismo. Eso hace a Rossi definir la segunda parte como un «monólogo distribuido en dos partes», idea que no creo pueda sostenerse395.
2Uno de los trabajos de M. Morreale representa un verdadero salto cualitativo en el análisis de la argumentación valdesiana con respecto a los otros estudios citados396. Aparte de señalar las diferencias entre una parte apologética y otra demostrativa, distingue cuatro tipos de diálogo puestos al servicio de la apología: el diálogo acción, que ella define –con otras palabras– como el creador del marco; el diálogo narrativo, donde los personajes, cronistas o no, exponen la historia por medio de preguntas y respuestas con diferentes grados de implicación del narrador en la presentación de acontecimientos; el diálogo suasorio, por el que la autora entiende las palabras coloreadas de los interlocutores con el fin de persuadir a un público más amplio, exterior a su conversación; y el diálogo silogístico o dialéctico, el más característico de los cuatro y construido a base de concatenaciones silogísticas donde un Lactancio socrático, tras conseguir que su interlocutor asiente definiciones y analogías, impone sus conclusiones397. «Valdés preve la aprobación de algunos, la duda de otros, la censura y la represalia de los más poderosos. Ha de valerse de todos los medios expresivos para ilustrar y convencer a los ignorantes, afirmar a los que titubean, refutar a los adversarios». En lugar de practicar la monotonía de nexos propia del diálogo meramente catequístico, se hace más dramático por repartir la narración entre los interlocutores y hacerles emplear procedimientos lógico-deductivos. La conclusión de Morreale es el «profundo arraigo [de la dialéctica valdesiana] en la tradición medieval y su deuda para con esos mismos frailes cuya influencia quería sacudir»398.
3A diferencia de ese análisis, en bloques significativos y estáticos, voy a insistir en un estudio de la argumentación en proceso, en movimiento, pues no veo otra manera de enriquecer, si es que es posible, las conclusiones de trabajos precedentes, en particular el recientemente mencionado.
4Parto de la base de que la estructura del diálogo es en lo fundamental polémica o erística, no catequística. Durante toda la Reforma en Europa el tema del antagonismo que se expresa por la lucha de dos principios opuestos dominó el desarrollo de diversas artes: el grabado, la xilografía, la pintura, el teatro popular, etc.399, lo que naturalmente hunde sus raíces en la tradición medieval, pero no por ello deja de ser humanístico, e incluso aportar elementos desconocidos en etapas anteriores. El enfrentamiento ideológico se alía a la figura retórica de la antítesis. La misma estética de principios antagónicos domina a esta obra, pero a ella se sobrepone otra que va abriéndose camino progresivamente, y que aleja a veces a este diálogo de la estructura de un debate (justa erística en la que cada partidario defiende encomios, concepciones opuestas y vence el orador por su superioridad dialéctica) para acercarlo, en otros momentos, siquiera leve o puntualmente, a la de una discusión (los interlocutores buscan la mejor solución y el que cede –a veces los dos ceden– se inclina ante la evidencia de la verdad). El problema mayor parece residir en cómo interpretar este fenómeno. En el debate cada interlocutor avanza sólo los argumentos favorables a sus tesis y no se preocupa de los que le son desfavorables más que para refutarlos o limitar su alcance, con el único fin de conseguir el triunfo de su propia tesis, que casi siempre considera, además, una buena causa. La distinción entre debate y discusión es difícil de precisar porque descansa sobre la intención que se concede a los participantes en el diálogo, que puede y suele variar en el curso de la sesión400.
5En cualquier diálogo la argumentación tiene como fin transformar en el tiempo un estado de opinión inicial dado. La enseñanza, o mejor la persuasión, es elemento ineludible para que el diálogo exista, porque se incluye por añadidura en el enfrentamiento de puntos de vista (y en el concepto mismo de imitado): se transmiten ideas y razonamientos, y no todas o todos tienen la misma autoridad y valor; se argumenta, lo que implica una modificación de las ‘voces mentales’ del inicio. Y las opiniones son siempre subjetivas401. Esa ‘refutabilidad’ intrínseca, y dependencia del medio o de la situación, es lo que permite ver en un interlocutor a una criatura que no expresa solo su punto de vista, sino la ‘opinión razonable’ de un ámbito más amplio.
6No se asiste en un diálogo a un debate cualquiera, sino a uno en el que el pacto implícito subyacente implica que cada orador y cada oyente –o interlocutores– modifican, en interrelación, un estado de cosas anterior. También hay que conceder valor a la adhesión del interlocutor, a su consentimiento y su concurso mental: querer convencer a alguien implica cierta modestia por parte de quien argumenta, porque admite que la convicción no es inmediata, que debe persuadir, pensar los argumentos que van a hacer efecto sobre su interlocutor y ordenarlos adecuadamente, preocuparse de él y de su estado de ánimo, de sus reacciones; consentir la discusión implica aceptar colocarse en el punto de vista del otro y servirse de las propias creencias sólo en la medida en que aquel a quien se va a persuadir está dispuesto a conceder su asentimiento; escuchar a alguien es mostrarse eventualmente dispuesto a admitir su punto de vista, renunciar a la fuerza como arma única o principal, apelar a la libertad de juicio y razón del otro; toda argumentación es selectiva, elige los elementos, la manera de hacerlos presentes, los jerarquiza y justifica, etc.; induce, pues, a hacer racional una decisión; tampoco hay que descartar temas secundarios o incluso «frívolos», que contribuyen al buen funcionamiento de un mecanismo social indispensable. En esos aspectos de elaboración se distinguen la argumentación (lucha de varias interpretaciones, ambigüedad) y la demostración (unívoca). El orador actúa sobre el entendimiento y la voluntad; cualquier elección incluye elementos racionales e irracionales, ya que las facultades no están tan separadas; por tanto, si quiere desencadenar una acción, deberá ejercer las pasiones, emocionar para que la adhesión sea intensa, se venza la inercia, etc. El orden y el método son también esenciales en la persuasión de un auditorio, desde las etapas previas a la discusión, en el transcurso de la misma –atendiendo a los cambios de actitud y compromisos engendrados por el discurso–, y en la conclusión. Por lo general el orden determina la amplitud del debate al ser la selección de lo que los participantes debatirán con posterioridad. Aristóteles (Tópicos 156 b) decía que algunos oyentes eran más críticos al final que al principio, pero otros creen lo contrario. El orden pretende sobre todo una mejor adaptación a los sucesivos estados del auditorio tal y como el orador los imagina; por eso puede ser objeto de reflexión, esquema de referencia, e influir en el resultado de la argumentación.
7El orador, si quiere persuadir, tiene siempre que adaptarse al auditorio, que nunca es idéntico al del principio y evoluciona en la misma medida en la que la argumentación progresa. De no hacerlo, se puede imaginar a un oyente sensible a unos argumentos que son sólo propios y no persuaden a nadie más; por otra parte, unos argumentos adecuados para unas circunstancias pueden ser ridículos en otras. Un buen orador tiene que dominar el tiempo y adaptarlo a la atención de los oyentes, conceder a cada parte de la exposición un lugar proporcional a la importancia que quiere verle atribuir en la conciencia de los destinatarios; silenciar algunas premisas discutibles para no atraer sobre ellas la atención, prolongar la expectativa sobre temas que interesan con el fin de aumentar la presencia; para describir el poder de los argumentos del adversario son cruciales sus reacciones, su comportamiento, etc.; todo lo que él dice es indicio de la fuerza de los argumentos del orador, e incluso aludir y comentar esas reacciones puede incrementar la propia fuerza; los tratadistas del 500 lo sabían cuando recomendaban, como los antiguos, reflejar sentimientos y otras circunstancias.
8En muchos sentidos, este diálogo deja al final la impresión de haber llegado más a un compromiso en torno a algunas cuestiones de principio, que a una «síntesis lógica» traducida en realidades prácticas compartidas, como ocurre en el Derecho y en la Teología. En todo caso, las refutaciones de Lactancio implican aquí atribuir a los razonamientos del arcediano cierta fuerza, la que justifica el esfuerzo del mozo; incluso se sobreestima lo que se rebate para darle importancia a la refutación, para hacerla digna de tomarla en consideración. De camino, se han expuesto de modo circunstanciado todos y cada uno de los argumentos principales de los que fueron los enemigos del Emperador. La fuerza de los argumentos de Lactancio se infiere, pues, del comportamiento del arcediano, de su seguridad o inseguridad, su ira o su afecto, su humor, sus posibles alejamientos del tema central, si pregunta en lugar de responder, si se calla, si vacila, si se siente acorralado, si se comporta con distancia e ironía, si contesta o se evade, si concede total o parcialmente, etc.; además, una concesión puede estar llena de emboscadas: por ejemplo, renunciar a combatir al adversario es también mostrar la escasa importancia que se concede a su punto de vista, y quizás fuera el momento de recordar la frecuencia con la que el arcediano ventila una fase argumentativa de la que no ha quedado profundamente convencido con un simple «sea como mandáredes». Esto lleva de nuevo a una incógnita sostenida en este diálogo: si el convencimiento del arcediano es «real» o aparente, y a los problemas de sentido que conlleva la condición cómica, burlesca, del personaje, pues aunque la burla tenga siempre trascendencia argumentativa presta al mensaje dosis fuertes de ambigüedad. Por otra parte, si la argumentación se estudia en movimiento, se observará que el diálogo coloreado que Morreale califica de «suasorio», pensado más para el lector que para el interlocutor, existe en el conjunto de la obra, lo que ocurre en todo diálogo en la medida en que sus criaturas literarias no se representan sólo a sí mismas, sino a un auditorio más amplio que previamente ha definido un orador o, como en este caso, el autor mismo en el prólogo.
9Hay dos relaciones básicas en la argumentación de estos dos interlocutores: una es la de informante o cronista (arcediano)-cuestionador (Lactancio), donde dominan las preguntas y respuestas rápidas; otra la de maestro socrático (Lactancio)-discípulo polémico (arcediano)402, donde conviven el diálogo rápido, favorable al razonamiento, con el estilo lento, creador de emoción. Las dos se encuentran entremezcladas, sin que tengan por qué sucederse en el tiempo. La primera de las fórmulas implica la técnica de preguntas informativas, matrices argumentativas por parte, sobre todo, de Lactancio, del tipo:
¿Y hallastesos dentro en Roma quando entró el exército del Emperador? (p. 9),
10O
¿Es verdad todo lo que de allá nos scriven y por acá se dice? (p. 9).
11Cuando el arcediano amenaza con tronar contra los responsables del saco, Lactancio hace la proposición y petición de principio403:
Dadme vos lo que acerca desto sentís, y quiçá os desengañaré yo de manera que no culpéis a quien no devéis de culpar (p. 10).
12De esa manera Lactancio ha elegido los hechos y postulado lo que se quiere probar, estableciendo un principio polémico una vez que el arcediano ha aceptado las condiciones e incluso formaliza sus desafíos (p. 14). Se comprueba así una actitud de Valdés menos excluyente y dogmática que otras contemporáneas, pues deja a todos los efectos hablar a la otra posición, aunque sea para desbancarla.
13Cualquier argumentación dialogada cuenta con una situación «de salida» y otra «de llegada»; en el medio, y a tenor de las transformaciones que el proceso exige, hacen falta también condiciones para sostenerla. Aquí el mantenimiento de la argumentación se asegura por varios caminos: el interés del informe noticiero en sí mismo y para el curioso Lactancio; la pasión con la que cada interlocutor defiende sus posiciones; las exteriorizaciones expresas de atención sostenida por parte de cada interlocutor, que son muy variadas en este diálogo (preguntas, dudas, orden y extensión de cada materia, aplazamientos, impulsos de continuación, apartes, humor y burlas, etc.); la apertura y cierre de cada fase argumentativa por parte, sobre todo, de Lactancio, que suele llevar aparejadas la postulación de premisas (al inicio) y la extracción parcial de conclusiones (al fin), antes de retomar el hilo de la demostración central o bien del relato noticiero.
14El arcediano emplea argumentos ad personam contra el Emperador, al que somete al argumento del antimodelo (pp. 11-12, por ejemplo), lleno de figuras de presencia con el fin de aumentar la inmediatez del objeto de discurso para la conciencia. Aplica, si es preciso, la regla de justicia, pues considera que esa tropelía precisa castigo (p. 13). La primera descalificación de Lactancio es esencial: acusa al arcediano de parcial, de ennegrecer la realidad dejándose llevar por la pasión, y no por la razón; es esencial porque indica que el arcediano ha empleado un argumento imperfecto y no ha tenido suficientemente en cuenta a su oyente, que se encuentra en condiciones de aplicar una técnica de frenado y envolverlo con razonamientos basados en la pareja filosófica, por otra parte muy lucianesca, subjetivo/objetivo. El golpe dialéctico es más meritorio por cuanto Lactancio no ha sido testigo presencial, sino que se ha informado por otros, y confesar fuentes de información es un argumento más débil que presentar una noticia como un hecho. Esta circunstancia nos muestra también la alta consideración en la que el humanista Valdés, como su admirado Luciano y como su maestro Erasmo, debía de tener a la retórica (determinada retórica, claro), frente a la experiencia no reflexiva, que puede ser «stultorum magistra» según el holandés404. Descalificar al arcediano por compulsivo tiene, además, mucha importancia considerando que si durante la argumentación hay un personaje vehemente que «responda con passión», ése es desde luego Lactancio405. La experiencia del saco que ha tenido el arcediano es negativa, «maestra de tontos», pues no ha servido para diferenciar al verdadero cristianismo del falso, sino para oscurecer la mente del clérigo y apartarlo de la verdadera ‘iluminación’ que, en otros casos –la mayoría– la experiencia, el viaje y la condición de testigo ocular aportan al individuo. La naturaleza pasional, irreductible y carente de distancia sobre los sucesos, de los dos interlocutores (aunque más de uno que de otro y más allá del dominio final de uno de ellos) acerca al diálogo, como polémico, a la literatura contemporánea de pasquínate.
15Veamos el punto de partida de la argumentación. Lactancio maneja bien las leyes de las antiguas retórica y dialéctica e inicia su exculpación de Carlos V, que va a ocupar toda la primera parte, como un gigantesco argumento de la dirección. Para ello comienza por ganarse cierta confianza del clérigo, al eximir, transitoriamente, a la dignidad del Papa y culpar en cambio a sus consejeros (p. 15), sirviéndose así de un mecanismo de disociación individuo-grupo que calma temporalmente al arcediano y le permite a él centrar el problema: se trata de un conflicto entre el Papa y el Emperador. Para ello se sirve de la mayeútica y, con el proceder deductivo, de lo general a lo particular, que suele serle aneja también en los diálogos platónicos, entre los dos definen cuál es el oficio de cada autoridad, para concluir que mientras Carlos V ha cumplido con su obligación (defender a sus súbditos), el Papa se ha alejado de ella (ha buscado la guerra contra los súbditos del Emperador en vez de imitar a Cristo) (pp. 15-18)406. La cuestión no es secundaria si se recuerda la idea imperial valdesiana, de dirigente espiritual más que político, con deberes muy parecidos a los del Pontífice. Ese proceso razonador se cumple no sin resistencias del arcediano (p. 18) y, claro es, con sus aceptaciones y concesiones parciales o, sobre todo, de principio (p. 17)407. Ahí reside la habilidad de Lactancio, y la trampa de Valdés: en conducir siempre al arcediano a la aceptación de principios universales que entran en contradicción con verdades particulares: y, cuando se mueve la argumentación en el terreno de las verdades particulares, o pudiera rozarlas, saber muy bien qué argumentos silenciar para no atraer sobre ellos la atención408. Eso se consigue, además, ya en un momento crucial: el del establecimiento de premisas.
16Para demostrar que Clemente es un papa guerrero, Lactancio se sirve de la argumentación por el ejemplo y relata la formación de la Liga de Cognac de la que el Papa es, junto con Francisco I, promotor (p. 19). Presenta diversas incompatibilidades esencia-acto, introduciendo la atenuación final, pero provisional, ya conocida: la culpa es sobre todo de los malos consejeros; y añadiendo un nuevo desafío: también la culpa es del Papa, por tenerlos o no saberlos elegir (enlace individuo-grupo) (p. 19).
17Mientras tanto el arcediano se limita a hacer preguntas informativas o pequeños comentarios a la defensiva [«Difícil cosa le pedís», p. 20]. Pero se inicia una de las unidades polémicas más notorias cuando el arcediano se atreve a defender con energía su posición: frente a la idea de Lactancio, de que no hay guerra justa entre cristianos, el clérigo aprueba la guerra del Papa contra el Emperador con argumentos de propagación o contagio (pp. 20-21): Carlos no quiso la amistad del Pontífice: usurpó Milán a Francesco Sforzia; la guerra de Clemente era defensiva pues temía que Carlos atacara la Iglesia.
18Lactancio deshace otra vez la incompatibilidad remontándose a los principios, (pp. 21-28) y es ésta una técnica dominante en este personaje del Diálogo. No se detiene de momento en los derechos imperiales sobre el ducado de Milán como forma de no atraer la atención de su interlocutor sobre este punto y sí, en cambio, sobre lo que ahora más le interesa: rematar las acusaciones previas de belicosidad pontificia; su figura se opone a la de Cristo, argumentando por el modelo o por el ser perfecto; papas, cardenales y obispos gastan las rentas eclesiásticas en promover guerras entre los cristianos, por lo que, en comparación degradante, son «peor que turcos y que brutos animales» (p. 24); se vive un falso cristianismo (pp. 24-25); la guerra es destructiva y cruel, y esa más que cualquier otra (pp. 25-27); los infieles no querrán, con ese ejemplo, convertirse (p. 28); esa actitud contradice la esencia del Papa (p. 28). Las réplicas del arcediano, son como ésta, defensivas, es decir, aceptaciones parciales y argumentos débiles:
No puedo negaros que sea rezia cosa, mas está ya tan acostumbrado en Italia no tener en nada al Papa que no haze guerra... (p. 29).
19Este argumento de vulgarización parece decidir a Lactancio a dejar «infinitas razones» al margen y razonar sólo en función del caso extremo, lo que representa una decisión fuerte, pues dejar un argumento de lado lleva implícito, tanto para el que lo emite como para el que lo recibe, el reconocimiento latente de no haber agotado la artillería dialéctica. Su suposición extrema (que el Papa tendría que perder su señorío temporal, si Carlos lo atacase, antes que mover guerra, p. 29), abre una nueva cadena de definiciones en tomo a la esencia de la Iglesia, basada en argumentos de calidad, de comparación y de analogía: la Iglesia son todos los cristianos, sus bienes son los fieles; es peor la muerte de un cristiano que la pérdida del señorío temporal, y sin embargo el Papa ha propiciado infinitas muertes; los papas no deberían tener señoríos para ocuparse de cosas espirituales, y así serían ricos gracias a la caridad, etc. (pp. 29-32). Las intervenciones del arcediano vuelven a ser negativas defensivas (pp. 29,31 y 32) o concesiones distantes (p. 30), éstas siempre que Lactancio le lleva al terreno de los principios, donde no puede zafarse de aceptar. En algunos puntos son resistencias interesadas: rechaza la necesidad de que la Iglesia sea pobre, y no acepta los argumentos de superación de Lactancio (p. 32); en estos casos hace gala de todo su cinismo y prodiga las expresiones idiomáticas y los argumentos ad personam:
Arcidiano.– Vos estáis tan santo que no cumple tomarme con vos. Cierto no os habríamos menester en Roma.
Latancio.– Ni aun yo querría vivir entre tan ruin gente (p. 33).
20Se escandaliza de que pueda compararse a las dignidades con los soldados, o incluso considerarlas peor que ellos (pp. 33-34).
21La demostración de los deberes del Papa como vicario de Cristo ha terminado, y Lactancio, con un nexo argumentativo (p. 34), pasa a considerar los deberes del Papa como príncipe seglar (pp. 35 y ss.). Ahora sí acepta Lactancio la discusión sobre política que antes desechaba: recuerda a su contertulio cómo el Papa consiguió la dignidad gracias al Emperador; los conflictos con Francia; la formación de la Liga; la legitimidad de la posesión carotina del ducado de Milán, etc. El arcediano defiende el punto de vista opuesto, pero son otra vez réplicas a la defensiva, pues, en la anterior fase de la argumentación, ya se había cuidado Lactancio de que quedaran claras como premisas las funciones de un príncipe y las de un pontífice, y que, como premisa también, se diferenciara la razón de estado en las relaciones príncipe-vasallos, de la imitación de Cristo. Tiene, por ello, que hacer también concesiones parciales, sobre todo en las situaciones límite en las que Lactancio emplea la mayeútica (pp. 39-40). En este nuevo estadio se desvelan las maniobras de Clemente en daño de la cristiandad y su avaricia de bienes temporales; en contraste, Carlos es capaz de renunciar a ellos, como demostró dejando Milán a Sforzia y Génova a los Adornos (p. 41).
22Llegados a este punto, un chiste relaja la disputa y enriquece la caracterización de los interlocutores: enfatiza el volcanismo del mozo cortesano, y el cinismo punzante y malicioso, la autoironía del clérigo; cuando éste, como las almas cómicas del Mercurio, provoca deliberadamente a Lactancio afirmando que todo tenía que ser del Papa, porque estaría mejor gobernado, el mozo responde con nuevo ataque ad personam:
Latancio.– ¿Vos no tenéis mala vergüença de dezir eso? ¿No sabéis que en toda la cristiandad no ay tierras peor gobernadas que las de la Iglesia?
Arcidiano.– Yo bien lo sé, mas no pensé que lo sabíades vos (p. 41).
23La nueva polémica se establece por nuevos argumentos débiles del arcediano: éste separa, cuando le conviene, al individuo (Emperador) del grupo (ejército), y afirma que el Papa sólo guerreó contra el segundo (pp. 41-42). Lactancio, colérico, no sólo explica quién toma la iniciativa de la guerra, sino que pide coherencia para que si se separa en ese punto a Carlos V de su ejército, se lo desvincule también a la hora de hacerlo responsable del asalto (pp. 42-43). El arcediano se desdice, entonces, de lo dicho, pues vuelve a enlazar al Emperador con su ejército (p. 43), y se inicia así otra fase en la que el objetivo de Lactancio será exculpar a Carlos de cualquier maniobra ofensiva en Italia que no fuera proteger a sus súbditos (la premisa aceptada en una fase anterior): repasa entonces la licitud del ataque de Hugo de Moncada y los Colonna a Roma (pp. 44-49) usando la mayéutica, la analogía (Papa-Cristo, Iglesia-cuerpo místico), la argumentación por el ejemplo, la disociación individuo-grupo (Papa-Consejeros), y los argumentos de reciprocidad. El arcediano sólo se escandaliza (p. 44) o hace concesiones parciales en cuestiones de principio (p. 46); la última de sus concesiones, basada en la pareja apariencia-realidad (las gentes juzgan por lo que ven y por eso los príncipes tienen que cuidar lo que hacen, p. 46) provoca una de las tiradas retóricas más famosas de Lactancio en la que se rechazan los juicios del vulgo: «A la avaricia llaman industria, etc.» (pp. 47-48). La argumentación que atañe al grupo y sus miembros es compleja por lo indeterminada, controvertida e inestable. Aquí la utiliza para devaluar la pretensión del arcediano, según la cual el individuo (príncipe) debe confundirse o dejarse llevar por el grupo (vulgo); y lo hace sirviéndose del que los antiguos llamaban «argumento de los contrarios» o de «doble jerarquía», según Perelman: basa una jerarquía puesta en duda en otra admitida, con lo que consigue explicar reglas de conducta y poner en ridículo al otro, al ver que sus enunciados implican una jerarquía inadmisible. La refutación cuestiona una de las jerarquías (los juicios del vulgo) y el enlace establecido entre ellas (grupo-individuo).
24Ese fuego de artificio de Lactancio provoca una concesión en los principios (distante, no indigna) del arcediano, reclamando a la vez, en lo pragmático, una regla de justicia, el castigo a los culpables (p. 48). Como siempre que así ocurre, Lactancio lo saca del terreno de las realidades concretas para llevarlo al de los principios cristianos y políticos generales:
— Cierto mejor fuera quel papa no rompiera la tregua ni la fe que dio a don Hugo (p. 48).
25y que tampoco hiciera guerra a los Colonna.
26Se produce un fuego cruzado en el que el enlace parte (Papa)-todo (Colegio) sirve, como es habitual en las estructuras polémicas, para una cosa y la contraria: para, disociándolos, exculpar al Papa y culpar al colegio cardenalicio, según el arcediano; para, enlazándolos, hacerlos a ambos responsables, según Lactancio (p. 49).
27Tras otros argumentos parcialmente redundantes, se introduce un ataque del arcediano al Emperador, por haber, según él, roto la tregua entre el Papa y el Virrey de Nápoles (pp. 49-50). La exculpación de Lactancio juega con la argumentación por el sacrificio (Carlos ratificó la tregua renunciando a una venganza legítima de sus súbditos), la de comparación (en cambio el Papa firmó «por necessidad que no por virtud», p. 50), la de reciprocidad (de no guardar la primera tregua ya no podía retirar a su ejército, pp. 50-51), introduciendo de soslayo el razonamiento providencialista que dominará en toda la segunda parte (el que no llegara a tiempo fue «permission de Dios»). El arcediano gana en brillantez en esta fase, pues no sólo muestra estar bien informado sobre las intenciones Carolinas con respecto al Papa (p. 51), sino que haciendo concesiones en premisas universales e incontrovertibles (el horror de las víctimas de cualquier guerra), aprovecha para acusar al Emperador de no pagar al ejército que, así, no obedece a sus capitanes y comete atropellos temibles (p. 52). Ése es buen argumento, uno de los que echaron en cara, o por lo menos recordaron, e incluso exigieron, al Emperador algunos de sus partidarios, y no obtiene más explicación de Lactancio que un argumento débil, la carencia de fondos (p. 52), lo que obviamente permite sugerir al arcediano otra verdad general: que solo debe entablar guerras quien tiene el dinero para hacerlas. Se acaba esa fase con una confesión de impotencia imperial por parte de Lactancio:
Y aun yo os prometo que si el exército no hiziera tan estrema diligencia [...] creo yo que no le quedara oy al Emperador un palmo de tierra en toda Italia (p. 52).
28El arcediano se muestra otra vez bien informado: refiere la nueva liga del Papa que incluye al rey de Inglaterra y tiene por fin hacer devolver a Carlos los delfines del rey de Francia (p. 53). Lactancio, una vez más se remonta a los principios para insistir en la maldad de la guerra, lo que sólo acepta parcialmente su interlocutor, que aprovecha para atacar al ejército imperial por asaltar a la cabeza de la cristiandad (p. 53). El mozo cortesano vuelve a disociar al Emperador de ese saco, pues él ratificó todas las paces, y comienza así la última argumentación exculpatoria de la primera parte. El arcediano se mueve en las realidades y los argumentos pragmáticos:
¿Por qué tenía tan mala gente en Italia...? (p. 54)
29Y, como en un diálogo de sordos de los que son habituales en las estructuras dialogales polémicas, Lactancio replica con cuestiones de principio y aplicando la regla de justicia:
... ¿Queréis vosotros que os sea lícito hazer guerra y que a nosotros no nos sea lícito defendernos? ¡Gentil manera de vivir! (p. 54)
30La dispula sube de tono; las concesiones de principio no hacen olvidar al arcediano otras realidades:
— Séaos lícito, mucho en orabuena pero no con hereges, no con infieles (p. 54),
31enlazando personas y actos.
32Lactancio encadena entonces diversos argumentos de reciprocidad: rechaza la constancia de que los alemanes sean luteranos, pues los envía Fernando, rey de romanos, que los persigue; en todo caso, hay luteranos huidos de Alemania en el ejército de la Liga409; y en último término, si esos soldados fueran, por su mal vivir, infieles, ¿qué mayor analogía que los infieles que pueblan la Iglesia? (pp. 54-55). Lactancio formula un argumento perfecto combinando la reciprocidad con la diatriba ad personam:
¿Qué niñería es essa? ¿Lo que vosotros hazéis contra el Emperador no lo hazéis contra él sino contra su exército, y lo que el exército haze contra vosotros no lo haze el exército, sino el Emperador? (p. 55)
33Es significativa esta insistencia del autor, y se comprende mejor si se recuerda que, en este punto, a quien realmente rebate Lactancio no es al otro interlocutor ficticio, sino probablemente al real y poderoso nuncio Castiglione410. Tras ese razonamiento maestro el arcediano pierde terreno y concede; sólo quiere ahora que el Emperador castigue a los culpables y deje de servirse de gentes que cometen actos abominables (pp. 55-56). Lactancio introduce de nuevo la voluntad de Dios como argumento y la bondad de Carlos V para no castigar a quien se expuso por servirle; gente indómita, quizás, pero necesaria para resistir a los que le hacen guerra. El arcediano no parece apreciar la incompatibilidad que existe en una parte de estos argumentos, pierde una ocasión y hace su concesión final:
Yo os confieso que en esto estaba muy engañado (p. 56).
34Se cierra así la primera parte con el requerimiento del arcediano de explicaciones sobre el juicio divino, y la promesa de continuación de Lactancio una vez que hayan almorzado en su casa (p. 57). La primera parte es, pues, en su estructura argumentativa una sucesión de syncriseis, análoga a la de los pasquines reformistas del momento.
35La segunda parte se inicia con la referencia de Lactancio al cumplimiento de la promesa y la acusación a Roma como ciudad de vicios, como Babilonia, de acuerdo con un tópico extendido entre los reformadores renacentistas (p. 61). Se observa ahora el primer cambio (puntual) de estructura. Es la primera vez que los dos interlocutores se unen en la opinión (voz del autor), pues el arcediano llega a llamar a Roma «irrisión de la fe cristiana» (p. 61) y a denunciar la desvergüenza del Papa en la venta de bulas (pp. 61-62). Lactancio ha estado en Roma, por lo que en este extremo, habla por experiencia. Un chiste malicioso crea una situación cómica con efecto argumentativo; Lactancio pretende iniciar una argumentación por el ejemplo estableciendo una analogía entre padres (arcediano-Dios), descendientes (hijos-cristianos) y educadores (maestro-Papa):
Latancio.– [...] Pues venid acá: si vuestros hijos...
Arcediano.– Hablá cortés.
Latancio.– Perdonadme, que yo no me acordaba que érades clérigo, aunque ya muchos clérigos ay que no se injurian de tener hijos. Pero esto no se dize sino por un ejemplo (p. 62).
36El intermedio lúdico y digresivo no interrumpe la argumentación, pues Lactancio sigue con su analogía hasta el final, como nueva forma de cuestionar al Papa, pero la comicidad ha hecho más evidente el efecto argumentativo, pues el mozo recuerda al arcediano que hay clérigos que sí se casan (piensa, naturalmente, en los sacerdotes griegos y en los pastores protestantes) y viven así en mejor estado moral que los arcedianos de barragana, como es éste, bien orondos de disfrutar de las mujeres ajenas sin tener que mantenerlas.
37Liquidada esa cuestión, el propósito de Lactancio es, con prolongado argumento de la dirección, demostrar, por fin, en una nueva fase, que el saco ha sido un juicio de Dios para permitir la enmienda de la cristiandad. Para ello comienza razonando en una gradación sobre los signos que Dios ha enviado a los cristianos: primero envió a Erasmo para denunciar los vicios de la Iglesia de modo que ésta, por «pura vergüença», se enmendara; no bastó (p. 63). Luego permitió el levantamiento de Lutero para ver si la pérdida de poder permitía la regeneración; tampoco dio resultado (p. 64). La cita de un hereje solivianta al arcediano, pero Lactancio aprovecha para denunciar la inhabilidad de excomulgarlo en lugar de atraerlo (p. 64). El clérigo resulta otra vez un verdadero oponente, pues emplea un argumento en el que a Lactancio no cabría más que una concesión parcial: razona sobre el único remedio posible, un concilio general, que entonces no convenía convocar sin peligro para los eclesiásticos y el mismo Papa; las exigencias de los protestantes les parecían excesivas: que las rentas de la Iglesia se gastaran en beneficio de los pobres, y no en guerras y fasto; que las administraran los pueblos; que no se diesen dispensas por dinero (pp. 65-66). Lactancio busca entonces una conciliación transitoria, aparentando vulnerabilidad por medio de una figura de comunión, porque, como ha hecho otras veces, no considera que ese sea el momento de tratar en profundidad ese tema:
— No estéis en esso, que, a la verdad, yo he estado y estoy muchas vezes tan atónito que no sé qué dezirme (p. 66).
38Es eficaz la técnica de dejar en suspenso un problema aplazando la respuesta, que puede llegar o no llegar; son formas de desviar un asunto espinoso y llamar la atención sobre un problema concreto, a menudo el que se trata a continuación. Ésta es una táctica preferida de Lactancio para reforzar su magisterio en la charla411.
39En este caso lo que resulta enfatizado es su denuncia del cobro que hace la Iglesia de todos sus servicios y, con regla de justicia, cómo beneficia a los ricos y maltrata a los pobres, instituyendo la doble moral (pp. 66-67). Toca así un punto sensible del arcediano, que está indiscutiblemente a favor del provecho personal y no quiere pensar en semejantes trascendencias sobre la función de la Iglesia; repudia la pretensión luterana de impedir que los clérigos vivan libres y exentos, gastando con sus mancebas bienes ajenos, o el intento de moderar las fiestas de guardar que dañan el trabajo; con una argumentación por contagio presume que los santos castigarán a los hombres si quitan esas fiestas (p. 68).
40Todos esos razonamientos se han obtenido de forma calculada: Lactancio ha hecho preguntas que son aprobaciones, tácitas o expresas, y desde luego tácticas, de esas tesis luteranas, y ha desenmascarado estratégicamente al adversario por medios mayeúticos, por argumentos de comparación y de regla de justicia (p. 69). Cuando el arcediano, siguiendo con los puntos programáticos luteranos, denuncia la práctica del matrimonio para los clérigos, no lo hace en términos de escándalo moral, pese a su arraigada hipocresía, sino quejándose, con argumentos pragmáticos, de la pérdida de privilegios; la soltería es preferible por la libertad y la autoridad que brinda (p. 70). De poco le sirve la mayeútica de Lactancio, sus exhortaciones a apartarse del pecado y de males mayores (pp. 70-71). El arcediano entra de lleno en una serie de argumentos débiles por las consecuencias, que conforman una interesante argumentación cómica, pues son razonamientos profundamente inmorales pensados supuestamente en bien de la Iglesia:
— ¿No veis que casándose los clérigos, como los hijos no heredasen los bienes de sus padres, morirían de hambre y todos se harían ladrones y sería menester que sus padres quitassen de sus iglesias para dar a sus hijos, de que se seguirían dos inconvenientes: el uno que temíamos una infinidad de ladrones, y el otro que las iglesias quedarían despojadas? (p. 71)
41Lactancio esta vez responde con paciencia benedictina y, a diferencia de lo que hace en la mayoría de las ocasiones, ahora combina los argumentos pragmáticos (imitar la pobreza; oficios para ellos y sus hijos) con los principios nobles (salvar el alma). Poco aprovechan los buenos consejos a este arcediano que está alcanzando los momentos supremos de cinismo, hipocresía y caracterización cómica: el matrimonio con una única mujer es una pérdida de libertad con respecto a la posibilidad de múltiples mancebas y es, además, mucho más caro; sus lugares de cualidad son intrínsecamente perversos e hiperbólicos; «Mantenéislas vosotros y gozamos nosotros dellas» (p. 72). Para salvar el alma y ser cristiano basta con cumplir con los ceremoniales y confiar en la misericordia divina, pero no es necesario modificar las leyes eclesiásticas milenarias (pp. 72-73).
42Lactancio, ante un cinismo creciente, pasa a emplear formulas defensivas como el insulto («Sois mucho menos que hombres», p. 73) y la amenaza (Dios no es eternamente misericordioso ni sensible a las enmiendas fuera de tiempo). A continuación argumenta: las leyes son accidentales y relativas; no son dogmas de fe, pues cambian y se adaptan con los concilios; sólo ser cristiano es lo permanente (pp. 73-74). Desenmascara, así, las verdaderas intenciones de «vosotros los clérigos» por medio de la pareja filosófica accidente-esencia, otra de sus preferidas, como lo es de la tradición lucianesca. La única razón para no derogar algunas leyes en el presente (léase: para llegar a acuerdos puntuales con los luteranos) es que «no os estaría bien a vosotros» (p. 74). La concesión del arcediano, en este punto concreto, no se produce, lo que es significativo, pues aún faltan por llegar otras exhibiciones de su corrupción ideológica y ética; se limita ahora a dejar al margen la cuestión de modo vergonzante: «Dexémonos agora desso» (p. 74).
43Lactancio se explaya, por medios mayeúticos, sobre la conveniencia de aceptar las reivindicaciones alemanas antes que causar el cisma de los creyentes; hace así propaganda de los principios que la comisión negociadora de los imperiales, con Valdés a la cabeza, llevaba a la Dieta de Augsburgo; pero el arcediano, en nueva elipsis, renuncia a pronunciarse sobre estas materias y sigue aplazándolas para otro momento (p. 75). Termina así la argumentación que se abrió con la analogía del mal maestro (el Papa), y la necesidad del castigo a los cristianos: Dios ha castigado con el saco por no querer escuchar «las honestas reprehensiones de Erasmo, ni menos las desonestas injurias de Luter...», para que –con nuevo argumento pragmático– «siquiera por temor de perder las vidas os convirtiéssedes» (p. 75).
44Con una concesión aparente y un nuevo desplazamiento elíptico de la discusión por parte del arcediano (p. 76), al que se añade una petición de información de Lactancio y una renovación del pacto argumentativo (‘tú me informas de lo que yo te pregunto y yo te explico por qué lo permitió Dios’), comienza una nueva fase, la más importante para los acontecimientos del saco. El arcediano informa de buen grado, como testigo, de los movimientos del ejército imperial desde Siena a Roma, de sus intentos de negociación a la entrada de la ciudad santa y la negativa del Papa, de la muerte del Duque de Borbón en el asalto (pp. 76-78).
45Hay momentos puntuales en los que al autor le interesa recalcar aspectos concretos, y ya han aparecido algunos; en esos casos, que a partir de esta porción de la obra van a ir aumentando, hace compartir punto de vista a los interlocutores que, por lo general, están enfrentados de modo irreconciliable. Éste es, significativamente, uno de esos momentos de compromiso argumentativo: ambos lamentan la muerte de Borbón por los efectos negativos que desencadenó en el ejército (p. 77); el arcediano se preocupa además por el hecho de que muriera excomulgado, lo que a Lactancio parece un problema menor, pues Dios y el Papa no necesariamente excomulgan a las mismas personas (p. 78). Naturalmente que es un problema menor, y sólo aparentemente, para Lactancio, pero no lo es para Valdés, que por eso hace coincidir en opinión a los dos dialogantes y vuelve sobre el mismo tema en el Mercurio y Carón.
46Cerrado este episodio de desusada armonía de pareceres, continúa el informe del arcediano sobre el saco: por dónde y cómo entran los imperiales; relato sembrado de ironías del mozo, que conoce las «muy buenas casas de cardenales» que hay en la zona del Borgo y se extraña de que pueda entrar el ejército tan «ligeramente», sin artillería, cuando los del bando contrario estaban poderosamente armados (p. 80). Vuelve a producirse otra coincidencia de punto de vista, pues el arcediano confirma el hecho de que los imperiales entraran sin esfuerzo, en una operación casi milagrosa. Parece que Valdés quiere recalcar aquí algo que fue un clamor en la cristiandad europea: que, como antes se dijo, en Roma no hubo resistencia civil en tiempos de guerra, e incluso en sectores de la población opuestos al Papa Medici se veía la llegada de las tropas Carolinas como una forma de liberación. El único desacuerdo entre los interlocutores es que el clérigo se resiste a creer que Dios, infinitamente bueno, pudiera querer esa entrada milagrosa si se considera lo que hicieron después (p. 81). Pero Lactancio resuelve pronto esa incompatibilidad aparente al trasladar, con nuevo razonamiento providencialista, el milagro desde el ejército invasor al castigo de los culpables, permitiendo que los soldados no desmayaran con su capitán muerto, sino al contrario, tonificaran su ánimo, según el refuerzo que introduce el propio arcediano (pp. 81-82). El resultado es que el milagro se enfatiza.
47A partir de aquí el argumento providencial va a prodigarse, a medida que la crónica de los hechos avanza; también los ataques al Papa, aspecto en el que las réplicas del arcediano están llenas de concesiones: él fue quien se retrajo a Sant' Angelo y evitó el acuerdo (pp. 82-83). Se multiplican las coincidencias de punto de vista y, por lo tanto, los énfasis del autor sobre aquellos aspectos que no pueden quedar ambiguos ante sus contemporáneos. Cuando los capitanes no consiguen controlar a los soldados y el arcediano se refiere a los lamentos de las mujeres y los niños, los dos interlocutores «tiemblan» al unísono. Se pone así más el acento en la faceta de pérdidas humanas que en la de iglesias o bibliotecas, lo que honra al político Valdés en contraste con los sentimientos eruditos y mucho más fríos de otros humanistas europeos.
48Hay lugar incluso al humor y la desdramatización. Cuando, en la descripción del fragor del ataque, Lactancio pregunta a su informante: «— Y vosotros ¿qué hazíades estonces?», contesta, hilarante, el arcediano:
Arcediano.– Cortávamos las uñas muy de nuestro espacio.
Latancio.– Mas de verdad.
Arcediano.– ¿Qué queríades que hiciéssemos? Unos se metían entre los soldados, otros huían, otros se rescatavan, y todos andávamos qual la mala ventura (p. 85).
49O, en seguida, este nuevo chiste412 con intención argumentativa, que combina la burla de los preceptos y la hipocresía de los clérigos vividores con el ataque a las crueldades de los soldados:
Latancio.– Entonces ¿de qué comíades?
Arcediano.– Nunca faltava la misericordia de Dios. Si no podíamos comer perdizes comíamos gallinas.
Latancio.– ¿Y los viernes?
Arcediano.– ¿A qué llamáis viernes? ¿Vos pensáis que los soldados hazen diferencia del viernes al domingo? Maldita aquella. Que, a dezir verdad me parece cosa muy rezia que se tenga ya tan poco respecto a los mandamientos de la Iglesia (p. 86).
50Cualquier ocasión es buena para oponer religiosidad interior y exterior. Lactancio combate, por reciprocidad, la pretensión de criticar en los soldados lo que ellos no son capaces de cumplir, y hace un ataque a la falsa religión comparando la fornicación con comer carne en Viernes santo. El arcediano, que es prejuicioso y tiene muy claras sus jerarquías, llama a la fornicación «cosa de hombres» y a comer carne en Viernes santo «grandíssima abhominación» (pp. 86-87). Este pequeño enfrentamiento culmina con una santísima explicación de Lactancio, llena de ironías y razonamientos paradójicos, en que analiza cómo es mejor corner carne para el cuerpo y no fornicar para el alma y, con técnicas mayeúticas orientadas una vez más a verdades universales –al menos indiscutibles para un cristiano reformista, su ‘auditorio’–, obliga a aceptar al arcediano que es peor ofender a Dios (fornicar) que a las leyes humanas (comer came en Viernes santo) (p. 88).
51Lactancio rechaza a cada rato las preguntas que le parecen inconvenientes o dilatorias (p. 88); prefiere continuar con el hilo del informe y aprovechar así para exculpar al Emperador de todas las fechorías relatadas e insistir en la explicación del castigo divino (p. 89). Los dos hacen aceptaciones parciales, pero Lactancio siempre para atacar a la Iglesia. Vuelve a producirse una armonía de pareceres, pero esta transcurre en forma de aparte entre interlocutores del que, a diferencia de otros, queda excluido el lector, aunque pueda bien deducirse qué información ha sido «censurada» o más bien elidida:
Latancio.– [...] no os devríades de maravillar que allí se hiziesse, donde no solamente se solían vender y rescatar hombres, más aún ánimas.
Arcediano.– ¿Ánimas? ¿En qué manera?
Latancio.– Yo os lo diré; pero a la oreja.
Arcediano.– No ay aquí ninguno.
Latancio.– No me curo. Llegáos acá...
Arcediano.– Ya os entiendo (p. 90).
52Hablando de la venta de almas la alusión no podía referirse más que a las indulgencias, pero sólo podía ser sugerida por elipsis, y no pronunciada, en una obra escrita por el secretario imperial, sin que lo tildaran de luterano413. Quizás por ese secreto el arcediano también le da la razón en este caso, y volvemos a toparnos con otro deseo más de énfasis por parte del autor. Pero caben más explicaciones. La técnica se aprendió probablemente en Erasmo y la practican también otros erasmistas españoles, sin duda por su eficacia sugeridora y satírica, y porque el secreto de la deliberación íntima parece garantía de sinceridad y validez argumentativas. Valdés fue gran amigo de esta técnica del aparte «elidido» para el lector o cómplice entre interlocutores, ya que también la emplea en el Mercurio y Carón414.
53Lactancio no minimiza los horrores del saco que cuenta el arcediano; sencillamente se esfuerza por trasladar la discusión a un plano de principios en vez de a uno de realidades, sin escatimar las comparaciones degradantes (pp. 91-94)415: las humillaciones de los cardenales podían haber sido evitadas por ellos mismos, las blasfemias de acto son peores entre cardenales que entre soldados, pues en éstos son esperables; los cardenales debían ser como los apóstoles (ser perfecto) y en cambio son «menos que hombres» y peores que soldados. Cuando el arcediano explica cómo los alemanes vendían obispos con un ramo en la frente, como si fueran bestias, o los jugaban a los dados, o cómo no quedó casa por saquear, Lactancio acepta que es una villanía; pero, como siempre que el arcediano se queja de un atropello concreto, se desliza hacia argumentos de comparación con cosas divinas, espirituales, no humanas (‘ellos vendían cuerpos y vosotros ánimas, obispados, beneficios, que es peor’, ‘ellos saquean casas, vosotros sus bolsas’, etc.), situando el debate en otra dimensión en la que lleva ventaja, y dejando desarmado a su contrincante, que se ve obligado a aceptaciones sistemáticas. Si el arcediano se espeluza de que la riqueza haya cambiado de manos, el mozo sabe sentenciar ad absurdum con la paradoja de que no es perder sino ganar, porque «...hanlo agora tomado los soldados, como labradores, para sembrarlo por toda la tierra» (p. 98). Se inicia una serie de razonamientos propios de la literatura de pasquines y profecías: si el Sacro Palacio quedó hecho establos, abundando en la noción del castigo, considera que no iba a permitir Dios que se salvase el más responsable de todos (p. 99). Si las iglesias fueron asaltadas, pese a la concesión parcial [«Mirad, señor: essa es una cosa tan fea y tan mala que a ninguno puede parecer sino mal, pero...», p. 100] es porque Dios lo ha querido para acabar con la superstición y con la creencia de que Dios atiende más al culto exterior que a las obras, creencia que hace ser a los cristianos peores que gentiles (p. 101). Edificar iglesias no es malo, pero tampoco lo principal, porque basta la unión de dos o tres cristianos para que exista iglesia, cuerpo místico, y «pues Dios es invisible, con cosas invisibles se quiere principalmente honrar» (p. 103); y así sucesivamente, hasta concluir que Dios ha permitido el saco para que los cristianos hagan «templos vivos primero que muertos» (p. 105).
54Hay en este momento un atisbo de convencimiento progresivo por parte del arcediano, aunque aún quede camino por andar. Tras la retahíla de argumentos en pos de un cristianismo intimista y sincero, el arcediano, pese a ser hombre de iglesia, exclama admirado ante el cortesano:
— Vos me dezís cosas que yo nunca oí. Pues que assí es, dezíme: ¿cómo y con qué le havemos de servir? (p. 106).
55Pero Lactancio no parece considerar a su oyente 'maduro' para la conversión, pues lo difiere como «otra materia» para otro momento, y continúa el informe del arcediano, con las mismas técnicas: si las iglesias y conventos se convirtieron en establos (realidad), Lactancio, pese a conceder, como hizo Vives, que «esso a ningún bueno parecerá bien» (p. 106), apunta a los principios (la culpa es de la guerra y de quienes la promueven, es decir, como ya se sabía, del Papa; luego se volverá a repetir, p. 111). Tanta abstracción parece excesiva al arcediano:
— ¡Gentil disculpa es essa! (p. 106),
56con lo que Lactancio vuelve a los razonamientos espirituales apoyado en la mayeútica: peor es hacer establo de las almas, Roma está llena de almas pecadoras, Dios lo ve todo, etc. (pp. 107-110).
57Tras las correlativas aceptaciones parciales del arcediano, se reanuda el informe y el descenso de Lactancio al terreno de las propuestas concretas y de las realidades: la destrucción de todos los registros de bulas, suplicaciones y procesos es un juicio de Dios por el exceso de pleitos; si los burócratas tienen que comer de algo, que practiquen un oficio, en lugar de comerse el dinero de la iglesia, que es de los pobres; cada obispo en su obispado puede decidir a quién debe concedérsele el beneficio y ese le «parece agora el mejor remedio hasta que aya más entera reformación de la Iglesia» (p. 114). Las distintas propuestas de Lactancio, que han combinado premisas incontrovertibles con argumentos pragmáticos, hacen concluir al arcediano:
— Vos querríades, según esso, hazer un mundo de nuevo (p. 115).
58Pero la utopía del mozo es más prudente y realista, como buen humanista carolino, ligado estrechamente a los centros del poder:
Latancio.– Querría dejar en él lo bueno y quitar dél todo lo malo.
Arcediano.– Tal sea mi vida. Pero no podréis salir con tan grande empresa.
Latancio.– Vívame a mí el Emperador don Carlos y veréis vos si saldré con ello (p. 116).
59Se cierra una nueva etapa y se reanuda el informe, con una construcción argumentativa semejante a la anterior: si no se oía misa, eso parece accesorio a Lactancio, pues mejor hubieran hecho en escuchar las profecías; si la violación de sepulturas inficionaba el ambiente de las iglesias, eso es, dicho con humor negro, en pago de los dineros que los curas cobran por los entierros, etc.; por ese camino, el arcediano anuncia que llega su informe más lastimoso: la profanación de las reliquias de la que él ha sido testigo ocular (pp. 119-120). Más allá de la descripción de los hechos, se producen ahora los grandes parlamentos, humorísticos y enfáticos, que tantas veces y con tanta justicia se han citado. Frente a los argumentos de cualidad y los razonamientos a la defensiva del clérigo, Lactancio emplea argumentos de comparación fundamentados en una estructura mayeútica: más grave es la realidad de las 4.000 víctimas que el saqueo de las reliquias; los cuerpos muertos de los santos no sienten, y los de los hombres en el infierno sí; todo ha sido un juicio de Dios por acabar con un tráfico de objetos que, incluso si son en verdad cuerpos de santos y no un mero fraude de desaprensivos mercaderes, conducen a la idolatría, etc. (pp. 120-124). Cuando el mozo pone al arcediano en dificultades, éste sortea las preguntas:
— No sé, no me quiero meter en esas honduras (p. 125).
60Y, a la defensiva, razona como un simple: quizás las reliquias tengan valor educativo para los ignorantes. Lactancio, por medio de la mayeútica, le demuestra cómo son el camino más largo para la salvación, frente al más corto, el amor a Cristo (pp. 126-127). Extensos razonamientos conducen a oponer, una vez más, la religiosidad interior y las supersticiones que, en el mejor de los casos sólo tienen papel intermediario: eso ocurre no sólo con las reliquias; con el culto a los santos en general (p. 130), con las imágenes (p. 132), los ornamentos litúrgicos (p. 134), etc.416 El arcediano representa esa religiosidad falsa y se escandaliza a cada paso con los argumentos del mozo, aunque acaba en cada caso por aceptar (pp. 130-131,133, 134). Lactancio, aunque suele matizar, aceptando parcialmente que «fuesse una grandíssima maldad» (p. 132) o «muy grande impiedad y atrevimiento, digno de muy rezio castigo» (p. 134), siempre remata con el argumento providencial, e incluso corrige el relato del robo del sacramento (pp. 134-135): es peor echar el sacramento en el muladar de Roma, los curas comulgan con sus mancebas, los beneficiados son simoníacos, etc.
61La estrategia dialéctica de Lactancio confirma su omnipresencia: cuando las preguntas o las afirmaciones del arcediano son concretas, pragmáticas, referidas a realidades, Lactancio acostumbra a remontarse a los principios, a lo ideal, a lo modélico y utópico, apuntando siempre en la misma dirección: cómo la cristiandad, y sobre todo sus jerarquías, han tergiversado el sentido profundo, espiritual y sobrenatural de la religión, concibiéndola sólo en términos materiales y exteriores. Su forma de colocar al arcediano en dificultades argumentativas es llevarlo siempre a la teoría religiosa y evangélica, para mostrarle dónde residen las contradicciones profundas y las incompatibilidades de su razonamiento. La estrategia del mozo se fundamenta, pues, en una emboscada dialéctica: la oposición utopía / realidad.
62El arcediano experimenta un crescendo de desconcierto:
— Vos me habláis un nuevo lenguaje y no sé qué responderos (p. 136).
63Empiezan a aparecer indicios de su satisfacción y agradecimiento que, por lo que luego se verá, todavía no son definitivos:
— Assí Dios me vala que vos me habéis muy bien satisfecho a todas mis dudas, y estoy muy maravillado de ver cuán ciegos estamos todos en estas cosas exteriores, sin tener respecto a las interiores (p. 137).
64Lactancio considera que la avaricia y la ambición, que las supersticiones y engaños, nunca han acercado tanto a los cristianos a «una manera de gentilidad», pero, en lugar de explicar, como le pide su contertulio, de dónde procede ese mal, difiere el tema y –parece sentirse fuerte– pide directamente aprobación:
— No me metáis aora en esse laberinthio, a mi ver más peligroso que el de Creta. Dexemos algo para otro día. Y agora quiero que me digáis si a vuestro parecer he complido lo que al principio os prometí (p. 140).
65El arcediano contesta con lo que a primera vista parece otra aceptación definitiva:
... que doy por bien empleado quanto en Roma perdí y quantos trabajos he passado en este camino, pues con ello he ganado un tal día como éste, en que me parece haver echado de mí una pestífera niebla de abhominable ceguedad y cobrado la vista de los ojos de mi entendimiento, que desde que nací tenía perdida (p. 140).
66Lactancio aun no da por concluida la charla, y solicita que prosiga su informe, lo que aparentemente sería anómalo tras una confesión del clérigo como la que se acaba de transcribir. Llama, por tanto, nuestra atención y precisa, si es que es posible, ser explicada literariamente.
67Ahora el arcediano es mucho más crítico con los comportamientos del Papa, razón por la cual ambos interlocutores comentan más que discuten: cómo negocia con los imperiales y firma la capitulación, pero intenta desdecirse cuando le llegan noticias del socorro de la Liga; la llegada de un refuerzo imperial desde Nápoles y la rendición papal con condiciones, pagando también a los soldados: la imposibilidad de que el Papa entre en razón, y la necesidad por tanto de que siga en poder del Emperador (pp. 141-146). Es en esta porción de la obra donde destacan las técnicas de discusión más que las de debate, lo que resulta significativo por ser, precisamente, los problemas que los imperiales vivían en esa circunstancia. A esa visión crítica contribuye el clérigo ya sin paliativos; sólo le preocupa, sintomáticamente, el qué dirán. Y sin embargo, para que sea evidente que su corrupción de alma arranca desde el día en que nació, como antes había afirmado, reivindica sin consideraciones lo suyo hasta el fin:
— Quanto a lo mío, yo holgaré que esté [el Papa] donde quisiéredes con que me den acá la possessión de mis beneficios (p. 146).
68Ya no combate ideológicamente; cuando Lactancio afirma no preocuparse por estar descomulgados los imperiales, considerando, en una argumentación por el sacrificio, que no han actuado en bien de la Iglesia, sino de la cristiandad y por evitar mayores daños, en ese momento la réplica del arcediano carece del apasionamiento que se le conocía:
— Cosa es éssa harto verisímile, mas no sé yo si nuestros canonistas os la querrán conceder (p. 147).
69Parece, hasta el final, más preocupado de sus asuntos que de cualquier principio religioso, e incluso se muestra rencoroso: le molesta que haya habido perdón para los soldados «y nosotros llorando nuestros duelos» (p. 148); fue tan codicioso e inoportuno que visitó al Papa en Sant' Angelo para reclamarle unos beneficios; cuando Lactancio critica su codicia, lo tilda de inocente:
Arcediano.– ¿Y para qué pensáis vos que vamos nosotros a Roma?
Latancio.– Yo pensé que por devoción.
Arcediano.– ¡Sí, por cierto! En mi vida estube menos devoto.
Latancio.– Ni aun menos cristiano.
Arcediano.– Sea como mandáredes (p. 150).
70Ya no polemiza; se «impone» con argumentos cómicos:
— Y aun por esso es Dios bueno, que no lo érades vos, sino Clemente Séptimo, que me los dio [los beneficios] luego de muy buena gana, aunque iva en hábito de soldado como vedes (p. 150)417.
71Hasta el final se presenta como una figura paradójica, íntimamente escindida y contradictoria: parece convencido en los principios políticos siempre que no rocen ni cuestionen su provecho personal. Con esa naturaleza, lo menos que podía pensar Lactancio es que tal personaje nunca podría ser partidario de la reforma imperial Carolina, tal y como él –y Valdés– la imaginaban. Quizás por eso continúa el arcediano informando sobre el estado de postración en el que quedaron el Papa, los cardenales y obispos, lo que vale un parlamento densamente retórico de Lactancio, en el que en términos semielegíacos realiza casi un ubi sunt paródico (pp. 151-152). Irónico al menos porque en seguida encuentra un motivo de consuelo: mientras las dignidades eclesiásticas sean pobres se parecerán más a los apóstoles (p. 153).
72La explicación a esos comportamientos contradictorios del arcediano sólo puede ser ese difícil compromiso entre el debate (estructura dominante de la obra) y la discusión, posible sólo en momentos concretos. Las fronteras, como insistía antes, son difíciles de trazar. Es posible que se trate de una razón ideológica y argumentativa: los clérigos como el arcediano sólo pueden discutir de principios políticos y de verdades apodícticas –a condición de tener en frente a un razonador brillante–, pero no cederán ni un ápice de sus beneficios estamentales. La transformación del arcediano, si existe, es sólo política –y por quedar desbancado argumentativamente, incapaz de replicar a la misma altura–, pero no ética. Parece que el optimismo valdesiano y su espíritu de concordia tienen unos límites muy bien establecidos, y que la utopía se atempera con las debidas dosis de pragmatismo y conocimiento de la realidad hispana418.
73La estructura de la segunda parte es una suma de syncriseis a la que se unen armonías ocasionales de punto de vista entre los dialogantes. Lactancio se siente progresivamente fuerte y difiere asuntos; el arcediano pierde combatividad, hace su crónica, se queja, se escandaliza o acepta, pero de modo también paulatino deja de sostener su eris con la beligerancia desplegada en la primera parte. Pelea sólo cuando se ve afectado en sus intereses y privilegios personales.
74La pregunta final del arcediano, sobre cómo ha tomado el Emperador la noticia del saco –pregunta, probablemente, la más comprometida desde el punto de vista político en el conjunto del diálogo– genera una respuesta curiosa, más esperable –si se acepta el chiste– en un gallego proverbial que en un conquense ilustre; en lugar de contestar, Lactancio devuelve la pregunta: «¿Qué os parece a vos?» (p. 154). Sólo la insistencia del clérigo sobre si le ha pesado realmente o no, genera una respuesta en la que Lactancio se muestra muy reservado y produce un prodigio de ambigüedades y malabarismos diplomáticos en los que puede advertirse al secretario imperial (que escribe antes de que su señor se pronuncie publicamente) más que al mozo cortesano colérico, irónico y apasionado:
— Yo os lo diré. El Emperador es muy de veras buen cristiano y tiene todas sus cosas tan encomendadas y puestas en las manos de Dios, que todo lo toma por lo mejor, y de aquí procede que ni en la prosperidad le veemos alegrarse demasiadamente ni en la adversidad entristecerse, de manera que en el semblante no se puede bien juzgar dél cosa ninguna; mas, a lo que yo creo, tampoco dexará de conformarse con la voluntad de Dios en esto como en todas las otras cosas (p. 154)419.
75Parece muy plausible que en esta ocasión a Carlos le pareciera de perlas la voluntad de Dios. Por otra parte, ¿qué político allegado a un jefe de estado de cualquier tiempo no ha argumentado en términos análogos, con el mismo tópico del estadista, sobre su caudillo? Quizás el lector de estas páginas recuerde más de un ejemplo en nuestra historia contemporánea, nacional y universal. De cualquier modo, el Caronte del Mercurio y Carón da, por analogía con su propio caso, explicaciones menos ‘diplomáticas’ de las alegrías regias420.
76La obra termina, argumentativamente, con un exhorto del arcediano a que Carlos V se rodee de buenos consejeros para no desperdiciar ocasión tan favorable de reformar la cristiandad, es decir, permanece en el plano estrictamente político. Cuando Lactancio, que parece en ese momento querer ejercer como uno de esos «buenos consejeros», va a decir su opinión sobre la dirección que deberían tomar esas reformas, les interrumpe el portero de San Francisco con los resultados que ya conocemos.
77Poco le quedaba ya a Lactancio por proponer (no comprometido) que no estuviera dicho; los puntos esenciales de la reforma valdesiana se han diseminado por todo el opúsculo: el cristianismo interior, la caridad, la imitación de la vida de Cristo frente a la religiosidad exterior y ritual que impide la devoción verdadera (reliquias, imágenes, culto idólatra a los santos, misa oída sin sentimiento), la doctrina del cuerpo místico o philosophia Christi, con el mensaje de concordia que le es anejo, etc. La mayoría de esos puntos no afectan al dogma y tienen mucho en común con el ideario luterano, es decir, con todo aquello del ideario luterano que los erasmistas consideraban «negociable» todavía en la Dieta de Augsburgo; también con lo que la literatura protestante del periodo desarrolla en términos artísticos. La promesa retórica de continuación, recuérdese, propone cambiar el lugar de encuentro e ir a la iglesia de San Benito. Y en efecto, ése sería el lugar adecuado para desarrollar por menudo un programa religioso como el expuesto, alejándose de aquel franciscano que parece más un mercenario ocupado de su horario de trabajo que un frailecito sencillo y devoto.
78Este estudio de la forma de la argumentación ha intentado poner de relieve las adaptaciones de cada interlocutor, sus concesiones, distancias, vacilaciones, emboscadas y desafíos; también sus coincidencias, allí donde se unifica su punto de vista como voz del autor en momentos estratégicos. Todo ello permite diferenciar aquellos aspectos en los que Valdés polemizaba, sintiéndose más o menos seguro, con sus detractores contemporáneos, de esos otros problemas en los que mantenía una ambigüedad consciente.
79Un final, pues, dramático y abierto para una reforma abierta que muy poco después se desvaneció en sahumerios. El Renacimiento castellano, político y religioso, pronto se orientó por otros rumbos.
80«La reconciliación total de Carlos V con Clemente VII –recordaba Bataillon– la evolución diplomática que se coronará muy pronto con la paz de las Damas vinieron a quitar a sus Diálogos [de Alfonso] gran parte de su actualidad. En todo caso, no estaban ya en harmonía con la política gubernamental»421.
81Queda por saber cuál hubiera podido ser la evolución de Alfonso de Valdés de no haber sido tan joven víctima de la peste, si es que fue la peste la que apagó su vida. Quizás, fiel a su rey, emprendería la vía conciliadora que se detecta en la correspondencia al Cardenal de Ravenna. Pero el final de Alfonso sigue teniendo sus ángulos oscuros, pues la muerte de Mercurino Gattinara y el ascenso de Cobos trajo, como se recordará, su marginación en las negociaciones con los protestantes, y sus últimas cartas conservadas tampoco dejan entrever a un Alfonso cansado, enfermo o cercano a la muerte422. Un final lleno de equívocos para alguien que decía de sí mismo: «Yo, señor, soy libre y claro»423. Dos pecados que los ambiciosos y los pobres de espíritu rara vez perdonan. Conserva plena vigencia una hermosa y sintética frase de Montesinos: «El llamamiento de Valdés sólo tiene vigencia individual. Con el mozo Valdés murió un pesimista posible»424.
Notes de bas de page
395 V. Rossi, p. 6.
396 M. Morreale, «Apostillas...», sobre todo pp. 399-405, de donde extraigo a continuación, muy resumidas, las opiniones.
397 M. Morreale, «Apostillas...», pp. 404-405, bien estudiado en la descomposición de elementos, en el eslabonamiento de razonamientos y en la deuda de ese proceder con la tradición escolástica.
398 Ibid., citas en pp. 396,402 y 415 respectivamente.
399 A. Chastel, p. 22 y supra, capítulos IV y V. Esta forma caracteriza a la mayoría de los diálogos alemanes de la primera mitad del siglo xvi como demuestra D. Briesemeister, pp. 450 y ss.
400 y. Ch. Perelman y L. Olbrechts-Tyteca, § 8.
401 No hay nada más subjetivo («opinable» dirían los tratadistas, al asociar el diálogo al entimema) que las opiniones de los interlocutores que contienden, incluyendo también sus emociones y afectos, opiniones que, en mi criterio, hay que separar del punto de vista del narrador/orador. «El diálogo [...] manifiesta en la diversidad de voces contrastadas dramáticamente frente a una cuestión general esa voluntad de relativismo sobre la verdad que es característica literaria de los géneros argumentativos de todos los tiempos» (v. A. García Berrio y T. Hernández Fernández, La Poética: Tradición y modernidad (Madrid: Síntesis, 1988), p. 160). J. Gómez opina lo contrario: «... mientras que el diálogo didáctico es objetivo y está determinado por las relaciones lógicas de pregunta-respuesta o de aprobación-desacuerdo, el diálogo característico de la novela y el teatro es subjetivo y está distorsionado por las consecuencias emocionales implícitas en la psicología de cada personaje» (El diálogo en el Renacimiento español (Madrid: Cátedra, 1988), p. 14; v. también p. 63).
402 Aparecen los mismos procedimientos, con alguna variante y con enriquecimientos técnicos aún más vistosos, en el Mercurio y Carón. La mayéutica socrática no es sólo procedimiento frecuente en los diálogos platónicos, sobre todo de la primera época, sino que es método empleado de modo ocasional por Cicerón y, de modo más habitual por Luciano, a menudo en broma, en muchos de sus diálogos, por imitación platónica. Lo heredan también, con variantes, las disputas medievales.
403 Para los términos específicos de teoría de la argumentación sigo los trabajos de Ch. Perelman y L. Olbrechts-Tyteca, en especial su Traité de l'argumentation ya citado.
404 Erasmo, en su De utilitate colloquiorum insiste en su sincero propósito educativo al presentar a esos «bellos homunculos inter se nugantes» como una forma de enseñanza a contrarío, porque es mejor –comenta con ironía– aprender las cosas absurdas por medio de una obra que por la experiencia, que en aspectos de ética práctica es «stultorum magistra». Esto implica, entre otras cosas y al margen de lo que tiene de viejo tópico, la importancia que como humanista Erasmo concede a la retórica, a la lectura, a las categorías a priori frente al dogmatismo filosófico. V. Erasmo de Rotterdam, De utilitate colloquiorum, I, p. 901, en la edición de Obras Completas corregida por el propio Erasmo, Desiderii Erasmi opera omnia emendatiora et auctiora... (Lugduni Batavorum: P. Vander, 1523), tomo I, pp. 901-908, ed. facs. en 10 vols, en Hildesheim: G. Olms, 1961 ss. En Valdés es idea recurrente: el buen rey del Mercurio y Carón dice, entre otros «castigos», a su hijo: «Aprende, antes por las historias que por la experiencia, quán mala y quán perniciosa es la guerra» (ed. cit., p. 183).
405 Ya reparaba en ello G. C. Rossi, p. 4.
406 R. Navarro lo dice ahora con claridad encomiable: «Un hacer se opone a un dejar de hacer en esos dos personajes que no son Carlos o Julio de Médicis, sino el Emperador y el Papa» (pról. cit., p. 38).
407 Las líneas generales del proceso, entendido como concatenación de silogismos, están ejemplarmente descritas en M. Morreale, «Apostillas...», pp. 405-406.
408 M. Morreale recuerda, por ejemplo, («Apostillas...», p. 406), cómo las cartas de Italia insisten a Carlos en que se apodere de esa península para garantizar la paz, y sin embargo en el diálogo «este fin imperialístico no sale a relucir nunca: el Emperador defiende a sus súbditos».
409 No está claro que los «más de mil de los villanos que se han huido de Alemania» a los que se refiere el Abad de Nájera (ap. A. Rodríguez Villa, Italia..., p. 155) sean imperiales o sean de la Liga.
410 V. M. Bataillon, p. 371.
411 Rossi advierte la importancia de las elipsis, p. 6: por ejemplo, más adelante en la obra, a las preguntas del arcediano sobre si es o no más grave pecar «contra las constituciones humanas que contra la ley divina», o a cómo hay que servir a Dios, o a cuál es el origen de la confusión entre la esencia y la apariencia de ser cristianos. El final de la obra, sin entrar en materia sobre la reforma Carolina, es una forma distinta, no provocada esta vez por Lactancio sino por el franciscano que cuida de la iglesia, de elisión significativa.
412 Ha de verse como chiste entre otras razones por el hambre y la carestía que invaden a Roma durante los días del saco; dice Salazar, precisamente: «...y según han apocado las gallinas y no se hallan para los enfermos, yo soy testigo de no querer dar de ordinario en estos días una gallina por un ducado y de ver dar por una diez y ocho julios, que son cerca de dos ducados, y de ver dar seis julios por un par de huevos, y de ordinario un carlin y un julio por cada huevo» (A. Rodríguez Villa, Memorias..., p. 154).
413 V. M. Bataillon, ob. cit., pp. 376-77.
414 «Mercurio.– [...] Decírtelo he, mas al oído. Carón.– ¿Por qué no lo dirás alto? Mercurio.– Tengo miedo que me levanten a mí que rabio. Carón.– Dílo pues como quisieres. Mercurio.– Llégate acá. Carón-¡Ha, ha he!».V. ed. cit., p. 215.
415 En palabras de R. Navarro: «No se trata de justificarlos o negarlos [los desmanes del saco], sólo les opone otros peores que caracterizaban la vida de los eclesiásticos» (pról. cit., p. 49).
416 Para el sentido de la crítica valdesiana a determinadas devociones hispánicas de culto santoral, ritos, costumbres y fiestas, junto al estilo con que se desenmascara ese contenido hagiográfico, es esencial, aparte el art. cit. de M. Morreale sobre las reliquias, otro trabajo de la misma investigadora, «Comentario a una página de Alfonso de Valdés sobre la veneración a los santos», en Doce consideraciones..., pp. 265-280. Inspirado en Erasmo en su aspecto positivo (honrar a los santos es imitar sus virtudes) y «trasunto de un silogismo» (p. 265) en su parte negativa (el príncipe es Cristo y los santos sus privados), hay diferencias con la denuncia más cosmopolita de Erasmo, consecuencia del apego de Valdés a desenmascarar supersticiones populares españolas. Sus fuentes son los textos erásmicos de los Coloquios, el Modus orandi Deum y el Enchiridion, sobre todo este último, al que seguramente sigue en latín y, a su vez, reduce y amplifica (p. 274). Igualmente, se refiere a los fragmentos de Alfonso de Valdés sobre las prácticas supersticiosas el trabajo de J. L. González Novalín, «Las misas artificiosamente ordenadas en los misales y escritores renacentistas», en Doce consideraciones..., pp. 281-296, en p. 288.
417 Puede pensarse que esta anécdota de los beneficios es trasmutación literaria en clave grotesca de un despacho que el propio Salazar comunica desde Roma (19-V-1527): «Lunes de Pascua, que se contaron diez del presente, Señor, fui al castillo por ver al Datario viejo y al nuevo, que también me conoce, y me mostraban buena voluntad, los cuales besan las manos de V. S. muchas veces. Recibiéronme, Señor, muy bien, y por medio suyo hube una parte de los beneficios que vacaron en Sigüenza por muerte del Doctor Juan Fernández, que en gloria sea, que no fue poco según los demandadores hubo para ellos; y si V. S. me hace merced de mandarme poner en la posesión de todos con su provisión ordinaria, será parte con dar yo alguna cosa para quedar con todos ellos o con la mayor parte» (A. Rodríguez Villa, Memorias.... p. 162 y J. F. Montesinos, p. 151); describe luego en términos similares a los del arcediano del Viso cómo encuentra en estado de profunda postración al Papa y los cardenales en el castillo. Gattinara, que también vio al Papa preso, lo describe «... piangendo, in presenza di tutti i cardinali...» (A. Rodríguez Villa, Memorias..., p. 187). Aunque la situación no era para menos, Clemente debía de tener la lágrima fácil, porque Pérez insiste en la misma ostentación de llantos (ibid., pp. 274-275).
418 La crítica clásica sobre el Lactancio –como Fernández Montesinos– y también la más reciente (A. Rallo, p. 19 y n. 31), sí considera al arcediano transformado. Atenúa esa transformación R. Navarro, pról. a su ed., p. 66, con criterios que comparto, análogos a los aquí expuestos.
419 El embajador veneciano Contarini define en parecidos términos al Emperador: «è pallido alquanto... è homo gaiardo di cavalcare ogni cavallo, molto catolico né ha alcun vitio. Non si aliegra ni contrista et cuando have la nova de la Vitoria non fa dimostrazione alcuna di allegrezza...» (sic; lo tomo de M. Penna, art. cit., p. 5). Alfonso de Valdés vuelve sobre la misma idea en el Mercurio: «El Emperador, aunque en todas sus cosas se conformó tan de verdad con la voluntad de Dios que ni las prosperidades le dan demasiada alegría ni las adversidades tampoco tristeza...» (ed. cit., p. 73).
420 Cuando por ejemplo dice en un pasaje que ya cité supra: «assí como un rey se huelga con la traición hecha en su provecho, mas no con el traidor, assí nosotros holgamos con una cosa mal hecha si della pensamos haver provecho, mas no con el que la haze» (ed. cit., p. 10).
421 M. Bataillon, p. 404. Bataillon recuerda cómo las obras de Valdés volvieron a ser exhumadas desde el poder en torno a 1541-1545, «con ocasión de una nueva campaña antifrancesa y antirromana de la diplomacia imperial» (p. 404). Por su parte, Montesinos concluía que «si Valdés hubiera vivido lo bastante para ver el desarrollo sucesivo de la política secular y eclesiástica, sus destinos quizá no se hubieran diferenciado gran cosa de los de su hermano» (introd. a su ed. del Mercurio, p. xii).
422 Al morir Gattinara moría el protector de Valdés; éste había trabajado en su gabinete como escribano desde 1522, y desde 1526 figuraba en nómina como encargado de la correspondencia latina. Es cierto que Cobos apoyó la continuidad de Alfonso cuando hubo intentos de apartarlo del cargo arguyendo su deficiente latinidad (v. H. Keniston, pp. 109 y 139), pero no hay que descartar que a la vez fuera partidario de separarlo de otras funciones oficiales que hasta ese momento había desempeñado (v. supra).
423 G. Bagnatori, p. 371; también R. Navarro, p. 28.
424 J. F. Montesinos, p. xlvi.
Le texte seul est utilisable sous licence Licence OpenEdition Books. Les autres éléments (illustrations, fichiers annexes importés) sont « Tous droits réservés », sauf mention contraire.
L’individu face à la société
Quelques aspects des peurs sociales dans l’Espagne du Siècle d’or
Augustin Redondo et Marc Vitse (dir.)
1994
El Diálogo de Lactancio y un arcidiano de Alfonso de Valdés : obra de circunstancias y diálogo literario
Roma en el banquillo de Dios
Ana Vian Herrero
1994
Autour des Solitudes. En torno a las Soledades de Luis de Góngora
Francis Cerdan et Marc Vitse (dir.)
1995
Mañanas de abril y mayo / El amor al uso
Pedro Calderón De La Barca et Antonio de Solís y Rivadeneyra Ignacio Arellano et Frédéric Serralta (éd.)
1996
Don Juan Tenorio « El refugiao »
Drama cómico en cinco actos nada más para no cansar el público
Juan Mateu Frédéric Serralta (éd.)
2003
La loi du duel
Le code du point d'honneur dans l'Espagne des XVIe-XVIIe siècles
Claude Chauchadis
1997
Trece por docena
Valentín de Céspedes et Juan de la Encina Francis Cerdan et José Enrique Laplana Gil (éd.)
1998