Espacios y artífices del relato nacional. Una aproximación a la experiencia hispanoamericana
p. 51-59
Texte intégral
1América latina ha sido un continente marcado por la búsqueda incesante de sus señas de identidad. Durante el siglo xix y buena parte del xx la identidad nacional y el acceso a la modernidad constituyeron la obsesión recurrente de sus élites políticas y culturales. Podríamos añadir también que, por razones distintas, la inseguridad histórica también ha constituido un elemento central en la autopercepción de la España contemporánea. Una conciencia de excepcionalidad, sentida o imaginada, propició a ambas orillas del Atlántico la fermentación de filosofías historicistas y discursos identitarios cuyos augurios de elevados designios nacionales contrastaban con una realidad cotidiana mucho más pedestre. Hoy en día parece evidente que los tiempos del arielismo, del hispanismo católico y del latinoamericanismo utópico han quedado atrás y se hacen necesarias nuevas formas de autointerpretación colectiva.
Las naciones latinoamericanas pertenecen por derecho propio a la primera oleada de Estados constitucionales que surgió de la crisis del Antiguo Régimen. Hacia 1825, al final de las guerras de independencia, la América española se había desagregado en ocho entidades políticas distintas: México, las Provincias Unidas del Centro de América, la Gran Colombia, Perú, Bolivia, Paraguay, Chile y las Provincias Unidas del Río de la Plata. La inestabilidad política de los nuevos Estados muy pronto dio lugar a una nueva hornada de países independientes. Así, en 1828 Uruguay se independizó del Imperio del Brasil, que había ocupado la Banda Oriental pocos años antes, en 1830 la Gran Colombia se dividió en las repúblicas de Venezuela, Ecuador y Colombia y entre 1838 y 1840 Centroamérica se fragmentó en cinco nuevas repúblicas (Guatemala, El Salvador, Nicaragua, Honduras y Costa Rica). La proliferación de nuevos Estados, lo que el historiador brasileño José Murilo de Carvalho ha denominado la balcanización del imperio español en América (Murilo de Carvalho 1982), continuó a lo largo de los siglos xix y xx con la separación de la República Dominicana de Haití en 1844, la independencia de Cuba en 1902 – tras una breve ocupación estadounidense – y la secesión de Panamá de Colombia en 1903.
2La independencia política no siempre vino de la mano de la correspondiente imaginación nacional. Este fue claramente el caso de las sociedades que alcanzaron la soberanía a comienzos del siglo xix. Mientras que los motivos de la revuelta anticolonial y de las ideologías que influyeron en ella han sido objeto de largas discusiones, existe un cierto consenso entre los historiadores sobre el hecho de que el nacionalismo no creó los primeros Estados independientes en América latina. La independencia fue el resultado de una constelación de conflictos sociales y territoriales, pero no se luchó por ella en nombre de la nación, entre otras cosas porque difícilmente podía emanciparse lo que al mismo tiempo se invocaba a construir. La identidad nacional fue por ello fruto de los esfuerzos de las élites políticas y culturales para representar la nación y hacer comprensible ante los ciudadanos los valores y significados que convencionalmente se asocian con ella.
3Como es sabido, la relación entre nación y nacionalismo ha engendrado división de opiniones entre los especialistas en la materia. Los llamados teóricos modernistas de la nación – autores como Benedict Anderson (1991), Ernest Gellner (1983) o Eric Hobsbawm (1990) – conciben la nación como una construcción política cuyos significados culturales fueron generados por el cambio social moderno (mercados, urbanización, movilidad social, alfabetización masiva y esferas públicas). Por el contrario, los defensores de un enfoque etno-simbólico más vigoroso – como Anthony Smith – han insistido en el patrimonio heredado de los tiempos premodernos como un prerrequisito para la existencia de los modernos Estados nacionales. En opinión de estos autores, la creación de ese tipo de recursos culturales constituye una tarea que queda fuera del alcance de las élites nacionalistas y sus esfuerzos modernizadores. Las naciones serían por tanto modernas en su sentido cronológico, por su reciente sedimentación política, no sociológico, ya que sus estructuras simbólicas profundas vendrían de atrás en el tiempo. Sin embargo, la discrepancia entre ambos enfoques es menor de lo que parece a primera vista: ambos aceptarían que es imposible imaginar la comunidad nacional de una manera enteramente arbitraria y también que cualquier estructura étnica precisa de algún grado de elaboración simbólica para lograr un significado subjetivo.
4Las interpretaciones de la nación deben en cualquier caso matizarse cuando se aplican al entorno latinoamericano. Aunque la historia de la conquista, la colonización y la aculturación de las poblaciones indígenas, así como la importación de mano de obra esclava desde África, convirtieron a las sociedades coloniales en un auténtico mosaico étnico, las divisiones de este tipo no jugaron un papel significativo en la diferenciación de los territorios americanos de la Corona española. La primera oleada de Estados independientes replicó básicamente el espacio jurisdiccional de los cuerpos administrativos de la colonia (Virreinatos, Capitanías y Audiencias). Los subsiguientes conflictos territoriales entre Estados se arbitraron según el principio de uti possidetis, que mantenía que las fronteras nacionales debían tomar como referencia los antiguos confines coloniales. Las sociedades del Antiguo Régimen en la América española se encontraban estructuradas, por lo demás, según criterios étnicos y corporativos. Los privilegios jurídicos, las costumbres, el lugar de residencia y los códigos del vestir servían para identificar y distinguir a los diversos grupos etno-sociales. Organizaciones civiles como los gremios, las milicias y las cofradías reflejaban esas mismas líneas de división social. Así, por ejemplo, los estatutos de limpieza de sangre se mantuvieron hasta el fin de la colonia como requisito para acceder a los puestos más elevados de algunas corporaciones, como las universidades, la Iglesia y el ejército. A pesar de todo el mestizaje, un fenómeno básicamente extramarital, fue imparable y se convirtió de hecho en un elemento clave del cambio social, pero nunca fue oficialmente impulsado ni socialmente respaldado. Aunque existía una diferencia reconocible entre los colonos blancos y los indígenas, mestizos y castas, la distancia social entre las élites criollas y los blancos de orilla era vasta. El origen geográfico constituía un marcador adicional entre la población blanca y alimentaba la competencia – quizá magnificado por la historiografía posterior – no sólo con los peninsulares, sino entre los propios criollos americanos, entre cuyas mayores ambiciones se contaba el desempeño de empleos de la Corona en su lugar de nacimiento. Estas rivalidades se acentuaron desde el momento en que las reformas borbónicas trataron de poner un límite a la venta de puestos burocráticos y de recuperar para la Corona un control sobre sus reinos que desde el reinado de los últimos Austrias se había visto obligada a negociar.
5Este conjunto de circunstancias permite vislumbrar hasta qué punto el juego de alianzas interétnicas se convirtió en un factor decisivo durante las guerras de independencia. La historiografía más reciente ha cuestionado el mito que tendía a acoplar criterios geográficos, étnicos y políticos para explicar el enfrentamiento entre insurgentes y realistas, contraponiendo las categorías de criollo, mestizo y liberal a las de peninsular, blanco y absolutista como referencias de identidad política (Pérez Vejo 2010). Las guerras de independencia fueron sobre todo un enfrentamiento entre distintos sectores de la sociedad colonial y no pueden entenderse sin contextualizarlas en un marco más amplio: el de la crisis de la Monarquía Hispánica en su propio centro peninsular. Esta es la razón por la que las nuevas clases políticas emergentes tuvieron que tomar en cuenta las identidades locales, regionales y de estatus social y étnico para hacer representable y comprensible la novedosa idea de la nación como principio cultural y políticamente igualador. En cualquier caso, la conciencia criolla americana hubo de sufrir un largo proceso de transformación hasta adquirir un sentimiento de identidad políticamente traducible. Los primeros textos coloniales reflejaban el impacto del encuentro europeo con las civilizaciones nativas americanas. Estos textos fueron en su mayor parte crónicas sobre la conquista e historias de los antiguos reinos indígenas ganados para mayor gloria de la Corona y de sus abanderados de ultramar. Escritos en una sociedad regida por los principios del estatus, el honor y el linaje, tales textos deben leerse como una petición de reconocimiento por los conquistadores y sus descendientes como señores del Nuevo Mundo. Esto es algo que puede verse claramente en Bernal Díaz del Castillo, quien en su Historia verdadera de la conquista de la Nueva España reclamó abiertamente una parte de la gloria que la crónica oficial de Francisco López de Gómara había atribuido principalmente a Hernán Cortés. Pero en los textos coloniales muy pronto comienza a percibirse un tono de resistencia frente a los prejuicios del Viejo Mundo. Tales prejuicios no sólo afectaban al medio natural – a las plantas y los animales, que sufrían un supuesto debilitamiento biológico y una disminución de sus facultades naturales en tierras americanas – sino que se extendían también hacia los nativos de ese medio, afectados de una imaginaria degeneración anímica, e incluso a los europeos trasplantados al mismo, tachados con frecuencia de vanidosos e indolentes. Este prejuicio eurocéntrico culminaría en el siglo xviii con los escritos naturalistas del conde de Buffon y de Cornelius de Pauw. La literatura criolla tendió, por el contrario, a enaltecer la dignidad y el orgullo de los españoles nacidos en ultramar, y lo hizo embelleciendo las gestas de la conquista y las maravillas naturales de una tierra no menos merecedora de elogio que la de la madre patria. No es de extrañar, pues, como ha señalado Bernard Lavallé con respecto al caso peruano (Lavallé 1983), que no existiera prácticamente obra literaria de envergadura en la época colonial que no consagrase varios capítulos a ensalzar el marco geográfico en el que nació o vivió el autor. Quizá el ejemplo más conspicuo de ello sean los Comentarios reales de los Incas, en los que Garcilaso de la Vega – prácticamente el único autor mestizo que llegó a incorporarse al canon literario de su época – describe la historia y conquista del Tawantinsuyu con el fin de reivindicar su nobleza de origen ante las autoridades y el público español. Si bien los primeros textos coloniales acusaron el impacto del encuentro antropológico con el otro, la figura del indio o la filiación política con el territorio están prácticamente ausentes de la literatura barroca hispanoamericana. Este patriotismo criollo, un proceso de identificación local cuyas manifestaciones son ya discernibles en el siglo xvii, carecía de las connotaciones que se atribuyen a la moderna conciencia nacional. Por ello parece extemporáneo querer ver en él un protonacionalismo.
6En un entorno social permeado hasta el último poro por el catolicismo contrarreformista, donde los clérigos desempeñaban buena parte de la función intelectual y administrativa, los criollos buscaron en la religión, al igual que en el paisaje, las referencias básicas de su identidad común. El culto a Nuestra Señora de Guadalupe constituye el ejemplo más claro de un icono religioso convertido en un espejo prenacional de la identidad colectiva. La supuesta aparición de la Virgen al indio Juan Diego en 1531, apenas diez años después de la conquista de México, le proporcionó a los nativos su propia conexión con la Iglesia católica y una dignidad propia en el plan divino de la salvación. La reinterpretación apocalíptica que hizo de esa aparición Miguel Sánchez, un párroco local, un siglo después de la misma presentaba a la Nueva España como la tierra predestinada para la manifestación de la Virgen. El papel del guadalupanismo como referencia colectiva fue tal que convirtió el culto a la Virgen en el principal símbolo de la identidad mexicana ANTES, durante e incluso después de la independencia. Un proceso hasta cierto punto análogo de dignificación de las filiaciones locales tuvo lugar en el Perú con el culto a Santa Rosa de Lima, la primera santa del continente, pero más interesante resulta sin duda el proceso de elaboración de una historicidad propia para América durante el período colonial bajo los cánones de la historia universal. De hecho, la imaginaria trayectoria histórica que permitió a Carlos María de Bustamante interpretar la independencia de la Nueva España como venganza de los manes de Moctezuma o a los impulsores de la Revolución Mexicana presentarse como continuadores de la obra del cura Hidalgo y de Benito Juárez arraiga en una concepción del tiempo nacional construida desde sus orígenes según los patrones occidentales de historicidad. Los hitos de ese proceso son múltiples, pero al menos en la Nueva España pueden identificarse en la glosa barroca de las virtudes políticas de los antiguos tlatoanis por Carlos de Sigüenza y Góngora, en la inserción de la nación azteca en la historia universal por Lorenzo Boturini según el método de Vico, en la invención de un clasicismo prehispánico por Francisco Clavijero o de una genealogía bíblica en la religión azteca por Fray Servando Teresa de Mier. Todos ellos constituyen puntos reconocibles en la articulación de una historicidad propia y a la vez universalmente homologada en la sociedad novohispana.
7El conocimiento científico del continente americano encontró asimismo amparo en el movimiento de las Luces por los intereses de una monarquía preocupada por rentabilizar metódicamente la explotación de sus colonias. Ilustrados españoles y criollos americanos coincidieron así a finales del siglo xviii en su interés por la geografía, aunque con profundas diferencias en cuanto a su significado, pues cada vez se entraba más a valorar el estudio del territorio no ya por un afán intelectual o comparativo, sino para poseerlo. Sería, sin embargo, la beligerancia intelectual de los jesuitas americanos exiliados contra los prejuicios ilustrados sobre América – figuras como Juan Ignacio de Molina, Juan Pablo Viscardo o Francisco Javier Clavijero – la que contribuiría de forma decisiva a crear una comunidad intelectual hispanoamericana dotada de un sentido de identidad continental. Todo lo visto no convierte necesariamente a estas figuras del mundo colonial en precursores de la independencia, pero sí en agentes culturales de una reivindicación americanista que con posterioridad sería fácilmente aprovechable por los ingenieros de la imaginación nacional. A comienzos del siglo xix se daría finalmente la ocasión para que semejante imaginación histórica y territorial fraguase en nuevas realidades políticas. La Monarquía Hispánica se derrumbó bajo el peso de sus propias contradicciones y de la presión externa. La fragmentación del orbe imperial antecedió a la génesis de proyectos nacionales que serían muy dispares entre sí. Sólo una traslación anacrónica e historiográficamente inducida nos lleva a escuchar poco tiempo después como mexicanos, venezolanos, chilenos o argentinos a unos próceres de la independencia que nos hablaban todavía como líderes locales y como americanos. El vacío de poder generado por la abdicación forzada de Fernando V11 y la promulgación de la Constitución de Cádiz en 1812 desencadenó un proceso de transformación y fragmentación política del que, tras un trabajoso proceso, emergieron los nuevos Estados nacionales. En la península, la proclamación de la soberanía nacional pudo proceder mediante el sometimiento de la voluntad regia al imperio de la ley. En América, por el contrario, la estructura del Estado hubo de ser creada desde abajo, superponiéndose a una pluralidad desarticulada de centros regionales de poder que pugnaban entre sí.
8La independencia de la América española consistió en última instancia en una serie de movimientos simultáneos y localmente generados con infinidad de cabecillas, una coordinación muy limitada entre sí – salvo en su última fase continental –, diversos períodos de reflujo y una justificación ideológica cambiante. Por lo demás, si tenemos en cuenta la larga duración de las hostilidades, la devastación provocada, la menguada capacidad de la metrópolis para reaccionar y el hecho de que fuera la propia sociedad colonial, sus recursos y clases rectoras, las que soportaron el peso del conflicto, resulta difícil aceptar las ingenuidades nacionalistas y el teleologismo histórico a base de próceres clarividentes con que se escribieron las historias patrias. Comparado con el Antiguo Régimen, la moderna imaginación nacional supuso un cambio radical en el universo simbólico en el que socializan políticamente los individuos. Durante tres siglos la religión, los rituales eclesiásticos e instituciones locales semi-feudales proporcionaron las principales fuentes de socialización en el mundo colonial hispanoamericano. La inauguración del nuevo período nacional y de sus correspondientes sentimientos precisaba crear una cultura nacional, es decir, que criollos, castas e indios dejasen de identificarse recíprocamente a través de los antiguos patrones etno-corporativos de la sociedad colonial y comenzasen a verse como mexicanos, venezolanos, peruanos, etc. Un cambio de semejante envergadura sólo podía ser inducido por el Estado. Sin embargo, durante mucho tiempo el control que los nuevos gobiernos republicanos pudieron ejercer sobre sus territorios y poblaciones fue muy limitado.
9La nacionalización de la historia y su difusión a través de la educación pública fue un elemento clave de ese proceso cultural. Las historias patrias escritas durante el siglo xix – textos como los de Bartolomé Mitre sobre Argentina, Diego Barros Arana sobre Chile, Rafael María Baralt sobre Venezuela o José Manuel Restrepo sobre Colombia – reprodujeron un esquema teleológico según el cual la emancipación colonial aparecía como el despliegue progresivo e inevitable de una serie de naciones llamadas a cumplir un destino. La nueva intelligentsia republicana pertenecía a una élite relativamente homogénea por su extracción social y formación cultural. Pero más allá de ese origen, los escritos de estos próceres reflejan un profundo cambio en el propio significado de la historiografía. El corte traumático de las relaciones políticas con la metrópoli había condicionado de forma radical la mirada histórica. Las primeras generaciones republicanas se encontraban, por así decirlo, constitutivamente incapacitadas para la melancolía colonial. Frente a la función tradicional de la historia sacra, dirigida a la salvación de las almas, o de las viejas crónicas y relaciones de la conquista, interesadas en reivindicar privilegios y demostrar linajes, las nuevas historiografías nacionales estaban impulsadas además por una intención aleccionadora: la concepción de la historia como escuela de virtud cívica y guía política para el futuro. De ahí la típica factura épica de sus relatos y su visión heroica de la historia. Este tipo de relatos nacionales está narrativa y genéticamente construido en torno a las revoluciones de independencia. La guerra contra la autoridad de la metrópolis constituye el eje que divide el tiempo en un antes y un después, entre la historia nacional y su prehistoria. El problema estribaba en que los esquemas narrativos prefijados por la manera europea de escribir la historia distorsionaban la comprensión de las sociedades descritas en ellos. El resultado fue una interpretación desfigurada de la realidad local americana (Colmenares 1987). Historiadores, políticos y reformadores sociales tendían sistemáticamente a comparar sus países con los del norte de Europa y los Estados Unidos. Sin embargo, la insistencia en juzgar sus propias sociedades por referencia a unas experiencias y condiciones que les eran ajenas las separaba de su contexto original e, inevitablemente, llevaba a concluir su carácter deficitario. La frustración de Bolívar con la implantación de la virtud cívica en la América recién emancipada, de los positivistas decimonónicos con el retraso económico del continente o de los marxistas latinoamericanos del siglo xx con la reticente conciencia proletaria de las masas rurales e indígenas refleja un reiterado síndrome de extrañamiento en la forma de representarse la propia sociedad que ha tendido a menudo a saldarse con la idea de que su evolución obedece a designios que tan sólo una minoría selecta puede descifrar. Este es un síndrome que puede encontrarse con diversa intensidad en todo el espectro político. La dislocación cognitiva entre lo autóctono y lo importado, así como su proyección sobre la manera de interpretar y actuar sobre el medio social, se vive de forma especialmente aguda en las sociedades surgidas de un proceso rememorable de colonización. La herida que la modernidad política abrió en la conciencia americana, y que perceptiblemente todavía no se ha cerrado, refleja por ello la reiterada incapacidad de sus clases rectoras para generar una nueva cosmovisión funcional y socialmente integradora susceptible de reemplazar la vieja síncresis barroca que, pese al descrédito a que se vio sometida durante el período liberal, aportó a las sociedades hispanoamericanas gran parte de su personalidad y de su originalidad históricas (Colom González 2009).
Auteur
Consejo Superior de Investigaciones Científicas,
Centro de Ciencias Humanas y Sociales
España
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