Compañeros de viaje: el chile y los mexicanos
p. 301-308
Texte intégral
Chile chipotle rayado. Miguel Ángel Sicilia Manzo

Banco de imágenes Conabio
No es un secreto que muchos mexicanos viajan al extranjero acompañados de una dotación de chiles, ya sean secos, enlatados, en escabeche, en polvo o cualquier otra presentación; para muchos connacionales puede ser más trágico olvidar los chiles que el cepillo de dientes, y seguramente tienen razón, porque este se puede conseguir con facilidad en cualquier farmacia, incluso en un supermercado, pero un chile, sobre todo uno “que sepa a México”, es muy difícil de hallar en otras tierras.
1Las razones por las cuales el chile está invitado a acompañar a tantos mexicanos en sus viajes pueden ser tan diversas como los turistas mismos; cada uno expondría un motivo distinto por el cual le es imposible viajar sin ellos y, al escucharlos, nos daríamos cuenta de que todos tendrían la razón. Así que ante la imposibilidad de entrevistar a cada uno de ellos, nos limitamos a contar la historia de dos abuelos y sus razones para llevar un frasco de chiles a su viaje por Europa.
No era otra comida más de un domingo cualquiera. Los abuelos acababan de regresar de Europa, habían viajado para festejar 50 años de matrimonio. Por fin había podido ser posible este viaje que por años habían anhelado y que por diversas razones habían pospuesto; primero, la imposibilidad económica, luego la responsabilidad de los hijos, después, una enfermedad superada del abuelo. Tuvieron que pasar varios años antes de encontrar la forma de sobrevivir 21 días con sus respectivas noches, no nada más fuera de casa sino también enfrentándose a la comida desabrida de aquellos lugares, tal como les había advertido su comadre, pues unos años atrás ella había tenido la oportunidad de ir a Europa y, cuando los abuelos la fueron a recoger al aeropuerto, solamente los abrazó y les imploró que la llevaran a comer unos tacos en un lugar muy famoso por sus salsas borrachas de pulque.
2La abuela había dedicado más de 50 años a encontrar la forma de expresar el amor a su familia por medio de los sabores que, como experimentada alquimista, conseguía con las fórmulas secretas heredadas por todas las mujeres que le antecedieron en su árbol genealógico; mientras que el abuelo repetía constantemente que el único lugar donde podía comer a gusto era en la mesa que ella preparaba a diario, tres veces al día. Ambos aseguraban que el secreto con el cual la abuela había conquistado el corazón del abuelo había sido la salsa roja molcajeteada, cuya receta se negaba a revelar, pues ella estaba convencida de que era por la salsa que nadie faltaba los domingos a la comida familiar.
3Los hijos y nietos insistían en que debían despojarse de ese insípido prejuicio y que debían aventurarse en aquel viaje de tan solo tres semanas de duración; pero para los abuelos, tres semanas sin comer como ellos estaban acostumbrados podrían ser catastróficas, por decir lo menos; argüían ya no tener edad para arriesgarse a esos lances.
4Un día, sin más, con motivo del cumpleaños del abuelo, en una de esas comidas de domingo, la familia entregó un sobre a la pareja, en él se encontraban dos pasajes de avión y un itinerario que parecía no dejar fuera ninguno de esos monumentos icónicos, en los que se piensa es obligado hacerse una foto: la Puerta de Alcalá, la Torre Eiffel, el Coliseo Romano y tantos otros.
5Todo estaba listo, en tan solo 10 días, los abuelos viajarían al viejo continente, y podrían cumplir su sueño.
6Pero esa precisa noche, cuando todos se fueron, ambos perdieron el sueño, una pregunta revoloteaba en sus cabezas, una preocupación los invadía de incertidumbre y opacaba la felicidad que deberían sentir, a criterio de los espléndidos hijos y nietos. La pregunta era, ¿qué comerían durante esos 21 días?
7Jamás habían estado tan lejos de casa, nunca antes se habían ausentado tanto tiempo. Y mientras que la abuela no concebía cómo sería la vida sin cocinar por tres semanas, el abuelo estaba seguro de que podría enfermar si cambiaba en algo su dieta, la cual, dicho sea de paso, estaba más inclinada a la gula que a la salud, pero su argumento era válido porque también hay quien se enferma “del ánimo”.
8Así que al día siguiente, a primera hora, avisaron a todos que no irían, que no lo consideraban prudente, que no podían atreverse a semejante aventura. La respuesta fue unánime: ya era demasiado tarde, todo estaba pagado y tendrían que ir, o perder el dinero. Parecía que la familia se había puesto de acuerdo, pues, al unísono, hijos y nietos aseguraban que la comida de aquellos lugares valía la pena y que probablemente el recetario de la abuela se vería favorecido con nuevos sabores e ideas.
9No había opción, el viaje era un hecho, lo único que quedaba a la preocupada pareja era instrumentar todas las estratagemas posibles para lograr sobrevivir por 21 días lejos de su cocina. Sentados a la mesa del desayunador, comiendo unos huevos divorciados, en los que la salsa verde y la salsa roja, en una aparente competencia en la que el color rojo, como en un semáforo, pareciera gritarles “alto” y el color verde, “siga”, ambos discutieron qué podrían hacer, cómo se las arreglarían por tanto tiempo; por su cabeza pasaron ideas como comprar paquetes de tortillas, llevar latas de frijoles, machaca, tamales para los primeros días. Pero lo cierto era que ninguna de sus estrategias podría remediar su pronosticada añoranza por el sabor a México. El plan era fallido de origen por una razón muy simple, no podrían cargar con la comida de tres semanas en sus maletas, así que la idea los siguió agobiando.
10Como una extraña coincidencia, durante esos días de incertidumbre parecía que estaba mejor que nunca el sabor de los picos de gallo, los guacamoles, las salsas crudas y los guisados de chiles secos. La abuela se esmeraba al darse cuenta del gran privilegio que significaba poder crear guisos con los chiles que le gustaran, y fue justo cuando ponía la salsa xni’ peek’, con el inconfundible gusto de chile habanero, sobre los tacos de cochinita pibil que, a partir de eso, providencialmente, a ambos les surgió la idea: lo único que necesitaban llevar al viaje era chile, con ello podrían ahuyentar cualquier espíritu soso que quisiera apoderarse de sus alimentos y –aunque fuera en alguna medida– “mexicanizar” todos los sabores nuevos que estaban por degustar.
11Por primera vez, después de muchas noches de insomnio, de cenar unas enchiladas de mole negro picositas, ambos durmieron tranquilos y soñaron con aquello que estaba a punto de acontecerles.
12A la mañana siguiente, justo antes de encaminarse al mercado para escoger qué chiles llevarían, jubilosos, llamaron a su hija mayor y le comunicaron su plan maestro: llevar algunos chiles y el asunto estaba arreglado, ¡irían a Europa! La lista de chiles era enorme: unos serranos, por supuesto, para intercalar mordiditas con bocados, algunos lustrosos chiles pasilla, dos o tres manzanos que si se cuidan duran lo suficiente, chiles piquín y de árbol, pequeñas gemas preciosas que casi no ocupan espacio y son capaces de inundar de sabor una mesa completa…
13Súbitamente, la hija los interrumpió, no les permitió continuar describiendo la lista, les explicó algo relacionado con las leyes y las prohibiciones sobre viajar al extranjero con alimentos que no fueran envasados o enlatados y correctamente etiquetados, además de la posibilidad de que se los quitaran en las aduanas de aquellos países.
14Después de colgar el teléfono, ambos viejos se miraron uno al otro a los ojos y, en complicidad, usaron un recurso que tenían dominado hace varios años: la creatividad culinaria. La presentación era lo de menos, la solución ya la tenían y después de algún intercambio de pros y contras, decidieron llevar un frasco de chipotles.
15Ante la amenazante posibilidad de que los agentes aduanales extranjeros quisieran quitarles su tesoro, le pidieron a uno de los nietos –que estudiaba comercio internacional– que llamara a cada una de las embajadas de los países que visitarían para garantizar que ni la codicia ni la gula de quien revisara sus maletas los despojarían de ese frasco de chipotles.
16Llevarían un solo frasco, de esos en los que los chiles vienen enteros y tienen un toque de piloncillo y mucho “juguito” y, solamente por si acaso, habían acordado esconderlo entre los calcetines del abuelo. La abuela se ahorraría explicaciones y el abuelo sabía de antemano que, si alguno de los señores oficiales cuestionaba a su esposa sobre los chipotles, no sería una explicación de menos de una hora, con recetas incluidas, la que les daría a los oficiales.
17El viaje se realizó, los días pasaron con rapidez, todos estaban a la expectativa de su regreso. Cuando se dieron cuenta ya habían pasado los 21 días y tendrían de vuelta a los abuelos, les tendrían preparada una bienvenida especial.
18Por primera vez, la comida del domingo había sido preparada entre todos, sobre la mesa había de todo: tortillas recién hechas, botanas de chicharrón y encurtidos varios, una sopa de fideo seco con queso cotija arriba y crema muy fresca, adornada con aguacate y unos aritos de chile seco, de plato fuerte chiles rellenos de picadillo con sus frijolitos refritos, de postre un flan de cajeta y para beber, agua de jamaica y cervezas. Todos estaban ocupados con el único propósito de agasajarlos.
19Como se había previsto, ambos regresaron encantados, y lo primero que les contaron a todos fue lo bien que comieron durante su viaje. Entre risas relataron sus experiencias vividas en cada uno de los países que visitaron, anécdotas de los paseos, las iglesias que visitaron, los monumentos, los ríos, los paisajes y todo eso nuevo que vieron, tan diferente que salta a los ojos cuando uno está lejos de casa. Cada una de las historias, por alguna extraña coincidencia, siempre sucedía en torno a la mesa.
20Lo primero que contaron fue cómo lograron pasar el frasco de chipotles durante la revisión aduanal, era un poco confuso el relato por la falta de acuerdo: la abuela insistía en que el oficial no había visto el frasco, gracias a que lo habían escondido muy bien, y el abuelo decía que él suponía que sí lo vio, pero no le dio importancia alguna; el hecho fue que los tres: el abuelo, la abuela y el frasco habían logrado pasar el primer obstáculo.
21El avión aterrizó en París, y su primera cena fue un coq au vin, o gallo al vino, lo probaron y lo encontraron francamente bueno, pero ambos sabían que, en cuanto le pusieran unas gotas del chipotle, estarían frente una experiencia excepcional, y así fue; la abuela terminó de aderezar el platillo sobre la mesa y ambos lo disfrutaron. Sin embargo, uno de los camareros que hablaba español los había visto, por lo cual les preguntó si él podía hacer algo por mejorar su cocina. La abuela, sin un ápice de modestia, le explicó al muchacho que dado que ella cocina muy bien, a su esposo le parece un poco aburrida la comida de los restaurantes. Le platicó que había sido necesario mejorar la receta del chef con algo que lo hiciera… más emocionante, algo un poco más… fuerte.
22No pasaron ni dos minutos cuando el mesero se acercó a la mesa con una salsa de color amarillo muy intenso y un aroma bastante obvio, les dijo que se trataba de mostaza de Dijon y que, algunos decían, que era picante como el chile. Ellos la probaron sobre un pan y acordaron que de aburrida no tenía nada, aunque era muy distinta a la forma como se disfruta el chile. Jamás habrían pensado que encontrarían sabores tan intensos en Francia. Así que la bienvenida a Europa había sido mucho mejor de lo que esperaban.
23A los pocos días, cuando el frasco de chipotle todavía tenía 2/3 de su contenido, en Alemania, mientras comían unas enormes salchichas tuvieron otra agradable sorpresa, ambos discutían si ese sería el día en que merecerían un chipotle completo. Un comensal los observaba y, como es frecuente en esas mesas comunales de las cervecerías alemanas, no dudó en entablar conversación con ellos. Al enterarse de que buscaban emociones fuertes sobre el plato, ordenó que les trajeran una salsa blanquecina en cuya etiqueta se podía leer la palabra horseradish. “ ¡Ufffff!”, exclamó el abuelo al probarla y, rápidamente, aunque con un poco de desconfianza, la abuela le preguntó a su nuevo amigo que a base de qué estaba elaborada esta salsa. A lo que este contestó que se trataba de rábano picante, herencia de la cultura rusa. Pensando que un rábano es como cualquier otro rábano, la abuela cortó una rodaja de su salchicha y le untó generosa la pasta blanca sobre ella, jamás había abierto los ojos por tanto tiempo sin parpadear, no picaba ni siquiera como el más picante de los chiles que ella había probado, se parecía más bien al wasabi, que alguna vez había probado en una fiesta de sushi con sus nietos adolescentes. Lo que sí le quedó claro es que no todos los rábanos son iguales.
24El viaje continuaba y solo les quedaba medio frasco de chipotles, por lo mismo cada vez los racionaban con mayor cuidado. Estaban en Praga, comiendo un pato delicioso, cuando el mesero observó cómo dejaban caer un hilito de líquido espeso y oscuro sobre las rebanadas de magret de pato. En su relato no era muy claro si el joven solicitó probar un poco de esa pócima o, si bien, la abuela lo obligó a hacerlo; de cualquier forma, ambos coincidieron en que después de que el mesero checo probó un poquito del chipotle, su cara se tornó roja de inmediato, ante sus ojos pareció despeinarse y sus ojos azules empezaron a llorar como ríos; parecía que iba a morir, que no podía respirar, lo único que lo alivió un poco fue un trozo de pan, bien embarrado con mantequilla, que la abuela le introdujo a la fuerza en la boca; después de eso no supieron más de él, pues fue otro mesero el que continuó atendiéndolos, y por la dificultad del idioma no les fue posible saber a ciencia cierta qué había pasado. Ante la duda, y con la intención o el pretexto de evitar ser acusados de intento de homicidio por envenenamiento, la pareja decidió servirse generosos chipotles sobre el pato, disminuyendo de manera importante el contenido del frasco.
25Menos mal que el siguiente país a visitar era Hungría. El abuelo contó cómo la cara se le iluminó a su esposa cuando vio que por todos lados había rastras de chiles rojos delgados, a los que llamaban páprika y, aunque un poco dulces, les permitió conservar cerrado el frasco por dos días.
26En Italia, la comida les pareció un poco más conocida pues, en México, a veces los hijos los llevaban a comer, un poco a la fuerza, a un pequeño restaurante italiano a dos o tres calles de su casa; ahí siempre los recibía el dueño y por él sabían que la pasta con salsa arrabiatta era lo más parecido a lo que a ellos les gustaba. Aunque para el gusto de este par apenas era un esbozo de un sabor picante de verdad pero, en Italia, ayudaba a sobrellevar la emergencia de las bajas provisiones, ya que cada día quedaban menos chiles dentro del frasco.
27España era el último país por visitar. La abuela lo tenía claro, aquí podrían economizar lo que quedaba, si lograban encontrar pimentón de la Vera que, aunque de sabor más suave, le da ese gusto tan especial al chorizo que ella usa para preparar los frijoles charros. Sin darse cuenta, y en un abrir y cerrar de ojos, los 21 días habían transcurrido y, gracias a los conocimientos de la abuela en economía doméstica –una materia que había llevado en el colegio de monjas–, todavía quedaba un chile chipotle entero dentro del frasco.
28En el aeropuerto de Barajas, en Madrid, sentados a una de esas mesas del área de comida rápida, se encontraron con una pareja más o menos de su edad; parecía que venían de la India, pues ella vestía un sari. Los abuelos observaron que también tenían un frasco como el de ellos y que vertían un poco de lo que parecía una salsa sobre las tapas de serrano que comían; de alguna forma empezaron a conversar en un inglés muy limitado y, percatándose de que compartían la misma estrategia de sabor, y que además era el último día de su viaje, acordaron intercambiar frascos. Y cuál no sería la sorpresa para los abuelos que de ese frasco, en cuya etiqueta se leía Bhut Jolokia, saldrían las gotas de la salsa más picante que jamás habían probado. De pronto entendieron que aquello fue lo que sintió días atrás el mesero checo. El viaje había terminado.
29Una sola comida no alcanzaría para contar todo lo que vivieron los abuelos en Europa, ya vendrían otras comidas dominicales para continuar con el relato. Antes de despedir a la familia, la abuela sacó varias bolsas con los regalos para cada uno de los hijos y sus familias. Presurosos, abrieron sus bolsas para encontrarse con la sorpresa de que todas tenían contenidos idénticos: una selección de mostazas francesas, dos salsas horseradish, una lata de páprika en polvo, dos frascos de pimentón de la Vera, además de un abanico, por si tardaban en acostumbrarse a estos nuevos sabores.
Auteur
Doctora en Turismo por la Universidad Española Antonio de Nebrija; cursó la maestría en Alta Gestión de Empresas Turísticas en la Universidad Anáhuac, y es licenciada en Relaciones Públicas y diplomada en Cocinas y Cultura Alimentaria, por la Escuela Nacional de Antropología e Historia. Actualmente coordina la maestría en Dirección de Negocios Gastronómicos en Le Cordon Bleu-Universidad Anáhuac México Sur. Es articulista, conferencista, curadora y coleccionista de experiencias gastronómicas.
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