4. Postales de las Antillas
Estereotipos y negros en la imagen comercial del Caribe, 1900-1950
p. 115-146
Texte intégral
Son tus cartas mi esperanza, mi temor y mi alegría
y aunque sean tonterías, escríbeme, escríbeme...
Guillermo Castillo Bustamante, 1957
I
1Desde sus primeras apariciones como destinos turísticos a finales del siglo xix y principios del xx, los múltiples escenarios caribeños generaron una serie puntual de imágenes con las que fueron rápidamente identificados. La reducción de sus elementos representativos, tanto en materia de imagen como de referencias simbólicas, tuvo, sin embargo, una tendencia clara a expresarse de manera elemental y plana. A pesar de la enorme riqueza que presentaba y aún hoy presenta su geografía física y humana, en la representación de tales destinos se vivió una simplificación particularmente significativa, ya que las referencias visuales e imaginarias de quienes las promovieron y comercializaron se limitaron a sólo cinco o seis elementos, entre los que destacaba el paisaje, la sensualidad de sus mujeres mulatas y negras, el trato amable de sus folclóricos habitantes — igualmente morenos—, la infraestructura portuaria y hotelera y sus ritmos musicales de clara influencia africana. La muestra de paisajes identificados como paradisiacos y hechiceros, en los que las palmeras, las playas, la arena, el mar transparente y soleado, en fin, el trópico, se combinaban con las costumbres exóticas, las mujeres provocadoras y los hombres poco trabajadores y hasta cierto punto pacíficos, sirvió para convertirse en lugar común a la hora de hacer cualquier referencia a esa región del orbe.
2Explotado sobre todo por el afán de resumir y de poner a disposición del consumo el rico y diverso mundo caribeño, éste se vio envuelto, así, en una marea de acercamientos desde afuera, capaces de construir los estereotipos más inverosímiles o, si se quiere, menos apegados a la realidad en lo que iba de su historia. Si bien era muy conocido que desde épocas coloniales esa especie de Mediterráneo americano conjugó infinidad de corrientes culturales suscitadas por el constante ir y venir de agentes externos y locales, de migraciones voluntarias e involuntarias, de intenciones y pretensiones de lo más diversas, a medida que avanzaba el siglo xx y la actividad turística se convertía en una de sus principales vías de captación de ingresos, una clara tendencia a la hegemonización de ciertos modelos y apariencias fijas pudo percibirse en su devenir representativo e imaginario. El mundo tropical poblado por negros, mulatos y uno que otro blanco se ponía al servicio del mercado internacional ofreciendo su connotación de mestizaje obligado “con negro” o “con africano” de manera implícita. De esta manera, pensar en el Caribe sin pensar en los negros era, desde ese punto de vista, un claro despropósito. Uno de esos principales atractivos y, por lo tanto, uno de los factores que debía incidir en la provocación del consumo, fue la dimensión exótica que le propinaba el mestizaje con el mundo “afro”.
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Desde finales del siglo xix el Caribe se convirtió en un destino turístico. Publicidad inglesa, ca. 1900.
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La representación caribeña se fue definiendo a partir de lo exótico y el mestizaje “afro”. Publicidad cubana, ca. 1955.
3Afortunadamente, hubo excepciones y la tendencia a simplificar encontró sus detractores y heterodoxias. Mientras para los ambientes paradisiacos y exóticos, con sus mulatos sensuales y folclóricos, se pretendió unificar aquella visión elemental de la región, otras miradas se acercaron a las diversas realidades del Caribe, tanto geográficas como sociales, con el fin de mostrar al mundo sus complicadas dimensiones y sus inequívocos contrastes. Como clara representación de un mundo colonizado y explotado, la injusticia social apareció con singular elocuencia en aquellas imágenes, por más que los intereses comerciales y turísticos insistieran en lo contrario. La crueldad de la antigua trata de esclavos, las campañas de piratería y rapiña imperial que se extendieron desde antaño hasta avanzado el siglo xx, así como la miseria y la penuria de amplios sectores de su población afloraban a la menor provocación. En múltiples representaciones que recorrieron el mundo se denunció la esclavitud y el trato inhumano que recibieron aquellos migrantes involuntarios a manos de negreros, durante más de tres siglos, contribuyendo, primero, a fortalecer las denuncias de la llamada “leyenda negra” (Hurbon, 1993) y, después, a las principales ideas racistas, que a su vez poblaron las justificaciones de inicua explotación en la zona (James, 2003). Sin embargo, los afanes por presentar una imagen idílica del mundo caribeño persistieron en su empeño hasta imponer esa visión cargada de interés y pretensión comercial.
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La denuncia al trato inhumano hacia los negros recorrió el mundo en imágenes como ésta. Grabado anónimo, ca. 1880, Museo de Arte Cubano.
4El seguimiento de la construcción regional de los estereotipos correspondientes a los diversos pueblos caribeños, desde sus experiencias libertadoras y nacionalistas hasta los estudios folclóricos y la implantación de las “culturas oficiales” de la región, ya ha sido revisada en varias ocasiones previas al presente trabajo (Pulido Llano, 2005; Pérez Montfort, 1997). Ahora, más bien, mi intención es echar un vistazo a algunas vertientes y perspectivas extranjeras que contribuyeron a armar y difundir una idea estereotípica del Caribe durante un periodo un tanto largo y complejo, a saber, los años finales del siglo xix y los primeros cincuenta años del siglo xx. Esas vertientes y perspectivas, a pesar de pretender la estereotipificación, algunas veces infestada de racismo y otras de simple ignorancia, también lograron captar aspectos de la múltiple y polivalente realidad caribeña que, a todas luces, se mostró tan compleja como lo sigue siendo hasta la fecha. Sin embargo, como veremos más adelante, esa complejidad fue escondida para dar lugar al mundo simple del comercio y la transacción. Pero la realidad estuvo siempre ahí. El cambio de foco fue lo relevante a la hora de producir esa imagen, por lo cual es necesario hacer algunas reflexiones generales antes de entrar de lleno en dicha imagen comercial de los negros caribeños y la formación de su dimensión estereotípica.
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Desde épocas muy tempranas las referencias negras caribeñas aparecieron en las tarjetas postales y en los diarios de viaje ilustrados. 18 postales Antigua Cartagena de Indias, Fototeca de Cartagena.
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Postal Dominacana, Colección Particular.
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A.S. Forrest, 1905.
Desde épocas muy tempranas las referencias negras caribeñas aparecieron en las tarjetas postales y en los diarios de viaje ilustrados.
5El sesgo regional apuntalado con la incorporación de constantes referencias negras ha insistido en la unicidad y la connotación diferencial de la cultura caribeña, no sólo en relación con el resto de las expresiones populares latinoamericanas, sino también de los demás quehaceres culturales del mundo. A fin de cuentas, pareciera que el aislamiento o la separación de la cultura caribeña de los procesos culturales de Occidente, durante los siglos xix y principios del xx, afectó de una manera semejante a lo que podría señalarse como un distanciamiento general del área caribeña del resto del continente. Tal tendencia contribuyó a identificar aún más su especificidad característica, de la misma manera como la dimensión ideológica de los nacionalismos se encargaría de explotar en muchos de aquellos países, ya comenzados los años veinte.
6Si bien es cierto que en el mundo caribeño, particularmente en ese eje que forman Veracruz, La Habana y Cartagena de Indias, se ha ventilado, con constancia recurrente, una estrecha relación con Estados Unidos, específicamente con el puerto de Nuevo Orleáns y la península de Florida, llama la atención lo poco incorporadas que están las influencias estadounidenses en el recuento de la construcción de su cultura popular. Tal vez en el área musical —sobre todo en lo referente al jazz de los años veinte y treinta— la excepción confirme la regla y se reconozca una vertiente afroestadounidense como principio de intercambio cultural (véanse Capone, Wade y García Díaz, en el presente libro).
7Pero no hay más que escarbar un poco en los procesos históricos y culturales de la región para establecer, no sólo paralelismos importantes entre el desarrollo cultural de prácticamente todo el Caribe, sino parentescos innegables que se hunden hasta por lo menos el siglo xv, según muchos de sus estudiosos. La continuidad de los mismos se sigue a lo largo del xix y entra triunfante al siglo xx, para estar muy presentes hasta nuestros días.
8Con el fin de desentrañar esos vínculos y parentescos, habría que considerar que aquel eje Veracruz-La Habana-Cartagena formó parte del inmenso territorio que comprendía la Carrera de Indias o el llamado Atlántico de Sevilla, integrado por Andalucía, Extremadura, las Canarias, prácticamente todo el Caribe y los puertos novohispanos, desde Soto la Marina hasta Maracaibo, llegando a tocar incluso el África occidental. Desde el siglo xvii, fomentados por el intercambio comercial, tanto de seres humanos como de productos, los procesos de transculturación experimentados en esa vasta área geográfica incorporaron valores culturales europeos —principalmente españoles mediterráneos— fuertemente influidos por vertientes judías, gitanas y moriscas; asimismo, incorporaron aportes de origen africano, cuyas vertientes angolana, conga y caboverdiana no se perdieron en el ir y venir de tanta expresión cultural inmiscuida entre comerciantes e instituciones transcontinentales. Los barcos mercantes, las armadas, las misiones, los encargos reales y hasta la piratería y el aventurerismo permitieron mestizajes cuyas raíces milenarias lo mismo se remontaban al Medio Oriente que a las costas del norte de Europa, al Mediterráneo, al África meridional y, desde luego, a la América precolombina (Chaunu y Chaunu, 1959; Amselle, 1999).
9Desde las tempranas épocas de mediados del siglo xvi, las aportaciones locales —sobre todo regiones en donde existía una sólida supervivencia de civilizaciones indígenas prehispánicas— contribuyeron fehacientemente a enriquecer el enorme crisol cultural en el que se convirtió la gran red formada por las rutas comerciales euroafroamericanas. Presencias de todos los puntos de contacto de ultramar pudieron sentirse en las metrópolis y en las antípodas coloniales. Éstas, por su parte, no fueron ajenas a lo que sucedía en las cortes, y menos aun en los villorrios cercanos a los centros del poder, en los cuales parecía percibirse mucho de lo que acontecía en los más lejanos nortes del mar Atlántico, una vez establecidas las vinculaciones con constancia recurrente a lo largo de los siglos xvii y xviii. De ninguna manera las tres vertientes —la europea, la africana y la precolombina americana— contenían flujos puros o unívocos. En aquella triada, las mezclas habían sido referencia cotidiana y su simple enunciado tripartitocontradecía la unicidad de sus flujos. Pareciera innecesario insistir en que antes de entrar en contacto entre sí, tanto europeos como africanos y americanos ya habían experimentado un cúmulo de mestizajes, por lo cual la idea del mismo bien puede ponerse en duda, como lo hace Amselle (1999). Sin embargo, para los fines de la imagen y la representación comerciales, las tres “raíces” sirvieron como recurso discursivo a la hora de instrumentar independencias y especificidades.
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MEXICANEN.
La imagen de la otredad americana apareció desde tempranas épocas, sobre todo en las regiones en donde existía una sólida supervivencia de civilizaciones indígenas prehispánicas. Litografía de Kuyper-Portman, siglo xix, colección particular.
10Poco a poco, y como producto de ese constante intercambio, el mediterráneo americano empezó a contar con una población mezclada de múltiple origen que fue construyendo ciertos rasgos culturales reconocibles y, hasta cierto punto, semejantes —para el caso, expresados en actividades productivas y de comercio, atuendos, guisos, lenguajes, géneros musicales y coreográficos—. Muchos de esos rasgos se desarrollaron en puntos de contacto tales como La Habana, Veracruz y Cartagena, así como en...
los hinterlands rurales de esos complejos portuarios abiertos al comercio intercontinental durante los siglos coloniales [...]. Españoles (principalmente andaluces), negros e indios, generalmente asociados a la ganadería, ya para el siglo xviii habían constituido nichos culturales muy característicos y fuertemente mestizados: guajiros en Cuba, jíbaros en Puerto Rico y Santo Domingo, llaneros en Colombia y Venezuela, criollos en Panamá y jarochos en Veracruz. (García de León, 1992)
11Tal vez, junto con los anteriores, también se constituyeron los primeros boxitos de Yucatán (Santamaría, 1959: 150).1
12Todos ellos compartieron diversas características culturales semejantes que, involucradas en sus sistemas productivos, afectaron naturalmente sus cotidianidades. Sus maneras de vestir, sus recursos lingüísticos, gastronómicos y lúdicos, así como sus expresiones y sus formas literarias y musicales, quedaron muy estrechamente emparentadas en la cuenca mediterránea euroafroamericana conocida como el Caribe. En tales “nichos culturales” particularmente complejos, aunque claramente identificables, se contribuyó con vehemencia a la formación del ethos barroco latinoamericano al que Alejo Carpentier (1973) se refería en materia musical y, metafóricamente, como “El ángel de las maracas”; al que Bolívar Echeverría (1994), por su parte, identificó puntualmente como el comienzo de una “modernidad truncada”.
13Se trató, pues, de un mestizaje múltiple cultural construido de manera indirecta y exagerada; siguiendo un camino rebuscado —es decir, barroco—, con él se pretendió afirmar y generar una identidad propia con códigos y valores compartidos, principalmente por los espacios sociales dominados, que no dominadores. Ése fue el mestizaje cultural que durante los siglos xvii y xviii pareció quedarse a medio camino entre la desarticulación de la civilización europea renacentista y la rearticulación de una civilización propiamente americana insertada en los flujos de la modernidad (Echeverría, 1994: 33-34). El ethos barroco tal vez fue la instancia cultural que amal gamo las culturas regionales con las omniabarcadoras, al lograr que los principios diferenciales entre las metrópolis y sus colonias se reconocieran, si no como iguales, por lo menos como semejantes. Entre lenguajes y representaciones de índole semejante, tanto por su mezcla inicial como por los intereses económicos desarrollados a lo largo de la construcción de ese ethos, el intercambio produjo miles de modificaciones a las formas de identificación y entendimiento entre grupos. En las fronteras producidas por los intereses de cada sector social y de cada clase, se buscaron semejanzas y distinciones en las identidades, las cuales ponían la idea del mestizaje en múltiples niveles de incorporación y uso (Barth, 1998).
14La diferencia en las identidades ayudó a distinguir los vínculos culturales concretos en función de relaciones basadas en un principio básico de horizontalidad —negación de la jerarquía medieval, con toda su complejidad—; y, quizá negándose a sí misma, apeló a la semejanza que emanaba de la constante multiplicación del mestizaje. Pero el mediterráneo americano era todo menos un espacio en donde se negara la posibilidad de una mezcla. En esa telaraña formada por las rutas interatlánticas del siglo xvii hasta las reformas borbónicas, la identidad euroafroamericana en formación se quedó a caballo y no tuvo más que esperar la llegada de la siguiente etapa de su proceso civilizatorio. El ethos barroco permeó, así, la amalgama cultural fomentada por ese constante mestizaje con el cual, tarde o temprano, se buscaría el establecimiento de identidades diferenciadas entre metrópolis y colonias. Acaso la velocidad con que se precipitaron los acontecimientos de fines del siglo xviii y principios del xix no dieron la oportunidad de que se manifestara tan abiertamente esa identidad caribeña que, poco a poco, ahora estamos queriendo descubrir.2
15Al llevarse a cabo los movimientos independentistas en las diversas regiones del Caribe, Centro y Sudamérica, los espacios económicos y culturales afectados por procesos de mestizaje más o menos semejantes fueron paulatinamente desvinculados y desde cada uno se apeló a la propia definición y característica en función de los tormentosos aires nacionalistas que empezaron a soplar por sus orientes respectivos. La diferenciación se trató de hacer cada vez más evidente, destacando las especificidades locales y poniendo una especie de velo sobre sus semejanzas, las cuales tenderían a hacerle el juego, sobre todo, a los discursos de exaltación regionalista. “Lo cubano” se enfrentó a “lo puertorriqueño”, “lo colombiano” se diferenció de “lo venezolano”; y, en términos subregionales, por ejemplo, “lo santiagueño” fue separado de “lo habanero” (véase Karnoouh), “lo barranquillero” de “lo cartagenero” (véase Pardo, en este libro), “el jarocho”3 del “choco tabasqueño”.
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El “guajiro” fue un clásico estereotipo del mestizaje cubano.
Cromolitografía de William Henry Jackson, 1903.
16Mantener la diferenciación como elemento de distinción y orgullo regional resultó ser una contradicción frente a la tendencia general de unidad nacional que desde fines del siglo xix y durante los primeros años del siglo xx se percibió en el discurso de los poderes y de las artes. Sin embargo, tanto la reivindicación de los valores locales regionales como la insistencia en las unidades nacionales se orientaban en la misma dirección: la búsqueda de una definición propia y la autodeterminación, capaz de separar tendencias más que de unirlas. Desde entonces, en la cuenca del Golfo de México, así como en otras áreas del mediterráneo caribeño, las secuelas de la autodefinición regionalista y nacionalista han generado innumerables productos culturales —novelas, poemas, composiciones musicales, estudios académicos, pinturas, piezas de teatro, etcétera— que tendieron a exaltar las especificidades locales; con ellos, se ha logrado continuar y fomentar cierto costumbrismo radical, basado en el entusiasmo por del folclore y un sentido del deber ser que estatiza las expresiones populares en función de una interpretación manipulada por los grupos de poder locales, regionales y nacionales. Aun hoy esa tendencia satisface a los espíritus regionalistas y, por qué no decirlo, a los espíritus tradicionalistas de las diversas regiones del Caribe.
17Así, los discursos estatales de los años cuarenta y cincuenta y su reflejo en las expresiones culturales de corte popular-oficial han condicionado una visión del mundo cultural caribeño como formado por infinidad de ínsulas, cada una con sus características propias, con su incapacidad para reconocerse semejante a sus más cercanas vecinas y, por lo tanto, con el desconocimiento de su historia compartida, a no ser por las tres vertientes de sus raíces civilizatorias: la indígena, la hispana y la africana. En materia cultural, asistimos más a un convivio que al reconocimiento actual del otro; cada región apela a su diferencia estableciendo, en primera instancia, una negación, aunque sí reconoce una triada antecedente común.
18Sin embargo, claras semejanzas que podrían evidenciar los orígenes culturales comunes en el área caribeña lograrían salir a flote a la menor provocación. Quizá algunas de las manifestaciones más conspicuas en este sentido son los llamados “fandangos”, que aparecieron en prácticamente todas las regiones del mediterráneo caribeño desde el siglo xvii y que paulatinamente adquirieron nombres y particularidades propias. En Venezuela, como diría el musicólogo Luis Felipe Ramón y Rivera (1969:191), “el término usado para la denominación del baile campesino con música de cuerdas y canto, de 1860 para atrás, fue el español de ‘fandango’”. “Fandangos” fueron los zapateados que en Cuba identificó el viajero estadounidense Samuel Hazard en 1871 (Hazard, 1871: 211-217). Y “fandango” sería el que Enrique Juan Palacios incluiría en la crónica “Un ‘guapango’ en la Puntilla” como parte de su libro Paisajes de México, publicado en 1916 (Palacios, 1916: 167-177). El origen común era, desde luego, la explicación de su semejanza, pero sus particularidades locales serían la justificación de su diferencia (García de León, 2006).
19Curiosamente y avanzado el tiempo, esa misma manifestación festiva y popular tendría la capacidad de darle contenido diferencial a las representaciones regionales en función del uso político e ideológico que cada espacio de poder, en cada región caribeña, ejerciera sobre su disposición de manipular su particularidad folclórica como signo de identidad. A partir de los años treinta y cuarenta del siglo pasado, los nacionalismos y los regionalismos fomentados por las oligarquías locales harían del mundo caribeño un portento de fragmentación; la expresión “yo no soy tú” adquiriría un lugar predominante en el discurso que, hasta la fecha, se sigue padeciendo. De esta manera, las “mejoranas panameñas” serían distinguidas de los “guateques dominicanos”; éstos, de los “currulaos colombianos” y de los “joropos venezolanos”; y éstos, a su vez, de las “vaquerías yucatecas” y de los “fandangos veracruzanos”, no obstara que en el fondo todos y cada uno de ellos fueran manifestaciones culturales claramente emparentadas entre sí. Todos son rituales festivos con música, danza y lírica; todos reconocen el español como su lengua fundamental y todos se reconocen en su ascendencia “afro”, aunque sea con sólo unas gotitas de sangre negra.
20Pero volvamos al tema central del presente ensayo. Partamos de la idea de la construcción de una imagen “típica” que englobaría buena parte, si no es que la totalidad de la región, con intereses turísticos insistentes en reducir las características locales, como ya se dijo, con claras pretensiones costumbristas y neocolonialistas. Pues bien, como es sabido, el costumbrismo y sus remanentes de conservadurismo —tan en boga en las literaturas americanas y europeas del siglo xix— hizo gala del reconocimiento de cierta cultura popular por parte de las élites. En este sentido, muchos de los creadores de los estereotipos caribeños tendieron a unificar y, a la vez, a diferenciar, gran cantidad de variantes en materia de expresión cultural popular; lo hicieron con recursos que, de alguna forma, ya estaban mayormente ligados al arte “culto” o académico, al quehacer empresarial e, incluso, al comercio interoceánico. De esta manera, “lo típico” o, si se quiere, “lo estereotípico”, establecía una visión del otro desde una perspectiva capaz de abarcarlo todo y, por lo tanto, “superior” al fenómeno observado. Hacer eso implicó un proceso intelectual con remanentes colonialistas, claramente descrito y explicado por Guillermo Bonfil Batalla (1991: 15): “en toda sociedad colonial los colonizadores unifican ideológicamente a los colonizados. Los perciben como un conjunto básicamente indiferenciado, aunque el mundo colonizado esté realmente formado por pueblos diferentes, porque lo que determina la visión que el colonizador tiene del colonizado es que éste debe ser diferente”. Pero, además de diferente, la mirada externa tendía y tiende hoy, por lo general, a la simplificación y, más aún, cuando de lo que se trata es de vender un concepto, una trayectoria, una imagen. Así, para poder presentar el Caribe como un destino turístico capaz de atraer el interés de quienes tenían en mente ese mismo afán de ser colonizadores, aunque fuera sólo a través de la mirada y/o la experiencia vacacional, los comerciantes y los empresarios, tanto locales como extranjeros, encontraron una rica fuente de ingresos en la explotación de diversas “áreas consumibles” de la región: en primera instancia, el paisaje, con su exotismo y productos tropicales; en segunda instancia, la infraestructura y las posibles soluciones a las incomodidades del viaje; y en tercera instancia, los habitantes, con sus costumbres típicas y su clara “otredad”. En esta última, el componente negro tendría particular relevancia.
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Cada región caribeña pretendió darle un sesgo particular a sus tradiciones festivas. Autor anónimo, Fandango veracruzano, ca. 1880, Pinacoteca Veracruzana.
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Postal cubana. Colección particular, ca. 1930.

Colección particular, ca. 1960.

Colección particular, ca. 1910.
El estilo de la postal caribeña pudo variar mientras avanzaba el siglo xx. Lo que cambió muy poco fue su afán fotográfico testimonial.
La libertad para consumir una pluralidad de imágenes y mercancías se equipara con la libertad misma.
Susan Sontag
II
21El paisaje, la infraestructura para disfrutarlo y lo típico de la población caribeña pudieron llegar a un público amplio gracias no sólo a la promoción del propio turismo, sino, sobre todo, a la popularización de su imagen en libros y revistas de viajeros, así como de la fotografía y, con ella, de las postales (Fraser Giffords, 1999). Desde finales del siglo xix y con la fabricación masiva de postales como tarjetas impresas de 9 X 14 cm en blanco y negro, coloreadas en parte o a color —capaces de portar recuerdos de cuanto espacio se visitaba—, los lugares remotos parecieron volverse más accesibles, a la vez que se constituyeron en testimonio de la presencia de sus remitentes en aquellos ambientes de tan difícil acceso para quien no fuera del todo aventurero. La postal no sólo contribuyó, por su mensaje breve y su imagen de impacto, a comunicar una visión compactada del mundo caribeño, sino también ayudó a reducirlo y a construir su dimensión estereotípica. Fue en los años ochenta del siglo xix cuando la industria de la postal empezó a adquirir fuerza en el continente americano, y el Caribe no se quedó atrás. En términos generales, la industria de la postal dependió prácticamente de Europa y de Estados Unidos, que también albergaban la mayor cantidad de turistas potenciales durante ese periodo. Gracias a los visitantes extranjeros, muchos fotógrafos locales pudieron subsistir decorosamente, ya que fueron ellos quienes, al agregarle un valor específico a la fotografía, la convirtieron en un objeto de explotación múltiple (Monsalve Pino, 2003).
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Las postales caribeñas adquirieron un peso particular en el impulso del turismo, mostrando las particularidades y productos regionales. Saludos desde Jamaica, A. Duperly and Sons, ca. 1930.
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La descripción de los tipos locales muchas veces incluía panorámicas paisajistas. Víctor Patricio Landaluze, Corte de Caña, 1874.
22De cualquier manera, justo es decir que las imágenes ya tenían algunos antecedentes de estereotipificación en pinturas, grabados y, en general, en las piezas de artes gráficas que acompañaban ocasionalmente las noticias provenientes del Caribe y que eran consumidas en las diversas metrópolis occidentales. Por lo tanto, quienes manejaron la postal y la promoción turística se empeñaron en seguir un camino que de alguna forma ya se había trazado previamente. Buenos ejemplos del tránsito de la etapa artesanal de la litografía y el grabado a su dimensión industrial pueden ser aquellas imágenes que los cubanos Víctor Patricio de Landaluze y Miguel de Villa hicieron para su famoso libro Tipos y costumbres de la isla de Cuba, publicado en 1881 (Lapique Becali, 2002: 201-201); o el paso del dibujo a la fotografía que vivieron Federico Lessman, Henrique Avril y la familia Manrique en Venezuela, durante el lapso de los años cincuenta a los noventa del siglo xix (Pino Iturrueta y Calzadilla, 2002; Castillo, 1978).
23Como ya se mencionó, las artes gráficas y la pintura de finales del siglo xviii y primera mitad del siglo xix, ya habían constituido para sus promotores una importante labor inicial en la búsqueda de escenas y personajes arquetípicos del Caribe, con las cuales ellos fueron capaces de interesar al mundo sobre sus especificidades y sus características tanto geográficas como humanas. Numerosos artistas y fotógrafos, entre extranjeros y locales, se habían dado a la tarea de ofrecer al interesado material visual que estimulara sus imaginarios y animara la recreación de aquella serie de elementos que conformarían el estereotipo caribeño. Las palmeras, el mar, el calor, la transparencia de las aguas y de los aires, así como la belleza de sus mestizajes y la particularidad de sus negritudes y costumbres, dieron lugar a un conjunto de referencias exóticas que hicieron del Caribe un polo de atracción para el agresivo capitalismo y para la llana curiosidad occidental.
24La fotografía apareció en Cuba, en México y en Colombia hacia 1840, poco más de un año después de que se presentara por primera vez la daguerrotipia en la Academia de las Ciencias francesa (Muñiz, 1998; Casanova y Debroise, 1985; Serrano, 2006). Su evolución pasó del acontecimiento científico al ámbito artístico y, de ahí, al comercial; se hizo presente en los registros noticiosos, pero, sobre todo, en las crónicas testimoniales de viajeros y personajes ávidos de llevar a casa los múltiples rincones del ancho y ajeno mundo que iban visitando. Y al seguir su curso natural, tanto en la isla como en el continente, los paisajes característicos y los individuos “típicos” se convirtieron en temas recurrentes de la incipiente actividad fotográfica.
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Portada del número 4, de abril de 1882, del Boletín Fotográfico.
25Al igual que en otras partes del mundo, los grabadores y los pintores de retratos adoptaron la fotografía como técnica de apoyo y transitaron libremente entre el grabado y la foto, y de ésta de regreso a aquél. A partir de la segunda mitad del siglo xix, varias fotografías de ciudades y parajes elaboradas por Claude Desiré Charnay, William Henry Jackson y Abel Briquet, por ejemplo, fueron utilizadas como modelos de grabados que aparecieron en periódicos franceses y estadounidenses de la época (Debroise, 1998). Dada la facilidad de reproducción masiva del grabado, a diferencia de lo complicado que era todavía el proceso con materiales fotográficos, se optó por el primero a la hora de producir las ilustraciones en las publicaciones periódicas.
26Lo mismo pasó en Cuba con las fotografías de Pal Rostí, Charles DeForest Fredricks y Samuel Alejandro Cohner (Haya, 1980). En el caso de los fotógrafos de aconteceres y paisajes mexicanos, las fotografías de los cubanos sirvieron de modelo para grabados estadounidenses y europeos. En Colombia se siguió el mismo modelo, y figuras como Quintillo Gavassa, Melitón Rodríguez y Henry Duperly colaboraron con diversas publicaciones locales e internacionales en la línea de lo que desde entonces ha sido llamado, muy colombianamente, el “fotorreporterismo” (Serrano, 1983; Fernández, 1984). De esta manera, las geografías exóticas y tropicales del área caribeña fueron captadas, reproducidas y llevadas desde la fotografía al grabado, y de éste al público del Viejo Continente y a los curiosos lectores anglosajones, francoparlantes y germanos del Nuevo Mundo. No es casual, por ejemplo, que las fotografías de Charles DeForest Fredricks en las cuales se mostraba el puerto de La Habana, La Cabaña o el Barrio de Regla tuvieran los mismos ángulos y motivos; es más, que fueran prácticamente idénticas a los grabados de Pierre Toussaint Frédéric Mialhe, quizá el litógrafo más importante de la Cuba de la segunda mitad del siglo xix (Levine, 1990). Lo mismo pasaría con los grabados de Alejandro Kohl y B. Taylor, así como con los de H. A. Ogden, de la Aduana y el Muelle Fiscal del puerto de Veracruz; con las postales que publicaran las casas de Alfaro y Lynch y el Almacén de David H. Juliao, a principios del siglo xx, en las cuales se repetían perspectivas y miradas hechas previamente por grabadores extranjeros (Serrano, 1983). Muchas de esas piezas biográficas muestran claramente la inspiración de sus hacedores en una fotografía o en un grabado previo, si bien de los cuales no se sabía a quién atribuir su autoría; no queda la menor duda, sin embargo, sobre su origen fotográfico, dados la precisión del ángulo y el detalle (García Díaz, 1992).
27En los tres casos —La Habana, Xalapa y Cartagena de Indias—, es de notar que los grabadores animaban sus obras añadiéndoles personajes en plena actividad, cosa que para la época era difícil de captar en una toma fotográfica, ya que lentes y emulsiones eran todavía bastante lentas para funcionar. El grabador, sin embargo, bien podía incluir individuos que aparentaran reproducir el febril movimiento que se suscitaba en la carga y descarga de los muelles, en las calles aledañas a las aduanas y en los juegos de los niños. Por eso, no es casual que al comparar una fotografía que dio origen a un grabado, la primera sea más parca que el segundo en cuanto a la presencia y la actividad humanas. Los grabadores por lo general “componían” las vistas fotográficas incluyéndoles cargadores, vendedores, paseantes y demás referentes visuales que no estaban en el negativo original.
28Así, con esas primeras imágenes tomadas de reproducciones fotográficas, ya se pretendía orientar al observador hacia una visión que implicaba un añadido o una interpretación de la supuesta “realidad” plasmada en la placa. Se podría elucubrar acerca de la posible manipulación de la imagen de los puertos caribeños desde sus orígenes mismos, con el fin de darle al consumidor una versión alterada de lo que veía, capaz de satisfacer su curiosidad e impulsar la compra de tal o cual grabado. Aunque la anterior aseveración se antoja un tanto sesgada y quizá hasta exagerada, es importante señalar que desde sus comienzos en La Habana, en Xalapa y en Cartagena —como en muchas otras partes del mundo y en todo acto de reproducción fotográfica—, lo que mostraban tanto el fotógrafo como el grabador era sólo una versión parcial de la realidad, la mayoría de las veces determinada por su propio ojo, sus circunstancias concretas y la técnica utilizada. Sin embargo, la “veracidad” implícita en el acto fotográfico apuntaría también en otra dirección. Todo parecía indicar que la fotografía y el grabado realizado a partir de una foto serían tomados como reproducciones “exactas” de lo que estaba sucediendo frente a la lente o la punta seca. En la medida en que la técnica fotográfica fue evolucionando y perfeccionándose, la foto fue sustituyendo al grabado y, por lo tanto, una mayor precisión se adueñó supuestamente de los testimonios visuales, ya que poco se dejaba a la interpretación del artista. “Lo real” y “lo verdadero” fueron asumidos, entonces, como algo sobreentendido en la reproducción fotográfica.
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18 postales Antigua Cartagena de Indias, Fototeca de Cartagena.

Postal cubana, Colección particular, ca. 1920.

Fototeca Veracruzana, Col. Santamaría.
Tres estilos distintos de postal: Cartagena, La Habana y Veracruz.
29Y eso estuvo cada vez más al alcance de un público mayoritario, sobre todo a finales del siglo xix y principios del xx, durante la que se ha considerado la época de oro de la tarjeta postal (Fraser Giffords, 1999). Piénsese tan sólo en la transformación que pudo sufrir el acontecer fotográfico en el tránsito de su condición de inspiración para el grabado de publicación periódica a la venta masiva de tarjetas postales (Yorath, 2000). Mientras con el primero se invocaba su condición de imagen excepcional reproducida especialmente para un público lector, la segunda fue convertida en moneda corriente tanto de turistas y visitantes, como de locales interesados en difundir las peculiaridades de su terruño. Cierto es que en ambos casos se apeló a lo “verdadero” que aparecía en lo retratado. La imagen era usada como testimonio de veracidad de la crónica y el relato. Así, el grabado y la postal serían elementos centrales de comprobación para quien tuviera la necesidad de asegurar que había estado realmente en determinado lugar y había visto algo digno de recordar y retratar. La imagen permitía al público interesado ver lo que el cronista o el turista habían visto en la realidad. Sin embargo, esa realidad y sus retratos también sufrieron diversas modificaciones y complicaciones dependiendo del espacio en donde se produjeron y las circunstancias que los rodearon.
30Fue, más bien, con la aparición masiva de la fotografía después de los años ochenta del siglo xix cuando las imágenes y sus significaciones adquirieron mayor fuerza y divulgación. Las primeras fotografías del Caribe que circularon tendieron a continuar con la visión paradisiaca del entorno. Poco a poco le fue incorporado el tema de la infraestructura portuaria en la mayoría de los destinos caribeños, con el fin de estimular la inversión extranjera en la región y con el afán de satisfacer las necesidades que los posibles consumidores occidentales pudieran manifestar a la hora de acercarse al rum bo. Si bien en un principio se trató de llamar la atención sobre ciertas condiciones que no se diferenciaban tanto del Viejo Mundo —particularmente de los puertos del Mediterráneo—, tales como la posibilidad de hacer una vida socialmente aceptable —es decir, formar una familia y vivir del producto de un trabajo honesto y cristiano— también es cierto, como ya se dijo, que en algunas imágenes provenientes del Caribe eran inevitablemente mostradas las profundas diferencias sociales e incluso los extremos de explotación y maltrato a los que el propio ser humano podía llegar.
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Las imágenes de la Guerra de Independencia Cubana contrastaban con la presentación idílica de las postales. José Gómez de la Carrera, El mambí del cepo, 1898.
31Cierto es que el fenómeno y su complejidad ya habían sido mostrados por el universo de la gráfica decimonónica, pero ahora, con la fotografía, los testimonios se convierten en pruebas inapelables. La cruenta Guerra de Independencia de Cuba, la explotación y la migración económica que trajeron las pretensiones de modernidad en el puerto de Veracruz, así como la crítica situación de Cartagena ante la boyante competencia que le hacía el puerto de Barranquilla en los primeros años del siglo xx, pero, sobre todo, el maltrato a la población negra y la profunda miseria en la que vivía buena parte de la población tanto mestiza como blanca de la región, evidenciaron que aquel mundo paradisiaco no lo era tanto. De vez en cuando, un claro contraste de desarrollo entre la modernidad y la tradición, entre la tecnologización y el atraso, salía a flote para llamar la atención de los fuereños. Pero a la hora de presentar lo típico, no aparecían los negros harapientos ni las callampas, mucho menos los blancos miserables y sus casas hechas con desechos, ni los mestizos que vivían de las limosnas y la caridad pública. La fotografía testimonial todavía no tenía cabida en el mundo de la representación. Ésta se quedaría tan sólo en la dimensión del registro documental e iba a parar a los archivos y a las colecciones de humanistas y científicos.
32De cualquier manera, quienes elaboraban las postales poco repararon en tales asuntos. Sus pretensiones consistían, más bien, en la promoción del mundo caribeño idealizado y se empeñaron en mostrar el espléndido paisaje que era posible disfrutar entre playas y selvas tropicales; y ya avanzado el siglo xx, se dieron a la tarea de presentar la competitiva y hasta lujosa infraestructura turística que se ofrecía en diversos puntos de la región. En cuanto a mostrar las peculiaridades típicas de la región, los objetos que aparecían en dichas postales eran, ante todo, construcciones coloniales y personajes con algún atuendo característico, la mayoría de las veces con énfasis en su color de piel oscuro o moreno. No faltaron las remanencias a las cartas de visita, en las cuales se pretendía mostrar las figuras pudientes y los entornos lujosos de la comarca. Tampoco faltaron las puestas en escena, muy al estilo de un deber ser para el turista. Tanto así, que las representaciones estereotípicas nacionales fueron ofrecidas en la calle con la venia de aquellos a quienes supuestamente debían representar “al natural”. Los cuadros y las escenificaciones de lo considerado típico de las localidades caribeñas fueron convertidos en objeto de consumo recurrente, ofrecidos sin menor empacho al turismo. Así lo consignó el cubano León Argeliers (1974) al describir la siguiente escena, ocurrida en los años veinte y treinta del pasado siglo:
Grupos de capitalinos, en las principales ciudades de Cuba, de negros y de mulatos inclusive, imitaron los cantos campesinos, tomaron la guitarra y el laúd, se vistieron de guayabera, sombrero de yarey o un jipi, un machete al cinto que no formaba callos en las manos, unas botas y espuelas que no se irían a clavar a caballo alguno, y estos grupos cantaban sus décimas, y armaban sus carrozas representando bohíos y guajiritas sonrosadas con unas batas llenas de velos, haciendo un café carretero y se paseaban por el paseo del Prado.
33Otro clásico ejemplo de estereotipificación fueron, desde por lo menos la década de los años treinta del siglo xx, las propuestas de conjuntos “jarochos” que en los portales del puerto de Veracruz se plantaban y aún hoy se plantan a tocar y bailar sus sones vestidos de guayabera blanca y paliacate rojo, sombrero de cuatro pedradas y crinolinas vaporosas, pretendiendo mostrar un cuadro típico del folclore local para el beneplácito del público consumidor. La folclorista estadounidense Frances Loor (1947) los describió así:
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A partir de la década de los años cuarenta el estereotipo del “jarocho” se consolidó como puesta en escena de una especie de identidad regional. Fototeca Veracruzana, Col. Santamaría.
Al son de la música de un arpa, un violín y una guitarra se bailan en parejas sin tocarse, mientras dos hombres, que nunca se quitan el sombrero, cantan coplas. Los músicos y los bailadores son mestizos de sangre nativa, española y negra, mezcla que ha producido un tipo exuberante. [...] Las chicas visten sus trajes de fiesta, que constan de largas polleras de algodón con holanes, una blusa, un pañuelo de vivos colores sobre los hombros, un collar, aretes y listones enredados en las trenzas. Los hombres visten trajes de algodón blanco, siempre con un pañuelo rojo. Las mujeres levantan brevemente sus faldas por los lados para mantener el zapateado, mientras los hombres bailan con las manos sujetas a su espalda. [...] Los mejores bailadores de sones son de Alvarado y Tlacotalpan. Muchos de ellos han encontrado el camino a Veracruz y a la ciudad de México.
34Y en Cartagena de Indias, las “palenqueras” hasta hoy en día se visten con un atuendo particularmente florido; mientras portan una canasta de frutas, gesticulan y se menean de manera a todas luces artificial, para explotar tanto su imagen como la escenografía de la Plaza de Coches, el Centro de Convenciones o el Paseo de los Mártires. La estilización y estereotipificación llegó incluso a plumas tan notables como la de Germán Díaz Arciniegas (1992: 14):
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La Plaza de los Coches en Cartagena, 1885. Cartagena de Indias, ayer y hoy
Fototeca Histórica Cartagena de Indias, Dorothy Johnson de Espinosa.
En Nueva Orleáns son los spirituals; en Getsemaní de Cartagena, el merecumbé. Allá cuando se presentan en sociedad las criollas —en el baile fabuloso que tanto irrita a las señoras de las plantaciones—, en la Heroica es la cumbia con los mazos de las velas encendidas. José Prudencio, el almirante negro de las grandes batallas, hacía sus bailes de todos los diablos sin invitar blanco ni blanca. No por rencor ni discriminación: sólo por beber ron con mayor libertad. La África española, caribeña y democrática es de farras desabrochadas de negros que dejan ver toda la dentadura blanca como carne de coco, con el diente de oro que brilla como un dije entre la boca.
35Incorporados los elementos de la construcción básica de la cultura oficial, con la lírica y la imagen fueron establecidos principios de diferenciación entre el mundo blanco y el mundo negro estereotípico. Tan fue así que, si hacemos un balance preliminar del tema que toca el universo de las postales y, en general, de la fotografía del Caribe en sus primeros cincuenta años de existencia, podemos estar de acuerdo con lo que John Mraz (1994: 35) afirmó sobre la experiencia cubana y aplicarla al resto de la cuenca caribeña. El especialista en fotografía histórica latinoamericana plantea lo siguiente: “la fotografía durante la primera parte del siglo xx puede ejemplificarse con los ‘lambiones’, término que es la variante cubana de ‘lambiscones’. Lambiones eran los fotógrafos que asistían a bodas y banquetes para registrar las actividades de los ricos y famosos. Sacaban fotos e instantáneamente revelaban e imprimían las imágenes para venderlas antes de que acabara la actividad”.
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Una foto de compromiso “lambión”. Constantino Arias, Joyas y Pieles, 1948.
36Sin embargo, el de las postales podría pensarse como un universo más complicado, aunque su condición de punto de venta y comercialización estuviera particularmente ligada al consumo complaciente e inmediato del visitante o de la élite local. Así lo entendieron desde épocas muy tempranas, por ejemplo, algunos de los pioneros de la postal jamaiquina, como los publicistas de la Raphael Tuck & Sons y de la A. Duperly & Sons, así como los fotógrafos James Johnson y S. W. Cleary (Robertson, 1985). Lo entendió también H. G. Morgan (1989), con las reproducciones de la fotografías de Puerto Limón que publicara en Costa Rica en 1892. Es patente ese mismo pensamiento en las cartas de visita de Esteban Mestre en Cuba (Haya, 1980: 45) y, desde luego, en la colección de postales cartageneras comercializadas por las compañías Foto Truccio y Spratling desde Leipzig, Alemania; asimismo, las postales de los editores Alfaro y Lynch, cuyas puestas en cámara recorrieron parte del mundo por medio de la venta masiva. La imagen en manos de fotógrafos como los mencionados quedó claramente supeditada a los intereses de la empresa y del mercado turístico. Cabe destacar que, además de los paisajes y las construcciones, a la hora de mostrar un referente humano de la región, por lo general aparecían el mulato y la negra, ya sea cargando a sus niños, desarrollando alguna labor comercial o participando en alguna fiesta o jolgorio. Muy rara vez aparecía la imagen del trabajo en el campo o en los puertos, mucho menos la miseria o la marginalidad que privaba en los sectores populares de prácticamente toda la región.
37Hubo, desde luego, otros productores de imágenes que, con su mirada externa, trataron de trascender la dimensión comercial; aunque siguieron un camino muy parecido al de las postales estereotípicas, en su pretensión quisieron vestirse de exploradores científicos. Por lo menos con el título de “exploraciones científicas” fueron identificadas muchas fotografías del Caribe que aparecieron en archivos estadounidenses, tanto de imágenes sueltas como de postales. Tal fue el caso de las colecciones de fotografías de Santo Domingo de Brewster-Sanford, G. K. y R. C. Noble y W. G. Harsler, tomadas entre 1912 y 1916 (Vega, 1981), así como las que ilustraron algunos artículos publicados lustros después en la revista National Geographic, cuyas fotografías resultaron particularmente sugerentes en materia de construcción de estereotipos (Canova, 1933; Fairchild, 1934).
Pensamos, sentimos o recordamos
a través de las apariencias registradas en la fotografía.
John Berger
III
38Si bien es cierto que en la construcción de las imágenes estereotípicas del Caribe y, particularmente, en las postales puede atisbarse la amplia gama de mestizajes propios de la historia social imbricada y compleja de la región, también lo es que existe la clara insistencia en la diferenciación social y racial. Los blancos se remiten puntualmente a su origen europeo, sobre todo hispánico aunque, en ocasiones, estadounidense, y los negros lo hacen palmariamente hacia el mundo africano, como ya lo hacían desde siglos atrás. Pero, además de la procedencia, también hacen una notable diferenciación en las actividades y costumbres. Mientras los blancos acceden a la diversión, a la empresa y al buen vivir, los negros están ahí para proveer de mano de obra y de servicios, sobre todo al turista. Blancos eran —y son todavía— los líderes políticos y los que ejercían el poder tanto en materia económica como en cuestiones de imagen. La mirada blanca, si es que se puede hablar de ella, permeaba el universo de lo que era posible ver en el Caribe durante aquellos primeros años del siglo xx.
39La regla de la mirada confirma la muy conocida verdad de que en el Caribe, desde épocas muy tempranas, quienes llevaron una vida holgada y placentera fueron sobre todo los blancos. Los negros eran reconocidos a veces como buenos trabajadores, capaces de cuidar las inversiones de los blancos, e incluso capaces de sufrir vejaciones para diversión de los blancos. Muy rara vez puede verse en una postal a un negro integrado como igual a un grupo de blancos; cuando es así, se resalta su condición de “dato curioso”. La segregación y la diferenciación social también eran estimuladas por el afán de comercialización y consumo. Eso fue denunciado por el fotógrafo estadounidense Walker Evans, quien visitó Cuba en 1933 con el fin de hacer una serie fotográfica que acompañaría la publicación de un libro de Carleton Beals (Mora, 1989). Evans mostró que el mundo caribeño era mucho menos paradisiaco de lo que mostraban las postales y que en él se gestaban las condiciones para un inevitable conflicto social que trascendería el fenómeno racial.
40Pero para muchos otros fotógrafos, los que insistían en mostrar la dimensión exótica y tropical ante los ojos asombrados de quien deseaba encontrar un destino turístico, el Caribe siguió siendo tema de evocación romántica y costumbrista, capaz de dar lugar a todo tipo de esparcimiento y diversión. Quien quisiera mostrar que lo estaba pasando bien o que era depositario de una economía holgada y sin preocupaciones, podía perfectamente comprar una postal del Caribe y enviársela a sus amigos o parientes. Los contrastes, los conflictos sociales, la injusticia y el racismo no entraban en la cuestión. Los negros estaban ahí, es cierto, pero claramente folclorizados y supeditados a la voluntad que dictaba la comercialización. Las industrias derivadas del turismo y, sobre todo, aquellas ligadas a la producción de imagen, siguieron insistiendo en geografías físicas y humanas cargadas de estereotipos y simplificaciones.
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Walker Evans mostró que el Caribe también era un lugar en donde la miseria
tenía fincados sus reales. Walker Evans, The crime of Cuba, 1933.
41Hacia finales de los años treinta del siglo pasado, un pintor español, Ángel Botelio, llegó a Santo Domingo y se hizo tomar una foto extraña porque con ella pretendió fusionar el espíritu romántico del arte decimonónico con la moderna técnica fotográfica. El ambiente en aquella impresión en blanco y negro era justo el correspondiente al mundo exótico y estereotípico del Caribe: con su mar, sus palmeras y sus negras y mulatas. El lugar común resultó todavía más gastado e incluso kitsch (Rodríguez Julia, 1994: 57-62). La puesta en cámara fue, ante todo, fingida, tal como lo muestra el propio pintor; sobre todo, el aburrimiento y el hartazgo pueden verse en las caras de las modelos. Ya no había hechizo, sino, por lo contrario, una especie de resentimiento plasmado en el propio paisaje físico y humano. La imagen había adquirido el poder de revertir la intención del autor de cautivar, y ahora enseñaba cómo la mirada externa produce también la representación de una posesión mal llevada a cabo, de una expoliación.
42Con todo, por más que el consumo, el turismo y la estereotipificación —sobre todo en los extremos del consumismo— hayan intentado y sigan intentando esconder las múltiples realidades caribeñas, éstas, como el sol mismo de sus playas, no pueden ser tapadas con el dedo de una sola y simple mirada.
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Ángel Botello y sus musas caribeñas. Sin Autor, ca. 1940.
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Las fotografías del National Geographic contribuyeron a cimentar la mirada externa sobre el Caribe. Jacob Gayer, 1933.
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El componente negro se convirtió en uno de los principios unificadores del Caribe colonizado. Marchantes en Bernardo Vega, Imágenes del Ayer, Fundación Cultural Dominicana, 1981.
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Las tarjetas de visita y los estudios fotográfíeos dieron rápida entrada a la negritud caribeña. María Eugenia Haya, Revolución y Cultura “Sobre la fotografía cubana”. Foto de estudio, ca. 1900.
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La diversión y la fiesta “a la caribeña” incluían desde luego a mulatos y negros. Constantino Arias, Arias, Bailarines del Rumba Palace, 1950.
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Notes de bas de page
1 Mientras las primeras referencias genéricas regionales caribeñas se remontan desde el siglo XVII, el caso yucateco del boxito —del maya, box: negro— no parece rebasar los primeros treinta años del siglo xx.
2 No en vano, en los últimos años, tanto en encuentros culturales como académicos, los interesados se han dado a la tarea de buscar puntos de contacto y confrontar especificidades regionales. Su afán es comparar objetos de estudio, preceptos relacionales y hasta principios de reconocimiento en un área de estudio que ya parece considerarse común. Sirvan de ejemplo las siguientes referencias bibliográficas y hemerográficas: Bremer y Fleischmann, 1993; Anales del Caribe, revista editada por el Centro de Estudios del Caribe de la Casa de las Américas, en La Habana; la Revista Mexicana del Caribe, auspiciada por la Universidad de Quintana Roo, El Colegio de la Frontera Sur, el ciesas, el Centro de Estudios Latinoamericanos de la Facultad de Filosofía y Letras de la unam y la Asociación Mexicana de Estudios del Caribe; y, por último, C. Q. /Caribbean Quarterly, revista de la University of the West Indies un Kingston.
3 Hay que tomar en cuenta que el vocablo jarocho no siempre ha tenido la misma significación. Por ejemplo, en el Diccionario de americanismos de Francisco J. Santamaría se lee: “jarocho/a: 1. Históricamente, campesino de la costa de Veracruz, principalmente de la región de Sotavento, en Méjico; por lo común, buen jinete como el charro en el interior de la República. 2. Por antonomasia, habitante del puerto de Veracruz. (La acepción ha caído en desuso.)” La acotación de Santamaría llama a pensar que a medida que avanzó el siglo xix y, quizá, en los primeros cuatro lustros del siglo xx, la designación de “jarocho” para todo aquel oriundo del puerto de Veracruz no era del todo satisfactoria ni para los porteños mismos. Tampoco para aquellos que habitaban otras zonas serranas o huastecas del estado de Veracruz. También es posible suponer que dicho calificativo, por tener cierto sabor a desprecio, no cuadraba en los afanes aristocráticos de la élite veracruzana, que poco a poco fue estableciendo su residencia en un puerto al que le habían ya resuelto la insalubridad y la hostilidad características de su clima gracias a la modernidad porfiriana. Eso también sucedía con los habitantes acomodados en la ciudad de Xalapa. “Jarocho”, antes que gentilicio típico de los veracruzanos en general, era un calificativo limitado al uso de aquellos pobladores de la sotaventina cuenca del Papaloapan y, concretamente, atribuida a los sectores campesinos y populares de la zona.
Es interesante que el propio Santamaría, en su Diccionario de mejicanismos, cite al cubano José Miguel Macías para explicar el origen del calificativo en cuestión. En su Diccionario cubano, editado en Veracruz en 1886, Macías sugiere que la palabra “jarocho” proviene de la voz “jara: especie de arbusto de Levante, saeta o dardo y, por extensión, la vara o guisa de aguijón o de jaro color rojizo o cárdeno de la familia porcina. ‘Jarocho’ [insiste] es el campesino; en un principio, se aplicó la voz exclusivamente como denominación genérica de los mulatos, chinos, zambos o lobos y demás individuos de raza etiópica y americana con mezcla de raza caucásica”. Entonces, para dicha expresión, que en efecto pudo haber tenido la antes mencionada connotación peyorativa, Macías encuentra una explicación etimológica que, hasta la fecha, se sigue repitiendo sin mayores ambages. Por su parte, en el Diccionario enciclopédico veracruzano, editado en 1993 por la Universidad Veracruzana y dirigido por Roberto Peredo Fernández, se admiten en la entrada de la palabra jarocho las siguientes historias y significados; “antiguo término usual para dirigirse con desprecio, por parte de los españoles, a los mulatos pardos, mezcla de indio y de negro, principalmente en la zona costera del centro del estado y en las llanuras de Sotavento. Hacia el siglo XVII, ya esa acepción había desaparecido. Deriva posteriormente de jaro, puerco montés del sur de España, más el despectivo cho. Durante las guerras de Independencia y de Reforma se empezó a aceptar como símbolo del ser de la tierra jarocha. Por extensión: todo habitante de la costa del centro del estado, y para quien no es del estado, todos los veracruzanos. No es, contra lo que se piensa, asumido por todos ellos. En otras zonas se defiende orgullosamente ser, según el caso, huasteco, xalapeño, etcétera”.
Auteur
CIESAS, México
Es doctor en historia de México por la unam (1992), Investigador titular en el Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social (ciesas) y Profesor en la Facultad de Filosofía y Letras de la unam. Ha recibido en dos ocasiones la beca de Intercambio Académico de la daad con estancias en la Freie Universitát y en el Iberoamerikanisches Instituí, en Berlín, Alemania (1995 y 2000). Le han sido otorgadas la Cátedra Eulalio Ferrer 2009 en la Universidad de Cantabria en Santander, España, y la Beca Edmundo O’Gorman de la Universidad de Columbia, Nueva York 2010. Sus publicaciones más recientes son: Expresiones populares y estereotipos culturales en México, Siglos xix xx. Diez Ensayos (ciesas, México, 2007) y Cotidianidades, Imaginarios y Contextos. Ensayos de Historia y Cultura en México 1850-1950 (ciesas 2009). Ha hecho estudios de cine y participado en diversas producciones de cine documental. Su producción Voces de la Chinantla (2006) realizada en colaboración con Ana Paula de Teresa bajo los auspicios de la uam-Iztapalapa, el Conacyt, el Fonca y el CIESAS recibió el premio al mejor documental en el Festival de la Memoria, México 2007 y mención honorífica en los premios nacionales del inah 2008. Fue director de la revista Desacatos del ciesas (1998-200) y de la Revista de la Universidad de México (2002-2004). Actualmente es coordinador del Laboratorio Audiovisual del ciesas.
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