La economía feminista desde América Latina : ¿Una vía para enriquecer los debates de la economía social y solidaria ?
p. 31-49
Note de l’auteur
Las ideas sobre la economía feminista que se desarrollan en este artículo se basan en el libro La Economía Feminista desde América Latina. Una hoja de ruta sobre los debates actuales en la región (Esquivel 2012c). Este artículo se benefició enormemente de los comentarios de Marisa Fournier (Universidad Nacional de General Sarmiento) y Marie-Adélaïde Matheï (UNRISD).
Texte intégral
1La economía feminista (EF) es hoy un campo de conocimiento consolidado, rico en debates, publicaciones – numerosísimos artículos, libros y la revista Feminist Economics – y en “practicantes”, tanto en países desarrollados como, de manera creciente, en regiones menos desarrolladas. La economía feminista se encuentra en el cruce entre feminismo y economía, bastante más radical que simplemente “diferenciar” la situación de mujeres y varones o proponer para ellas políticas que atemperen los impactos del (mal) funcionamiento económico.
2Debe señalarse, sin embargo, que la economía feminista es también un campo de conocimiento que “dialoga” en inglés y en el que las agendas de investigación y políticas suelen estar muy determinadas por la procedencia de quienes participan en él (tanto de países centrales como de países menos desarrollados angloparlantes, lo que implica una menor presencia de africanas francoparlantes y de latinoamericanas hispano y lusoparlantes). Las economistas feministas del sur somos tributarias de los conceptos desarrollados en países centrales (tanto en economía como en economía feminista), pero los cuestionamos y ampliamos para producir conocimiento situado, relevante para nuestras realidades y transformador, es decir, que contribuya al cambio de los factores estructurales que sostienen las desigualdades de género, mucho más que a la mera “corrección” de sus consecuencias (Fraser 1995).
3A diferencia de la economía feminista, que es un campo de estudio, la economía social y solidaria (ESS) es, a la vez, un conjunto de organizaciones y prácticas asociativas y solidarias, y una reflexión sobre las mismas. La diferencia semántica es evidente porque, lamentablemente, ¡no podríamos hablar de una economía feminista concreta en los mismos términos ! Como en el caso de la economía feminista, la producción de conocimiento sobre la ESS es situada, tanto en el norte como en el sur2, y en ella se destaca de manera singular el dinamismo, carácter estructural y potencial transformador de estas prácticas en países periféricos. Pero, si es cierto que las mujeres están presentes de manera importantísima en las organizaciones e iniciativas de la ESS (Fournier y St-‑Germain 2011) ¿cuál es el cruce entre feminismo y la ESS ? ¿Por qué las mujeres permanecen fundamentalmente ausentes de la teorización, o cuando se las incluye, se lo hace enfatizando los beneficios que participar de la ESS tendría para las mujeres ; por ejemplo, en generar para ellas oportunidades laborales “compatibles” con sus responsabilidades de cuidado3 o en proveer servicios de proximidad que les permitirían aliviar sus tareas ?
4Los conceptos, análisis y “puntos de partida” de la economía feminista, reelaborados y ampliados desde el sur, contribuyen a identificar algunas de las vías por las cuales la ESS podría incorporar una reflexión sobre las prácticas, contribuciones y potencial transformador de las mujeres que participan en sus organizaciones ; y con ello, a ampliar su proyecto emancipador para incluir, de manera explícita, la equidad entre mujeres y varones y el pleno ejercicio de los derechos de las mujeres. Por su parte, la economía feminista, en particular en América Latina, puede nutrirse más explícitamente de las experiencias de la economía social y solidaria en sus abordajes teóricos y en sus análisis de política, en pos de desarrollar una mirada situada que incorpore la multiplicidad de formas de organización económica existentes en la región y diferentes vías de emancipación.
La economía feminista4
5La economía feminista se encuentra en el cruce fértil y a la vez complejo entre feminismo y economía. El feminismo como movimiento de mujeres y como una de las políticas de la “identidad” pretende desarmar las construcciones sociales de género que asocian a las mujeres únicamente con la sensibilidad, la intuición, la conexión con la naturaleza y con los demás, el hogar, la maternidad y el cuidado, y la sumisión. Construcciones que, al mismo tiempo, asocian a los varones con el rigor lógico, la objetividad, la esfera pública, el mercado y el rol de proveedor de ingresos, y el poder. Estas asociaciones no son inocentes : la construcción social de género es profundamente desigual e inequitativa, y tiene, por tanto, consecuencias en la vida de las mujeres (y de los varones). Enfocado en eliminar las desigualdades de género, el feminismo comparte con otros movimientos políticos un ideal emancipador : enfatiza la libertad y la agencia individual y colectiva (que las mujeres podamos ser y hacer en todos los órdenes por fuera de relaciones de dominación). El feminismo académico como posición teórica (y ética) es una extensión de esta agenda política en la filosofía, en el análisis del discurso, en las ciencias sociales y también en la economía.
6De la economía, la economía feminista hereda el prestigio y el objeto de estudio, así como sus metodologías y su pretensión de objetividad (Barker y Kuiper 2003). Como el feminismo – que no es uno sólo y ha cambiado a lo largo del tiempo – la economía tampoco es una sola. La “corriente principal” u ortodoxa (el mainstream), definida como el paradigma neoclásico en términos conceptuales y el paradigma liberal en términos de política económica, domina la academia, la producción de conocimiento, las publicaciones y el acceso a puestos y promociones en las universidades (a pesar de sus flagrantes errores y de las consecuencias funestas de su aplicación). La heterodoxia – el amplio conjunto de abordajes críticos, que abarca desde el estructuralismo latinoamericano al post‑keynesianismo y desde allí al marxismo – sigue siendo marginal en la academia, aún cuando pareciera que estamos ante la presencia de un “resurgimiento” heterodoxo tanto a nivel internacional como en América Latina.5
7Las economistas feministas que se consideran a sí mismas ortodoxas entienden al análisis feminista como una “corrección” y expansión del análisis ortodoxo, que modifican ciertos supuestos restrictivos por otros más “realistas”. Hacen foco en los hogares, por ejemplo, criticando los análisis que incorporan la división sexual del trabajo6 como un “dato” y con ello la justifican (como es el caso de la “nueva economía del hogar”, cuyo exponente principal es Gary Becker). Como resultado de esta crítica, proponen modelos que superan el modelo beckeriano del “patriarca” benevolente, suponiendo, por ejemplo, que los cónyuges negocian e intercambian entre sí en base a intereses dispares. En general, estos análisis se ubican a nivel microeconómico con aplicaciones importantes en economía agraria (temas de propiedad de la tierra), en economía laboral (los temas de segregación ocupacional y discriminación por género en el mercado de trabajo) y en teoría impositiva (diseño de incentivos impositivos).
8Para algunas economistas feministas como Bina Agarwal (2004), este tipo de aportes son los que mayor impacto pueden tener sobre el mainstream (justamente, porque son parte del mainstream) y por tanto, es allí donde la economía feminista puede hacer su contribución más importante. Sin embargo, la perspectiva ortodoxa nunca desafía a la ortodoxia : estos aportes no cuestionan el funcionamiento del sistema económico ni la injusticia en la distribución de los recursos, los trabajos y los tiempos entre mujeres y varones, y entre otras dimensiones de la desigualdad, como clase, etnia y generación. Si el feminismo es, como se señaló arriba, un proyecto emancipador, es claro que sólo en la heterodoxia pueden alojarse proyectos emancipadores, entre ellos la economía feminista (Lawson 2003). En el mainstream dominante no hay lugar para nada que no sea la justificación del statu quo.
9La economía feminista contribuye a una crítica de la economía ortodoxa en varios aspectos : epistemológicos, cuestionando la existencia de un observador “objetivo” y carente de identidad (recordemos la definición de feminismo como una de las políticas de la identidad) (Pérez Orozco 2005) ; metodológicos, cuestionando la primacía de las matemáticas y de la lógica hipotético-deductiva en la práctica económica por sobre su contenido de realidad (Nelson 1995 ; Lawson 2003) ; e incluso, del objeto de estudio, es decir, de la definición misma de lo que entendemos por economía (en su versión tradicional, exclusivamente aquello que se intercambia en el mercado). De manera interesante, a las primeras definiciones de economía feminista “por oposición” a la economía ortodoxa y a sus sesgos de género7 (presentes, por ejemplo, en los ensayos compilados en Beyond Economic Man [Ferber y Nelson 1993]), le siguieron reflexiones epistemológicas y filosóficas sobre la práctica en economía feminista que intentaron demarcar este campo de conocimiento por lo que “es” (Lawson 2003 ; Barker y Kuiper 2003 ; Ferber y Nelson 2003).
10Esto que la economía feminista “es” se abordó primeramente a partir de la identificación de sus temáticas propias, que contienen, aunque exceden, los “temas de mujeres” : la ya mencionada crítica a la economía del hogar beckeriana y el debate sobre los significados del trabajo no remunerado, los análisis sobre discriminación en el mercado de trabajo y la recuperación de una lectura de género sobre la historia del pensamiento económico y sobre las instituciones económicas son algunos de los temas más frecuentemente abordados8 (Meagher y Nelson 2004).
11Más adelante, y a la par del florecimiento de las temáticas sobre las que la economía feminista avanzaba realizando aportes sustanciales (macroeconomía, comercio internacional, desarrollo y subdesarrollo, “economía del cuidado” [Elson 2004]), se profundiza la reflexión metodológica y epistemológica sobre la práctica en economía feminista (la de quienes “hacen” economía feminista) que trasciende la mera dimensión temática. De esta reflexión surge el establecimiento de los contornos de la subdisciplina a partir del reconocimiento de ciertos puntos de partida comunes :
la incorporación del trabajo doméstico y de cuidados no remunerados al análisis económico como pieza fundamental del mismo ;
la identificación del bienestar como la vara a través de la cual medir el éxito del funcionamiento económico9 (por oposición a los indicadores de desempeño estándar, como el crecimiento del PIB o la estabilidad macroeconómica) ;
la incorporación del análisis de las relaciones de poder como parte ineludible del análisis económico, entendiendo que las instituciones, regulaciones y políticas nunca son “neutrales” en términos de género ;
la constatación de que los juicios éticos son válidos, inevitables e incluso deseables en el análisis económico ; y
la identificación de las múltiples dimensiones de desigualdad social – clase, etnia, generación – que interactúan con el género, reconociendo con ello que mujeres y varones no son grupos homogéneos y que las distintas dimensiones de la desigualdad se sobreimprimen y refuerzan entre sí.
12Marilyn Power (2004) llamó a este abordaje de “provisión social” (social provisioning), lo menciono, aún cuando me interesa menos enfatizar en una nueva etiqueta y más en las dimensiones definitorias de la metodología (en sentido amplio) de la economía feminista.
13No todos estos puntos de partida se enfatizan de igual manera en las producciones en economía feminista, pero aparecen de manera explícita o implícita en la mayoría de ellas. Lo interesante de estos puntos de partida es que, a excepción del primero – la incorporación del trabajo doméstico y de cuidados como pieza fundamental del funcionamiento del sistema económico –, están presentes también en la mayoría de los abordajes heterodoxos, lo que permite tender puentes con ellos. Por esto mismo, algunos autores sostienen que lo que diferencia a la economía feminista de otros programas de investigación heterodoxos es el énfasis en las cuestiones de género – la preocupación por “las persistentes y ubicuas desigualdades entre varones y mujeres que surgen de sus roles sociales diferenciales, y de relaciones de poder desiguales” (Barker y Kuiper 2003, 2) – más que diferencias epistemológicas (concepciones sobre la práctica científica) u ontológicas (concepciones sobre la “realidad”) (Lawson 2003).
14Por supuesto, estos puntos de partida constituyen una suerte de “piso” común de la producción en economía feminista. Más allá del mismo, sin embargo, existen diferentes marcos analíticos de acuerdo a las escuelas de pensamiento económico en las que las autoras abrevan (keynesianas, institucionalistas, marxistas, etc.) y diferentes agendas políticas, que las ubican más o menos cerca de posiciones radicales con respecto al capitalismo y a las vías de cambio social.10
La economía feminista desde América Latina11
15América Latina se ha caracterizado (y lo sigue haciendo) por sus inequidades y sus contrastes entre ricos y pobres, entre las zonas elegantes de las ciudades y las barriadas, entre los polos de desarrollo y la agricultura de subsistencia, entre las y los trabajadores formales y protegidos por la legislación laboral y las y los informales, entre indicadores de desarrollo humano de “primer mundo” y otros de “cuarto mundo”, entre la falta de infraestructura básica y los bares “wifi”. La región en sí misma – con su historia y lenguajes comunes – presenta diferencias marcadas en el perfil de las economías de sus subregiones (México en América del Norte, los países del istmo centroamericano, los países caribeños hispanoparlantes, la región andina, Brasil y el cono sur). La heterogeneidad entre países – en términos de estructura social, dinámica sectorial, especialización externa y funcionamiento macroeconómico – ha sido, en efecto, una característica central del desarrollo económico de la región (Benería y Gammage 2014).
16América Latina se caracteriza, también, por los contrastes en la situación de las mujeres frente a la de los varones y de las mujeres entre sí. Profundos cambios demográficos – el aumento de la esperanza de vida, el descenso del número de hijos por mujer y los cambios en las dinámicas familiares – han acompañado los progresos evidentes de las mujeres de la región en términos de acceso a la educación, de participación en el mercado de trabajo y de participación política (CEPAL 2010b ; Cerrutti y Binstock 2009). Estos progresos, sin embargo, no son completos, ya que la inserción de las mujeres en el mercado de trabajo sigue siendo menos intensa (en términos de tasa de participación) y más precaria que la de los varones (con mayor incidencia de la informalidad y menor presencia en los sectores dinámicos). Las jornadas laborales totales de las mujeres son más extensas (debido a que al trabajo remunerado se suma el trabajo no remunerado) y sus ingresos son menores en comparación a igualdad de años de educación en los hombres (CEPAL 2010b ; Atal, Ñopo y Winder 2009). También, en los últimos años se ha detectado una profundización en los patrones de más largo plazo de feminización de la pobreza en la región (más mujeres pobres entre las mujeres que varones pobres entre los varones). Siguen existiendo formas persistentes de violencia contra las mujeres que coartan su autonomía física y el ejercicio de sus derechos, a pesar de que los mismos están consagrados por las legislaciones nacionales y los acuerdos supranacionales (CEPAL 2010b ; OIG 2011).
17Detrás de estas “situaciones promedio”, sin embargo, se esconden diferencias profundas entre las mujeres de la región. Las mujeres que tienen acceso a la educación y al empleo de calidad, a la adquisición de bienes y servicios “modernos”, y al ejercicio pleno de su ciudadanía son aquellas de estratos medios y altos, y en algunos casos las provenientes de sectores populares urbanos, en general, de raza blanca. Mientras tanto, entre las mujeres de sectores rurales y urbanos de menor educación formal, afrodescendientes o indígenas sigue siendo elevada la incidencia de la falta de oportunidades de empleo (la “inactividad” o el desempleo) y de condiciones precarias de ocupación, de pobreza y de menor acceso a la protección social, aún en contextos de mejora generalizada de estos indicadores en la región (CEPAL 2010b ; OIG 2011).
18En este marco, el punto de partida para hacer economía feminista en América Latina no puede ser otro que el reconocimiento de que las diferencias de género no existen “en el vacío” y que mujeres y varones atraviesan (sufren, aprovechan, reproducen, morigeran) las desigualdades estructurales (clase, etnia) de manera desigual (Benería 2005 ; Rodríguez Enríquez 2010 ; Vásconez 2012a). Se hace así evidente que no se puede hablar de “la mujer” en la región, no solo porque nos apartamos de ciertos esencialismos teóricos, sino porque mujeres y varones se encuentran, a veces, muy igualmente ubicados en posiciones desventajosas, y otras veces, ciertas mujeres se empoderan a costa de la situación de otras mujeres. Este punto de partida pone en duda agendas y discursos que atribuyen a “las mujeres” intereses únicos y compartidos debido a que en las sociedades de la región existen muchas categorías de mujeres, cuyos intereses pueden ser contradictorios.12 Tal vez el énfasis en este punto de partida sea la particularidad de la mirada de la economía feminista desde América Latina, en contraste con la producción en economía feminista en países centrales.13
19Tomar como punto de partida las varias dimensiones de la desigualdad implica una lectura “estructuralista” del funcionamiento de nuestras economías y de la ubicación diferencial de mujeres y varones en ellas. Los análisis más frecuentes han descripto los impactos de los distintos regímenes de acumulación – y sus crisis – sobre las mujeres y sobre la desigualdad de género (Todaro 2008 ; Espino y Azar 2008 ; Esquivel y Rodríguez Enríquez 2013). Sin embargo, los análisis en economía feminista tratan de ir más allá del análisis de las consecuencias del funcionamiento económico para ubicar las inequidades de género (y otras inequidades) como determinantes del modo de funcionamiento de nuestras economías, que producen y reproducen inequidades de género, generación, etnia y clase (Vásconez 2012a ; Salvador 2012 ; Espino 2012).
20En esta mirada está implícito el entendimiento de que las causas de las inequidades que padecemos en la región son más colectivas que individuales : mientras que la mirada ortodoxa pone la lupa en las “fallas” personales y enfatiza la “igualdad de oportunidades” por sobre la “igualdad de resultados” – en lecturas en las que “igualdad de oportunidades” suele entenderse de manera limitada como “igualdad de oportunidades para participar en el mercado” (Berik, van der Meulen Rodgers y Seguino 2009) –, la mirada de la economía feminista en la región ubica el origen de las inequidades en un funcionamiento del sistema económico profundamente injusto, en el que el mercado, librado a sus propias fuerzas, refuerza y amplifica las desigualdades.
21En base a este diagnóstico, la mirada se politiza – sin haber tenido nunca pretensión de neutralidad – para reclamar políticas públicas activas (macroeconómicas, sectoriales, del mercado de trabajo, sociales) y enfatizar el rol de los Estados para moldear el comportamiento económico y contrarrestar las distintas dimensiones de la desigualdad tanto en el espacio de la producción mercantil (el que llamamos ampliamente como del mercado), como en el de la redistribución (el de las políticas fiscales y sociales). Así, los análisis basados en la economía feminista brindan un soporte adecuado para que las decisiones que se tomen en la política erradiquen las profundas inequidades de género en los aspectos materiales de la vida más básicos que persisten en la región (Vásconez 2012b).
22Un punto en el que los aportes de la economía feminista han tenido mayor impacto en la región es la incorporación del trabajo doméstico y de cuidados no remunerado, o la “economía del cuidado”, en el relevamiento de información sobre el uso del tiempo, en los análisis y el diseño de políticas sociales, y en las agendas supranacionales (por ejemplo, en los consensos de Quito [2007] y Brasilia [2010] surgidos de las Conferencias Regionales de la Mujer de esos años) (Esquivel 2011). Estas agendas buscan ir más allá de la visibilización y el reconocimiento de los aportes de las mujeres – el vocabulario de la Plataforma para la Acción de Beijing – para proponer políticas concretas de redistribución del cuidado, no sólo entre hombres y mujeres, sino entre los hogares y la sociedad (la “esfera pública” en la que se desarrollan los servicios públicos de cuidado gratuitos, los de mercado pagos, y los provistos por organizaciones comunitarias) (Esquivel 2012a ; 2013).
23Dos rasgos distinguen a la producción académica latinoamericana de la de los países del norte (en particular la literatura sajona) en este punto. El primero de ellos es la necesidad conceptual de seguir nombrando al “trabajo doméstico y de cuidados no remunerado” como tal y no sólo “trabajo de cuidados” ; en tanto en esta última definición se pierde el trabajo doméstico propiamente dicho, crucial en términos de tiempo insumido, altamente feminizado y de cuyas condiciones de provisión se deriva la posición de las trabajadoras domésticas remuneradas (Esquivel 2011). Y el segundo es la conceptualización de la “organización del cuidado”, un concepto que evidencia el comportamiento menos monolítico o “regimentado” y más fragmentario de la política social que el concepto de “régimen de cuidado”, acuñado en la literatura feminista como respuesta conceptual a los análisis de los regímenes de bienestar ciegos al género (Faur 2011 ; Esquivel, Faur y Jelin 2012).
Dos puentes entre la economía feminista latinoamericana y la economía social y solidaria
De la EF a la ESS : incorporar el trabajo doméstico y de cuidados no remunerado en la reflexión y la práctica de la ESS
24La consideración del trabajo doméstico y de cuidados no remunerado como “económico” por la economía feminista abreva en las tradiciones clásicas de valor-trabajo y se centra en la producción de personas a través de personas como crítica a la producción de mercancías a través de mercancías (Picchio 2001). En el pasado se lo llamó (y a veces se lo llama todavía) trabajo “reproductivo”, por oposición al trabajo “productivo” y para enfatizar las relaciones sociales diferenciales que se asocian a uno y otro (Esquivel 2013). Estas relaciones sociales de género adscriben unos y otros trabajos a las mujeres y a los varones, naturalizándolos como lo propio de ellas y ellos.
25Aunque se ha avanzado en quebrar este pensamiento dicotómico, enfatizando lo común de ambos trabajos – su costo en términos de esfuerzo, la producción de servicios de cuidado que contribuyen al bienestar de quienes los reciben – es tal vez en la conceptualización de sus diferencias que pueda tejerse el puente con la ESS. En efecto, para la economía feminista lo distintivo del trabajo doméstico y de cuidados no remunerado es ser trabajo de cuidados – ni la domesticidad ni la falta de remuneración, ya que el trabajo de cuidados también puede ocurrir en la esfera mercantil.14
26Los cuidados son actividades realizadas “cara a cara”, que fortalecen la salud física de quienes lo reciben, así como sus habilidades físicas, cognitivas o emocionales (Budig, England y Folbre 2002). El cuidado de las personas ocurre siempre dentro de una relación de cuidado entre quien lo proporciona y quien lo recibe (Jochimsen, Barker y Kuiper 2003). No obstante, los límites del cuidado son motivo de disputa, ya que algunos analistas toman una definición amplia y otros, una restringida. Joan Tronto (2012), por ejemplo, ha expandido la definición del cuidado a “las actividades que realizamos para mantener, continuar y preparar nuestro ‘mundo’, de manera que podamos vivir en él lo mejor posible”, no solamente incluyendo el cuidado de las personas (nosotros mismos, dependientes y no dependientes), sino también el cuidado de los objetos y nuestro entorno. En el extremo opuesto, la interpretación más frecuente de las actividades relacionadas con el cuidado en los debates en los países desarrollados se restringe al cuidado de personas dependientes, excluyendo a las no dependientes. Por ejemplo, Daly y Lewis (2000, 285) definen el cuidado como “las actividades y relaciones dedicadas a satisfacer las necesidades físicas y emocionales de los adultos y niños dependientes.”
27La materialidad del cuidado, es decir, el trabajo que como esfuerzo físico y mental, y gasto de energía requiere la provisión de cuidado, es sólo una de las dimensiones de la relación de cuidados, que conlleva, además, elementos emocionales : en la relación de cuidados siempre hay alguien que necesita de los cuidados, y un·a cuidador·a dispuesto·a a proveerlos porque siente empatía (o afecto o amor) por ese otro·a (Folbre 2004 ; Jochimsen, Barker y Kuiper 2003).
28En la conceptualización del cuidado, la economía feminista permite estallar las fronteras del hogar y su asociación con el ámbito privado porque la provisión de cuidados en los hogares es “social” – mediada por una serie de relaciones sociales y de género –, “política” – moldeada por las políticas públicas – y “económica” – necesaria para la producción y complementaria de los ingresos en garantizar el bienestar –. Por otra parte, el cuidado no es privativo de los hogares, ya que puede también proveerse por fuera de los hogares, incluso en el marco de relaciones mercantiles.
29Los “mundos del trabajo” de la economía social y solidaria ubican al cuidado como trabajo reproductivo al interior de la unidad doméstica (Coraggio 2009). Sin embargo, el trabajo de cuidado es pensado como producción para el autoconsumo. Herencia de la conceptualización polanyiana y similar a la mirada de la economía clásica, la unidad doméstica es sobre todo un sitio de consumo y es pensada como una unidad de análisis “cerrada” y “autosuficiente” (Polanyi 2001, 55 ; Hillenkamp, Lapeyre y Lemaître 2013). Las relaciones intrahogar y, en particular, la división sexual del trabajo al interior de los hogares están ausentes de la teorización.
30Lo interesante y común en ambos marcos conceptuales, la economía social y solidaria y la economía feminista, es que lo que define a los distintos trabajos es la dimensión motivacional y relacional del trabajo – que luego, además, se torna política. Al motivo de lucro del trabajo mercantil se opone la solidaridad y reciprocidad del trabajo comunitario, en un caso ; y en el otro, se le opone (o en algunos casos se le suma) la generación de bienestar de quien es cuidada o cuidado. Ambos marcos analíticos se ubican en las antípodas de la economía neoclásica, que en su entendimiento de que todo intercambio es “egoísta” y motivado por la maximización individual del lucro o de la utilidad, se extiende sobre el hogar para pensarlo como una “pequeña economía internacional”15 o para leerlo en clave de “altruismo”16.
31Pero mientras que la economía feminista se ubica allí no sólo por su postura heterodoxa, sino también por su crítica a la desigual distribución de las cargas de cuidado entre mujeres y varones que la “economía del hogar” neoclásica justifica, la economía social y solidaria no se plantea centralmente la inequidad de los roles de género en la distribución de (todos) los trabajos (Fournier, Ramognini y Papucchio de Vidal 2013).
32Como la ESS, la economía feminista pone en el centro de la discusión la reproducción social (la “sostenibilidad de la vida” en palabras de Carrasco [2001] o la “reproducción ampliada de las capacidades de todas las personas y de la calidad de sus vidas en sociedad” en Coraggio [2009]), pero lo hace poniendo en cuestión la dicotomía producción-reproducción (Picchio 2001 ; Pérez Orozco 2014). A diferencia de la ESS, sin embargo, al pensar el cuidado como económico, la economía feminista lo ubica como una dimensión de la justicia distributiva y lo politiza al proponer y demandar su redistribución (Esquivel 2011). En este sentido, la incorporación del cuidado al análisis económico desarma la igualación entre redistribución y redistribución del excedente económico (o de los ingresos), para pensar también en la redistribución de los trabajos y los tiempos.
33De manera interesante, la agenda de la redistribución de cuidados puede ser repensada en términos de la ESS. En general, la redistribución del cuidado de los hogares a la esfera “pública” se propone en términos de mercantilización/desmercantilización de acuerdo a si el cuidado es provisto por agentes privados (incluyendo dentro de los hogares a las trabajadoras domésticas) o por instituciones públicas. Nada nos impide, sin embargo, hablar de “cuidado solidario” o de “colectivización de los cuidados” si los servicios de cuidado se proveen de manera solidaria y en base a lazos de reciprocidad y cooperación (Fournier 2013 ; Sudarshan 2015). En la práctica, las experiencias comunitarias de provisión de cuidados o en servicios de cuidado provistos por organizaciones solidarias para sus trabajadores/as demuestran que el cuidado solidario es posible. Pero parece menos tangible y más “de mujeres” que la producción de bienes (o incluso que la prestación de otros servicios de proximidad) y la potencialidad de generación de ocupación de estas iniciativas, y su potencial dinamismo, no suela tomarse en cuenta.
34En efecto, es necesario incorporar al cuidado en los “principios económicos que orientan las prácticas de economía social y solidaria”, porque no es posible postular “trabajo digno para todos” y “garantía de la reproducción y desarrollo de la vida de todos” (Coraggio 2011, 385, 387) sin dimensionar quién asume los costos de provisión de ese “otro” trabajo, el trabajo de cuidados. De los análisis de la economía feminista y de la práctica feminista hemos aprendido que la invisibilización del cuidado perpetúa su desigual distribución por género, clase y raza, y que aunque el reconocimiento del cuidado no es suficiente, es un necesario primer paso. El reconocimiento del cuidado como trabajo y de la agenda de redistribución del cuidado como una agenda de justicia económica, cambiaría sustancialmente las prácticas económicas de la ESS. El cuidado ya no sería cosa de las mujeres – una obligación natural y una restricción para la participación económica – y la solidaridad en su provisión sería emancipadora en más de un sentido.
De la ESS a la EF : otros modos de relación en la producción, financiamiento y distribución
35Tal vez los debates académicos, con su énfasis en cuestionar la economía ortodoxa y sus supuestos y cierta inclinación tecnocrática que enfatiza el rol del Estado en la aplicación de políticas públicas por encima de los procesos políticos que las sostienen, expliquen por qué la economía social y solidaria está poco presente en la teorización de la economía feminista. No sólo existen pocas contribuciones que miren a la ESS “desde” la EF – podemos mencionar como ejemplo los aportes de Allard, Davidson y Matthaei (2008) o de Quiroga (2009) –, sino que en estas se ha tratado más de demostrar los solapamientos y las sinergias entre una y otra que de identificar las posibilidades de iluminar mutua y críticamente sus muchos puntos ciegos.
36Precisamente, entre los puntos ciegos que la economía social y solidaria permite identificar en la economía feminista, se encuentra la ausencia de elaboración del “sujeto económico comunitario” que no sigue las lógicas del hogar, ni del mercado, ni del Estado. Las decisiones económicas de los sujetos comunitarios tienen carácter solidario porque se basan en la reciprocidad (el intercambio de recursos equivalentes), en el marco de relaciones de poder basadas en el acuerdo y no en la competencia. Si la mirada de la economía feminista se aleja de la idealización ortodoxa del “individuo racional” para postular sujetos sexuados, diversos e interdependientes que se comportan con motivaciones más complejas que la acotada maximización de la utilidad individual (o del propio grupo), la aparición del “sujeto comunitario” resulta un ejemplo paradigmático y situado de dicha crítica (Vásconez 2012b).
37De todas maneras, según advierte Alison Vásconez (2012b, 112) “la reciprocidad grupal no asegura (y muchas veces no apoya) la equidad de género (ni de ninguna otra clase)”. En efecto, lo que en ciertas contribuciones se da por sentado – la compatibilidad de los posicionamientos políticos entre la economía social y solidaria y la economía feminista – puede no ocurrir en la práctica, pero la potencialidad de que así ocurra es valiosa. Se ha caminado en la construcción de propuestas para asegurar los derechos de las mujeres y evitar “replicar toda forma de opresión basada en género, raza, orientación sexual, clase o nacionalidad” dentro de la economía social y solidaria (RIPESS 2013). En términos de la economía feminista, es pertinente preguntarse qué relaciones de poder, asimetrías e inequidades de género se desarticulan, destronan o resignifican en las organizaciones de la economía social y solidaria (Quiroga Díaz y Gómez Corral 2013), y de qué modos estos procesos se tornan emancipadores para las mujeres en tanto ellas mismas transforman relaciones de poder desiguales (Muñoz Cabrera 2012).
38Otro punto en que la ESS brinda una perspectiva crítica a la economía feminista es sobre los niveles analíticos “micro”, “meso” y “macro” (Elson 1994). Mientras que estos últimos están definidos por los mercados a los que prestan atención (sean los mercados particulares de bienes y servicios, el mercado de trabajo o el mercado de dinero, por poner un ejemplo en cada nivel), la ESS se centra en lo local como el espacio en que los niveles analíticos previos se concretizan y en el que lo político, lo económico y lo social aparecen como inescindibles en la práctica. Lo local no es “micro” en el sentido económico más tradicional, sino una perspectiva en la que anclar los mercados, las instituciones, las relaciones sociales y la macroeconomía.
39Por último, la economía social y solidaria permite articular una crítica profunda sobre ciertos conceptos asociados al campo de “las mujeres y el desarrollo” no siempre abordados con suficientemente escepticismo por la economía feminista, como el “empoderamiento económico” de las mujeres o el desarrollo de su potencial empresarial (women entrepreneurs). Más allá de su verticalismo, el contraste con la economía social y solidaria pone en evidencia la inclinación pro-mercado y el carácter individualista, por tanto, despolitizado y despolitizante de estas iniciativas (Hillenkamp, Guérin y Verschuur 2014).
Algunas reflexiones finales
40Mal que nos pese, la economía feminista y la economía social y solidaria no son necesariamente compatibles. Por muy diversas razones, no todas las teorizaciones en economía feminista ven necesariamente la economía social y solidaria como la vía de superación del capitalismo… o incluso, que la superación del capitalismo sea posible o deseable. Y la economía social y solidaria no es necesariamente feminista en sus prácticas y en sus teorizaciones, combinando prácticas políticas progresistas con miradas tradicionales sobre las mujeres y sus roles. La solidaridad y la reciprocidad en la esfera pública (entre los hombres ciudadanos) han sido históricamente compatibles con relaciones de dominación en la esfera privada. Y cuán posible o no es la emancipación de las mujeres en el marco del capitalismo es un tema de constante debate entre las feministas (Fraser 2013 ; Pérez Orozco 2014).
41Por eso, en este artículo sólo me atreví a proponer algunos puentes conceptuales, con el objetivo de contribuir a hacer compatibles las reflexiones y agendas de la economía feminista y de la economía social y solidaria – un proyecto político que ya está en construcción.
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Notes de bas de page
2 Ver, por ejemplo, el balance regional y el relativo énfasis teórico de las presentaciones realizadas en ocasión de la Conferencia “Potential and Limits of Social and Solidarity Economy”, organizada por UNRISD y OIT en mayo de 2013 ‑papers) y Utting, van Dijk y Matheï (2014).
3 Dicho así, no muy diferente del viejo abordaje de “Género y Desarrollo”, presente también en el World Development Report 2013 : Jobs (Banco Mundial 2012).
4 Esta sección se basa en Esquivel (2012b).
5 De este “resurgimiento” dan cuenta las últimas publicaciones de CEPAL (2010a), que recuperan su mejor tradición y que se encuentran en sintonía con los abordajes económicos de un número importante de gobiernos de América Latina.
6 Por “división sexual del trabajo” se entiende la especialización de mujeres y varones en distintos tipos de trabajos, en particular aquellos relacionados con la esfera del hogar y lo privado (el trabajo reproductivo) en el caso de las mujeres ; y con el mercado y la esfera pública (el trabajo productivo) en el caso de los varones. Culturalmente construida, la división sexual del trabajo se justifica como “natural”. En las teorías beckerianas, la división sexual del trabajo surge como resultado de la “especialización” de mujeres y varones en las esferas para las que estarían mejor dotados. En el caso de las mujeres, esta especialización sería fruto de la habilidad de éstas para procrear.
7 En particular, la metáfora del homo economicus (el ser humano económico), que lejos de ser un “universal” es, en realidad, un varón blanco, joven y sano (no es mujer, no es negro/a, latino/a o migrante, ni niño/a, ni anciano/a, ni sufre de ninguna enfermedad). Un individuo así es “racional”, maximiza “su” utilidad (está solo), participa en el mercado, trabaja y genera ingresos monetarios, se endeuda, etcétera. La aplicación de esta “estilización” al análisis de la realidad económica no es neutral en términos de género (ni de clase, ni de etnia, ni de generación) (Strassmann 1993).
8 Para un listado de las temáticas más comunes tratadas por la economía feminista, ver por ejemplo Peterson y Lewis (1999).
9 En la literatura española, estos dos primeros puntos de partida se nombran como la centralidad del “sostenimiento de la vida” (Carrasco 2001).
10 Ver por ejemplo Pérez Orozco (2014) para una revisión de las distintas posturas políticas en la economía feminista.
11 Esta sección se basa en Esquivel (2012b).
12 Esto implica una insistencia en los particularismos por sobre las características comunes, lo que posiblemente genere dificultades para la construcción de agendas feministas consensuadas y “de abajo hacia arriba”.
13 No es que en los países centrales no exista producción de este tipo (los aportes en la literatura postcolonial son un ejemplo de ello [Barker 2005]), sino que no es el enfoque predominante.
14 Para una explicación de las diferencias y similitudes entre los diversos conceptos (trabajo doméstico, trabajo reproductivo, trabajo no remunerado, trabajo de cuidados) ver el detalle en Esquivel (2013).
15 Me estoy refiriendo aquí a los modelos del hogar neoclásicos (exchange models of the household), que aplican el marco analítico de la teoría del comercio internacional tradicional… al hogar (ver por ejemplo Apps 2002).
16 Paradojalmente, el altruismo neoclásico es “egoísta” : el·la altruista deriva satisfacción personal (utilidad) del bienestar de otros·as. Para una crítica, ver Folbre (2008, 32).
Auteur
Valeria Esquivel a rejoint l’UNRISD en 2014 comme Coordinatrice de recherche en genre et développement. Auparavant, elle a mené une longue carrière académique en Argentine, à l’Université Nationale General Sarmiento et au Conseil national de recherche scientifique et technique – CONICET. Elle possède une licence en économie de l’Université de Buenos Aires et un master et un doctorat en économie de l’Université de Londres. Comme économiste féministe reconnue au niveau international, elle a travaillé, entre autres thèmes, sur la conceptualisation de l’« économie du care », sur l’insertion des femmes dans le marché du travail, sur la conception, la réalisation et l’analyse d’enquêtes d’usage du temps, publiant des chapitres de livres et des articles à diffusion nationale et internationale. Elle est membre du réseau GEM LAC, le groupe d’économie et genre d’Amérique latine, de l’Association Internationale pour l’économie féministe (IAFFE) et de l’Association internationale pour la recherche sur les emplois du temps (IATUR), entre autres.
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