Cap. 14. “El Perú es un país suspendido en un trauma que seguimos arrastrando”
Entrevista a Diego Trelles Paz
p. 298-307
Texte intégral
—¿Qué fue lo que te motivó a trabajar el tema de la violencia política peruana y a elaborar finalmente un proyecto de trilogía?
Diego Trelles paz—La violencia política ha estado presente en todo lo que he escrito. No inicia con Bioy [2012] ni con el proyecto de la trilogía. En mis dos primeras obras (Hudson el redentor [2001] y El círculo de los escritores asesinos [2005]) es una presencia oblicua que funciona en distintas direcciones. No solo contextualiza (es muy raro que no haya un contexto temporal y espacial en mis ficciones), también funciona como telón de fondo: es una presencia que genera atmósferas de inestabilidad o incertidumbre tanto en los personajes como en su entorno. La motivación imagino que siempre ha sido la vivencial, pero también responde a una búsqueda personal por entender lo que nos pasó, lo que nos sigue pasando. Creo que los temas de una obra, en tanto proyecto literario y de vida, son los que persiguen al escritor y no al revés. Cuando empecé a escribir, nada de eso estaba claro.
—¿Podrías precisar un poco más la idea de lo vivencial en tu motivación?
D. T. P. —Mi decisión de convertirme en escritor también estuvo motivada por mi experiencia personal. Señalaba que los temas de una obra son los que persiguen al escritor y no al revés, porque cuando empecé a escribir no tenía conciencia del poder y la urgencia que tendría más adelante lo vivido. Cuando el conflicto estalla, yo apenas tengo tres años, pero está claro que crecí y me formé bajo las secuelas y los códigos de supervivencia que imponía la misma violencia en el Perú, pese a que nunca fui víctima directa de una guerra que duró hasta que cumplí los dieciséis. En adelante, a partir de 1992, toda mi juventud la viví en dictadura. Y es durante esta época que descubro y acepto formalmente que me dedicaría a escribir. Ese instante en que la vivencia pasó a ser el motor de mi proyecto creativo es difuso. La violencia política siempre estuvo presente en lo que escribía, incluso antes de publicar, pero la conciencia real de aceptarlo como motivo literario y de embarcarme en ese trabajo que implicaba hurgar en mi propia memoria tardó un poco en llegar.
—¿Cómo sitúas tus novelas dentro de una tradición de “literatura de la violencia”? ¿Estas se ubican en diálogo o confrontación con alguna tradición anterior, tanto nacional como americana? ¿Cuál ha sido la influencia de autores como Puig o Bolaño en la arquitectura de las intrigas? ¿De Cormac McCarthy sobre el tratamiento de la violencia extrema?
D. T. P. —La literatura de la violencia en el Perú es muy rica y variada y existe desde el mismo conflicto interno no solo producida en español. Sin embargo, explota comercialmente a mediados de los noventa a través de los premios literarios españoles y la subsiguiente ceguera académica de los Departamentos de Español y Literaturas Hispánicas en Estados Unidos y Europa que hacen un corpus sobre la base de estas obras premiadas, como si hubieran inaugurado algo parecido a un género. El problema no es la producción sino la precaria investigación y una lectura incompleta de todo el proceso. Parece contradictorio lo que digo porque Bioy llega a publicarse gracias a un premio de la editorial española Destino, pero no lo es tanto si apreciamos su planteamiento. Desde el inicio supe que para hablar del horror de la guerra en el Perú era imposible ser complaciente. Fue una decisión ética y estética. No me interesaba la versión cosmética y digerible de algo que había sido de una violencia perversa y escalofriante. Si el lector abandonaba la lectura, pues yo preferí sugerírselo desde el inicio a manera de advertencia. Era eso o correr con el riesgo de ser confrontado e interpelado por una realidad que muchos peruanos siguen prefiriendo olvidar. Cormac McCarthy, en este sentido, es muy importante porque nos acerca a la violencia más extrema sin perder el pulso narrativo, con la sutileza de los iluminados. La gran literatura puede contar hasta lo más pavoroso con una belleza que nos conmociona. Y esa era la clave. En cuanto a Puig y Bolaño, ambos son autores que he leído y estudiado con cuidado. Ambos produjeron una obra consistente y de alto vuelo que sirvió para resistir todo el férreo andamiaje de la LITERATURA –así con mayúsculas–, que en América Latina había marcado unos parámetros algo cerrados para definir lo que valía la pena y era escribible. Puig, en este sentido, fue clave para entender cómo la resistida y vilipendiada cultura popular podía generar gran literatura. Y Bolaño, que leyó muy bien a Puig y nos redescubrió a tantos otros que habían quedado algo rezagados, reinventa la forma de narrar desde la aparente simpleza, pero también de aproximarse a temas, escritores y géneros literarios que eran tomados por menores o dignos de minorías.
—El cine es una gran inspiración en tus novelas, que retoman el lenguaje de la edición y la fotografía; y la violencia es sumamente gráfica (sobre todo en Bioy). ¿Cómo planteas la representación de la violencia? ¿Tienes reservas éticas sobre lo que debe y no debe ser mostrado?
D. T. P. —Más que un planteo deliberado de la violencia, suelo concentrarme en lo que subyace de algunos hechos que suelo extraer de la realidad –es decir, que son factuales–, y cuya violencia me resulta chocante e inexplicable. Conversando con algunos lectores de Bioy en distintas partes de Francia, algunos me preguntaban por qué era tan fuerte, cuál era la necesidad de esa violencia que algunos consideraban gratuita. Me di cuenta que esto no me había sucedido en las presentaciones en América Latina. En el Perú, por ejemplo, pese a que no había dejado indiferente a nadie, lo narrado estaba como normalizado y era perfectamente posible y verosímil que tuviera esa ferocidad. Era aceptado o rechazado, pero no porque fuera gratuito. La gratuidad parte de una impostación. Es un efecto de choque que considero vacío. La representación de la violencia en Bioy tenía que ser absolutamente coherente con su referente. De muchas maneras, el viaje de la novela es catártico.
—¿Y por qué haber tomado un lenguaje cinematográfico para la descripción de la violencia? ¿Hay algo en la imagen visual que legitime o modifique el modo de representación para ti?
D. T. P. —Mi formación universitaria en Lima fue cinematográfica, no literaria. Nunca fui a un taller de escritura ni nada parecido. Pero antes de todo eso, desde muy joven, luego de jugar fútbol en la calle o de salir con los amigos, hacía dos cosas con mucha disciplina: leer libros y ver películas. Y estaba también la música. Tuve una banda por varios años y escribía en una revista de música alternativa que se hizo conocida porque llegó a tener treinta ediciones, lo que en el Perú es una proeza. Esta pequeña digresión me sirve para responder la pregunta porque me doy cuenta de que lo que siempre me ha interesado es narrar. La literatura se produce con palabras, pero debe tener imágenes y música y plasticidad poética, y todo aquello que nazca genuinamente de tu propia sensibilidad, siempre y cuando esté al servicio de la historia, es decir, de la narración. No se trata de aglutinar técnicas y disciplinas porque el peligro siempre es la impostura. Es cierto que en Bioy la violencia a veces es representada con recursos propios del cine cuando el punto de vista emula el de una cámara que se mueve y registra, o los diálogos tienen la forma de guiones de cine, pero esto no solo ocurre en las partes duras de la novela. El mismo planteamiento sugiere al inicio que hay más de un narrador y que uno de ellos, el que va detrás del omnisciente y de los protagonistas y testigos, es una suerte de cámara. Todos estos detalles técnicos son herramientas y su principal objetivo es pasar desapercibidos o, por lo menos, no interrumpir la narración. Más que legitimar la representación, lo que me interesaba era acercarme lo más que pudiera al horror, a la narración de este horror vivido en el Perú, aunque fuera insoportable.
—Muchos escritores han realizado un trabajo previo de investigación y recurrido en particular a los archivos de la CVR para construir sus obras en torno al conflicto armado interno. ¿Qué fuentes utilizaste para la elaboración de Bioy y La procesión infinita? ¿Nos podrías contar cómo estas lecturas te inspiraron o ayudaron a plantear el contexto de tus novelas?
D. T. P. —No suelo plantear mis obras a partir de un trabajo de campo previo. Ni Bioy ni La procesión infinita partieron de algo relacionado específicamente con el conflicto. De hecho, Bioy estaba destinada a ser una nouvelle sobre un policía corrupto convertido en delincuente en el Perú y el modelo sobre el cual me había inspirado era Bad Lieutenant, una película de Abel Ferrara con Harvey Keitel que me tenía medio perturbado. Pero luego me di cuenta de que esa casita se iba transformando en un edificio de múltiples pisos y que, finalmente, el tema de la violencia política saldría de los márgenes de mi literatura para tomar el centro. De esa manera, en el largo proceso de escritura de Bioy, surgió la idea de la trilogía. Nada fue premeditado. Con La procesión infinita fue un poco más consciente, pero de nuevo, el punto de inicio fue una experiencia personal que fue tomando cuerpo y transformándose en la historia de una traición en el contexto de la dictadura fujimorista. El trabajo de investigación, en ambos casos, se dio en el mismo proceso de escritura. Bioy tiene fuentes escritas, además del Informe de la Comisión de la Verdad del cual recrea algunos hechos, algunas lecturas importantes fueron Muerte en el Pentagonito de Ricardo Uceda y un nutrido conjunto de ensayos de distintos autores, entre los que destaco el trabajo del antropólogo Carlos Iván Degregori. Hubo también trabajo de hemeroteca (físico y virtual) para las fuentes de prensa y audiovisuales, y también algunas pocas entrevistas. En La procesión infinita las fuentes orales fueron predominantes. Conocía la historia del estudiante de la Universidad Católica, Ernesto Castillo Páez, y de su primo José Abel Malpartida Páez, ambos desaparecidos por los militares durante la dictadura, pero fueron los testimonios de compañeros suyos dentro del mismo PUM (Partido Unificado Mariateguista) los que realmente me sirvieron para recrearla con otros nombres.
—A vísperas de la llegada del bicentenario y a 40 años del inicio del conflicto armado, el Estado peruano busca proyectarse como “un país reconciliado, dialogante y en paz”. ¿Cómo ves el tema de la reconciliación nacional planteada a partir de la CVR en la agenda estatal y retomada en momentos cruciales de la coyuntura política? ¿Crees que la reconciliación queda pendiente? Si es así, ¿de qué tipo y cómo podría construirse?
D. T. P. —Ya desde el título, una de las ideas principales de La procesión infinita es el duelo no resuelto. Considero que el Perú es un país suspendido en un trauma que seguimos arrastrando. Mucha gente simplemente prefiere no recordar, pero eso solo tapa subrepticiamente el vacío que nos impide realizar el trabajo de duelo. No solo no ha sido posible la reconciliación nacional, sino que, veinte años después de la transición, la democracia sigue endeble y amenazada por los mismos grupos de poder que apoyaron la dictadura. Pese a que se mantienen algunos espacios públicos destinados a la reflexión y al diálogo, como el memorial del O jo que Llora y el LUM (Lugar de la Memoria, la Tolerancia y la Inclusión Social), ambos han sido periódicamente atacados física y simbólicamente, y los ministros de Cultura han sido incapaces de contener esa narrativa que cuestiona su existencia. El mismo Estado y distintos grupos políticos tienen un doble discurso que no respeta el Estado de derecho cuando se trata de excarcelar a los subversivos que ya cumplieron con su condena. Periódicamente, y sin importar quién esté en un Gobierno que hace cuarenta años es de derechas, el Estado peruano deja constancia del desprecio que siente hacia los ciudadanos condenados por terrorismo y vulnera sus derechos tanto en vida como después de muertos. Es como si se estuvieran proscritos junto con sus familias eternamente. Por otro lado, los responsables políticos y los militares que ejecutaron a los presos rendidos en El Frontón siguen libres. Una política gubernamental responsable de reconciliación nacional debe oponerse a esa narrativa tramposa que busca negar hasta la nomenclatura para designar al conflicto interno y solo acepta presentarla como la respuesta de las Fuerzas Armadas contra el terrorismo. Lo cual es falso porque el Estado combatió a Sendero Luminoso con las mismas armas que lo llevaron a violar sistemáticamente los derechos humanos. Mientras no aceptemos oficialmente que hubo terrorismo civil y terrorismo de Estado en la guerra interna del Perú, no creo que sea posible reconciliarnos.
—Paralelamente a la escritura ficcional, tus intervenciones públicas en torno a la coyuntura política peruana han sido una constante. ¿Te calificarías a ti mismo como un “intelectual comprometido”? ¿Qué realidad y consecuencias tiene esta figura en el Perú contemporáneo?
D. T. P. —No me calificaría como un “intelectual comprometido” por las implicancias que tiene ese adjetivo. Me siento más cómodo pensándome como un escritor que es también una persona pública y que participa en el debate político expresando y defendiendo sus convicciones. En otras ocasiones me han preguntado si me siento un “escritor político” y siempre he respondido tajantemente que no. La literatura que busca persuadir al lector para tomar una determinada posición política me parece tramposa y, en muchos casos, mediocre. Las consecuencias de estar a la izquierda en un país orgullosamente de derechas como el Perú son evidentes porque no existe nada parecido a la pluralidad. Tenemos casi un monopolio de medios que pertenece a una sola familia y que acalla abiertamente la voz de los que disienten.
—Esta idea de no sentirte un “escritor político” me parece muy interesante: objetas la dimensión panfletaria o dogmática de la literatura, pero pareces asumir totalmente su función de “inquietadora”, para retomar el neologismo de Gide, que también es una función política.
D. T. P. —La literatura, efectivamente, debe generar inquietud, molestia, agitación. Mover y conmover. Ser convulsiva, como decía André Breton. Un escritor, cualquier artista, no debe apuntar nunca a la superficie, su dominio es el del topo. Teorema de Pasolini es una de mis películas favoritas.Si uno tuviera que hacer una breve sinopsis de ella, sería imposible no señalar que la historia del hombre extraño que llega a la casa de una familia burguesa para evidenciar sus grietas hasta destruirla sin ningún tipo de violencia es profundamente política. El panfleto, la literatura expresamente militante, solo sirve para adoctrinar, y el adoctrinamiento no sirve en el arte.
—En La procesión infinita abordas el tema de la distancia y el desarraigo. ¿En qué medida tu experiencia en el extranjero (Estados Unidos primero, Francia ahora) ha modificado tu mirada sobre el Perú contemporáneo?
D. T. P. —Cuando salí del Perú tenía veintiún años y no deseaba otra cosa más que irme. Como toda la gente de mi generación, tuve el triste privilegio de pasar mi infancia y mi juventud entre la guerra y la dictadura. Adquirí la conciencia de la escritura durante la segunda. Siempre tuve claro que mi experiencia como clasemediero de Lima no tenía nada que ver con la de miles de víctimas de la guerra que descubrieron el horror absoluto en medio de un improvisado campo de guerra. Nosotros, los toque de queda, los “coches bomba”, los asesinatos selectivos en la capital, los apagones, la durísima crisis económica. Y nos fuimos acostumbrando a esa extraña forma de vida en la cual la radio a pilas y las velas eran nuestra compañía desde el atardecer. Hace más de veinte años que dejé el Perú, pero sigo sintiendo que nunca rompí ese cordón umbilical. A veces me hubiera gustado hacerlo, pero nunca me atreví. Estados Unidos y Europa, que no son solo una distancia geográfica, me ayudaron a entender y a escribir desde la distancia prudente. Nunca en mi vida, sin embargo, he dejado de sentirme peruano y no sé si eso es un castigo porque hay demasiadas cosas de mi país que siguen chuecas y que me siguen afectando como si nunca me hubiera ido. Uno es lo que siente y, para bien o para mal, yo me siento peruano.
—¿Piensas que desde la publicación de Bioy en 2012 la recepción crítica y pública de la literatura del conflicto armado ha cambiado?
D. T. P. —Pensando en el Perú, por un lado, observo las mismas taras de una disputa política que trasladaron a la literatura los críticos y escritores que promueven la idea de que la literatura del conflicto armado debe ser dominio exclusivo de un grupo y una clase social específicos. Ese debate público que se dio periódicamente en un diario entre autores “provincianos” y “criollos”, luego de un congreso de peruanistas en Madrid, sirvió para transparentar una tajante división ideológica que se volvió lamentable cuando los provincianos terminaron siendo “terruqueados” y los capitalinos, “pituqueados”. Por el otro lado, lo primero que me sorprendió y me desagradó profundamente, ni bien le dieron el premio a Bioy, fueron las preguntas de cierto periodismo peruano sobre si había escrito la novela pensando en ganar un premio en España. Yo venía de un proceso muy largo y duro de escritura y la búsqueda de una editorial en España había sido difícil porque la novela gustaba, pero pocos querían arriesgarse a publicarla: “no sabemos cómo venderla”, nos decían. Esa idea materialista, pragmática y utilitaria, es decir neoliberal, del quehacer creativo solo ha empeorado con la tecnología, la filosofía extendida de las prácticas y los negocios low cost y el capitalismo literario. Y esto fue perjudicial para la literatura del conflicto armado, sobre todo con la recuperación de la llamada “literatura de autoficción” que trasladó al mercado la idea de que también es posible hacer buenos libros y venderlos en los supermercados expiando públicamente la tragedia privada a través de la estandarización periodística del lenguaje literario. En cuanto al público, me parece que sí existe por lo menos curiosidad pese a que una gran parte de los peruanos prefiere voltear la página. La idea fuerza del capitalismo de la tabula rasa, de privilegiar la amnesia en pos de la mercantilización de todo lo soñado, ganó mucho terreno. Con todo y eso, en las diferentes artes hay un fuerte impulso por revisar el pasado para entender el presente, pero nunca hay que perder de vista que el arte tiene un costo real en un país de pobres donde las aspiraciones también pasan por endeudarse para comprar el último móvil. Agregaría a todo esto un hecho positivo: los investigadores literarios, sobre todo los jóvenes, están haciendo un trabajo serio y valioso sobre el tema dentro y fuera del Perú: enmiendan, de alguna forma, esa falsa idea de que la literatura de la violencia política se origina con las premiaciones en el exterior. Y los estudios críticos también se enriquecen abordando esta literatura de forma interdisciplinaria. El corpus que había impulsado el mercado afortunadamente se ha ido modificando.
Auteurs
Es licenciado en Cine y Periodismo por la Universidad de Lima, magíster en Teorías y Prácticas del Lenguaje y de las Artes por la EHESS en París, y magíster y doctor en Literatura Hispanoamericana por la Universidad de Texas en Austin. Ha publicado los libros de cuentos Hudson el redentor [Lima, 2001] y Adormecer a los felices [Barcelona, 2015], el ensayo Detectives perdidos en la ciudad oscura. Novela policial alternativa latinoamericana. De Borges a Bolaño [Lima, 2017; Premio Nacional de Ensayo Copé 2016], y las novelas El círculo de los escritores asesinos [Barcelona, 2005], Bioy [Barcelona, 2012; Premio Francisco Casavella y finalista del Premio Rómulo Gallegos 2013] y La procesión infinita [Barcelona, 2017; finalista del Premio Herralde]. Sus obras se han traducido al francés, inglés, italiano y húngaro. Ha sido profesor de literatura, cine, comunicaciones y estética en Binghamton University (New York), la Pontificia Universidad Católica del Perú, la Universidad de Lima y la Université de Caen. En el 2019 recibió la Bourse d’écriture du Centre National du Livre (CNL) por su nuevo proyecto de novela. Actualmente reside en París.
Su investigación se centra en la literatura contemporánea acerca de la violencia política en el Perú y en España. Es asimismo magíster en Literatura Comparada por la Escuela Normal Superior de Lyon. Actualmente es profesor de francés en una escuela secundaria.
Profesora de Antropología en el Institut des Hautes Etudes de l’Amérique Latine (IHEAL, Université Sorbonne Nouvelle). Es investigadora en el CREDA e investigadora asociada del Instituto Francés de Estudios Andinos (IFEA). Sus campos de investigación se encuentran en Perú y en España (principalmente en Apurímac y Navarra) y se centran en la gestión política e íntima del posconflicto en estos dos países. Como becaria posdoctoral de las Acciones Marie Sk-Curie en el Institut de Sciences Politiques Louvain-Europe (ISPOLE) ha trabajado en las políticas de reparación y en el tratamiento de los cuerpos exhumados de las fosas comunes en el mundo hispanoamericano. Fue ganadora del Premio de Tesis del Instituto Varenne en el 2016, la cual fue publicada bajo el título De pierres et de larmes. Mémorialisation et discours victimaire dans le Pérou d’après-guerre [LGDJ, 2016]. Fue miembro científico de la Casa de Velázquez (2016-2017) y ganadora del Fondo Françoise-Marie Peemans de la Real Academia de Bélgica en el 2019.
Especialista del Perú y de las sociedades andinas quechuas donde desarrolla sus investigaciones de campo desde hace más de dos décadas, Valérie Robin Azevedo es doctora en Antropología Social (Universidad París Nanterre, 2002) y licenciada en Lengua y Cultura Quechua (INALCO de París, 2003). Se desempeña actualmente como profesora principal en la Universidad de París y es miembro del laboratorio URMIS. También enseña en el diplomado de quechua del INALCO. Es corresponsable del proyecto de investigación Transfunerario (2020-2023), sobre rituales colectivos de reinhumación en contextos posconflicto. Su último libro en castellano Los silencios de la guerra. Memorias y conflicto armado en Ayacucho-Perú salió con La Siniestra Editores [2020].
Magíster en Estudios Hispánicos por la ENS de Lyon y en Estudios de Género por la Universidad Paris 8, cursa actualmente un doctorado en Estudios Hispánicos (Paris 8) y una licenciatura en Lengua y Cultura Quechua (INALCO). Es miembra del LER, miembra asociada del CERLOM y forma parte del Laboratorio Junior VisaGe. Actualmente se desempeña como profesora-investigadora (ATER) en estudios hispánicos en la Universidad Gustave Eiffel. Es corresponsable del seminario “Género y feminismos en las Américas Latinas” (EHESS/Paris 8) y responsable del proyecto virtual y museográfico “Warmikuna - Voces, rostros y memorias". Su tesis en curso se titula “Género, violencias y memorias en los relatos del ‘post-conflicto’ armado peruano (2000-2017)” y obtuvo el Premio de la ciudad de París para los estudios de género (2020). Sus investigaciones portan sobre género, violencia política, literatura peruana (español y quechua) y feminismos latinoamericanos.
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