Cap. 4. Antígona en Comas: Administrar difuntos incómodos o las paradojas de las reparaciones posconflicto
p. 86-106
Texte intégral
Introducción
1Sábado 29 de diciembre de 2018: el Perú amaneció con los medios de comunicación transmitiendo en vivo la demolición del “mausoleo terrorista”, en un cementerio del barrio popular limeño de Comas. Las máquinas demoledoras demoraron menos de dos horas en tumbar esa edificación que albergaba los huesos de ocho senderistas. Con un imponente resguardo policial, el alcalde dirigió la operación de traslado de los féretros hacia tumbas individuales cuya ubicación era desconocida por sus familiares. Asistir a la destrucción de un edificio fúnebre en un campo santo resulta impactante, más aún cuando se vuelve un espectáculo mediático en el que los familiares en llanto y arrinconados en la puerta del cementerio son impedidos de presenciar el traslado. Pero el alcalde no estaba infringiendo ninguna ley. Su accionar fue posible gracias a la promulgación, unas semanas antes, de una norma de la Ley de Cementerios con el fin explícito de demoler dicho mausoleo.
2Quisiera destacar aquí en qué medida este evento cierra otro penoso episodio de “pánico moral”, lo que nos revela sobre las dificultades del Perú para proyectarse como sociedad posconflicto, a casi tres décadas de la captura de Abimael Guzmán y de la cúpula senderista. Sugiero que el sepelio de esos cuerpos “indeseables”, asociados a la figura aterradora del “terrorista”, pone en tensión y en situación límite la retórica supuestamente consensual y el enfoque humanitario de las políticas de reparaciones relacionadas con la búsqueda de personas desaparecidas y al entierro digno de los difuntos del conflicto armado interno. De hecho, los muertos enterrados en el “mausoleo” de Comas no encajan con el modelo hegemónico de la víctima “inocente” y despolitizada promovida por la justicia transicional, y que se aplicó en el Perú, pues se trata de militantes senderistas. Además, sus familiares son miembros de la Asociación de Familiares de Desaparecidos y Víctimas del Genocidio (Afadevig) y/o del Movimiento por la Amnistía y los Derechos Fundamentales (Movadef), agrupaciones consideradas como “filosenderistas”. Los restos aquí presentes corresponden a los de algunos de los presos amotinados y ejecutados extrajudicialmente en el penal limeño de El Frontón en 1986. Estos fueron exhumados a partir de 2003, a raíz de un fallo de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH) que instó al Estado peruano a devolver los restos de los cuerpos a sus familiares. Finalmente, nos interesa recalcar de qué manera este evento también ilustra con nitidez la compleja y difícil relación entre duelo, nación y ciudadanía que sigue atormentando al Perú respecto de su “pasado que no pasa”.
3Al identificar al grupo maoísta Sendero Luminoso como responsable del 53.68 % de las víctimas fatales, y aunque la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR) resalta violaciones masivas a los derechos humanos y crímenes de lesa humanidad cometidos por las Fuerzas Armadas, el Perú no reproduce el clásico esquema latinoamericano en el que los agentes estatales son los perpetradores mayoritarios del período de violencia política que asoló al país entre 1980 y 2000. El registro oficial de muertos es de 69,280, mientras el de los desaparecidos ronda hoy los 21,000, en su mayoría campesinos oriundos de la sierra sur-central del país. Las exhumaciones de sitios de entierro se han multiplicado a partir de la instalación de la CVR. Desde ese momento, priorizar su dimensión humanitaria ha ido ganando fuerza. La idea es que los cuerpos no solo sean apreciados como pruebas judiciales sino considerados como elementos claves para procesar el duelo y ser entregados rápidamente a sus familiares para inhumarlos. La Ley de Búsqueda de Desaparecidos [2016] va en este sentido. Su finalidad es dar respuesta a los familiares y que estos puedan otorgar un “entierro digno” a los restos recobrados de sus desaparecidos. Este proceso se imparte de forma independiente, y no contradictoria, a la apertura de una investigación judicial si los familiares desean indagar sobre los responsables o si autoridades lo demandan “de oficio”. Desde la exhumación en el 2003 de la masacre senderista de Lucanamarca, las devoluciones de cuerpos realizadas en Ayacucho han reproducido romerías que se asemejan a peregrinaciones en las que se puede observar a grupos de personas desfilando por el centro de la ciudad con los ataúdes de sus familiares a cuestas. El recorrido callejero otorga así “espectacularización”, reconocimiento y legitimidad social a la performance oficial [Robin Azevedo, 2021]. Más allá de la retórica sobre el “entierro digno”, la apropiación política del cuerpo exhumado como capital simbólico y político otorga a los familiares de las zonas andinas marginadas protagonismo público en sus reclamos ante el Estado por acceso a reparaciones, siempre y cuando su condición de víctima no sea cuestionada. Pero no todas las exhumaciones ocurren en los Andes ni conciernen solo a poblaciones rurales consideradas indígenas. Es el caso que analizaremos a continuación, en torno al sepelio colectivo de senderistas calificado por la prensa y la clase política como “apología del terrorismo”.
Construcción de la víctima legítima
4Un acápite previo sobre la construcción jurídica y política de la figura de víctima del conflicto armado en el Perú permite entender lo que buscamos plantear aquí. La CVR forjó el retrato arquetípico de una víctima “entre dos fuegos”: principalmente indígena (por el alto porcentaje de locutores de quechua o de otro idioma nativo entre los fallecidos) y siempre inocente [Robin Azevedo & Delacroix, 2017]. A este efecto, resultó imprescindible callar cualquier afiliación ideológica y neutralizar la identidad política de los difuntos exhumados y de sus familiares. En este sentido, la fuerza de la retórica de la categoría jurídico-política de “inocentes” en la historia penal peruana reciente ha sido bien analizada por Marie Manrique, quien recalcó que existe “un discurso que privilegia la idea de que la única manera de demandar los derechos es desde una posicionalidad de inocencia” [Manrique, 2014, pp. 70]. De hecho, la condición de “víctima inocente” constituye el foco de atención prioritario y de aplicación exclusiva de las políticas de reparaciones estatales en el Perú contemporáneo.
5Por su parte, Julie Guillerot & Lisa Magarrell [2006] y Lisa Laplante [2008] subrayaron los límites de las políticas de justicia transicional y de reparaciones implementadas en el Perú, donde impera la controvertida doctrina de “manos limpias”, según la cual la conducta anterior de la víctima es uno de los factores que determina sus derechos, y trae como corolario la exclusión de los subversivos del reconocimiento como víctima. Guillerot & Magarrell [2006] apuntan a que los integrantes de la CVR pensaron que la inclusión de los subversivos como beneficiarios hundiría su propuesta de plan de reparaciones, al ser rechazado por la opinión pública. Sin embargo, las autoras también señalan que:
“No hubo mayor reflexión sobre la decisión de incluir o no a miembros de las Fuerzas Armadas y la Policía Nacional, a pesar de que estos grupos también cargaban con un alto porcentaje de las violaciones documentadas por la CVR, pues su lucha en general se consideraba legal y legítima a pesar de las violaciones”. [Guillerot & Magarrell, 2006, pp. 142]
6Consideran así que el concepto de “manos limpias” no debería plasmarse en el diseño de un programa de reparaciones y la definición de víctima debería excluir cualquier consideración sobre la conducta ilegal y/o inmoral de una persona lesionada debido al principio de no discriminación, uno de los pilares de los derechos humanos y del derecho humanitaria internacional.
7Sin embargo, el criterio de inocencia y culpabilidad se volvió una base política y no legal para determinar quién merece reparaciones y, por ende, quién puede beneficiarse de una protección completa de sus derechos humanos fundamentales [Laplante, 2008, pp. 69]. Así, el artículo 4 de la Ley No 28592 [2005] del Plan Integral de Reparaciones (PIR) estipula que una persona vinculada a “grupos terroristas” (Sendero Luminoso o el MRTA), incluso ejecutada extrajudicialmente por agentes del Estado, no puede inscribirse en el Registro Único de Víctimas (RUV). Por ello, la imagen de “víctima inocente” no solo logró un reconocimiento social y político exclusivo sino que acabó legitimando la “desvictimización” de los subversivos asesinados. De allí que la violación de sus derechos humanos sea relativizada en amplios sectores de la sociedad peruana por el daño asociado a su accionar durante el conflicto armado.
Exhumaciones y sepelio de los presos de el frontón
Matanza de los penales y destino póstumo de los cuerpos
8El 4 de agosto de 2016, la Fiscalía entregó los restos de siete de los 22 cuerpos hasta ahora identificados del caso El Frontón a sus familiares. Este caso es conocido por ser parte de la famosa “matanza de los penales” que incluyó a varias cárceles limeñas amotinadas (Lurigancho, Callao y El Frontón). En el debelamiento del motín del penal de la isla El Frontón, entre el 18 y 19 de junio de 1986, 132 internos procesados por terrorismo, en su mayoría miembros de Sendero Luminoso, perdieron la vida. Apenas unos 30 presos sobrevivieron. El presidente Alan García había encargado a las Fuerzas Armadas retomar el control de los penales, declarados “zonas militares restringidas”. La Marina utilizó explosivos de alto poder contra los amotinados y demolió el Pabellón Azul donde se habían refugiado los insurrectos. Muchos murieron aplastados. Pero todos los presos no murieron en el enfrentamiento o en las explosiones. Varios fueron ultimados después de rendirse. Luego de agotar los foros jurisdiccionales nacionales, los familiares de Nolberto Durand Ugarte y Gabriel Ugarte Rivera denunciaron ante la Corte IDH su ejecución extrajudicial. En 2000, la Corte IDH finalmente condenó al Estado peruano a reparar a los familiares, con una mención específica respecto a los cadáveres: “El Estado está obligado a hacer el esfuerzo para localizar e identificar los restos de las víctimas y entregarlos a sus familiares”.
9Desde entonces, el Estado peruano –que volvía a cumplir con acuerdos internacionales y reglas democráticas luego de la huida del presidente Alberto Fujimori– empezó a buscar dichos cuerpos “desaparecidos”. En efecto, los cuerpos de Ugarte y Durand como del resto de presos ejecutados o muertos en el bombardeo habían sido diseminados por los militares en los días posteriores a la matanza, por varios cementerios de la ciudad de Lima y de la costa, sin que los familiares supieran inicialmente donde habían sido sepultados. En este contexto se abrió una investigación penal contra los marinos implicados en las ejecuciones extrajudiciales. En 2005, el Ministerio Público restituyó por primera vez cinco cuerpos a sus familiares; en 2012, otros nueve y, en abril de 2016, uno más. Con los siete últimos de agosto de 2016, 22 cuerpos han sido entregados hasta ahora.
10En total, los restos humanos de unos 90 presos de El Frontón fueron desenterrados y llevados al Instituto de Medicina Legal (IML) de Lima en 2003, por un equipo forense ad hoc. Pero todos los cuerpos no fueron identificados. El Ministerio Público adujo la falta de recursos para mandar realizar las pruebas ADN y las dificultades surgidas por el grado de deterioro de los restos debido al bombardeo de la isla. Muchos familiares reclaman desde entonces la restitución de los restos de sus deudos que permanecen arrinconados en el IML.
Siguiendo (casi) las pautas de las entregas y romerías andinas
11Cumpliendo con el fallo de la Corte IDH –y como ya lo había hecho en 2012 al entregar nueve cuerpos–, la fiscal Ibáñez a cargo de la acusación penal contra los militares implicados en la matanza dirigió, en agosto de 2016, la ceremonia de entrega de los restos identificados, expresando su pesar a los familiares en nombre del Estado peruano:
“Vamos a entregar y restituir dignamente a sus familiares las siguientes personas víctimas en este proceso. [...] Tiene que haber aquí un componente de restitución digna. Toda víctima, en un proceso, merece respeto. [...] Este es un caso emblemático de la justicia peruana. Entonces estas ceremonias deben tender a la reconciliación nacional. [...] Que los familiares sientan que el Estado no los ha olvidado. [...] Que la justicia está para actuar de manera imparcial. La paz no se da fácilmente, se construye”. [Ministerio Público, 2016]
12Tanto la ceremonia como la alocución pronunciada reproducen un procedimiento y un discurso en consonancia con el argumento “reparador” de las políticas de exhumaciones en uso en el Perú desde hace casi veinte años. La fiscal sigue las pautas de las entregas ayacuchanas y su mediatización. La neutralización del discurso se impone. La fiscal controla su expresión pública y al tomar la palabra elude referirse a dos datos claves: 1) que las víctimas eran procesadas por terrorismo; 2) que esas víctimas fueron ejecutadas extrajudicialmente. Sin embargo, dicha entrega aún no es noticia. En la prensa nacional solo dos periódicos (La República, de centro izquierda, y El Comercio, diario de derecha) evocan los muertos exhumados calificándolos de “víctimas”. Los demás periódicos sencillamente no difunden este evento.
13Los familiares llevaron los siete ataúdes al barrio popular de Comas donde los velaron. Al día siguiente, emprendieron su procesión callejera con los féretros cargados en hombros. Traían carteles rojos con las fotos y nombres de los difuntos que iban a sepultar y de otros fallecidos de El Frontón. Decenas de personas caminaron en fila hasta el cementerio Mártires 19 de Julio. Al fondo del camposanto habían hecho construir un edificio mortuorio blanco, en forma de retablo, con 50 nichos para albergar a los difuntos de las matanzas de los penales. Depositaron los féretros e izaron banderolas sobre las cuales nos detendremos más adelante. Pero las actividades realizadas para la inhumación no parecían diferenciarse tanto de las demás ceremonias fúnebres de cuerpos exhumados del conflicto armado. Los deudos de los presos actuaron en el espacio público del Cono Norte de Lima apropiándose del modelo estandarizado de las romerías callejeras implementadas en Ayacucho en el ámbito de las entregas de cuerpos exhumados.
La inadmisible identificación política de la víctima y de sus deudos
14En 2016, en el ámbito del trigésimo aniversario de la matanza de los penales y en previsión de las exhumaciones venideras, la Afadevig hizo construir la mencionada estructura mortuoria en Comas. Compuesta por familiares de presos senderistas, esta asociación focalizó sus actividades en la recuperación y entierro de los presos exhumados. Su objetivo era reunir allí la mayor cantidad de difuntos para honrar sus memorias. Algunos deudos que no lograban recuperar los cuerpos de sus familiares ni obtenían respuesta del Estado, luego de que fueran exhumados en 2003, acudieron a la Afadevig para tener más peso en sus trámites, como colectivo. En estrecha colaboración con los abogados del Movadef,1 Afadevig criticó la desidia de las autoridades y expresó públicamente su descontento sobre el proceso de las entregas. A diferencia de la situación en la sierra, muchos de los familiares radicados en Lima y agrupados en Afadevig, con formación política y experiencia militante, se quejaron por la lentitud del Estado en devolver los cuerpos a sus familiares y reclamaron expresamente “por nuestro derecho de enterrar a nuestros familiares”.
15Si en agosto de 2016, los medios de comunicación no hicieron eco del llamado de Afadevig a asistir a la entrega de sus muertos, su interés cambió en setiembre, días antes de iniciar el juicio oral contra los militares responsables del rescate del penal de El Frontón. Tras difundir un video del entierro, Correo –diario cercano al fujimorismo– denunció que, al rendir culto a sus muertos, se estaba haciendo apología del terrorismo. A partir de allí, los titulares sobre los difuntos de El Frontón y su inhumación cambiarán radicalmente. El enfoque sobre las otrora “víctimas” se centrará en adelante sobre su identidad senderista y también la de sus familiares, utilizando más a menudo el término infamante de “terroristas”, usado para referirse a (ex)senderistas. También se hablará de “mausoleo terrorista”, calificación que permite entender el rechazo ante la expresión pública del duelo de los familiares de los presos.
Génesis de un pánico moral y de sus demonios populares
16El entierro de los senderistas en Comas sirvió como drama para desatar un “pánico moral” mediático-político de amplitud. Stanley Cohen [2011] forjó este concepto para analizar la manera como los medios definen ciertos grupos como amenazas para la sociedad y logran suscitar miedos excesivos en el imaginario colectivo y en la opinión pública. El pánico moral puede definirse con algunos elementos claves. Entre ellos, la preocupación sobre la amenaza potencial o imaginada; la indignación moral hacia los actores que encarnan el problema, que Cohen llama “demonios populares”; y la desproporción: una exageración en término de riesgo si se ignora. El suceso aparece como un complot conspirativo cuyo contenido encubierto es mucho más peligroso de lo que el acontecimiento en sí parece mostrar. En nuestro caso transportar por las calles los féretros de los presos ejecutados y su entierro final en el mausoleo disimularía un evento mucho más temible para la sociedad.
17Veamos solo un ejemplo de relato periodístico, entre otros parecidos, que participó en la activación del pánico moral con tono horrorizado de las periodistas y fondo músical de película de terror –un método usual en la presentación de la información en medios televisivos peruanos–. Antes de proyectar el reportaje, la famosa presentadora advierte al público de la amenaza que ocultaría el mausoleo. Describe la procesión urbana como propaganda terrorista para luego focalizarse sobre el entierro de los féretros en el edificio mortuorio denunciando que:
“No solo gritaban que el Estado era responsable como genocida. Ahora escuchen bien lo que arengaban: “¡Solución política! ¡Amnistía general! ¡Reconciliación nacional!” [...] el 19 de junio eran más de 200 personas que en realidad lo que hacían era conmemorar un año más del día en que los presos por terrorismo realizaron motines en las cárceles de El Frontón, Lurigancho y el Callao en junio de 1986”. [Latina Noticias, 2016]
18Al evocar con espanto la conmemoración de los motines de las cárceles, la periodista elude recordar que se recuerda la memoria de más de 250 presos en su mayoría ejecutados extrajudicialmente. El año 2016 coincide de hecho con el trigésimo aniversario de la matanza de los penales y por supuesto no es casual que corresponda al año de construcción del mausoleo. Esta fecha simboliza en el calendario hagiográfico senderista el “Día de la Heroicidad” en honor a sus “muertos caídos”, recordatorio del sacrificio en nombre de su “revolución”.
19El entierro de los presos en Comas presenta indudablemente una dimensión ideológica. No solo se inscribe en un duelo familiar, también constituye un evento político clave para la “comunidad emocional” exsenderista. Con motivo del aniversario de la matanza, Afadevig propuso juntar los restos de los difuntos recuperados en el IML en un solo recinto. Así ocurrió la primera romería por las calles de Comas, con un solo cuerpo exhumado acompañado de varios ataúdes vacíos simbolizando los cuerpos ausentes de los desaparecidos de El Frontón. De este modo, la escenificación pública del transporte de los féretros por los deudos en junio de 2016, retomó el modelo de los “entierros simbólicos” ayacuchanos, cuando no se contaba con ningún elemento del desaparecido y se usaban sustitutos del cuerpo [Robin Azevedo, 2022].
20Otro elemento clave de los pánicos morales es la imagen pública de los “demonios populares” asociada a un escenario de alto impacto visual. En el caso de los “demonios senderistas”, observamos la reproducción inmoderada de la misma imagen exhibida en la prensa, los reportajes televisivos y las redes sociales en línea. Algunos asistentes se ubican en el techo del mausoleo, otros dos cargan una banderola con el lema: “¡Por la imborrable memoria histórica de los prisioneros de El Frontón, Lurigancho y Callao!”. Un par de acompañantes encienden antorchas rojas humeantes y, en el video, se escucha a los participantes clamar al unísono: “¡Solución política! ¡Amnistía general! ¡Reconciliación nacional!”, eslogan propio del Movadef. Correo, diario que originó el pánico moral, reprodujo dicha foto en serie, varios días seguidos, y esta fue a su vez impresa en casi todos los periódicos peruanos. Sin hablar de las redes sociales donde su difusión fue “viral”. Tal omnipresencia visual indujo a la difusión de un sentimiento de temor ante un peligro a punto de resurgir. Fue precisamente lo que quisieron resaltar los medios: el terrorismo amenazaba nuevamente al Perú.
21La alusión recurrente al “rebrote terrorista” ha sido y sigue siendo ampliamente usada y manipulada políticamente en Perú. El fujimorismo asentó su legitimidad reivindicando hasta la saciedad el papel de “pacificador” del expresidente Fujimori (1990-2000). Desde hace tres décadas el fujimorismo reivindica la “mano dura” como única opción para evitar volver al caos de los tiempos del “terrorismo”. La expresión “conflicto armado interno”, acuñada por la CVR, es rechazada por los fujimoristas quienes solo aceptan hablar de “lucha contra el terrorismo”. Cualquier opositor a esta lectura sesgada es acusado de cómplice de los terroristas. La instrumentalización del miedo como mecanismo eficaz de control social se impuso durante los dos mandatos de Fujimori para asentar su poder autoritario [Burt, 2007]. Pero luego de su ocaso la estrategia de agitar el “cuco” terrorista siguió siendo utilizada por los Gobiernos ulteriores, mediante la criminalización de los movimientos sociales, y en la gestión de los conflictos socioambientales que sacuden el país.2
Cadáveres incómodos y “desperuanización”
22La conmoción política a raíz de este pánico moral resultó excesiva frente al peligro que representaría el mausoleo y las conmemoraciones allí realizadas. Pero desde las autoridades locales, como el alcalde de Comas, pasando por congresistas de diversas bancadas, casi toda la clase política expresó su rechazo y manifestó su temor, reclamando el derrumbamiento del “mausoleo terrorista”. Los únicos congresistas que se opusieron a la demolición, debido a que no se respetaría el derecho a un entierro digno, fueron acusados de cómplices de los terroristas e incluso de traición a la patria. El propio presidente Kuczynski afirmó tajantemente, al estallar el escándalo, que “[el mausoleo] debe desaparecer”; palabras pronunciadas en Colombia donde, ironía de la situación, asistía a la ceremonia de firma de los acuerdos de Paz con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC).
23Acorde a la exigencia de demolición del mausoleo, el municipio de Comas buscó reubicar los ocho cuerpos en otra zona del mismo cementerio para que cada difunto fuese enterrado por separado y evitar homenajes a los “terroristas”. Pero los familiares no aceptaron moverlos del edificio que habían hecho construir. Finalmente, con el fin explícito de que el municipio pudiera demoler el mausoleo sin la necesaria autorización judicial, se promulgó en octubre 2018 el arreglo de una norma sobre inhumaciones en los cementerios (Ley No 30868). A los pocos días, se notificó a los familiares la inminente destrucción para que trasladen a sus difuntos hacia los lugares individuales y esparcidos, adjudicados. Pero la Corte de Lima Norte concedió, con efecto suspensivo, el recurso de apelación interpuesto por el padre de uno de los presos cuyos restos reposaban en el mausoleo. Pese a esta decisión judicial, el alcalde de Comas, ante las cámaras de los medios autorizados, hizo destruir el edificio en diciembre de 2018. Los familiares llegaron al cementerio cuyo acceso estaba restringido y el fiscal no los autorizó a presenciar la diligencia. Los parientes recién pudieron ingresar cuando las autoridades partieron raudamente sin comunicarse con ellos.
24El pánico moral sobre el entierro de Comas plantea la problemática del destino de los cadáveres perturbadores e indeseables. Como resaltó Sévane Garibian [2016], el trato reservado a los cadáveres de perpetradores de violencia nunca es trivial. Siempre se encuentran en trayectorias político-simbólicas complejas e inusuales que plantean varias cuestiones cruciales: el tratamiento posmortem, las exequias y la localización final de esos cuerpos, así como el miedo y los desafíos esbozados por la eventual patrimonialización ulterior de sus seguidores. La reacción respecto de los restos senderistas y su mausoleo se asemeja a otros escenarios confrontados a la dificultad de albergar “en casa” cuerpos de perpetradores. Cuando falleció el general Videla, la perspectiva de acoger su cadáver en la cripta familiar de su pueblo de origen, que cuenta con desaparecidos de la dictadura militar argentina, causó un fuerte repudio. Videla acabó enterrado en otro lugar, anónimo, con una ceremonia privada y sin decoro militar. Estos últimos años, varios países encararon el dilema de la gestión del destino final de los despojos yihadistas. Si Estados Unidos no dudó en botar al mar el cadáver de Bin Laden desechando la posibilidad de otorgarle un espacio que podría volverse lugar de peregrinación, el procedimiento con los homegrown terrorists aparece como más delicado y ambiguo. En el caso de ciudadanos estadounidenses muertos al perpetrar un atentado fuera del territorio nacional, el Gobierno repatrió sus cuerpos y los sepultó como procede con soldados muertos en combate, aunque sin publicidad y guardando el secreto de su ubicación, para evitar que se les rinda culto y que sus tumbas sean profanadas [Kastoryano, 2018].
25En Perú, existe un proceso que yo califico de “desperuanización” de los (ex)senderistas, aun para quienes se alejaron de su ideología, asociada al repudio y a la imposibilidad de considerarlos fuera del prisma del “terrorista”, necesariamente extranjero al país y a la ciudadanía. La fuerza de la retórica tan vigente sobre el terrorismo es clave como técnica eficaz de alterización; en este caso, una otredad absoluta y ominosa impide considerar a los (ex)senderistas como ciudadanos, lo que también explica el poco rechazo popular de sus ejecuciones extrajudiciales por agentes del Estado, incluso en un contexto democrático. Como si se tratara de muertos sin patria, sus restos no merecen un entierro digno de la “polis”. Talal Asad [2007] apuntó atinadamente a la performatividad de la etiqueta “terrorista”. El discurso sobre el terrorismo impide la distancia necesaria frente a la retórica del miedo y ofrece respuestas morales preestablecidas que evacuan la posibilidad de cuestionar la violencia perpetrada desde el Estado, presentada como la única legítima. Decir “terruco” o “terroristas”, es decir senderistas o emerretistas, es como decir “bruja”, un rótulo que “fija a una persona como un “horror-error” [Agüero, 2015, pp. 103].
26De allí que la sola idea de que los senderistas vuelvan a integrar la sociedad peruana produce un rechazo bastante extendido entre los políticos, los medios y un sector amplio de la opinión pública. La noticia sobre la excarcelación de senderistas emblemáticos, luego de haber cumplido la totalidad de sus penas carcelarias (de 25 años para arriba), es tratada de manera parecida a lo ocurrido con el mausoleo. Salen de prisión, pero se considera que siguen constituyendo la misma amenaza que en las décadas de 1980 o 1990. Pero ¿hasta cuándo llamar terrorista a quien salió en libertad?, pregunta Jacqueline Fowks [2018] al cuestionar la manera como la prensa y sectores cercanos al fujimorismo abusan del terruqueo –peruanismo que evoca la manipulación de la referencia al terrorismo como recurso político para producir la infamia y desprestigiar al enemigo– que encasilla a los excarcelados como “terroristas”, manteniendo el estigma, con las graves consecuencias legales y vitales que implica. Acaban sueltos, pero no son rehabilitados. Ni vivos, ni muertos, logran un espacio en la comunidad nacional.
27De estar vivos, luego de cumplir su pena carcelaria, sus derechos son restringidos con el endurecimiento de la legislación antiterrorista. Durante el régimen fujimorista, esta legislación constituyó una fuente de represión legal poderosa. A raíz del escándalo del mausoleo de Comas, el Congreso decidió reforzar la ley de “apología”, tipificando el delito de “apología del terrorismo”, que se buscó aplicar a los familiares de los presos de El Frontón partícipes de la romería al cementerio en 2016. Los excarcelados aparecen condenados a lo que cada vez más se parece a una muerte social [Pásara, 2018]. Pueden sufrir una sanción adicional a la que el juez les impuso luego de haber cumplido su condena. Ocurrió con varios detenidos, como con el exlíder senderista Osmán Morote. Además, varios empleos les son ahora vetados (cargos públicos o docencia).
28De estar muertos, tampoco pueden acceder al panteón de la nación. Existe una estrecha relación entre nación y duelo. Solo se llora la pérdida asociada a la condición de ciudadano. Evocamos que la entrega de los difuntos exhumados a sus familiares del campo ayacuchano se inscribe en una lucha por recobrar una pertenencia fallida a la condición de ciudadano. Pero no ocurre lo mismo con los deudos de los muertos de El Frontón. La trayectoria de sus despojos condensa y expresa de manera emblemática la “desperuanización” de los senderistas y su exclusión de la comunidad nacional. Sus cuerpos deben ser separados del área de descanso de los muertos que sí merecen conmemoración ritual. No pueden extirparse de la mancha del “terruco”. Por ello no merecen duelo colectivo ni público. La muerte extraordinaria del senderista lo coloca en un modelo de mala muerte asociado a la pérdida de ciudadanía. Su duelo debe quedar entonces fuera del imaginario de la nación y su cuerpo quedar fuera, o invisibilizado, del territorio nacional.
29Otro elemento a menudo esgrimido para acentuar su imposible identificación como víctima es la falta de arrepentimiento por las matanzas perpetradas por los senderistas –distinguiéndose de exlíderes del MRTA como Alberto Gálvez [2016] y su aguda reflexión (auto)crítica sobre el conflicto armado. Si la sanción penal no implica actos de contrición, el valor moral asociado al perdón parece ser un requisito implícito en su pretensión a reivindicarse como víctima legítima, aunque los arrepentidos tampoco han logrado su redención.3 En 2010, la excarcelación de la estadunidense Lori Berenson, condenada a 20 años por su vinculación con el MRTA, también indujo un episodio de pánico moral al instalarse con su hijo de un año en un barrio de clase media-alta limeño, provocando alboroto del vecindario y asedio mediático. Cumplió el resto de su condena con arresto domiciliario y luego fue expulsada hacia los Estados Unidos. Berenson pidió perdón al país por el daño que pudo ocasionar. Pero su arrepentimiento no convenció a la opinión pública, que solo advirtió en este gesto una estrategia judicial.
30Aun ejecutados extrajudicialmente, los difuntos senderistas solo pueden ser, a lo mucho, víctimas culpables. Con su expulsión de la comunidad nacional coexiste un discurso de deshumanización de los muertos senderistas. Se expresa con familiares víctimas de las acciones subversivas, como esta “hija de un héroe de la Policía Nacional del Perú” quien gritaba en una manifestación para derrumbar el mausoleo: “No son difuntos, son terroristas”. Todavía con el estigma del “terruco”, sus restos óseos merecen ser desechados. La cólera y el dolor de los hijos cuyos padres fueron asesinados por Sendero Luminoso encuentra cabida en el espacio público. Tal posibilidad es silenciada para los hijos de senderistas asesinados por las fuerzas del Estado. ¿Son responsables los hijos por las acciones de sus padres? La imputación de la identidad de terrorista y su estigmatización parece heredarse. José Carlos Agüero, hijo de senderistas, cuyo padre murió en El Frontón, muestra que sobre los hijos de terroristas se proyecta la imagen de un “senderista biológico, esencial, contagioso”, y por ello “no tienen derecho a grandes manifestaciones de duelo” [Agüero, 2015, pp. 40-68]. En el caso de Adela H., la tacha de “terruca” quedó como un tatuaje indeleble. Perdió a su padre en El Frontón cuando tenía ocho años. Recobrar sus huesos y enterrarlos en el mausoleo cerró una espera familiar que le permitió encontrar un poco de sosiego luego de 30 años. Adela tampoco quiso mover los restos de su padre del mausoleo cuando estalló el escándalo. Unas semanas después acabó despedida de su trabajo en el municipio de Comas luego de ser difamada por los medios que acusaron al cabildo de emplear a “terroristas”. En ese contexto de asedio, esta madre soltera de tres jóvenes cayó enferma y sufrió un derrame cerebral.
31La fuerza simbólica de quedar “fuera de la nación” puede resultar exaltante e incluso oportuna políticamente, porque hace del estigma una virtud. Vigoriza la figura de mártir cuya característica se funda en un modelo de virtud y la disposición a sufrir y a morir por un ideal [Albert, 2001]. La animadversión y destrucción del mausoleo solo fortalece la “fábrica de legitimidad” del mártir senderista con la profanación póstuma de sus cuerpos. También alimenta el sentimiento de cohesión del grupo, así como la distancia que lo separa de los verdugos de ayer y enemigos de hoy, simbolizados por el “Estado genocida”. Primero los ejecutaron extrajudicialmente, luego les niegan la sepultura escogida. Los muertos de El Frontón, blanco de revictimización, aparecen aún más glorificados y constituyen ante los ojos de sus familiares claros ejemplos de la crueldad del Estado y de la falsedad que representaría la democracia actual. El culto a los héroes-mártires sale consolidado. Llegando al lugar del mausoleo derruido, la semejanza entre las ruinas de El Frontón bombardeado y estas ruinas es llamativa. Los familiares y Afadevig aluden al parecido de los escombros con la idea de que el Estado nunca los dejará en paz ni con sus difuntos. Por ello Adela H. piensa cremar los restos de su padre y guardar su urna en casa.
Conclusión
32Las exhumaciones y el entierro de los restos humanos de la época del conflicto armado interno constituyen un nuevo repertorio de acción colectiva en el Perú contemporáneo. La apropiación de los cuerpos exhumados otorga a los familiares ayacuchanos legitimidad en su afán de reconocimiento como ciudadanos y en sus reclamos ante el Estado por sus derechos fundamentales y el acceso a reparaciones, siempre y cuando su condición de “víctima inocente” no sea cuestionada. Si los familiares de los presos de El Frontón ejecutados y los colectivos Afadevig y Movadef también usan los restos exhumados como capital político, la imagen de víctima que exhiben en el espacio público no logra convencer. El uso de las categorías empoderadas de víctima, héroe y mártir por los deudos, incomoda incluso a los organismos de derechos humanos. Su reivindicación e identificación política resulta inaceptable por romper con la retórica convencional de la victimización y no ajustarse al modelo arquetípico y hegemónico en Perú –el único tolerable– de la víctima inocente.
33La alterización de los otrora actores alzados en armas ejemplifica cómo los vigentes y poderosos procesos de adscripción de la categoría terrorista desafían no solo la dinámica reconciliadora anhelada por la justicia transicional, sino también el enfoque humanitario pregonado por el Estado peruano en su compromiso por la búsqueda de los desaparecidos del conflicto armado interno y la organización de sus entierros como paso hacia la reconstrucción de una sociedad apaciguada. Deben cuestionarse los dispositivos de elaboración y reconocimiento social y legal de las víctimas, así como la eficaz performatividad de la categoría excluyente de “terrorista”. Por ello, aunque resulte incómodo, el investigador debe extraerse del maniqueísmo que opone víctima y perpetrador como categorías impermeables y siempre opuestas [Robin Azevedo, 2014]. Como resaltó Ana Guglielmucci [2017], resultaría más fructífero analizar la relación entre las categorías víctimas/victimarios como “un continuum cuyo contenido es ambiguo y variable históricamente, de acuerdo con las relaciones de fuerza de los actores implicados”, y preguntarse más bien “cómo la sociedad produce victimarios” [pp. 29].
34¿Los familiares de senderistas fallecidos y el colectivo Afadevig representan un peligro para la seguridad nacional al recordar a sus muertos asesinados rindiendo culto a los “héroes del Partido”, aunque sin pregonar actos de violencia o el retorno a las armas sino más bien pidiendo amnistía general? La defensa de la memoria histórica por Afadevig y Movadef se ha convertido en uno de los hitos de la lucha actual del Movadef [Valle Riestra, 2015], si bien no han roto con la ideología del “pensamiento Gonzalo”, como explicó Fernando Rospigliosi [2017], exministro del Interior:
“Los seguidores de Guzmán no realizan acciones terroristas desde hace 24 años y están tratando de participar legalmente en el sistema político a través del Movadef, el Fudep y otras organizaciones. [...] Pero no son terroristas. Terrorista es el que realiza acciones terroristas o las está preparando”.
35La prohibición de velar a sus difuntos, así como el furor con el cual se buscó y logró demoler al mausoleo solo fortalece el martirologio de la comunidad emocional exsenderista. “Dos veces los han matado. Demoliendo los nichos, los asesinaron y los secuestraron por segunda vez. Vuelve a ocurrir como en 1986. Yo me he enterado por noticias, pero cuando llegamos [al cementerio] el fiscal no nos dejó pasar,” cuenta Lucía G., cuyo hermano yacía en el mausoleo. Vetar toda expresión pública del duelo de los familiares del conflicto armado y de la memoria de sus difuntos asesinados, sean senderistas o no, suena como un fracaso. Pone en jaque la idea de posconflicto y la posible superación de un pasado que no pasa. En el Perú la impunidad de las Fuerzas Armadas parece normalizada y los defensores de derechos humanos siguen peleando para enjuiciar a los militares victimarios. Reconocer que un senderista pueda ser también una víctima parece imposible, mientras militares perpetradores, sentenciados o no, son enterrados siguiendo las ceremonias y reconocimientos institucionales.
36La efímera existencia del mausoleo de Comas ilustra las dificultades de gestión pragmática del posconflicto cuando las zonas grises se manifiestan en el espacio público. Pone en tensión la ardua proyección como nación unida con las llagas de un pasado fratricida que no logran cerrarse. La retórica humanitaria de las políticas de reparaciones se fisura mostrando sus límites. Los mecanismos de los regímenes de memoria que imperan, excluyen del duelo público a los senderistas. El pánico moral desatado aquí ilustra no tanto sobre el pasado del conflicto armado o la amenaza de un “rebrote terrorista”, como sobre la sociedad actual [Fowks, 2018] y sus dificultades para incorporar duelos incómodos. Como delineó con lucidez Luis Pásara [2018], el coro irracional que clama por la muerte civil de los excarcelados senderistas y su arrinconamiento creciente en la vida cotidiana –añadiré la destrucción del mausoleo y el impedimento del duelo colectivo al que aspiran los familiares– constituyen un “peligrosísimo error político” con el riesgo de confirmarlos en la idea de que se vive en una democracia falaz.
Bibliographie
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Notes de bas de page
1 Creado en 2009 por abogados y excarcelados senderistas, el Movadef presenta puntos coincidentes y discrepantes con Sendero Luminoso [ver Valle Riestra, 2015]. Asume el “pensamiento Gonzalo” de Abimael Guzmán, pero ya no reivindica la lucha armada. Su objetivo es lograr una “solución política a los problemas derivados de la guerra interna” y la “amnistía general” para los actores del conflicto armado, incluyendo senderistas, militares y policías, en busca de una “reconciliación nacional”. Su intento de conformarse en partido político en 2012 fue negado por el Jurado Nacional de Elecciones (JNE) por no deslindar con el “pensamiento Gonzalo”.
2 Ver el texto de Bruno Hervé Huamaní en este volumen.
3 Ver el artículo de Boutron y Manrique en este volumen.
Auteur
Especialista del Perú y de las sociedades andinas quechuas donde desarrolla sus investigaciones de campo desde hace más de dos décadas, Valérie Robin Azevedo es doctora en Antropología Social (Universidad París Nanterre, 2002) y licenciada en Lengua y Cultura Quechua (INALCO de París, 2003). Se desempeña actualmente como profesora principal en la Universidad de París y es miembro del laboratorio URMIS. También enseña en el diplomado de quechua del INALCO. Es corresponsable del proyecto de investigación Transfunerario (2020-2023), sobre rituales colectivos de reinhumación en contextos posconflicto. Su último libro en castellano Los silencios de la guerra. Memorias y conflicto armado en Ayacucho-Perú salió con La Siniestra Editores [2020].
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