Capítulo 4. El diseño discursivo del proyecto artístico y político de Mariátegui (1924-1930)
p. 71-111
Texte intégral
La escritura de Mariátegui en el campo literario y político peruano de los años 20
1La producción de José Carlos Mariátegui surge en una sociedad moldeada por la consolidación del capital monopólico imperialista, la reconstitución de los movimientos de clases y de sus modos de relación con el Estado y el desarrollo del debate ideológico-político (Quijano, 1979, pp. xi-xv) dentro de las clases dominantes, primero, y, luego de las grandes huelgas de los años 1918 y 1919, dentro de la clase media y de la clase obrera en formación. Esta última aparece como una fuerza nueva y combativa en el campo político del Perú, solo al término de la guerra de 1914, a causa de una mayor explotación, de las fervientes esperanzas despertadas por la revolución bolchevique y de la agitación universitaria impregnada de revolucionarismo (Moretic, 1970, p. 60). En este contexto de permanente tensión social y cultural se sitúa la escritura de Mariátegui, socializada desde sus inicios a partir de la tribuna que le ofrece el periodismo, al que ingresa tempranamente y en el cual desarrolla su labor con un creciente y progresivo compromiso social.1
2Con un discurso que confronta la posición ideológica sostenida por Augusto Leguía, este joven periodista es enviado a Europa como agente de propaganda del Perú –eufemismo que encubría la deportación por su militancia política–. Su estadía en el viejo continente, desde 1919 hasta 1923, es un período durante el cual, debido a las circunstancias de posguerra que vive Europa y a su sensibilidad y experiencia, pudo adquirir rápidamente una conciencia política marxista2, por un lado, y compenetrarse con el movimiento artístico, por el otro, con muchas de cuyas personalidades logra entrevistarse.
3En marzo de 1923 Mariátegui regresa al Perú, donde dicta un ciclo de conferencias titulado «Historia de la crisis mundial» en la Universidad Popular González Prada. Dichas conferencias representan la primera aplicación, en el Perú, de la teoría marxista en el análisis de los problemas socioeconómicos (Garrels, 1979, p. 306). Esto se hace notorio en la intención de Mariátegui de trabajar por la organización de un partido de clase desde la dirección de Claridad, diario que ya desde el quinto número se subtitula «Órgano de la Federación Obrera Local de Lima y de la Juventud Libre del Perú». En 1924 sufre la amputación de un pierna y comienza a colaborar en Mundial, revista limeña del mismo tipo que Variedades, en la que había empezado a trabajar desde 1922. En 1925 funda la casa editora Minerva, publica su primer libro La escena contemporánea (recopilación de artículos periodísticos) y, en septiembre del mismo año, comienza a publicar en Mundial la serie «Peruanicemos el Perú».
4Hagamos un breve repaso de los hechos biográficos más significativos de Mariátegui desde la inauguración en 1926 de la revista mensual Amauta hasta su muerte ocurrida en abril de 1930. En junio de 1927 es reducido a prisión por seis días, los talleres de la Editorial Minerva son cerrados y Amauta es clausurada hasta diciembre como consecuencia del llamado «complot comunista» inventado por el Gobierno para reprimir a la izquierda. En 1928 ayuda a fundar el Partido Socialista del Perú, del cual es nombrado secretario general, y publica la serie de artículos titulada «Defensa del marxismo» y 7 ensayos de interpretación de la realidad peruana. Comienza a publicar Labor, periódico de información y de extensión de la revista Amauta. En 1929 publica en Mundial su novela corta La novela y la vida: Siegfried y el profesor Canella y ayuda a fundar la Confederación General de Trabajadores del Perú. Es nombrado, desde el Congreso Antiimperialista de Fráncfort en Alemania, miembro del Consejo General de la Liga Antiimperialista y encargado de organizar una sección de la liga en el Perú. En septiembre del mismo año, Labor es clausurado por el Gobierno. Mariátegui se dispone a trasladarse a la Argentina para poder seguir publicando Amauta sin la constante vigilancia sufrida bajo el régimen de Leguía. El 16 de abril de 1930, muere. El último número de Amauta sale entre agosto y septiembre del mismo año.3
5Esta apretada recapitulación de la obra mariateguiana tiene la función de enmarcar el corpus que hemos seleccionado para este trabajo: los textos de Mariátegui escritos durante el período 1924-1930 y publicados en las revistas Variedades, Mundial y Amauta.4 De la ingente producción del peruano en estos años hemos elegido un conjunto de veinte artículos que presentan, directa o indirectamente, como tópicos principales de reflexión y análisis, la tradición y la innovación en el arte, la función de la literatura, las tensiones entre lo nacional y lo extranjero, el pasado y el presente, la política y la literatura. Es decir, aquellos que se desenvuelven, e implican un debate, en el campo cultural. Estos artículos, enumerados por orden de aparición, son: «Poetas nuevos y poesía vieja» (Mundial, Lima, 31 de octubre de 1924), «Pasadismo y futurismo» (Mundial, Lima, 28 de noviembre de 1924), «La unidad de la América indo-española» (Variedades, Lima, 6 de diciembre de 1924), «Lo nacional y lo exótico» (Mundial, Lima, 9 de diciembre de 1924), «Un Congreso de escritores hispano-americanos» (Mundial, Lima, 1 de enero de 1925), «El problema primario del Perú» (Mundial, Lima, 6 de febrero de 1925), «¿Existe un pensamiento hispano-americano?» (Mundial, Lima, 1 de mayo de 1925), «El ibero-americanismo y pan-americanismo» (Mundial, Lima, 8 de mayo de 1925), «Nacionalismo y vanguardismo» (Mundial, Lima, 27 de noviembre de 1925 y 4 de diciembre de 1925), «El grupo suprarrealista» (Variedades, Lima, 24 de julio de 1926), «Presentación de “Amauta”» (Amauta, Lima, septiembre de 1926), «La evolución de la economía peruana» (Amauta, Lima, octubre de 1926), «Arte, revolución y decadencia» (Amauta, Lima, noviembre de 1926), «José Sabogal» (Amauta, Lima, febrero de 1927), «Polémica finita» (Amauta, Lima, marzo de 1927), «La batalla de Martín Fierro» (Variedades, Lima, 24 de septiembre de 1927), «Heterodoxia de la tradición» (Mundial, Lima, 25 de noviembre de 1927), «La tradición nacional» (Mundial, Lima, 2 de diciembre de 1927), «La batalla del libro» (Mundial, Lima, 30 de marzo de 1928), y «El balance del suprarrealismo» (Variedades, Lima, 19 de febrero de 1930).
6En la selección del corpus de estudio convergieron dos criterios: uno temático y otro histórico. Con respecto al primero, los textos que relevamos incorporan un conjunto de figuras e imágenes referidas a la cultura y al arte en relación con otros campos, en particular con el sociopolítico, problematizando, sobre todo, la praxis literaria y sus productos. Con respecto al segundo, los textos se enmarcan y responden a un contexto particular, el de la década del veinte, que en Perú se caracteriza, como ya observamos, por la implantación de un capitalismo monopólico imperialista, causante de una gran exclusión socioeconómica y de la pérdida de autonomía política. En el plano internacional, los años veinte atraviesan bruscas mutaciones provocadas, entre otras cosas, por la segunda revolución industrial y técnica, la masificación de la sociedad, el progreso científico y la Primera Guerra Mundial. Todos estos hechos operan una transformación del campo artístico europeo que inicia, en las dos primeras décadas del siglo xx, un profundo cuestionamiento de los valores heredados, rebelándose contra una cultura que considera anquilosada. Este carácter reformista y crítico del pasado en el terreno del arte también se observa en las vanguardias latinoamericanas de la misma época que, a la vez que impugnan la retórica fastuosa del modernismo5, sientan las bases para romper totalmente con la tradición artística inmediata. Para esto, producen una copiosa cantidad de manifiestos, proclamas y debates en los que se busca la originalidad y la insurgencia en la expresión y en la forma. En definitiva, se trata de un espíritu radical que, según Fernández Retamar, es alimentado además por la revolución mexicana de 1910 y, principalmente, por la repercusión de la Revolución Rusa de 1917 (1986, p. 328).
7Nuestro objetivo principal es rastrear la concepción de la literatura y del escritor que los artículos de Mariátegui de la década del 20 construyen y analizar las estrategias discursivas más significativas de dicha construcción. Nos proponemos, también, describir y analizar las relaciones intertextuales que puedan establecerse entre ellos, así como las relaciones que entablan con el contexto en el que surgen o al que remiten.
8Nuestra hipótesis principal es que la representación mariateguiana del arte y de la literatura se asienta en tres mecanismos discursivos principales, sustentados en decisiones ideológicas. En primer lugar, el autor incorpora constantemente la historicidad y la materialidad de los hechos artísticos, tendiendo a ofrecer descripciones, así como explicaciones, del estado de la cuestión de un campo cultural preciso –el peruano, por ejemplo– como espacio de intersección de múltiples campos de praxis humana que lo posicionan como heterónomo. Otra estrategia consiste en manifestar explícitamente, a través de calificativos y de diversas modalidades axiológicas, una jerarquía de valores intelectuales y espirituales del vanguardismo literario y político que, progresivamente, se asumirán como un posicionamiento socialista. Y, por último, un tercer procedimiento en la enunciación de Mariátegui consiste en proyectar no una reforma particular o parcial de la literatura sino una renovación general de la cultura peruana y, a la vez, proponer algunas ideas para su concreción.
9Sobre estos tres procedimientos, interdependientes, puede agregarse que: en el primero, a través de discursos descriptivos y explicativos, el autor se apega a los referentes extratextuales del mundo de la vida, y en este sentido, ofrece una mirada documentalista testimonial que se detiene, reiteradamente, en algunos elementos de la formación histórico-cultural nacional e internacional, situados en un contexto histórico e ideológico. En el segundo, a través de discursos marcadamente valorativos, la escritura de Mariátegui asume, entre otras operaciones, la labor de proponer una postura en el mundo de la cultura que es, a la vez, política y artística. En el tercero, a través de constantes proyecciones y propuestas, la producción mariateguiana trabaja con las posibilidades performativas del lenguaje que le permiten no solo aludir a ciertas parcelas de la realidad literaria o social sino también construir, desde dentro, una alternativa cultural.
Temas, imágenes y procedimientos en la producción discursiva de Mariátegui
10Son muchos y diversos los temas e imágenes que frecuenta y construye Mariátegui en sus artículos, pero podemos identificar algunos tópicos significativos que se repiten con insistencia, formando una cartografía discursiva construida sobre la aplicación de los tres mecanismos antes aludidos: la descripción/explicación, la valoración y la proyección/propuesta. El primer artículo publicado de nuestro corpus, «Poetas nuevos y poesía vieja», anticipa ya desde el título uno de los tópicos recurrentes de Mariátegui: la tensión entre conservación y renovación en el arte. En este texto, el escritor se refiere a un hecho literario concreto acontecido en Perú: los juegos florales, competencia literaria que el artículo se encarga de describir, explicar y valorar negativamente, son señalados como «una ceremonia provinciana, cursi, medieval […], una costumbre extranjera y postiza» (p. 21). Pero no son los juegos florales, como un hecho puntual, el principal objeto de reflexión del peruano, sino la serie de figuras y tópicos con que se asocia, por ejemplo, la pugna entre la innovación y el tradicionalismo, la problematización de la literatura peruana y la reflexión sobre las diferencias que existen entre ella y otras literaturas.
11«Poetas nuevos y poesía vieja» diferencia dos grupos: los poetas viejos y los poetas nuevos. La distinción no se basa en parámetros cronológicos sino estético-espirituales. Los primeros son los vigilantes de un orden de cosas que los juegos florales representan: el pasadismo, la clausura localista, la vulgaridad y la neurastenia. Los segundos representan la modernidad, la apertura cosmopolita y la preocupación social. La escritura de los poetas viejos se mostró en los juegos florales que «reunieron, sobre la mesa del jurado, un muestrario exiguo de baratijas sentimentales, de ripios vulgares y de trucos desacreditados» (p. 22). Contrarios a esta gramática de la repetición, los poetas nuevos rechazaron estos juegos; «los más íntimos, los más recatados, los más originales, les han rehusado hurañamente su contribución» (p. 22).
12Junto a la descripción de la práctica estética que corresponde a los juegos florales, Mariátegui nos ofrece algunos argumentos que explican la pobreza artística de la literatura que allí se destina y premia, y que persiste, en general, en el Perú. Uno es el condicionamiento socioeconómico de un medio en el que la gente tiene «muy modestos horizontes espirituales y materiales» y es afectada por «la pobreza, la anemia, la limitación, el provincianismo del ambiente» (p. 24). Otro es la tradición literaria: la población «está además demasiado nutrida de malas lecturas españolas» (p. 25). Finalmente, Mariátegui reconoce que «el clima y la meteorología deben influir también en esta crónica depresión de las almas. La melancolía peruana es la neblina persistente e invencible de un trópico sin gran sol y sin grandes tempestades» (p. 23).
13La literatura peruana se define también en la comparación con la literatura europea, de la cual Mariátegui rescata y valora algunas nuevas corrientes y tendencias. En «Poetas nuevos y poesía vieja» se mencionan el futurismo, el dadaísmo, el cubismo, los que «son en las grandes urbes un fenómeno espontáneo, un producto genuino de la vida» que no puede asimilarse en el Perú, «un ambiente provinciano» (p. 26). De este modo, la novedad de la vanguardia europea es, para Mariátegui, «una moda que no encuentra aquí los elementos necesarios para aclimatarse» (p. 26). Los distintos ismos dan lugar a una poesía que es «el efluvio lírico del espíritu humorista, escéptico, relativista de la decadencia burguesa» (p. 26). Esta poesía «sin solemnidad y sin dramaticidad, que aspira a ser un juego, un deporte, una pirueta, no florecerá entre nosotros» (p. 26), sostiene Mariátegui, que conecta la literatura peruana con la pulsión internacional a través de su comparación con los ismos europeos, y la vincula con la subcontinental al aludir al modernismo, movimiento cuyo discurso fue, como dijimos, fuertemente impugnado por las vanguardias locales en la década del veinte.
14El modernismo, para Mariátegui, «no es sólo una cuestión de forma, sino sobre todo de esencia. No es modernista el que se contenta de una audacia o una arbitrariedad externas de sintaxis o de metro» (p. 26). Desestimado el artificio por sí mismo, el peruano distingue apariencia de sustancia y se pregunta: ¿para qué transgredir la gramática si los ingredientes espirituales de la poesía son los mismos de hace veinte o cincuenta años? (p. 26). El interrogante anticipa la constante asociación de praxis artística con compromiso espiritual, es decir, con compromiso cívico, político y reformista, con la responsabilidad social del escritor.
15En «Poetas nuevos, poesía vieja», dicha responsabilidad emerge en dos momentos que ejemplifican el carácter pragmático del discurso del peruano. En uno de ellos una breve oración, marcada con una fuerte modalización deóntica, condensa la propuesta: «Hay que ser moderno espiritualmente» (p. 26). En el otro, el rasgo programático no aparece como deber sino como posibilidad, como futuro deseado. Dice Mariátegui:
Algunos artistas de la nueva generación comprenden ya que la torre de marfil era la triste celda de un alma exangüe [sic] y anémica. Abandonan el ritornello gris de la melancolía, y se aproximan al dolor social que les descubrirá un mundo menos finito. De estos artistas podemos esperar una poesía más humana, más fecunda, más espontánea, más biológica. (p. 27)
16La enumeración de la proposición recolecta las cualidades de la nueva poesía ponderada. En este primer artículo, además, se despliega un conjunto de temas –los ismos europeos, el modernismo, la vanguardia y el tradicionalismo– que serán recurrentes en los artículos posteriores.
17«Pasadismo y futurismo», texto escrito poco tiempo después, desarrolla una oposición que afecta el campo artístico y espiritual de la literatura y la cultura peruanas. Se sostiene que «la nostalgia del pasado es la afirmación de los que repudian el presente» y que «ser retrospectivos es una de las consecuencias naturales de ser negativos» (p. 30). A lo largo del texto, la significación de las dos definiciones antedichas será, por un lado, ampliada mediante predicaciones que rechazan la melancolía como perspectiva histórica y, por otro lado, particularizada en su alcance, ceñida a la realidad nacional peruana.
18Dice Mariátegui que el «pasadismo que tanto ha oprimido y deprimido el corazón de los peruanos es, por otra parte, un pasadismo de mala ley» (p. 30), y es de mala ley porque la retrospección es selectiva, elige el pretérito virreinal y niega el período incásico. La literatura que manifiesta nostalgia por el pasado colonial es, entonces, una «literatura decadente, artificiosa» (p. 30) y mentirosa; es falsa porque «se ha complacido de añorar, con inefable y huachafa ternura, ese pasado postizo y mediocre» (pp. 30-31), pasado cuyos vestigios son insignificantes considerando, como lo hace el peruano, que «la colonia no nos ha legado sino una calesa, un caserón, unas cuantas celosías y varias supersticiones» (p. 31). Todas las críticas anteriores le sirven al escritor para argumentar las elecciones de «los literatos e intelectuales que, movidos por un aristocratismo y un estetismo ramplones, han ido a abastecerse de materiales y de musas en los caserones y guardarropías de la colonia, han cometido una cursilería lamentable» (p. 32).
19Al igual que en «Poetas nuevos y poesía vieja», en «Pasadismo y futurismo» lo peruano se define tanto por las características propias de su formación histórico-cultural nacional como por las relaciones que entabla con Europa como alteridad central. Mientras el Perú silencia su milenario pasado incásico e idealiza, a través de una literatura nostálgica y falaz, el breve pasado colonial, «las aventuras y los chismes de una época sin grandeza» (p. 31), Europa es dueña de una inmensa historia que dejó valiosos testimonios en el terreno de la cultura. Por ejemplo, como señala Mariátegui, en cualquier pequeña aldea europea existen, «como vestigios de trescientos o doscientos años de historia medieval, un conjunto maravilloso de monumentos y de recuerdos. Y es natural. Cada una de esas ciudades era un gran foco de arte y de cultura» (p. 32).
20El espacio cultural peruano, al elegir una historicidad apócrifa, la del virreinato, se instala como el espacio de la carencia. «Si por historicismo se entiende la aptitud para el estudio histórico, aquí no hay ni ha habido historicismo» (p. 33), sentencia Mariátegui quien, sin embargo, reconoce la existencia de «algunos trabajos parciales de exploración histórica», pero ningún «trabajo de síntesis» (p. 33). Lo que denuncia el peruano es la falta de un espíritu conciliador que reconozca otras influencias y otras historias en la conformación identitaria del Perú, particularmente, la indígena, tradición sobre la que reflexionará con insistencia. El hecho de que los estudios históricos sean, como advierte el autor, «casi en su totalidad, inertes o falsos, fríos o retóricos» (p. 33), permite observar dos cuestiones: primero, que el campo cultural peruano como zona de carencia se asocia no tanto a la falta de capacidad intelectual como a la falta de voluntad y, segundo, y más importante, que los estudios de la realidad peruana son un núcleo problemático en el pensamiento de Mariátegui. Este presupone el análisis de los hechos sociales y sus modos de comprensión ligados a la historicidad particular de un pueblo y a sus necesidades sociales.
21El análisis situado, historiado, explica, entre otras cosas, la necesidad de definir los términos que ofrece el artículo. Por ejemplo, el concepto de porvenirismo, que si bien, como reconoce Mariátegui, suena menos adecuado que futurismo, tiene sentido en un país que llamó futurista a un «partido de carne, mentalidad y traje conservadores» (p. 30). Esto explica por qué el autor desacreditó la palabra futurista, aunque no su significado, que es el eje de la propuesta que sostiene el texto. El mensaje de Mariátegui recupera, en su aspecto programático, la actitud iconoclasta en la poesía, en el arte y en el pensamiento que los jóvenes peruanos «gradualmente, van adquiriendo» (p. 34). El carácter progresivo del aprendizaje señala la confianza en la nueva generación, a la que se destina la propuesta de destruir la tradición pasadista que uniformiza una historia encubridora del indio, que festeja una pompa inexistente y alimenta «prejuicios y supersticiones» (p. 34). La propuesta tiene una explicación: sucede, según el autor, que «no se puede afirmar hechos o ideas nuevas si no se rompe definitivamente con los hechos e ideas viejas» (p. 34). A este argumento de tipo general lo enriquece otro coyuntural, particular, peruano, y es que «el pasado, sobre todo, dispersa, aísla, separa, diferencia demasiado los elementos de la nacionalidad, tan mal combinados, tan mal concertados todavía. El pasado nos enemista. Al porvenir le toca darnos unidad» (p. 34).
22«Pasadismo y futurismo», publicado en noviembre de 1924, y «Lo nacional y lo exótico», publicado en diciembre del mismo año, señalan una preocupación temprana por las tradiciones nacionales entendidas como fuerzas selectivas del pasado, impuestas por los grupos de poder. Tres años después, a fines de 1927, encontramos dos textos, «Heterodoxia de la tradición» y «La tradición nacional», que patentizan la importancia y la proyección que el pasado y la tradición del Perú tuvieron en el ideario de Mariátegui. En el primero de los artículos de 1927, el peruano ofrece la siguiente definición:
La tradición es, contra lo que desean los tradicionalistas, viva y móvil. La crean los que la niegan para renovarla y enriquecerla. La matan los que la quieren muerta y fija, prolongación de un pasado en un presente sin fuerza. (p. 161)
23Mariátegui sostiene una caracterización afirmativa referida a lo que la noción definida «es», y niega una presuposición sobre lo que un grupo social «desea» que signifique dicha noción. Lo que se asevera es la vitalidad dinámica de la tradición y lo que se rechaza es su estatismo, su inercia histórica. El fragmento citado muestra, además, una oposición intergrupal, un conflicto entre los tradicionalistas y los reformistas, grupo al que aquí se alude de modo implícito pero que a lo largo del texto se nombra explícita y generalmente bajo el rótulo de «revolucionarios». Los verdaderos revolucionarios, nos dice el autor, «no proceden nunca como si la historia empezara con ellos. Saben que representan fuerzas históricas, cuya realidad no les permite complacerse con la ultraísta ilusión verbal de inaugurar todas las cosas» (p. 162). La descripción se enuncia en términos negativos, señala lo que el grupo enaltecido no se permite hacer. El mandato intelectual referido afecta tanto la praxis (las actividades de intervención sobre la realidad) como las concepciones de mundo (los modos en que se percibe e interpreta la realidad) de los intelectuales revolucionarios, y se contrapone puntualmente con una escuela de vanguardia, el ultraísmo, aunque de un modo más general y profundo se enfrenta con un sector hegemónico del campo cultural, el de los tradicionalistas.
24La crítica a los ultraístas apunta, más bien, al hecho de que al exacerbar estos la conciencia de lo novedoso, desestimaron el anclaje histórico de sus obras y al pasado como fuerza configurativa. Pero la que hace a los tradicionalistas es mucho más importante puesto que sus falencias o aporías no afectan a una pequeña franja de la sociedad letrada sino a toda ella en general. Dice Mariátegui:
El tradicionalismo –no me refiero a la doctrina filosófica sino a una actitud política o sentimental que se resuelve en mero conservantismo– es, en verdad, el mayor enemigo de la tradición. Porque se obstina interesadamente en definirla como un conjunto de reliquias inertes y símbolos extintos. Y en compendiarla en una receta escueta y única. (p. 163)
25El tradicionalismo conservador pretende homogeneizar la cultura y localizarla en un pasado clausurado. Sus operaciones son opuestas a la verdadera tradición que es, según Mariátegui, «heterogénea y contradictoria en sus componentes» (p. 163). La tradición que estos conservadores reconocen pertenece al mundo de los objetos, no al de los sujetos. En ella ingresan, como vimos recién, «reliquias» y «símbolos»; ella es concebida «como un museo o una momia» (p. 164). Lo que en realidad parece obtenerse al momificar y uniformizar el pasado es el silenciamiento de todo conflicto sociohistórico, así como la apropiación e imposición de las representaciones culturales hegemónicas. Mientras la tradición de los conservadores cosifica lo vivido, deshumaniza e iguala las distintas memorias, la noción de Mariátegui surge «como resultado de una serie de experiencias –esto es de sucesivas transformaciones de la realidad bajo la acción de un ideal que la supera consultándola y la modela obedeciéndola–» (p. 163). La realidad, entonces, se vuelve subjetiva y susceptible de cambios. Esta posibilidad de modificación social es uno de los puntos sobre los que más trabaja el texto, que propone como artífices de dicha renovación a los revolucionarios que «encarnan la voluntad de la sociedad de no petrificarse en un estadio, de no inmovilizarse en una actitud» (p. 164).
26El texto no formula una propuesta, ni proyecta un porvenir posible; sin embargo, subyace cierta predictibilidad, un modo de anticipar ciertos desenlaces sociales según se entienda la tradición. En dos mecanismos se asienta, principalmente, este discurso mariateguiano acerca del futuro: la antinomia de los grupos descritos y la seguridad en el planteo de los resultados a los que lleva seguir uno u otro modelo de tradición. El primero de estos mecanismos polariza el debate: identifica al grupo rechazado, los tradicionalistas, y al celebrado, los revolucionarios, como modelos de interpretación y organización social que deben combatirse y fortalecerse, respectivamente. Los miembros del segundo grupo son quienes, según Mariátegui, construyen la tradición de la época, y «sin ellos, la sociedad acusaría el abandono o la abdicación de la voluntad de vivir renovándose y superándose incesantemente» (p. 165).
27El segundo mecanismo se observa, por ejemplo, cuando en «Heterodoxia de la tradición» se plantea la necesidad de una inteligencia renovadora y revolucionaria. El artículo otorga al espíritu creador, en el campo de la cultura, el carácter de imprescindible y vital. Las afirmaciones taxativas son: primero, que sin este espíritu las comunidades se paralizan por una sensación de acabamiento o derrota y, segundo, que cuando esto ocurre «se constata, inexorablemente, su envejecimiento y su decadencia» (p. 164). La modalidad epistémica de certidumbre se manifiesta explícita y lexicalmente, y deja ver cómo no solo se aseveran ideas sino también relaciones entre ellas, en este caso un vínculo causal. La certeza de dicha relación es la que se proyecta en el futuro, al que de un modo sutil y complejo se dirige el texto.
28En «La tradición nacional», Mariátegui constata la presencia de un espurio tradicionalismo y formula, de un modo general, los requisitos para abordar de manera plena el problema de la tradición en el Perú. Afirma que «para nuestros tradicionalistas, la tradición en el Perú es, fundamentalmente, colonial y limeña. Su conservatismo pretende imponernos, así, una tradición más bien española que nacional» (p. 167). Lo que rechaza el autor es el carácter excluyente, osificador y homogeneizador de esta tradición. Excluyente, porque descarta lo que no es hispano, las raíces incásicas de la mayoría popular del país; osificador, porque se empeña «en quererla [a la tradición] inmóvil y acabada» (p. 169); y homogeneizador, porque pretende hacer desaparecer las diferencias culturales imponiendo un tradición única e importada de Europa, particularmente, de España. La mentalidad colonial en el Perú fortalecía una conciencia nacional criolla que «obedecía indolentemente al prejuicio de la filiación española» (p. 167), metrópoli de referencia que, por un lado, era fundacional y, por otro, modélica.
29«La historia del Perú empezaba con la empresa de Pizarro, fundador de Lima» (p. 167), sostiene en este artículo Mariátegui, señalando cómo toda tradición y cultura anteriores se anulan y pasan a ubicarse fuera del tiempo histórico de la comunidad nacional, fuera de la cronología de la formación identitaria del Perú. Así, como señala el autor, «el Imperio Incaico no era sentido sino como prehistoria. Lo autóctono estaba fuera de nuestra historia y, por ende, fuera de nuestra tradición» (p. 167). Pero esta expulsión de lo autóctono en la consideración de lo nacional no se reconoce en el artículo como paradigma interpretativo dominante o exclusivo; al contrario, esta tendencia conservadora se plantea en decadencia y convive con otra, la revolucionaria.
30El conservadurismo para definir lo nacional, nos dice el autor, «empequeñecía a la nación, reduciéndola a la población criolla o mestiza. Pero, impotente para remediar la inferioridad numérica de ésta, no podía durar mucho» (p. 167). Una vez consignado su acabamiento, Mariátegui identifica la emergencia de una posición cultural revolucionaria que ha reivindicado el pasado incásico y vencido al colonialismo «sobreviviente aún, en parte, como estado social –feudalidad, gamonalismo–, pero batido para siempre como espíritu» (p. 168). Además de describir y valorar los componentes y el resultado de la lucha cultural en el Perú, «La tradición nacional» propone un modo de abordar, de secuenciar, el estudio de la tradición. Al respecto, dice que «cuando se nos habla de tradición nacional, necesitamos establecer previamente de qué tradición se trata» (p. 170). Lo que deja ver el enunciado es la necesidad de plantear todo análisis en términos concretos y diferenciales, de pensar la pluralidad en términos de especificidad.
31En 1925, dos años antes de publicar este artículo, Mariátegui ya ha desnaturalizado y pluralizado la nacionalidad peruana en «Nacionalismo y vanguardismo»6, texto en el que el autor advertía el declive del tradicionalismo colonialista y el ascenso de una tendencia ideológica renovadora, cuya fuerza le permitía afirmar que «lo más nacional del Perú contemporáneo es el sentimiento de la nueva generación». Esta ejercía un vanguardismo que no se reducía a la experimentación formal ni a la emulación de un cosmopolitismo europeizante; por el contrario, tenía como reclamo capital «la reivindicación del indio» (p. 97).
32Al darle al mundo indígena un lugar principal en su ideario, el vanguardismo peruano adquiere un carácter popular ya que «el problema indígena se presenta como el problema de cuatro millones de peruanos», de «las cuatro quintas partes de la población del Perú» (p. 98). Mariátegui describe y valora la labor reconstructiva de esta generación nueva que «propugna la reconstrucción peruana sobre la base del indio», y que rescata «nuestro verdadero pasado, nuestra verdadera historia» (p. 99). Mientras esta corriente ideológica, valorada positivamente, se reconoce como inclusiva y revisionista, su antípoda, la tendencia a un tradicionalismo conservador, es definida como exclusiva y dogmática.
33El conservatismo solo concibe una peruanidad: la formada en los moldes de España y Roma, señala Mariátegui, advirtiendo luego que esta concepción de la nacionalidad tiene dos graves consecuencias. Primero, al limitar el pasado del Perú a los cuatro siglos del virreinato español, se niega el pasado milenario del incanato, generador de la cultura de una mayoría poblacional. Segundo, al adjudicarse la antigüedad de la latinidad, se incurre en un artificio o simulación de apropiación de un glorioso pasado con el que el Perú, como país en formación, no puede identificarse totalmente.
34El modelo a seguir en el plano sociocultural que el texto sugiere lo brindan los nacionalistas revolucionarios que, apoyados por la masa popular, representan «uno de los movimientos más extensos de esta época» (p. 102). Este grupo reivindica la idea de nación como encarnación del espíritu de libre determinación de los países, idea que, según el autor, «tiene este valor en todos los pueblos que, explotados por algún imperialismo extranjero, luchan por su libertad nacional» (p. 102). El vanguardismo, como se desprende de este y otros enunciados, se define como un modo de comprensión y como una praxis cultural y política.
35La unión del espíritu nacionalista con el revolucionario político al que adhiere Mariátegui se reitera en el campo de la literatura, por ejemplo, cuando afirma que «lo más nacional de una literatura es siempre lo más hondamente revolucionario» (p. 103). Esta idea recibe una amplia explicación cuyo punto más sobresaliente radica en comprender el antagonismo estético-político entre las escuelas viejas y las nuevas, dado que remiten a tiempos distintos. Las primeras «se contentan de representar los residuos espirituales y formales del pasado», las segundas buscan «sus puntos de apoyo en el presente». Por lo tanto, la nación no puede vivir en el estatismo de «los repetidores y rapsodas de un arte viejo». Ella vive, según el peruano, «en los precursores de su porvenir mucho más que en los supérstites de su pasado» (p. 103). Luego de estas reflexiones sobre la perspectiva temporal que el arte escoge adoptar, Mariátegui pasa a describir el futurismo, escuela a la que le reconoce dos virtudes: la de demostrar un profundo amor por su patria, Italia, y la de renovar la literatura y el arte de la época (p. 104). Pero su adhesión al fascismo es criticada por el peruano quien, para explicar este desenlace, jerarquiza a la relación entre los campos de la praxis política y artística. Al establecer que «el futurismo se hizo fascista porque el arte no domina a la política» (p. 104), el autor jerarquiza el poder de dos ámbitos que, si bien se reconocen interdependientes, ejercen poderes asimétricos.
36En «Nacionalismo y vanguardismo» se establece el carácter nacional de todo vanguardismo y, para ejemplificar esta aseveración, se acude al caso argentino. Los mejores poetas de su vanguardia, nutrida de estética europea, «siguen siendo los más argentinos» (p. 106). El martinfierrismo siente, a la vez, las cosas del mundo y las del terruño, conjunción que Mariátegui explica a través de la idiosincrasia del artista, de su personalidad, la que «no se realiza plenamente sino cuando sabe ser superior a toda limitación» (p. 104). El ejemplo de la trascendencia de estos límites en el Perú es César Vallejo. De él, dice Mariátegui, «lo que más nos atrae, lo que más nos emociona tal vez […] es la trama indígena, el fondo autóctono de su arte. Vallejo es muy nuestro, es muy indio» (p. 107). La presencia de lo local, de lo vernáculo en la literatura, no representa una clausura artística. Su aparición no prescinde de una óptica estética universal, del tránsito por «caminos cosmopolitas y ecuménicos» a través de los cuales, según Mariátegui, «nos vamos acercando cada vez más a nosotros mismos» (p. 107).
37La síntesis de un arte autóctono y una proyección internacional la encuentra Mariátegui en Sabogal, artista cuya obra se describe en «José Sabogal», artículo donde se rescata el mundo incaico no solo desde el discurso sino también desde paratextos que funcionan como documentos y lo muestran sinecdóquicamente. Las obras de este pintor que, junto con este artículo, se reproducen en Amauta son: Los pongos, Sacsayhuaman, Cholito cuzqueño, Balcón de Herodes, India Ccolla y Chutillo. La importancia de estas deriva de su carácter fundacional; ellas pertenecen a quien, según Mariátegui, «es, ante todo, el primer pintor peruano. Antes de él, habíamos tenido algunos pintores, pero no habíamos tenido, en verdad, ningún “pintor peruano”» (p. 9). Ahora bien, ¿en qué consiste este rasgo particular de las creaciones de Sabogal?
38Según Mariátegui, en sus obras «renacen elementos del arte incaico», tanto en su contenido humano, «sus temas vernáculos», como en su expresión formal, «la riqueza plástica de lo autóctono». Pero no logra su maestría por una mejor o más pulida técnica, sino porque «siente sus temas. Se identifica con la naturaleza y con la raza que interpreta en sus cuadros y en sus xilografías» (p. 10). Será esta compenetración con el mundo indígena, esta relación vital y emocional que el artista entabla con él, la característica singular que rescata el director de Amauta quien, para describir el valor de Sabogal, recurre a la comparación entre un indigenismo profundo y otro superficial:
Después de él, se ha propagado la moda del indigenismo en la pintura; pero quien tenga mirada penetrante no podrá confundir jamás la profunda y austera versión que de lo indio nos da Sabogal con la que nos dan tantos superficiales explotadores de esta veta plástica, en la cual se ceba ahora hasta la pintura turística. (p. 10)
39La obra de José Sabogal aparece como un ejemplo cuyo valor se agiganta en un contexto en el que, según Mariátegui, «se constata la decadencia, la disolución del arte occidental» (p. 9). La figura del autor es exaltada a través de un gran número de calificativos positivos. Se dice que él tiene un «espíritu fuerte y hondo de constructor, de creador, dotado de una sensibilidad genial» (p. 9). Su valor se explica apelando no solo a sus dotes artísticas individuales sino a su aprendizaje en Europa, lugar que, sin europeizarlo, le ha permitido acceder al «trato directo con las escuelas y artistas de Europa, el estudio personal de los maestros de todos los tiempos», todo lo que, según Mariátegui, enriqueció su temperamento y templó su técnica, tallada por el paradigma de una revolución artística.
40El arte y la cultura del Perú son problematizados y vinculados tanto a las tradiciones nacionales como a las internacionales, siendo las del propio subcontinente las que más parecen preocupar a Mariátegui, quien se interesa en varios artículos por las raíces históricas de la desunión y desarticulación social latinoamericanas. Esta temática aparece en el artículo «La unidad de la América Indo-española», donde se reflexiona sobre el pasado subcontinental compartido por los pueblos hispanoamericanos, cuyos vínculos participan de una pendular trama de uniones y divisiones. Al inicio el texto, Mariátegui repara en la unidad impuesta por la conquista española que «uniformó la fisonomía étnica, política y moral de la América Hispana», y luego señala cómo la posterior generación libertadora «sintió intensamente la unidad sudamericana» y opuso a España «un frente único continental» (p. 13).
41La descripción histórica que Mariátegui ofrece nos indica que, impuesta primero y luego sentida, la unidad subcontinental se estableció gracias a una dialéctica, diferenciada, con dos países europeos: España y Francia. Ambos estuvieron unidos primero por un hispanismo que rechazaríamos en el período de emancipación y, luego, por el «humor revolucionario» (p. 13) que la Revolución francesa propagó por Latinoamérica, en el movimiento independentista de las poblaciones criollas. Los datos que abundan en la descripción van ordenándose lineal y cronológicamente para tornarse explicativos del presente hispanoamericano que, tal como se plantea en el texto, encuentra a nuestros pueblos dispersos. La explicación de esta disgregación también la encuentra el autor en el pasado, luego de la emancipación de España, cuando se abandonó el ideal americanista y «las antiguas colonias quedaron bajo la presión de las necesidades de un trabajo de formación nacional» (p. 14). Este volver la mirada hacia adentro de cada nación, junto con «pleitos absurdos y guerras criminales desgarraron la unidad de la América Indo-española» (p. 14), al tiempo que los pueblos se desarrollaban de modo diferenciado.
42Lo interesante de la exposición anterior es que establece una lógica causal que acude a lo político pero sin que esto satisfaga por completo la explicación. No lo propone como un criterio único o exclusivo para dar cuenta de la desintegración latinoamericana ya que, tal como aclara Mariátegui, no es la «diversidad de horario político» (p. 14) la causa de la dispersión de los pueblos, sino la «imposibilidad de que entre naciones incompletamente formadas […] se concerte y articule un sistema o un conglomerado internacional» (p. 14). A partir de lo antedicho, Mariátegui incorporará la dimensión económica a su planteamiento.
43Según el peruano, es «una causa específica de dispersión la insignificancia de vínculos económicos hispano-americanos. Entre estos países no existe casi comercio, no existe casi intercambio» (p. 14). A la falta de relaciones comerciales entre países se le suma, con una importancia decisiva, un modelo y una posición en la red económica mundial: la de naciones agroexportadoras, productoras de materias primas, dependientes de Europa y Estados Unidos, países industriales a donde envían sus productos y de donde reciben maquinarias y manufacturas. Mariátegui sostiene que nuestros países actúan «económicamente como colonias de la industria y las finanzas europea y norteamericana» (p. 15). Inserto ya dentro de una concepción materialista de la historia, el autor explicita la interdependencia entre política y economía, elementos que son «consustanciales y solidarios» (p. 15).
44«La unidad de la América Indo-española» ofrece, además de una descripción y explicación histórica del pasado y el presente político-económico hispanoamericano, un panorama cultural. Es en este aspecto que aparece la figura del intelectual como la encargada de expresar la identidad hispanoamericana. Él es definido como un transgresor que se ubica en un tiempo de viva intercomunicación subcontinental, «la que ha establecido entre las juventudes hispano-americanas la emoción revolucionaria» (p. 17). La valoración de su rol es simultánea a la de la historia latinoamericana, que «con la revolución mexicana, con su suerte, con su ideario, con sus hombres» posibilita el sentimiento de solidaridad entre «todos los hombres nuevos de América» (p. 17). La exaltación de una confraternidad espiritual produce, en este texto, no un programa propiamente dicho, sino una proyección, una anticipación cargada de anhelo colectivista que Mariátegui enuncia de este modo: «los brindis pacatos de la diplomacia no unirán a estos pueblos. Los unirán en el porvenir, los votos históricos de las muchedumbres» (p. 17). Así, mediante la prolepsis, traza la imagen de una futura (re)unión hispanoamericana como resultado de la voluntad popular integracionista.
45En «Lo nacional y lo exótico» reaparece la tensión entre introspección nacional y apertura internacional. Mariátegui critica la dicotomía entre exotismo y nacionalismo que instalan quienes rechazan todo aporte cosmopolita y se clausuran en lo exclusivamente peruano, sin antes definir ni reflexionar sobre la peruanidad. En realidad, estos actores se sitúan en el conservatismo ideológico puesto que, como señala el autor, «sólo rechazan las importaciones contrarias al interés conservador. Las importaciones útiles a ese interés no les parecen nunca malas, cualquiera que sea su procedencia» (p. 35). Esta patriotería es injustificada ya que se asienta sobre bases confusas e irracionales, «se apoya en algunos frágiles lugares comunes. Más que una tesis es un dogma» (p. 35). Nuevamente, como en «Pasadismo y futurismo», del discurso de Mariátegui emerge una postura historizante que, por un lado, busca sus argumentos en el estudio concreto de los problemas socioculturales y, por el otro, interconecta la realidad nacional con la internacional, en particular con la de los países centrales.
46El modo de conocer descrito como válido se infiere como la contracara del modo de conocer impugnado. Este último, el de los conservadores autodenominados nacionalistas, se sostiene en abstracciones surgidas de preconceptos sin comprobaciones empíricas ni análisis concretos. Sus «afirmaciones son demasiado vagas y genéricas». La peruanidad a la que ellos aluden «es un mito, una ficción», por dos razones: la negación del pasado y la negación del presente. La primera consiste en ignorar el aporte de la cultura incásica que la conquista española aniquiló, sobre cuyos estratos se asentaron los aluviones poblacionales de la civilización occidental modificando al Perú, que «es todavía una nacionalidad en formación». La segunda radica en negar la contribución de Europa y de la civilización occidental en general a la conformación de la realidad peruana. Sucede que, tal como plantea Mariátegui, «la realidad nacional está menos desconectada, es menos independiente de Europa de lo que suponen nuestros nacionalistas. El Perú contemporáneo se mueve dentro de la órbita de la civilización occidental», cuyos aportes se enumeran en el interior de las siguientes preguntas retóricas: «¿Existe hoy una ciencia, una filosofía, una democracia, un arte, existen máquinas, instituciones, leyes, genuina y característicamente peruanos? ¿El idioma que hablamos y que escribimos, el idioma siquiera, es acaso un producto de la gente peruana?» (p. 36).
47Los procesos independentistas latinoamericanos son favorecidos, en el planteamiento mariateguiano, por la adopción de una fértil idea extranjera: «la idea de la libertad no brotó espontáneamente de nuestro suelo; su germen nos vino de fuera. Un acontecimiento europeo, la revolución francesa, engendró la independencia americana» (p. 37). Será la independencia la que acelere la asimilación de la cultura europea en cada país hispanoamericano que depende, según el peruano, «directamente de este proceso de asimilación» (p. 38). Perú tomó de Europa y Estados Unidos todo lo que ha podido y sus vínculos con estas potencias son tan fuertes que cuando «se ha debilitado nuestro contacto con el extranjero, la vida nacional se ha deprimido» (p. 38). En «Lo nacional y lo exótico», Mariátegui no solo constata la estrechez de relaciones entre países, sino que propugna como obligación la tarea doble del conocimiento y de la apertura. «El Perú es un fragmento de un mundo que sigue una trayectoria solidaria» (p. 38), por lo que para comprender su realidad debe conocerse lo peruano no aisladamente, sino en relación con el plano internacional en el que se inserta y con el que entabla las más variadas y complejas relaciones. El autor agrega a su análisis una propuesta de praxis sociopolítica en la que «las relaciones internacionales de la inteligencia tienen que ser, por fuerza, librecambistas» (p. 40). La apertura delineada, entonces, amplía el foco de observación para el análisis de la realidad nacional y revela una posición ideológica que, transparentada en la máxima de que «un pueblo con voluntad de renovación y de crecimiento no puede clausurarse» (p. 40), apuesta por el internacionalismo.
48La propuesta internacionalista, constante en el discurso de Mariátegui, está ligada a la adopción de premisas marxistas, que influyeron en la cultura y en el movimiento obrero latinoamericanos entre 1920 y 1940.7 Al igual que muchos intelectuales latinoamericanos, por aquellos años el peruano puso en equilibrio el ideal internacional con el ideal nacional e impulsó la construcción de un internacionalismo latinoamericano. Este interés aparece, entre otros, en el artículo «Un Congreso de escritores hispano-americanos», cuya reflexión inicial gira sobre la propuesta del escritor Edwin Elmore de realizar un congreso libre entre intelectuales hispanoamericanos que opere como instrumento para la organización del pensamiento subcontinental.
49La idea de Elmore atrae a Mariátegui quien opina que ella «merece ser seriamente examinada y discutida en la prensa» (p. 17), en un debate al que «deben concurrir todos los que puedan hacer alguna reflexión útil» (p. 18) que problematice el tema y no se limite a la mera adhesión irreflexiva. El autor dice que «una recolección de pareceres, más o menos unánimes y uniformes sería, sin duda, una cosa muy pobre y muy monótona» (pp. 18-19). Esta cita nos permite ver cómo Mariátegui entiende la construcción y el funcionamiento del campo cultural: afirmando el valor del disenso, de una pluralidad cuyos intereses o ideologías en conflicto deben batallar en un espacio dinámico y tensionado por las disímiles fuerzas en juego. El intelectual, de este modo, no puede mantenerse neutral en los conflictos ideológicos ni debe tolerar al adversario. Por el contrario, debe confrontarlo continuamente.
50«Un Congreso de escritores hispano-americanos» identifica y describe al grupo antagonista que hace peligrar el encuentro planificado por Elmore: el de los escritores caracterizados como «gente figurativa e histrionesca» (p. 19), «fauna de grafómanos y rectores tropicales y megalómanos, que tan propicio clima encuentra en nuestra América» (p. 20). Este sector intelectual, ampliamente desvalorizado, es aquel que disocia la discursividad de la vitalidad, la palabra del acto. Esta desunión recibirá la crítica de Mariátegui quien, en el caso específico del congreso aludido, señala el peligro que la presencia e intervención de estos antagonistas acarrea: la de su desnaturalización «por las especulaciones del íbero-americanismo profesional» que «traería aparejada ineluctablemente la de sus fines y la de su función» (p. 19). Desvirtuado el fin fundamental de la unión y el conocimiento real de los pueblos, de allí «podría salir todo, menos un esbozo vital de organización del pensamiento hispano-americano» (p. 20). En este artículo, lo hispanoamericano no es una noción que tenga un concreto correlato en la realidad intercultural de los países que lo conformarían. Más bien, aparece como una ilusión, un concepto «de uso externo que todos sabemos tan artificial y tan ficticio; pero que muy pocos nos negamos explícitamente a sostener con nuestro consenso» (p. 20). Lo hispanoamericano se ubicaría en el plano del discurso y no en el de la historia, puesto que quienes apelan a esta idea suelen crear «ficciones y mitos, que no tienen siquiera el mérito de ser una grande, apasionada y sincera utopía» y que no consiguen, «absolutamente, unir a estos pueblos» (p. 21).
51El sector intelectual criticado se ubica en las antípodas de aquel en el que se sitúa Mariátegui. Según el peruano, «los hombres que representan una fuerza de renovación no pueden concertarse ni confundirse, ni aun eventual o fortuitamente, con los que representan una fuerza de conservación o de regresión. Los separa un abismo histórico» (p. 20). Además, sus palabras y sus esquemas explicativos difieren, «hablan un lenguaje diverso y no tienen una intuición común de la historia» (p. 20). Una vez descritos los términos de esta disputa en el seno del campo cultural, Mariátegui esboza su propuesta:
Pienso que hay que juntar a los afines, no a los dispares. Que hay que aproximar a los que la historia quiere que estén próximos. Que hay que solidarizar a los que la historia quiere que sean solidarios. Esta me parece la única coordinación posible. La sola inteligencia con un preciso y efectivo sentido histórico. (p. 21)
52El enunciado anterior pone en juego dos tópicos programáticos frecuentes en el discurso del autor: uno, el de una perspectiva historizante, insinuada en dos artículos anteriores, «Pasadismo y futurismo» y «Lo nacional y lo exótico»; otro, el de un constante ejercicio intelectual selectivo-confrontativo, que aparece con clara fuerza proyectiva en el primer y séptimo número de Amauta, «Presentación…» y «Polémica finita». Antes de comentar estos textos, tracemos, aunque solo sea someramente, una caracterización general de la revista que Mariátegui funda y dirige.
53La aparición de Amauta constituye un suceso único en las letras hispanoamericanas.8 La revista, que alcanzó los treinta y dos números entre septiembre de 1926 y septiembre de 1930, colaboró con el despliegue orgánico del movimiento renovador peruano más importante y fue un foco indiscutible de irradiación cultural, en Perú y en toda Latinoamérica. Desde su inicio, la revista se propuso fusionar las tendencias de renovación artística y política, contribuyendo, entre otras cosas, a formar un espíritu indoamericano fundado en la reivindicación de los valores autóctonos. La elección del nombre es significativa ya que la revista, que en un primer momento debía llamarse Vanguardia, será bautizada con una palabra que en el lenguaje incaico del antiguo Perú significa ‘sabio’ o ‘sacerdote’. El cambio de título, posiblemente sugerido por el pintor indigenista José Sabogal, muestra con claridad «la voluntad de anclar el cosmopolitismo de las vanguardias a las raíces culturales del Perú» (Melis, 1996, p. 364).
54Amauta no solo revalora el pasado cultural más remoto del Perú, también se preocupa por el presente de la cultura nacional e internacional. Del mismo modo que se compromete con una retrospección selectiva, se muestra abierta a las manifestaciones artísticas contemporáneas más innovadoras del Perú, Latinoamérica y Europa. Impulsa y difunde a escritores singulares que se destacan por una intensa búsqueda de experimentación formal. Por poner algunos ejemplos: Carlos Oquendo de Amat, de Perú; Edwards Bello, de Chile; los martinfierristas, de la Argentina; los surrealistas franceses.9 Amauta es, además, una herramienta estratégica fundamental para el programa mariateguiano de acumulación de fuerzas en el terreno político y cultural. Su utilidad radica en ofrecer un espacio de debate que no solo constata una serie de conflictos socioeconómicos de un mundo fragmentado y excluyente, sino que promueve una praxis transformadora a través del múltiple aporte de textos y autores que apuestan al cambio social, a la posibilidad de subvertir un orden anquilosado e injusto. Refiriéndose a la literatura, a la pintura, a la música, al psicoanálisis o al marxismo, los intelectuales y artistas que participan en Amauta conforman una unidad en la pluralidad, con una clara tendencia revolucionaria.
55En «Presentación de “Amauta”»10 se repara en el gran alcance de su representatividad, puesto que la revista «no representa un grupo. Representa, más bien, un movimiento, un espíritu», a cuyos agentes «se les llama, vanguardistas, socialistas, revolucionarios». La enumeración integra distintos actores entre los que existen, según Mariátegui, «algunas discrepancias formales, algunas diferencias psicológicas», por sobre las que «todos estos espíritus ponen lo que los aproxima y mancomuna: su voluntad de crear un Perú nuevo dentro del mundo nuevo». Los intelectuales y artistas que participan en la revista, entonces, comparten un propósito colectivo de renovación general, política y artística a la vez. Este carácter grupal permite el nacimiento de Amauta que, como plantea Mariátegui, no surge de súbito por su sola determinación, sino de la articulación de su esfuerzo individual «con el de otros intelectuales y artistas que piensan y sienten parecidamente» a él. Por este motivo, la voz de la revista no es personal sino que es «la voz de un movimiento y de una generación».
56«Acordarnos y conocernos mejor nosotros mismos» es el primer objetivo que el grupo que Mariátegui representa se propone conseguir. Esta apuesta a la (re)unión y solidaridad de los «elementos» es paralela y simultánea a los propósitos de distinción, selección y exclusión, puesto que el peruano sostiene:
Al mismo tiempo que atraerá a otros buenos elementos, alejará algunos fluctuantes y desganados que por ahora coquetean con el vanguardismo, pero que apenas este les demande un sacrificio, se apresurarán a dejarlo. amauta cribará a los hombres de la vanguardia –militantes y simpatizantes– hasta separar la paja del grano. Producirá o precipitará un fenómeno de polarización y concentración.
57La intención de un proceso de apertura y selección cruza todo el modo de organización de la revista, que «no es una tribuna libre abierta a todos los vientos del espíritu», ni se inscribe en la concepción de «una cultura y un arte agnósticos». Asumida como «una fuerza beligerante, polémica», Amauta no hace ninguna concesión a la tolerancia, a la que define como un «criterio generalmente falaz». Instalada a partir de una voluntad de confrontación, en la que «hay ideas buenas e ideas malas», la revista, al igual que Mariátegui, «rechaza todo lo que es contrario a su ideología así como todo lo que no traduce ideología alguna». En esta «Presentación…» se da a conocer el objetivo principal de la revista, que es «el de plantear, esclarecer y conocer los problemas peruanos desde puntos de vista doctrinarios y científicos». El saber y la construcción de conocimiento son, entonces, un problema fundamental planteado desde una perspectiva que pretende sintetizar lo local y lo universal. Mariátegui declara que Amauta considerará «al Perú dentro del panorama del mundo» y que «vinculará a los hombres nuevos del Perú, primero con los de los otros pueblos de América, en seguida con los de los otros pueblos del mundo» (p. 1). De este modo, su actitud internacionalista se equilibra con el ideal nacional; actitud común, como advierte Salomón, a muchos intelectuales latinoamericanos durante la década que va de 1925 a 1935 (Salomón, 1986, p. 193).
58«Estudiaremos todos los grandes movimientos de renovación políticos, filosóficos, artísticos, literarios, científicos. Todo lo humano es nuestro», sostiene el director de la revista. De este modo, muestra que la totalidad es una preocupación y un presupuesto, una tarea y un derecho. Sus declaraciones universalistas no presuponen una renuncia a lo local o regional, sino una apertura al mundo en el que lo local o regional se ensamblan. Hay que recordar que un año antes de esta presentación, en 1925, Mariátegui era quien exhortaba a sus compatriotas diciéndoles: «Peruanicemos al Perú». En la «Presentación de “Amauta”» hallamos, entonces, una descripción del estado de la cuestión en el campo cultural peruano –la maduración de una tendencia renovadora– y una valoración de dicho campo: positiva para las corrientes reformistas y negativa para las conservadoras. A todo esto, debemos sumar las expectativas verbalizadas, las líneas generales de reflexión y de intervención propugnadas. Mariátegui se niega a rotular estas líneas como programa, puesto que estos le parecen «absolutamente inútiles». Sin embargo, la «Presentación…» transparenta un explícito contenido programático al proponer un conjunto de medidas para la praxis cultural así como una serie de fundamentaciones que establecen su necesidad para el desarrollo artístico y social del Perú.
59En «Polémica finita», artículo aparecido en el séptimo número de Amauta, su director refuta algunas opiniones de Luis Alberto Sánchez respecto de la significación de la revista. Los defectos que este último le endilga son básicamente tres: el academicismo, la indeterminación ideológica por la diversidad de intelectuales que participan y el dogmatismo. A cada una de estas acusaciones responde Mariátegui. Sobre el primer punto aclara que:
Llamar académica a «Amauta», que ha sido unánimemente calificada en América y España como una revista de «vanguardia» […], es una demasía y un capricho verbales, tan subjetivos, tan exclusivos de Sánchez, que no vale la pena controvertirlos. Esta revista, «académica» según Sánchez, tiene ya algunos millares de lectores, hecho que basta para desmentir su opinión. (p. 6)
60La explicación ofrecida se funda en la evaluación de la comunidad letrada nacional e internacional y en la del público lector en general. La aceptación de estos dos grupos se traduce en el consumo masivo de la revista, respuesta que, se presupone, es antagónica a la que reciben los productos académicos, destinados a una minoría. La amplia recepción de Amauta y su generalizada calificación de vanguardista operan como fundamentos legitimadores de su carácter innovador y reformista, cualidades que se enfrentan al academicismo al que se le adjudican, implícitamente y por contraste, las características de conservador y antipopular.
61Respecto del segundo planteo, Mariátegui explica:
«amauta» ha publicado artículos de índole diversa porque no es solo una revista de doctrina –social, económica, política […]– sino también una revista de arte y literatura. La filiación o la posición doctrinal no nos preocupan, fundamentalmente, sino en el terreno doctrinal. En el terreno puramente artístico, literario y científico, aceptamos la colaboración de artistas, literatos, técnicos, considerando solo su mérito respectivo, si no tienen una posición militante en otro campo ideológico. (p. 6)
62El autor reconoce dos criterios: el de la pluralidad disciplinar, que permite presentar una diversidad de temas desde diferentes campos del conocimiento, y el de la excelencia, que permite seleccionar aquellos artículos cuyos autores se distinguen en el área en que se desenvuelven. A estos dos parámetros de selección se le suma un tercero, que tiene como función valorizar los textos. El autor acepta un amplio espectro de obras pero aclara que prefiere, «por supuesto, la de los artistas y escritores que están integralmente en nuestra misma dirección» (p. 6); esta dirección es la que sigue «una revista de definición ideológica, de concentración izquierdista» (p. 6) que hermana praxis artística con praxis política. «Somos los vanguardistas, los revolucionarios. Los que tenemos una meta, los que sabemos a dónde vamos», señala su director.
63En relación con el tercer punto, Mariátegui dice:
Que «amauta» rechace todo lo contrario a su ideología no significa que lo excluya sistemáticamente de sus páginas, imponiendo a sus colaboradores una ortodoxia rigurosa. Este principio, que reafirmamos, nos obliga solo a denunciar y controvertir las ideas discrepantes peligrosas. (p. 6)
64En este sentido, Amauta opera como un campo de atracción y de polarización intelectual que enfrenta posiciones ideológicas diversas, permitiendo, al interior de la revista, el disenso, el cual no acarrea ninguna renuncia. Según Mariátegui, los que dan a Amauta «tonalidad, fisonomía y orientación» son los que tienen «una filiación y una fe, no quienes no las tienen». A estos últimos los admite como «accidentales compañeros de viaje» puesto que no presentan un peligro para la integridad y homogeneidad de la revista. No habría entonces intolerancia puesto que, como se aclara, Amauta deja oír diversas voces, y tampoco habría dogmatismo porque ella, según su director, «en cuanto concierne a los problemas peruanos, ha venido para inaugurar y organizar un debate; no para clausurarlo» (p. 6).
65Los términos y las significaciones de este debate ya habían sido esclarecidos, en gran parte, en un artículo previo titulado «Arte, revolución y decadencia», publicado en el tercer número de Amauta. Allí, Mariátegui se propone esclarecer un frecuente equívoco: la identificación, sin mayor análisis, del arte nuevo con el arte revolucionario. Desde el inicio, el texto reconoce un antagonismo que se intensifica discursivamente, ofrece argumentos y fundamentos de dicha oposición y propone ciertas prácticas poéticas y políticas a la vez que desestima y critica otras. El primer rasgo, temático, pone en juego la confrontación como regla cardinal en las interrelaciones que se dan en el campo cultural; el segundo, estratégico, le da un carácter constatativo y explicativo al texto, de modo que lo valorado se derive de lo documentado; el tercero, proyectivo o programático, señala, a la vez, lo necesario y lo deseable –con un explícita modalidad deóntica– y lo innecesario y lo indeseable.
66En este artículo, Mariátegui sostiene, como una de las premisas principales, la siguiente idea:
No todo el arte nuevo es revolucionario, ni es tampoco verdaderamente nuevo. En el mundo contemporáneo coexisten dos almas, la de la revolución y la de la decadencia. Sólo la presencia de la primera confiere a un poema o a un cuadro valor de arte nuevo. (p. 3)
67El autor señala, de este modo, el contraste principal del texto; lo sitúa en un tiempo histórico moderno y en el plano abstracto de una espiritualidad dual y antinómica que precede a los objetos artísticos donde esta se materializa. Los ideales de estas dos almas son antitéticos: si uno es aceptable, el otro no lo es. El autor explica que «la distinción entre las dos categorías coetáneas no es fácil. La decadencia y la revolución, así como coexisten en el mismo mundo, coexisten también en los mismos individuos» (p. 3). Precisamente, el espíritu decadentista y el revolucionario participan de una tensión en el mundo de la vida y en el mundo de las ideas que obliga a los intelectuales a elegir cuál de los dos guiará su trabajo, puesto que, si bien ambos conviven en el campo cultural, estos son mutuamente excluyentes.
68Mariátegui interpreta la declinación de la cultura occidental como resultado de la «decadencia de la civilización capitalista» que se manifiesta en «la atomización, en la disolución de su arte». De este modo, lo que se constata es una crisis: el agotamiento de un modelo –el del arte burgués– y de una «literatura sin absoluto» y el nacimiento y desarrollo de otro paradigma alternativo, el de las vanguardias, que edifican el cubismo, el dadaísmo, el impresionismo, entre otras escuelas que «al mismo tiempo que acusan una crisis, anuncian una reconstrucción». Aisladamente, explica Mariátegui, ellas no ofrecen una fórmula pero todas concurren para brindar valores y principios que colaboran en su conformación. El sentido revolucionario de estas tendencias no se encuentra en la creación de una nueva técnica ni en la destrucción de otra vieja, sino en «el repudio, en el desahucio, en la befa del absoluto burgués» (p. 3). Lo que rechazan, plantea el texto, no son solo las reglas económicas de un particular y hostil sistema de relaciones de producción, sino las de una organización sociopolítica que no parece perseguir el bien común. Los vínculos entre el arte y la política se plantean como inevitables, y esta idea la demuestra Mariátegui aludiendo, por ejemplo, tanto a los futuristas rusos que han adherido al comunismo como a los futuristas italianos que han adherido al fascismo.
69La política, a la que Mariátegui eleva y siente como una religión, acrecienta su valor en la coyuntura de la decadencia observada. Así, «Arte, revolución y decadencia» sentencia que «en las épocas románticas o de crisis de un orden, la política ocupa el primer plano de la vida» (p. 7). Primacía de lo político que ejemplifican positivamente los miembros de la revolución suprarrealista, Louis Aragon, André Breton y otros, todos los que están «marchando hacia el comunismo» (p. 7). El espíritu revolucionario es, entonces, total. No escinde la praxis poética de la praxis política; ambas se solidarizan en la búsqueda de un cambio absoluto, contrario a los valores que sostiene la burguesía en la cultura y el arte. La operación surrealista, que este artículo de noviembre de 1926 describe, ya ha sido condensada en una explicación previa, la aparecida en «El grupo surrealista», publicado cuatro meses antes, donde se sostiene que «los suprarrealistas pasan del campo artístico al campo político. Denuncian y condenan no solo las transacciones del arte con el decadente pensamiento burgués. Denuncian y condenan, en bloque, la civilización capitalista» (p. 185).
70Las distintas conciencias políticas, y los valores que defienden, permiten distinguir, según Mariátegui, opuestas tendencias en el arte nuevo: la revolucionaria y la decadente, las que muchas veces la crítica no diferencia debido a la adopción de un equívoco difundido por Ortega y Gasset en el mundo hispano. Esta confusión consistiría en no poder distinguir, en el arte moderno, los elementos revolucionarios de los elementos decadentes, en tomar como propios de una tendencia ciertos rasgos que corresponden típicamente a la otra. Por ejemplo, no se puede pretender, como lo hizo Ortega y Gasset, que «la nueva inspiración es siempre, indefectiblemente cómica» (p. 3). Lo que critica Mariátegui es la identificación total entre los planos formales y espirituales. Puede haber, sostiene, un nuevo procedimiento o una nueva técnica, pero la renovación formal no basta para construir un arte nuevo; para crearlo es necesario, además, una voluntad de renovación espiritual y política. Esta reforma consiste en la propuesta comunista que fundamenta el marxismo, cuya conceptualización coincide en mucho con la enunciada, décadas después, por Alain Badiou (1990), quien lo define «como una doctrina revolucionaria, si no históricamente confirmada […], por lo menos históricamente activa» (p. 18).
71El espacio social privilegiado en que se proyecta la posible reforma política/estética esbozada en casi todos los artículos de Mariátegui es Hispanoamérica, colectivo sobre el que se reflexiona en «¿Existe un pensamiento hispanoamericano?» y en «El ibero-americanismo y pan-americanismo», dos textos escritos en mayo de 1925, con pocos días de diferencia. El primero de ellos reconoce, de modo explícito y como disparador textual, la idea del congreso de intelectuales iberoamericanos abordada en un artículo previo, «Un Congreso de escritores hispano-americanos», texto que ya comentamos páginas atrás. «¿Existe un pensamiento hispanoamericano?», entonces, viene a completar el anterior, a desarrollarlo y a problematizar la idea de una formación artístico-intelectual en la región. El segundo de ellos se encarga, por su parte, de oponer dos modos de relaciones culturales internacionales: uno verticalista, el del panamericanismo, y otro horizontal, el del hispanoamericanismo. Dichos vínculos culturales estarían atravesados, además, por modelos políticos y económicos propugnados que tienden a polarizarse: el del imperialismo norteamericano y el del iberoamericanismo popular. Sin embargo, como veremos más adelante, la oposición planteada en el texto no dicotomiza los términos desde una perspectiva geográfica sino artística e ideológica.
72En «¿Existe un pensamiento hispanoamericano?», Mariátegui critica el optimismo y la exaltación con que el pensamiento hispanoamericano se valora. Utiliza como ejemplo de esta exacerbación el mensaje que Alfredo Palacios le dirigió a la juventud universitaria, refiriéndose al valor y potencia de nuestro pensamiento. Lo que discute el peruano no es tanto su riqueza sino la jerarquía que Palacios le da sobre el pensamiento del viejo continente, del que, según el socialista argentino, es independiente. Mariátegui relativiza la supuesta supremacía del pensamiento latinoamericano en el plano internacional al localizar su importancia en el futuro y no en el presente de la enunciación; construye, de este modo, la idea de una intelectualidad en construcción, ni plena ni concluida.
73El autor no puede negar la hegemonía intelectual de Europa a pesar de la crisis del capitalismo que atraviesa, al igual que toda la civilización occidental.11 Constata que, a pesar de la guerra y de la posguerra, el viejo continente conserva su poder de creación y ejerce una profunda influencia en América, hacia donde exporta un sinfín de cosas: ideas, libros, máquinas y modas. Valorada por su capacidad de renacer, Europa representa el pensamiento consolidado que, nutrido de las sólidas tradiciones y escuelas de sus naciones, alimenta la producción intelectual de nuestro continente, la cual, según Mariátegui, carece de rasgos propios y está en proceso de elaboración, al igual que el continente y la raza.
74Para definir la fisonomía de la intelectualidad propia, el peruano acude, como lo ha hecho antes, a una matriz europea que estima, sobre todo, por su capacidad de renovación. Su valoración de lo europeo no es europeizante, aunque así lo han juzgado con frecuencia por oponerse a la norteamericanización, rechazo que se patentiza en «El ibero-americanismo y pan-americanismo». Allí afirma que «antes de una gran Democracia, como les gusta calificarlos a sus apologistas de estas latitudes, los Estados Unidos constituyen un gran Imperio» (p. 27) que se expande e invade Latinoamérica con victorias políticas y económicas que «le asegurarán, poco a poco, la adhesión, o al menos la sumisión, de la mayor parte de los intelectuales» (p. 28). La denuncia que en este artículo enuncia Mariátegui nos muestra que su concepción, identificada con el socialismo científico como teoría universal, incluye un rechazo al eurocentrismo como actitud de dependencia ideológica y al americanocentrismo como postura anticultural de rechazo a los aportes de la cultura-civilización (Salomón, 1986, p. 193).
75En «¿Existe un pensamiento hispanoamericano?», Mariátegui no solo no asimila de modo directo y total el modelo cultural europeo al hispanoamericano sino que se detiene en una de las particularidades de este último: el mundo indígena. En el Perú, este es silenciado por una intelectualidad cuestionada, según indica José Arico (1999), por «haberse constituido a espaldas de esa realidad o, mejor aún, ignorando totalmente su presencia» (p. 177). Contrario a esta intelectualidad, Mariátegui encuentra en este universo uno de los ejes fundamentales de su obra e insistirá en una operación de rescate del incanato. Al prestar atención al tema indígena, «peruaniza» la reflexión sobre la nacionalidad, puesto que se detiene en una especificidad del país andino: la presencia de una mayoría indígena. Reconocer su aporte a la cultura del Perú es, para el autor, fundamental para la construcción de una nacionalidad que está, en el caso peruano, en formación. Al respecto, Melis advierte:
El concepto general de nacionalidad en formación se concreta en el caso representado por un país dividido entre sus dos componentes principales y no integrados. La peruanización del Perú, entonces, tiene como piedra de toque la capacidad de asumir el problema indígena como eje de la edificación nacional. (1991, p. 13)
76En «El ibero-americanismo y pan-americanismo», Mariátegui enuncia las bases no ya para la construcción de una identidad y de un campo cultural estrictamente nacionales sino, más bien, internacionales e hispanoamericanistas. El texto sostiene y describe, como ya dijimos, la oposición entre dos modos de vinculación cultural internacional: uno verticalista, el de la imposición de valores mercantilistas, que «se apoya en los intereses y los negocios», y el otro horizontal, basado «en los sentimientos y las tradiciones» (p. 28). Estos dos estilos se ligan, superficialmente, a dos geoculturas: la iberoamericana y la norteamericana. Sin embargo, estas no se plantean como totalidades uniformes sino como unidades plurales que contienen en sí mismas diferencias que exceden toda simplificación binaria o maniquea. Mariátegui plantea, de este modo, un iberoamericanismo apócrifo y otro verdadero, así como unos valores norteamericanos negativos y otros valiosos.
77El iberoamericanismo simulado es aquel erigido como oficial, el que según Mariátegui «será siempre un ideal académico, burocrático, impotente, sin raíces en la vida» (p. 30). El otro, el auténtico, será el que «debe apoyarse en las muchedumbres que trabajan por crear un orden nuevo» y el que «como ideal de los núcleos renovadores, se convertirá […] en un ideal beligerante, activo, multitudinario» (p. 30). En ambos casos, ya para referirse a aquel aprobado, ya para referirse al impugnado, el autor despliega una descripción que, conformada por la enumeración de calificaciones, se torna evaluativa y explicativa. Lo que se explica, por su parte, tiene validez profética, como lo muestra el futuro al que recurrentemente apunta la morfología verbal. Lo que se constata, el falso y el verdadero iberoamericanismo, se proyecta temporalmente. En el primer caso, el futuro representa una continuidad temporal conservadora, el mantenimiento de un orden descalificado. En el segundo caso, el futuro significa la posibilidad de un cambio, la destrucción de un orden infértil, exclusivo y excluyente, y la implantación de otro, fértil, popular e inclusivo.
78Pero no se satisface Mariátegui con señalar la posibilidad de un porvenir mejor sino que enuncia una serie de proposiciones encargadas de establecer las condiciones y tareas que deben realizarse para la consecución de los cambios anunciados y propugnados en el artículo. Dice el autor, entre otras cosas, que para la solidaridad internacionalista la nueva generación hispanoamericana «debe definir neta y exactamente el sentido de su oposición a los Estados Unidos» (p. 29). Los hombres nuevos de la América indoibérica «pueden y deben entenderse con los hombres nuevos de la América de Waldo Frank» (p. 30) y el trabajo de la nueva generación iberoamericana «puede y debe articularse y solidarizarse con el trabajo de la nueva generación yanqui» (p. 30). En su confrontación explícita con los Estados Unidos, Mariátegui se inscribe en una tradición antiimperialista latinoamericana que comienza a partir de la guerra hispano-norteamericana en 1898. Como observa Terán (1985), esta tradición conforma la idea de Latinoamérica «en relación con ese “hermano enemigo” que toda una capa de intelectuales iba a convertir en objeto privilegiado de sus análisis y preocupaciones» (p. 109).12
79La propuesta mariateguiana establece simultáneamente las posibilidades y los deberes para la reforma en el campo cultural internacional, estando ligada a la solidaridad entre los afines, entre quienes comparten un afán renovador que, reconocido como vanguardista, es llevado a cabo por actores revolucionarios. Si el concepto de vanguardia, en el texto, se mantiene relativamente apegado a los límites del campo artístico, el de revolución servirá para ensanchar su significación hacia el campo intelectual y político-cultural en general. El escritor peruano diagnostica una perspectiva similar en la creación artística de las diferentes geoculturas. Así, declara:
Hoy la misma inquietud que agita a la vanguardia de la América Española mueve a la vanguardia de la América del Norte. Los problemas de la nueva generación hispano-americana son, con variación de lugar y de matiz, los mismos problemas de la nueva generación norteamericana. (p. 29)
80Mariátegui no solo diagnostica similitudes en las preocupaciones y dificultades sino que propone el derecho a la universalización del discurso revolucionario y antiimperialista. Así, un norteamericano, Henry Thoreau, quien es homenajeado por los revolucionarios de Europa, «tiene también derecho a la devoción de los revolucionarios de Nuestra América» (p. 29) y, del mismo modo, «la América de Waldo Frank es también, como nuestra América, adversaria del Imperio de Pierpont Morgan y del Petróleo» (p. 30). Los puntos en común muestran que la oposición que plantea el artículo no es entre Norteamérica y Latinoamérica sino entre aquellos a quienes «los comunica y los mancomuna la misma emoción histórica» –los vanguardistas, los revolucionarios– y aquellos que no la sienten, sean estos norteamericanos, latinoamericanos, o «la España reaccionaria de los Borbones y de Primo de Rivera» (p. 30). En «El ibero-americanismo y pan-americanismo», entonces, el peruano internacionaliza la propuesta de un pensamiento renovador en términos artísticos y políticos, basado en lo popular –en las «muchedumbres» o en lo «multitudinario»–, que se desenvuelve como una praxis activa y combativa.
81La España que rechaza Mariátegui en mayo de 1925, en «El ibero-americanismo y pan-americanismo», es la misma que rechazará dos años después en «La batalla de Martín Fierro» a raíz de «la anacrónica pretensión de La Gaceta Literaria de que se reconozca a Madrid como “meridiano intelectual de Hispanoamérica”» (p. 116). Esta España, conservadora en el arte y la política, tiene ansias imperiales y pretende imponerse en el campo cultural hispanoamericano que, a través de sus intelectuales, ofrece resistencia y busca la emancipación. Ya el título del artículo, «La batalla de Martín Fierro», revela la concepción de la cultura como campo de lucha y de enfrentamientos, los que, en este caso, se dan entre un grupo vanguardista e hispanoamericano y otro conservador y español. A la descripción valorativa del antagonismo antedicho acompañan, principalmente, otras dos acciones: la denuncia y la propuesta.
82Mariátegui denuncia, en particular, la voluntad de La Gaceta Literaria de transformar a Madrid en referente intelectual pero, en general, denuncia «cualquiera tentativa de restauración conservadora» (p. 116). Luego de constatar el problema elabora su propuesta de acción. Esta se sintetiza en el siguiente fragmento: «Contra la tardía reivindicación española, debemos insurgir todos los escritores y artistas de la nueva generación hispanoamericana» (pp. 116-117). La cita muestra tres puntos importantes: primero, una forma de quehacer intelectual activa, el enfrentamiento, la insurgencia a las reglas de un campo literario conservador; segundo, la manifestación de una conciencia de grupo a través de un nosotros inclusivo que alude, simultáneamente, a una pertenencia geocultural –Hispanoamérica– y a una ideológica –la vanguardia–; y, finalmente, el carácter deóntico explícita y lexicalmente marcado en el «debemos», el que, por su forma plural, le da a la obligatoriedad del mandato un carácter colectivo.
83Quienes conforman el grupo retratado son los escritores agrupados en torno a la revista Martín Fierro, que expresan una rotunda negativa al planteamiento de La Gaceta de Madrid. Además de un cuadro de este grupo vanguardista, Mariátegui nos ofrece en este artículo un análisis de la función que su periódico tiene en la Argentina y en Hispanoamérica en general. Sin dudas, hubo una función revolucionaria aunque «tendería a devenir conservadora si la satisfacción de haber reemplazado a los valores y conceptos de ayer por los de hoy, produjesen una peligrosa y megalómana superestimación de estos» (pp. 115-116). Mariátegui no solo se refiere a un presente artístico que se aprueba y celebra sino también a un futuro posible que se desaprueba y cuya existencia potencial depende de una exagerada valoración de lo nuevo y de una incapacidad retrospectiva.
84Precisamente, es el rescate del pasado una de las operaciones de los martinfierristas que Mariátegui realza. Este afirma que «Martín Fierro […] ha reivindicado, contra el juicio europeizante y académico de sus mayores, un valer del pasado. A esta sana raíz debe una buena parte de su vitalidad» (p. 116). Y esta capacidad de mirar hacia atrás parece servirle al autor para establecer una identificación entre la vanguardia argentina y la peruana, que también recupera las raíces históricas de su pueblo. El paralelismo establecido es notorio, por ejemplo, en la importancia dada al título de la revista argentina. Para referirse a este, el autor recupera las palabras de su director Evar Méndez, quien explica que «Martín Fierro […] tiene por nombre el de un poema que es la más típica creación del alma de nuestro pueblo. Sobre esa clásica base, ese sólido fundamento –nada podría impedirlo–, edificamos cualquiera aspiración con capacidad de toda altura» (p. 116). El título de la revista sintetiza un ideario y anuncia una línea artística comprometida con las raíces identitarias nacionales. Su significatividad como indicador de una posición estético-ideológica también se verifica en el primer número de Amauta, donde Mariátegui explica que el nombre de esta revista «no traduce sino nuestra adhesión a la Raza, no refleja sino nuestro homenaje al Incaismo. Pero específicamente la palabra “Amauta” adquiere con esta revista una nueva acepción. La vamos a crear otra vez» (p. 1).
85El artículo valora la capacidad combativa de los martinfierristas, «su tradición que es tradición de lucha» (p. 116), y también su capacidad de fusionar lo internacional con lo nacional, valoración que se desplegó en «El ibero-americanismo y pan-americanismo», artículo ya comentado. Pero según Mariátegui, no es solo la vanguardia argentina, como fenómeno artístico, la que transforma al país en un lugar propicio para situar el centro cultural de Hispanoamérica. Como plantea el autor, «Buenos Aires, más conectada con los demás centros de Sudamérica, reúne más condiciones materiales de Metrópoli. Es ya un gran mercado literario. Un “meridiano intelectual”, en gran parte, no es otra cosa» (p. 118). Sobre las condiciones materiales que le permiten a Buenos Aires constituirse como un campo de gravitación de la cultura continental vuelve a reflexionar en «La batalla del libro», publicado seis meses después de «La batalla de Martín Fierro».
86En «La batalla del libro», Mariátegui describe un hecho puntual referido al campo literario argentino: la Exposición Nacional del Libro organizada en Mar del Plata por el editor Samuel Glusberg. El peruano valora este hecho, al que considera «la manifestación más cuantiosa y valiosa de la cultura argentina», y lo interpreta como un síntoma de la maduración literaria del país:
Ha encontrado, de pronto, en esta exposición, el vasto panorama de su literatura. El volumen imponente de su producción literaria y científica le ha sido presentada, en los salones de la exposición, junto con la extensión y progreso de su movimiento editorial. (p. 118)
87A la vez que reconoce el desarrollo de la literatura argentina, el autor constata el predominio editorial de España, que mantiene una hegemonía en el mercado hispanoamericano a pesar del esfuerzo de ciertos países por posicionarse (p. 118). La explicación de esta preponderancia hispana la encuentra Mariátegui en las tradiciones y los hábitos del comercio literario que favorecen al libro español, cuya «circulación está asegurada por un comercio mecanizado, antiquísimo» (p. 119).
88Al igual que en «La batalla de Martín Fierro», Mariátegui augura un futuro promisorio para la literatura argentina como hecho estético y también comercial. Asegura que una sede para el mercado editorial hispanoamericano «tiene que surgir, a plazo más o menos corto, en Buenos Aires. Las editoriales argentinas funcionan sobre la base de un mercado como el de Buenos Aires, el mayor mercado de Hispanoamérica» (p. 119). El desarrollo de las editoriales argentinas se explica como el resultado tanto de su riqueza económica como de su madurez cultural y opera, en el discurso de Mariátegui, como un ejemplo de lo que se puede y debe hacer. El autor sostiene, con un nosotros inclusivo, que «de sus experiencias podemos y debemos sacar, además, algún provecho en nuestro trabajo nacional» (p. 120).
89La comparación con el caso argentino le permite a Mariátegui caracterizar, por contraste, el campo literario peruano en lo que se refiere a publicación, circulación y difusión de obras. Este campo se describe como un espacio social de escasez y disfunción; allí, observa el autor, «el hombre de estudio carece […] de elementos de información. No hay en el Perú ni una sola biblioteca bien abastecida. Para cualquier investigación, el estudioso carece de la más elemental bibliografía» (p. 120). Luego de señalar estas insuficiencias, el autor insiste: «Tenemos por resolver nuestros más elementales problemas de librería y bibliografía» (p. 120). Este breve enunciado parece operar como una sentencia que, por un lado, revela el carácter proyectivo y deóntico del enunciado y, por otro, el carácter grupal del compromiso requerido para solucionar las fallas en el circuito editorial peruano.
90Las falencias editoriales que se denuncian corresponden a una realidad nacional sobre la que, como vimos, se cavila constantemente, asociándola a las particularidades de su configuración sociopolítica y económica. Entre estas, sobresale la presencia indígena, sobre la que Mariátegui reflexiona en «El problema primario del Perú». Allí, el autor sostiene que «el problema de los indios es el problema de cuatro millones de peruanos. Es el problema de las tres cuartas partes de la población del Perú. Es el problema de la mayoría» (p. 41). En síntesis, el mundo indígena constituye «el problema de la nacionalidad» (p. 42), razón por la que su ignorancia supone una crítica en términos tanto éticos como intelectuales. Mariátegui entiende que «la escasa disposición de nuestra gente a estudiarlo y a enfocarlo honradamente es un signo de pereza mental y, sobre todo, de insensibilidad moral» (p. 42). A los enunciados hasta aquí citados agrega otros marcados deónticamente:
Una política realmente nacional no puede prescindir del indio, no puede ignorar al indio. El indio es el cimiento de nuestra nacionalidad en formación. La opresión enemista al indio con la civilidad. Lo anula, prácticamente, como elemento de progreso. Los que empobrecen y deprimen al indio, empobrecen y deprimen a la nación. (p. 44)
91La solución a la marginalidad del indio no se resuelve, según el peruano, solo con su incorporación al campo de la cultura nacional, sino al de la sociedad y al de la economía. La solución, dice Mariátegui, «tiene que ser una solución social. Sus realizadores deben ser los propios indios» (p. 45), grupo pauperizado por la República que «ha agravado su depresión y ha exasperado su miseria» y que «ha significado para los indios la ascensión de una nueva clase dominante que se ha apropiado sistemáticamente de sus tierras» (p. 42). Con la denuncia de la expropiación de la tierra indígena aparece una perspectiva de análisis que incorpora lo económico como fundamento para comprender lo social. Así, plantea que «en una raza de costumbres y de almas agrarias, como la raza indígena, este despojo ha constituido una causa de disolución material y moral. La tierra ha sido siempre toda la alegría del indio» (p. 42).
92Una vez constatada la relación causal entre la organización económica y la social, Mariátegui esboza en este artículo, de modo general, pautas programáticas que apuntan a la solución del problema del indio. Sostiene que «solo cuando el indio obtenga para sí el rendimiento de su trabajo, adquirirá la calidad de consumidor y productor que la economía de una nación moderna necesita en todos los individuos» (p. 44). De este modo, apuesta no tanto por el integracionismo del indígena a la economía nacional sino por la subversión de un orden económico con una división rígida y capitalista del trabajo. La interpretación del problema del indio pone en evidencia el conflicto de las relaciones de producción y, enmarcada en un pensamiento marxista, cuestiona una tradición de pensar lo nacional fuertemente consolidada (cfr. Aricó, 1999, pp. 177-178). Mariátegui encuentra las raíces del atraso de la nación, así como las de la exclusión de las masas indígenas de la vida política y cultural, en la estructura agraria peruana. De ahí que, según Aricó (1999), «indague en la identificación y superposición del problema del indio y de la tierra el nudo de una problemática que solo una revolución socialista puede desatar» (p. 180).
93En «La evolución de la economía peruana», Mariátegui reitera su inquietud por la exclusión del indígena en los planes de construcción del país así como por la asociación economía-historia. Sostiene allí que «en el plano de la economía se percibe mejor que en ningún otro hasta qué punto la Conquista escinde la historia del Perú» (p. 29). El texto nos retrotrae al pasado para ofrecernos una explicación histórica de la realidad peruana contemporánea del escritor:
Hasta la Conquista se desenvolvió en el Perú una economía que brotaba espontánea y libremente del suelo y la gente peruana. En el Imperio de los Incas, agrupación de comunas agrícolas y sedentarias, la más interesante era la economía. Todos los testimonios históricos coinciden en la aserción de que el pueblo incaico –laborioso, disciplinado, panteísta y sencillo– vivía con bienestar material. Las subsistencias abundaban; la población crecía. (p. 29)
94Al describir el incanato se repara en su prosperidad económica, la que se liga al compromiso con el trabajo que asumen los miembros de la comunidad. Dicho compromiso deriva de la organización colectivista que los reúne y que, según el peruano, «había desarrollado extraordinariamente en ellos, en provecho de este régimen económico, el hábito de una humilde y religiosa obediencia a su deber social». A la constatación retrospectiva de este estado de equilibrio ideal, Mariátegui agrega la descripción de su ocaso, fruto del accionar de los conquistadores españoles que «destruyeron sin poder naturalmente reemplazarla esta formidable máquina de producción». La conquista española será entonces, en su discurso, un elemento explicativo de cómo la «sociedad indígena, la economía incaica, se descompusieron y anonadaron completamente» (p. 29).
95La cronología de la destrucción, que se inicia con la conquista, incorpora el período virreinal, en el cual los «españoles empezaron a cultivar el suelo y a explotar las minas de oro y plata» y en el que sobre «las ruinas y los residuos de una economía socialista, echaron las bases de una economía feudal». El modelo de producción colonial representa, para Mariátegui, las bases históricas de la nueva economía peruana, las raíces de un proceso que «no ha terminado todavía», y en el que «una economía feudal deviene, poco a poco, en economía burguesa. Pero sin cesar de ser, en el cuadro del mundo, una economía colonial» (p. 29). En «La evolución de la economía peruana», entonces, el peruano ofrece una descripción histórica en la que señala continuidades entre un pasado y presente coloniales. Presenta la economía como factor explicativo del tipo de formación nacional y valora profusamente las tendencias organizacionales que en ella interactúan: confronta el colectivismo del incanato al individualismo de la burguesía, que es incipiente en la conquista y en la colonia y que madura en el Perú moderno.
96Así como Mariátegui se retrotrae al pasado incaico para recuperar ideas, valores y prácticas sociales positivas, útiles para pensar y construir el presente, también se conecta con otros integrantes del campo intelectual contemporáneo, con quienes comparte el afán de renovación social. Los referentes privilegiados por el autor para concretar las posibilidades de la revolución en el arte y en la política son los miembros del surrealismo, movimiento sobre el que Mariátegui reflexiona ampliamente en dos artículos de nuestro corpus: «El grupo suprarrealista» y «El balance del suprarrealismo». El primero apareció en julio de 1926, dos meses antes que el primer número de Amauta, y el segundo en febrero de 1930, dos meses antes de la muerte de Mariátegui. Las fechas de publicación muestran la importancia y la proyección que el tema tuvo en la producción del peruano. En «El grupo suprarrealista» se describe y define la «insurrección suprarrealista», que no es «un simple fenómeno literario, sino un complejo fenómeno espiritual. No una moda artística sino una protesta del espíritu» (p. 185). A la vez que se define el surrealismo, se define otra vanguardia con la que se relaciona y cuya importancia se rescata: el dadaísmo, reconocido por Mariátegui como el origen del suprarrealismo.
97El dadaísmo no fue, para el autor, una escuela o una doctrina, sino «una protesta, un gesto, un arranque», cuyo carácter reactivo a un estado de cosas osificado potenció la voluntad de experimentación. Al reaccionar contra el intelectualismo del arte contemporáneo, sostiene Mariátegui, este movimiento ya estaba sentando las bases de una nueva teoría estética, que no se tornaría una tesis o un credo, pues su humorismo se lo impedía. El dadaísmo, constata el peruano, «subsistió como un club de snobismo y extravagancia literarias, acaudillado por Tzara y Picabia; pero murió como movimiento» (p. 185). Esta muerte, sin embargo, no representa el acabamiento total del espíritu dadaísta sino su transformación y desplazamiento a «Bretón, Aragón, Eluard y Soupault» (p. 185), quienes «no renegaron del dadaísmo, sino lo superaron cuando concibieron el programa de la “revolución suprarrealista”» (p. 186).
98El suprarrealismo pudo ser lo que no fue el dadaísmo: un movimiento y una doctrina caracterizados por su antirracionalismo, vinculado con la filosofía y psicología contemporáneas, por una espiritualidad y un accionar ligados a un nuevo romanticismo y por «su repudio revolucionario del pensamiento y la sociedad capitalistas» (p. 186), rechazo a la burguesía que coincide históricamente con el comunismo. De este modo, el suprarrealismo se propondrá como ejemplo de síntesis de una tendencia artística y una tendencia política.
99Si, como vimos, en «El grupo suprarrealista» la comparación principal a partir de la que puede definirse este grupo es el dadaísmo, en «El balance del suprarrealismo» se lo confronta con el futurismo italiano, no tanto para establecer continuidades –como se hizo en el primer artículo– sino para señalar rupturas y diferencias. El futurismo italiano, sostiene Mariátegui, «ha entrado hace ya algún tiempo en el “orden” y la academia; el fascismo lo ha digerido sin esfuerzo, lo que no acredita el poder digestivo del régimen de las camisas negras, sino la inocuidad fundamental de los futuristas» (p. 187), quienes pasaron del enfrentamiento a la representación de una mentalidad conservadora y renunciaron a las iniciales ansias renovadoras, más teatrales que reales según Mariátegui. La claudicación de su revolucionarismo estaba augurada en su propio nacimiento ya que, según el peruano, el futurismo «estaba viciado originalmente por ese gusto de lo espectacular, ese abuso de lo histriónico […] que lo condenaban a una vida de proscenio, a un rol hechizo y ficticio de la declaración» (p. 187). Si en el origen de esta escuela estaba el germen de su propio fracaso, en el surgimiento del suprarrealismo está el principio de su grandeza. Su nacimiento difiere de los otros programas artísticos porque no es un producto nacido de la mente de unos pocos, instantáneamente, sino que tuvo un proceso de formación colectiva –valorado por el peruano– que consta de tres momentos: la infancia dadaísta, «una crisis de pubertad» y su edad adulta, cuando «se ha afiliado a una doctrina» (p. 188) y demostrado su responsabilidad política y sus deberes civiles. Esta última etapa del suprarrealismo es la que justifica la aprobación y la aceptación total de Mariátegui quien, al igual que el movimiento francés, subordina y suscribe su ideario al programa de la revolución presente: el programa marxista de la revolución proletaria.
Posturas y valores geoculturales en la concepción intelectual de Mariátegui
100Los veinte artículos abordados en este trabajo, escritos por Mariátegui durante los años que van de 1924 a 1930, publicados en las revistas Variedades, Mundial y Amauta, nos permiten cartografiar una parte sustantiva de su concepción literaria e intelectual, así como las acciones predominantes de su discurso: la descripción/explicación, la valoración y la proyección/propuesta. Estas, de modo directo o indirecto, se ocupan de presentar y representar a los mismos referentes, a los que podemos agrupar según su ubicación geocultural y según el campo de la praxis humana al que pertenezcan. Las distinciones geoculturales nos permiten analizar las producciones según el espacio social y nacional que problematizan. A partir de aquellas, distinguimos tres grupos de textos: los referidos a la realidad peruana, los centrados en la realidad latinoamericana y, finalmente, los que se ocupan de la realidad internacional, particularmente de la europea y norteamericana. Por su parte, los diferentes campos de acción aludidos, historificados discursivamente, posibilitan observar cuatro grupos, según prime en ellos lo político, lo económico, lo social y lo artístico intelectual. Las divisiones y agrupaciones que marcamos en este recorrido no deben hacernos olvidar que, tal como planteamos en la introducción, Mariátegui privilegia los espacios de intersección y de heteronomía social. Por esta razón, nuestra clasificación es más bien tendencial y expositiva que categórica y explicativa.
101A la literatura del Perú se la describe, se la explica, se la valora y se propone modificarla en varios textos de nuestro corpus, entre ellos en «Poetas nuevos y poesía vieja», en «Pasadismo y futurismo», en «Nacionalismo y vanguardismo» y en «La batalla del libro». Lo que estos tres primeros artículos constatan son tensiones no resueltas en la cultura y el arte nacionales, entre grupos antagonistas que, si bien reciben distintos nombres, representan dos fuerzas sociales irreconciliables: la conservadora y la renovadora. El primer artículo enfrenta los poetas viejos a los poetas nuevos, el segundo opone los intelectuales pasadistas a los porveniristas y, el tercero, los nacionalistas conservadores a los nacionalistas integracionistas. En todos los casos, la valoración es explícita y antitética. El grupo rechazado está asociado al pasadismo, la decadencia, la clausura localista, la vulgaridad, la retrospección selectiva de un pasado apócrifo, la negación y el silenciamiento del mundo indígena. Por su parte, al grupo exaltado y propugnado se le reconocen una serie de cualidades como la modernidad, la tendencia iconoclasta, la apertura cosmopolita y la preocupación social. El carácter proyectivo de los textos se liga a la praxis y a la mentalidad de los actores culturales valuados positivamente, quienes abren el camino hacia una posible reforma general. La temática de los primeros textos denota, por un lado, una clara filiación nacional y, por otro, una posición fronteriza, puesto que las imágenes y las figuras que ellos entretejen se ubican en el intersticio de varios campos convergentes: el literario, el social y el político. Un cuarto campo, el económico, solo se hace explícito en el artículo «La batalla del libro», donde Mariátegui plantea una carencia nacional referida no ya a la literatura como hecho estético sino como hecho comercial: la falta de un mercado editorial en el Perú. Esta escasez en el aspecto material de la cultura afecta las tareas intelectuales de los estudios que, como dijo Mariátegui, carecen de la más elemental bibliografía.
102Con una apertura que desplaza el foco de atención de la cultura letrada nacional a la historia de la cultura nacional, la «Heterodoxia de la tradición», «La tradición nacional» y «El problema primario del Perú» describen distintas operaciones de recuperación y legitimación de la memoria histórica y del propio pasado peruano. En un lado ubican las estrategias homogeneizadoras, naturalizadoras y extranjerizantes y, en el otro, a las pluralizadoras, historiadoras y revalorizadoras de lo autóctono. En la descripción de cada una de las tendencias se funde lo constatativo y lo valorativo. Lo que propone Mariátegui al presentar las dos tradiciones y los dos sectores que la representan, los conservadores y los revolucionarios, es una polarización del debate, como tantas otras veces. De esta manera, empuja al lector a adoptar, al mismo tiempo, una postura de confrontación con el primer grupo y otra de adhesión con el segundo grupo.
103Este último hallará en el indio un aporte ineludible para la peruanidad en construcción. Su marginación en el campo de la cultura nacional y de la economía encuentra sus causas, según Mariátegui, en los procesos de conquista y colonización española. Estos impulsaron la expropiación de tierras comunales, la destrucción de una economía agraria y la imposición de una economía feudal que cosificó al indígena. En su atraso Mariátegui encuentra la explicación del atraso del Perú. Por ello, el problema indígena surge, en la enunciación del peruano, como el problema nacional por excelencia. Al mismo tiempo, se vuelve fundamental acercar e incorporar su universo simbólico al del imaginario nacional. José Sabogal, a quien se le dedica un artículo, representaría este acercamiento, esta preocupación por lo local y vernáculo –de fondo incásico–, que puede articularse y enriquecerse con la óptica universal desarrollada a partir del contacto con las vanguardias europeas. Según Mariátegui, el mundo indígena que este pintor y Cesar Vallejo, entre otros artistas peruanos, rescatan, no será solo un hecho del campo cultural sino también de los campos social y económico. Estos, en un tiempo pretérito, cristalizaban un colectivismo, una conciencia social y una espiritualidad cuya idealización y reivindicación se agigantan al contrastarlos con el individualismo y el materialismo hegemónicos en el Perú y en todo occidente. Estos dos impedimentos para el desarrollo de una nacionalidad dinámica e inclusiva son juzgados verdaderos mientras que otros, asociados a una discursividad política y artística conservadora, se identifican como falsos.
104Un obstáculo falso para el desarrollo y la formación de una nacionalidad es el cosmopolitismo, la apertura hacia lo universal que Mariátegui valora positivamente y propugna en varios textos, como en «Lo nacional y lo exótico». Aquí, la introspección nacional no excluye la apertura a lo internacional y la cartografía en que se ubica al Perú se compone de una geopolítica global, eminentemente occidental, y de una local, en la que sobresale la presencia del mundo incásico. De la descripción de un estado de cosas en la historia peruana, el autor pasa al diseño de su propuesta ideológica: la apuesta por el internacionalismo del campo letrado, que lo acerca a los vanguardistas, y la del campo socioeconómico, que lo aproxima a los marxistas.
105Amauta incorpora esta tensión entre un adentro y un afuera nacionales. En su «Presentación…» y en el artículo «Polémica finita» Mariátegui plantea la necesidad de revalorar el pasado cultural más remoto de un adentro peruano y de considerar su presente como nación en formación. Del mismo modo, establece la necesidad de reconocer y rescatar los aportes positivos que surgen del contacto con un afuera internacional. Estos textos, que tienden a moverse desde la retrospección a la proyección, plantean además la necesidad de una práctica intelectual confrontativa y polemizadora que afirme la posibilidad de un cambio social y niegue la validez del orden establecido. Se enriquecen por la pluralidad temática y disciplinar que la revista propicia, bajo una dirección ideológica que se explicita como izquierdista.
106Sobre Latinoamérica como unidad subcontinental que se aspira a fortalecer, se reflexiona en varios artículos: por un lado, constatan la desunión y desarticulación social del subcontinente, y por otro, proponen el fortalecimiento de sus lazos. En «La unidad de la América Indo-española», por ejemplo, se describe la pendular trama de uniones y desuniones entre los pueblos hispanoamericanos. Para dicha descripción se incorporan referencias a varios campos: el político, el económico y el social. Los dos primeros, «consustanciales» según el autor, explican la disgregación latinoamericana por los antagonismos y enfrentamientos históricos de sus estados y gobiernos y por la falta de vínculos comerciales. Esta falta condena al subcontinente a profundizar su dependencia económica respecto de las metrópolis europea y norteamericana. La posibilidad integracionista emerge en el tercer campo, el social, a través de las muchedumbres, de la masa multitudinaria que comparte un sentimiento de confraternidad espiritual. Sobre este sentir el texto asienta su propuesta colectivista de unión subcontinental. El carácter popular y horizontal de esta unión se debe mucho a la adopción de premisas marxistas, las que, como observamos en el desarrollo, fueron influyentes no solo en el pensamiento de Mariátegui sino en la de la intelectualidad de toda América Latina entre 1920 y 1940.
107Sobre este fondo ideológico debe entenderse «Un Congreso de escritores hispano-americanos», «¿Existe un pensamiento hispanoamericano?», «El ibero-americanismo y pan-americanismo» y «La batalla del libro». Estos textos plantean y valoran dos modos de relaciones culturales internacionales, uno verticalista y otro horizontal. En el primero se incluye a la España conservadora de Primo de Rivera y a los Estados Unidos de Norteamérica; en el segundo, a un sector progresista de Hispanoamérica. El verticalismo es impugnado: el primero, por su mediocridad intelectual y su conservadurismo político; el segundo, por su individualismo mercantilista y su conciencia pequeño burguesa. Ambos son rechazados, además, por sus afanes imperiales con desigual fortuna. El modelo cultural horizontal no es, como el anterior, fácil de concretar: es el propuesto, el ideal, y su posibilidad se deriva, en el caso latinoamericano, de una intelectualidad en construcción, ni plena ni concluida.
108No obstante, el rechazo de las tradiciones norteamericana y europea por parte de Mariátegui es relativo y parcial. Él no desestima toda la ideología surgida de estas naciones, sino la que se opone a la suya, vanguardista y antiimperialista en el arte y la política. Sí acepta, difunde y propugna a aquellos intelectuales, escritores y artistas que, sin pertenecer necesariamente a la patria chica, el Perú, o a la patria grande, Latinoamérica, comparten su «emoción histórica» revolucionaria. Este es el caso, por ejemplo, de los surrealistas franceses, referentes privilegiados por el autor para patentizar las posibilidades de la revolución en el arte y en la política. Sobre ellos reflexiona Mariátegui en «El grupo suprarrealista» y en «El balance del suprarrealismo», principalmente, donde exalta la «insurrección suprarrealista» entendida como un complejo fenómeno espiritual que, al igual que el peruano, repudia el pensamiento y la sociedad capitalistas. Este fenómeno, además, se identifica con y se inscribe en una doctrina política, el comunismo, y se sustenta teóricamente en el marxismo. En la década del veinte, esta línea contaba con un crédito histórico producto de su poder de estructuración de la historia real. Como diría Badiou, poseía referentes que «transmitían la convicción de que la Historia trabajaba en el sentido de la credibilidad del marxismo» (1990, p. 20).
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Notes de bas de page
1 Mariátegui (1979) adjudicaba a los periódicos un posicionamiento ideológico, por el que toda actividad periodística era un modo de intervención en el campo político. Estando en Europa, en 1921, el peruano afirma que dentro «de la lucha de clases no caben periódicos independientes, periódicos neutrales. Todos los periódicos tienen filiación. Todos los periódicos son sectarios. Todos los periódicos son políticos» (p. 302). Esta cita, perteneciente al artículo «La prensa italiana», publicado en El Tiempo el 10 de julio, es recogida por Elizabeth Garrels en la «Cronología» que aparece en los 7 ensayos de interpretación de la realidad peruana (1979) de Mariátegui.
2 Dicha conciencia marxista es presentada en diversa bibliografía como el resultado de su estancia y aprendizaje en Europa. Así sucede, por ejemplo, en el apartado «La experiencia europea y el aprendizaje marxista (1919-1923)» de Aníbal Quijano, en el prólogo de Mariátegui José Carlos, óp. cit. y en José Carlos Mariátegui. Su vida e ideario. Su concepción del realismo de Yerco Moretic (1970).
3 Las tres fuentes principales de consulta para la brevísima recapitulación bibliográfica de Mariátegui fueron los libros de Yerko Moretic y Elizabeth Garrels ya citados y la publicación de Antonio Melis «José Carlos Mariátegui hacia el siglo xxi» que aparece en los Cuadernos de Recienvenido (publicación de curso de posgraduación en Literatura Española e Hispanoamericana, Universidad de San Pablo, Brasil, 1996).
4 De los distintos capítulos del libro, este texto es el único inédito hasta ahora.
5 El modernismo peruano tiene una particularidad que es necesario marcar y es que, tal como reconoce Yerko Moretic, «se manifestó allí con retraso, y debido a esto, había aparecido mezclado con los primeros brotes vanguardistas» (p. 161). Por otra parte, Mariátegui no rechaza todo planteamiento modernista: nos lo demuestra su admiración por Abraham Valdelomar (1888-1919), uno de los poetas modernistas más representativos de inicios de siglo, quien, en 1916, creó la revista Colónida, en la que Mariátegui participó.
6 Este artículo de 1925 fue difundido inicialmente en dos partes: una aparecida el 27 de noviembre, titulada «Nacionalismo y vanguardismo», y otra publicada el 4 de diciembre con el título «Nacionalismo y vanguardismo en la literatura y en el arte».
7 Noel Salomón (1986) explica que «pensadores como José Ingenieros y Alfredo Palacios (en Argentina), Vasconcelos (en México), Haya de la Torre y Mariátegui (en el Perú), no se explican sin acudir al marxismo, hayan sido ellos verdaderos marxistas o no[…]. Cada uno de ellos se vinculó, a su manera, con el movimiento internacional del socialismo o del comunismo y, por tales contactos, contribuyeron a la formación en su continente de una conciencia internacionalista de inspiración obrera» (pp. 192-193).
8 En dos textos de Antonio Melis se repara en esta singularidad de Amauta: en la página 15 del texto ya citado y en su artículo «La experiencia vanguardista en la revista Amauta», publicado en las Actas del Coloquio Internacional de Berlín (1991).
9 Según Melis (1996), «Amauta se propone como un espacio de acogida y maduración de todas las experiencias más vitales. Desde este punto de vista, representa un momento mágico en la historia de la cultura peruana contemporánea, que hasta hoy no se ha vuelto a repetir con la misma riqueza» (p. 16).
10 Toda la presentación, que es un único texto a dos columnas, está en una sola página, la número 1.
11 Yerco Moretic (1970) señala que «tan excesiva confianza en la inminente caída de la sociedad capitalista europea no fue por cierto error exclusivo de Mariátegui: se encuentra en las formulaciones de todos los pensadores revolucionarios de la época» (p. 77).
12 Lo notable del primer antiimperialismo latinoamericano, que finaliza con la Primera Guerra Mundial y las reformas universitarias –al que adscribe y continúa, en líneas generales, Mariátegui–, es que «por sobre las determinaciones nacionales, las inflexiones de la discursividad latinoamericana conducían a la obtención de la imagen positiva o invertida de sus propios destinos a partir de una imitación abstracta o de una negación imaginaria del imperialismo norteamericano» (Terán, 1985, p. 109).
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