Capítulo 6. Relatos del naufragio. Un ensayo en torno a la memoria-cuerpo en enfermedades crónicas
p. 163-178
Texte intégral
Había días en que ni los relatos, ni las ilustraciones, ni la música ayudaban. Los días en que no podía ni salir de la cama por el cansancio que me causaba el avance violento, pero seguramente positivo de la quimioterapia en la lucha contra tumores y metástasis. Algunos días los pasaba vagando en un universo ingrávido, vacío y gélido sin sentido, sin objetivo. Entonces comprendía a las personas que, estando muy enfermas, preferían quitarse la vida.
Henning Mankell, Arenas movedizas
6. 1. La relatividad del dolor: la experiencia del pinchazo
1En una ocasión llegó a mis manos una noticia de que una persona en Estados Unidos había decidido mudarse de estado para poder solicitar y llevar adelante la práctica de la eutanasia. Padecía una enfermedad incurable y había decidido poner fin a su vida por dos razones: quería hacerlo antes de que la enfermedad la lleve a un estado en el que ya no fuera posible encontrar rasgos de quien supo ser y, además, lo quería hacer antes de que el dolor se volviera insoportable.
2En aquel momento, la noticia me despertó curiosidad acerca de la eutanasia, en qué países la legislación la permitía, cuál era la situación en la Argentina, cuáles eran las razones por las que alguien podía solicitarla, qué cuestiones eran tenidas en cuenta para permitir legalmente a una persona poner fin a su vida. Para mi sorpresa, descubrí que en los países donde la eutanasia está permitida –por ejemplo, Suiza, Bélgica, Luxemburgo, Holanda, o algunos estados de Estados Unidos–, uno de los principales factores, a la hora de solicitar esta práctica por parte de los pacientes, es el dolor intratable que sufren.
3La eutanasia es una práctica que aún está penada por la ley en la Argentina. Sin embargo, en el año 2012 se promulgó la Ley de Muerte Digna, la cual habilita a los pacientes que sufren una enfermedad irreversible, incurable, o se encuentren en estado terminal, a negarse a recibir tratamiento o cualquier medida de soporte vital. La decisión debe ser comunicada al médico tratante ya sea por parte del paciente o de algún familiar, en caso de que el paciente esté incapacitado para hacerlo. Si bien el paciente se niega a recibir tratamiento de sostén vital, continúa recibiendo tratamiento de control del dolor. Por ello, en este punto, entran en acción los cuidados paliativos, encargados de acompañar a los pacientes que se amparan bajo esta ley.
4En ese entonces, no podía entender que alguien, por la sola razón de sufrir dolor, pudiera evaluar terminar con su vida. Pensaba que, con los avances en medicina, en tecnología médica y en medicamentos cualquier dolor podía ser paliado con el tratamiento adecuado.
5En mi primer acercamiento con el dolor, empecé a darme una idea de por qué decisión era posible. Hace un tiempo tuve una de mis primeras internaciones. En ese momento todavía los médicos no encontraban el diagnóstico de lo que me pasaba. Por alguna razón, mi sistema nervioso se empecinaba en atacar mi cuerpo. Fue así como una mañana empecé a sentir dolor en mis piernas. El dolor aumentaba y aumentaba y los calmantes sumistrados no surtían efecto; el dolor se tornaba insoportable. En la medida que la cantidad de médicos alrededor mío crecía, también me daba cuenta de que no sabían qué hacer. Mientras me retorcía, recuerdo ver reflejada en la cara de mi padre, que me acompañaba, la impotencia por no poder hacer algo ni encontrar las palabras correctas para calmarme. El dolor que yo sufría se reflejaba en su cara. En un momento, debido a algún tipo de calmante en particular o por efecto acumulativo de los varios que me suministraron, mágicamente empecé a sentir que el dolor iba aplacándose. Los médicos, mi padre y yo íbamos recuperando la calma. Recuerdo que, finalmente, cuando el dolor calmó por completo pasé las siguientes cuatro o cinco horas sin moverme ni siquiera un centímetro, aterrado ante la posibilidad de que, si lo hacía, el dolor pudiera volver. De cualquier forma, la situación dejó una marca en mi cuerpo, las sensaciones nunca se borrarían, nunca volvería a ser totalmente libre de ese dolor, su recuerdo sensitivo me acompaña todos los días.
6Años más tarde fui diagnosticado con insuficiencia renal crónica terminal (irct), la última etapa de la enfermedad renal crónica, es decir, cuando los riñones ya no pueden atender las necesidades del cuerpo. Dejan entonces de eliminar los desechos y el exceso de agua, ya que han perdido entre el 85 % y el 90 % de su capacidad de filtrado. El resultado es entonces la acumulación de esas y otras sustancias, que podrían ser peligrosas si permanecen en la sangre. Cuando la enfermedad ha avanzado hasta este punto, el paciente necesita diálisis o un trasplante de riñón para seguir con vida. La diálisis elimina los productos de desecho y los líquidos de la sangre y ayuda a mantener el equilibrio en el organismo. Sin diálisis, todos los pacientes con insuficiencia renal terminal morirían como consecuencia de la acumulación de toxinas en la sangre.
7Los y las pacientes que deben someterse a diálisis pueden optar entre tres tipos de tratamientos diferentes. En mi caso me incliné por la hemodiálisis que normalmente se realiza en el hospital o en clínicas especializadas, de tres a cuatro veces por semana. Es un procedimiento que suele durar un mínimo de cuatro horas cada vez, pero puede llegar hasta las seis horas.
8Lo primero que sucede antes de que un paciente comience su tratamiento es una adaptación del cuerpo a la conexión con la máquina, que en un principio se se realiza a través de un catéter insertado en alguna vena, por lo general del cuello. Este elemento consta de dos conductos, uno por el que la sangre fluye hacia la máquina mediante un filtro que la limpia, y otro por el que retorna al cuerpo sin impurezas. Como segundo paso, se le practica al paciente una cirugía para realizarle una fístula, que cumple la misma función que el catéter; se trata de la unión de una vena y una arteria para aumentar el caudal de sangre, y se realiza en general en los brazos. Como la fístula, que va a ser definitiva, lleva un tiempo de dos meses aproximadamente de maduración, de forma provisoria se sigue usando el catéter. Una vez que la fístula está lista, la conexión se realiza a través de dos agujas colocadas en ella. De la misma forma que con el catéter, por una fluye la sangre hacia la máquina y por la otra retorna.
9Si bien durante mi vida había recibido inyecciones, o me había realizado análisis de sangre en distintas oportunidades, una vez que mi fístula empezó a ser utilizada, es decir, pinchada, me di cuenta de que nada tenían que ver los pinchazos que había recibido hasta ese momento con estos nuevos. Quizás esto se relacionaba con el tamaño de la aguja, con la frecuencia con que la me pinchaban (seis veces por semana, en el caso de que todos los pinchazos sean efectivos) o con la temporalidad del evento, ya que ahoralos pinchazos que recibía estaban enmarcados en un tratamiento con fecha de inicio, pero no de final.
10Pasaban los meses y yo llevaba un cálculo exacto de cuántos pinchazos había sufrido hasta el momento. Seguía el tratamiento, seguían los pinchazos, y el dolor se iba sintiendo peor. Una técnica del centro de diálisis (los técnicos son quienes se encargan de conectar a los pacientes a la máquina de diálisis, o sea de pincharlos) me explicó que en ciertas ocasiones el cuerpo utiliza métodos de protección ante la amenaza de daño o su concreción reiterada En mi caso, ella había notado que mi piel se había ido endureciendo con el correr del tratamiento, esa era mi forma de protegerme… pero también la razón de que cada vez costara más que la aguja penetre en mi piel.
11Con el correr del tratamiento los pinchazos eran cada vez más insoportables. Me levantaba el día que tenía diálisis y lo primero que pensaba era que otra vez iban a pincharme. En el centro empezaron a tomar en broma cada vez que llegaba el momento de punzarme (término correcto para la conexión a la máquina). Yo había empezado a notar que algunos de los técnicos tenían mejor mano para realizar la punción (había entre cinco y seis técnicos por turno, cada uno con un sector y unos pacientes destinados), posiblemente porque eran los más experimentados. Empecé entonces a solicitar que fuera estos los que me punzaran, despertando el enojo en los otros, enojo que mucho no me importó; en definitiva, era mi brazo, mi cuerpo y era a mí al que le dolían los pinchazos.
12En algún momento durante los años que me dialicé, comenté esta situación con una doctora del centro, quien me dijo que le parecía raro que me doliera tanto. Pero de todas formas me sugirió unos apósitos que tenían un producto que adormecía la piel. El sistema consistía en ponerme el apósito en la zona de la punción una hora antes de concurrir a diálisis. De esta forma, la zona quedaría algo anestesiada y la punción no dolería tanto. Los apósitos terminaron en la basura después de la tercera prueba.
13La situación seguía empeorando. Empecé a ejecutar una práctica, sin darme cuenta de que lhaciendo hacía, hasta que los técnicos empezaron a bromear conmigo: cada vez que iban a punzarme, yo miraba para otro lado, cerraba los ojos con fuerza y me mordía la mano. Cuando intenté buscar una explicación para este tan extraño ritual, pensé que así, de alguna forma, dirigía el dolor hacia otro lado. La cuestión era no pensar en el pinchazo, en el daño que producía en mi cuerpo, puesto en evidencia por las marcas que ya se habían grabado en mi memoria.
14Tenía que encontrar un momento para hablar otra vez con la doctora. Si todos consideraban que no era normal el dolor que sentía, quizás tenían razón, y yo estaba equivocado. Fue así como me comentó que en la medicina se trabaja con umbrales de dolor, y que estos son propios de cada uno, por lo que puede pasar que mientras a mí algo me dolía tanto, a otra persona, quizás, no. Pero, agregó, también se debía ser objetivo, porque un pinchazo no podía causarme un dolor insostenible: por más que mi umbral fuera muy bajo, no podía ser lo mismo, por ejemplo, que un cáncer con metástasis en partes óseas, el cual sí produce un dolor difícil de tolerar.
15Recordé lo de los umbrales muchas veces durante mi enfermedad. Siempre era interrogado por distintos doctores acerca de alguna dolencia que sufría, y el interrogatorio giraba en torno a la pregunta: «de uno a diez cuánto te duele». Qué se dice en ese momento, si me duele y me quejo seguramente está más cerca del diez, pero cómo se puede ser objetivo en cuanto a cuantificar el dolor que uno siente: mil veces concurrí al dentista para todo tipo de tratamientos, y nunca tuve temor, pero sé de otras personas que se desmayan solo al traspasar la puerta del consultorio.
16Frente a estas experiencias o trayectorias personales, entiendo que los umbrales del dolor solo pueden ser determinados desde el punto de vista del paciente. Siguiendo el ejemplo de la doctora, un pinchazo puede ser un acontecimiento trivial en la experiencia de un cuerpo o puede ser, en una práctica sostenida y enmarcada en un tratamiento, el índice de una experiencia que deviene insostenible.
17Poniendo el eje en las experiencias y en las marcas que dejan en el cuerpo las situaciones de dolor (a las que aquí llamaré memoria-cuerpo), Veena Das (2008) reconstruye el debate que existe en torno a si estas experiencias son comunicables o no, es decir, entre los que consideran que el dolor anula la posibilidad de ser comunicado y aquellos que entienden que, por el contrario, el dolor, al ser comunicado, permite construir una comunidad moral o afectiva entre quienes lo padecen. Esta pregunta sobre la comunicabilidad del dolor refiere, por un lado, a la posibilidad de que dicha experiencia sea transmitida desde la persona que la padece a otra que no, ya sea un familiar, ya un profesional. Por el otro, a la posibilidad de comunicarla solo entre personas que sufren el mismo padecimiento, con quienes el dolor sería compartido como una experiencia creadora de vínculos con potencial para formar una comunidad emotiva. Si este fuera el caso, cabría preguntarse si el dolor funciona como en un eje central y organizador de la experiencia y de las memorias del padecimiento, de las relaciones entre los pacientes y sus médicos, y como fuente de posibles confrontaciones con las imposiciones del modelo médico hegemónico (Menéndez, 1990).
6. 2. La corporización médica y el cuerpo-memoria
18Para analizar el primer caso retomo la conversación con la doctora sobre el dolor objetivo, en este caso, de un pinchazo. Y parto de mi experiencia encarnada para sostener que la comunicación entre profesional y paciente puede resultar truncada debido a que el marco de interpretación de la biomedicina no es un índice de interpretación de ese padecimiento, o de las memorias del cuerpo que se asocian a los sentidos subjetivos del dolor.
19En este sentido, el dolor es visto como un síntoma por la biomedicina, cuyo objetivo está puesto en curar la enfermedad para mitigar esos síntomas, con lo cual el dolor ocupa un segundo plano y no la centralidad que el enfermo le otorga: «El enfoque biomédico excluye de su práctica la dimensión del sufrimiento subjetivo» (Good, 2003).
20Pero para el enfermo crónico, la enfermedad quiebra la cotidianeidad y lo obliga a someterse a un ritmo de vida dictado por sus tiempos, las demandas del cuerpo y del tratamiento. Por lo tanto, la subjetividad del paciente sobre su propio padecimiento y dolor estará moldeada por la presencia –biográfica, cultural y biológica– de la enfermedad en proceso, así como por la del tratamiento.
El discurso del profesional, aun cuando hable por cuenta de las víctimas, parece carecer de las estructuras conceptuales que permitan darles voz a las experiencias. No estoy sugiriendo que la experiencia de la víctima pueda hablarnos de manera clara y directa, sin verse mediada por la reflexión intelectual. Lo que quiero sugerir sin embargo es que las estructuras conceptuales de nuestras disciplinas conducen a una transformación del sufrimiento elaborada por los profesionales que le quita su voz a la víctima y nos distancia de la inmediatez de su experiencia. (Das, 2008, p. 410)
21Frente a la inadecuación de las estructuras conceptuales de la medicina para dar cuenta del sufrimiento, el desafío es, entonces, reconstruir las memorias del dolor, buscando en ellas los sentidos contextuales implicados en el movimiento del transcurrir de la enfermedad. Para lo cual debemos partir de una concepción de la enfermedad que, sin limitarse a la descripción de un hecho fisiológico, pueda preguntarse por las maneras en que esta articula experiencias subjetivas en contextos particulares de prácticas sociales, procesos biológicos y formas específicas de significación (Good, 2003).
22Veena Das nos habla de la incapacidad del lenguaje para comunicar las experiencias subjetivas de dolor, sosteniendo, además, que las gramáticas y categorías conceptuales que suelen estar disponibles tienden a distorsionarlas. Desde esta perspectiva, es el paciente quién percibe la inadecuación y el que define a las palabras como traicioneras. Al no poder ser comunicado –para no hacerlo de esta forma y con estos sentidos–, el dolor queda atrapado en quienes lo sufren. Para esta autora, a pesar de la incomunicabilidad del dolor a través del lenguaje, existen otras formas de expresión como los rituales corporales e, incluso, los silencios, como mi insistencia en mirar hacia otro lado y morder la mano o como la expresión frecuente entre los pacientes de «no tengo palabras para contarlo».
23Por otro lado, Ludwig Wittgestein (1987) señala que la imaginación puede ser el modo a través del cual se estreche la distancia entre quien expresa indicativamente la existencia de un dolor en su cuerpo y quien, sin estar teniendo esa experiencia corporal, puede hacerse una representación del dolor ajeno.
24De acuerdo con lo dicho hasta aquí, y sin querer entrar más profundamente en el debate planteado, quisiera hacer algunas reflexiones con respecto a la producción de una memoria corporal y a los modos de expresión del dolor.
25Desde el momento en que uno se constituye como un paciente crónico empieza a ver su cuerpo modificado –así como también la organización de su vida cotidiana– en función de las intervenciones requeridas (diálisis en este caso), e inicia un itinerario corporal por fuera de los modos normados que regulaban antes sus movimientos y prácticas. Parafraseando a Judith Butler (2002), cuando el cuerpo es medicalizado –por ejemplo, bajo la etiqueta de la irct– su materialidad se construye desde otras normas reguladoras que lo performan como un ser biológico enfermo. En palabras de Butler, esta performatividad no resulta de algún acto singular y deliberado, sino, antes bien, de la práctica reiterativa y referencial mediante la cual el discurso médico produce los efectos que nombra. El cuerpo es entonces una materialidad hablada por otros que, incluso, determinan qué puede ser, y qué no, un dolor objetivamente atendible. Ahora bien, es ese discurso el que encarna de forma conflictual en la experiencia de un cuerpo vivido (Esteban, 2004), que aun sabiéndose objeto de la ciencia se piensa desde su cuerpo-memoria. Frente a esos marcos posibles y esperables de dolor, y los vocabularios disponibles para expresar el padecimiento, el paciente esgrime una memoria muda del sufrimiento cotidiano producida en el transcurso de su propio itinerario corporal. En el marco de esta memoria, una punción en el cuerpo no es objetivable como un hecho aislado y medible en términos físicos, sino un pinchazo; esto es, una experiencia que escapa o excede los límites objetivos acerca de lo que puede ser corporizado en términos médicos.
26El dolor, entonces, se reconoce distinto a algo medible «del 1 al 10» tanto como los sentidos médicos de punción difieren de lo que se experimenta como pinchazo reiterado en el tiempo. La inadecuación del lenguaje es, en realidad, la imposibilidad del paciente de expresar en términos biológicos –o en el marco de las racionalidades médicas– el dolor que experimenta. El cuerpo-memoria enactúa sus propias semánticas a través de rituales, de desobediencias –como la inasistencia al centro de diálisis– u otras prácticas para expresar los sentidos de enfermedad y dolor que exceden los sentidos corporizados como una materialidad biológica.
27Para este cuerpo-memoria el dolor de un pinchazo se significa como parte de una constelación mucho más amplia de pasado y presente (McCole, 1993), en la que intervienen montajes espaciales (el sanatorio, la sala de diálisis, la disposición de las máquinas y los cuerpos en las máquinas, los gestos de otros pacientes, entre otros), cadenas discursivas de sucesivas conversaciones en la sala de espera, con los familiares o en el trabajo, y recuerdos asociados de otros dolores. Y nos podríamos preguntar, ¿no es esta memoria la que se expresa en el mismo cuerpo cuando, por ejemplo, la piel se endurece como rechazo a la punción? O, parafraseando a Wittgestein, ¿será que a la materialidad performada por la normatividad médica le falta el componente de la imaginación para estrechar las distancias con esos cuerpos-memoria?
6. 3. Narrar e informar
28Volviendo a la discusión anterior, pero ahora centrándonos en torno a la posibilidad de comunicar el dolor entre personas que vivieron o viven experiencias parecidas de sufrimiento, me pregunto si entre pacientes de diálisis los excesos no traducibles a los discursos biológicos pueden ser elaborados con sentidos propios.
29Desde las experiencias vividas en la sala de espera del centro donde convergen pacientes con los mismos padecimientos, no solo he presenciado sino también participado en conversaciones sobre nuestras experiencias. Entre quienes compartíamos similares itinerarios corporales parecía que nuestra distancia afectiva e imaginativa para comprender lo que el otro/otra sentía como dolor era mucho más estrecha. Me pregunto entonces, ¿cuál es esa fuerza que adquiere la transmisión de experiencias entre pacientes, como aquellas intercambiadas en el espacio de la sala de espera? Para responderme esta pregunta, me resulta sugerente el planteo realizado por Walter Benjamin (1991) en su texto llamado El narrador. Aquí, el autor centra su argumento en el vínculo entre la narración y lo que denomina «crisis de la experiencia» en el contexto de emergencia de ciertos tecnicismos discursivos, para advertir sobre los peligros que avizora ante la progresiva destrucción de aquel tesoro entrañable que solo permanece resguardado en la narración, entendida como un relato interpersonal. De estas reflexiones retomo dos categorías que Benjamin opone entre sí: la narración y el discurso informativo.
30Para este autor, la narración es el arte de intercambiar experiencias o, en otras palabras, la habilidad de acomodar lo que uno oye junto a lo más suyo, de reelaborar las experiencias escuchadas sumergiéndolas en el interior de los propios recuerdos para volver luego a intercambiarlas. La fuerza sobre la que me preguntaba arriba reside, para Benjamin, en el potencial asociativo de escuchar un relato de experiencia cuando me permite imaginar de un modo novedoso las propias vivencias. Es esa fuerza la que nos lleva a imaginar posibles vinculaciones de sentido y la que nos mueve a compartirlos.
31Silvia es una paciente que dializa hace 15 años. Ella se encuentra entre las personas que conocí en la sala de espera del centro. Una vez, mientras charlaba con quienes allí aguardábamos acerca del trabajo, nos contó que tenía que viajar a Buenos Aires por distintos estudios y que la última vez que había estado no la había pasado bien durante el tratamiento porque «me dializaron mal» y, como consecuencia de ello, su fístula se tapó. Quienes estábamos allí, identificamos en este relato la experiencia de un dolor conocido e imaginamos con el cuerpo lo que debía significar para Silvia el hecho de no haberlo pasado bien. Luego, otros pacientes relataron experiencias similares en distintos centros que, si bien no trataban acerca de un taponamiento de la fístula, sí tenían que ver con el hecho de no pasarla bien durante o después de una diálisis. Hablamos luego sobre los tratos y los profesionalismos diferenciales, y no solo compartimos un fuerte apego por el centro de diálisis desde el que organizábamos nuestras vidas cotidianas sino que, ante todo, compartimos, sin necesidad de muchas palabras, las preocupaciones que nos interceptaban en nuestros similares itinerarios corporales.
32Dentro de los discursos informativos de los que habla Benjamin, incluyo los discursos de la medicina por su carácter técnico y universal, serial y distante de las experiencias, efímero y circunstancial en tanto sus referentes suelen estar siempre contextualizados en el tiempo presente, perentorio y fugaz al que este autor denomina «actualidad».
33Los eventos comunicativos entre médicos y pacientes suelen desarrollarse en el marco de una performance (Bauman y Briggs, 1990) específica, que articula sentimientos, tipos de discursos y vivencias del paciente y del profesional. En esta performance, la división de roles está definida, por un lado, a partir de los conocimientos especializados del médico para tratar las patologías de los pacientes, y la necesidad (y la voluntad) del enfermo de recibir ayuda técnica para dar respuesta a sus padecimientos. Por otro lado, si historizamos la relación médico/paciente, podemos ver que a través del tiempo se identifican diferentes modelos de autoridad, entre los que se destacan dos posturas bien diferenciadas. El primero es un modelo paternalista, donde la decisión del médico es palabra incuestionada, en tanto se la hace primar sobre los intereses que podría tener el propio paciente. Y el segundo es el modelo autonomista, donde el paciente recupera protagonismo en la toma de decisiones sobre su tratamiento, a riesgo de ser el adjudicatario de distintas responsabilidades durante los procedimientos. Ambas actitudes suelen poner en primer plano la comunicación de la información y su transmisión a través de discursos cargados de tecnicismos y soluciones preconcebidas. Se trata de un discurso informativo cuya autoridad responde a marcos epistémicos biologizados cuyas verdades objetivas, neutrales, ahistóricas e incuestionables se traducen en recetas aplicables a cualquier caso similar y en cualquier momento y espacio.
34Las tensiones entre la autoridad de la medicina –que se materializa en un cuerpo biológico– y la fuerza de los relatos del paciente –encarnados en cuerpos-memoria– se hacen evidentes ante la expresión de un dolor y la necesidad de administrarlo tomando decisiones sobre o con el cuerpo. Y llegan al extremo cuando la información médica disponible –y las normativas legales en las que se enmarca– no acepta la voluntad del paciente respecto de la solicitud de recibir asistencia –sabiendo que la muerte es una posibilidad– para poner fin al dolor físico y emocional (suyo y de su familia).
35Mi rol como investigador-nativo me permite establecer vínculos y empatías con las personas con las que compartí padecimientos similares e identificar la polisemia con la que circula –por ejemplo, en el centro de diálisis de Bariloche–, la noción de dolor. En encuentros en salas y pasillos, los relatos de dolor no solo van construyendo una comunidad moral y emocional (Jimeno, 2004), sino que, sobre todo, producen relatos intercambiables que expresan itinerarios corporales (en este caso, como pacientes de diálisis). Es a través de estas experiencias transformadas en relatos sobre viajes, cotidianidades, procesos de decisión, evaluaciones de los tratos médicos o relaciones familiares que el dolor se vuelve memoria común. Porque, aunque cada uno de los que padecemos exprese su experiencia de dolor en diferentes gestos y rituales corporales, esta se presenta como comprensible para los demás sin necesidad de palabras.
36En esta dirección, las experiencias de dolor constituyen los mojones de nuestra memoria corporizada y de nuestra subjetivación como pacientes. Analizar estos relatos fragmentados en diversas narraciones, gestos y rituales nos permitiría entender por qué una situación, en apariencia sin importancia, puede generar conflictos y traducciones equivocadas entre las médicas y las médicos y los y las pacientes; por qué el dolor puede devenir, en la memoria-cuerpo, una experiencia intolerable, mientras es solo una pinchazo desde la lógica de la autoridad médica. También comprender por qué la práctica comunicativa de informar, con sus presupuestos relacionales de asimetría, enactúa un cuerpo biológico, mientras la práctica comunicativa de narrar actualiza un cuerpo-memoria. Esto es importante porque la diferencia entre estas corporizaciones puede devenir conflictiva para el paciente o para el médico en sus mutuos involucramientos para tratar o elaborar el dolor.
6. 4. Observarse en el naufragio
37La autoetnografía es un proyecto crítico que, según Rey Chow (1995, p. 180), se basa en el hecho de que el autoetnógrafo es simultáneamente el sujeto y el objeto de su investigación. Esta dualidad –entre ser consciente de las etnografías que previamente se escribieron sobre determinadas experiencias y estar afectado constitutivamente por alguna de ellas– es lo que da lugar a este autor a hablar del «estado-de-ser-mirado» (being-looked-at-ness).
38Para Mari Luz Esteban (2004), ese estado resulta en una posición de observación singular y, por ende, irreemplazable. En tanto la etnografía es una comunicación, hacer antropología desde y de uno mismo tiene efectos tanto en la audiencia como en el etnógrafo. Pensando especialmente en las autoetnografías de pacientes que sufren enfermedades crónicas, Esteban sostiene que ese tipo de trabajos quedan adheridos al lector porque lo remite a situaciones que, aunque no hayan sido vividas por él, lo obligan a implicarse y a pronunciarse frente a lo narrado. Pero, agrega:
más allá de su capacidad de conmover, impresiona el poder que tienen de trasmitir y de reconstruir estados, situaciones, roles, vivencias, de una forma totalmente comprometida, séptica, intencionadamente no neutral. Porque lo que hace especiales a estas etnografías es sobre todo la capacidad reflexiva, de observación y autobservación de sus autores/as, el detalle y finura de las interpretaciones, que no suele ir en contra de un análisis ponderado, autocritico, relativista. Estas autoetnografías se alimentan y retroalimentan además de una dosis importante de pasión, de rebeldía, de resentimiento: contra el sistema sanitario, contra la disciplina, contra la sociedad, contra el destino. Una inmejorable condición de partida para la creación científica. (2004. p. 17)
39Por otra parte, para Esteban, las autoetnografías también cumplen una función importante en la legitimación del propio yo del antropólogo o la antropóloga, de su propia existencia y, por lo tanto, de la legitimación y la factibilidad de la disciplina en sí misma.
40En definitiva, se trata de un ejercicio científicamente necesario porque permite la fusión de posiciones y ámbitos de lo humano que siguen pareciendo irreconciliables, y esto permite ensayar conexiones indisciplinadas –con respecto a ciertos mandatos científicos (tanto de la medicina como de las ciencias sociales)– entre experiencias, eventos y sentidos. Entre la medicina y la antropología todavía quedan por realizar muchas conexiones interpretativas y varias articulaciones entre categorías de análisis y de uso para llegar a aproximaciones más profundas acerca del padecimiento. Las memorias del padecimiento y de los itinerarios terapéuticos «desde adentro» buscan llenar esos vacíos de intercomunicación.
41La memoria-cuerpo constela experiencias pasadas y presentes no solo en soportes discursivos sino también físicos –como el endurecimiento de la piel frente a un futuro pinchazo–. Se trata de una memoria encarnada en la que el cuerpo es el que experimenta, registra y recuerda. Y, en ese proceso, la memoria es un cuerpo subjetivándose como paciente, un cuerpo que se va haciendo padeciente/enfermo. Pero la memoria-cuerpo proporciona también un marco de interpretación reflexivo, desde el cual no solo podemos monitorear el grado de nuestro propio autocontrol y de las decisiones cotidianas que tomamos con vistas a recuperarnos, sino también desdoblar el pensamiento para observarnos. La memoria-cuerpo es tanto medio como fin de la reflexión, es una forma posicionada de mirar y permanecer en el estado de ser mirados.
42Para dar cuenta de estas transformaciones en la memoria-cuerpo, cito a continuación una carta de Antonio Gramsci dirigida a su esposa Tania. Habla en ella acerca de los cambios que sufría interiormente desde el momento en que la enfermedad invadió su cuerpo y él se convertía en enfermo:
Tengo todavía vivo el recuerdo –algo que ya no siempre me sucede en estos tiempos– de una comparación que te hice en el encuentro del domingo para explicarte aquello que tiene lugar en mí. Quiero recuperarla para extraer algunas conclusiones prácticas que me interesan. Te dije entonces: imagina un naufragio y que un cierto número de personas se refugian en un bote para salvarse sin saber con seguridad dónde, cuándo y después de qué peripecias se salvarán. Antes del naufragio, como es natural, ninguno de los futuros náufragos pensaba en convertirse en.… náufrago y por tanto menos pensaba llegar a cometer los actos que los náufragos en ciertas condiciones pueden cometer, por ejemplo, el hecho de convertirse en.… antropófagos. Si cada uno de ellos se hubiera preguntado, en frío, que es lo que habría hecho en la alternativa entre morir o convertirse en caníbal, habría respondido con la mejor buena fe que, dada la alternativa, habría elegido ciertamente morir. Llega el naufragio y se refugian en el bote, etc. Pasados unos días, faltos de víveres, la idea del canibalismo no se presenta tan absurda, y llegados a un cierto punto algunas personas se convierten de verdad en caníbales. ¿Pero se trata en realidad de las mismas personas? Entre los dos momentos, aquel, en que la alternativa se presentaba como una pura hipótesis teórica, y aquel, en que la alternativa se presenta con toda su fuerza como necesidad inmediata, ha actuado un proceso de transformación «molecular» rápido, por el cual las personas de antes no son más las personas de después y no se puede decir, sino desde el punto de vista del Estado Civil o de la Ley –que son, por otro lado, puntos de vista respetables y que tienen su importancia– que se trate de las mismas personas. Y bien, como te he dicho, un cambio parecido me está sucediendo a mí –canibalismo aparte–. Lo más grave es que en estos casos la personalidad se desdobla: una parte observa el proceso, y la otra lo sufre; pero la parte observadora –mientras esta parte exista significa que hay un autocontrol y la posibilidad de recuperarse– siente la precariedad de la propia posición, o sea, prevé que llegará un punto en el que su función desaparecerá, es decir, que no habrá más autocontrol, y la entera personalidad será engullida por un nuevo «individuo» con impulsos, iniciativas, modos de pensar distintos a los de antes. Y bien, yo me encuentro en esta situación. No sé qué quedará de mí al final de este proceso de mutación que siento se está desarrollando. (1996, pp. 692-693)
43Esa experiencia de transformación, cuya radicalidad Gramsci señaló al definirla como «un cambio molecular», abarca la cotidianeidad, las relaciones sociales, los sentimientos y, como él explica, la relación con uno mismo. Y a la luz de esos cambios, la autoetnografía o la reflexividad desde y de una memoria-cuerpo puede ser un aporte insoslayable a la hora de pensar acerca del dolor, la tolerancia y la vida.
44Ese punto de vista singular es el del naufrago; diferente a cualquier hipótesis que, antes de convertirse en uno, la persona que lo encarna haya podido ensayar sobre un escenariopotencial y futuro de naufragio.
45Las experiencias que fui viviendo y las que compartí con otros pacientes me permitieron darme cuenta de que, si bien estaba en lo cierto acerca de que los avances en medicina permitirían paliar el dolor, nunca antes había tenido en cuenta que el dolor crónico se construye y se vive como memoria-cuerpo, esto es, como imagen dialéctica entre experiencias previas –encarnadas, recordadas y registradas– y presentes. Nunca, hasta vivirlo en carne propia, había vislumbrado el cansancio emocional que pueden producir los dolores o, mejor dicho, las marcas imborrables con las que estos invaden todos nuestros sentidos.
6. 5. Palabras finales
46Una antropología del dolor se detiene en el trabajo cultural de los lenguajes rituales, corporales y verbales que se accionan para manejar las pérdidas. Al respecto, Das (1997) señala las limitaciones e incongruencias que afloran cuando los acontecimientos desbordan la capacidad de las prácticas culturales para lidiar con ciertas experiencias.
47Me parece importante terminar este ensayo retomando el señalamiento de Das sobre la necesidad en las ciencias sociales y en la medicina de reconocer el dolor de los otros y la grave falla que implica no hacerlo. Pensando particularmente en las ciencias sociales, esta puede deberse a una larga práctica académica de ignorar las emociones como parte de las relaciones sociales o como fuentes de sentido de la acción humana (Lutz, 1988; Harkin, 2003; Jimeno, 2004). Reconocer el valor que tienen las connotaciones emocionales de los eventos que estudian antropólogos, sociólogos e historiadores permitirá recuperar para el análisis una parte importante de la vida social, enfatiza Michael Harkin (2003, pp. 261-284). Preguntarse acerca de cómo se producen las emociones para los actores y, sobre todo, cuál es el contenido cultural específico de las emociones que van siendo emplazadas en la vida cotidiana y encarnadas en el cuerpo es recobrar una dimensión de la acción social imprescindible para comprender los modos en que trabajan y se materializan las memorias. Como Harkin lo señala, las emociones son en parte reacciones y en parte comentarios sobre la acción social de otros y, como tales, son tanto instrumentos políticos de descalificación y subordinación como de legitimación y empoderamiento.
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Auteur
Universidad Nacional de Río Negro, Río Negro, Argentina
Estudiante de la carrera de Ciencias Antropológicas de la UNRN.
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