Capítulo 1. «Todavía quedan las taperas de los que fueron desalojados». Relatos que disputan la delimitación del territorio en Boquete Nahuelpan
p. 55-72
Texte intégral
1. 1. Introducción
1En 1937, el Estado nacional expulsó a todas las familias que se agrupaban en Boquete Nahuelpan, al noroeste de Chubut. En 2018 recorrí diferentes lugares donde se fueron reubicando las familias luego del desalojo para conversar con los y las descendientes de quienes fueron violentamente expulsados.
2En los relatos sobre el desalojo muchos de ellos hacen referencia a la existencia de las taperas de los que vivían antes, donde se encuentran restos materiales de las antiguas poblaciones. Al preguntarles qué entienden por tapera, me respondieron que son las ruinas de los antiguos donde hoy solo quedan grandes arboledas (de álamos, sauces y frutales) y en algunos casos, restos de corrales y algunos cimientos de piedras de antiguas viviendas. Un poblador expresó: «donde algunos ven solo piedras y grandes árboles, nosotros vemos las taperas de los que ya no están porque fueron obligados a marcharse» (Huenchuman, F. 2017, entrevista). En este sentido, las tierras de Boquete Nahuelpan se vuelven un paisaje cargado de memorias sobre el pasado, donde las taperas operan como marcas de aquello que se experimenta como perdido, pero también como contrapuntos en la historia oficial de los pioneros y como evidencia de la arbitrariedad con la que fueron impuestas las normativas centradas en la noción de propiedad.
3La recurrente mención a las taperas, a los antiguos senderos, a pampas de camaruco y cementerios –como pruebas de un pasado en el presente– me llevó a pensar en los procesos de restauración territorial. ¿De qué manera los relatos sobre las taperas construyen territorio? El lugar nombrado como Boquete Nahuelpan no solo es un territorio a delimitar geográficamente sino, y sobre todo, un lugar de memoria en constante reconstrucción y una arena propicia para esgrimir sentidos de pertenencia y devenir.
4En este trabajo me pregunto cómo los y las habitantes de Boquete Nahuelpan interpretan –y se relacionan con– los escombros de un pasado marcado por la violencia del desalojo y la expropiación, pero también, cómo conviven con estos sitios en sus luchas presentes por el territorio.
1. 2. El desalojo
5Boquete Nahuelpan se encuentra al noroeste de la actual provincia de Chubut, a 15 kilómetros de la ciudad de Esquel. Este territorio fue reconocido oficialmente como reserva indígena por medio de un decreto nacional en el año 1908, luego de las campañas militares denominadas Conquista del Desierto. La norma destinó más de 19 mil hectáreas –ubicadas en el ensanche de la Colonia 16 de Octubre– para ser ocupadas por la «tribu del indígena Nahuelpan y su gente» (Díaz, 2003). Según los relatos de memoria, en torno a Boquete Nahuelpan se vinculaban varias unidades parentales mapuche tehuelche –Nahuelpan, Prane, Basilio, Quilaqueo, Catrilaf, Aillapan, Napaiman, Ainqueo, entre otros– en una misma alianza territorial.1 Después de las campañas militares de fines del siglo xix, estos grupos familiares regresaron a la región y se reorganizaron colectivamente. Durante las primeras tres décadas, incluso, lograron prosperar económicamente, desarrollando conjuntamente actividades agropecuarias, ganaderas, de regadíos, producción de artesanías y comercio.
6Sin embargo, hacia mediados de la década de 1930 se instaló en la región un discurso que puso en tela de juicio la autenticidad de la argentinidad de aquellos indígenas. Este discurso, producido y movilizado por la élite local, respondía a la ambición que estos tenían sobre el territorio de la reserva indígena. Dentro de los motivos alegados para fundamentar –luego de casi treinta años– el desalojo de los pobladores mapuche se encontraban la «acusación de extranjeridad», la imputación de «la falta de hábitos de trabajo» y la denuncia de «desaprovechamiento de las tierras» (Delrio, 2005; Lenton, 2014).
7Finalmente, en 1937, el gobierno nacional dejó sin efecto aquel decreto de 1908 mediante una orden de desalojo, privilegiando la adjudicación y ocupación de estas tierras por miembros de la elite local de la ciudad de Esquel. La reserva fue fraccionada en 9 lotes de 2500 hectáreas, otorgados a diferentes pobladores de las inmediaciones (Lenton, 2014).
8El desalojo es recordado en las memorias indígenas como un momento devastador, en el que las relaciones sociales que se anudaban en Nahuelpan fueron profundamente alteradas. Las personas con las que conversé recuerdan que estos hechos fueron contados por sus padres, madres, abuelos y abuelas con mucho dolor, expresando la impotencia y el sufrimiento de haber visto como quemaban sus casas, desarmaban las familias y destruían la vida que conocían. Con estos sentimientos, Ana Prane recuerda los relatos de su padre:
Mi papá siempre contaba del desalojo y contaba que los sacaron a todos y al que no quería irse le quemaban la casa o lo corrían. Él decía que ahí habían perdido la hacienda, los animales y la siembra que tenían. Les destruyeron todo y los dejaron a la deriva. (2018, entrevista)
9En el relato de Ana, como en historias similares contadas por otros y otras, se revela cómo la memoria de la violencia se inscribe en el paisaje y cómo este último se materializa en las texturas, ruinas, surcos y mojones que fueron dando forma a Boquete Nahuelpan. El fuego fue la marca del desalojo. Quemó las casas, arrasó con los animales y plantaciones y desarmó familias. Por el accionar del fuego, las elites locales en connivencia con los gobiernos desalojaron a las familias mapuche e intentaron borrar las huellas de su prosperidad. A través del fuego buscaron destruir el mundo en el que las familias indígenas volvían a juntarse y a levantarse. De muchas de esas antiguas poblaciones hoy quedan solo las taperas, los grandes árboles que alertan y denuncian la violencia del pasado y el hecho de «que ahí hubo alguien antes» (Huenchuman, F., 2017, entrevista).
10Este fue un desalojo masivo, puesto que expulsó a todas las personas que habitaban esas tierras. En los relatos de la memoria, estos años se describen como los tiempos del «desparramo» (Briones y Ramos, 2016; Fiori, 2020a). Con esta idea se subraya la situación de desesperación y de desamparo, el hecho de «ir donde pudieron». Sin una planificación previa, algunos grupos fueron acogidos por parientes mientras que otros quedaron a la deriva. Algunas familias se establecieron en la zona de Cushamen o Gualjaina, donde ya estaban radicadas otras familias mapuche; otras llegaron a las zonas de Lago Rosario, de Cerro Centinela, de Mallín Grande o de Costa de Lepá. Otras familias deambularon largo tiempo hasta que finalmente se instalaron en los alrededores de Esquel, conformando los barrios de la periferia de la ciudad con condiciones habitacionales precarias como lo son el Barrio Ceferino y el antiguo Barrio La Lata (Díaz, 2003).
11En el año 1948, el gobierno nacional impulsó una restitución parcial de tres de los nueves lotes expropiados, que fue dirigida solo a las y los descendientes directos de Francisco Nahuelpan. El resto de las familias continúan, hasta el presente, desparramados en diferentes lugares de la región. Estos son los grupos a los que mis interlocutores caracterizan como «los que no pudieron volver» (Huenchuman, F., 2017, entrevista). Claudia Briones y Ana Ramos analizaron este proceso como una doble desarticulación de la comunidad del Boquete Nahuelpan, primero la expulsión violenta y luego la devolución arbitraria que implica «un retorno selectivo y a muchas menos tierras que las originariamente acordadas» (2016, p. 207). De este modo lo expresa una de las nietas de Emilio Prane:
La comunidad se llamaba Nahuelpan, pero dentro de la comunidad Nahuelpan había muchas comunidades. Estaban los Basilio, Prane, Ainqueo, Napaiman, Castro, Catrilaf. Pero las tierras se las devuelven solamente a los descendientes directos de Nahuelpan. Pero no todas las tierras, solo un pedazo, los lotes 2, 3 y 6. El resto sigue en manos de los privados y el lote 4, del Ejército. (Prane, A., 2018, entrevista)
12Sin embargo, y a pesar de no haber sido devuelto por el Estado, el lote 4 fue recuperado por algunas familias mapuche tehuelche desalojadas. Esta recuperación es iniciada por la familia Prane a mediados de la década de 1950 y sostenida desde entonces a pesar de los múltiples intentos de desalojo. Por otro lado, en los últimos años, la familia Santul Lauquen se suma a este proceso de recuperación, reapropiándose del lugar en el que se erigía una de las antiguas taperas de Santul.
13En el contexto de estas dos formas de recuperación territorial, una producto de la lucha histórica llevada a cabo por la familia Prane y otra de carácter más reciente, me pregunto cómo los relatos de memoria construyen la idea de tapera. ¿Cuáles son los sentidos de lugar que las taperas producen y cómo estos orientan las experiencias de territorialidad? Más allá de los límites legales establecidos por el alambrado, ¿cuáles son los deslindes y junturas que esos sentidos disputan?
1. 3. La memoria materializada en taperas
14Muchas de las personas con las que conversé me señalaron que en Boquete Nahuelpan «hay taperas por todos lados», pero que la mayoría de ellas se encuentran en las leguas que están en manos de privados, como los lotes 5 y 9, y del Ejército, como la legua 4. Al preguntarles qué entienden por tapera, hicieron referencia a las «poblaciones que ya no están», a las «ruinas de las casas de los antiguos», a los lugares «donde vivían los que no pudieron volver». Uno de los pobladores de Boquete Nahuelpan señala:
Hay muchas (familias) que no volvieron. Eso habla las taperas que hay en las estancias alrededor nuestro, con los nombres de las familias que no volvieron, tapera Macia, tapera Poza. Que ya no volvieron. Que era gente que era pariente de Nahuelpan con otro apellido o allegada y no pudieron volver. Eran de ahí […]. Los abuelos contaban los nombres de las taperas y nosotros lo recordamos, eso se transmitió […]. Ahora son solo nombres, árboles y algunas piedras capaz, pero fueron casas con familias enteras, con historias. Toda esta extensión era de la comunidad. (Huenchuman, F., 2017, entrevista)
15Toponimia, árboles y piedras están en lugar de familias enteras y sus historias. En esta explicación, la tapera tiene dos sentidos de lugar. Por un lado, están en reemplazo de relatos que quedaron truncos, de regresos inconclusos, de personas que no pudieron aún contar su vuelta al lugar. Por el otro, son los índices de ocupación previa y, como tales, destacan el hecho de que esas familias eran de ahí, marcando la continuidad de sus lazos con el territorio a pesar de sus ausencias. Finalmente, son mojones de un territorio usurpado. Al aclarar que eran los abuelos quienes contaban los nombres de las taperas y repetirlos en el relato (tapera Macia, tapera Poza) se actualiza una toponimia propia del lugar. El ejercicio de nombrar las taperas es performativo de territorialidad, puesto que inscribe el territorio en la historia de más larga duración y resiste las borraduras que intentan los alambrados y los documentos legales. En la memoria, las taperas son nombradas de diferentes maneras, apelando a una práctica que realizaban allí (lugar de recolección de corintos), a alguna característica de la vegetación del lugar (Sauce Guacho o tapera de los Guindos) o a los apellidos de las familias que vivieron allí (tapera de Castro o tapera de Macía).
16Como mencioné anteriormente, la mayor cantidad de las tierras que pertenecían a las familias nucleadas en el Boquete Nahuelpan hoy se encuentran en manos de privados. Sin embargo, están las taperas para abrir preguntas, para despertar sentimientos, para repensar territorio y para resguardar del olvido ciertos lugares, y con ellos familias, historias y derechos.
17A partir de las conversaciones que fui teniendo con integrantes de las familias desalojadas en 1937, entiendo que las taperas actúan en dos direcciones: por un lado, como archivo histórico que prueba un desalojo y, por otro, como un lugar donde habitan las fuerzas de los antepasados.
18A continuación, entonces, indago, en el relato de dos mujeres sobre estos énfasis. Una de ellas subraya el valor de evidencia histórica que tienen las taperas, mientras la otra pone en primer plano su función de portal hacia los antepasados. Aun cuando cada una de ellas enmarca la recuperación territorial del lote 4 en diferentes argumentos políticos, ambas coinciden en dar a las taperas el valor de un lugar de apego y de pertenencia que las une al territorio de Boquete Nahuelpan.
1. 3. 1. Las taperas como archivo
19En mi primer encuentro con Patricia Lauquen, allá por el 2017, ella enfatizó la necesidad de dar cuenta de la extensión total de las tierras que constituyen la comunidad de Boquete Nahuelpan. Con esta idea en mente, me dibujó un mapa donde ubicó las taperas que consideraba que tenía que conocer (las cuales se encuentran hoy en día en tierras fiscales y privadas). Después de estas explicaciones sobre el papel, empezamos juntas el recorrido. Caminamos alrededor de cinco horas entre la vegetación escasa de arbustos bajos y dispersos, característica del clima árido de la Patagonia. Tal como ella me había anticipado, las taperas eran fáciles de identificar, porque se anunciaban a la distancia a través de los grandes árboles (cortinas de álamos, sauces, o frutales como guindos o manzanos). Esos árboles habían sido plantados hace muchos años atrás por los antepasados, alrededor de las casas y siempre cerca de las vertientes de agua. Sus presencias iban irrumpiendo abruptamente en la aridez del paisaje y su antigüedad daba cuenta del paso de los años. Cada uno de esos pequeños oasis son eventos de espacio y tiempo.
20En el mapa que dibujó, Patricia fue ubicando las taperas que luego visitaríamos, pero su enumeración se detuvo particularmente en una de ellas, la que fue señalada como la tapera de Francisca Santul, tía abuela de su marido. Ella me explicó que esta tapera era la única que había vuelto a ser habitada. Hace pocos años atrás, ella, su marido y sus hijas e hijo decidieron volver a levantarla como hogar de la familia.
21Emprendimos la caminata en sentido norte, era un día de calor, y para llegar a la tapera tuvimos que atravesar varios alambrados y subir una gran loma. Desde lo alto, visibilizamos la tapera de Castro que se distinguía por los álamos y sauces de color verde que irrumpen en el monocromático amarillo del lugar. Desde allí identificamos otras de las taperas que visitaríamos en el recorrido y algunas que solo veríamos de lejos puesto que se encontraban del otro lado de la ruta 40. A medida que descendíamos, nos íbamos acercando a esos álamos y sauces, que ahora nos mostraban su gran grosor mientras rodeaban una vertiente de agua. Al costado de esos árboles, emerge una serie de piedras ubicadas en forma de rectángulo. El vestigio de las bases de una antigua construcción explicaba Patricia. La tapera de Castro se encuentra muy cercana al antiguo camino de carros que unía Esquel con Tecka, más adentro de la actual ruta 40. Aun cuando hace ya muchos años que este dejó de ser utilizado, sus surcos continúan marcados. Y si uno mira atentamente, no tarda mucho en reconocer el paisaje que se organiza a partir de esos surcos antiguos. A través de las huellas de los carros buey se conectan entre sí muchas de las taperas, otorgando unidad a lo que a simple vista parecía disperso.
22Emprendimos de nuevo la caminata en sentido sureste, subimos y bajamos por las lomas hasta llegar a otra tapera. En el camino, Patricia iba señalando las plantas medicinales que ella conocía, explicándome para qué dolencias podían ser utilizadas y sus propiedades. De esta manera conocí la paramela, la leña de piedra, la uña de gato, la cola de caballo, ñanconahuel, el coirón, el neneo. De cada una de estas plantas ella indicaba el uso medicinal o su posible utilización para teñir la lana. Este tipo de relatos no solo da cuenta del conocimiento de Patricia sobre las plantas del lugar, sino también de sus experiencias cotidianas y afectivas de pertenencia territorial en senderos que visita a diario.
23En determinado momento de la caminata, nos encontramos con una gran vertiente rodeada de mucho pasto y mallines, que atravesaba la sequía que caracterizaba el entorno circundante. Al fondo, más al sur de unos grandes árboles de sauce, vislumbramos una fila de álamos ubicados como cortina de viento, y cerca de esta, unas piedras que, formando un rectángulo, indicaban una antigua población. Esta fila de álamos es atravesada por un alambrado que divide dos de los lotes que hoy se encuentran en manos de privados. Ella me pidió que tomara una fotografía del alambre pasando a través de los álamos, «se nota que el alambre vino después», aclaró. Paramos un rato a descansar bajo los árboles porque el Sol estaba muy fuerte. Mientras tanto, Patricia me contó, con tristeza, sobre las recorridas que suelen hacer ellos en esos campos, pensando e imaginando como habrían sido esos lugares cuando estaban habitados por las personas mapuche: «Nos preguntamos cómo habría sido todo esto. La inmensidad de territorio que había antes» (Lauquen, P., 2018, entrevista).
24Seguimos el recorrido, subiendo y bajando por los pequeños senderos entre abrojales, hasta que llegamos a una tranquera donde había un camino vehicular con huellas recientes de caballo y perros. La pasamos. A lo lejos se veía la gran tapera donde en algún momento hubo una escuela. Rodeada de grandes sauces, álamos y álamos plateados se encontraba la vieja escuela 19. Según me explica Patricia, los árboles que rodean la tapera tienen el grosor de árboles de 100 años atrás. La escuela fue destruida antes del desalojo, pero se levanta como una construcción antigua todavía en pie, de pared francesa, cañas y estructuras de madera de álamo. Las bases de la construcción son de piedras grandes apiladas una al lado de la otra, similares a las que vimos en las otras taperas. Al entrar a la construcción sale una lechuza blanca que, según Patricia, vive allí, porque la ven siempre que van.
25Finalmente volvimos a la casa de Patricia, donde tiene un gran telar, entre plantas medicinales. Nos esperaban su hija, su nieta, su marido Mario y su hijo menor. Tomamos unos mates, y mientras nos sacábamos los abrojos, charlamos sobre la recorrida. Su marido preguntó si habíamos visto a la lechuza, cuando le dijimos que sí, se rio y me dijo: «siempre está ahí cuidando» (Santul, M., 2018, entrevista).
26La recorrida que hicimos con Patricia me permitió conocer lo que guardan las taperas: aquellos fragmentos de historias enclavados materialmente en el territorio operando como un nexo con el pasado. Las taperas permiten a las personas imaginar y añorar «lo que fue» pero también, en palabras de Patricia, lo que debería «volver a ser de la comunidad» (Lauquen, P., 2018, entrevista). Haciendo propio el pensamiento benjaminiano, podríamos decir que la memoria es el movimiento de leer el pasado como si fuera un sueño, «donde lo viejo perdura como ruina y lo nuevo emerge como fragmento», un sueño que busca ser «reconducido al “despertar” y a la “historia”», el trauma de un desgarramiento, pero también una deuda con los ancestros (Sarlo, 2012, p. 50). Es con estos sentidos que entiendo a las taperas como archivos de la memoria, «archivos mnemotécnicos» (Rappaport, 2004), que cuentan la historia de los que allí vivieron. Un nexo tangible con el pasado que despierta el recuerdo y la historia como denuncia, alertando sobre la violencia y la injusticia del desalojo en un pasado no tan lejano.
1. 3. 2. Las taperas como «lugar donde están las fuerzas de los antepasados»
27En el transcurso de mis recorridos y mientras conversaba con distintas personas de la región sobre las taperas de Boquete Nahuelpan, encontré relatos que, además de pensar estos vestigios del pasado como una prueba material del desalojo, enfatizaban su carácter espiritual. Las taperas también son lugares en los que habitan los espíritus o las fuerzas (newen) de los antepasados. Este énfasis es el que puso en primer plano Ana Prane en sus relatos. Ella compartió conmigo los sentidos que adquieren las taperas desde los marcos explicativos que ella heredó de sus ancestros.
28Al iniciar el relato sobre sus antepasados, Ana subraya que la historia de los Prane viene de larga data. El abuelo de su papá, Eduardo Prane, llega a Boquete Nahuelpan luego de las campañas militares denominadas Conquista del Desierto, a fines de siglo xix. Antes del desalojo, los Prane ocupaban parte de los lotes 4 y 9.
Acá en el 4 estaban María Prane y Emilio Prane (abuelo de Ana) y en el lote 9 estaban Eduardo Prane y Cecilio Prane, entre otros. La división en lotes viene después del desalojo, antes no se pensaba así el territorio. (2018, entrevista)
29El mismo acento de denuncia que Patricia actualiza al señalar la presencia de alambrados entre los árboles es el que Ana utiliza para aclarar que la delimitación del territorio en lotes se impuso después del desalojo. Por esta razón, aclara, las taperas de sus casas, el cementerio y el lugar donde antiguamente se hacían las ceremonias se distribuyen a ambos lados del alambrado que hoy separa dos lotes.
30El desalojo de 1937 es un recuerdo que perdura todavía con mucha angustia y dolor: «el desalojo del 37 todavía sigue impune», afirma Ana Prane. Luego de haber quemado sus casas, destruido sus huertas, matado sus animales, sus familias fueron corridas de su lugar. En ese contexto de avasallamiento y represión, un grupo de alrededor de 17 familias (entre ellos Prane, Aillapan, Basilio, Castro) se trasladó hacia Mallín Grande, en la zona de precordillera. Esta situación fue muy dolorosa para las familias en general, pero para los Prane en particular porque recuerdan esos años de desarraigo como la época en la que fueron obligados a instalarse en uno de los lugares más inhóspitos y a estar condenados a morir en la invisibilidad. De este modo lo relata Ana Prane:
A los Prane los mandaron a morir a Mallín Grande. Era un lugar que era habitable solo de noviembre a abril, un lugar sin invernada […]. Ahí se llega casi al exterminio de la comunidad. Se morían ahí arriba. A nosotros nos costó mucho salir de la invisibilidad que tuvimos los Prane. (2018, entrevista)
31«Para evitar morir», Cipriano –el padre de Ana– y su familia emprendieron el regreso a Boquete Nahuelpan a mediados de los años 50. Este retorno es para Ana la forma en que se pudo «garantizar nuestra propia existencia». Fue de este modo que la familia Prane inició un proceso de recuperación territorial en el lote 4 que, hasta el día de hoy, continúa ejerciendo contra los intentos de desalojo. Desde que volvió a habitar el territorio, la familia Prane exige al Estado una reparación histórica.
32En nuestras conversaciones, Ana solía comentarme cómo su padre le transmitió a ella, sus hermanos y sus hermanas todos sus conocimientos sobre el territorio, sobre el cuidado de la naturaleza, de cómo usar el bosque respetuosamente (el bosque de ñire y lenga que está sobre la ladera del volcán Nahuelpan). Ana cita el consejo (nglam) de su padre, «hay que sacar lo que necesitas y pedir siempre permiso para usarlo» señalando el particular vínculo que se establece entre el lugar y las personas que lo habitan.
33Luego de varios encuentros, un día me invitó a visitar la tapera de su abuelo Emilio Prane. Mientras caminábamos rumbo a ella, me señaló el lugar donde está ubicado el rewe (altar). Allí me contó la historia sobre cómo su padre, luego de la recuperación, decide «regresar el rewe» de Mallín Grande a Boquete Nahuelpan para restablecer las relaciones espirituales con el espacio, con las fuerzas de los antepasados y con las fuerzas del lugar. La tapera de Emilio Prane es parte de aquel rewe, por lo tanto, es parte de un sitio considerado sagrado.
34Cuando le pregunto sobre la implicancia de las taperas para ella, me contesta que son lugares donde «están las fuerzas de los antepasados, ellos nos llaman a que estemos aquí» (2018, entrevista); un lugar donde habitan las fuerzas de los que allí estuvieron antes y, por lo tanto, un lugar a preservar. Así, por ejemplo, recordaba la forma en que su padre le hablaba afectuosamente sobre aquel lugar: «Mi papá decía sobre esta tapera que esos árboles los había plantado su abuelo».
35Ana me comenta que, en varias oportunidades, han sentido las presencias de los antepasados en las taperas, «la fuerza de los antiguos queda en el territorio». En este sentido, me explica también la importancia de vivir y entender las taperas desde sus propios marcos de interpretación mapuche, esto es, actualizando los conocimientos de su padre sobre las formas apropiadas de relacionarse con las fuerzas (ngen y newen) del lugar. Practicar estos portales desde esas experiencias, afirma Ana, responde a cómo ella entiende el territorio. Entonces, Ana recuerda su visita a una tapera:
Una vez estábamos yendo a la tapera de María Prane, que está ahí al costado del camino. Ella era la machi, y cuando llegamos vemos como la cabeza de una anciana con el pelo blanco, después se da vuelta y era un zorrino albino, nunca habíamos visto uno, se quedó un tiempo ahí y se fue. (2018, entrevista)
36En este relato, como en otros que he escuchado, aparecen estos seres que se encuentran habitando las taperas y también, en palabras de algunos y algunas, «cuidando». Tanto la lechuza como el zorrino blanco contrarrestan la imagen de las taperas como lugares que se mantienen inhabitados y estancos al paso del tiempo. Podría decirse que el hecho de aparecer en las taperas y su cualidad de blancura indican que no se trata de simples animales, sino que son seres que cuidan del lugar y, en este caso además, las manifestaciones físicas de las fuerzas de los antepasados. Por lo tanto, las taperas no son solo vestigios del pasado o archivos de la memoria, son también los lugares en los que la misma memoria se sigue produciendo. En las taperas continúan hablando las fuerzas (ngen y newen) de los antepasados. Los ancestros que allí estuvieron en el pasado siguen hoy estando presentes de otras maneras, y a través de estas presencias, siguen participando en el curso de la historia y en los intercambios con los vivos.
37En breve, las taperas no solo operan como restos materiales o «lugares de memoria» (Nora, 1989) que resguardan la historia del desalojo y de la destrucción de sus mundos; sino que también son vividas como portales o lugares de encuentro, de acuerdos secretos, de intercambios comunicativos y de conexión con los antepasados y con las fuerzas del lugar.
1. 4. Cuando la memoria se escribe en el territorio
38Distintos trabajos etnográficos han profundizado en el carácter espacial de la memoria indígena en contextos históricos de desplazamientos forzados (Gordillo, 2006; Ramos, 2011; Rappaport, 2004; Santos Granero, 2006; Stewart y Strathern, 2001, entre otros). Cuando estos desplazamientos impuestos por los Estados coloniales o republicanos fueron devastadores y violentos, los recorridos de «regreso o de búsqueda de un lugar para vivir tranquilos» (Ramos, 2017) se transforman en una memoria espacializada en la que los sentidos, categorías y conocimientos amenazados se inscriben en los lugares por los que se pasa, en los que se detienen, a los que quisieran regresar o en los que defienden. Las memorias constituidas en contextos de desplazamiento «suelen centrarse en el movimiento, en la reestructuración de los grupos, en las relaciones de poder y, principalmente, en las conexiones culturalmente significativas con el espacio físico» (Ramos, 2011, p. 136).
39De acuerdo con Fernando Santos Granero (2006), entiendo que los paisajes actúan como mecanismos memorísticos que permiten recordar eventos y procesos históricos en el espacio. El autor señala que el hecho de escribir la historia en el paisaje se vuelve central en situaciones como un desalojo territorial o ante desplazamientos forzosos. Con estas ideas en mente, y en el transcurso de este trabajo, me he preguntado cómo se inscribe la historia de las familias mapuche tehuelche en el paisaje de Boquete Nahuelpan. Un paisaje en el que las taperas se vuelven testimonio de un proceso violento, pero también un «portal» (Taussig, 1992) de conexión con los antepasados y las fuerzas del lugar. De esta manera, las taperas hablan tanto del antes del desalojo de 1937 como del aquí y ahora. Tim Ingold dice que el paisaje cuenta la historia de aquellos que vivieron en él (2000). Según este autor, el paisaje es un espacio vivido, una relación social entre los hombres y la superficie terrestre, donde la vida de cada uno puede eventualmente anudarse con la de otros. A través de huellas de caminos, surcos de carros, taperas, apariciones de lechuzas blancas y zorrinos albinos se configuran las mallas (meshwork) del espacio vivido de los antepasados junto con las trayectorias de quienes hoy entretejen sus vidas en ese mismo territorio.
40Si la tapera es la ruina de un pasado, pero el fragmento de un presente, si es tanto memoria como sueño, es porque ellas hablan de –al mismo tiempo que producen– relaciones, los vínculos y los lazos profundos entre espacios físicos (piedras, superficies, árboles, animales, vientos, sequías o vertientes), ancestros, las fuerzas del entorno y las personas mapuche del presente. Son las ruinas de experiencias heredadas y vividas en aquellos territorios y, a la vez, son fragmentos de las permanencias de un mundo que no ha podido ser destruido.
41El Estado nacional ha delimitado el territorio de Boquete Nahuelpan antes y después del desalojo de 1937, imponiendo sus lógicas sobre él. Incluso cuando años después otorga el derecho a regresar de forma exclusiva a los descendientes directos de Francisco Nahuelpan, confirma su hegemonía ideológica sobre los modos de administrar y distribuir el espacio. El espacio –representado por el alambre– no solo es divisible en lotes y organizado en términos de propiedad privada, sino que además es (re)distribuido por normativas que también son ajenas e impuestas a los mapuche. La legitimidad exclusiva de los «descendientes directos» del cacique Nahuelpan (Lenton, 2014) responde a concepciones de derecho, sucesión y parentalidad de bases biologicistas y centradas en criterios de consanguinidad. Las taperas, tal como las viven y explican mis interlocutoras, irrumpen en esa epistemología del territorio y del parentesco porque vuelven a conectar lo que esas formas impuestas de conocimiento habían separado. La juntura producida entre un montículo de piedras, animales blancos, fuerzas, ancestros y personas vivas produce relacionalidad más allá del parentesco consanguíneo y más allá de los títulos de propiedad.
42En palabras de Ana Prane, «el Estado marcó la diferencia» porque, al definir quiénes podían volver y a dónde, creó el conflicto. Pero agrega, afirmando otros conocimientos y otras normativas, que los Prane supieron que tenían que volver a pesar de no ser reconocidos por el Estado, porque sus antepasados así lo habían aconsejado: «nosotros siempre reclamamos, nunca nos quedamos callados».
43De esta manera, las memorias sociales ofrecen «marcos alternativos de interpretación» sobre el territorio, cuyo potencial político radica, por un lado, en denunciar delimitaciones oficiales y criterios de legitimidad impuestos (Ramos, 2013) y, por el otro, en afirmar sentidos afectivos de pertenencia en el territorio al tiempo que brindan evidencias de permanencia pese al desalojo (Fiori, 2019). En los relatos de las taperas se entremezclan sentidos múltiples de territorialidad, según las trayectorias de lucha y de reclamo de quienes los narran, con experiencias heredadas de tiempos y espacios. En estos relatos, también se entraman los entonces y los allí del mundo previo al desalojo con los aquí y los ahora del mundo donde ciertas piedras y árboles devienen taperas.
44En Boquete Nahuelpan, la tapera es tapera porque los antepasados crearon el paisaje –plantaron árboles, hicieron regadíos y construyeron casas cerca de vertientes– y porque el Estado llevó a cabo un violento desalojo por el que, de esa prosperidad colectiva, solo quedan restos de cimientos. Sin embargo, los árboles perduran y alertan que, en esos aparentes escombros, están las pruebas de que sus ancestros –abuelos, abuelas, padres y madres– estuvieron habitando y conviviendo en aquel lugar con normativas diferentes a las impuestas por los alambrados.
45Los relatos sobre las taperas, además de hablar sobre los y las que estuvieron allí antes, también hablan de los y las que recuerdan en el presente. La memoria inscripta en las taperas es, de este modo, una alianza territorial que se mantiene viva con el paso de las generaciones; un acuerdo entre ancestros, fuerzas del territorio y personas mapuche tehuelche del presente.
46Finalmente, los recuerdos de resistencia en las memorias familiares de Ana Prane me permitieron comprender los modos en que operan esos acuerdos secretos con los ancestros: de la memoria surgen las fuerzas con las que se viven las luchas en el presente. Al respecto, y refiriendo a su propia experiencia, Ana afirma: «la fuerza de mis antepasados que tanto han sufrido por estas tierras es la que me da la fuerza para continuar esta lucha». En una línea similar, las taperas son el lugar donde se encuentran las fuerzas de los que allí estuvieron antes, las fuerzas de ese entorno específico y las fuerzas de las personas vivas.
1. 5. Palabras finales
47Boquete Nahuelpan ha sido un territorio históricamente delimitado por los dispositivos legales de la agencia estatal. Desde la creación de la reserva indígena después de las campañas militares hasta el desalojo de cientos de personas en 1937, la administración estatal ha ido fraccionando el territorio para distribuirlo entre privados. La producción hegemónica de este espacio continuó, en los últimos años, con políticas para atraer la llegada de los turistas a la estación Nahuelpan, por la que volvió a pasar el viejo expreso La Trochita (Fiori, 2020b). Sin embargo, y a pesar de la constante intervención estatal en el deslinde, distribución y administración de ese espacio, las personas cuyas familias viven o vivieron en el Boquete Nahuelpan siguen emprendiendo trabajos de memoria para conectar ruinas y fragmentos de recuerdo en relatos de lugar. Relatos que, al ser recorridos o narrados, dibujan en el territorio las líneas y puntos de conexión que constituyen el paisaje de Boquete Nahuelpan.
48No todas las trayectorias que alguna vez estuvieron anudadas en Nahuelpan pudieron, después del desalojo, orientar sus cursos históricos hacia esa misma conexión. Sin embargo, y aun cuando nunca hayan regresado, para las familias que alguna vez fueron parte de Boquete Nahuelpan, el haber estado allí es el basamento de sus memorias familiares y personales. Esas memorias compartidas acerca de los tiempos de prosperidad y unidad, y del dolor del desalojo, conectan a muchas familias a pesar de la distancia y de las fuerzas centrífugas producidas por la desarticulación y la dispersión territorial.
49Esas experiencias de territorialidad constituyen relatos comunes de origen y pertenencia (tuwun) y, a través de ellos, el territorio se despliega material y afectivamente. En otras palabras, la memoria alojada (en lugares) y narrada colectivamente produce la experiencia misma de territorio sin los efectos de fijeza que resultarían de un mapa.
50Antes de iniciar esos recorridos por la estepa tanto con Patricia como con Ana, partía de la premisa teórica de que el relato es una práctica espacial (De Certeau, 1996) y el espacio, un acontecer que puede ser relatado colectivamente (Massey, 2005). El relato de Nahuelpan ocurre en consonancia con esas ideas, pero para acercarme más al modo en que trabajan las memorias después de un desalojo, encuentro también necesario poner el énfasis en el carácter fuertemente performativo del relato, particularmente en su potencial para producir los mundos narrados o los territorios soñados desde las ruinas.
51El territorio de Boquete Nahuelpan se despliega en relatos de movilidades, desplazamientos, idas y regresos. Relatos que se detienen en huellas de caminos, surcos y taperas. Relatos en los que la tapera emerge como un lugar de apego desde donde es posible presuponer y recrear formas de sociabilidad, temporalidades y pertenencias aferradas en el territorio. De esta forma, el territorio de Boquete Nahuelpan se vuelve un lugar donde se anclan trayectorias, donde se anudan las historias y donde se entrecruzan el espacio y el tiempo.
52Gran parte de las taperas hoy se encuentran encerradas por los alambrados. Sin embargo, me inclino a pensar que su sola presencia –donde no debería erguirse como un rastro de lo que sucedió en el pasado– es impugnadora. Y, en la medida en que se profundicen y colectivicen los trabajos de restauración de esos fragmentos de memoria, el relato de su existencia como tapera tendrá un gran potencial político para contraponer en los regímenes de verdad sobre la propiedad. Detrás –o en, dentro, alrededor– de las taperas hay otras formas de construir territorialidad, porque los antiguos que las habitaron intervinieron el paisaje, produjeron el espacio y dejaron huellas de esa historia. En la ruina yace tanto la evidencia de lo previo como la denuncia a quienes causaron el deterioro. Pero también es un fragmento de relato que en este momento está siendo narrado. En las taperas quedaron las fuerzas de los que allí estuvieron antes, y que, a través de sus materializaciones, siguen estando, contando, aconsejando.
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Notes de bas de page
1 Los apelativos mapuche y tehuelche se utilizan en este capítulo, y en todo el libro, en su forma singular, dado que en mapuzungun no se utiliza el morfema s para pluralizar.
Auteur
Universidad Nacional de la Patagonia San Juan Bosco, Instituto de Investigaciones de Estudios Sociales y Políticos de la Patagonia. Chubut, Argentina. Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Tecnológicas. Chubut, Argentina.
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