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Introducción. Piedras, rocas y escombros. Reflexiones sobre la existencia, el devenir y la producción de lo tangible en las memorias

p. 11-52


Texte intégral

1Este libro es el resultado de tres años de trabajo en el marco de un proyecto de investigación cuyo título fue «La memoria como producción de conocimiento: procesos de subjetivación política en contextos de subordinación y alterización».1 En continuidad con un proyecto anterior, en el que el contenido central fueron las «memorias en lucha»,2 en esta ocasión nos convocó el tema de las memorias de lo tangible. Este libro aborda, entonces, las complejas relaciones entre los procesos de la memoria y el mundo material. Nos preguntamos, ¿cómo es ese mundo exterior y material en el que se estructuran las memorias? O, en todo caso, ¿cuáles son los procesos que lo producen? ¿El mundo tangible es asunto de las relaciones de poder o de las experiencias subjetivas? ¿La materialidad es o acontece? ¿De qué maneras lo tangible participa de nuestras formas de ser juntos? ¿El mundo de lo material y de los cuerpos existe separado del mundo de las ideas, de los discursos y las representaciones? ¿Cómo accedemos metodológicamente a una mejor comprensión de la materialidad? Los eventos críticos de la historia, ¿producen sus propias materialidades? ¿Cómo trabaja la memoria con las ruinas, las huellas y las ausencias de materialidad? ¿Cuál es la significación que los materiales producidos en el pasado tienen en los procesos de memoria? ¿De qué maneras la memoria se materializa en paisajes y objetos? ¿Cómo pensamos la política desde el punto de vista de los disensos sobre lo tangible y lo evidente? ¿Cómo interviene la memoria en la producción de disensos ontológicos?

2Memorias de lo tangible es un libro de preguntas y de respuestas en construcción, pero también es un libro de muchas entradas: teorías académicas, teorías nativas, etnografías, reflexiones de campo y autoetnografías. En la medida en que, en nuestras investigaciones, la memoria atravesaba territorios, naturaleza, pampas ceremoniales, cuerpos, volcanes, taperas, plantas medicinales, restos humanos, relatos, cocinas, así como discursos que fijan realidades, fue también surgiendo la necesidad de pensar colectivamente las múltiples y heterogéneas relaciones entre memoria y materialidad, las cuales serán introducidas a través de los distintos capítulos de este libro.

3¿Qué entendemos por tangible? En su significado de diccionario, es aquello que puede ser tocado, que podemos percibir de manera clara y precisa a través de los sentidos o que puede ser probado de alguna manera. Material, cierto, evidente y concreto, aun cuando se trate de la manifestación de una emoción o sentimiento.

4Sin embargo, cuando las memorias intersectan lo tangible, lo evidente se descompone en múltiples dimensiones: relaciones de poder; trayectorias de experiencia; articulaciones entre estructura y agencia; identidades y negociaciones de un ser juntos; materiales, materialidades y materializaciones; historias de violencia; ruinas, trazos y ausencias de materiales; ontologías políticas y disensos ontológicos. Este capítulo introductorio es un estado del arte sobre las distintas teorías y debates académicos que, de modos directos o indirectos, tomaron lo tangible como objeto de reflexión; transformándose en los marcos analíticos que subyacen a las etnografías que componen esta colección. Como todo estado del arte, se trata de un recorte intencionado para pensar algún aspecto en particular que, en este caso, son los procesos de reconstrucción de memorias de los grupos subalternizados.

5Las rocas, las piedras y los escombros suelen representar el aspecto más fijo, estable y material de las representaciones del espacio. Ya sea para dar cuenta de sus aspectos perdurables y externos o para discutir su papel de escenario inerte y separado del mundo social, diferentes autores refieren a las rocas, las piedras o los escombros para exponer sus énfasis en torno a la producción de lo tangible.

6Siguiendo este juego de metáforas, organizamos los siguientes apartados identificando cómo en cada caso la materialidad ­­­­­­­­­–nombrada a través de las piedras– se fue asociando a diferentes discusiones y abordajes de lo tangible. Los trabajos y autores que citamos en esta introducción son aquellos que nos permitieron ir rotando nuestra visión sobre las rocas (como una forma metafórica de representar lo tangible) para poder ir observando, en sus distintas aristas, la relación memoria-materialidad que estructuraron nuestra investigaciones. Hacia el final de esta introducción, serán presentadas las secciones y capítulos que componen este libro. Al hacerlo, se establecerán los nexos con los textos y autores que inspiraron nuestros trabajos, los cuales permitieron problematizar las múltiples formas en que lo tangible se vinculó con los procesos de memoria analizados.

El poder de las piedras: la producción hegemónica del espacio

Pero, aunque las piedras son movibles, las relaciones que se establecen entre ellas y los hombres no son tan fáciles de alterar. Cuando un grupo vive durante mucho tiempo en un emplazamiento adaptado a sus costumbres, no solo sus movimientos, sino sus pensamientos son regidos por la sucesión de imágenes materiales que representan los objetos exteriores. Supongamos que esas casas y calles son demolidas o que su apariencia y distribución son alterados. Las piedras y otros materiales no van a poner objeciones, pero los grupos sí. (Halbwachs, 1990, p. 17)

7Al reflexionar acerca de los procesos de memoria colectiva, Maurice Halbwachs (1990) parte de entender que, para ser y recordar en grupo, debemos compartir un marco temporal y un marco espacial común. Para el autor, las piedras –como otros objetos que forman parte del espacio– proyectan las imágenes que nos constituyen. Al vincular memoria colectiva con espacio, Maurice Halbwachs subraya la centralidad de la materialidad para producir los sentimientos de permanencia y fijeza con los que se cimientan los sentidos de pertenencia colectiva ante la inminencia del cambio y la movilidad. Frente a la posibilidad del acontecimiento (más o menos disruptivo del curso histórico esperable), Halbwachs se pregunta: «¿No podría ser que el contraste entre las imperturbables rocas y estos disturbios sea lo que convence a la gente de que, después de todo, no se ha perdido nada, ya que las paredes y los hogares permanecen?» (1990, pp. 14 y 15).

8Si llamamos tangible a la forma en que el mundo se nos presenta evidente, concreto y real; a las certezas materiales desde la cuales pensamos los nosotros y los otros que nos delimitan como sujetos; y al entorno físico cuya existencia prueba la durabilidad temporal de las verdades y de los sí mismos que nos constituyen; ¿quién determina –desde dónde y con qué criterios– qué es lo que conforma el mundo evidente? ¿Qué construcción de tangibilidad modela la continuidad y persistencia de los lugares que ocupamos, del suelo donde caminamos, de las moradas que habitamos?

9Hace ya varias décadas que las ciencias sociales empezaron a preguntarse tanto por la producción del espacio como por sus efectos productivos. Incluso la dimensión más física y tangible del espacio pasó de ser un mero telón de fondo o «un residuo del tiempo» (Massey en Román Velázquez y García Vargas, 2008, p. 330) a ser un elemento central de las configuraciones sociales, políticas y económicas.

10Tempranamente, Henri Lefebvre (1974) invitaba a pensar el espacio como una construcción del poder. Este autor sostenía que el espacio siempre ha sido un instrumento político intencionalmente manipulado; un procedimiento que, utilizado por un determinado sector social, puede darle a este el poder para representar el sentido común y producir distribuciones, fronteras y lugares de acuerdo con sus intereses políticos y económicos. En un sentido más amplio, para este autor el espacio es la representación/producción de las relaciones sociales y la arena en la cual determinadas relaciones se reproducen.

11Michel Foucault (2010) caracterizó el siglo xix por su obsesión por la historia y la necesidad y urgencia de problematizar el tiempo para comprender el devenir, el cambio y las crisis de las sociedades ante el avance del capitalismo. Pero a mediados del siglo xx, agrega otras necesidades y urgencias de reflexión hicieron que el espacio desplace al tiempo en sus funciones estructurantes e interpretativas: «nos hallamos en un momento en que el mundo se experimenta, creo, no tanto como una gran vida que se desarrollaría a través del tiempo sino como una red que relaciona puntos y que entrecruza su madeja» (Foucault, 2010, pp. 63 y 64). Estos reemplazos en las preocupaciones dieron lugar al denominado giro espacial que reunió en un abordaje común a los trabajos que «apuntan a una epistemología anclada a prácticas espaciales y modos de vida contextualizados» (Salazar, Fonck e Irarrazaval, 2017, p. 253), donde, por ejemplo, nociones como lugar, territorio, trayectoria o frontera empezaron a adquirir nuevos sentidos políticos, culturales y académicos. Ante los nuevos vocabularios del giro espacial, algunos autores se preocuparon por identificar confusiones y presupuestos, y precisar definiciones en torno a qué es el espacio. Con este propósito, Lawrence Grossberg (2010) señala la necesidad de entender en sus distintos niveles de aparición aquello que, dentro de los abordajes del espacio, suele denominarse contexto. Para Grossberg (1997) los contextos son siempre articulaciones complejas y contingentes de discursos, vida cotidiana, tecnologías y regímenes de poder.

12Uno de los niveles en los que los contextos pueden ser percibidos –y por donde hemos decidido comenzar esta introducción– es el de los procesos materiales y las estructuras de influencia. Esto es, «una amalgama material y discursiva de actos, estructuras y acontecimientos políticos, económicos, sociales y culturales […], es la existencia misma de esa porción de espacio-tiempo como condición de posibilidad de lo que la ocupa» (Grossberg, 2010, p. 20).

13Ahora bien, esta amalgama se espesa y vuelve tangible cuando configura no solo los entornos materiales sino también la distribución, la circulación y las subjetividades de los cuerpos que se mueven en ellos. Para dar cuenta de este proceso de producción espacial, Grossberg (1992) distingue la acción de dos tipos de maquinarias del poder. Por un lado, las maquinarias diferenciadoras que, mediante regímenes de verdad –a través de legislaciones, prácticas estatales, discursos políticos y éticos–, crean formaciones de alteridad (Briones, 1998) y naturalizan las asociaciones entre ciertos valores y aquello construido como diferente. Por otro lado, las maquinarias territorializadoras que, mediante regímenes de jurisdicción, constituyen lugares y modos de circularlos, delimitando las formas permitidas de vivir, hablar y hacer en ellos. De acuerdo con el autor, podríamos afirmar que lo tangible es el efecto de las fijezas que adquieren ciertas estructuras espaciales cuando las vivimos como límites y determinaciones a nuestras posibilidades de acceder, salir, detenernos y circular a través de los lugares disponibles. Desde esta perspectiva, el espacio tiene un carácter productivo de sujeciones y subjetividades porque es habilitado por el poder pero también habilita relaciones de poder. En una dirección similar, Gilles Deleuze y Félix Guattari (1988) proponen dos modelos de espacialidad. Mientras que los espacios arborescentes se estructuran en jerarquías fijas que centralizan el poder y las formas de sujeción, los espacios rizomáticos se expanden a partir de la conexión de puntos sin tener un eje centralizador. Para estos autores, el modelo arborescente responde a las lógicas de poder centralizado, y el rizomático, a las lógicas de un poder capilar. En resumen, podríamos decir que estos distintos enfoques teóricos están centrados en explicar cómo el poder se inscribe en espacios mientras los produce, preguntándose específicamente cómo los Estados y los capitalismos construyen el entorno de la cotidianeidad como un espacio concreto y evidente. A continuación, nos centraremos en los modos en que, distintos autores, han referido a estas respectivas asociaciones: a. espacio y Estado; b. espacio y capitalismo.

14Philip Corrigan y Derek Sawyer (1985) describen al Estado nación como una formación histórica y social que se ancla cultural y territorialmente a partir de una serie de rituales que regulan las construcciones de subjetividad. El poder de esta formación histórica reside en su capacidad para devenir tangible, lo cual es posible a través de una serie de símbolos afectivos y rutinas cotidianas. En este sentido, el Estado nación adquiere la forma concreta de una geografía de inclusión y exclusión (Briones, 2005) en la que documentos, formularios, conmemoraciones, oficinas, leyes y normativas, operativos represivos, políticas públicas, entre otras múltiples prácticas, van forjando el entorno material en el que no todas las experiencias de ciudadanía son igualmente escuchadas. Por otra parte, estas geografías de poder (Massey, 2007) se vuelven tangibles a partir de los lugares de memoria (Nora 1989) –edificios, monumentos, museos, nombres de calles, otros– en los que se resguardan los principios y valores de un nosotros nacional.

15Por su parte, Henri Lefebvre (1974) se ocupa de problematizar, dentro de una perspectiva marxista, la producción del espacio dentro del capitalismo. Para este autor, «es el espacio y por el espacio donde se produce la reproducción de las relaciones de producción capitalista» (Lefebvre, 1974, p. 223),3 siendo ese carácter repetitivo el que construye el espacio como una materialidad cada vez más instrumental. Pero en esta espacialización capitalista, centrada en la idea de la propiedad privada, reside para Lefebvre una tensión entre los procesos de mundialización del capital y las tendencias crecientes hacia la particularización espacial. Pensando en esta tensión, David Harvey (1998) denominó como «compresión temporo-espacial» a la forma en que los avances tecnológicos en las comunicaciones disminuyeron las distancias geográficas y temporales, generando lo que él consideró un mundo «comprimido». Si bien este proceso inicia con la Modernidad –cuando los viajes, el conocimiento y los procesos de representación de un espacio conocido hicieron del espacio una materialidad cuantificable y abarcable (Pratt, 1997)–, para Harvey, la lógica del poder contemporáneo se manifiesta en el aceleramiento de esta compresión temporo-espacial a partir de la cual el carácter instrumental del mundo se transformó en lo evidente.4

16Estas breves referencias a algunos de los autores que problematizaron la espacialización del poder nos permiten regresar a la cita del epígrafe y sostener que en tanto sujetos emplazados en espacios hegemónicamente configurados, «no solo sus movimientos, sino también sus pensamientos son regidos por la sucesión de imágenes materiales que representan los objetos exteriores». Al respecto, y siguiendo a Nikolas Rose (2003), agregamos entonces que los procesos de memoria también se estructuran en esos exteriores.

17La memoria no solo produce estabilidad a través del arte de la narrativa sino también a partir de cómo organizamos el mundo de lo tangible en montajes sensibles y significativos. Como sostiene este autor, «a la linealidad, unidireccionalidad e irreversibilidad aparentes del tiempo podemos contraponer la multiplicidad de lugares, planos y prácticas» (Rose, 2003, p. 240). La memoria produce estabilidad en la medida en que la inteligibilidad del ser se localiza en rutinas, hábitos y técnicas dentro de ámbitos específicos de acción y valor. En esos distintos espacios se activan repertorios de conducta –ensamblajes híbridos de conocimientos, instrumentos, vocabularios y sistemas de juicio– que confieren a las personas identidades y poderes. Así, por ejemplo, los regímenes de la burocracia «ocupan una matriz de oficinas, archivos, máquinas de escribir, hábitos de fijación de horarios, repertorios conversacionales, técnicas de anotación» o los regímenes de la pasión se representan «en ciertos espacios aislados o valorados, mediante un equipamiento sensual de camas, colgaduras y sedas, rutinas de vestirse y desvestirse, dispositivos estetizados de música y luz, regímenes de división del tiempo» (Rose, 2003, p. 239). La memoria no solo produce subjetividades como biografías, sino también emplazando el ser en los sentidos de sí mismos que se articulan con dormitorios, rutas, taperas, tribunales, aulas, consultorios, museos, oficinas, mercados y territorios.

El significado escondido de las rocas

Allí alzado, el templo reposa sobre su base rocosa. Al reposar sobre la roca, la obra extrae de ella la oscuridad encerrada en su soporte informe y no forzado a nada. Allí alzado, el edificio aguanta firmemente la tormenta que se desencadena sobre su techo y así es como hace destacar su violencia. (Heidegger, 1996, pp. 34-35)

18Para Martin Heidegger, las cosas de la Tierra (rocas, mar, aire, plantas, animales, la luz del día o la oscuridad de la noche) se hacen visibles a partir de la edificación. Por ello, la construcción de aquel templo en un escarpado valle rocoso es la que abre el mundo y lo vuelve a situar sobre la Tierra, esto es, pone en obra la verdad sobre el mundo. Al ser habitado/construido, el lugar revela su significado escondido. Así, por ejemplo, al alzar allí un templo se deslinda una determinada extensión y se produce una juntura de cosas: tierra, cielo, mensajeros y humanos. Y son estas construcciones o junturas las que hacen posible la existencia y la apertura del ser. Por un lado, porque emplaza al ser en un determinado devenir. El significado de la vida solo se encuentra en aquella juntura, en la conexión profunda entre un lugar destacado y sus habitantes, pero además, solo puede ser comunicado o señalado por los mensajeros de la divinidad. Por otro lado, porque hace posible la percepción o visualización de las cosas del mundo. Siguiendo con el ejemplo, al construir un templo, las cosas (como las rocas) adquieren su aspecto; en otras palabras, el templo no se añade a lo que ya-está-allí, sino que hace surgir a las cosas por primera vez como aquello que ellas son.

19Las maneras en que los humanos somos en el mundo es lo que Heidegger denomina habitar. Pero, al sostener que el hombre es en la medida en que habita está también sugiriendo que el hombre es en la medida en que construye. En diferentes idiomas, construir no solo implica erigir, producir o levantar edificios, sino también cultivar, cuidar, rodear algo con una protección, liberar, llevar la paz, albergar algo en su esencia (Heidegger, 1971).

20Habitar es, entonces, atravesar el mundo produciendo junturas y revelando el sentido escondido de las cosas. En resumen, habitar es instalar lugares, instituir moradas y ensamblar espacios.

21Este encuadre fenomenológico ha puesto el énfasis en el material de la experiencia para producir lugares y, con este foco, puso en tensión la idea de espacio como un ente abstracto y circunscripto por el poder, así como la idea de lugar, como un epifenómeno del primero.

22En su filosofía del espacio y el lugar, Edward Casey (1996) retoma las ideas de Heidegger e introduce más centralmente el tema de las memorias. Él se pregunta por qué en determinados objetos se juntan tantas historias y se encadenan tantos eventos; por qué algo deviene tangible como país o como hogar. Sostiene Casey que, si el mundo viene configurado en protuberancias, surcos, carreteras, casas o trazos de lugares, es porque su producción es inseparable de los cuerpos que lo transitan. Desde esta perspectiva, el cuerpo vivo es la condición material de posibilidad para el mundo-lugar porque no hay lugares sin los cuerpos que lo sostienen y lo vivifican, y no hay cuerpos vivos sin los lugares que habitan y atraviesan. El cuerpo opera como un «campo de localización» para la múltiples presentaciones sensoriales y, agregaría Ingold (2011), como un «campo de percepción en marcha».

23A partir de estas ideas, Casey plantea dos puntos centrales para pensar las memorias. Por un lado, el lugar debe ser interpretado como un conocimiento local que inicia en la experiencia vivida (cerca, a lo largo del camino, otros) y deviene luego en formas de vida y en concepciones de existencia. Desde este ángulo, sostiene que tanto como los lugares hacen sentido, los sentidos hacen lugares. Por el otro, el lugar debe ser entendido desde su poder para reunir experiencias e historias, lenguajes y pensamientos. Un lugar es un modo de ser juntos en una particular configuración de cosas materiales pero también de memorias. Para los aborígenes australianos, por ejemplo, los lugares resguardan las memorias ancestrales de los sueños (Stewart y Strathern, 2001).

24Ahora bien, esos conocimientos-memorias dan a los lugares su poder generativo y regenerativo, ya que de ellos no solo nacen experiencias sino que, para los seres humanos, retornar a ellos también empodera. El lugar es generador de la colección y de la recolección de todo lo que ocurre en las vidas de los seres sensibles, e incluso, de las trayectorias de las cosas inanimadas. Su poder consiste en reunir estas distintas trayectorias en compromisos comunes.

25El antropólogo Keith Basso (1996) es el que retoma esta línea teórica poniendo en el centro la idea de «sentido de lugar». El concepto de morada o de lugar resulta de las múltiples «relaciones vividas» que las personas mantienen con los lugares, puesto que solo en virtud de esas relaciones el espacio adquiere significado. Esos sentidos, agrega, pueden hacerse conscientes de modo fugaz (como un destello de reconocimiento o un rastro de memoria) o, en ocasiones, de formas más detenidas. En estos últimos casos, el lugar se convierte en un objeto de reflexión, en vehículo de pensamientos enfocados y emociones aceleradas, creando sentidos complejos y apegos profundos con respecto a las características tangibles del mundo que habitan. El pensamiento basado en el lugar, agrega, conecta un sentido de lugar con otros lugares, personas, tiempos y redes enteras de asociaciones. En tanto objeto de reflexión y de memoria, una morada –un lugar al que se le ha prestado atención– es siempre una experiencia recíproca y dinámica, porque así como anima las ideas y los sentimientos de las personas, estas ideas y sentimientos animan el movimiento de los lugares tanto hacia el adentro de la subjetividad como hacia el afuera del mundo externo (Basso, 1996, p. 55). De acuerdo con Dudley, el hombre apache que Basso cita en su trabajo:

La sabiduría se sienta en lugares. Es como agua que nunca se seca. Necesitas beber agua para mantenerte vivo, ¿no? Bueno, también necesitas beber de lugares. Debes recordar todo acerca de ellos. Debes aprender sus nombres. Debes recordar lo que les sucedió hace mucho tiempo. Debes pensarlo y seguir pensando en eso. Entonces tu mente se volverá más y más suave. Entonces verás el peligro antes de que ocurra. Caminarás mucho y vivirás mucho tiempo. Serás sabio. La gente te respetará. (Basso, 1996, p. 70)

26El conocimiento, en definitiva, consiste en unir lugares, eventos e historias, desde el marco interpretativo de una experiencia localizada. Al reconocer un orden –esa configuración construida de elementos tangibles, memorias, sentidos y emociones–, las rocas no solo existen, sino que adquieren su aspecto verdadero.

Las operaciones atribuidas a una piedra: las síntesis entre estructura y agencia

La oposición entre ‘lugar’ y ‘espacio’ remitirá más bien, en los relatos, a dos tipos de determinaciones: una, por medio de los objetos que podrían finalmente reducirse al estar ahí de un muerto, ley de un ‘lugar’ (de la lápida al cadáver, un cuerpo inerte siempre parece fundar en Occidente, un lugar y hacerlo en forma de tumba); otra, por medio de operaciones que, atribuidas a una piedra, a un árbol o a un ser humano, especifican ‘espacios’ mediante las acciones de sujetos históricos (un movimiento siempre parece condicionar la producción de un espacio y asociarlo con una historia). […] un abanico que va de la instauración de un orden inmóvil y casi mineralógico (nada se mueve, salvo el discurso mismo que, como un travelling, recorre la panorámica) hasta la sucesión acelerada de las acciones multiplicadoras de espacios. (De Certeau, 1996, p. 130)

27Hasta aquí vimos dos tendencias teóricas. Una pone en primer plano la producción del espacio como estructuraciones elaboradas por el poder, y otra subraya la experiencia y las agencias cotidianas en la construcción local de vivencias y sentidos de lugar. Ahora nos centraremos en aquellas perspectivas que pensaron las articulaciones entre ambas determinaciones.

28Una piedra –por ejemplo en forma de lápida– puede instaurar un orden fijo de posiciones donde las relaciones jerárquicas de coexistencia indican estabilidad, pero también puede ser parte de un espacio practicado. Siguiendo con el ejemplo, esto ocurre cuando una tumba es producida por el cruzamiento de movilidades, de trayectorias que transcurren con diferentes vectores de dirección, cantidades de velocidad y temporalidades. Si una roca se temporaliza y circunstancia, según de Certeau,5 comienza a funcionar como espacio polivalente donde se reúnen tanto programas conflictuales como proximidades contractuales. La síntesis entre estructura y agencia se encuentra, para este autor, en los espacios practicados. Esto es, cuando por ejemplo, la piedra es intervenida por las acciones de los caminantes, con sus acuerdos y desacuerdos, con sus diferentes historias y sentidos de devenir. El orden (representado por la fijeza de los mapas sociales, con sus deslindes, prohibiciones acerca de rebasar límites y desplazamientos establecidos) es siempre reconfigurado por formas desobedientes de transitar y habitar.

29En relación con la memoria, de Certeau sostiene que, mientras ciertos relatos fundan deslindes o fijan juicios reguladores, otros performan desviaciones ilegales, haciendo reaparecer el lugar como un espacio practicado. Para este autor, así como todo poder es toponímico e instaura su orden de lugares al nombrar, nunca oblitera la fuerza múltiple, insidiosa y movediza de la experiencia cotidiana que sobrevive a las transformaciones de la gran historia que despoja a los lugares de sus nombres y los rebautiza; todo orden disciplinario se enfrenta a la producción creativa de las memorias que convierten fronteras en travesías, límites en puentes e intervalos en moradas.

30Desde este mismo ángulo, otros autores también han asignado a ciertas prácticas locales la potestad de debatir y resignificar los espacios hegemónicos. Como vimos más arriba, Lawrence Grossberg define el espacio hegemónico como el resultado de ciertas maquinarias o dispositivos de diferenciación y de territorialización. Pero también introduce la noción de «movilidades estructuradas» para describir las formas en que los sujetos se mueven y se detienen en y entre lugares sociales disponibles, promoviendo nuevas articulaciones y habilitaciones espaciales (1992). En tanto agentes en movimiento, los sujetos pueden dar nuevos sentidos a los espacios delimitados por las maquinarias del poder, ya sea transformándolos en moradas de apego o en instalaciones estratégicas para intervenir en la historia con sus propios proyectos políticos (Grossberg, 2003; Ramos, 2005).

31Este nivel de contextualidad es al que Grossberg (2010) denomina, en un texto más reciente, como «territorio o lugar».6 Este contexto describe la realidad vivida, las relaciones intensivas que transforman el entorno material en un espacio-tiempo habitable; las conexiones contingentes entre la producción hegemónica del espacio y los registros afectivos (investiduras, pertenencias, atención e importancia, placer y deseo, emociones). Finalmente, el complejo juego de articulaciones entre subjetivación (subjectivation) y subjetificación (subjectfication), emplazamiento y orientación, pertenencia y alienación, identidad e identificación. En resumen, para Grossberg son estas diferentes formas de vivir en los entornos socialmente predeterminados las que transforman el orden espacial disponible en topografías vividas.

32Otro de los autores que ha trabajado la tensión productiva entre estructura y agencia –entre poder y experiencia– ha sido Arturo Escobar (2000). El lugar es, en su propuesta, el sitio privilegiado para la producción de conocimiento y para la reconfiguración creativa de las lógicas espaciales globales. Frente al avance de las problematizaciones de las teorías de la mundialización del capitalismo y de la globalización, así como ante la imposición de sus lógicas espaciales, Escobar (2000) se interesa particularmente por comprender lo que él denomina como «proyectos políticos basados en el lugar». Estos proyectos implican la construcción de lugares político-afectivos que, anclados en las experiencias situadas de las personas, producen conocimientos locales acerca de la historia, las relaciones y el mundo. En concreto, el lugar es el resultado de las articulaciones territoriales que ponen en acto y en discurso los movimientos sociales indígenas, afrodescendientes y campesinos a la hora de cuestionar las concepciones hegemónicas de espacio y mundo pensadas desde el capitalismo y la globalización. El hecho de que sus articulaciones territoriales estén ancladas en un lugar, no implica que se expandan en redes más amplias. Esta forma de producir alianzas y solidaridades desde las experiencias, memorias, conocimientos y afectividades locales es lo Escobar (2005) denomina como «glocalidades».

33En esta línea, y retomando la clasificación de Deleuze y Guattari (1988) acerca del espacio, Alan Rumsey (2001) ha planteado que, frente a la organización espacial arborescente del estado australiano, las comunidades y organizaciones indígenas de Australia han postulado un modelo de espacialidad rizomática. Este tipo de organización capilar, basada en los conocimientos del lugar, no solo orienta sus reivindicaciones, acciones políticas y restauraciones de memorias hacia la producción de vínculos espaciales en red, sino que también ha mostrado su potencial político para oponerse a la jerarquía estatal y sortear sus lógicas de autoridad.

34A estas discusiones sobre las relaciones entre espacio y lugar, Doreen Massey (2005) agrega la importancia de entender la politicidad de los lugares. Desde su óptica, los lugares son una constelación particular de historias dentro de la multiplicidad de trayectorias que se desarrollan en geografías más amplias de poder. La politicidad de un lugar radica, entonces, en que siempre se trata de un evento de negociación entre trayectorias que pulsan a ritmos diferentes, un encuentro entre distintos «entonces» y «allí» que deben acordar conexiones –o plantear desconexiones– para conformar el «aquí» y el «ahora» de un «estar siendo juntos». El lugar es un evento que nos obliga a negociar un «nosotros» en su doble conflictividad: la que surge de la misma pluralidad del encuentro y la que emerge de las relaciones espaciales con las geometrías más amplias del poder.

Rocas migrantes: el evento lugar

Rocas inmigrantes: las rocas de Skiddaw son rocas inmigrantes, solo pasando por aquí, como mi hermana y yo solo que más lentamente, y cambiando todo el tiempo. Lugares como asociaciones heterogéneas. Si no podemos 'regresar' a casa porque esta habrá avanzado desde donde la dejamos, en el mismo sentido, no podemos, en un fin de semana, volver a la naturaleza. Esta también sigue adelante. (Massey 2005, p. 137)

35Edward Casey (1996) ya anticipaba que el lugar no es tanto definido por el orden de las cosas (físicas, espirituales, culturales o sociales) sino por las cualidades que adquiere de sus ocupantes, refractándolas en su propia constitución y descripción, y expresándolas en su ocurrencia como un evento. Es decir que, para este autor, los lugares no solo son sino que además suceden (por eso el mejor modo de describirlos es el relato).

36Este énfasis es el que reconstruye Massey al calificar a las rocas como migrantes. Para esta autora, el lugar es un evento porque siempre está sucediendo; siendo su fijeza un mero efecto ideológico. Al sostener que el lugar es un encuentro transitorio entre trayectorias cuyas temporalidades son heterogéneas –las rocas se mueven a velocidades diferentes que las personas que viven o transitan por Skiddaw–, Massey cuestiona las teorías que celebran la movilización pero siguen pensando la naturaleza como detenida. Esta apuesta teórica es importante para una antropología de la memoria puesto que nos invita a repensar el lugar en distintas direcciones.

37En primer lugar, nos lleva a preguntarnos dónde está el aquí si no hay puntos estables. Desde esta perspectiva, el aquí es donde las narrativas espaciales se encuentran y forman configuraciones, junturas de trayectorias –humanas y no humanas– que se mueven a ritmos diferentes (por eso la negociación del ahora es tan problemática como la del aquí).

38Segundo, pensar el lugar como evento implica centrar los análisis en el desafío inevitable de la negociación. Esto es, en los debates acerca de cómo fijar temporalmente los sentidos de una historia y una geografía compartidas entre quienes circunstancialmente se encuentran.

39En tercer lugar, puesto que los elementos de un lugar están sucediendo –en diferentes tiempos y velocidades–, estos serán nuevamente dispersados. Por eso, para capturar el carácter distintivo de esas trayectorias debemos entender simultáneamente cómo se produce unicidad y cómo se generan nuevas configuraciones para nuevas trayectorias.

40Finalmente, esta noción de lugar nos lleva a dejar de lado los supuestos en torno a coherencias preestablecidas, ya sean estas nombradas como comunidades o identidades colectivas. El lugar no es una identidad que puede ser amenazada por fuerzas externas, sino que nos obliga a preguntarnos permanentemente cómo responderemos a nuestro encuentro temporario con otros humanos y con estas rocas, animales, árboles y piedras particulares. Como afirma Massey, los lugares requieren que, de una manera u otra, enfrentemos el desafío de negociar la multiplicidad y disputemos la cuestión de nuestro ser-juntos.

41En una dirección similar, Tim Ingold (2011) habla de un «mundo historiado» para referir a un mundo de movimiento y devenir, en el cual cada cosa despliega la historia de sus relaciones constitutivas. Conocer algo o a alguien es conocer su historia, y ser capaz de juntar aquella historia con la propia, siendo en este entretejido que las memorias-conocimientos son generadas (Ramos, 2016). En el mundo historiado las cosas no existen sino que ocurren. Cuando las cosas se encuentran, las diferentes formas en que estas fueron aconteciendo se entretejen en historias.

42Para Ingold, en la medida en que los caminantes –humanos y no humanos– habitan la Tierra desde la experiencia corporal de sus movimientos ambulatorios. A través, entre, alrededor, desde y para distintos lugares, producen conocimiento «a lo largo» de sucesivos encuentros. El lugar también es para Ingold un encuentro, uno en el que las distintas trayectorias se ligan conformando anudamientos, y en ocasiones, entramados más densos de trazos, huellas e historias. Estos entrecruzamientos producen los paisajes tangibles en los que nos pensamos como habitantes de un hogar, de un barrio, de una comunidad o de una nación.

La «cosidad» de la roca: mente versus materia

Antes de empezar a leer este artículo, por favor vaya afuera y busque una piedra más bien grande, que pueda ser levantada y llevada al interior de su oficina. Éntrela y sumérjala en un balde con agua, o póngala bajo un chorro de agua. Luego colóquela en frente suyo, sobre su mesa –tal vez sobre una bandeja o plato para no arruinar su escritorio. Mírela bien. Si quiere, puede mirarla nuevamente de vez en cuando mientras lee este artículo. Al final, haré referencia a lo que usted tal vez haya observado. (Ingold, 2013, p. 19)

43El planteo de Ingold en relación con lo tangible se organiza en torno a una pregunta clásica del pensamiento social: cómo pensar el mundo de la mente, de las ideas, del discurso o de la representación simbólica en relación con el mundo de la naturaleza, la materialidad y los cuerpos; y, sobre todo, si se trata o no de mundos ontológicamente diferentes. Esta misma pregunta motivó históricamente a distintos autores, quienes, al ir esgrimiendo sus diferentes respuestas, generaron marcos epistémicos y metodológicos novedosos. La pregunta por la materialidad, como contrapunto de lo mental, fue iluminando formas de pensar divergentes acerca de lo que entendemos como tangible o evidente. Sabiendo que es imposible contar una tan larga historia del pensamiento en este apartado, solo traemos algunas de las discusiones que, desde posicionamientos diferentes, fueron siendo parte de nuestras reflexiones.

44El giro materialista, adjudicado principalmente a Karl Marx y Freidrich Engels (1974), puso en discusión la primacía de las ideas con respecto a la materialidad del mundo. Para estos autores, la filosofía no puede ni debe comenzar por abstracciones, sino con la vida, sus necesidades y deficiencias, desplazando el objeto de reflexión del espíritu y la razón, al hombre corporal y sensible. El materialismo expone el proceso práctico por el que los «humanos vivientes» producen sus medios de vida e, indirectamente, su propia vida material. Desde este ángulo, el ser humano es su producción (lo que produce y el modo en que lo hace).

45Con respecto a la polarización entre ideología y materialidad, este giro estableció, por un lado, que las formas en que los hombres acuerdan, intercambian y se relacionan entre sí están condicionadas por los modos materiales de producción. Por el otro, que la actividad productiva de los individuos vivientes configura el mundo sensorial, incluido al ser humano y a la naturaleza. En relación a ello, Marx y Engels sostienen que el mundo material está en movimiento (existiendo una historia natural) tanto como las relaciones con la naturaleza (y lo que la misma naturaleza es) son históricas. Entre estas dos afirmaciones teóricas se fueron enmarcando las discusiones que aquí nos interesan.

46La noción gramsciana de hegemonía, por ejemplo, plantea un quiebre con el materialismo economicista y pone en relieve la materialidad de los signos ideológicos en los ámbitos de la política y la cultura. Para Antonio Gramsci (1971), la hegemonía expresa un proceso ideológico que desarticula y rearticula los campos discursivos para dotar de significado y eficacia material a todos aquellos elementos que contribuyen al desarrollo de su principio (Hall, 2010). Desde este nuevo énfasis, la representación y el discurso pasan a ser analizados como partes de los procesos sociales e históricos con consecuencias políticas y económicas reales (Hill, 1992).

47Desde un ángulo similar, Maurice Godelier (1986) argumentaba que no puede haber acciones deliberadas de los seres humanos sobre el mundo material que no pongan en juego realidades mentales. Frente a lo cual Ingold (2013) se pregunta si esa polaridad entre las realidades de la materia y de la mente es un buen punto de partida epistémico para pensar el mundo. Para dar rienda a su argumento, Ingold inicia diferenciando la materialidad de los materiales que componen un objeto, sosteniendo que la materialidad –aquello que hace que las cosas tengan «cosidad»– es un efecto ideológico que oculta los múltiples caminos de crecimiento y transformación que convergen en el producto final. En cambio, los materiales son los componentes activos de un mundo-en-formación, porque allí donde la vida esté aconteciendo, estos estarán moviéndose, fluyendo, mezclándose o mutando. Mientras el ambiente se despliega, los materiales de los que está compuesto no existen –las rocas no son cosas inertes con atributos esenciales– sino que acontecen. La roca no está ni objetivamente determinada ni subjetivamente imaginada, sino experimentada en la práctica. Si hay algo que define a la roca es su historia condensada de procesos y relaciones («Describir las propiedades de los materiales es contar la historia de lo que les sucede a medida que fluyen, se mezclan y mutan», Ingold, 2013, p. 36).

48Volvamos al epígrafe y al ejercicio de observar cómo la piedra se iba secando y cambiando su apariencia. Al respecto, Ingold concluye que traer las cosas a la vida no consiste en espolvorearlas con agencia, sino en devolverlas a los flujos generativos del mundo de los materiales. Las razones, porque las cosas están en la vida y no la vida en las cosas (una forma muy diferente de comprender el animismo). Por lo tanto, según este autor, no se puede comprender la «cosidad» de la piedra sin experimentar cómo esta se encuentra atrapada en los intercambios a lo largo de su superficie, entre la sustancia y el medio. Esto es porque la cosidad de la piedra no está en su naturaleza o materialidad, tampoco en la mente del observador; emerge de su historia acerca de su involucramiento en las corrientes del mundo de la vida.

49Estas divergencias en los énfasis con los que se aborda lo tangible también pueden ser encontradas en los estudios sobre el cuerpo, más específicamente en las diferencias entre las perspectivas del embodiment –para las cuales las experiencias corporizadas son el punto de partida para analizar la participación humana en el mundo cultural– y las de la performatividad –para las cuales el punto de partida son los procesos culturales de materialización de los cuerpos–.

50Autores como Michael Jackson (1983) y Thomas Csordas (1994) plantean que, para reconocer la corporalidad debemos usar el propio cuerpo del mismo modo en que lo hacen otros, en el mismo entorno y compartiendo el mismo campo de actividad práctica. Esta apuesta metodológica radica en entender que conciencia y cuerpo son uno y que, por ende, la intersubjetividad es también una copresencia de experiencias. Desde este ángulo, la idea de embodiment está muy relacionada con la idea de habitus de Pierre Bourdieu, en tanto historia corporizada e internalizada como una segunda naturaleza y en tanto principio generador de representaciones objetivadas (Lambek, 2006). Haciendo hincapié en esto último, quienes subrayan la importancia de una «antropología encarnada» (Esteban Galarza, 2004) parten de la centralidad de la experiencia corporal para comprender tanto las formas de transitar el mundo como los efectos concretos de las representaciones objetivadas en y desde el cuerpo.

51Como contrapunto, la perspectiva de la performatividad de Judith Butler (2006, 2007) se centra en la producción de los cuerpos como resultado de las prácticas reiterativas y referenciales mediante las cuales un determinado discurso materializa los efectos que nombra. Según esta autora, el aparente carácter fijo de lo que concebimos como cuerpos (sus contornos y sus movimientos) y que percibimos como una específica materialidad, es el efecto particular de un determinado proceso de poder. Un proceso atravesado por diferentes normas reguladoras devenidas en prácticas repetitivas de significación. Aquello que concebimos como una frontera, una superficie y una permanencia es el modo en que, a través del tiempo, se ha estabilizado un determinado proceso de materialización. En este planteo, la performatividad es la actuación reiterada de una norma –o conjunto de normas– cuya efectividad reside en ocultar las relaciones sociales y las convenciones que le dieron existencia como norma. La capacidad de agencia, entonces, no radica en negarse a repetir la norma, sino en repetirla de manera tal que se vayan desplazando las normas que regulan la repetición (Briones, 2007).

52En una relectura de Butler, Diana Triana Moreno (2018) reflexiona sobre la relación entre performatividad, performance y memoria. Desde este enfoque, la performance, cuyo soporte reside en la repetición creativa de actos discontinuos, no solo reproduce las memorias sino que también las abre a nuevas inscripciones. De este modo, el abordaje de las memorias puede enriquecerse centrándose en las formas reiteradas en que se citan las normas para reproducirlas con diferencias.

53Siguiendo el planteo de Claudia Briones (2007), consideramos que lo tangible –aun cuando esté siempre en proceso de construcción e involucre un hacer performativo– no solo es constituido por el discurso. Decir que el discurso constituye lo real no significa afirmar que lo real es una mera realización del discurso, porque las prácticas de materialización operan a partir de diversos soportes (rutinas, dispositivos, ordenamientos espacio temporales, arreglos institucionales, otros) de cuyo entramado surgen los efectos de verdad, poder y placer que ponen límites a la percepción y a la acción concretas.

54En el marco de estas discusiones, se incluyen también las que se cuestionan la polarización occidental y moderna entre naturaleza y cultura,7 cuya principal apuesta consiste en sostener que esta división no solo es histórica sino también resultado de ciertas configuraciones epistémicas y ontológicas hegemónicas. En este marco, por ejemplo, Janet Carsten (2000) propone repensar las categorías antropológicas de parentesco –centradas en los principios epistémicos de la biología– para preguntarse cómo otras epistemologías de la relacionalidad han producido formas de «hacerse parientes», que utilizan ideas diferentes de sustancia o de materialidad.

55La relación entre lo material y lo simbólico ha inspirado diferentes reflexiones y modelos para pensar lo tangible. Pero aun entre quienes ponen en primer plano la estructuración material del mundo o entre quienes subrayan el rol de los discursos y las ideologías en la producción de lo material, las perspectivas y el énfasis también se diversifican. En todo caso, y como sostiene Lambek (2006), estas diferencias de abordaje nos permiten iluminar la misma relación mente-materia desde la perspectiva de la mente o desde la perspectiva de la materia. Asimismo, y con respecto a los procesos de restauración o habilitación de memorias, particularmente cuando se trata de memorias cuyos marcos interpretativos han sido desplazados de los lugares de autoridad para definir lo que es evidente en el mundo, el ejercicio mismo de pensar lo tangible desde diferentes modelos epistémicos es un buen punto de partida.

Escombros sobre escombros: la autonomía del pasado en los materiales

Hay un cuadro de Klee llamado Angelus Novus. Representa un ángel que parece estar alejado de algo que mira fijamente. Sus ojos están muy abiertos, la boca abierta y las alas extendidas. Es, sin duda, el aspecto del ángel de la historia. Vuelve el rostro hacia el pasado. Donde vemos frente a nosotros una cadena de acontecimientos, él observa una catástrofe perenne que amontona sin cesar ruinas sobre ruinas y las va arrojando a sus pies. De seguro le gustaría quedarse ahí, despertar a los muertos y volver a unir lo que fue destrozado. Sin embargo, una tempestad sale del paraíso que le levanta las alas y es tan fuerte que el ángel no puede cerrarlas. La tempestad lo arrastra al futuro irremediablemente, al que le ha dado la espalda, mientras que el montón de ruinas frente a sí va creciendo hasta llegar al cielo. La tempestad es lo que llamamos «progreso». (Benjamin, 1980, pp. 697- 698 en De Souza, Santos, 2003)

56El ángel observa detrás de sí (hacia el pasado) la destrucción de la naturaleza material mientras es arrastrado por la tempestad del progreso (hacia el futuro). Distintos autores señalaron que esta imagen es una alegoría de los procesos de memoria (McCole, 1993; Wolin, 1994; Anderson, 2014), específicamente de la articulación entre pasado, presente y futuro, y de su dialéctica intrínseca entre destrucción-construcción. La idea de ruina o de escombros que Walter Benjamin inaugura con este pasaje resulta sugerente para pensar la relación entre lo tangible y la memoria en dos sentidos independientes pero convergentes.

57El primero de ellos es el que nos permite pensar la memoria después de eventos críticos –contextos de violencia, de desestructuración, de despojo, de exclusión y de peligro–, a partir de los cuales, los grupos que fueron subordinados se encuentran en desigualdad de condiciones para recordar sus pasados. La noción de eventos críticos fue descrita con mucha sensibilidad analítica por Veena Das (1995), quien los define como aquellos acontecimientos que irrumpen en el acontecer diario –generalmente a lo largo de décadas– desestabilizando las categorías y los criterios socialmente establecidos acerca de lo que constituye la vida. Desde el punto de vista de quienes lo sufren, se traducen como la vivencia de que el mundo tal y como era conocido en el día a día –por los vivos o, más lejos en el tiempo, por los antepasados– está siendo arrasado. Los acontecimientos de violencia no reaparecen como localizados en un pasado original y ya vivido, sino que emergen de nuevo en cada recuerdo, habitando en las relaciones actuales y marcando el ritmo de sus configuraciones cotidianas. La cotidianidad guarda dentro de sí la violencia del acontecimiento como un suceso abierto a la disputa permanente: sentidos por esclarecer, memorias por defender o impugnar, contextos políticos y legados íntimos que operan de maneras silenciosas (Ortega, 2008).

58Benjamin se detiene en los escombros para dar cuenta precisamente de esa destrucción que la idea hegemónica de progreso hace caer en el olvido. Mirar hacia atrás es el gesto con el que Benjamin propone, entonces, hacer justicia a los oprimidos y olvidados, creando un lugar histórico de experiencia que rompa con el tiempo continuo para proyectar un curso diferente de la historia.

59El segundo de los sentidos es el que nos permite pensar las ruinas en términos de restauración. Para Benjamin, la construcción «nunca es entendida unívocamente como creación o como fundamentación de la realidad material, sino siempre también (…) como liberación de una realidad material ya dada, pero todavía reprimida y atada» (Anderson, 2014, p. 369). En este sentido, la memoria es la práctica de constelar pasado y presente para organizar las experiencias del mundo, descubriendo sus sentidos ocultos en algunos fragmentos aislados y dispersos en la realidad material.

60Las ruinas –fragmentos de narrativas, de expresiones corporales, partes de rituales, de objetos o de lugares físicos, y otros– también son, para Benjamin, los index históricos con los cuales emprender los procesos de reconstrucción. Estos index son los que permiten que experiencias ya vividas adquieran legibilidad en un tiempo particular, proveyendo una clave de lectura en un momento de peligro. Por lo tanto, cada presente desde el que se recrea una memoria se define por las imágenes que se hacen presentes, por un reconocimiento particular del pasado. La posibilidad de recepción de ciertas imágenes del pasado produce un movimiento crítico hacia las categorías habituales de pensamiento que las tenían en el olvido, pero también actualizan «acuerdos secretos» entre generaciones pasadas y presentes, orientan y crean alianzas entre los vivos y los ancestros.

61El evento crítico, en la acepción de Veena Das, también promueve esta misma dialéctica entre destrucción y construcción. Janet Carsten (2007) retoma este punto para sostener que, si bien la violencia destruye la vida cotidiana y rompe los mundos locales, la memoria necesariamente involucra procesos creativos de refundición del pasado y de regeneración.

62Sin dejar de hacer centro en la idea de evento crítico –o momento de peligro–, la idea de ruina ha inspirado otras discusiones interesantes en el campo de los estudios de memoria: (a) los escombros como huellas del devenir histórico; (b) el potencial evocador de los materiales del pasado; (c) memorias en ausencia de objetos materiales.

63Algunos estudios han buscado en los escombros las huellas del tiempo y de su devenir histórico. Desde este ángulo, las ruinas han sido analizadas como estructuras materiales que evidencian, por un lado, los procesos históricos de degradación y deterioro que se enmarcan en contextos más amplios de desigualdad y exclusión social. Y por el otro, como material para la producción, reconstrucción y refundación de memorias por parte de los grupos subalternizados y subordinados.

64Estos trabajos entienden la materialidad como la consecuencia de un determinado acontecer, poniendo el acento en lo que Walter Benjamin señaló como el deterioro material producto de la modernidad; o, en otras palabras, como el producto de la historia del progreso (Benjamin, 2008, 1999). En este camino, Steffi McCallum (2016) reflexiona sobre el deterioro y la refundación del sistema ferroviario argentino en algunas de sus manifestaciones materiales. Esta autora propone leer a las ruinas de la infraestructura ferroviaria como un archivo; es decir, como constituido por las múltiples memorias inscriptas en distintos componentes materiales –tales como vías, material rodante, boletos, carteles y otros elementos de las instalaciones ferroviarias–. Esta diversidad de materialidades que podemos encontrar en torno al ferrocarril son las que contienen una multiplicidad de rastros y huellas de diferentes eventos, procesos, relaciones sociales y experiencias del pasado.

65Trabajos previos (Hell y Schonle, 2010) han puesto el acento en la ruina como potencial semántico cuya inestabilidad o apertura es producto de la pérdida de su función original. En la introducción a Ruins of modernity (2010), Julia Hell y Andreas Schönle afirman que los límites de las ruinas son difusos puesto que no se sabe bien dónde empiezan y dónde terminan, y si es un objeto o producto de un proceso. Esta polisemia que la caracteriza como categoría descriptiva se pone en evidencia en un amplio rango de materialidades que funcionan como un espacio para la reflexión crítica y para el abordaje de ciertas preguntas (Lazzara y Unruh, 2009), bajo las cuales se agrupan los estudios de memoria sobre las ruinas.

66En este mismo marco, se encuentran las investigaciones sobre fábricas abandonadas y demás escombros industriales (Edensor, 2005), los cuales reflexionan acerca de la recuperación y la resignificación que, sobre estos materiales, fueron realizando los sujetos subalternos. Desde una posición similar, el deterioro material inspiró diferentes análisis acerca de las cartografías de exclusión que lo produjeron en contextos de colonialismo (Masiello, 2008) y capitalismo (Gordillo, 2014), así como los usos que de esas mismas estructuras materiales hicieron los grupos olvidados por la historia (Navaro-Yashin 2009, 2012). Por ejemplo, Lorena Cañuqueo (2016) ha abordado cómo determinados procesos de reclamo territorial llevados a cabo por comunidades mapuche de la Patagonia Argentina nos muestran que ciertas «ruinas» –llamadas taperas– pueden operar como evidencias jurídicas del despojo y de la movilidad forzada por el avasallamiento estatal hacia el Pueblo Mapuche.

67Algunos autores señalan que las ruinas –además de reflejar multiplicidades, fragmentaciones e (im)posibilidades (Edensor, 2005)– también evocan una idea romántica de un estado original completo y puro. Así, Gastón Gordillo analiza las ruinas de fuertes y misiones –producidas por los Estados coloniales y nacionales– a la luz de los sentidos diversos que estas evocan en las memorias locales. También en línea benjaminiana, otras investigaciones se centraron en el hecho de que una pila de escombros, un jardín abandonado, una maleza o una estación de tren en desuso evidencian la desestabilización de las narrativas en torno al progreso y la precariedad de las vidas cotidianas en torno a ellas (Stewart, 1996). Con este énfasis, nos invitan a entender el valor epistémico de las ruinas (Dawdy, 2010; Stewart, 1996; Stoler, 2013) para reconstruir memorias del pasado a contrapelo (Benjamin, 2008, 1999). Es decir, la posibilidad de una reflexión sobre los escombros u otras huellas del deterioro que desestabilice las narrativas del progreso como una linealidad inevitable (Benjamin, 2008, 1999). En breve, las distintas etnografías sobre las ruinas conectan experiencias con restos materiales, tanto desde la negatividad de un espacio destruido y desacoplado, como desde la positividad de su puesta en valor –y en emotividad– cuando deviene evidencia de una memoria particular (Granada, 2016).

68Algunas de estas etnografías sobre las ruinas también incorporan las discusiones de Ingold (2011) sobre el acontecer de los materiales. En esta dirección, McCallum (2016) sostiene que las ruinas no deben ser meramente entendidas desde una materialidad abstracta, sino también en términos de sus materiales concretos (la chapa, el quebracho, el hierro, el plástico, el óxido). En estas etnografías, los materiales aparecen como agentes no humanos que también participan de los procesos de descomposición de las ruinas (DeSilvey, 2006) y, por ende, de la historia de un determinado lugar (Stoler, 2008, 2013).

69Otro grupo de trabajos es el que se reúne en torno al potencial evocador de los materiales del pasado. Estos incluyen el sentido de deterioro que tienen las ruinas, pero subrayan el carácter de testimonio que adquieren ciertos paisajes u objetos cuando las huellas de otros usos, contextos y relaciones perduran en su materialidad, y devienen legibles para alguien en el presente.

70Como vimos anteriormente, distintos autores se han preguntaron por la vinculación entre memoria y lugar (Halbwachs, 1990; Bachelard, 1994; de Certeau, 1996; Casey 1987, 1996; Nora, 1989). Aun con diferencias entre ellos, todos –de alguna u otra manera– entienden que los lugares y los recuerdos se conjugan entre sí para crear lo que muchos llaman el «sentido de lugar» (Feld y Basso, 1996). Dentro de los marcos de interpretación, el sentido de lugar hace referencia a aquel proceso de asociar objetos, paisajes, significados, sentimientos e imágenes a un determinado espacio como memorias (Ramos, 2011).

71Para Basso (1996), los paisajes pueden evocar nombres sagrados, experiencias de los antepasados, relatos sobre acontecimientos o vínculos con otros lugares; y, al mismo tiempo, conectar la historia de ese sitio con las vidas cotidianas de las personas que lo han habitado hasta el presente. Puesto que están asociados a historias y significados profundos, los lugares también pueden operar, para este autor, como metáforas acerca del acontecer de la vida o como marcos epistémicos para comprender el mundo y las prácticas sociales. Pensando sobre estas formas de abordaje, Margarita Serje (2008) ha señalado que la antropología se ha preocupado mayormente por el «aura» del lugar, es decir, por las formas locales y socioculturales que asume la experiencia de la geografía a medida que las personas significan el entorno en que viven. Desde estas premisas teóricas, otros autores han puesto el énfasis en cómo la memoria se espacializa, dejando sus trazos inscriptos en las formas del paisaje. Así, Fernando Santos Granero (2004) plantea que el paisaje conserva y transmite la memoria histórica de los orígenes y el devenir, tanto en las sociedades sin escritura como en aquellas que la tienen. A partir de su trabajo con el pueblo yanesha, este autor muestra cómo las tradiciones orales, las reminiscencias personales, los rituales y los hábitos corporales se fueron «escribiendo» en el paisaje.

72Aun cuando, dentro de este enfoque, la mayor parte de los autores se preguntan cómo el mundo material provee un locus o un medio para la evocación de memorias (véase también, Kirshenblatt-Gimblett, 1995 y Joyce, 2003), algunos también se preguntaron cómo los pueblos indígenas reflexionan sobre la reescritura espacial de sus historias en curso y a la luz de sus estrategias territoriales del presente. Joanne Rappaport (2005) destaca este punto, señalando que los mismos indígenas fueron tomando conciencia histórica de la importancia política de esta relación epistémica entre memorias y territorio, preocupándose, por ejemplo, por el registro de sus geografías sagradas en territorio que luchan por recuperar o defender. El hecho de que las memorias suelen inscribirse conscientemente en el paisaje, demuestra que el territorio es más que un espacio para la supervivencia: es el lugar donde los diferentes pueblos indígenas han venido registrando sus memorias negadas y silenciadas.

73Ahora bien, identificar en un determinado paisaje sus diversos sitios memoriales, lejos de reconstruir una superficie formada por puntos equivalentes, nos confronta con una extensión sinuosa, formada de prominencias y picos de intensidad que concentran valores especialmente significativos para los pueblos que lo habitan. Al respecto, Tim Ingold (2011) sugiere que las huellas de los recorridos históricos y de los sentidos compartidos de habitación u ocupación se encuentran en las formas que adquiere un paisaje. Según este autor, las formas de un paisaje son condensaciones de actividad en un campo relacional. Así como la gente, en el curso de sus vidas cotidianas, produce caminos, texturas y contornos al pisar habitualmente un terreno familiar, sus trayectorias se entraman en una red enmarañada de huellas a través del paisaje mismo. Ingold concluye, así, que los paisajes se tejen en la vida y en la medida que las personas se relacionan y se mueven en ellos. Esto nos lleva a pensar la producción de memorias espacializadas como «memorias en marcha».8

74Entre los trabajos que pusieron en primer plano la articulación entre memorias y desplazamientos se encuentran aquellos que analizan los trazos de los itinerarios impuestos por los procesos coloniales o republicanos, cuyas políticas de expropiación y dominación sobre los territorios indígenas obligaron a estos a construir nuevos caminos, conexiones y moradas de apego (Kohn, 2002; Gordillo, 2006). En estos desplazamientos, los grupos sometidos no solo resguardaron las memorias de eventos tristes en sitios geográficos más o menos precisos, sino que también fueron reactualizando los sentidos culturales para producir nuevos lugares a través de eventos creativos, como sueños o revelaciones (Stewart y Strathern, 2001). Las memorias sobre –y constituidas en– contextos de movilidad suelen centrarse en el interjuego entre movimiento y fijeza para restaurar moradas de apego en contextos de violencia y de despojo territorial, restaurando, en otros sitios y de modos creativos, tanto conexiones culturalmente significativas con el espacio físico como sentidos compartidos de pertenencia (Ramos, 2010).

75Así como las experiencias pasadas se fueron inscribiendo en el paisaje, también fueron dejando sus huellas y trazos en determinados objetos materiales. Estos últimos también son usados por las personas para recordar u olvidar, para acercarse o distanciarse de ciertos pasados. La mayor parte de estos trabajos antropológicos sostiene que la relación entre los objetos y la memoria no se limita a la mera representación de lo sucedido, puesto que, generalmente, los objetos despliegan la historia de las relaciones que los produjeron y de los contextos en los que fueron reutilizados (Melion y Küchler, 1991). Por eso, y en tanto objetos de memorias, al ser intercambiados actualizan su poder potencial para crear determinados vínculos y relaciones (Masquelier, 1997; Mines y Weiss, 1997).

76En relación con este último punto, quisiéramos detenernos en los casos en que los eventos críticos del pasado no dejaron rastro de ninguna materialidad –ni ruinas ni huellas–. La ausencia de materialidad ha sido uno de los temas sobre los que se interrogó, por ejemplo, David Berliner (2005, 2007). Este autor acuerda con las premisas –trabajadas hasta aquí– de que los objetos tienen un poder especial para evocar imágenes particulares del pasado y que los materiales suelen ser trabajados para ayudar a retener y transmitir memorias, pero agrega que la relación entre memoria y objeto es menos lineal de lo que se pensó en occidente. Berliner plantea que en los imaginarios dominantes, los conceptos de memoria y de materialidad son inseparables, ya sea porque se sostiene que lo material codifica la continuidad entre y a través de las generaciones, o porque se afirma que lo material es más recordable. Sin embargo, agrega que, a diferencia de esta concepción moderna de museo, los bulongic del oeste de África –con quienes trabajó varios años– afirman que las entidades espirituales son las permanentes mientras que los objetos materiales son los inestables y pasajeros. Las máscaras bulongic del mussolo kombo solo se conocen en fotografías o museos porque fueron tempranamente quemadas por los colonizadores o vendidas luego a los europeos. Pero en el presente, estas máscaras siguen habitando el paisaje interpretativo de la gente, como un espíritu viviente y no como mera entidad cognitiva o mnemónica, mostrando que la existencia del mossolo kombo pudo ser reafirmada incluso al desaparecer sus dimensiones materiales. Con una orientación similar, Mariana Lorenzetti, Lucrecia Petit y Lea Geler (2016) comparan tres producciones artístico-políticas –el registro fílmico de una comunidad mapuche, una obra teatral de una compañía afrodescendiente y un cortometraje de una comunidad wichi–, específicamente en torno a las decisiones y estrategias puestas en juego para traducir en imágenes materiales una memoria que, en principio, nunca se había transmitido en soportes materiales. En este trabajo es interesante ver cómo cada grupo fue sorteando el proceso, a veces lidiando con los trazos borrosos o velados de sus propias imágenes del pasado y, más frecuentemente, proponiendo imágenes-otras, para distanciarse de las representaciones hegemónicas que los representaron. En estos últimos casos, es la ausencia de la materialidad la que inspira actualizaciones de memoria y nuevos encadenamientos de sentidos.

77Finalizando este apartado, volvemos hacia atrás para retomar el énfasis de Benjamin sobre los rastros materiales del pasado. Desde esta concepción, y porque las experiencias del pasado perduran en imágenes materiales, lo que «realmente pasó» es una fuente constante de inspiración para las generaciones futuras (Kohn, 2002). Decimos que perduran porque ciertos escombros, huellas u objetos no cesan de transmitir sus sentidos aun cuando, para ciertas generaciones, estos no sean legibles. En algún momento, las experiencias resguardadas en las imágenes materiales podrán ser conectadas con las experiencias vividas en el ahora de su recepción, creando nuevas y poderosas constelaciones de pasado y presente. Estos conceptos de ruina y de trazo se oponen a las perspectivas presentistas sobre la memoria –en las que la memoria es entendida como una invención desde el presente– y nos recuerdan que el pasado, igual que el presente y el futuro, mantiene su relativa autonomía.

Las rocas también escuchan: la enacción de lo tangible

Las otras cuatro mujeres tenían edades comprendidas entre 38 y 70 (yo tenía 27 años) y provenían de una variedad de entornos (totémicos) de Sueños. Nos quedamos escuchando a Betty Billawag describiendo al comisionado de tierras y su séquito como un importante sitio de Sueño cercano, la Roca Hombre Viejo, escuchaba y olía el sudor de la gente original cuando pasaban cazando, reuniéndose, acampando o simplemente bromeando… Ella describió la importancia de tales interacciones entre los sueños humanos y el medio ambiente para la salud y la productividad del campo. En un momento Marjorie Bilbil se volvió hacia mí y me dijo: «Él no puede creer, ¿eh, Beth?» Y yo respondí, «No, no lo creo, él no, no realmente. Él no cree que ella mienta. Simplemente no puede creer que la roca escuche». Esta escena en una variedad de formas y entornos se ha repetido una y otra vez desde que conocí a las personas que viven en Belyuen en 1984. (Povinelli, 1995, p. 505)

78Elizabeth Povinelli (1995) se detiene en esta pregunta que, tras bambalinas, le hace a ella Marjorie Bilbil, una mujer de la comunidad aborigen Belyuen, para reflexionar en torno a las maneras en que el status quo australiano incorpora a aquello que considera creencias indígenas en los ámbitos jurídicos. Povinelli plantea que la veracidad que tiene, para el imaginario dominante, una frase como las rocas escuchan responde a su presencia o ausencia en la persona y en la comunidad y a su relación positiva con las tradiciones, no a su relación positiva o negativa con los hechos ambientales o económicos. La creencia, agrega esta autora, puede ser parte integral de la sociedad y la cultura; pero el trabajo, la ecología y el valor económico se refieren a las condiciones materiales más precisas abordadas a través de un paradigma científico. Las perspectivas subalternas sobre el mundo están subordinadas a las perspectivas dominantes, dice Povinelli, porque están representadas como creencias y no como un método para determinar la verdad. En el marco de estas hegemonías epistémicas y ontológicas, las tradiciones aborígenes son legalmente productivas no porque sean verdaderas, sino porque son creencias y, por lo tanto, forman parte del multiculturalismo con el que el Estado-nación contemporáneo puede demostrar una reconciliación liberal.

79La política hegemónica –en la que ya están contadas las partes que cuentan y cómo cuentan (Rancière, 1996)– es el escenario sensible en el que las personas hablan verdades y son escuchadas comprensivamente –ya sea para decretar, establecer, legislar, normar, prohibir o reprimir, así como para cumplir, obedecer, protestar, demandar, reclamar u oponerse–. Ahora bien, cuál es y quiénes definen ese escenario es lo que se está presuponiendo en la pregunta de Marjorie Bilbil. Como sostiene Arturo Escobar (2012), de cara a la realpolitik, lo que cuenta en última instancia es la realidad, representada de forma monoacentuada por la ciencia. El modelo dualista bajo el cual se configura esa realidad científica parte de separar naturaleza y cultura (o sociedad) para descomponer luego esa dualidad en otras, hasta llegar a organizar las separaciones entre nosotros y otros (p.e. Blaser y de la Cadena, 2009; Latour, 2007; Blaser, 2019).

80Retomamos aquí la idea de «política racional o razonable» de Mario Blaser (2019) para nombrar aquellas prácticas y lenguajes contenciosos (Roseberry, 1994) que están disponibles en los escenarios políticos en los que circulamos. En una política razonable se presupone que los contendientes están de acuerdo sobre lo que están disputando (recursos económicos, derechos obtenidos, ampliación de derechos, negociación sobre subsidios o regalías). En relación con el territorio, por ejemplo, la racionalidad pasaría por ocuparse del medioambiente como un recurso para fines humanos. El nosotros de la política razonable es un sujeto racional que, ante cualquier conflicto, apela siempre a un mismo árbitro: la visión neutral y realista del naturalismo (Latour, 2014). Por ello, ese nosotros, protagonista y veedor de la realpolitik, se arroja el deber y la responsabilidad de explicar aquello que inevitablemente se recorta como otros (Ramos, 2019).

81Cuando estos otros han sido los pueblos indígenas, fue necesario encauzar el problema de sus prácticas y lenguajes contenciosos, plagados de vocabularios incómodos como espíritus, fuerzas, tigres que lloran, pumas que guían, montañas que se enojan. Recurriendo al árbitro imprescindible del naturalismo esas diferencias fueron, o bien administradas de formas razonables, o banalizadas y descartadas. El multiculturalismo –aun reeditado como interculturalidad y otras versiones de pluralismo– ha sido el modo en que se empezó a nombrar esa política razonable con la que se organizó la inclusión y la exclusión del indígena.

82De acuerdo con Elizabeth Povinelli (2002), esta política de reconocimiento organiza la sociedad a partir de dos criterios. Por un lado, el criterio de realidad sostenido por el naturalismo, y, por el otro, el criterio de las obligaciones morales sostenidas por el liberalismo, particularmente el ideal regulador de disminuir el daño (o el conflicto) a través de un mayor entendimiento mutuo de las diferencias sociales y culturales. Esto se puede traducir en el discurso de cualquier funcionario político de Latinoamérica: «La realidad de la naturaleza es indiscutible. Pero debemos ser tolerantes con el hecho de que los indígenas tengan una creencia supersticiosa de la naturaleza mientras no sobrepasen los límites de lo que consideramos moralmente correcto».9

83Cuando esas tensiones son el foco de las investigaciones, el objeto del análisis suele ser nombrado como «ontologías políticas». Como sostiene Arturo Escobar (2014), este concepto busca resaltar tanto la dimensión política de la ontología como la dimensión ontológica de la política:

Por un lado, toda ontología o visión del mundo crea una forma particular de ver y hacer la política; por el otro, muchos conflictos políticos nos refieren a premisas fundamentales sobre lo que son el mundo, lo real y la vida; es decir, a ontologías. (Escobar, 2014, p. 13)

84Desde este ángulo de observación, agrega este autor, la pregunta central es «qué tipo de mundos se enactúan a través de qué conjunto de prácticas, y con qué consecuencias para cuáles grupos particulares de humanos y no-humanos» (2014, p. 14).

85Como aclara Claudia Briones (2014), no debemos partir de pensar estos disensos políticos como consecuencia de ontologías inconmensurables, sino más bien como desacuerdos que cuyos bordes pueden ser ideológicos, epistémicos y ontológicos. Las maneras en que las personas organizamos nuestras experiencias relacionales van contorneando las texturas, relieves, planos, conexiones y desconexiones con las que el mundo se nos presenta como evidente. Cuando estas evidencias no están en cuestión pero las opiniones con respecto a estas son diferentes, se trata de un disenso ideológico. Cuando el disenso es sobre los marcos, métodos y formas de conocimiento que se ponen en juego para determinar la veracidad de lo que para algunos es evidente, estaríamos frente a un disenso epistémico. Pero cuando el disenso es acerca de qué es evidente y qué no lo es, este se presenta en sus bordes ontológicos.

86Estos estudios recientes sobre política tienen también su correlato en las perspectivas sobre la memoria y sus relaciones con lo tangible. Retomando las ideas de Ingold (2011), un sujeto produce memoria desde el punto de observación que pone en marcha a medida que camina el territorio. En este sentido, entendemos como memoria enactiva (Ramos, 2019) a aquella que resulta de ese acontecer en el mundo, de un caminante que se produce a sí mismo en sus propios movimientos y desde sus múltiples encuentros con otros. Así como también entendemos que las memorias reconstruidas colectivamente –producto de junturas de trayectorias heterogéneas– se entraman con las subjetividades en marcha y, al hacerlo, producen y reorganizan las relaciones entre los existentes –humanos y no humanos– y sus formas evidentes de acontecer en ese mundo de relaciones. Por lo tanto, entendemos que la memoria enactiva es más un relato practicado que un relato objetivado, es más una experiencia afectiva devenida en estrategia política que una mera reacción coyuntural e interesada, y es más un proceso que un texto acabado.

87Los trabajos de reconstrucción de memorias de los grupos subordinados –referimos particularmente a los emprendidos por los pueblos indígenas– actualizan conocimientos antiguos que, al ser puestos en práctica en las vidas cotidianas, enactúan sus principales premisas. Volvamos a la roca del epígrafe para identificar cómo se puede disentir en las formas en que esta resulta tangible y evidente.

88Por un lado, la enacción de premisas sobre el carácter separado de la naturaleza (Escobar, 2014), así como la forma de pensar en geología y economía, produce la evidencia de una roca como un conglomerado de componentes minerales. Esta expresión tangible de la roca conduce, por ejemplo, las políticas económicas de un Estado hacia un modo de explotación basado en la minería extractiva. Por otro lado, y en contraste, la enacción de premisas relacionales, así como la forma de pensar el mundo como habitado por soñantes antiguos devenidos en rocas, produce la evidencia de una roca como un ser intencional que puede reaccionar frente a los subproductos del trabajo humano –el sudor y el habla– (Povinelli, 1995). Esta expresión tangible de la roca conduce, por ejemplo, a los aborígenes australianos a un modo de relación económica basado en el reconocimiento mutuo y en la interlocución, donde la roca puede llegar a sentir afecto por determinadas personas y puede ejercer su voluntad de influir positivamente en la productividad del campo.

Acerca del libro: sobre las diversas formas en que se encarna lo tangible

89Para lograr nuestro objetivo comparativo sin tener que forzar relaciones entre casos que son muy diversos entre sí, optamos por presentar las discusiones de cada capítulo como etnografías organizadas en secciones. En cada uno de estos relatos etnográficos, alguien –persona o grupo– hace memoria y, al recordar, algo en el mundo de lo tangible se produce, se ve afectado o es pensado.

90En su conjunto, este libro fue propuesto como una invitación a reflexionar sobre las memorias de lo tangible poniendo el foco en las distintas formas de materialidad, desde diferentes puntos de percepción y a la luz de diversos marcos de interpretación. Teniendo esto en consideración, el libro se estructura en secciones a través de las cuales entran en diálogo las diversas formas en que las y los autores fueron entendiendo y desarrollando etnográficamente la relación entre las memorias y lo tangible. En otras palabras, las rocas, que recorrimos en el estado del arte presentado en los primeros apartados de esta introducción, como metáforas de lo tangible, de lo material, se articulan y cobran nuevas y heterogéneas formas al recorrer los capítulos del presente volumen: taperas, cocinas, plantas medicinales, cuerpos, espacios, territorios, discursos, teorías.

91La primera sección titulada «Las operaciones atribuidas a las rocas: las existencias y relacionalidades desde lo tangible» está compuesta por un grupo de capítulos (Fiori, Stella y Pell Richards) que analizan y reconstruyen los procesos de memoria en el marco de determinadas materialidades entendidas como rutas, escombros, cementerios, territorios. En esta sección las autoras recrean, en sus etnografías, la forma en la que se entraman subjetividades, pertenencias, relacionalidades y luchas en diálogo con el mundo material (taperas, restos de antepasados, volcanes). En concordancia con los trabajos desarrollados anteriormente, estos capítulos reflexionan sobre los modos en que aquellas tangibilidades se despliegan, se relacionan y se entretejen en historias y memorias significativas.

92Así, y desde estos marcos analíticos, la etnografía de Ayelen Fiori reconstruye las formas en que los habitantes mapuche de la comunidad de Boquete Nahuelpan (provincia de Chubut) interpretan y se relacionan con los «escombros» del lugar como los vestigios de un pasado marcado por la violencia del desalojo y la expropiación.10 En este camino, la autora nos muestra cómo aquella materialidad producto de un proceso histórico violento y disruptivo ha dejado sus huellas y trazos tangibles de memoria que les permite a las personas mapuche recordar e identificarse con sus pasados en el presente. Este capítulo, por lo tanto, se propone reflexionar sobre los modos en que las personas mapuche –cuyas familias viven o vivieron en aquel territorio– continúan emprendiendo trabajos de memoria para conectar las «ruinas», los escombros y los fragmentos de recuerdo en narrativas significativas sobre el lugar. Relatos que, al ser recorridos o narrados, conforman las líneas y los puntos de conexión que constituyen aquel paisaje que conforma el territorio de Boquete Nahuelpan.

93En una línea similar, y enmarcada en diversos reclamos y demandas por restituciones de restos humanos encaradas por comunidades mapuche-tehuelche de la provincia de Chubut, la etnografía de Valentina Stella analiza de qué manera, a partir del retorno de los antepasados a sus territorios, las subjetividades indígenas de quienes reclamaron aquel regreso se conectaron y «fijaron» creativamente a un determinado espacio territorial. Este capítulo es una reflexión sobre cómo el proceso a través del cual los ancestros «vuelven a la tierra» materializa una relación particular entre los vivos, los antiguos y las fuerzas del entorno que se ha vuelto central, en la región de la costa y valle de esta provincia, para crear relacionalidades y entramar pertenencias como mapuche-tehuelche.

94Por último, y a partir del caso del Pillan Mawiza Lanín (en la provincia de Neuquén), la etnografía de Malena Pell Richards indaga sobre las epistemologías, lenguajes y categorías que se encuentran en disputa en torno al conflicto particular que se originó a partir del reclamo que hicieron las comunidades mapuche a las autoridades del Parque Nacional para que el Pillan Mawiza sea reconocido como sitio sagrado mapuche. En este capítulo, la autora muestra y visibiliza que tal demanda es, en realidad, una arista más dentro de un proyecto político y espiritual mapuche más amplio. Un proyecto en el que se incluyen otras metas colectivas como el poder recentrar los diagnósticos político-espirituales sobre el territorio en marcos propios de conocimiento, el poder identificar soluciones en los consejos antiguos, y el poder reconstruir relatos de memoria compartidos y, junto con ellos, hacer tangible las experiencias de estar siendo juntos en aquel lugar.

95 La segunda sección se titula «La fijeza de las rocas: desentrañando tangibilidades en disputa» y está conformada por otro conjunto de capítulos (Tozzini, Bleger y Loinaz) que se proponen recuperar los trabajos de memoria para desentramar las tangibilidades y disputas que se van reificando a partir de lo discursivo. En esta sección las y los autores se han encarnado en sus relatos y vivencias personales en primera persona para caracterizar los marcos de tensión y conflicto que atraviesan la producción de lo concreto. Como ya fue señalado anteriormente, el aparente carácter inalterable de lo que concebimos como lo evidente (en estos casos una teoría, el dolor o un determinado movimiento político como el feminismo, es decir, lo que se fija como roca) implica, entre otras cosas, la producción y el efecto particular de un determinado proceso de performatividad discursiva. Serán, entonces, estas experiencias autobiográficas o en primera persona las que buscarán irrumpir en esta construcción de lo tangible para darle nuevas formas de interpretación. Las preguntas que atraviesan estas etnografías giran en torno a repensar de qué manera la producción de memoria puede permitirnos abordar y comprender la tangibilidad de las palabras, los cuerpos y los sentidos; así como la forma en que, en tanto procesos disruptivos, estas producciones de memoria pueden también modificar, disputar o desplazar las normas que producen aquella aparente materialidad.

96En primer lugar, el o la lectora se encontrará con la etnografía de Alma Tozzini. En ella, la autora deconstruye las supuestas verdades a partir de las cuales se materializan los discursos que circulan sobre la historia indígena en la región patagónica. Utilizando como punto de partida las frases frecuentemente citadas en la Patagonia («los mapuches son chilenos», «los mapuches masacraron a los tehuelches», «los tehuelches se extinguieron»), Tozzini desanda los preceptos teóricos que sostienen estos enunciados que, si bien ya han sido rebatidos dentro de la teoría antropológica, continúan sosteniéndose irrefutables en el sentido común y operando como realidades en la actualidad. A lo largo de este capítulo, la autora analiza a la producción de teoría antropológica en el pasado como una performatividad discursiva que es utilizada en la actualidad por los tomadores de decisión y sectores hegemónicos como herramienta de poder que configura el espacio social por donde circulan y se limitan las trayectorias de las personas mapuche y tehuelche de la región. Este trabajo, por lo tanto, nos muestra la forma en que aquello que se concibe como lo dado y evidente de un escenario social es, en efecto, el producto de un proceso histórico dominante que materializa verdades, sentidos, estigmas, categorías y preceptos teóricos.

97Enmarcada en un análisis similar sobre cómo la reiteración de ciertas palabras, discursos, rutinas y temporalidades constituyen cierta tangibilidad con efectos concretos en la conformación de realidades sociales, la etnografía de Mariel Bleger trabaja con los fragmentos de relatos de mujeres mapuche, plasmados en diferentes tiempos y escalas geográficas, que fueron instaurando un modo particular de ser juntas como nosotras mujeres mapuche. A diferencia del trabajo de Tozzini que se centra en el poder de construir verdades a partir de ciertas teorías, discursos y sentidos comunes, el capítulo de Bleger reflexiona sobre la forma en que las narrativas de estas mujeres mapuche hacen tangible los propios sentidos políticos, personales y afectivos dentro de un discurso femenino. En particular, esta etnografía indaga en los caminos por los cuales las mujeres mapuche fueron interviniendo e inaugurando con sus desacuerdos e irrupciones, preguntas y reflexiones en el escenario social del movimiento feminista de la ciudad de San Carlos de Bariloche (Río Negro).

98Como lo vimos anteriormente, muchos trabajos han analizado las maneras en que la memoria puede producir estabilidad a partir de las diversas formas de organización del mundo de lo tangible. Así como lo material, lo cierto, lo evidente y/o lo concreto se evidencia en aquellos procesos sociales y culturales a partir de los cuales se materializan los discursos, las prácticas, las políticas y las identidades, también la tangibilidad de lo que consideramos como cultural o social se puede evidenciar en los cuerpos, en los sentidos, en lo corporizado o lo corporal. Desde este último lugar es que Martín Loinaz construye su etnografía. Al narrar su propia trayectoria como paciente renal crónico y la formas en que fue instruido a utilizar ciertas maneras de comunicabilidad de la dolencia y los sentimientos en torno a la enfermedad, Loinaz analiza aquellos procesos de construcción e imposición de los sentidos del dolor desde el saber biomédico como productos y efectos de algo medible y evidenciable. Esta etnografía, además, reflexiona sobre lo disruptivo de la incapacidad de comunicar y cuantificar su propia dolencia a partir de una reacción propia de lo que el autor denomina «memoria-cuerpo» entendida como la constelación de experiencias pasadas y presentes en soportes físicos –«como el endurecimiento de la piel frente a un futuro pinchazo»–. Se trata, entonces, de una memoria encarnada en la que el cuerpo es el que experimenta, registra, recuerda y evidencia otras formas de concebir y/o concretar emociones, sentimientos y dolores que se contraponen con lo medible y evidenciable del saber biomédico.

99Finalmente, la tercera sección titulada «Las rocas también escuchan: etnografiar, conocer y vivir tangibilidades-otras» está compuesta por un conjunto de etnografías (Sabatella, Tomás, Santisteban y Ramos) que abordan las formas particulares en las que las personas y grupos organizan las propias experiencias y relaciones de diversas maneras y con diferentes actores humanos y no humanos. En esta sección, las autoras trabajan con una diversidad de enactuaciones a través de las cuales van contoneándose texturas, relieves, planos, conexiones y desconexiones con las que el mundo se vivencia, se habita y se constituye como evidente y real para determinados colectivos sociales. De forma particular, cada uno de estos capítulos se pregunta acerca de las maneras en que se constituyen y experiencian estos mundos-otros. Y, al hacerlo, algunos elementos presentes en estos trabajos no solo funcionan como portales para entender lo concreto de estos mundos (por ejemplo, las cocinas, o el lawen), sino también para poner en cuestión aquello que conocemos o concebimos como tangible (permitiéndonos repensar no solo lo que vemos, sino la forma en la que lo categorizamos). Así, y haciendo un análisis reflexivo del concepto de «lugares de memoria» de Pierre Nora, la etnografía de María Emilia Sabatella indaga sobre las limitaciones y posibilidades de este concepto retomando su experiencia de trabajo antropológico con comunidades y organizaciones mapuche de las provincias de Buenos Aires y Chubut. Haciendo un recorrido por algunas situaciones particulares de transmisión de experiencias y conocimientos, Sabatella da cuenta de la forma en la cual sus interlocutores le han enseñado cómo determinados espacios –como las cocinas– no solo son lugares de transmisión de memorias, sino que han devenido en portales para conocer otras «memorias-mundos» que desafiaron los preceptos epistemológicos y ontológicos desde donde la antropología produce conocimiento.

100Por otro lado, y partiendo de una etnografía de un viaje realizado de Puel Mapu a Ngulu Mapu (de Bariloche a Osorno)11 junto con una dirigente mapuche para atenderse con un machi, Marcela Tomas y Kaia Santisteban analizan cómo el lawen (hierbas medicinales mapuche) materializa los lugares de encuentro y articulación, trascendiendo los sentidos literales de su traducción. De este modo, esta etnografía en movimiento se torna un lugar privilegiado para reconstruir los múltiples sentidos que atraviesan al lawen. Por un lado, el lawen –con su sola detección o la posibilidad de ser detectado en las aduanas durante el traspaso por la frontera argentino-chilena– hace evidente, expone y rememora la desigualdad de poder, la violencia y la discriminación histórica de las fuerzas policiales y el Estado hacia las personas mapuche. Por el otro –y a partir de la experiencia y los lazos afectivos construidos– el lawen habilita la actualización de conocimientos, territorialidades y relacionalidades que enactúan mundos que sostienen la continuidad de estas prácticas de curación y que, al mismo tiempo, contrarrestan el miedo a la violencia y el control.

101Por último, el trabajo etnográfico de Ana Ramos reconstruye la historia biográfica de un militante y referente mapuche que, en los últimos años, empezó a levantarse como lonko en el territorio de la comunidad Pillan Mahuiza (Chubut). La puesta en valor de contar esta historia personal se centra en evidenciar un modo de etnografiar procesos políticos más amplios y formas compartidas del acontecer como militante del pueblo mapuche. Pero –y a la par– esta biografía nos permite reflexionar y enmarcar las preguntas acerca de cómo actúa la memoria en relación al mundo tangible. Asimismo sobre los modos en que deben orientarse las categorías académicas de memoria y territorio para acortar las distancias del disenso en los conflictos territoriales, y entre las comunidades mapuche y el Estado. En otras palabras, este capítulo analiza la forma en que los procesos de reconstrucción de memorias están intrínsecamente relacionados a la materialización del territorio.

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Notes de bas de page

1 Financiado por la Secretaría de Investigación, Desarrollo y Transferencia de Tecnología de la Universidad Nacional de Río Negro.

2 Los resultados de este primer proyecto, financiado por el foncyt, fueron publicados en el libro Memorias en lucha. Recuerdos y silencios en contextos de subordinación y alteridad, compilado por Ana Ramos, Carolina Crespo y Alma Tozzini (Editorial UNRN, 2016=

3 Espacio significa aquí el conjunto de prácticas que plantean las condiciones dadas de existencia, las que constituyen «el punto de partida necesario para nuevas generaciones de prácticas» (Hall, 2010, p. 198).

4 Para David Harvey, el espacio es el resultado de un proceso histórico comprendido en olas sucesivas de «compresiones espacio-temporales» generadas por las presiones de la producción capitalista «con su constante afán de aniquilamiento del espacio por el tiempo y de reproducción de los tiempos de rotación» (Harvey, 1998, p. 339).

5 Retomando lo referido en el epígrafe de este apartado, Michel de Certeau utiliza la noción de lugar para referir a lo que la mayor parte de los autores nombran como espacio.

6 El primer nivel de contextualidad es el que Grossberg (2010) nombra como «entornos materiales», el cual ya fue mencionado más arriba. El segundo nivel es el del «territorio o lugar», y el tercero, que trabajaremos más adelante, es al que denomina como «región ontológica».

7 Entre los autores que han desarrollado el devenir de estas discusiones se encuentran Bruno Latour (2007, 2014), Viveiros de Castro (1998, 2004), Descola (1994, 2004, 2012), Marisol de la Cadena (2008, 2010), Mario Blaser (2009, 2013, 2018), entre otros.

8 Memorias de marcha (Rumsey y Weiner, 2001), de ruta (Ramos y Kradolfer, 2011), de trayectorias o caminos (Santos-Granero, 2004; Abercrombie, 2006).

9 Una primera versión de estas discusiones se encuentra en un trabajo previo de Ana Ramos (2019).

10 Los apelativos mapuche y tehuelche se utilizan en este libro en su forma singular, dado que en mapuzungun no se hace uso del morfema s para pluralizar.

11 Puel Mapu es el territorio al este de la cordillera, actualmente Argentina; Ngulu Mapu es el territorio al oeste de la cordillera, actualmente Chile.

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