Caminatas, viajes y papeles: trayectorias mapuches al sur del paralelo 46
p. 265-305
Texte intégral
Introducción1
1Unos meses después de la represión a la comunidad qom (toba) Potae Napocna Navogoh (La Primavera) del 2010, un dirigente indígena de reconocida trayectoria presentó un mapa del territorio del pueblo mapuche en un encuentro sobre mapeo participativo en la ciudad de Buenos Aires. Cuando regresó a su asiento, contiguo al mío, aproveché para consultarle por qué esa cartografía –que abarcaba la mayor parte de la Patagonia, parte de la provincia de Buenos Aires, de Córdoba, de San Luis y de Mendoza y se extendía sobre Chile– había dejado fuera a Santa Cruz, y le comenté que también había mapuches en esa zona. Algo molesto, respondió que era el mapa que solían usar y no se explayó más allá. Pensé entonces en el peso de algunos dispositivos de territorialización de lo indígena y en cómo éstos habían logrado imponerse, incluso entre los sectores más combativos. Si bien la superficie del territorio concebido como propio desafiaba las fronteras del Estado-nación y de varios de los límites provinciales, no había traspasado la línea imaginaria que separa a Santa Cruz de Chubut: el paralelo 46. En consecuencia, tampoco había logrado desestabilizar el presupuesto de que en esa provincia «no hay indios», o bien que sólo hay –o hubo– tehuelches, invisibilizando así a los miembros del pueblo mapuche.
2Los dispositivos construidos conjuntamente por el Estado, la ciencia y la Iglesia se afianzaron a fines del siglo xix en el contexto de la Conquista del Desierto (1879-1885). En contraste con la mirada de Pedro de Ángelis (1839) –el historiador de la época de Rosas–, Estanilao Zeballos (1878) construyó, en La conquista de las quince mil leguas, a los tehuelches como indios argentinos y a los mapuches como chilenos, a fin de legitimar el avance militar sobre los territorios indígenas al sur del río Salado. Juzgados como invasores belicosos –y calificados peyorativamente como feos, petizos, haraganes y borrachos– los mapuches fueron desde entonces acusados de la supuesta extinción de los tehuelches a partir de tres argumentos: que los mataron, que reemplazaron sus rasgos culturales como consecuencia del proceso de araucanización (Canals Frau, 1935; 1946) y que los degeneraron debido a que fecundaron a sus mujeres. Las últimas dos afirmaciones fueron sostenidas, entre otros, por los inspectores de la Dirección Nacional de Tierras y Colonias (entre regulador de tierras fiscales previo a la provincialización), por José Imbelloni (ex director del Museo Etnográfico), cuya expedición, a mediados del siglo xx, buscaba constatar si aún quedaban tehuelches racialmente puros, cuántos eran y en qué grado se habían mezclado (1949), y por los sacerdotes salesianos, entre los cuales se encontraban el padre Alberto María de Agostini (1945) y el padre Molina. Los intelectuales locales, a su vez, los apropiaron como los originales y únicos de Santa Cruz. La obsesión por el registro, la medición y la clasificación de los últimos indios puros excluyó a los mapuches, que en esta provincia quedaron en las sombras, alejados del alcance de los instrumentos científicos y estatales, aunque no completamente fuera de los dispositivos misionales (San Martín, 2013).
3Luego de años de peregrinaje, algunas familias autoidentificadas como tehuelches y mapuches que sobrevivieron a los desplazamientos y asesinatos de las campañas militares se radicaron en el Territorio Nacional de Santa Cruz –creado como tal un año antes de la finalización oficial de la Conquista (1884)– y, en las primeras décadas del siglo xx, obtuvieron permisos (colectivos e individuales) de ocupación precaria sobre determinados lotes. En este capítulo reconstruyo las trayectorias de doce familias mapuches en la provincia, y el entramado que las vincula desde relaciones de parentesco y afinidad, estrategias y alianzas políticas, así como también memorias, olvidos y silencios. Iré entrelazando el relato con algunas referencias sobre las trayectorias de familias tehuelches, para contextualizar las relaciones entre ambos pueblos y contrastar los efectos de los dispositivos de ciudadanización, civilización e invisibilización sobre unos y otros.
4El análisis se sustenta en un corpus conformado por documentos estatales (expedientes de tierras, información del registro civil, leyes, decretos, ordenanzas, fallos, entre otros), documentos eclesiásticos, archivos familiares, periódicos, registros orales (entrevistas y conversaciones informales), genealogías y observaciones etnográficas de asambleas y reuniones. Esta suerte de palimpsesto es resultado de una acumulación producida en diferentes etapas de trabajo de campo que inicié en 1996, cuando viajé por primera vez a esa zona de Santa Cruz, para interiorizarme sobre un evento que trascendió los medios locales, pues aludía a que dos personas habían sido designadas como caciques, una por el pueblo tehuelche y otra por el pueblo mapuche. En aquella oportunidad conocí además a Orlando Piedra, el historiador de las familias sobre las que trata este capítulo quien, lamentablemente, falleció, al igual que los dos caciques, poco después del 2009, fecha en la que volvimos a conversar luego de trece años.2
5En un contexto general de invisibilización, la noticia sobre los caciques sorprendió a la audiencia general. Este evento, sin embargo, no llevó a que cambiara la situación más que momentáneamente. Los indicadores de pureza racial que actuaron durante todo el siglo xx continuaron operando y, en consecuencia, el sentido común puso en duda tanto la legitimidad de los caciques como sus adscripciones identitarias. Una década más tarde, el contexto cambió radicalmente y personas que hasta ese entonces se habían autoadscripto como descendientes –o habían ocultado sus pertenencias a algún pueblo indígena– comenzaron a identificarse públicamente y a organizarse en términos de comunidad indígena. Actualmente, hay entre doce y quince comunidades, que se identifican como tehuelches, mapuches y mapuche-tehuelches, algunas de las cuales se encuentran en proceso de conformación.
6Las relaciones entre el proceso de reemergencia indígena, reorganización comunitaria y políticas indigenistas condujeron a cambios jurídico-administrativos impulsados por los indígenas. Entre los que se destacan, se puede mencionar que cinco comunidades inscribieron su personería jurídica en el Registro Nacional de Comunidades Indígenas (renaci) del INAI: dos tehuelches en el 2007, dos mapuches en el 2012 y una mapuche-tehuelche en el 2014. Por otro lado, las dos comunidades tehuelches que cuentan con personería jurídica realizaron avances en relación con la propiedad comunitaria: Copolque obtuvo su título en el 2011, en tanto que Camusu Aike obtuvo una adjudicación en el 2015. No obstante, aún queda pendiente la titulación de cuatro comunidades territoriales y, en el caso de Camusu Aike, falta también saldar la diferencia entre la superficie adjudicada y la efectivamente relevada en el marco de la ley 26160 del 2006.3 Por último, a inicios del 2015, el Poder Ejecutivo provincial creó la Dirección de Pueblos Originarios, en la que fue designada Celia Rañil, werken de la comunidad mapuche Willi Mapu (Caleta Olivia), luego de casi diez años de insistencia por parte de los pueblos indígenas para que se obrara en esta dirección.
7La autoadscripción mapuche-tehuelche, que cobró estado público en Chubut en la década del noventa, tuvo lugar en Santa Cruz varios años más tarde. Si bien la comunidad Willi Mapu se presenta de este modo en 1992, es recién en la primera década del siglo XXI que el término se vuelve común. Concretamente, el cambio se inicia en el 2004, con la conformación de una comunidad en Puerto Santa Cruz (integrada por dos familias mapuche de Chubut y una tehuelche de Santa Cruz), y continúa con otras tres (una en Río Gallegos que aún se encuentra en proceso de consolidación; y otras dos en la zona norte constituidas en el 2012, una en Pico Truncado y otra en Puerto Deseado). En los comienzos del proceso de reemergencia indígena y organización comunitaria, algunas de las actuales comunidades mapuches se autoadscribieron en estos términos para sortear el rechazo hacia todos aquellos que no fueran tehuelches. No obstante, en la medida en que el contexto se fue volviendo más favorable, algunas comunidades mapuche-tehuelche optaron por presentarse como mapuches. Además de estas autoadscripciones, los migrantes limítrofes y los migrantes de las provincias del norte del país radicados en Santa Cruz comenzaron también a identificarse públicamente desde sus pertenencias indígenas como coyas, quechuas y guaraníes. Aunque no se han organizado como comunidades ante el Estado, algunos miembros de estos pueblos indígenas comenzaron a interactuar con la Modalidad de Educación Intercultural Bilingüe y a diseñar políticas específicas para aquellos que son los invisibles del presente.
8He subdivido este trabajo en cuatro apartados, organizados en torno a eventos significativos que constelan las tensiones entre las estructuras de dominación y la agencia indígena, las luchas de acentos y las batallas por las resignificaciones, así como sus consecuencias prácticas en la vida cotidiana. Siguiendo los lineamientos que hemos acordado para el libro, cada apartado retoma la metáfora del puente planteada por Michel Serres, en su presentación en un seminario en el Collège de France, que tuvo lugar entre 1974 y 1975, ante una audiencia presidida por Claude Lévi-Strauss. Serres (1981) contrasta el espacio topográfico con el espacio euclidiano y, a su vez, plantea vínculos entre la imagen del puente y la del pozo. El puente restablece conexiones, sostiene, torna continua la discontinuidad, suelda una fractura, recompone lo que está fisurado. El pozo, en cambio, desconecta lo conectado pero también conecta lo desconectado; es una figura de grieta, de caída, pero también puede ser, según el contexto, una figura de resurgimiento, de germinación. Así, en la topografía hay conexión y desconexión, hay espacios y, lo que interesa resaltar particularmente en este libro, hay recorridos, trayectorias. Siguiendo las metáforas del autor, entre estas trayectorias destaco las de los tejedores, es decir, las de aquellos con capacidad para anudar, construir tramas y caminos entre espacios radicalmente distintos.
9En el primer apartado, presento entonces a los historiadores, es decir a quienes guardaron registro y transmitieron oralmente las acciones de aquellos que lograron obtener los papeles, bajo una lógica del bien común que involucraba a doce cabezas de familia. Describo los desplazamientos forzados hacia el sur y los modos en que fueron vinculándose entre sí mediante relaciones de parentesco y afinidad, construyendo puentes en la marcha, mientras caminaban arreando y repuntado a sus animales, continuamente corridos. Los recorridos trazan una región que triangula la provincia de Buenos Aires, el Territorio Nacional de Santa Cruz y la zona sur de Chile, desde el río Bíobío, en un período en el que los indígenas (pueblos preexistentes) fueron negociando con los Estados ciudadanizaciones estratégicas.
10En el segundo apartado analizo las estrategias a las que recurrieron para obtener permisos precarios de ocupación sobre lotes contiguos a comienzos del siglo xx, lo cual involucró reiterados viajes a Buenos Aires e intentos de negociación directa con los presidentes que firmaban los decretos. En estos trayectos, los mapuches operaron como agentes que actuaron en los intersticios de las estructuras burocráticas y políticas, ampliando sus puentes hacia otros miembros del pueblo mapuche de Chubut y de Río Negro, como también hacia organizaciones de la sociedad civil que involucraban a periodistas de Buenos Aires y profesionales que actuaron como intermediarios. La ampliación de los mapas sociales incluyó también a los inspectores que viajaban desde la Capital Federal, a quienes debían persuadir sobre la legitimidad de sus solicitudes, ya que su éxito o fracaso dependía de las representaciones que ellos hicieran de los solicitantes.
11En el tercer apartado analizo el período en que los puentes fueron dinamitados. Comienza con la enajenación de dos leguas en la década del cuarenta y termina con la democracia transicional, en un contexto signado por el despojo y el éxodo forzado, ya sea a los centros urbanos o como mano de obra fluctuante al servicio de las estancias. Luego de la provincialización (1957), las redes de poder local –construidas sobre el clientelismo político y el nepotismo– actuaron con mayor impunidad y, navegando regímenes que alternaban democracias y dictaduras, continuaron el proceso de enajenación. Los dispositivos disciplinarios (Foucault, 2002) que durante todo el siglo xx se orientaron a civilizar, convertir y asimilar a los indígenas a una ciudadanía indiferenciada, los convirtieron en descendientes y, simultáneamente, socavaron la autoestima y los impulsos para continuar la lucha de sus ancestros. En este contexto, los compromisos y obligaciones ancladas en el parentesco se fueron volviendo más laxos y, lo que las generaciones anteriores vislumbraron como el bien común –puentes que conectaban a unos con otros en el contexto de la lucha por la tierra– fue cediendo terreno a los impulsos individualistas, dejando a su paso brechas y pozos. De este modo, ante la enajenación de las tierras ocupadas con permisos precarios, la propiedad privada individual comenzó a ser vislumbrada como una posible salida.
12El tamaño de los pozos fue fluctuando según cada caso y, en el contexto de reemergencia indígena, algunos pozos volvieron a ser cubiertos con puentes, en tanto que otros se profundizaron. Estas conexiones y desconexiones no sólo involucran a las relaciones de los indígenas entre sí, sino también a estos con los funcionarios estatales, con las empresas extractivas y con los investigadores que interactuamos con ellos. El impulso de organizarse formalmente en comunidades y solicitar reconocimiento ante el Estado responde, justamente, a la necesidad de defenderse y negociar un lugar como interlocutores válidos frente a dichas entidades, en el marco de dispositivos de seguridad (Foucault, 2006), caracterizados por el dejar hacer, dejar vivir.
13La última sección aborda entonces este nuevo escenario, en el que las familias vinculadas a las ex reservas suelen apelar, aunque no siempre, a los puentes ya trazados, concretamente a las instituciones y a los instrumentos jurídico-políticos disponibles para el ejercicio de sus derechos como pueblos preexistentes. Las trayectorias de maduración e internalización de dichos instrumentos varía y, si bien los colectivos actuales se sustentan en comunalizaciones (Brow, 1990) previas, en el proceso de acreditación ante el Estado fueron surgiendo dificultades, particularmente en relación a los mecanismos de inclusión y remoción de los miembros, la legitimidad de los liderazgos y la administración económica.
Trayectorias y contadas: los doce pobladores
14«Eran doce pobladores, seis en un lado y seis en el otro», sostuvo Orlando Piedra, de 84 años de edad, en una conversación en el 2009. Unos días más tarde volvió a recitar la lista de aquellos que se instalaron a comienzos del siglo xx en Santa Cruz, con permisos precarios otorgados mediante dos decretos presidenciales diferentes. Uno de los decretos fue firmado por Hipólito Yrigoyen en 1916, en el que otorgó un permiso de ocupación sobre siete leguas a Mario Puma «y su tribu»; el otro, de 1927, firmado por Marcelo T. de Alvear, reservó cinco leguas «para concentración de indígenas» en Laguna Escondida. En total sumaban doce leguas, equivalentes a 30000 ha.
15Habían pasado trece años desde la última vez que había visitado a Orlando en el campo; esta vez el encuentro era en la ciudad. Habíamos ido a su casa con Marcela Alaniz y Roxana Totino (funcionarias entonces de la Secretaría de Estado de Derechos Humanos) para anunciarles que, en los días siguientes, se les informaría sobre el relevamiento de tierras (ley nacional 26160) y el proceso de tramitación de la personería jurídica, en una serie de reuniones en las que estarían presentes altos funcionarios del Instituto Nacional de Asuntos Indígenas (inai), representantes del Consejo de Participación Indígena (cpi) (órgano consultivo de dicho Instituto), concejales de la municipalidad y referentes de varias comunidades. Los miembros del pueblo mapuche de Santa Cruz aprovecharían el encuentro para realizar sus propias asambleas y discutir temas específicos. Al terminar el primer día de trabajo, volví a la casa de Orlando con Ramón Epulef, quien quería presentarse y conocerlo. Ramón era el lonkgo de la Confederación Territorial Mapuche Tehuelche de Pueblos Originarios (ctmtpo), única organización supracomunitaria que había entonces en la provincia. Durante la charla repasamos la historia de los doce pobladores, un relato dominado por voces masculinas en el que irrumpió la esposa de Orlando para aclarar que el cacique Mario no tuvo hijos. «Ninguno… soltero falleció», sostuvo legitimando su intervención mediante el enunciado «sé un poco yo también». Casi enseguida llegó su hijo que, urgido por hablar sobre la situación presente, desvió el tema de la conversación.
16Aquellos eran días de mucha ansiedad, en los que las tensiones incluían a todos. Los indígenas cuestionaban a las instituciones, en particular al inai, a una empresa minera del Estado provincial y a las empresas privadas que habían ingresado a sus campos. También afectaban a los miembros del pueblo mapuche que, ajustándose al formato de «democracia microrepresentativa» (Villagra, 2008), debían decidir el nombre del cuarto cpi (por el pueblo mapuche). Por otro lado, aunque las familias mapuches conformaban una extensa red de consanguineidad y afinidad, rechazaban férreamente tener que tomar decisiones colectivamente y quedar asociados a una única personería jurídica. Dos de los involucrados habían participado en instancias previas que vinculaban la política indígena con la política indigenista, otros nunca habían reflexionado sobre su aboriginalidad (Briones, 1998), en tanto que uno de los hombres negaba su pertenencia indígena, a la vez que cuestionaba las razones burocráticas que imposibilitaban transformar estos predios en propiedad privada. En este contexto, las tensiones entre los hermanos Puma se agudizaban al tener que enfrentarse con los papeles, lo cual implicaba organizarse bajo reglas escritas plasmadas en un estatuto comunitario a pesar de que –a diferencia de la generación siguiente– ninguno sabía leer ni escribir.
17Se sumaban además las particularidades de la ciudad en la que vivían, donde las disputas se suelen dirimir públicamente en las radios locales y en los comentarios de lectores de los diarios, con un alto nivel de violencia. Esta ciudad creció vertiginosamente en los últimos veinte años. En la década del noventa, las cenizas del volcán Hudson terminaron con la producción de hacienda lanar y, en ese contexto enmarcado por políticas neoliberales, las empresas petroleras se volvieron la principal fuente de trabajo. Algunos años más tarde se instalaron varias empresas mineras que explotan vetas de oro y plata, el pequeño pueblo sextuplicó su población y, paralelamente, aumentaron drásticamente los suicidios, particularmente de adolescentes. En el nuevo milenio se volvió uno de los destinos del tráfico de personas víctimas de trata, aunque el trabajo realizado conjuntamente desde la Secretaría de Estado de Derechos Humanos y desde la Secretaría de la Mujer fueron revirtiendo este proceso.
18Si bien el pueblo fue creado por un decreto presidencial en 1921(año de las huelgas de la Patagonia que terminaron con el fusilamiento de numerosos peones rurales a manos del Ejército nacional), las familias indígenas guardan memorias anteriores, basadas en las contadas de padres y abuelos. «El abuelo mío me contaba –sostiene Gabriel Puma– si no ¿qué sabía yo? ¡Nada!». Conocí a Gabriel en Río Gallegos, a comienzos del 2009, en una reunión de la Confederación en la que conversamos sobre la situación de las tierras y el cacique Mario Puma. Casi cinco años más tarde, en el verano de 2014, nos encontramos en el campo de los Kopolke, dado que había sido contratado junto con un pariente suyo para esquilar unos 200 animales, en una tarea que involucró a los hombres de la familia y que era vivida como una fiesta, ya que hacía años que no tenían ovejas. Volvimos a conversar sobre la historia y arreglamos para continuar hablando en la ciudad, cita a la que llegamos con Celina San Martín, y que tuvo lugar en el monoambiente en el que vive, en el edificio del frigorífico municipal, donde trabaja por un salario ínfimo.
19Los relatos del abuelo Julián (hermano del cacique Mario) solían ocurrir entre caminatas y tareas: «siempre salíamos juntos al campo, a sacar leña, limpiar aguadas para poner la gente […]. Mientras se hacían los trabajos aprovechábamos para matear y conversar». Julián falleció cuando él tenía catorce años y lo que más le gustaba escuchar, recuerda Gabriel, era sobre la política indigenista, sobre la cláusula que prohíbe vender o alquilar las tierras reservadas para indígenas, a lo cual se refiere como «la ley del inai»: «que era una ley muy estricta, que había que tener cuidado con eso». Se queja de que sus hermanas solían decirle que el abuelo inventaba, «pero yo les decía que no, que él decía la verdad, porque era así», sostiene.
20La lista de los doce mapuches que enumera Orlando, encabezada por su abuelo materno, Julio Puma, incluye a dos de los hijos de éste, aparentemente los mayores (el cacique Mario y Gervasio) y a los tres hombres que formaron pareja con sus hijas: Lucas Piedra con Carla, Ariel Saes con Francisca y Raimundo Pazos con Angelina. Explica que su padre había llegado un año antes y, tras ponerse en pareja con su madre (Carla, que falleció cuando Orlando tenía dos años) incentivó a su suegro y a sus cuñados a trasladarse desde la costa de Chubut hacia el norte de Santa Cruz y solicitar tierras. Junto a Lucas se encontraban sus dos hijos mayores y también otra persona, a quien su padre llamaba primo; «así que era tío mío», apunta. Las contadas mencionan que unos iban permitiendo a otros construir sus viviendas en las leguas que les habían asignado, como también casos de hijos de crianza, en los que algunas personas cuidaron a sobrinos o sobrinas, nietos o nietas.4
21Los itinerarios se iniciaron en lugares de procedencia diversos que conectaban la Región de la Araucanía con la provincia de Buenos Aires. Sin dudar un instante, Orlando afirmaba que sus abuelos (Julio y María), a quienes no alcanzó a conocer, eran oriundos de Carmen de Patagones, describiendo una trayectoria por la costa que, aparentemente, comenzó en Río Negro:
Eran una familia que andaba rodando nomás, no tenían a donde estar, los desalojaban. Yo no sé si allá de Patagones lo habrán desalojado. Y estuvieron en Cabo Raso5 […]. No sé cómo se habrá hecho conocido con ellos mi papá, eso no sé, de qué parte. Y a lo último se juntó con una hija de Julio Puma. Entonces se puso en campaña para que no ande rodando con una familia, andaba con ocho hijos: cinco varones y tres mujeres. Y todos ellos eran diez. Porque mi padre hizo una cosa buena, para dejarlos finalmente que tengan donde estar, si no, no sé para donde iban a ir después […]. Mi padre en 1902 los fue a buscar a Cabo Raso y los trajo acá, al campo que es ahora de otra persona. (Orlando Piedra, 2009)
22El recorrido que narra Gabriel, en cambio, se inicia en Temuco (Chile), continúa en la Capital Federal, luego en Carmen de Patagones y de allí hacia el sur:
No sé cuándo habrá venido a Argentina mi bisabuelo […]. Toda la familia es de Temuco […], venían los dos hermanos mayores, Mario y Carla, venían orejanos. Vinieron sin señal, sostiene riendo. Los asentaron acá en la Argentina. El abuelo Mario tendría como dieciséis años […]. Lo que pasa es que los corrían, eran corridos de Chile […]. Mi abuelo me contaba que el padre de él venía disparando, disparaban para donde estaba mejor. No sé si los mataban a la gente, no sé cómo era. Y vinieron muchas familias, no vinieron solos […], venían verando todo ahí, con los carros, con los caballos, ovejas, todo […]. Ellos caminaban por todo el país […]. Mi abuelo nació en la capital misma y cuando llegó al norte de Santa Cruz, en 1901, tenía once años. […] Los otros eran rionegrinos, otros de Río Colorado y así. Algunos nacieron en Carmen de Patagones, otros en Chubut […]. Acá en Santa Cruz nacieron tres nomás, la abuela Angelina, la abuela Francisca y Ernesto, que era el menor de todos […]. Por eso allá por Carmen de Patagones hay mucha familia, porque los hermanos de mi bisabuelo, se quedaron por ahí, se casaron. (Gabriel Puma, 2014)
23Cuando los abuelos llegaron a Santa Cruz continuaron las expulsiones, cuyas trazas se pueden cartografiar a través de taperas, plantaciones de tamariscos, topónimos, nacimientos, etcétera, a los que Gabriel describe con sumo detalle. La familia de su abuela paterna también había viajado, desde Chubut. Aunque describe las persecuciones que llevaron a la familia a «disparar», no entextualiza su relato en el marco de la Pacificación de la Araucanía o la Conquista del Desierto, dado que no tenía noticia sobre tales sucesos. Tampoco sus hermanos y hermanas habían escuchado hablar sobre la Conquista cuando, en el 2012, les pregunté si conocían a Roca (la respuesta fue «no»), a quien había mencionado cuando intentábamos reconstruir la historia de la comunidad y del pueblo mapuche para completar el trámite de la personería jurídica. El relato de Gabriel confirma la historia que se puede leer a contrapelo en los archivos de tierras, la de varias familias vinculadas entre sí, que huyen con sus animales hacia el sur, escapando de la persecución militar de ambos Estados (el chileno y el argentino) que, simultáneamente, promovían la inmigración europea.
24Orlando menciona que su padre era chileno y que había huido con dos de sus hijos de la zona de Temuco, como consecuencia de los robos. Posteriormente, especifica que eran de «Vilcún, bajo el Imperial, provincia de Cautín –contrastando y enfatizando en la situación de su propia nacionalidad– yo soy argentino, argentino puro».6 Explica que otros dos yernos de Puma, Saes y Pazos, también eran de Chile, aunque aclara que a este último, que procedía de la zona de río Limay, «le llegó la patria y se hizo argentino». Otro de los doce pobladores (Pellaifa) era de Esquel; otro (Rimu) de Junín de los Andes y de los otros dos no recuerda su procedencia.
25Si bien los suegros de Orlando no están incluidos entre los doce, su hijo aclara que «tienen un campo ahí arriba también». La esposa de Orlando es hija de un mapuche procedente de Lagunita Salada (al norte de Chubut) y de una mujer que en los expedientes figura como tehuelche. Este no es el único caso de familias que vinculan a miembros de ambos pueblos en Santa Cruz, tal como veremos en el próximo apartado en relación con las familias de Lago Viedma. Sin embargo, la categoría mapuche-tehuelche no es utilizada por las personas involucradas en este relato, ni tampoco figura en los expedientes. La razón estriba en que los dispositivos nacionalistas –que se apropiaron a los tehuelches como indios argentinos y expulsaron del imaginario a los mapuches como indios chilenos– también invisibilizaron las alianzas entre ambos pueblos y, simultáneamente, enfatizaron en las tensiones, en una suerte de guerra permanente en la que los indígenas operan como metáfora de los enfrentamientos bélicos entre Chile y Argentina. La última década es testigo, no obstante, de cambios no sólo a nivel discursivo, sino también en las prácticas organizativas y, tal como anticipé en la introducción, de las doce comunidades que interactúan actualmente con la Modalidad de Educación Intercultural Bilingüe, cuatro se auto-adscriben como mapuche-tehuelche.
26La aclaración «argentino puro» que hace Orlando, o el caso de Pazos, a quien «le llegó la patria», alude a las estrategias de ciudadanización empleadas por los indígenas para conseguir los permisos de ocupación colectiva y frenar las expulsiones de lugares que iban volviéndose propiedad privada a medida que caminaban. De acuerdo con Orlando, el proceso de solicitud de las doce leguas se extendió durante casi veinte años e involucró varios viajes a Buenos Aires: «El padre mío es el que solicitó el terreno, o sea, el campo», afirmaba, estimando que las negociaciones con el Estado habrían comenzado hacia
1908, algo así, parecido. Porque yo no sé cuánto tiempo le llevó para solicitar un campo porque enseguida no le debieron dar, se ve que tardaba un año o dos. Ahora definitivamente estamos poblando desde el año 1902, pronto va a ser un siglo y algo. (Orlando Piedra, 2009)
27Según recuerda:
Él fue a Buenos Aires porque sabía todas las cosas de los papeles. Además era un hombre que se esforzaba trabajando y tenía algunos pesos para viajar. Era un hombre muy desenvuelto mi padre, porque estuvo en el colegio de los curas. Ahí le enseñaron todo, porque como era muy inteligente para leer, le hicieron leer los códigos, todo, como era en los curas. (Orlando Piedra, 2009)
28Gabriel coincide en que Lucas solicitó las tierras y que era «el único que sabía leer», que «tenía unos estudios bárbaros», según le contaba el abuelo, «como un abogado» pero, aclara, «no se las dieron porque no era argentino»:
Cuando él fue a conseguir las tierras viajó solo, en 1912. Y anduvo hasta 1915, que le estaban haciendo los trámites. Iba y volvía a Buenos Aires hasta que, en 1915, creo, que le dijeron que tenía que llevar a una persona de Argentina, porque él era chileno. Ahí fue que lo llevó a Mario. Mi abuelo se reía porque Mario también era chileno. Y si hubiera sido argentino, hoy no se llamaría Puma, sería todo Piedra […]. Se reía porque decía que al final le pusieron Mario Puma, que era chileno también. Nada más que lo asentaron de mentira. (Gabriel Puma, 2014)
29Refiriéndose a los hermanos de Julián genéricamente como abuelos, sostiene que «el abuelo Mario y la abuela Angelina» hablaban en lengua, en cambio el abuelo Julián «hablaba poco». La generación de su padre, en cambio, al igual que las que le siguieron, fueron monolingües en castellano. Julián era «como secretario» del cacique, apunta, lo cual implicaba que en caso de morir debía sucederle. Aclara que Mario no siempre tuvo dicho rol, ya que comenzó primero como jefe de comunidad, en 1916, y recién «salió cacique» en 1923. Piensa que cumplió bien su mandato «porque siempre se trataba con la gente» y, a su vez, permitía que cada uno tomase sus decisiones. Es decir, como suele ocurrir, construía su liderazgo a partir del consenso y la persuasión, no de la coerción. Estos principios son los que operaron en la distribución de los lugares en los cuales asentarse:
Mario hablaba con los hermanos y donde le gustaba alguno, ahí se metía. No es que él decía «vos te vas para allá, o vos te vas para allá». Por eso es que la abuela Angelina eligió allá en Pampa Alta […]. Antes de ir a Buenos Aires recorría todo, hablaban con todos. Y ahí se hacían las reuniones, a veces se hacían acá en Pampa Alta, otras veces en Laguna Escondida, se juntaban todos. (Gabriel Puma, 2014)
30Orlando explicó que su padre no quiso ser cacique y que fue él quien «lo puso» a Mario, con lo cual también acuerda Gabriel. El anciano, sin embargo, tenía otras expectativas sobre el rol del cacique y, comparando a su tío Mario con el hijo de su primo, que fue designado como cacique por el pueblo mapuche en 1995, sostuvo: «es igual que el cacique ese, que no hacía nada. Nunca juntó su tribu ni nada, no hizo ni una cosa buena, nada. Fue nombrado cacique no más por la familia que tuvo».
31Orlando es la única persona que mencionó el término tribu. Además de figurar en el decreto de 1916, vinculado al nombre de Mario Puma, este término había sido utilizado previamente, en 1898, en el decreto de Camusu Aike. Aparece una vez más –en una nota del periódico La Razón de 1917, sobre la que volveré en el próximo apartado– y luego desaparece de los expedientes hasta la década del sesenta, en la que un estanciero que codiciaba las tierras de Camusu Aike señala que «no hay indios, ni tribu» (Rodríguez, 2010). Los otros cuatro decretos que otorgaron permisos colectivos precarios –sobre lo que volveré en el próximo apartado– utilizaron la cláusula «para concentración de indígenas». Mientras que el término tribu parecería estar cargado de estereotipos ligados al salvajismo, cacique se siguió utilizando hasta que, en el proceso de tramitación de personerías jurídicas, fue reemplazado por representante.
32Lucas no sólo le transmitió a Orlando los conocimientos de la lecto-escritura –que había aprendido en el colegio de los curas–, sino también su lucha para conseguir las tierras, advirtiéndole sobre las amenazas, siempre latentes. «¡Los van a desalojar de acá! –dice que solía repetir al resto de la gente– entonces había que ponerle un poco de atención, aprender las cosas», sostiene. Entre las cosas que su padre sabía, se encontraba la capacidad para lidiar con la burocracia. El conocimiento se presenta así como un escudo contra las estafas y los engaños porque, afirma, «si uno no sabe nada, lo envuelve cualquiera». A estos conocimientos se le sumaba el capital económico, que lo posicionaba en un lugar de privilegio para costear los viajes y los gastos administrativos.
33En sus últimos días, su padre se encontraba endeudado, pobre y solo y, según Orlando, él fue el único hijo que lo cuidó hasta que falleció en 1956: «Y eso que no me quería. Me aconsejaba y me decía que no iba a servir para nada, en el idioma de él ¿no?». Luego de un silencio prolongado continúa: «Decía que yo no iba a servir para nada porque no escuchaba lo que me decía él. Pero no, yo escuchaba todo». La escucha atenta de Orlando a un padre que le hablaba en mapudungun y que desconfiaba de los aprendizajes de su hijo, al igual que las memorias contadas por el abuelo Julián a su nieto Gabriel, o por Gervasio a su hijo Fabián, han sido fundamentales para reconstruir las trayectorias de las familias que, a comienzos del siglo xx, fueron construyendo puentes mientras caminaban juntas, corridas de un lugar a otro.
34En efecto, un siglo más tarde, la generación de los nietos y bisnietos se encontraron en la situación de tener que contar su historia a las instituciones estatales, expuestos ante aquello que tanto Orlando como su padre temían: «que los envuelva cualquiera», que los desalojen. En el próximo apartado reconstruiré el contexto de los viajes a Buenos Aires para conseguir los papeles, que les permitieron a los doce pobladores y sus familias ocupar colectivamente doce leguas.
El bien común: la tierra y los viajes a la capital
35Tal como expuse en el apartado anterior, en el contexto que siguió a las campañas militares llevadas a cabo simultáneamente en Argentina y en Chile a fines del siglo xix, los indígenas que fueron desplazados hacia el sur recurrieron a estrategias de ciudadanización para evitar persecuciones. En este apartado, analizo las estrategias a las que apelaron para demostrar signos de civilidad y racionalidad económica ante la burocracia y, así, acreditar que se encontraban «en condiciones de contratar con el Estado» (Rodríguez, 2010). El acceso a la escritura, la capacidad como traductores (interculturales y del mapudungun o el aonek’o ’a’yen al castellano) y los viajes a Buenos Aires fueron la clave del éxito. En estos viajes, establecieron relaciones con otros mapuches de Chubut y Río Negro y con sectores de la sociedad civil vinculados a un periódico porteño llamado La Argentina, sobre el cual, hasta el momento, no he logrado tener mayor información.
36Los permisos para ocupar estas tierras son parte de un conjunto de decretos presidenciales firmados entre 1898 y 1927, que permitieron a familias tehuelches, mapuches y mapuche-tehuelches (relaciones que, como ya mencioné, fueron invisibilizadas bajo la premisa de la guerra permanente entre ambos pueblos) a instalarse en predios referidos como «reservas indígenas». Las élites locales del Territorio Nacional de Santa Cruz imaginaron que los indígenas abandonarían la forma de vida ancestral –que en el caso de los tehuelches involucraba desplazamientos asociados a la caza y al pastoreo de yeguarizos– y que se instalarían en un lugar fijo, de manera tal que cada familia ocuparía una parcela, en las que cultivarían sus huertos (Rodríguez, 2010).7 Otros indígenas, en cambio, considerados más civilizados o civilizables, obtuvieron permisos individuales para arrendar lotes, con o sin opción a compra, como en el caso de los tehuelches Antonio Yanke Kopolke o Francisco Vera. Algunos permisos individuales fueron otorgados en compensación por servicios prestados al Estado, como por ejemplo haberse desempeñado como baqueanos en las expediciones de militares, naturalistas, agrimensores, geógrafos, entre otras opciones.
37De acuerdo con Orlando, su padre viajó a Buenos Aires por primera vez en 1908. Cuatro años más tarde, en 1912, su suegro Julio envió una carta a la Dirección Nacional de Tierras y Colonias, en la que menciona que se encontraba viviendo en la zona desde 1903.8 En dicha carta, solicita que se le conceda en venta la legua en la que se encontraba su vivienda y, en caso de no poder acceder a ésta, menciona otra en un lote cercano. Es probable que la carta la escribiera su yerno (Lucas Piedra), debido a que Julio Puma era analfabeto. En la solicitud no apela a su condición de indígena, sino que pide que le autoricen a ocupar bajo «las mismas condiciones como a los demás colonos» y ofrece las siguientes razones: que era padre de ocho hijos, que era propietario de ganado (2500 ovinos, 80 vacunos y 150 yeguarizos) y que era poblador desde hacía mucho tiempo. Cuatro años más tarde, en 1916, Yrigoyen firma el primer «permiso de ocupación, a título precario acordado a Mario Puma y su tribu», y la Dirección Nacional de Tierras y Colonias le adjudica a Julio una legua «en venta» –que no corresponde a ninguna de las dos que había solicitado– dándole un plazo de noventa días para formalizar la concesión. Según Orlando el trámite se concretó gracias a su padre, que le pidió a un hombre mapuche que acompañara a Mario a Buenos Aires para «conseguir el título precario».
38Mario no solía trasladarse solo sino que, sostiene Gabriel, siempre lo hacía con una sobrina –hija de la abuela Angelina y de Raimundo Pazos, que había aprendido a leer y escribir en el pueblo–. Viajaban en un vehículo que «disparaba a 40 km por hora», explica, durante «un mes, un mes estaban ahí y un mes para volver. Tres meses tardaban más o menos para hacer los trámites allá». Estima que el auto sería el Ford T de la persona que se encargaba de retirar la mercadería que llegaba de Buenos Aires al puerto más cercano al pueblo, y repartirla entre los pobladores (entre las familias sobre las que trata este relato). No sabe si compraban la mercadería o la entregaba el gobierno, pero sí sabe que antes de viajar Mario «hacía los pedidos de vicios para todas las casas»: yerba, harina, azúcar, etcétera. Explica que eso duró hasta 1923, año que según él coincide con uno de los viajes de Mario a Buenos Aires, cuando abrieron una cuenta para los Puma en el primer almacén de ramos generales de la zona. Ahí «no viajaron más a Buenos Aires para compras. Sí siguieron viajando para hacer papeles», explica Gabriel.
39Al año siguiente de la firma del decreto (1917), Lucas y (aparentemente también) Mario regresaron a Buenos Aires y, junto a otros mapuches, se reunieron con Yrigoyen. Gabriel cuenta que también «había fotos donde estaba mi abuelo con el presidente… Perón, Juan Domingo Perón». La noticia (publicada en el diario La Razón, en una nota titulada «Tierras de la Patagonia. Gestiones de indígenas araucanos. Actuaciones de un poblador blanco») se encuentra adjunta en el expediente de tierras, incompleta y ajada. El periodista plantea que un «grupo de indios» de la Patagonia –acompañados por Julio Colón, que reside en la Capital y que sirvió de lenguaraz– visitaron al Presidente para solicitar tierras en las que «radicarse tranquilas las diversas tribus de los territorios del Sur». Menciona que Colón expresó que, en una reunión previa, habían conformado una:
liga de los aborígenes […] con el fin de prestarse mutua ayuda y propender a realizar todas las gestiones que los incorpore a la civilización y les permita el amplio goce de la ciudadanía argentina, a que tienen derecho, según dijeron, por lo […] que son los primeros pobladores de ese hermoso suelo. (La Razón, 1917)
40La extensa nota no incluye las voces de los indígenas, sino que se centra en los dichos de estancieros, cuyos nombres deja en el anonimato. Los presenta como «pobladores de los territorios del sur» con quienes ha hablado «sobre las tribus y cacicazgos que existen en la Patagonia». Haciéndose eco en el discurso de la extranjería mapuche instalado por Zeballos (1878) en las vísperas de la Conquista de Desierto, los rotula como «tribus organizadas [...] araucanos oriundos de Chile» que están engañando al gobierno.La noticia plantea que «han seguido viviendo su vida característica de holganza, abandono, indiferencia» y concluye diciendo que esa es la historia del «titulado cacique Puma»:
La opinión y el gobierno son víctimas de una lamentable superchería nos dijo un caracterizado vecino de Santa Cruz –al acoger las referencias de estos indígenas como expresiones exactas de una vida que no hacen y de una situación que no tienen–. Si en su origen hubieran sido los principales dueños de la tierra patagónica; […] en otros términos, estos indios fueron los rezagos o los trasuntos de la raza pobladora de esas tierras, podrían olvidarse sus inconveniencias individuales y colectivas, para respetarlos a mérito de una tradición que cabe dentro de lo sentimental, pero no y en ninguna forma dentro del interés y del porvenir del país. Pero estos indios, al menos en lo que a los de Santa Cruz se refiere, no son originarios de la Patagonia argentina, ni han llegado a ella tampoco corridos por el ambiente hostil de su propio país, son tribus organizadas. Son todos araucanos, oriundos de Chile y han llegado allí, individualmente, atraídos por la liberalidad de nuestra vida patagónica y por el lamentable abandono que los poderes públicos han hecho siempre de esos territorios, y se ha instalado cada uno en un pedazo de tierra, lo mismo que lo han hecho los españoles, los italianos, los alemanes, los ingleses y los pobladores de cualquier nacionalidad. Los que han sido trabajadores, ordenados, han tenido mejor suerte que los que han seguido viviendo su vida característica de holganza, abandono, indiferencia. Y han prosperado también, con la ayuda del comercio, de las autoridades, de todos los pobladores. (La Razón, 1917)
41Ese mismo día, los indígenas envían una nota al ministro de Agricultura de la Nación, Honorio Pueyrredón, en la que responden a los estereotipos difundidos por la prensa. Explican que el día anterior se reunieron «en asamblea en el local del diario La Argentina», con el objetivo de «coadyuvar a los sanos propósitos que animan a los Poderes Públicos en fomentar una organización bien entendida de nuestra colectividad que hállanse actualmente diseminados en todos los territorios nacionales». Recurriendo a un planteo basado en los derechos constitucionales vinculados a la libertad de asociación, remarcan la legitimidad de su demanda y denuncian que las versiones publicadas por el diario La Razón responden a los intereses de personajes locales que no estarían obrando de acuerdo con la ley. La nota, cuyo fragmento transcribo a continuación, lleva la firma de siete indígenas, entre las cuales figura la de Lucas Piedra. Estas siete personas firman en nombre de aquellos que no saben firmar, entre los cuales se encuentran Julio y Mario Puma:
Declaramos con toda sinceridad a V. E. que no nos anima el propósito de usurpar ningunas atribuciones ajenas, sino ejercitar derechos propios de conformidad con la libertad que nos acuerda nuestra carta fundamental; formar instituciones de cooperaciones y ayuda mutua, etc. […] estos opinantes aparecen envueltos en la forma anónima que los cubre, precisamente para evitar una clasificación, que sería curiosamente reveladora de sus situaciones personales […], se escudan en el anónimo para pretender vulnerar el derecho y los legítimos intereses de nuestra humilde colectividad indígena. (La Argentina, 1917)
42En la nota informan también quiénes son los solicitantes y cuáles son sus bienes, una forma de justificar su capital. Este capital, a su vez, los habilitaba para «contratar con el Estado» (tal se expresaba en los documentos) y para explotar la tierra bajo las condiciones del capitalismo ganadero.
43Siete años más tarde, en 1924, Julio Puma y Macul (otro de los doce pobladores) obtuvieron tierras en arriendo. Al primero le permiten arrendar la legua que había solicitado en 1912, en la que vivía; y, a Macul, las otras dos. Sin embargo, debido a irregularidades en el pago, ninguno logra formalizar la concesión. En1926, el Comisionado Especial del Territorio vuelve a acordar el permiso de ocupación a Mario Puma y su tribu por siete leguas. Al año siguiente se deja sin efecto el arrendamiento a Macul, le condonan la deuda acumulada en moneda nacional a Julio y, mediante un decreto presidencial, se reservan cinco leguas «para concentración de indígenas» en Laguna Escondida. Este decreto deja fuera las dos leguas arrendadas a Macul, a quien intiman a pagar sus deudas, repitiendo la intimación siete años después (1934).
44La decisión del último decreto se sustenta en dos antecedentes. En una inspección realizada a comienzos del año anterior, se sostiene que Puma es «cabeza de una numerosa familia indígena tehuelche» y que «convendría decretar la reserva de la tierra que ocupa conjuntamente con su familia, las que serían utilizadas para concentración de familias indígenas». Lo presenta como «argentino (tehuelche)», anciano de ochenta años, que «goza del aprecio de sus vecinos, es indígena tranquilo y atiende personalmente el cuidado de sus haciendas y su explotación se desenvuelve dentro de condiciones muy precarias». El otro antecedente corresponde a un informe que sostiene que no han podido notificar a Puma que se ha levantado la concesión «por cuanto se trata de un indígena analfabeto, completamente insolvente e ignorante en absoluto de las gestiones que tiene iniciadas» y estiman que deberán citarlo «por medio de la Policía a un lugar donde se encuentren testigos capaces o hábiles para que lo representen en ese acto». Al igual que el resto de las reservas, se trata de «terrenos de calidad inferior pudiendo sostener como máximum 500 ovejas por legua durante todo el año». Es posible que la estrategia de presentarse como ciudadano argentino y tehuelche se haya ido nutriendo en experiencias previas, en las que aprendieron la vulnerabilidad que acarreaba ser mapuche.
45Ante la pregunta sobre cómo siguió la historia de los pobladores, Orlando respondió que «a Saes lo mataron, Pazos y Pellaifa fallecieron y Macul se fue para otro lado». En los expedientes de tierras se puede rastrear el desplazamiento hacia el sur de Felipe Pellaifa, que en una inspección de 1918 figura como «argentino (indígena araucano)», asentado en una legua en la zona de Puerto San Julián. Los inspectores informan que dos años antes «ocupaba con sus haciendas un lote» en la zona de Laguna Escondida, donde fue desalojado por un colono no indígena. Los intentos de desalojo continuaron en el nuevo asentamiento, perpetrados por otros personajes, y se extendieron durante varias décadas, según consta en dichos expedientes.
46La hacienda con la que contaban las familias indígenas en los años veinte fue mermando en las décadas siguientes. Según recuerda Orlando, uno de sus tíos Puma había conseguido mil ovejas en la década del treinta y, en la década siguiente, cuando a Orlando le tocó hacer el servicio militar obligatorio (1945), aún había varios pobladores que tenían ganado. Sin embargo, dos años más tarde, cuando salió de la «colimba», «quedaron sin hacienda. Así que no tenían nada». Ese año, 1947, coincide con otro viaje de su padre a la capital para «ver cómo estaban las tierras».
47Los viajes de Lucas Piedra y Mario Puma no fueron los únicos. Guiado por el propósito de resolver la situación de los papeles de la Vega Piaget (Lago Viedma), en los años veinte, Juan Pascual se dirigió a Puerto Santa Cruz, según contó su hija Luisa a Nancy Priegue:
Yo nací en el lote 119, pero entonces no era reserva todavía. Vivíamos en toldos de cuero de yegua, entero. Los indios más pobres tenían medio toldo, de cuero de guanaco. (Luisa Pascual en Priegue, 2007, p. 23)
Así anduvimos hasta que yo tenía 7 años. En ese entonces mi papá viajó a Santa Cruz y se enteró de que andaba un inspector de tierras, Vallejos. Le habló y le pidió que le diera tierra. Vallejos se la dio, le dio un papel donde decía que se la daba, pero cuando mi papá y mi mamá murieron, la policía abusiva le retiró el papel a mi hermano mayor, José. (Luisa Pascual en Priegue, 2007, p. 26)
48Uno de los hijos de Luisa, Faustino Benítez (a quien conocí en el 2007, en Tres Lagos) sostiene que su abuelo había viajado junto a Ataliva Murga, «guiados por un tipo pudiente, uno de esos que saben de papeles, porque eran paisanos, como yo» (Rodríguez, 2009). Tal como ocurrió con Piedra, Juan era un mapuche que había aprendido a leer y a escribir en Chile. Según contó Luisa, «de chico pasó la frontera y se crió en Neuquén por el Lago Nahuel Huapí» (Priegue, 2007, p. 17) y cuando «consiguió la Reserva llevó a otros paisanos, porque era de muy buena fe» (Priegue, p. 26). Los otros paisanos eran parte del «grupo que se movía junto», en un recorrido que llegaba hasta el Lago San Martín e incluía a familias tehuelches que tenían yeguarizos y vacunos, a los que Juan estaba vinculado por relaciones de afinidad, es decir, eran sus parientes políticos a través de su matrimonio con Rosa Jíimata Sainol o Saynahuel, de la zona del Senguer (Chubut). En los años sesenta, Murga perdió la pulseada con el estanciero lindero, José Pena, que se quedó con la mayor parte de las tierras.
49Hace unos años, Ramón Epulef solicitó permiso para ocupar la única legua de la ex reserva Lago Viedma que quedó como tierra fiscal, en la que Ataliva Murga y María Zapa pasaron sus últimos años. También la familia de Ramón había sido desplazada hacia el sur. Según contó su padre Manuel, en 1919 pasaron junto a su abuelo por Río Negro
buscando tierras, porque resulta que cuando llegábamos a algún lugar siempre había otro que era más dueño [...]ahora estamos en el Chubut, pero también pasamos problemas hasta que se dijo que había que ir a Buenos Aires y hablar con el presidente Alvear, donde se consiguió por decreto 28 leguas de campo. (Manuel Epulef en el diario El Chubut)9
50Cuando llegaron a Chubut, con ganado mayor y menor, sostiene Ramón en una contada entextualizada como «aviso», se instalaron en la Aguada de los Paisanos (cerca de Las Salinas, en Langiñeo) y luego en Dos Lagunas:
En esa época la paisanada tenía muchos animales, me contó mi abuelo. Antes estaban en la zona de Esquel. Antes no sé bien... yo sé que hay parientes en Neuquén y en Río Negro. Algunos habrán cruzado para Chile y otros para acá […]. Había un perro que aullaba mucho por varios días. Una machi les dijo a ellos: «este es un aviso de Futachao, así que hay que cuidarse, se van a venir grandes temporales». Ese fue el año de la nevada muy grande, en 1919. Ahí dicen que quedó la paisanada bastante pobretona. Entonces ahí fue cuando mi abuelo empezó a tramitar el asunto de los campos. No tenían ampliación de campo, ¿viste?, estaban todos los animales amontonados. En esos años dicen que quedó toda la paisanada... se le murieron los animales. Eso lo tengo grabado, era como un aviso, si mal no viene. (Ramón Epulef, 2007)
51Ramón reflexiona sobre la memoria y las resignificaciones del pasado a partir de las experiencias de lucha presentes:
esta es parte de la historia que voy recordando, la historia que cuando era chico me la contaba mi abuelo... mi abuelo, mi padre... en ese tiempo uno no le daba tanta importancia como hoy. O sea que uno no veía la cosa como la está viendo ahora tampoco ¿te das cuenta? (Ramón Epulef, 2007)
52Recordando las charlas con su abuelo, Gabriel explica que a la parte que actualmente le llaman Laguna Escondida se le decía Colonia Reserva y que la parte en la que estaba el cacique Mario Puma, Lucas Piedra y los demás, también se le llamaba Colonia Las Casas. El último viaje del cacique fue cuando «perdió el título», aunque luego aclara que no lo perdió, sino que «parece que salió de joda y se quedó seco. Entonces un judío donde paraba él le retuvo los documentos hasta que pagara». Orlando recuerda otros detalles sobre este episodio: «a Mario Puma le habían dado un título precario y dicen que cuando fue a Buenos Aires lo dejó empeñado en un hotel, tenía deuda de 700 pesos y tuvo que dejar una valija con ropa y los papeles del campo» y hace una acotación comparando con el presente: «y hoy sigue lo mismo, es una familia que no tiene plata para pagarle al cacique para que vaya a reclamar». Luego Mario enfermó, sostiene Gabriel, y «no pudo ir más […] entonces ya no quedó nadie para pelear por las cosas de ellos». Falleció en 1962, cuando él tenía cuatro años y «luego no quedó nadie de cacique», sostiene, aunque luego aclara que quedó uno de los hijos de Pazos por un tiempo, pero que ya estaba enfermo. Su tío Fabián, sin embargo, agrega a la lista a un tercer cacique (al cuñado de Rimu).
53No sé cuánto tiempo transcurrió entre ese viaje y 1956, cuando falleció Lucas Piedra, pero con su muerte terminaron los viajes a Buenos Aires. Los que quedaron no contaban ni con sus conocimientos ni con su experiencia y, por lo tanto, les resultó difícil resolver problemas vinculados a los papeles. En el próximo apartado realizo un recorrido que sintetiza el proceso de enajenación que coincide con la inserción en el mercado de trabajo como peones y empleadas domésticas. En las décadas siguientes se intensificaron los éxodos hasta que el campo quedó prácticamente despoblado, tal como le contó la esposa de Orlando a Marcela Alaniz durante el relevamiento de tierras: «pero ahora ya no hay nadie acá, se han abandonado casi todas las poblaciones. Alguno está de mensual por ahí, pero la mayoría se fue para el pueblo. Sí, es difícil quedarse en el campo». En ese lapso, los puentes construidos por la generación anterior se fueron resquebrajando, hasta que la presión de diversos dispositivos los hizo estallar.
Despojo y éxodo: engaños y alambrados
54Si bien en los primeros años de asentamiento en Santa Cruz se pueden observar tensiones internas –que llevaron, por ejemplo, a Macul a alejarse de la zona–, la lucha por la posesión colectiva de la tierra mantenía unidos a aquellos que estaban ligados a través de redes de alianza (afinidad) y consanguineidad. A mediados del siglo xx, sin embargo, los efectos del capitalismo acentuaron el proceso de individualización, en el marco del éxodo motivado por la pérdida de ganado y el despojo de una parte del predio. En la medida en que ingresaron al mercado laboral como mano de obra no calificada, no sólo fue perdiendo peso el trabajo colectivo, sino que también algunos modificaron su relación con la tierra, que se volvió mercancía a ser comprada o vendida. La socialización de los niños-adolescentes quedó así en manos de sus patrones (estancieros vecinos), lo cual afectó los procesos de transmisión intergeneracional y los sentidos de pertenencia. De este modo, las historias transmitidas por los abuelos a los nietos mayores comenzaron a serle ajenas a los menores –que hoy también son adultos– llevándolos a cuestionar la veracidad de los relatos.
55En este apartado, analizo el proceso en el que los antiguos puentes se volvieron pozos que separaron tanto a los parientes consanguíneos como a los afines; desconexiones que se profundizaron en los últimos años a través de imputaciones cruzadas, ventiladas públicamente en las radios locales, entre periodistas inescrupulosos que buscan levantar los índices de audiencia. Si bien los dispositivos disciplinarios (Foucault, 2002) que actuaron en el proceso de incorporación forzada al capitalismo y a la ciudadanía durante el siglo xx afectaron a todos los pueblos indígenas, sus efectos variaron según las características con las que fueron imaginados, representados y clasificados por los mecanismos de regulación.
56En el caso de los predios reservados para familias tehuelches (ya sea colectivamente o bien a título individual), pasaron a ser considerados como residuos de aboriginalidad. No obstante, los tehuelches se resistieron a la sedentarización y continuaron desplazándose para cazar colectivamente, práctica que con el correr del siglo fue volviéndose individual, tal como analicé en otro trabajo sobre Camusu Aike (Rodríguez, 2010). La ideología evolucionista, que a fines del siglo xix anunciaba la extinción de las «razas inferiores» como resultado de destino inevitable (Darwin, 1860; Beerbohm, 1879; Lista, 1887, 1975 [1879], 2006b [1879], 2006a [1894]), se superpuso a mediados del siglo xx a la ideología del mestizaje degenerativo. Esta última evaluó negativamente a los hijos de aquellos que en dispositivos de regulación previos (censos, inspecciones, misiones volantes y relevamientos científicos) habían sido clasificados como indios puros. De este modo, los hijos y nietos fueron rotulados como descendientes, una categoría fuertemente racializada y etnicizada (Briones, 2002) que, en la década del cuarenta, reemplazó eufemísticamente al término mestizo (Rodríguez, en prensa).
57Por otra parte, tal como anticipé en los apartados previos, los discursos nacionalistas y localistas establecieron que los tehuelches eran los únicos indios originarios de Santa Cruz, silenciando los desplazamientos forzados producidos en el marco de la Conquista del Desierto que modificaron los mapas de territorialidad, circulación y relacionamiento previos entre diferentes grupos y parcialidades indígenas. En consecuencia, las reservas ocupadas por familias mapuche-tehuelches (que se desplazaban conjuntamente hasta que fueron forzadas a asentarse en un lugar fijo, como en el caso de las familias de Lago Viedma) fueron clasificadas exclusivamente como tehuelches, invisibilizando así las relaciones entre unos y otros.
58Por último, dado que el archivo (aquello que puede ser pensando desde los marcos hegemónicos en un momento dado) permitió un único estereotipo de aboriginalidad durante la mayor parte del siglo xx, las reservas mapuches sobre las que trata este ensayo fueron evaluadas como «un error» y erradicadas de los imaginarios provinciales. Estas familias quedaron fuera del radar de los científicos, obsesionados por registrar a los «últimos tehuelches puros», como así también en los márgenes de las posibilidades de salvación prometidas desde el dispositivo misional (San Martín, 2013). Al estar localizados en sitios alejados de la burocracia administrativa centrada en Río Gallegos y fuera del alcance de la jurisdicción de Chubut, en el periodo que se extiende entre las provincializaciones (década del cincuenta) y la democracia transicional, también quedaron fuera de las políticas indigenistas.
59Aunque la conjunción de maquinarias territorializadoras, diferenciadoras y estratificadoras emplazó a los indígenas en espacialidades diferenciales y en categorías taxonómicas distintas, los mecanismos de despojo, sin embargo, operaron con lógicas similares. De acuerdo con Grossberg (1992), las maquinarias territorializadoras remiten a regímenes de poder o jurisdicción que instalan posicionamientos temporarios produciendo sistemas de circulación estructurada entre lugares de pertenencia. Estas maquinarias intentan cartografiar los posibles lugares (físicos y sociales) que los sujetos pueden ocupar, en qué circunstancias, de qué modo, y sobre qué sistema de alianzas. De este modo, los sentidos hegemónicos impusieron ciertos emplazamientos –por ejemplo, vivir en zonas rurales o desempeñarse como peones– como lugares naturales para los indígenas, fuera de los cuales perdían sus esencias. Por otra parte, las maquinarias diferenciadoras –vinculadas a regímenes de verdad, responsables de la producción de la diferencia social y de las adscripciones identitarias– continúan teniendo efecto en los modos contrastivos en los que son percibidos los tehuelches y los mapuches. Estas maquinarias, finalmente, se relacionan con las maquinarias estratificadoras (Grossberg, 1996), ligadas a la producción de subjetividades distribuidas desigualmente en un entramado de relaciones de dominación-subordinación que determinan accesos diferenciales a los circuitos económicos, simbólicos, de conocimiento, etcétera, que legitiman las clasificaciones basadas en pares de oposición jerarquizados (entre las cuales se encuentran argentino-chileno/chilote, blanco-indígena, tehuelche-mapuche, indio puro-descendiente).
60Justamente, la combinación del rótulo descendiente con la evaluación acerca de la incapacidad para explotar la tierra de acuerdo a la racionalidad económica occidental fue la premisa que justificó la enajenación de los lotes que habían sido otorgados con permisos precarios a las generaciones anteriores. En este proceso de enajenación, la acumulación de hacienda y los diacríticos que acreditaban blanqueamiento volvían potenciales propietarios a algunos, a la vez que los alejaban del salvajismo asociado al término tribu y a la posesión colectiva de la tierra. Así, mediante la cláusula capitalista «en condiciones de contratar con el Estado», los pocos que contaban con capital económico fueron habilitados e impulsados a solicitar la compra de las tierras reservadas. En la década del sesenta, en el marco de políticas asimilacionistas –que llegaron a plasmarse en dos leyes provinciales–10 y sustentando las decisiones en los informes confeccionados por los inspectores de tierras durante las décadas anteriores, tres de las seis reservas se dejaron sin efecto, en tanto que la superficie del resto fue reducida. El puñado de aquellos que logró contratar con el Estado, por otra parte, fue perdiendo los lotes asignados a través de engaños y fraudes en las sucesiones, proceso que en otro trabajo he analizado en torno a la figura jurídica de estelionato (Rodríguez, 2009).
61Las relaciones entre las políticas indigenistas y el proceso de distribución de las tierras fiscales fueron planteadas por Elsa Barbería (1995) como dos etapas correlativas: «disponibilidad de tierras: creación de reservas; plena ocupación: desaparición de reservas». En el contexto de disputa entre Chile y Argentina, ambos Estados intentaron establecer tratados de amistad con los indígenas que incluían halagos, regalos, títulos militares y sueldos, explica. No obstante, cuando la explotación de la ganadería ovina requirió de una disponibilidad de tierras a gran escala, los indígenas se volvieron un estorbo; en un principio se los «circunscribirá en áreas bien delimitadas y alejadas de las pobladas por el blanco. Pero más tarde, cuando se ocupen todas las tierras públicas disponibles, sufrirán el asedio y el despojo de los terrenos asignados» (Barbería, 1995, p. 289).
62Las familias mapuches sobre las que trata este ensayo recuerdan detalladamente el contexto en el que los mecanismos de despojo les enajenaron dos leguas. En otros casos –entre los cuales se encuentran Camusu Aike, Lago Viedma y Lote 28 bis– los estancieros vecinos establecieron contratos con ellos para introducir animales mientras, simultáneamente, realizaban modificaciones en la infraestructura (que en los expedientes son referidas como «mejoras») y avanzaban con los trámites de titulación, sustentando las solicitudes en dichas modificaciones. Estas prácticas ganaron terreno a medida que se afianzaron las redes de poder local, construidas en torno a la figura del pionero o primeros pobladores. En el caso aquí analizado, en cambio, no medió contrato alguno, sino que el estanciero lindero optó por trazar un alambre y realizar las mejoras. Tanto Orlando como Gabriel coinciden en que el primero fue Horn, que también se desempeñó como juez de paz:
Mi padre solicitó 12 leguas de campo pero después vino Horn y alambró por donde quiso. Como ellos pueden, le dieron facilidad, la Casa la Argentina del Sur. Después la Casa Laushen, que está en Comodoro. En el año 1917 hizo un galpón de dieciocho metros, cerca de la población mía, a unos mil metros de donde estaba la población. Corrales, de todo hizo, galpones, piezas para los por día, cocinas para los por día, una pieza para ellos, piezas para cuando hacían la esquila, había una pieza y una cocina. (Orlando Piedra, 2009)
63Los expedientes acreditan la historia del despojo: la tierra contigua ocupada con los permisos otorgados mediante dos decretos (de 1916 y 1927) quedó escindida en 1940, cuando el Estado anuló el acuerdo con «Mario Puma y su tribu». Casi una década más tarde, en 1949, Mario reiteró el pedido de que se efectivizara el permiso precario, a lo cual le respondieron renovando la posesión provisoria, no ya en nombre del colectivo «su tribu» sino que, mediante dispositivos de individuación, identificaron a personas concretas. Gabriel completa el relato resaltando la figura de Perón, como el presidente que le puso límites a los latifundios y castigó a aquellos que querían «sacarle la tierra a los aborígenes», «a la gente de trabajo, a la gente pobre». Sin embargo, a pesar de la percepción positiva del presidente, las tierras no volvieron a los indígenas, sino que fueron privatizadas:
cuando Perón le iba a sacar la tierra a Horn, porque se había agarrado muchas tierras, entonces ahí Horn se las dio a otro, que trabajaba con él, como mensual. Se lo dio con papeles y todo. Así fue que se salvó de que le sacaran los campos […]. Eso fue gracias al presidente. (Gabriel Puma, 2014)
64Orlando se sorprende de que hayan levantado los postes gravados, lo que según su padre era ilegal, y se pregunta si habrán cambiado las leyes.
65De acuerdo con Gabriel, Horn también intentó ocupar el sur del lote 21, zona a la que llaman Pampa Alta, vinculada al decreto de 1927. «Él había sacado la tierra a la gente, pero Pampa Alta era de nosotros», sintetiza, diciendo que esa parte la ocupaba Pellaifa, a quien Ernesto Puma le había dado permiso, porque «ellos venían también así, con carros y eso». Tras el fallecimiento de ambos, Mario se la dio a su hermana Angelina cuando se casó con Raimundo Pazos, «pero no era de los Pazos», aclara. El inspector de 1953 coincide en que las familias ocupaban todo el lote y sostiene que, como dos de las leguas están libres de adjudicación, corresponde legalizar la situación y acordarles permisos precarios.11
66A fines de la década del sesenta, la inspección realizada esta vez por el Consejo Agrario Provincial (cap) durante el golpe de Estado (1969), informa que César Pazos (hijo de Angelina Puma y Raimundo Pazos) solicitó que se dejara sin efecto parte de la reserva para acceder a la compra o renta. Además de ser una estrategia a la que apelaron los indígenas para evitar los desalojos, la privatización fue impulsada desde esa década por la legislación provincial.12 El informe sostiene que, de acuerdo con Gervasio Puma, Mario Puma ocupa 8000 ha en Laguna Escondida desde hace seis años, ha hecho mejoras con sus propios ingresos y «ejerce dicha ocupación en virtud de que los demás indígenas del lugar han hecho abandono de la explotación que realizaban». Este nombre (Mario Puma) no refiere al cacique –que había fallecido unos años antes–, sino al padre de Gabriel, que lleva el nombre de su tío. Según Gabriel, cuando falleció César Pazos en 1986, su hijo (el que había quedado como cacique tras la muerte de Mario) «vendió el campo». Dado que el padre de Gabriel había fallecido en 1975, interpelado por los mandatos de su abuelo que vinculaban dos tipos de liderazgo (mayorazgo y cacicazgo), se movilizó hacia Río Gallegos para plantear la queja:
Mi abuelo me decía, «vos sos el mayor y algún día vas a ser cacique. Vos tenés que respetar a tus hermanos». Decía mi abuelo: «si vos no lo querés, dáselo a un sobrino, a un hijo, a un nieto, pero nunca lo vendas, porque si no te van a echar de la comunidad» […]. Yo sabía porque él me decía que eso era todo colonia, que no se podía vender. Cuando fui a Río Gallegos me atendió una señora y me dijo: «no, si esos campos son propiedad, ya pasaron». Yo dije: «cómo van a ser propiedad si esos campos son todos colonia». Así que me sacaron de raje. (Gabriel Puma, 2014)
67Al no recibir una respuesta favorable del cap, se dirigió a Casa de Gobierno y solicitó ayuda. El contexto de la promulgación de una ley específica para estas familias había predispuesto favorablemente a los funcionarios, muchos de los cuales eran de la zona. La ley estipulaba la promoción y asistencia mediante tareas que debían ser ejecutadas por diferentes organismos, como mejorar caminos, proveer asistencia sanitaria, crear una escuela rural, proveer semillas y otorgar un permiso definitivo de ocupación, palabras que no tuvieron su correlato en acciones concretas. Sustentándose en una inspección del año anterior (1985), la ley menciona dos colonias: Colonia Laguna Escondida (que mantiene el mismo nombre desde 1927) y Colonia Monte Bajo (vinculada al decreto de 1916), usando el nombre de la población de Piedra para referir al conjunto. Ese año el cap renovó el permiso precario de ocupación repitiendo el formato individualizado. Pero, esta vez, haciéndose eco de los dispositivos de invisibilización, los hijos de aquellos que solicitaron las tierras fueron referidos como «ocupantes, descendientes de indígenas».13 Volviendo al relato de Gabriel, éste explica que, al ir acompañado por los funcionarios, el presidente del cap lo atendió y le confirmó que, efectivamente, Pampa Alta
era colonia. Entonces ahí saltó que el abogado [de Gastón Fernández] que era de Deseado le hacía los papeles truchos y después cayó preso. El abogado también, porfiado, de que ese campo no era colonia. Y yo que le decía: «cómo no va a ser colonia si mi abuelo me dijo, para eso vine yo acá». Él me dijo que tenía propiedad, pero resulta que la propiedad era falsa. (Gabriel Puma, 2014)
68Sostiene que los límites de la colonia llegaban hasta la parte que ocupaba Pellaifa, «iba hasta el mismo cerro». El problema comenzó, sintetiza, cuando «Mario perdió los papeles en Buenos Aires; ahí fue cuando se armó el lío». Ese mismo año, en 1986, la legua referida como Pampa Alta (que había sido ocupada por Macul y luego por Pazos) no fue incorporada a las tierras comunitarias, sino que fue vendida a una persona de la élite local. Entre fines de los ochenta y comienzos de los noventa, se aceleró el éxodo. Las cenizas que dejó la erupción del volcán Hudson en 1991 acabaron con la hacienda, a la vez que la actividad hidrocarburífera multiplicó la población del pequeño pueblo. La mayoría comenzó a trabajar en las estancias entre los once y los trece años y, en el caso de algunas mujeres, como empleadas domésticas y niñeras, intercalando estadías en el campo y en las zonas urbanas. A los once años Fabián era ovejero y luego fue mensual, sostiene en un relato que ilustra la dispersión familiar.14
69Los jóvenes regresaban a su casa cada seis meses o una vez por año, explica Gabriel; y sostiene que como casi nadie accedió a la educación básica han tenido pocas opciones laborales. Recuerda que luego de pasar catorce meses en «la colimba» (entre 1977 y 1978) intentó ingresar al Ejército como cabo, pero no pudo hacerlo porque no sabía leer ni escribir. «Si quería aprender, tenía que pagar», dice, pero la familia no contaba con los recursos económicos. «Si hubiera entrado me hubiera tocado las Malvinas. Todos los viejos que estaban estudiando los llevaban para allá, algunos volvieron, otros no», comenta.
70Uno de sus hermanos Puma contó, en la reunión para obtener la personería jurídica, que a los doce años lo «mandaron a trabajar» a las estancias y, desde allí en adelante, se desempeñó como mensual, puestero, por día, etcétera. Al igual que su hermano Gabriel, recuerda que en una oportunidad intentó ingresar en una de las empresas petroleras, pero no lo aceptaron porque «no tenía estudios». Mientras intentaba mediar en las tensiones familiares, se instaló en el campo en el 2009 «para cuidarlo porque estaba abandonado». Lamentablemente, falleció a comienzos de este año (2015). Una de las hermanas de Gabriel comentó que se radicó en la ciudad en 1987, cuando tenía alrededor de veinte años, y cuatro años más tarde, su mamá se instaló allí con cinco de sus hijos (dos de los cuales fallecieron), pasando parte del tiempo en el pueblo y parte en el campo.
71Las políticas indigenistas del periodo de la transición democrática han sido asistencialistas y, en consecuencia, los pocos que quedaron en el campo –referidos como descendientes de indígenas– recibieron ayuda esporádica (chapas, carbón, bolsas de comida y otros elementos) canalizada a través del ex Ministerio de Asuntos Sociales. Este ministerio también atendía a quienes se instalaron en las ciudades, considerados como pobres y, en los años noventa, como población vulnerable. Tal era el modo de hacer política en la gestión del intendente de aquella época, quien según varios relatos ganó en 1991 con los votos de la zona rural. Como recordó una funcionaria que explicaba con pesar: «los candidatos de los partidos políticos iban al campo a buscar a los indígenas para llevarlos a votar, lo cual se repitió en las siguientes elecciones».
72Cuando se reformó la Constitución Provincial (1994), la nueva versión no incluyó el reconocimiento de los pueblos indígenas. La provincia sin indios, sin embargo, apareció al año siguiente en los medios de comunicación a partir del evento multitudinario en el que dos personas fueron designadas como caciques, con el apoyo del intendente que continuaba intentando capitalizar los votos. De acuerdo con Celia Rañil, el objetivo era apoyar a una de las familias que había sido desalojada en reiteradas ocasiones, luego de que el cap vendiera las tierras a una de las partes.
73Una década más tarde, veinte años después de la promulgación de la ley nacional 23302, la provincia adhirió a la normativa que creó al inai (mediante ley provincial 2785). El tema de los pueblos originarios –tal como explicó una funcionaria del Ministerio de Desarrollo Social– quedó bajo la órbita de la oficina de protección de derechos que «trabaja con discapacidad, adultos mayores, menores, entre los que se incluyó, como un tema más, el tema de comunidades», en el área de Asistencia Focalizada;15 un campo semántico que asocia asistencialismo, minoridad y discapacidad. Ese mismo año, Gabriel fue convocado por el inai para viajar a Misiones en lugar de su hermano (el cacique designado en 1995), que aún vivía. Menciona que en una planilla firmada por «la hermana de Kirchner, que era "la madrina de los indígenas" en ese momento», él figuraba como cacique, pero después la planilla no fue entregada a destino.
74Debido a que la política indigenista provincial previa al 2007 ha sido escasa e insuficiente, la he incluido como parte de la democracia transicional. Los vacíos que dejaron los puentes dinamitados a lo largo del siglo xx por los dispositivos disciplinarios –civilizatorios, evangelizadores, asimilacionistas, nacionalistas– fueron siendo rellenados por políticas populistas con poco margen para la agencia indígena. Es recién en los últimos años que dichos vacíos comenzaron a volverse significativos y, sobre los sedimentos, emergieron reflexiones que contrastan «los tiempos de antes» y el presente; lo que tenían (familias mapuches que «se ayudaban entre sí») y lo que les falta («más unión», pues tal como sostiene Fabián: «Algunos saben leer y escribir, pero no saben hablar. Quieren pelear. No hay unión, yo le digo la verdad, no hay unión, antes no era así»). Orlando también señala que su padre le enseñó que «si tenían que hacer algún trabajo tenían que ayudarse uno al otro […] antes nos ayudábamos entre todos acá». Se queja de que actualmente cada uno se arregla por sí mismo, o bien a través de relaciones contractuales mediadas por el dinero.
75Gabriel sostiene que no se peleaban en la época en la que Mario era cacique y que las peleas comenzaron «después, último, cuando ya no había nada». O, quizás, cuando había algo para repartir: el dinero de la minería. En el próximo apartado analizaré los cambios en la política indigenista en relación con la reemergencia indígena, en un contexto en el que la necesidad de lidiar con las empresas extractivas llevó a las familias a tramitar personerías jurídicas. Este proceso, en el que accedieron a nuevas herramientas jurídicas y conceptuales, movilizó reflexiones sobre sus sentidos de pertenencia y sobre las relaciones entre las experiencias pasadas y el presente, produciendo cambios en las subjetividades de algunos de los protagonistas que, a su vez, impactaron en sus potencialidades como agentes y en la posibilidad de generar nuevas herramientas comunitarias. Los procesos de internalización de estas tres herramientas, sin embargo, distan de ser homogéneos.
De familias a comunidades indígenas: paradojas de las herramientas jurídico-políticas
76Tal como ocurrió con Camusu Aike y Kopolke, la familia Puma se encontró ante la necesidad de solicitar el reconocimiento de su existencia como persona jurídica para que tanto el Estado como las mineras los consideraran interlocutores válidos. Recurrieron entonces a puentes institucionales ya construidos, generados por la lucha del movimiento indígena internacional, nacional y provincial; a herramientas jurídicas que les permitieron recorrer los antiguos caminos de la burocracia pero, esta vez, impulsados por nuevas herramientas conceptuales: no ya como carenciados que necesitan ayuda del Estado, sino como pueblos preexistentes que demandan que se les garanticen sus derechos. Las reflexiones sobre los sentidos de pertenencia –motivadas por conceptos como pueblo indígena, preexistencia, ancestralidad y otros– introdujeron también algunas reflexiones en relación con las herramientas comunitarias que, en este caso, aún se encuentran en proceso de maduración.
77Si bien en este apartado me detengo en particular en las herramientas jurídico-políticas, comienzo con un breve comentario sobre los tropiezos de esta investigación. Si bien la información que produje durante seis años fue fundamental para el proceso de tramitación de la personería jurídica y para la sustentación de los informes histórico-antropológicos del relevamiento (ejecución de la ley nacional 26160), una vez cumplidos los requisitos burocráticos, algunos de los miembros de la comunidad no comprendieron mi interés por continuar con la investigación. Así fue que, apelando al derecho a la consulta previa, libre e informada, cuando accedieron al borrador de este trabajo, dos personas sostuvieron que serían ellos quienes escribirían la historia de «su comunidad». Esta reacción fue motivada por un error de interpretación. Concretamente, imaginaron que esta investigación deslegitimaba sus derechos sobre el territorio que ocupan. Intenté explicar que la investigación había sido hecha con sumo cuidado y respeto, que hablaba sobre procesos más amplios que involucraban a muchas familias y que no era esa la conclusión del trabajo, sino la opuesta. Es decir, que este recorrido a través de casi ciento veinte años intenta justificar por qué tienen derecho no sólo a ocupar esos lotes, sino también a tramitar el título de propiedad comunitaria, en caso de que todos estuvieran de acuerdo. No obstante, debido a las dificultades que genera la ausencia de comunicación cara a cara, ante las dudas surgidas y la imposibilidad de resolverlo en unos pocos días, opté por quitar las referencias concretas, tal como anticipé al principio en una nota al pie, con la esperanza de poder conversar en detalle más adelante sobre la historia aquí sintetizada que, obviamente, es una interpretación posible, entre otras.
78Si la ruptura de los puentes entre los miembros de la familia condujo a situaciones de violencia interna, los puentes que construí con algunos indígenas se tradujeron en fosas, recelo y desconfianza para otros. No cualquier tipo de articulación es viable en todo tiempo y lugar, sostiene Lawrence Grossberg (1992), debido a que operan simultáneamente condicionamientos estructurales y habilitaciones posibles –es decir, posibilidades de controlar el propio lugar a ocupar dentro de una variedad de sistemas de diferenciación social–. Los desplazamientos a través de las estructuras, por lo tanto, no son enteramente libres, sino que las trayectorias ocurren en el marco de una movilidad estructurada que conjuga posicionamientos como agentes (a partir de instalaciones estratégicas que permiten concretar acciones), como sujetos (cuyas experiencias y afectividades orientan las decisiones y los caminos a elegir) y como actores sociales (organizados de acuerdo a ordenamientos estructurales).
79En este juego de movilidades y habilitaciones en el contexto general de reemergencia indígena en Santa Cruz, no resulta claro para algunos miembros de las comunidades en qué consiste exactamente mi trabajo, ni en qué lugar de la estructura ubicarme. Esta dificultad para imaginarme en un emplazamiento preciso responde a que, en diversas ocasiones, he interactuado con algunos funcionarios públicos pero, por otro lado, a que no tengo poder para cambiar el curso de las decisiones políticas. Para otras personas, en cambio, la información producida etnográficamente (vinculando etnografía en los archivos y con personas de carne y hueso) se ha vuelto un insumo para sus proyectos, un impulso para sus propias conceptualizaciones y preguntas de investigación y, además, una herramienta a la cual apelar para legitimar sus demandas. El diálogo franco con estas personas ha ido nutriendo a su vez mis propias preguntas y puntos de partida y me ha llevado, desde hace varios años, a abrir mi agenda de investigación, que se enriqueció al involucrarse con las agendas de mis interlocutores.
80En todo caso, reemergencia es un término relativo a los dispositivos de extinción y extranjerización, cuyas consecuencias han sido, entre otras, la enajenación territorial y la escasez de políticas indigenistas durante la democracia transicional. Dichos procesos produjeron cambios en las subjetividades de aquellos que, en un contexto propicio, comenzaron a identificarse públicamente no ya como descendientes sino como miembros del pueblo mapuche, tehuelche o mapuche-tehuelche. La aboriginalidad privada, diría Jeremy Beckett (1998) se fue volviendo, así, aboriginalidad pública. Asimismo, se modificaron también tanto las subjetividades de los funcionarios comprometidos como de los investigadores que acompañamos la lucha y, en la medida en que se posicionaron como sujetos de derecho, trazaron nuevos límites tanto a la agencia estatal como a la académica. Es decir, los diálogos y tensiones involucrados en los procesos de reemergencia indígena no sólo han transformado las estructuras estatales, las subjetividades y las agencias de los protagonistas indígenas, sino también a quienes interactuamos con ellos.
81Entre los cambios en la estructura estatal, quisiera resaltar dos que generaron nuevas instancias de interlocución con los pueblos indígenas, en el marco de gestiones participativas: la inauguración de la Secretaría de Estado de Derechos Humanos y la de la Mujer, ambas en el 2006. Lamentablemente, la inestabilidad institucional y el constante reemplazo de los funcionarios antes de cumplir sus mandatos, no siempre ha permitido la continuidad de las líneas de trabajo. Poco después de la inauguración de la Secretaría de Estado de Derechos Humanos, su primer mandatario, Alberto Marucco, convocó a Marcela Alaniz (antropóloga de Río Turbio) para coordinar el Área de Derechos Humanos de los Pueblos Indígenas.16 Entre otras tareas, esta oficina se involucró en el trámite de las personerías jurídicas, coordinó las asambleas para la elección de los primeros miembros del cpi –para lo cual convocó a las ocho comunidades con las que interactuaba, independientemente del requisito del inai de incluir sólo a las inscriptas en el renaci– y diseñó y ejecutó la primera etapa del relevamiento territorial.
82Un par de meses después de la inauguración de la Secretaría, me acerqué con Ramón Epulef para realizar una consulta en relación al abastecimiento de leña. A partir de entonces, no sólo fui consolidando las relaciones con Alberto Marucco y con Marcela Alaniz, sino también con los miembros de la comunidad Camusu Aike, con aquellos que se encontraban en proceso de conformación de la Confederación –en la que Ramón había sido elegido longko– y con personas que se autoadscribían como descendientes pero no se habían organizado en términos de comunidad. En este contexto de intensificación de la política indígena e indigenista, fue que Marucco me convocó para participar en la reunión que comento al inicio de este trabajo, en la que participaron funcionarios del inai, de la provincia, de la municipalidad de la localidad en la que se realizó el evento y referentes comunitarios.
83La tramitación de la personería se planteaba como una necesidad para los Puma, dado que tres empresas estaban realizando cateos para la explotación de uranio, con autorización del cacique mapuche que había sido designado en 1995, a quien consideraban, erróneamente, el cacique de todas las familias. Los cuestionamientos sobre su legitimidad, así como el monto y destino del dinero que había acordado con la minera, aumentaron las tensiones entre los hermanos Puma y con otros potenciales miembros de la comunidad. La confusión sobre el liderazgo era un efecto residual de errores de las dos décadas anteriores: de una inspección del cap (1985) –que colocó a cinco poblaciones bajo el nombre de Monte Bajo– y de la ley provincial del año siguiente, específica para estas familias, que consideró a Monte Bajo y a Laguna Escondida como una unidad, pasando al sentido común como reserva Puma. A estas confusiones se sumaron las de quienes acompañamos el proceso, que supusimos que tramitarían la personería jurídica conjuntamente. A los protagonistas, en cambio, les parecía absurdo, debido a que se consideraban como entidades independientes: de un lado los hermanos Puma y, del otro lado, un conjunto de personas que hacía años que no se veían. Alegaban que era innecesaria una convocatoria general, dado que habían abandonado el lugar y no estaban interesados en retornar. Fue recién al finalizar la última reunión del encuentro del 2009, que luego de trabajar con ellos, comencé a comprender sus razones.
84Al finalizar la última jornada, cuando se habían ido todos, los cinco miembros de la familia Piedra y siete de la familia Puma quedaron sentados en los extremos de un amplio salón del gimnasio municipal, sin mirarse, durante más de veinte minutos. Decidí acercarme a los tres grupos y les consulté si tenían interés en ver unos mapas, que quizás podían ayudar para definir el territorio comunitario. Supuse que la respuesta sería no, ya que las tensiones habían aumentado. Minutos más tarde nos encontramos rodeando un tablón sostenido por caballetes sobre el que había desplegado mapas, árboles genealógicos y papeles del archivo de tierras. Excepto uno de los nietos de Orlando, el comentario de la mayoría fue «no sé leer, no entiendo nada de mapas». Luego de ampliar las cuadrículas y darles algunas referencias, cada uno logró identificar las poblaciones, nombrando a quienes habían vivido allí, los vínculos parentales, etcétera. El gráfico en el que sólo figuraban números de lotes y letras de leguas fue ganando densidad a través de relatos, mientras íbamos construyendo una nueva cartografía y, poco después, me corrigieron con un comentario en el que todos acordaron: «tu mapa está al revés, tenés que darlo vuelta».
85La información producida colectivamente fue fundamental para comprender, por ejemplo, que Fabián Puma no era parte de los Puma, sino que su casa estaba «en el otro lado»; cuáles eran las leguas incluidas en los decretos originales; cómo había sido el proceso de despojo y cuáles eran las que reclamaban como tierra comunitaria. Poco después, en una reunión informal con personal del inai, trasmití que había un error y que sería conveniente respetar el planteo de tramitar dos personerías jurídicas independientes. En el 2012 volví a participar en otra jornada, mucho más íntima esta vez, a la que llegué con la intención de entregar a los Puma mi última versión sobre la historia de la comunidad y la historia del pueblo mapuche. No explicaré los detalles de las dificultades que se presentaron durante esos días –que, sin embargo, no impidieron la finalización del trámite–, sino que me detendré en algunas reflexiones generales sobre esta herramienta jurídica.17
86Si bien contaba con la experiencia de haber acompañado a Camusu Aike en el 2007 –cuyos miembros se presentaron ante el inai como comunidad abierta, incluyendo a cónyuges e hijos y a aquellos que se trasladaron a los centros urbanos– este caso era completamente diferente. Tal como les había ocurrido a los hermanos Kopolke unos años antes, los hermanos Puma tuvieron que redactar un estatuto comunitario que estableciera la nómina de integrantes, las cláusulas para su inclusión y exclusión, las autoridades, sus sistemas de designación y el lapso de sus mandatos, los mecanismos para tomar decisiones, etcétera. A diferencia de ellos, sin embargo, se encontraron ante la situación paradójica de tener que dirimir conflictos internos mediante un sistema de reglas escritas, cuando sólo algunos de los sobrinos han tenido acceso a la escolaridad básica.
87En una de las reuniones con los miembros de Camusu Aike, Marcela había explicado que «la personería jurídica es una herramienta, quizás no es la mejor, pero permite exigir el cumplimiento y la vigencia de los derechos que les corresponden como pueblos originarios». Que no sea una herramienta óptima remite a la siguiente paradoja: mientras que la Constitución Nacional reconoce el derecho a la preexistencia étnica y cultural, las instancias administrativas obligan tácitamente a las comunidades a inscribirse en el renaci. De este modo, un derecho garantizado por el ordenamiento jurídico (una suerte de documento de identidad colectivo que les permite, paradójicamente, defenderse de ese mismo ordenamiento) se vuelve una imposición de la maquinaria burocrática estatal en su afán por el conteo, la clasificación, el registro, el orden.
88Si bien el inai no concede la personería, tal como suelen sostener sus funcionarios, sino que reconoce comunidades preexistentes, su tramitación involucra instancias de normalización y normatización, en un contexto en el que conviven dispositivos de seguridad y políticas interculturales, que en algunas dependencias siguen operando bajo la lógica del multiculturalismo, tema tratado en otro artículo (Rodríguez y Alaniz, en prensa). Estos dispositivos las fijan geográficamente (en lotes) y socialmente, al clasificarlas por pueblo y censarlas por familias, cuyos integrantes sólo pueden inscribirse en una única comunidad. La inscripción en un orden de previsibilidad –en el ordenamiento que Jacques Rancière (1996) refiere como policía en oposición a la política– genera, paradójicamente, mecanismos de intervención política. Al desplazarse a través de las estructuras, los miembros de las comunidades oscilan entre las internalizaciones de la hegemonía y las impugnaciones de los caminos habilitados. Entre estos extremos, se encuentra la posibilidad de redefinir categorías, de reacentuar las experiencias y recuerdos de aquellos que caminaron juntos construyendo puentes sobre la marcha, de reflexionar sobre los procesos que resquebrajaron tales puentes y, quizás, de encontrar las herramientas para recomponerlos o para construir otros nuevos.
Palabras finales
89Entre las estrategias indígenas para lidiar con los papeles, se encuentran los tratados (Briones y Carrasco, 2000), como el que los hijos del cacique homónimo (que en estas páginas figura como «Puma») firmaron en nombre de su padre en 1869, durante la presidencia de Sarmiento.18 Tras la Conquista del Desierto en Argentina y la Pacificación de la Araucanía en Chile, los sobrevivientes que fueron corridos de un lado y del otro de la cordillera tejieron nuevas redes de parentesco y alianza, apelando a estrategias practicadas por las generaciones anteriores. Mientras caminaban juntos, fueron construyendo puentes sobre la marcha que, posteriormente, ampliaron hacia organizaciones de la sociedad civil, como ilustra la asamblea de 1917 en el diario La Argentina. Los términos que ambos Estados les impusieron silenciaron su preexistencia y los forzaron a adscribir a una u otra nacionalidad. Sin embargo, dichas nacionalidades no fueron permanentes, como tampoco lo fueron las promesas de los tratados que las campañas militares dejaron sin efecto.
90Al finalizar la Conquista, los sacerdotes que acompañaron al Ejército se instalaron en Puerto Santa Cruz (le explicó Celina a Gabriel) y, en un encuentro entre 1885 y 1887, Domingo Savio bautizó a indígenas de Chubut y Santa Cruz (entre los que estaban un hijo y a un hijastro de Juan José César Puma), a quienes les cambió el nombre. Con él, continuó, se encontraba un anciano (cuyo nombre es muy similar al de uno de los hijos del cacique del tratado) al que le decían Patria, porque tenía una oreja cortada como los caballos patrios. Gabriel contó entonces que Juana Puma, de las ex reservas del Lago Cardiel, era prima de su abuelo.
91Si bien la reconstrucción de las doce familias no me permite confirmar vínculos entre Juan José César, el cacique del tratado, y Julio Puma, tampoco los descarta por completo. En 1869 Julio tenía más de veinte años, si es que en 1926 tenía ochenta, tal como informa el inspector de tierras, o bien, tal vez no había nacido cuando firmaron el tratado, si tomamos como ciertos los datos de la libreta de enrolamiento que presentó a otro inspector en 1912, en la que figura como «clase 1870». Los nombres Julio y Mario se repiten en varias generaciones y, tal como se supone que ocurrió luego del tratado, cuentan con importantes cantidades de animales (2500 ovejas, 80 vacunos y 150 yeguarizos). Los lugares de procedencia incluyen a Carmen de Patagones, pero también a Junín de los Andes y a Temuco. En una reunión de la Confederación, Celia Rañil explicó que Puma vendría de la cordillera, ya que está implicado en el significado de su nombre y también aclaró la etimología de los Piedra.
92La posesión de ganado, conjuntamente con la conversión a la fe católica, el conocimiento de la escritura y el abandono de los desplazamientos fueron evaluados como signos de civilización. Sin embargo, los que obtuvieron permisos de ocupación colectiva –al igual que la mayoría de los que obtuvieron permisos individuales– fracasaron en sus intentos de demostrar que se encontraban en condiciones de contratar con el Estado y, entre los años cuarenta y los noventa, se privatizó la mayor parte de las tierras reservadas. Las razones esgrimidas para Camusu Aike fueron las más extremas. En plena dictadura, el cap sostuvo en 1978 que allí no había indígenas, ni tampoco descendientes, sino «chilenos de mal vivir». Cuatro años más tarde, 12000 ha pasaron a las fuerzas de seguridad, en tanto que otras 11000 ha fueron vendidas a un indígena (Rodríguez, en prensa). La idea de la propiedad privada, imaginada como un medio para evitar el despojo, socavó la propiedad comunitaria y dinamitó los puentes construidos previamente.
93La burocracia entrampó a los indígenas en espacios prefijados por las estructuras. Si las maquinarias territorializadoras (Grossberg, 1992) los emplazaron en reservas, fuera de ellas se volvieron peones rurales y, en las ciudades, personal de maestranza y empleadas domésticas. Subsumidos en el marco de las relaciones de clase, se volvieron mano de obra barata desmarcada en términos de aboriginalidad, e insumo para los estancieros vecinos que codiciaban sus tierras. Las maquinarias diferenciadoras, por otra parte, los clasificaron en pares de oposiciones binarias según los cuales los tehuelches fueron considerados como altos, bellos, bondadosos y pacíficos, con reminiscencias de la idea del buen salvaje, mientras los mapuches fueron valorados negativamente como bajos, feos, ladrones, invasores, agresivos y guerreros. Las maquinarias estratificadoras, a su vez, los jerarquizaron de acuerdo a gradientes de civilización, que se yuxtapusieron con taxonomías construidas en torno a ideologías raciales y nacionalistas.
94En el caso de los tehuelches, hablar la lengua se volvió el rasgo distintivo por excelencia en la década del sesenta para determinar su pureza, en tanto que la ideología del mestizaje degenerativo consideró a sus hijos como descendientes y chilotes. Los mapuches, por otro lado, percibidos en abstracto como una amenaza a la nación, corrieron en las prácticas concretas una suerte similar: se volvieron invisibles para las políticas indigenistas, para los proyectos evangelizadores y para los dispositivos científicos obsesionados por el registro de los últimos tehuelches. Las familias mapuche-tehuelche, finalmente, quedaron fuera de los marcos interpretativos disponibles, fuera del archivo (Foucault, 2002 [1969]) y, así, las reservas de Lago Viedma y Lago Cardiel fueron clasificadas como tehuelches, única aboriginalidad posible. Las narrativas hegemónicas congelaron las movilidades espaciales y sociales y, en las últimas décadas del siglo xx, clausuraron las posibilidades para la autoadscripción.
95Aquellos que en un contexto dominado por dispositivos disciplinarios habían sido clasificadas como tribus, se organizaron cien años más tarde en comunidades, en el marco de dispositivos de seguridad (Foucault, 2006) en los que el Estado va dejando hacer. La tramitación de las personerías jurídicas se volvió una necesidad que obligó a las familias conformadas por hermanos y sobrinos a organizarse bajo esta forma de microdemocracia representativa; pasaje que profundizó fricciones en relación con la legitimidad de los liderazgos. Sin embargo, tal como ha ocurrido en el caso de Camusu Aike (Rodríguez, 2010) y en el de Kopolke, las herramientas jurídicas también habilitaron reflexiones colectivas mediante herramientas conceptuales, que combinaron conocimientos y experiencias antiguas con otras nuevas. A su vez, estas reflexiones –muchas de las cuales surgieron en encuentros con otros indígenas– motivaron herramientas comunitarias que motorizan acciones más allá de sus primeras expectativas.
96Los vínculos entre indígenas y antropólogas, por otra parte, han permitido entretejer la investigación, la gestión participativa y la reflexión-acción comunitaria en un contexto que exigía a las comunidades la reconstrucción de sus historias y sus territorios. Paradójicamente, a pesar de estar en desacuerdo con la exigencia de tener que demostrar ante el Estado que existen como colectivo, me encontré participando directamente en estos procesos. Teniendo en cuenta algunos problemas de comunicación que me llevaron a autocensurar la información producida durante esta investigación, y considerando que muchas de las personas no saben leer y escribir, me pregunto si los datos que hemos producido en torno a las doce familias mapuches que se asentaron en Santa Cruz a comienzos del siglo xx les serán útiles a las generaciones actuales para luchar colectivamente por la tierra. Me pregunto también si conocer las tramas que alguna vez tejieron sus ancestros, les permitirá recrear nuevos lazos, minimizar tensiones e inspirar acciones conjuntas.
97Quizás este tipo de ensayos tenga algún impacto en los prejuicios forjados por el sentido común sobre el pueblo mapuche, para demostrar que en varios casos se emparentaron con los tehuelches, que los paralelos y meridianos no escindieron a unos de otros, que ambos pueblos fueron corridos hacia el sur –con movimientos de oeste a este y viceversa– por una amalgama cívico-militar, y que esta amalgama convirtió a sus territorios en un espacio euclidiano, organizado en cuadrículas, con vértices en mojones, ceñidos por alambres. Los que lograron obtener permisos precarios en áreas marginales fueron, paradójicamente, acusados como «intrusos» y convocados como mano de obra para las estancias que se expandieron sobre ellos. Convertidos en peones, paisanos, descendientes y chilotes se volvieron invisibles ante una sociedad que concluyó que ya no había indios en Santa Cruz y que los únicos legítimos eran los antiguos tehuelches.
98Me pregunto entonces, finalmente, si aquellos que saben leer, pero no han aprendido a hacerlo a contrapelo de las narrativas de la nación, podrán comprender los alcances no sólo del término preexistencia sino también existencia, y asumir que los privilegios heredados de los pioneros o primeros pobladores son resultado de una historia escrita con sangre indígena que, en nombre de la civilización y el progreso, borró las narrativas sobre el hambre, la explotación y los desalojos de los pueblos preexistentes.
Notes de bas de page
1 Agradezco a los miembros del equipo de investigación que participan en este libro por sus comentarios y sugerencias y a Celia Rañil por haber compartido sus experiencias como militante indígena en Santa Cruz. Agradezco además a José Bilbao Copolque y a Myrta Pocón (miembros del Consejo de Participación Indígena por el pueblo tehuelche de Santa Cruz) y a las antropólogas Marcela Alaniz y Celina San Martín, por ayudarme a comprender las relaciones entre la política indígena e indigenista, por las conversaciones francas y por las preguntas que florecen en conversaciones que me alientan a continuar investigando la historia de aquellos que fueron excluidos de las narrativas oficiales y que, cuando ingresaron en la historia, quedaron alojados en el lugar de lo exótico, lo pintoresco o lo folklórico.
2 Respondiendo a los comentarios realizados por dos miembros de la comunidad que aquí figura como «Puma», reemplacé los nombres de todos los protagonistas por nombres ficticios (incluidos los de las personas no indígenas que figuran en los expedientes de tierras); modifiqué también los topónimos y quité las referencias espaciales concretas (lotes, leguas y números de expedientes). Quisiera también aclarar que, de los cuatro viajes de campo posteriores al 2009, dos fueron realizados con mi colega Celina San Martín, quien ha provisto la mayor parte de la información vinculada al archivo de la Congregación Salesiana, así como también las claves para interpretarlo.
3 Si bien el título de la comunidad Copolque no incluyó la totalidad de la superficie indicada por las comunidades en el Relevamiento Territorial de Comunidades Indígenas (reteci-INAI), los referentes comunitarios consideran que la titulación es un primer paso, un modo de asegurar al menos parte de su territorio.
4 Entre los casos se encuentran, por ejemplo, el de Orlando (que crió a uno de los hijos de su medio hermano) y el de Fabián Puma (hijo de Gervasio y de una mujer procedente de Junín de los Andes) que contó que tuvo dos hijos, aunque luego aclaró que su hijo en realidad es su nieto y que, en total tiene «cuatro hijos de crianza», su nieto y tres hijos de una sobrina.
5 Cabo Raso está más allá de Comodoro Rivadavia, explica Orlando, hacia el norte, en la costa de Chubut.
6 Refiere al río Imperial. El mismo se encuentra en el sur de la ix Región de la Araucanía, en la provincia de Cautín. Las ciudades más importantes de dicha provincia son: Temuco, Villarrica, Imperial y Nueva Imperial.
7 Mediante el primero de estos decretos, el presidente Uriburu otorgó un permiso en 1898 «a la tribu tehuelche para que se establezca... bajo la vigilancia de la gobernación» en la zona del cañadón Camusu Aike, al sur del río Santa Cruz. Los siguientes cuatro fueron firmados por Hipólito Yrigoyen. El de 1916 es el título precario acordado a Mario Puma y su tribu sobre el que trata este trabajo, en tanto que los otros tres fueron firmados en 1922, poco antes de ser derrocado. Uno es el de la Reserva del Lago Viedma (conocido como la Vega Piaget) y los otros dos son los de las Reservas del Cardiel: el Lote 6 y el Lote 28 bis. El último es el de Laguna Escondida, firmado en 1927 por Marcelo T. de Alvear, territorio que actualmente corresponde a la comunidad mapuche conformada por los bisnietos y tataranietos de Julio Puma.
8 En una de las inspecciones, se identifica como «clase de 1870», y en otra figura como nacido en 1850, aportando información sobre los nombres de su padre y su madre.
9 La nota estaba en el archivo de la casa de Ramón y no tiene fecha exacta, pero según dijo fue poco antes de que falleciera su papá. El decreto 7856 es del año 1923.
10 Leyes provinciales 216 (1960) y 303 (1961).
11 Refiere a las dos leguas que quedaron fuera del decreto de 1927 y que previamente habían sido ocupadas por Macul.
12 Según el inspector, Pazos explota tres cuartas partes del lote (7500 ha) desde hace once años (1958), posee 1700 animales, ha hecho mejoras y solicita que se deje sin efecto la reserva sobre dos leguas y que se le otorgue un permiso precario sobre las otras dos que ocupaba Macul, para arrendarlas o comprarlas.
13 Los inspectores los enlistan nombrando a seis personas, cifra que se mantiene desde el primer decreto presidencial, entre los cuales incluye a Orlando Piedra y Fabián Puma, cuyas voces figuran en este trabajo, informando la edad de cada uno, la relación con los ocupantes previos (padres, abuelos, etcétera), la fecha de radicación y los nombres de sus poblaciones.
14 Comenta que vive ahora en una ciudad cercana, con su hija, y que sólo le quedan cuatro hermanos, de los once que eran: «una de ellas se fue chica a trabajar […] de mucama. Estuvo en Caleta, en Comodoro, en Deseado, en todos lados». Ahora está en Comodoro y tiene un restaurante. Otra se radicó en Las Heras, un hermano trabaja en el campo y otra de las hermanas está en Los Antiguos, lugar en el que tuvimos la conversación.
15 De acuerdo al organigrama, la ley fue alojada en la Dirección de Asistencia Focalizada, que a su vez depende de la Dirección de Derechos y Políticas para la Niñez, Adolescencia y Familia, bajo el ejido de la Subsecretaría de Desarrollo Humano y Economía Social.
16 El trabajo de los primeros años de esta secretaría fue fundamental ya que, además de madurar la posibilidad de gestión participativa, dos de las funcionarias (Roxana Totino y Norma Cavas) se hicieron cargo en los años siguientes de la Secretaría de Estado de la Mujer, en tanto que Marcela Alaniz se desempeña como Coordinadora de la Modalidad de Educación Intercultural Bilingüe (meib), en el Consejo Provincial de Educación, desde su creación en el 2010.
17 En aquella reunión, se acordó que el longko sería provisorio, hasta que se realizaran las asambleas en las que participaría el resto de la familia Puma. Los Piedra, por otro lado, aún no han concluido el trámite y, según las últimas conversaciones, continúan pensando si solicitar el reconocimiento como comunidad indígena, o tramitar una solicitud para obtener la tierra como propiedad privada.
18 En este tratado, junto a «toda su tribu se declaró súbdito Argentino», reconoció la soberanía sobre la Patagonia negando la autoridad de los caciques Calfucurá y Renqué, así como la de cualquier otro «Cacique natural del país o de Chile». Se comprometió a formar una colonia agrícola militar (en Choele Choel o en Patagones), bajo las órdenes de un comisario, a admitir sacerdotes y a hacer el servicio militar de frontera «como Guardias Nacionales, contra toda invasión e indios ladrones, o de otro poder extranjero». El gobierno se comprometió a entregarles «un área de campo en propiedad, suficiente para toda la tribu […], mil ovejas, trescientas vacas, dos tercios de yerba y dos barricas de azúcar» y a asignarles «un sueldo mensual al Cacique y a cada uno de sus hijos mayores, así como a sus capitanejos principales» (Memoria Argentina, 1870).
Auteur
Universidad de Buenos Aires/CONICET/FLACSO
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