Capítulo 6. El museo ideal, real e imaginario de la écfrasis
p. 157-176
Texte intégral
Qué coincidencia tan extraña y conmovedora entre el lenguaje y lo real; qué disputa tan vanidosa entre las palabras y las cosas; las cosas cuya evanescencia las palabras recogen a la medida de sus sonidos y de sus ritmos; las palabras cuyas cosas en fuga, de pronto –como las olas en una playa–, no dejan más que vacías caracolas resplandecientes y, entre ellas, la que resuena con el aliento puro de una voz cambiante,
la voz del poeta, sujeto del lenguaje.
Louis Marin, «Les traverses de la Vanité»1
6. 1.
1La evanescente naturaleza de las cosas, el vacío resplandor de las palabras. Insuficiencia de la materia para alcanzar su trascendencia, oquedad del significante en ausencia del universo referencial. Tales son las cuestiones que animan la cita anterior a modo de epígrafe, deudora en parte de la conocida observación de Pascal sobre la vanidad de la pintura, objeto de admiración por su semejanza con cosas cuyos originales no llegan a suscitar admiración alguna (1963, ii, p. 134 [1]). Si Pascal evoca con su reflexión los aspectos ontológico-morales implícitos en la representación, Marin se atiene a ese punto cargado de extrañeza y emoción, donde lo real coincide con el lenguaje, es decir, donde la mímesis tiende a redimir la finitud y la vacuidad de las cosas y de las palabras respectivamente, a condición de que esas cosas y palabras constituyan –asociadas– un sitio estable para la semejanza. Al margen de la condena pascaliana de la pintura, en tanto objeto banal de admiración, Marin concibe una ontofenomenología de las correspondencias entre las palabras y las cosas a través de las cuales el mundo, el mundo en tanto representación, deviene objeto ya no meramente de una revelación (vanamente) admirable sino, y fundamentalmente, de nuestro conocimiento.
2Al hacerlo, compara la fluctuante naturaleza de tales correspondencias con el mar, fuente de la extraordinaria analogía entre una playa y la página, donde la voz poética reverbera como la espuma tras la ola sobre la arena húmeda que cierra la cita seleccionada. Se trata del mar a través de la mirada que podría pertenecer a un pintor, como en la obra Entretiens au bord de la mer de Alain (1931), donde el diálogo entre tres hombres frente a un océano indiferente intenta abrirse camino hacia cierto grado de entendimiento. Al fin de cuentas –tal como se lee en el poema en prosa «Bords de mer» de Francis Ponge (1948)–, «El mar, hasta que nos acercamos a sus límites, es una cosa simple que se repite ola a ola» (trad. de Miguel Casado 2006, p. 82); pero el individuo se precipita a los bordes, a la intersección de grandes cosas para definirlas, comprenderlas (Ponge, 2006, p. 82).2
3Playa o página, ambas retienen «un tesoro de residuos incansablemente pulidos y reunidos por el destructor» (Ponge, 2006, p. 83). La metáfora describe por la vía poética el mecanismo de la mímesis en el lenguaje, invitando a reemplazar la noción de destrucción por la de descreación. La destrucción, según Simone Weil (1998, p. 81), implica que lo creado pase a la nada, mientras que la descreación implica que lo creado pase a lo increado.3 Como el grano de trigo que ha de caer en tierra y morir para producir fruto (Juan 12, 24), no debería haber lugar en este mundo para la desaparición de aquello que concentra nuestra atención sino solo para su transfiguración. Lo que Marin plantea en términos de una competencia vanidosa entre las palabras y las cosas se reviste, mediante la sustitución de la acción destructiva por la descreativa, en una suerte de conversión. Conversión de las cosas en palabras, pero también en imágenes, que las salva de su finitud infundiéndoles intemporalidad. La magnitud de las transformaciones que el lenguaje literario y la imaginería artística imprimen en las representaciones de ciertas cosas puede ser tal que, Pascal acertó a señalarlo, el interés que entonces despiertan contrasta con lo desapercibidas que pasarían en sí mismas, fuera de una pintura.
4Estas ideas invitan a detenernos muy brevemente en un par de textos donde sus autoras descrean el mar; el mismo mar cuya orilla inspiró las metáforas de Marin y Ponge recuperadas en los párrafos anteriores. Se trata del cuento «Solid Objects» (1920) de Virginia Woolf y el ensayo «Le Temps, ce grand sculpteur» (1983) de Marguerite Yourcenar, que pueden ser leídos –respectivamente– como un ensayo sobre la naturaleza del arte, su historia y crítica, y como un relato sobre el infinito devenir de las obras de arte bajo los efectos de la acción de los hombres y la erosión de la naturaleza.
5En este último, la autora refiere con una prosa embebida en poesía los cambios oceánicos, ricos y extraños, que las esculturas antiguas atraviesan en su larga existencia de piedra yacente en el fondo de las aguas del mar: «Tal cuerpo desgastado se parece a un bloque de piedra desbastado por las olas; tal fragmento mutilado apenas difiere del guijarro o de la pequeña piedra pulida sobre una playa del Egeo» (1983, p. 62).4 La prosa poética de Woolf enlaza por su parte una serie de imágenes visuales a esa distancia exacta de la verdad que, según Marin (1990, p. 23), constituye la regla del arte en general ya que: «la representación se diluye en la bruma de una totalidad confusa a la vista donde se pierde en la minucia consumida muy pronto por el detalle imperioso». Para decirlo con nuestros términos: en dicha serie, escrita con un poder visual máximo, la abstracción y la figuración alternan de manera tal que el lector oscila entre la posibilidad y la imposibilidad del reconocimiento de los objetos de las descripciones que se hallan contenidas en el cuento.5 Así pues, lo que se presenta al inicio de este como un punto negro en el vasto semicírculo que dibuja una playa al borde del mar, va revelándose de forma paulatina como las dos figuras de los personajes del relato. El efecto es comparable al de un registro filmográfico desde una imagen panorámica al detalle de la mano de John:
moviéndose en el agua, los dedos tropezaron con un objeto duro -un trozo de materia sólida- y poco a poco desenterraron un gran fragmento irregular que sacaron a la superficie. […] Era un trozo de cristal […] La acción del mar lo había pulido por completo, sin dejarle arista o forma alguna, de manera que resultaba imposible decir si había sido botella, vaso o cristal de ventana. No era más que un trozo de vidrio; casi una piedra preciosa. (Woolf, 1985, p. 97)
6El hallazgo fortuito le hace experimentar a John sensaciones tan profundas que, de allí en más, se sentirá atraído hacia cualquier cosa que sea un objeto de alguna especie: porcelana, vidrio, ámbar, piedra, mármol. Lo que, en un principio, introduce en su casa con cierta función instrumental –como, por ejemplo, pisapapeles–, a medida que el número de los objetos aumenta y él va descuidando sus obligaciones laborales, adquiere la exclusiva función de ornamento. John deviene un coleccionista, provisto con el rigor crítico de un curador, que transforma su casa en un peculiar museo, donde un meteorito coexiste con un trozo de vidrio y un fragmento de porcelana con forma de estrella.
7En especial, lo que nos interesa de estos dos textos es esa especie de rebelión en lenguaje poético que llevan a cabo para dar lugar a una estética iconográfica inédita. En contraposición al millar de escritores que, en todas las épocas, deploraron la insuficiencia del lenguaje para referirse como deseaban a una obra de arte admirable, Woolf y Yourcenar subordinan las palabras, y sin duda con inestimable efectividad, a la creación de museos imaginarios cuyas piezas revisten una naturaleza tan singular, que exigen considerar nuevos capítulos en la historia del arte tradicional.6 Algo semejante se constata en los textos donde Roger Caillois elabora descripciones en filigrana de piedras e insectos a los que no dejaremos de referirnos más adelante. En síntesis, el conjunto de estos textos contiene imágenes ecfrásticas donde la reducción al fragmento, la acusada erosión, el inexorable desgaste, la disección en miniatura, otorgan una relevancia superior a la forma por sobre el significado de las cosas representadas. Se originan así museos imaginarios donde la abstracción ocupa el lugar de privilegio que los museos reales le negaron a la misma por largo tiempo hasta el siglo pasado.7 Es factible interpretar todo lo anterior asociado al fenómeno que George Kubler (1970) llamó la «propagación de las cosas», principio elemental de su programa de una historia de los objetos que ha de comprender a la historia del arte.8 Retomaremos estas ideas una vez que hayamos repasado algunos antecedentes del musée imaginaire al que, sin lugar a duda, André Malraux otorgó los rasgos conceptuales más eminentes.
6. 2.
Esta botánica de la muerte, a la que llamamos la cultura.
Chris Marker, Les Statues meurent aussi [film],1953
8La genealogía del museo imaginario se bifurca en una línea iconográfica, enriquecida a mediados del siglo pasado con los aportes inapreciables del mismo Malraux, y una línea literaria, adscripta mayormente a la clase de écfrasis que John Hollander (1988, p. 209) describe como «nocional», equivalente a la descripción de objetos cuya existencia no es necesariamente comprobable, y que hallamos en la génesis misma del género ecfrástico: la descripción del escudo de Aquiles en el canto xviii de la Ilíada de Homero.9
9En trabajos anteriores nos hemos referido a la incidencia determinante de los componentes retóricos y del valor documental de la écfrasis literaria en la historia y la crítica del arte (Gabrieloni, 2008). La misma se halla asociada a las tempranas manifestaciones del museo imaginario en Occidente, que exige considerar la tradición grecolatina por la doble vía de la retórica ciceroniana y las prácticas regidas por los progymnasmata, donde se inscribe la serie de descripciones de objetos artísticos en los dos libros de Eikones de Filostrato el Viejo (ss. ii-iii d. C.), en la parte conservada de las Eikones de Filostrato el Joven (s. iii d. C.) y en las Ekphraseis de Calistrato (s. iii d. C.) sobre estatuas. En la Época Moderna, reconocemos filiaciones directas con las tres obras mencionadas en el Cabinet de Monsieur de Scudéry (1646), consistente en una colección de poemas inspirados en más de un centenar de obras transpuestas en versos como pinturas parlantes. La genealogía literaria del museo imaginario comprende asimismo un sinnúmero de cuadros verbales regidos por la doctrina del ut pictura poesis impuesta en el ámbito de las academias de la época. Dichos cuadros verbales equivalen a écfrases inversas, en tanto son descripciones que preceden –para poder dictaminar– la realización de obras.10 El hecho de que estas últimas, en principio, no existieran materialmente a la par que las descripciones a ellas dedicadas, sugiere la pertinencia de pensarlas conformando museos concebidos en el plano de la imaginación. Entre ellos, cabe mencionar el libro Tableaux tirés de l'Iliade, de l'Odyssée, et de l’Enéide (1742), donde el conde de Caylus selecciona y glosa en clave descriptiva escenas extraídas de los tres grandes poemas épicos, proporcionando a los pintores de su época una galería verbal que aseguraba, en el ámbito de la pintura, representaciones ajustadas a los términos de las fuentes literarias, ineludibles en el marco de la tradición de las sister arts. Citamos otro ejemplo no menos destacado de ese siglo, debido al celo con que Jean-Jacques Rousseau se ocupó personalmente de la publicación de su novela Julie ou la Nouvelle Heloïse (1761) que, según se acostumbraba en la época, incluiría grabados. Encomendados a H. F. Gravelot en este caso, Rousseau reescribe escenas completas de la obra con la intención de proveer al artista una idea acabada sobre cada ilustración.11
10En la genealogía literaria del museo imaginario se inscribe asimismo el diálogo Die Gemälde (1798) de August Schlegel. En él, tres visitantes en la Galería de Dresde recrean desde diferentes puntos de vista mucho más que las obras allí exhibidas: las impresiones que estas les suscitan, a la par que la conciencia sobre la singularidad de tales impresiones, aportan a la radical reformulación de la estética clásica debida al Romanticismo, cuyo programa interartístico se expresa largamente en la galería descriptiva que uno de los personajes –Louise– va aportando al diálogo pensando en su hermana, quien no tiene acceso a esas pinturas. Más reciente en el tiempo, sensible al experto interés del arte flamenco hacia la reproducción de cuadros en el interior de cuadros, Georges Perec escribe Un Cabinet d’amateur (1979). Verdadera mise en abîme de imaginería pictórica, la novela parte de una pintura titulada de forma homónima, adjudicada a un artista de principios del siglo pasado llamado Henrich Kürz. El texto deviene el catálogo escrito y abigarrado de la profusión de reflejos nunca idénticos que se desprenden de la colección pictórica contenida en el cuadro ya mencionado.
11La breve, mas compleja novela de Perec comparte con el diálogo de Schlegel su doble voluntad por dotar de existencia a nivel textual a una selecta galería de imágenes copiadas o no de la historia del arte e interrogar críticamente los presupuestos elementales de la creación estética. El museo imaginario deviene así esa expresión «delirante» que Georges Bataille (2012, p. 473) asocia con la literatura y el arte, dada su capacidad de transfigurar y socavar al mismo tiempo los objetos de su culto para pronunciar mediante «pretendidas mentiras una verdad al fin vacía de un sentido preciso». Malraux (1965, p. 176) complementa esta reflexión al afirmar que, si el museo real equivale a una afirmación, el Musée imaginaire plantea un interrogante.
12Sin ser el primero en concebir una historia del arte prescindente de las palabras y a base únicamente de imágenes, el mismo Malraux contaba sin embargo con escasos antecedentes en la segunda especie de genealogía del museo imaginario, la iconográfica.12 ¿Cuáles eran esos antecedentes? El Museo cartaceo de Cassiano dal Pozzo de principios del siglo xvii, que incluye una colección de estampas que reproducen obras de la tradición clásica, y el más conocido Atlas Mnemosyne concebido por Aby Warburg a principios del siglo pasado, conformado por una constelación de imágenes provenientes de todos los períodos y ámbitos de la cultura, dispuestas sobre paneles de tela que resultan en una heterogénea galería móvil.13 ¿En qué medida la pura visualidad de estos proyectos pudieron haber prefigurado la inversión del logocentrismo del apotegma de la crítica de arte del romanticismo alemán: «sólo se puede hablar de la poesía con poesía», cuando Ponge (1977, p. 18) piensa que el catálogo ideal de una exposición debe comprender reproducciones en miniatura de las obras artísticas en ausencia de palabras, de texto, para dar a ver las imágenes con imágenes? Así está diseñada en parte la obra Le Musée imaginaire de la sculpture mondiale, que Malraux publica en tres volúmenes entre 1952 y 1954, donde innumerables reproducciones fotográficas excluyen por completo lo textual escrito.14 Sensible a la relevancia que estaban adquiriendo los medios visuales y audiovisuales en su época, Malraux (1951, p. 28) rinde tributo con esta obra a una de sus convicciones más incontestables: la historia del arte moderno es la historia de lo que puede ser fotografiado.
13Para George Didi-Huberman (2013, p. 40), la disposición de las imágenes en Le Musée imaginaire (de a dos y a doble página) obedece a la pulsión inasimilable de las diferencias implícita en la lógica del montaje de la escuela de Sérguei Eisenstein. La celeridad de los cambios a mediados del siglo pasado en la industria editorial –con los nuevos libros de arte profusamente ilustrados en blanco y negro, pero también a color– y en la industria filmográfica explican el creciente interés de la historia y la crítica del arte en hablar de imágenes con imágenes. En tal interés estriba la fusión que, hacia la misma época, atravesaron las dos genealogías distintivas del museo imaginario, la literaria y la iconográfica, en las formas del ensayo documental y el documental sobre arte, tal como comenzaron a explorarlas Hans Cürlis en Alemania, Luciano Emmer en Italia, Paul Haesaerts y Henri Storck en Bélgica y Alain Resnais en Francia.15
6. 3.
El mínimo movimiento cuenta para la naturaleza toda,
el mar entero cambia a causa de una piedra.
Blaise Pascal, Pensées
Tes yeux appris aux paysages / je les apprends en ce matin /
immuable à travers les âges / et sans doute à jamais atteint./
[…] seuls tes mains, comme des cages, / gardent ce qui reste des nuits.
Robert Ganzo, Lespugue
14Lo irreal literal de las écfrases nominales –cuyos originales solo son recuperables en el plano textual– contrasta con lo irreal conceptual de los museos imaginarios de cuño iconográfico, donde lo imaginario está asociado a los criterios y métodos atípicos de selección y exposición de las imágenes, cuyos originales tuvieron o tienen existencia comprobable en la realidad. Conscientes del valor formidable de las intervenciones de las écfrases en los discursos sobre las imágenes, en el primer apartado observamos: por un lado, que las descripciones con valor literario imprimen transformaciones en las cosas y, por el otro lado, que las cosas en propagación al ser descritas literariamente imprimen transformaciones en la historiografía del arte tradicional, reclamando apreciaciones críticas originales. El museo imaginario es el espacio conceptual y material (en tanto ha ido adquiriendo formato de libro o documental) donde dichas transformaciones se exhiben con una libertad que los museos reales no garantizan.16 En resumidas cuentas, estamos frente a uno de los motivos que alienta la creación de museos imaginarios con naturaleza expansiva y a base de esas écfrases nominales que son objeto recurrente de los estudios literarios.17 En cambio, poco y nada se ha dicho sobre las relaciones entre la escritura ecfrástica y las imágenes más antiguas de la humanidad, que precisamente invierten la lógica del género descriptivo que acabamos de comentar.
15En efecto, los objetos prehistóricos, en su exilio de millones de años de los museos, desconocieron la vocación referencial de la escritura ecfrástica hasta fines del siglo xix, cuando lentamente comenzaron a constituirse en tema de la historia del arte, antes de lo cual «salvo por una o dos líneas garabateadas ocasionalmente en un cuaderno o una carta, nada se escribió sobre [ellos]» (Curtis, 2006, p. 64). El vacío visual al que hoy en día nos enfrentan las écfrasis contenidas en las obras antes apuntadas de Filóstrato el Joven o Calístrato –por no mencionar las más famosas descripciones de los escudos de Aquiles y Eneas en los poemas épicos antiguos– coexiste en contrapunto con el vacío textual al que los objetos y figuras de la prehistoria nos enfrentan en el terreno discursivo inherente al arte. Acaso por el libre albedrío de la reconstrucción de la que Grecia y Roma fueron objeto desde el Renacimiento, y el obstinado sesgo conjetural del conocimiento que sobre ella misma admite prehistoria, la inmaterialidad de las imágenes de la Antigüedad y la materialidad de las imágenes antediluvianas, se ofrecen igualmente fértiles a los ojos que las observan, mientras la mano escribe, y la memoria junto con la imaginación trabajan.
16En el ensayo «L’Écriture de l’histoire et la représentation du passé», Paul Ricœur (2000) ofrece un examen iluminador sobre cómo ambas facultades interactúan entre sí al procesar las palabras e imágenes intervinientes en las representaciones del pasado en la historia. De forma que omitiremos profundizar en ello aquí. Sin embargo, André Leroi-Gourhan (1971, p. 7) retiene nuestra atención sobre un aspecto del vínculo inquebrantable entre la memoria y la imaginación, cuando observa sobre el estudio de la prehistoria en cuyo ámbito él obtuvo reconocimiento internacional, que es «la ciencia que cuenta tal vez con más aficionados, la que todos creen poder practicar sin particular capacitación».
17Si bien es legítimo relativizar los alcances de esta afirmación formulada a mediados de los años sesenta, atendiendo al estado actual de los avances de dicha ciencia, no deja de tener una cuota de verdad. Acaso, ¿qué paseante logra escapar al atractivo que despiertan los espontáneos y enigmáticos hallazgos de monumentos megalíticos en medio de algunos bosques europeos o de fósiles y pinturas rupestres en el sur patagónico? Los objetos de la prehistoria pueden suscitar una afición que, como aquella que se apodera del personaje en el cuento de Woolf, no aspira a más que un conocimiento librado al azar, a lo fortuito más que a lo necesario de los descubrimientos. Conocimiento a base de revelaciones impensadas, entre las que trazamos puentes, cuerdas, estableciendo relaciones caprichosas a partir de hallazgos de cosas, imágenes. Hallazgos que escapan al rigor de los métodos científicos y, en cambio, como escribe André Breton (1937, p. 44), apenas alcanzan a reconocer el rigor con que la experiencia del sueño libera al individuo de los escrúpulos afectivos paralizantes, permitiéndole sentir que ha vencido obstáculos que creía insuperables.18
18Una afición del estilo subyace en los versos de Wilslawa Szymborska sobre la estatuilla del Paleolítico superior, conocida como Venus de Willendorf (fig. 6. 1). La pieza que, según leemos en el poema, no tendría porqué entrar en los detalles del mundo, presta en cambio sus propios y mínimos detalles a la diletante mirada poética, que se detiene a contemplar las «dos pequeñas manos, / dos finas manos […] cruzadas perezosamente sobre el pecho [donde asumen el deber de] Yacer en zigzag sobre el contenido. / Ser la broma del ornamento».19 Advertimos en estos versos la misma apoteosis de la forma a la que tienden las descripciones en los textos de Woolf y Yourcenar, así como en los de Caillois que ya comentaremos.
19Con todo, el poema de Szymborska posee una singular particularidad en comparación con el resto: se inspira en una imagen prehistórica, lo que prácticamente no cuenta con precedentes en la vasta historia de la literatura ecfrástica.20 La naturaleza de tan original objeto de evocación poética lo traslada al interior de la extensa polémica sobre la partición entre las imágenes que forman y que no forman parte de la historia del arte. Interesan algunos aspectos que esta polémica revistió en el campo del arte con mayor o menor conciencia de parte de los escritores y artistas en ella involucrados. De hecho, ¿cómo saber con certeza en qué medida Woolf se proponía revolucionar la historia de las imágenes del arte al presentar las bellas formas de la colección de John en «Solid Objects», más allá de la certeza sobre la revolución que llevó adelante respecto de las imágenes literarias? El llamado primitivismo, adoptado por algunos movimientos vanguardistas a principios del siglo xx, representa un componente sugestivo en dicha polémica, en tanto expandió las posibilidades creativas de los artistas.
20Al mismo adscribió con énfasis el surrealismo, en cuyo marco Alberto Giacometti concibe (entre los años 1934 y 1935) una escultura titulada L’Objet invisible.21 En L’Amour fou, Breton refiere el interés que le suscita la génesis de esta obra. Las piernas muy juntas, la estilizada figura femenina se mantiene erguida entre puntos de apoyo distribuidos por delante y detrás del cuerpo, con los brazos y las manos dibujando un zigzag, como el de Szymborska alusivo a la estatuilla prehistórica, aunque en el aire aquí, con efecto de sostener un objeto invisible. Efecto semejante al de una nota al pie en blanco, conserva la referencia indicial de lo no dicho, de lo no representado, característica de la abstracción en el arte.
21Gérard Wajcman (2001) le dedica a este último tema un valioso y breve ensayo de donde se desprende un par de interrogantes asociados con el nombre de Simónides de Ceos, quien fue el creador de un arte de la memoria a la par que de la primera fórmula comparativa entre la literatura y el arte, lo que equivale a decir, el primero en expresar la necesidad de que la historia se construya a base de una memoria textual a la vez que visual (Galí, 1999). A continuación, los interrogantes alusivos al conocido episodio fatal durante la cena organizada por Scopas en Tesalia: «¿qué puede hacer Simónides, en efecto, ante un lugar vacío? […] ¿Cuando [ya] no queda huella de la más mínima huella? ¿Cómo recordar lo que no dejó resto?». Es decir, ¿cómo recordar el objeto invisible de la escultura de Giacometti?, plantea Wajcman (p. 21). ¿Y cómo recordar los objetos de las écfrasis poéticas o literarias, cuyas apariencias sufren por acción del lenguaje transformaciones (descreaciones) comparables a las descritas por Woolf y Yourcenar en relación con los efectos erosivos de las aguas del mar? Bastaría con intentar reconstruir la Venus de Willendorf sin haberla visto nunca, contando solo con el poema de Szymborska para comprobar que esta no es una preocupación exagerada.
22Hay objetos, continúa reflexionando Wajcman sobre el arte abstracto, de los que no es posible acordarse pero que no se dejan olvidar: «algo así».22
6. 4.
Minerales: primer repertorio a partir del cual todo se diluye, se agota y se evapora, quizás justo hasta las franquezas del sueño y los estupores del vértigo. Los minerales me convencen del hecho que la imaginación no es más que una de las prolongaciones concebibles de la materia.
Roger Caillois, Pierres réfléchies
23Desafiando y atendiendo a lo que llama respectivamente: «antropomorfismo profundo» y «principio de distribución que gobierna la materia viva», Roger Caillois (1960, p. 52) establece un «sistema de referencias» entre la naturaleza y la estética que, según nuestra hipótesis, se ofrece como un nuevo capítulo a la historia de las imágenes del arte. No obstante, hay que decirlo, es un capítulo recurrente en la historia particular de los museos, dado que en su origen existieron los gabinetes de curiosidades, donde objetos extraños provenientes de los tres reinos naturales: animal, vegetal y mineral coexistían con objetos hechos por el hombre: pinturas, esculturas, artesanías, máscaras.23 La aparición de tales gabinetes obedeció a la avidez con que el individuo del Renacimiento conjugaba conocimiento y viajes. Tras su declinamiento entre los siglos xviii y xix, debido al establecimiento por separado de los museos de historia natural y los museos de arte, los gabinetes de curiosidades o maravillas recobraron aislados esplendores durante el siglo pasado, tal como lo pone de manifiesto el muro saturado de objetos reunidos por Breton, transpuestos luego desde el interior del estudio del escritor al Museo Pompidou, que los exhibe hoy en día tras una enorme vitrina.
24Leer algunos textos de Caillois es adentrarse en museos imaginarios donde una serie de «objetos en propagación», según los términos de Kubler, acusa transformaciones mediadas por una escritura exquisitamente literaria, descriptiva a la vez que crítica, en tanto cumple dos funciones: reconstruye el original ausente y asegura su preservación a través de los pasillos laterales y cámaras subterráneas donde esos museos se comunican con la historia de las imágenes del arte.
25En el sistema de referencias entre la naturaleza y la estética de Caillois destacan las analogías entre el diseño de las alas de las mariposas y la apariencia del mundo mineral con la pintura no figurativa. En las alas de las mariposas, escribe el autor:
no hay duda de que existe belleza, en el sentido amplio del término, dado que existe creación a partir de la biología de afortunadas combinaciones entre formas y colores […]. De allí que es posible hablar de arte y, más precisamente, de artes que comprometen formas y colores, es decir, de la pintura. (1960, p. 47)
26La última conclusión no le impide observar el carácter accesorio que la representación de mariposas cumplió a lo largo de la historia de la pintura casi en exclusivo en el marco de un género que no gozó de gran consideración por parte de artistas y espectadores, con la excepción del norte de Europa y, con posterioridad al siglo xvii, la naturaleza muerta. Tuvieron que pasar varios siglos para que las mariposas recobraran plenos derechos a manifestarse con sus inefables encantos sobre el lienzo, como vemos en el retrato de la niña Cicely Alexander titulado Harmony in Grey and Green (fig. 6. 2) del pintor cuya firma justamente dibuja una mariposa, James Abbott McNeill Whistler. En el terreno literario, años más tarde, es la metáfora que Woolf escoge para referirse a la escritura de Marcel Proust, la cual persigue «matices de mariposa hasta la última tonalidad posible» (1982, p. 6). Aun cuando es cierta la intención alegórica (es decir, del orden del relato) que anima la presencia de insectos y mariposas en las naturalezas muertas flamencas, no es menos cierta la acusada intención de esas obras hacia una apoteosis de la forma, el color, las cualidades visuales en general de la pintura, dominante asimismo en la obra fin-de-siècle de Whistler, originando una imaginería de gran refinamiento plástico que algunos escritores tendieron a reproducir, como en el caso de Proust.
27Las diferencias temporales, geográficas y estéticas entre los ejemplos mencionados, no alcanzan a diluir el rasgo en común que ostentan: sensibilidad y tenacidad –según Woolf sobre la poética proustiana– para transformar lo mínimo en lo máximo, lo contingente en transcendental, desplazando la elocuencia finita del relato a favor de la presencia de las cosas mudas en la dimensión intemporal del arte y la literatura.
28Sensibilidad y tenacidad presentes asimismo en la mirada de Caillois al contemplar y describir el mundo mineral, engrosando el entramado de referencias entre la naturaleza y la estética, la geología y la pintura no figurativa:
dado que, en ellas, las formas pierden su nitidez y no representan ningún ser u objeto definido, la semejanza entre los cuadros, los dibujos y los colores de ciertas rocas se hace en ocasiones tan evidente que podríamos creer que el pintor se ha dedicado a copiar la piedra. (1960, p. 56)
29Un conjunto de filiaciones morfológicas entre la pintura abstracta, las alas de las mariposas y las piedras se inscribe en el libro Méduse & Cie (1960). Las analogías concernientes a piedras se extienden para conformar otros libros del mismo autor: Pierres (1966), L’Écriture des pierres (1970), Pierres réfléchis (1975). La intertextualidad que emana de ellos sugiere que Caillois concibió y desarrolló un museo imaginario que, como tal, pone en crisis algunas certezas de la historia del arte tradicional.
30Sea por lo imprevisto de su aparición en el transcurso de un paseo, lo fortuito de la inmutable, mas enmarañada, geometría interna que se revela al partirlas al medio, la quietud de «la patética belleza de la materia maltratada», resulta natural la asociación entre las piedras de la naturaleza y los objets trouvés del arte (Caillois 1975, p. 26). Como ellos, «invitan a la memoria a inventar» (p. 105). Algo así nos sugería Wajcman en relación con el objeto invisible de la escultura de Giacometti: no es posible recordarlo y, sin embargo, imposible de olvidar.
31El indiscutido valor literario de las prosas poéticas de Caillois alusivas a piedras transfigura las presencias minerales, integrándolas en un museo imaginario escrito. Reinan allí las fantásticas imágenes de lo inorgánico: las formas, según Caillois, precedentes a la historia. Con los términos de Yourcenar, en el prefacio de L’Écriture des pierres (1985, p. xiii): el triunfo de «una suerte de indiferencia hacia lo que es humano».
32Dicho museo comporta un nuevo capítulo en la historia de las imágenes carentes de «tiempo humanizado».24 A través del derribamiento de la frontera entre la naturaleza y el arte, obtiene su sitio de emplazamiento; desde allí invita, por un lado, a pensar aquello que Malcolm Budd (2014) define como «apreciación estética de la naturaleza como naturaleza»; y, por el otro lado, a pensar cómo la mirada y la escritura pueden transmitirse entre sí nuevas fuerzas para transfigurar porciones del mundo natural –en este caso, de su geología– en los planos cultural, literario y artístico. Así lo manifiestan las descripciones de esas fruslerías, amantes de lo informe o lo deforme (1966, p. 23), que van armando el musée imaginaire cailloisiano. Un ágata deviene: «explosiones de crisantemos, pirotecnias inmóviles en una noche petrificada; la transparencia prometida por tanto tiempo, por tanto tiempo diferida, y que surge de improviso como un espectro o un meteoro» (1966, p. 39); y una hematita:
un reflejo verde intenso, saturado de tinieblas, puja en dirección al verde como el este sobre el azul el azul más negro que el negro de las alas de los cuervos. El verde emerge en la superficie del hierro otorgándole un brillo impaciente que se estremece sobre el sombrío espejo, semejante a agua al momento de hervir. Se encuentra allí reflejado (¿cuál su proveniencia?), color de otro mundo, captado bruscamente y devuelto a toda prisa, así el mínimo destello de una minúscula partícula. (1966, p. 53)
33Una parte notable de las reflexiones de Caillois sobre minerales se inspira en el ensayo «Piedras imaginadas» del historiador lituano Jurgis Baltrušaitis, incluido en su libro Aberrations: Quatre Essais sur la legénde des formes (1957). En ambos autores leemos recuperadas las prácticas asociadas a la colección de piedras en China y Japón, donde las mismas equivalen a obras de arte y, según señala un tratado del siglo xvii, deben disponerse junto a una buena pintura. Aún más, tal como si ellas mismas fueran cuadros o esculturas, llevan la firma de sus descubridores. El hecho de que esta costumbre fuera corriente en Oriente en el siglo xix, conduce a Caillois a relativizar la potestad original de Duchamp sobre el ready-made a principios del siglo pasado: «Marcel Duchamp no es el primero en encaminarse en esta dirección» (1960, p. 63). Incluso llega aún más lejos, a relativizar la ruptura del arte decimonónico con la mimesis de la naturaleza, en tanto advierte la existencia de analogías evidentes entre la pintura no figurativa y la «estructura fina de la materia», cuando la naturaleza se observa a través de lentes de aumento: «De allí sus estrías, sus fundidos, sus manchas, sus marmolados mucho más próximos a la estructura fina de la materia tal como la revelan los instrumentos de precisión (microscopios, espectroscopios, etc.) que la visión común» (p. 65).
34En suma, Caillois desestabiliza –como mínimo– dos postulados centrales sobre el devenir del arte y la representación en Occidente, asociados a los nombres de Édouard Manet y Duchamp. Como Woolf y Yourcenar, aunque de forma más consciente y extensa, opera una suerte de revisionismo histórico donde una imaginería poética e inédita conforma un museo imaginario que es, a la vez, un museo de historia natural y de historia del arte. Las proposiciones que impulsan dicho revisionismo: la vigencia de la mímesis en el arte contemporáneo, cuyas imágenes no figurativas persiguen ya no la apariencia visible sino la trama sustancial de la naturaleza; y la temprana aparición de los objets trouvés y los ready-made en Oriente hacia el siglo xix como resultado de la apreciación y el tratamiento estético de las piedras, invitan a pensar este original museo imaginario como fuente de una historia natural del arte. En ella, la abstracción, el paisaje y la naturaleza muerta adquieren una centralidad que, en la historia del arte tradicional, había revestido la figuración y la pintura de historia, acaso el retrato. El estilo y los géneros que detentan un «tiempo humanizado» –para decirlo con la expresión de Steiner a la que ya recurrimos– en lugar de encarnar, como estas otras escogidas por Caillois (1960, p. 66), un presagio tímido de opacidad.
35La écfrasis literaria se aviene a la opacidad propia del sistema de replicaciones entre el arte y la naturaleza del museo imaginario de Caillois, originando una estética iconográfica singular. Igual que el autor del extenso relato en primera persona de la novela L’Immoraliste (1902) de André Gide, Caillois experimenta el placer del erudito que descubre oculto en un texto reciente, otro texto más antiguo e infinitamente más valioso. El palimpsesto ocasiona en simultáneo, por un lado, admiración en tanto hallazgo y, por el otro lado, cierto conocimiento. No se trata, en consecuencia, tal como al inicio recordábamos que Marin (1990) apunta en relación con la representación estética de las cosas, del mero abandono en el asombro que causan los descubrimientos sino también de procurarse a partir de ellos cierto conocimiento.
36El museo imaginario, con sus imágenes textualizadas en lenguaje poético, deviene la cámara visual de resonancias de ese conocimiento, con el que va fraguándose una historia natural del arte. En resumidas cuentas, el museo imaginario concebido en los términos comentados hasta aquí, –recuperando uno de los aportes de ese gran observador e historiador que fue Baltrušaitis (1957, p. 57)– es principio y fundamento de nuestras especulaciones sobre el arte de la naturaleza y sobre la naturaleza del arte.
Bibliographie
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Notes de bas de page
1 De aquí en más, excepto que se consigne otra fuente, las traducciones del francés y del inglés son de la autora.
2 «Por eso el hombre, y también por rencor contra una inmensidad que lo abruma, se precipita a las orillas o a la intersección de las grandes cosas para definirlas. Porque la razón se tambalea peligrosamente en el seno de lo uniforme, y se enrarece: un espíritu con ansia de nociones debe primero aprovisionarse de apariencias» (Ponge, 2006, p. 82).
3 Wallace Stevens (1951) recurre al concepto de Weil para interpretar la percepción de la realidad a partir de la cual los escritores y los artistas contemporáneos crean sus obras (pp. 174-75).
4 Las cursivas, en todos los casos en este capítulo, destacan expresiones transpuestas no literalmente de los textos.
5 Leemos en el cuento de Woolf: «Al ser observado una y otra vez de manera inconsciente por una mente abstraida en otra cosa, cualquier objeto se mezcla tan profundamente con la materia del pensamiento que pierde su forma real y se recompone a sí mismo de un modo distinto, en una forma ideal en nuestra mente cuando menos lo esperamos» (1985, p. 98).
6 Ponge se cuenta entre los escritores que desconfían de la traducción verbal de una imagen visual: «¿Acaso la buena pintura será aquélla sobre la que hablamos y hablaremos siempre mucho? […] En todo caso, la buena pintura será aquélla sobre la que siempre intentaremos hablar pero sin llegar jamás a decir algo satisfactorio» (1977, p. 16). Sobre esa cierta escasez del lenguaje que los escritores suelen experimentar frente a las imágenes del arte objeto de sus reflexiones críticas, nos hemos referido al inicio de nuestro trabajo «Écfrasis y traducción: en torno a la lectura de Roger Fry de la poesía de Mallarmé» Gabrieloni, A. L. (2007). En 1611 Revista de Historia de la Traducción (1, 1). Recuperado de http://www.traduccionliteraria.org/1611/index2.htm
7 Véase D. Riout (1996) La Peinture monochrome. Saint Amand: Gallimard.
8 La «historia de las cosas» propuesta por Kubler (1970, p. 9) comprende: «las ideas y los objetos que se encuentran bajo la rúbrica de formas visuales: el término incluye artefactos así como obras de arte, réplicas así como ejemplares únicos, herramientas así como expresiones; en síntesis, todos los materiales susceptibles de ser trabajados por las manos del hombre según directivas de ideas interrelacionadas que se desarrollan en una secuencia intemporal». La presente definición ampara a la écfrasis, como mínimo, bajo el concepto de formas visuales en tanto «expresiones» elaboradas a través de varios planos materiales e intelectuales por el individuo.
9 Según Hollander (1988), la écfrasis «nocional» encarnó el paradigma precursor de los modelos retóricos y las estrategias interpretativas de la poesía ecfrástica moderna.
10 Remitimos a la noción que Murray Krieger apunta en la introducción de su clásico libro Ekphrasis. The Illusion of the Natural Sign: «una écfrasis inversa en tanto persigue producir un equivalente del texto verbal en las artes visuales y no al revés» (1992, p. xiii).
11 Entre dichas notas, destaca la destinada a la octava estampa, donde Rousseau solicita a Gravelot que los ojos de Julie, representada contra un profuso paisaje como fondo, den a leer la emoción que le despiertan las palabras y objetos que Saint-Preux le trae al recuerdo, pero también la virtud que todo lo preside y, en consecuencia, no teme a los peligros que esos pensamientos transpuestos del pasado pudieran representar. El desafío de lograr representar lo anterior se veía agravado por las pequeñas dimensiones de la estampa, es decir, la infinita pequeñez que los ojos de Julie podrían alcanzar a tener sobre el papel.
12 El proyecto de musée imaginaire de Malraux trasciende profusamente las páginas donde están dispuestas imágenes en aislamiento de las palabras; la originalidad de esta parte es no obstante la que interesa destacar aquí en contraste con la genealogía textual de los museos imaginarios, mucho más abundante en ejemplos a través del tiempo.
13 Desde mediados de los años noventa, el Warburg Institute –con el apoyo de varias otras instituciones igualmente prestigiosas– lleva adelante un ambicioso proyecto: la publicación de un catálogo razonado del Museo Cartaceo, cuyos primeros diez volúmenes (de un total de 35) incluyen reproducciones de antigüedades y arquitectura grecorromanas, algunas de ellas desaparecidas excepto por el registro contenido en esta obra. La edición general del catálogo está a cargo de A. Mac Gregor y Jennifer Montagu. Al mismo Warburg Institute se debe la preservación del proyecto que Aby Warburg comenzó en 1924, dejando inconcluso al momento de su muerte, cinco años más tarde. De los paneles originalmente trasladados a Londres solo quedan fotografías, que fueron editadas por Martin Warnke (2000) e incluidas en «Der Bilderatlas: Mnemosyne», Warburg’s Gesammelte Schriften. Existe una edición en lengua española del Atlas Mnemosyne (2010). Fernando Checa Cremades (Ed.). Madrid: Akal.
14 Le Musée Imaginaire de la Sculpture mondiale I (La Statuaire) (París, 1952); Le Musée Imaginaire de la Sculpture mondiale II (Des Bas-reliefs aux grottes sacrées) (París, 1954); Le Musée Imaginaire de la Sculpture mondiale III (Le Monde chrétien) (París, 1954).
15 Para profundizar en las relaciones entre el cine y el resto del conjunto de las artes, véase Jacobs (2011). Destaca en relación con el género, la colección de obras que alberga la cinemateca del Museo Louvre en París, difundidas junto con estrenos en las Journées Internationales du Film sur l’Art. También en París, existe desde el 2009 la asociación independiente SensoProjekt [http://sensoprojekt.com/] con una intensa labor en ciclos de cine del mismo género. En la ciudad de Bruselas, el realizador Henri Storck fundó en 1980 el Centre du Film sur l’Art (cfa) [http://www.centredufilmsurlart.com/], que actualmente alberga numerosas obras de singular valor histórico.
16 Problema que, a la vez, incide en el tema así como en la forma del ensayo documental Les Statues meurent aussi de Alain Resnais con guión de Chris Marker, a quien en consecuencia debemos el epígrafe del apartado anterior.
17 Las afinidades que los estudios literarios entablan con los museos imaginarios, aun cuando estos se deben a autores con aspiraciones epistemológicas próximas a las de la historia del arte, se vigorizan con reacciones de historiadores profesionales como E. H. Gombrich frente a las «rapsodias sobre arte» de Malraux, de quien opina: «No existe evidencia de que haya pasado un sólo día leyendo en el interior de una biblioteca» (1954, pp. 374-375).
18 Roger Caillois (1975. p. 92) reflexiona a su vez sobre la afición que alienta a sus museos geológicos, que encuentran su doble en la escritura del mismo autor: «No hago más que entretenerme con un ejercicio que requiere observar con atención. Al límite de mis conocimientos y de mis exigencias, me propuse otorgar coherencia a lo que, en un principio, me parecía un caos. […] Dado que un fracaso me hubiera irritado, me sentí feliz de poder cumplir las condiciones que mi capacidad de reflexión se impuso a sí misma, así como aquellas que le impuso la piedra que había sido elegida, por cierto, elegida en función de su conformación fuera de lo común. […] la gimnasia del pensamiento otorga conocimientos, por no mencionar el placer que prodiga». Y agrega más adelante: «¿Quién o qué me inocula esta locura de desear piedras? Atrapado, hipnotizado, no puedo hacer otra cosa, como aquél que, perseguido, se topa con el muro que está al fondo de una calle sin salida» (p. 135).
19 Citamos la traducción de este poema –titulado en castellano «Fetiche de fertilidad del Paleolítico»– de Abel Murcia (Szymborska, 2000, pp. 184-185).
20 Una excepción hasta donde llega nuestro conocimiento: Lespugue, poema del escritor venezolano radicado en París, Robert Ganzo. El mismo fue objeto de una segunda edición en 1942 con ilustraciones de Jean Fautrier.
21 Para una reproducción fotográfica de la obra en el interior del taller de Giacometti (1947), véase: http://www.mheu.org/en/timeline/invisible-object.htm.
22 «El arte del siglo xx parece situado en su origen bajo el doble signo del más-objeto y del menos-objeto, o del todo-objeto y del ningún-objeto-en-absoluto» (Wajcman, 2001, p. 29).
23 Véase O. Impey y A. MacGregor (Eds.) (1985). The Origins of Museums. The Cabinet of Curiosities in Sixteenth and Seventeenth Century in Europe. Oxford, 1985; K. Pomian (1987). Collectionneurs, amateurs et curieux. París: Gallimard; J. von Schlosser (1988). Las cámaras artísticas y maravillosas del Renacimiento tardío. Madrid: Akal; J. Rivallain (2001). Cabinets de curiosité, aux origines des musées. Outre-mers, 88(332-333), pp. 17-31.
24 La pátina de este «tiempo humanizado», según George Steiner, recubre las bellezas de Europa. Es decir, aquellas saturadas de presencia humana, motor de lo que este autor llama gran discurso de la historia en Occidente (2006, p. 38).
Auteur
Laboratorio Texto, Imagen y Sociedad (LabTIS), Universidad Nacional de Río Negro, Sede Andina, CONICET
Licenciada en Letras y doctora en Humanidades y Artes por la Universidad Nacional de Rosario (UNR). Fue becaria Fulbright y del Consejo Nacional de Investigaciones Científico Técnicas de la Argentina (conicet), del cual es investigadora. Dictó conferencias en la Universitat Autònoma de Barcelona y la Université de Genève, donde fue reiteradas veces investigadora visitante. Ha publicado numerosos trabajos enmarcados en los estudios sobre textos e imágenes. Actualmente es profesora de Literatura europea e Historia del Arte en la Sede Andina de la unrn, donde cofundó el Laboratorio Texto, Imagen y Sociedad (LabTIS) y coordina el Núcleo de Trabajo Historia y Crítica de las Relaciones entre las Artes (HisCRA).
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