Capítulo 2. Nuestra Señora de Guadalupe: las reglas del arte y la écfrasis sagrada (1648-1680)
p. 55-75
Texte intégral
2. 1.
1En su vigesimoquinta sesión, celebrada el 3 y el 4 de diciembre de 1563, el Concilio de Trento discutió sobre el papel que desempeñaban las imágenes sagradas en la difusión de los dogmas y doctrinas de la Iglesia romana. Si bien los teólogos allí reunidos refrendaron los postulados de Nicea ii, legitimando una vez más el empleo y la veneración de imágenes, también procuraron limitar su proliferación, seguramente por la gran cantidad que los fieles adoraban a lo largo y ancho del orbe cristiano. Dice el texto tridentino:
establece el santo Concilio que a nadie sea lícito poner, ni procurar se ponga ninguna imagen desusada y nueva en lugar ninguno, ni iglesia, aunque sea de cualquier modo exenta, a no tener la aprobación del Obispo. Tampoco se han de admitir nuevos milagros, ni adoptar nuevas reliquias, a no reconocerlas y aprobarlas el mismo Obispo. Y este luego que se certifique en algún punto perteneciente a ellas, consulte algunos teólogos y otras personas piadosas, y haga lo que juzgare convenir a la verdad y piedad. (ct, p. 453)
2En Nueva España, en 1585, el arzobispo Pedro Moya de Contreras convocó al Concilio Tercero Provincial Mexicano con el propósito de aplicar los decretos tridentinos. En el título dedicado a las imágenes sagradas, el sínodo señaló que su «piadosa y laudable» devoción fue establecida para que «el pueblo haga memoria de los santos, los venere y arregle su vida y costumbres a su imitación» (ctpm, p. 325). En la práctica, el poder de las imágenes era de sobra conocido por las autoridades españolas desde los tiempos de la conquista: no sin razones programáticas lamentables, Cortés y sus hombres destruyeron las estatuas prehispánicas y las remplazaron por sus propias figuras religiosas; al decir de Serge Gruzinski: «La imagen cristiana en México nació, pues, literalmente, sobre los escombros y las cenizas del ídolo» (2003, p. 80).
3La necesidad política de suplantar las imágenes durante los primeros años de la conquista provocó un aluvión de pinturas y tallas cristianas, no siempre atentas a las iconografías canónicas ni a las técnicas artísticas del Renacimiento europeo, circunstancias que pronto inquietaron al clero novohispano. En 1555, el Concilio Primero Provincial Mexicano procuró regular la ingente producción ordenando que «ningún español ni indio pintase imágenes ni retablos en ninguna iglesia de nuestro arzobispado y provincia, ni venda imagen, sin que primero el tal pintor sea examinado y se le de licencia por nos» (cppm, p. 91 y ss.). Un año más tarde, una imagen específica llamó la atención de los franciscanos no solo porque era milagrosa, sino, además, porque parecía perpetuar, encubierta, una primitiva adoración. El reclamo se hizo público el 8 de septiembre de 1556, cuando Francisco de Bustamente, provincial de la orden, amonestó durante su homilía la devoción que se tributaba extramuros de la ciudad de México nada menos que a la imagen de nuestra Señora de Guadalupe.1 Al parecer, Bustamente dijo que la devoción era «en gran perjuicio de los naturales, porque les daban a entender que hacía milagros aquella imagen que pintó un indio» (thg, p. 43). Además, habría argumentado que, para aprobar y tener por buena dicha devoción, «era menester haber verificado los milagros y comprobádolos con copia de testigos» (thg, p. 63). Sobre el final, recomendaba «que al primer inventor que publicó que la dicha imagen de nuestra Señora de Guadalupe había hecho milagros, sobre su ánima le hubieran dado mil azotes» (thg, p. 50). Huelga aclarar que la crítica del provincial franciscano tenía un blanco preciso: el arzobispo Alonso de Montúfar, quien dos días antes, durante su propio sermón, había fomentado la devoción a la Virgen del Tepeyac y predicado sus milagros; Montúfar, el mismo que encabezó el concilio que prohibía pintar imágenes sin previa autorización.
4Las palabras de Bustamante solo quedaron en la memoria de algunos oyentes y poca mella hicieron entre los fieles, puesto que, lejos de ceder, la condición taumatúrgica de la imagen fue ganando terreno. Bernal Díaz del Castillo dirá que «hace y ha hecho muchos milagros» (thg, p. 146) y Martín Enríquez de Almaza, en una carta a Felipe ii fechada en 1575, identificará al inventor de los milagros: un ganadero que estaba enfermo y cobró «salud yendo a aquella ermita» (thg, p. 149). A principios del siglo xvii, los prodigios guadalupanos estaban en boca de los numerosos acólitos que visitaban el santuario y pronto cobraron forma definitiva: en 1622 se concluye la nueva iglesia de Guadalupe gracias a los donativos de los fieles, quienes
a cambio […] recibían una indulgencia de la absolución de sus pecados durante cuarenta días, el certificado impreso en una lámina de cobre diseñada por Samuel Stradamus, en la cual estaba representada la Virgen sobre su altar, rodeada de ocho escenas de los milagros que había realizado. (Brading, 2002, p. 95) [énfasis del autor]
5¿Por qué esta imagen hacía tantos milagros? Antes de 1648, bastante poco se sabía sobre las supuestas apariciones de la Virgen María al neófito Juan Diego en el cerro del Tepeyac, pero algunos pormenores de la historia circulaban sin orden ni concierto, entre ellos uno muy particular: el origen aquerótipo de la pintura de Guadalupe, no hecha por manos humanas, como el legendario velo de la Verónica donde se imprimió el rostro de Jesucristo.2 No es posible establecer cuándo empezó a correr el rumor entre los fieles, pero sospecho que fue durante la edificación de la nueva iglesia, ya que la primera mención aparece en un malogrado y confuso poema de Luis Ángel de Betancourt escrito hacia 1620.3 Como sea, lentamente el rumor se fue propagando entre los habitantes de la ciudad de México hasta hacerse vox populi, tal como se desprende de un conocido romance escrito hacia 1634 que lo dice sin ambages:
De vuestra sagrada imagen
hay vocaciones diversas
que consolar aseguran
tan amarga y triste ausencia;
confieso que toda es una
y que se deriven todas
y en una toda se encierra
de la original primera.
Pero son acá pintadas
de humanas manos diversas,
con matizados colores
que humanos nombres inventan.
Vos, Virgen, sois dibujada
del que hizo cielo y tierra,
cuyo portento no es mucho
dé indicio que sois la mesma.
(En Peñalosa, 1987, p. 59 y ss.)
6Al margen de su posibilidad histórica, el origen aquerótipo de la pintura era un milagro en sí mismo que, por extensión, justificaba los otros milagros que se le atribuían. Ello explica, en parte, que haya sido el primer elemento en destacarse y difundirse. Pero así como en el siglo anterior no todos estaban dispuestos a aceptar los milagros, ahora no todos estaban dispuestos a aceptar la condición sobrenatural de la imagen, sobre todo los entendidos en el arte de la pintura, para quienes tal argumento resultaba contradictorio en el plano artístico. ¿Por qué? Al decir de José Ignacio Bartolache, porque, «en razón de dibujo y pintura», la Guadalupana «parece tener ciertos defectos contra las reglas del arte, y las obras de Dios son perfectas, como dice el texto sagrado, cap. 32, del Deuteronomio» (1790, p. 71).
7Palabras más, palabras menos, tal objeción sonaba entre los grupos letrados hacia 1648, toda vez que Miguel Sánchez, en su pionero libro Imagen de la Virgen María Madre de Dios de Guadalupe, observa: «estoy seguro que como la pintura no es mía sino del cielo en tan prodigioso milagro, ha de parecer a todos hermosa, admirable y perfecta; no puedo temer el escuchar defectos que me contristen sino percibir sus alabanzas que me consuelen» (94r). Esta confidencia sugiere que las tensiones en torno a la imagen de Guadalupe estaban bien presentes cuando su historia se difunde por primera vez; yendo un poco más lejos, podría pensarse que el libro de Sánchez fue una manera de liquidar esas objeciones para instalar definitivamente el culto guadalupano. De hecho, no solo dio a conocer, «circunstanciado», el relato de las apariciones guadalupanas, también procuró legitimarlas teológicamente. Fue por esto último que dedicó la mayor parte del libro a demostrar el misterioso vínculo que existía entre la imagen de Guadalupe y la mujer que san Juan Evangelista describe en el capítulo 12 del Apocalipsis.4 Sánchez lo aclara desde el inicio:
Siempre que contemplaba la santa imagen de la Virgen María Madre de Dios de Guadalupe […] se me representaba la imagen que el evangelista san Juan, en el capítulo doce de su Apocalipsis, vido pintada en el cielo, y deseaba con mi pluma a un mismo tiempo carear aquestas dos imágenes, para que la piedad cristiana contemplase en la imagen del cielo el original por profecía y en la imagen de la tierra el trasumpto por milagro. (Sánchez, s.f.) [el énfasis es del autor]
8Las consecuencias histórico-teológicas que Sánchez exprime de esta correspondencia han sido analizadas, entre otros, por Maza (1953), Lafaye (2002) y Brading (2002); por lo pronto, quisiera señalar que la relación que propone entre el modelo y la copia pone en juego el sempiterno problema de la representación. Según los numerosos tratados del Renacimiento, las obras de arte deben imitar los objetos del mundo sensible, esto es, tanto lo creado por Dios (la naturaleza) como por el hombre (la arquitectura o la misma pintura, por ejemplo). Además, debido a los estudios anatómicos y a los descubrimientos de la época –la perspectiva sobre todo–, sostienen que los pintores deben respetar una serie de principios y proporciones para reproducir el modelo a la perfección.5 En el caso de Sánchez, el modelo del cual parte el objeto representado no es cualquier modelo; tiene, ante todo, una singularidad: es una visión-revelación, es, en una palabra, suprasensible. Se dirá, y con razón, que las señas de la mujer del Apocalipsis 12 eran propias de la iconografía mariana desde hacía siglos.6 Pero Sánchez va mucho más lejos porque piensa y arguye que la Guadalupana es la manifestación verdadera, única y exacta de esa mujer revelada. En principio, esta dependencia tan particular entre un modelo suprasensible y una copia terrena remite a la tesis básica del ícono bizantino desarrollada por san Juan Damasceno durante la crisis iconoclasta del siglo viii, tesis, que, por lo demás, sostuvo Nicea ii (787).7 De acuerdo con el pensamiento platónico, «las imágenes –ya sean producto de la sensación o resultado de una mímesis verbal, pictórica, musical, etcétera– nunca reproducen el modelo por entero, sino solo sus rasgos distintivos» (Pascual Buxó, 2002, pp. 169-170). Damasceno, en cambio, sostiene que el ícono no es una versión degradada del modelo sino que lo reproduce por completo y con todas sus características. Como explica Dimitiros i, el ícono coincide «totalmente con la contemplación del elemento trascendente tal como es revelado a la Iglesia en la dimensión del espíritu» (2002, p. 11).
9Esta identidad, que en sentido lato podemos llamar consustancial, implica, entre otras cosas, que el arquetipo le transfiere al ícono una especie de gracia o energía divina, haciendo de él un intermediario entre el mundo sensible y el mundo ininteligible.8 En palabras de Damasceno, los íconos son una «guía del conocimiento para manifestación y divulgación de lo oculto, para renovación, beneficio y salvación» (Camaño, 2004, p. 75). Del mismo modo, Sánchez sostiene que la pintura de Guadalupe nos conduce de forma progresiva hacia el conocimiento del verdadero Dios, «porque como siempre los hombres se llevan de las apariencias, suele Dios por medio de lo humano ofrecer lo divino» (29r). Ilustrativas del ascenso y transformación que opera la imagen sagrada son las palabras que Sánchez pone en boca de Juan Diego:
Y como en profecía, puedo advertir que si la tierra brota sus plantas y los huertos sus flores, Dios ha de brotar abundancias y florecer misericordias en las almas de toda aquesta gente que fue primero gentilidad inculta, porque sembrando y plantando rosas tan milagrosas, que en mi manta he traído, ha de ser hortelano que cultive milagros, obre prodigios y reparta portentos. (32r)
10La analogía resulta inevitable: así como los íconos legendarios de san Pedro y san Pablo fueron capaces de convertir al emperador Constantino y con él a todos sus dominios, gracias a la imagen milagrosa de la Virgen de Guadalupe los antiguos mexicanos dejaron sus falsos dioses y abrazaron, a su vez, la religión del imperio.9 ¿Sabía Sánchez que si presentaba a la pintura con las características elementales del ícono bizantino, figuras hieráticas, planas y que responden a su propia lógica figurativa, las reglas e innovaciones del arte renacentista quedaban, ipso facto, excluidas?
2. 2.
11En diciembre de 1665, Francisco de Siles decidió armar un expediente jurídico sobre las apariciones de la Virgen de Guadalupe para enviar a Roma.10 Su objetivo inmediato era legitimar ante el Vaticano la veracidad de las mariofanías y obtener así el permiso para celebrar la fiesta de Guadalupe con rito y oficio propios. Entre otros testigos, Siles convocó el 13 de marzo de 1666 a un grupo de maestros del arte de la pintura para que examine la imagen y emita su parecer.11 Los maestros destacaron los «grandes primores y hermosura» de la pintura, su «disposición y partes tan bien distribuidas», sus «lindos trazos» y su inimitable colorido (135v-136r), vaga descripción que elude cualquier referencia a las reglas del arte para justificar la divinidad de la imagen. Al parecer, demostrar el origen aquerótipo a partir de la misma pintura resultaba un tanto difícil para los más connotados especialistas. Pero justamente porque eran especialistas, buscaron las pruebas allí donde el arte podía auxiliarlos y analizaron también la manta de Juan Diego. Admirados, observaron que era demasiado tosca y que la «santísima imagen se ve distintamente pintada por el envés del lienzo y de la misma manera las colores» (137r). Dicho de otra manera, la manta no tenía la fina textura de los «lienzos de Flandes» y además no cumplía con otro requisito básico: el aparejo, fundamental para fijar los colores y conservar la pintura.12 A pesar de ello, esa manta imposible de pintar tenía una imagen de la Virgen que estaba en perfecto estado después de 135 años, algo inaudito para las reglas del arte. En vista de estas circunstancias, los maestros afirmaron:
por lo imposible de poderse aparejar y pintar en dicha tilma o lienzo de ayate, tienen por sin duda y sin ningún escrúpulo que el estar en el ayate o tilma del dicho Juan Diego estampada la dicha santa imagen de nuestra Señora de Guadalupe, fue y se debe atribuir y entender haber sido obra sobrenatural y secreto reservado a la divina majestad, como la conservación de las colores […]. (136v-137r)
12En el marco de estas informaciones, el 2 de abril de 1666 Luis Becerra Tanco entregó al notario apostólico Luis de Perea un papel de doce fojas donde consignaba todo lo que sabía sobre las mariofanías del Tepeyac.13 De acuerdo con Becerra Tanco, la imagen de Guadalupe se había estampado durante la última aparición de la Virgen a Juan Diego y no cuando Juan Diego abrió su manta para mostrarle las flores a Zumárraga (ff. 166v-167r). Además de contradecir a Sánchez, la corrección era necesaria para cumplir con un objetivo preciso: resolver las continuas objeciones mediante una serie de principios físicos y pictóricos, porque las «que han parecido imperfecciones en la bendita imagen a los poco afectos a las cosas de este reino son las que prueban con certidumbre física el haber sido su pintura milagrosa» (167v). Y explica:
Considerado, pues, el sitio y tiempo, es constante que el indio tenía vuelto el rostro al sur, hacia donde salía el sol […] y la Virgen santísima tenía vuelto el rostro a la parte contraria en frente del indio, con que es visto que el lado derecho de este era el lado izquierdo de la Virgen y al contrario. De aquí se convence que a tener sombra el vulto de la Virgen y teniendo el sol a sus espaldas, había de herir la sombra sobre el vulto del indio y sobre la manta que le cubría desde la garganta hasta los pies, y por esta causa parece el vulto de la imagen como si estuviese dentro del sol y que los rayos, que la rodean por todas partes, nacen de sus espaldas. Luego que la vido, Juan Diego se humilló con profunda reverencia hablándole de rodillas. Mandóle subir a la cumbre del cerrillo a cortar las flores: al irse poniendo en pie para obedecer el mandato, se representó en la manta del indio, ajustada al cuerpo a su usanza, como si fuese en cuerpo pulido y terso y como un espejo, el original que tenía delante. Entonces ordenó Dios a un ángel que pintase en aquel lienzo aquellas especies que se representaron en él en la forma que estaba, en unas partes plegado y extendido en otras, como si se figurase en agua que se mueve, y en este modo quedó pintada la Virgen, como se mira el día de hoy. (167v-168v)
13En primer lugar, Becerra Tanco atiende a los elementos primarios de toda pintura: el soporte (la tilma), el modelo (la Virgen) y la luz (el sol). En segundo lugar, y como dictaban las reglas, la pintura responde a un proceso gradual de composición: primero se dibujaron sus perfiles, la «forma esencial», y luego se agregaron los colores, la «última perfección del arte» (Pacheco). Es lo que sugiere su explicación cuando señala: «mandó la misma Señora a un ángel pintase en aquel lienzo aquellas especies que se representaron en él». Por desgracia, Becerra Tanco no aclara cómo se trasladaron dichas especies. ¿Será fundado suponer un truco lumínico semejante al de la linterna mágica del padre Atanasio Kircher? De ser así, la luz del sol a espaldas de la Virgen habría proyectado su perfil sobre la tilma de Juan Diego. En cuanto al ángel pintor, Becerra Tanco alega: «Y que la pintase un ángel se convence de haberse retratado él mismo al pie de ella, con ademán de llevarla en los hombros, como pintor que subscribe al pie de la pintura su nombre» (172r).
14Como Juan Diego y la Virgen conversaban frente a frente, este singular proceso de impresión-proyección supone que la pintura de Guadalupe es en realidad una imagen reflejada, es decir, la imagen que está del otro lado del espejo. Al respecto, puntualiza Becerra Tanco:
en los espejos planos puestos frente a frente con los objetos aparecen al revés las figuras, y lo que es diestro en el objeto es en el espejo siniestro, y al contrario alternativamente… Luego, las especies del hombro derecho de la Virgen santísima se hicieron en la parte siniestra de la manta del indio, y al contrario. (169r-169v)
15De aquí derivan ciertas consecuencias que el autor expone a partir de la Perspectiva communis de Juan Pecham (1228-1294), tratado de óptica medieval que gozó de cierto crédito entre los teóricos y artistas del Renacimiento. Según Becerra Tanco, la «manta […], como se la ponen a su usanza los indios, tenía lo plegado y que se ata y recoge sobre el hombro derecho del indio» (169v). Al ser así, ese lado de la tilma, donde se pintaron el rostro y el hombro izquierdo de la Virgen, presentaba varios pliegues o dobleces al momento de la impresión. Y como la pintura exhibida está «extendida […] en bastidor», cogió mayor trecho extendida que ajustada y el hombro derecho ocupó más espacio del que exige su correcta proporción. Por el mismo movimiento, el rostro se había inclinado levemente sobre el hombro derecho. Para ilustrar mejor el efecto producido, Becerra Tanco recuerda el principio de los espejos esféricos, donde «lo que en sí es recto parece curvo. Luego, si esta parte curva del espejo se pudiese extender en las especies impresas en ella, se haría mayor, porque lo curvo extendido a lo largo ocupa más sitio de extremo a extremo» (170r). Luego, como Juan Diego conversaba con la Virgen en posición de donante, cuando se levantó para recibir las flores irguió su pierna izquierda apoyando el talón en el piso, provocando así una «eminencia» en la manta. Y sobre esa eminencia, que recibía más luz, se figuró la rodilla izquierda de la Virgen, la cual parece más corta «de lo que pide la proporción del cuerpo» (171r). El efecto es el mismo que provocan los espejos convexos, que «mientras más pequeños fueren, serán menores las imágenes que representaren» (171r). Por la misma razón, las manos parecen más pequeñas y la fimbria de la túnica no tiene el garbo que suelen darle los pintores porque se formó «sobre los dobleces de la manta del indio humillado» (p. 160).
16Francisco de la Maza sostiene que «la importancia y la novedad» de Becerra Tanco residen sobre todo «en su deseo de darle bases científicas al milagro» (1953, p. 58). Desde mi punto de vista, Becerra Tanco responde a las objeciones y elabora una defensa de la imagen. Y en sintonía con los maestros, es una defensa de la pintura a partir del ayate, en la medida que gracias a sus dobleces o accidentes todo gana sentido. Además, sus argumentos ópticos dan cuenta por primera vez de los cargos que pesaban (y seguirán pesando) sobre la pintura de Guadalupe: la falta de proporción anatómica (manos, rodilla y rostro) y la desprolijidad de la fimbria. Becerra Tanco no los contradice, antes bien los asume y justifica: en tanto reflejo, la imagen engañaba al ojo porque invertía el punto de vista real del modelo.
2. 3.
17La identificación entre la Virgen María y la mujer del Apocalipsis 12 comenzó a divulgarse con el sermón Domenica infra octavam Assumptionis de san Bernardo de Claraval (1090-1153). Desde entonces, la luna debajo de los pies, el sol a las espaldas y la corona de doce estrellas (o stellarium) pasaron a formar parte de la iconografía mariana (cf. García Mahíques, 1995). En sus inicios, estas señas tan generales como distintivas se emplearon para ilustrar diversas advocaciones de la Virgen, pero con el paso del tiempo, y sobre todo durante el Imperio español de los Habsburgo, cristalizaron de forma privilegiada en la representación plástica de la Inmaculada Concepción (cf. Stratton, 1988). De acuerdo con Francisco Pacheco, la Inmaculada, además de las señas apocalípticas, debía representar a una niña «de doce a trece años, vestida con manto azul y túnica blanca» (1990, pp. 576-577). Casualmente, la Guadalupana comparte todas estas características con mínimas diferencias, ya que la túnica es roja con bordados de oro y el manto azul está cubierto de estrellas. Puesto que pintores y grabadores solían alterar levemente y a su gusto el tipo cifrado por Pacheco,14 un grupo de criollos novohispanos no tardó en asociar la pintura con la iconografía inmaculista y en sostener que ella confirmaba la veracidad de la creencia.15 En 1652, por ejemplo, Ambrosio de Solís Aguirre resumía en un pareado: «albricias, que el misterio deseado // en esta Concepción el cielo ha dado» (en Peñalosa, 1987, p. 71).
18En 1668, y luego en 1680, Carlos de Sigüenza y Góngora publicó su Primavera indiana, el primer poema más o menos extenso sobre la Virgen de Guadalupe.16 La descripción de la imagen comprende las dos siguientes octavas (60 y 61):
En púrpura la túnica se enciende,
rojo campo a las líneas relevadas,
que el oro finge cuando más se extiende
o en las sombras fallece retiradas.
Del manto azul el estrellado pende
flamante cielo, cuyas remontadas,
lucientes llamas fingen en la tierra
ardores bellos que el Olimpo encierra.
Todo el sol, rayo a rayo le circunda
la planta airosa y el semblante honesto,
ya en ropaje, ya en cídari, jocunda
su luz discurre en movimiento presto.
De la émula del sol la luz segunda
la planta elije –inmejorable puesto–,
y un serafín, con ademán galante,
es de este empíreo matizado Atlante.
19Menos el serafín que soporta el cielo guadalupano como Atlante el peso del mundo, Sigüenza solo destaca las señas de la Inmaculada; en este sentido, pareciera que la écfrasis está en función de una iconografía canónica y no de la representación mental de la pintura de Guadalupe. ¿Significa esto eludir el problema compositivo y defender la pintura desde el punto de vista iconográfico? No sería fácil ni prudente afirmarlo; en todo caso, al enfatizar la iconografía inmaculista de la pintura, se produce un sensible desplazamiento en la elección del modelo, el cual deja de ser la mujer del Apocalipsis, toda vez que esta es, en última instancia, un «símbolo [donde] muchos gravísimos intérpretes y doctores reconocen el misterio de la Purísima Concepción de la Virgen» (Cruz, 1660, 12r). De hecho, luego de la écfrasis, Sigüenza imagina qué hubiera sucedido el día de la impresión de la pintura en el ayate de Juan Diego si verdaderamente la hubieran pintado los astros del Apocalipsis 12. Después de señalar el trastorno que ello hubiera significado para el universo (una luna fija, un sol fuera de su órbita, un cielo siempre estrellado), Sigüenza concluye (octs. 67-68):
No, no pinten la imagen resplandores
que jactan por origen el luciente,
de los bronces torneados entre albores,
alcázar patrio de la luz naciente.
Ya fogosos cedieron sus ardores,
con pecho airoso, en culto indeficiente,
cuando a vista de un águila, María
púrpura al viento, emulación dio al día.
Si entre breñas la patria fue sagrada
de este portento de uno y otro mundo,
¿qué mucho es Flora, la aura sosegada,
al monte impela que previó infecundo?
De aromáticas flores matizada
triunfó María, y con placer jocundo
cada flor que le sirve de divisa
de abril es pompa, si del mayo risa.
20Sigüenza opone así la mujer astral que vio san Juan en el Apocalipsis 12 a la mujer florida que vio Juan Diego en el Tepeyac y que luego las flores trasladaron a su ayate. Observa Méndez Plancarte: «Bueno el Señor de las flores y de las estrellas, concedió esta vez su predilección a las flores, como la dio a los astros en la visión del otro Juan, del Águila del Apocalipsis» (1934, p. 8). En 1820, José Miguel Guridi y Alcocer señalaba, un tanto molesto, que la Primavera indiana era más una pintura poética que una relación histórica y que se reducía al motivo de las flores (cf. Guridi, 1820, pp. 29-30). Podría agregarse que Sigüenza insiste una y otra vez con las flores guadalupanas porque ellas le permiten ligar la pintura de Guadalupe con el misterio inmaculista. En este orden, las flores que brotan en el Tepeyac son tan puras como la Virgen y tienen su misma capacidad redentora: así como la Inmaculada vence al pecado en su concepción purísima, las flores milagrosas vencen con sus puros colores el burdo y basto ayate de Juan Diego, imposible de pintar salvo que sea divino.17
2. 4.
21En 1729, los herederos de la viuda de Miguel de Rivera Calderón publicaron La octava maravilla y sin segundo milagro de México, el gran poema guadalupano de Francisco de Castro, escrito hacia 1680 y publicado de forma póstuma gracias a las diligencias de su compañero de orden Pelayo Vidal.18 Aquí aparece, por primera vez, una descripción poética extensa de la imagen de Guadalupe, tan extensa que comprende todo el quinto y último canto del poema, 55 octavas para ser exactos. Buen conocedor de la tradición literaria del retrato, el padre Castro organiza su écfrasis de un modo descendente. Pero antes de comenzar, señala las propiedades de la manta donde se estampó la pintura y, como buen discípulo de Góngora, va hasta el origen de las cosas y recuerda al lector las propiedades del maguey porque de allí se obtienen los hilos para tejer las mantas o ayates. Dice la primera octava:
Raso –maguey le llaman– vegetable
de esta parte del Cancro lleva el suelo,
planta tan a su dueño usufructuable,
cual concedió a otra tierra ningún cielo;
a los del tiempo asaltos indomable,
dura al sol, dura al agua, dura al hielo,
su corazón lo diga alado a pencas
de agudas archas más que las flamencas.
22El primer endecasílabo interrumpe la construcción metafórica e instaura en su centro mismo el término aludido: «maguey le llaman». La octava señala rápidamente, mediante una alusión más o menos erudita, que el maravilloso maguey solo crece a este lado del trópico de Cáncer y que el cielo ha elegido la tierra mexicana para su existencia. A lo largo de la descripción, Castro irá enfatizando precisamente la dimensión americana, no europea, de la planta. En este orden, su primera virtud reside en su fortaleza, puesto que son sus «espinas más agudas y fuertes que las lanzas de los tercios de Flandes» (Méndez Plancarte, 1995, I, 247), de esos archeros que Carlos v llevó a Castilla para que sean su guardia personal. La hipérbole relaciona la fortaleza con la incorruptibilidad: el maguey soporta cualquier cambio de estación, perdura y permanece más allá de los embates del tiempo. La próxima estrofa (2) transita hacia las utilidades de la planta:
Su tronco neto el pleno abarque impide
de brazos dos en bicodal altura;
su herido corazón licor despide
que al de Hiblea no le invidia la dulzura;
asado, electo pasto al gusto mide,
agradecida planta, fiel criatura,
pues al que a ningún costo la cultiva
no sabe, aunque la tuesten, ser esquiva.
23Si antes las armas, las espinas del maguey superaban a las cuchillas flamencas, ahora su licor supera o compite con la miel hiblea de las abejas gongorinas.19 Para comprender en toda su dimensión la referencia a la piña del maguey, nada mejor que recordar a Joseph de Acosta, uno de los historiadores de Indias más leídos durante el siglo xvii: «El tronco [del maguey], que es grueso, cuando está tierno le cortan y queda una concavidad grande, donde sube la sustancia de la raíz, y es un licor que se bebe como agua, y es fresco y dulce» (1962, p. 182). Hasta el final de la octava, Castro refiere los manjares («electo pasto») que se obtienen en las diferentes cocciones del maguey. Los pareados recuperan la isotopía de la fertilidad: en México, los frutos abundan, la planta crece sin necesidad de ser cultivada. Con la siguiente estrofa (3) culmina la descripción:
Tres potables le brinda, uno es vino
que cuando la alquitara le resuelve
sabe correr por aguardiente fino;
su castigada hoja en hebras vuelve
hilo, si no de asiento, de camino;
de afán y frío en el hogar absuelve
y al fin, sobre otros mil usos, al dueño
sirve de vino, agua, dulce y leño.
24Siempre en el terreno de las utilidades, Castro alude a los tres licores que produce el maguey: el pulque («vino»), el mezcal («aguardiente fino») y el aguamiel de la octava precedente. Los hilos que de él se extraen sirven para tejer mantas («hilo de camino») o sillas («hilo de asiento») y sus hojas pueden ser aprovechadas para alimentar el fuego del hogar durante el invierno. Todas las propiedades enumeradas se resumen en el verso plurimembre final: el maguey «sirve de vino, agua, dulce y leño». Esta descripción de la planta no es solo un «alarde mexicanista» (Méndez Plancarte, 1995) o un elogio «moralmente magnífico» (Blanco, 1989); su objetivo es establecer una ajustada correspondencia –construir un concepto– entre Guadalupe y el maguey, correspondencia que sella la octava 6:
Deba en mi estilo, en mi pluma deba
a la virgínea Madre aquesta fama
el para todo de la España Nueva,
sepa la antigua de raíz la trama
del lienzo estéril, donde tanta lleva
florida copia de Jesé la rama,
que de corteza a flor milagros tupe
en su imagen del nuevo Guadalupe.
25¿Por qué Guadalupe sirve para todo? Justamente porque comparte las propiedades del maguey descritas en las octavas precedentes: solo existe en América, es incorruptible, perdura a través del tiempo, abriga y protege al desamparado, es generosa, es alimento, dulce pasto espiritual, etcétera. Por otra parte, Castro termina de trazar el sobrepujamiento insinuado en el maguey: así como es más fuerte que Flandes (Carlos v, casa de los Habsburgo) y más dulce que la miel hiblea de Sicilia, la efigie del Tepeyac es más portentosa que la Guadalupe de Extremadura. Pero hay más: el poeta propone una nueva correspondencia a partir de la profecía de Isaías: «Saldrá una rama del tronco de Jesé y un retoño brotará de sus raíces» (11, 1). Para la patrística, esa rama es una figura testamentaria de la Virgen María y el retoño es Jesucristo. Castro aprovecha la interpretación tipológica para relacionar la rama con el burdo ayate, el cual florece de forma milagrosa cuando en él se pinta la Virgen de Guadalupe.
26Concluida la descripción de la planta, el poema refiere ciertas características de la pintura (oct. 8):
Dos, poco más, llenó varas en alto
del sayagués américo la capa,
donde el sacro pincel rayó tan alto
que de su vuelo cielo no se escapa,
pues ni el empíreo se le fue por alto
en la que pinta de ambos orbes mapa:
dígalo aquel querub en quien estriba
cuanto hay de Dios abajo cielo arriba.
27La alusión es trasparente: el ángel (querub) carga sobre sus hombros un pedazo del empíreo. Los sustantivos gravitan en torno al campo semántico de lo celeste en un orden ascendente y progresivo: → vuelo → cielo → empíreo → orbe → querub → Dios. La octava 9 describe de forma general la imagen, donde los sustantivos resplandecientes («luna», «luces», «candores», «sol», «estrella», «rayos») cifran la pureza lumínica de la Virgen (oct. 9):
Palmar seis veces de altitud descuella
su elevación desde la heroica planta,
cuya a la luna generosa huella
luces pule, candores adelanta,
hasta el sol, cuyos doce a tanta estrella
tienen rayos ceñir su sacrosanta
frente, que consiguieron por su ambiente
ignorar el ocaso en occidente.
28Como en el paraíso terrenal, los doce rayos que ciñen la cabeza de la Guadalupana, al darle la vuelta completa, logran vencer «el ocaso de occidente», es decir, la imagen trae esa pura y altísima luz que nunca perece. Las correspondencias confluyen en un solo concepto: Virgen → paraíso. Y hacia ese paraíso virginal transita la estrofa 10:
De una y otra mitad se componía
el lienzo –a quien grosera unión bastante
hizo capa a los hombres que cubría–
en do el albor de su primer instante
tan altivo copiar quiso María,
que al gutural tropiezo huyó el semblante,
porque no fuese, cuando le traslada,
ápice de la viva a la pintada.
29Explica Méndez Plancarte:
la costura vertical que une las dos porciones de la Tilma, no cruza su rostro y cuello […] Así como la Inmaculada no sufrió el pecado de Adán («gutural tropiezo», por la manzana), así aquí «ladeó el semblante» a ese «tropiezo» que habría afeado su garganta. (1995, p. 248)
30A partir de un detalle material de la manta, Castro construye de manera progresiva el vínculo entre Guadalupe y la Inmaculada Concepción. Llegado este punto, se recordará que para Becerra Tanco el rostro estaba inclinado debido a un problema de reflexión especular; para el poeta, en cambio, ese supuesto defecto religa a la Virgen con uno de sus misterios. Del mismo modo, a través de un detalle compositivo, Castro propone otra correspondencia para las manos juntas que presenta la pintura (oct. 13):
Púsola del pintor la docta mano
no con menos piedad que gracia juntas
las manos sobre el pecho soberano,
que al rostro erigen sus nevadas puntas;
porque juntando palmas mano a mano
puede tenerse, oh Dios, que la trasuntas
con tu rigor cuando tu enojo vea,
pues de la que te ruega pintó idea.
31El primer verso del pareado instaura un pequeño juego conceptual a partir del campo semántico de los sustantivos rigor y enojo, ambos referidos a Dios. Con el primero, Castro alude a la perfección con que Dios ejecuta la pintura de Guadalupe; gracias a ese «rigor», la ha pintado como Virgen Intercesora, que es la actitud que adopta la Virgen para templar la ira divina («enojo»).
32Un último ejemplo. En la descripción de Sánchez, los ojos de la Virgen son apenas «bajos»; para Castro esconden un misterio que se remonta a los textos bíblicos (octs. 20-22):
Bajos los ojos, alta la mesura,
de aquéllos el color tan retirado
a nuestro aspecto, como en la clausura
virginal de su párpado cerrado,
desear y ver se deja su hermosura;
si no es que por no hallar del matizado
que piden sus dos soles paralelo
el discreto pincel recurrió al velo.
¿Qué mucho, si otra vez que la divina
pluma sus ojos describirnos quiso
se acogió de Hebrón a la piscina
dejando su color tan indeciso
como el pincel; echándole cortina
de un símil tan expuesto a incierto viso
y no más arduo en frase que en idea
a la piedad que ansiosa lo desea?
Debe de ser color inaccesible
aquél de sus visuales dos espejos,
pues voz, pluma y pincel a quien posible
es todo le pintaron tan de lejos,
que al fin nos lo dejaron invisible,
bien cual de su color siempre perplejos.
Traza fue del pintor, alto desvelo,
dejar lo que es del cielo para el cielo.
33La singular importancia que el padre Castro concede a los ojos de la Virgen se verifica de manera inmediata en el plano formal, en la variación rítmico-semántica que supone el inusual y gongorino verso bimembre que abre la octava, equilibrando dos adjetivos contrapuestos (bajo/alto). Explica Pérez Amador: «Los ojos los baja, aumentando con ellos su gravedad y compostura» (2012, 433). A continuación, Castro aprovecha la bifurcación mental de la octava: o bien el color de los ojos no puede distinguirse porque la Virgen tiene los párpados casi cerrados (los ojos están retirados como su virginal clausura), o bien no hay colores en el mundo capaz de representarlos y el pincel «recurrió al velo». La octava que sigue relaciona ese color inaccesible o misterioso con el versículo del Cantar de cantares (7, 1), donde el esposo compara los ojos de su amada con los estanques de Jesbón. Para fray Luis de León, la comparación es fácil y natural: «Vese en esto que los ojos de la Esposa eran grandes, redondos y bien rasgados, llenos de sosiego y resplandor; que todas estas cualidades se muestran en un estanque lleno de agua clara y sosegada». Para Castro es un símil incierto y enigmático. Por lo pronto, conviene atender al exacto sistema de correlaciones: el símil bíblico es una cortina que oculta el color de los ojos, como ese velo que hace otro tanto en la pintura Guadalupana. La octava siguiente aprieta y consolida la correspondencia: ahora los ojos son «dos visuales espejos», es decir, son efectivamente los estanques de Jesbón. Además, retoma la idea rectora nivelando las dos posibilidades: su color inaccesible y lejano nos deja siempre perplejos, como esa imagen que devuelven los estanques de Jesbón de acuerdo con las refracciones solares que recibe. Los pareados dan la solución final: es tan alto el misterio que solo corresponde saberlo al mismo cielo.
34Estilísticamente, la écfrasis de Castro es un gracianesco juego de ingenio. En este sentido, su objetivo es descubrir en cada pormenor de la pintura una prueba concreta de su origen divino, como si la veracidad del prodigio pendiera del artífico verbal o, lo que es lo mismo, del ajustado sistema de correspondencias. A su modo, tal vez sin saberlo, Castro continúa la línea inaugurada por Becerra Tanco: el milagro hay que buscarlo en el ayate y en los pequeños detalles compositivos. De hecho, la écfrasis que empezara señalando la incorruptibilidad del maguey culmina señalando la eternidad de la pintura.
35Desde el punto de vista hermenéutico, la ardua descripción de la Guadalupana conlleva un problema: es realmente difícil hacerse una idea cabal de la pintura, tan difícil que el editor de La octava maravilla y sin segundo milagro, quien estaba mejor preparado que nosotros para entenderla, remite al lector a la descripción en prosa hecha por Mateo de la Cruz en 1660. La nota sugiere que, a la hora de representar a la Guadalupana, Castro tiene presente el texto de Cruz más que la imagen o una réplica.20 En definitiva, la primera écfrasis poética es una especie de metaécfrasis que hace malabares con la palabra para encarecer el supuesto origen celeste de la pintura, una metaécfrasis que en gran medida solo puede reducirse mediante el conocimiento previo de la Guadalupana o de Mateo de la Cruz.
2. 5.
36Las páginas anteriores reseñaron una serie de argumentos esgrimidos en el siglo xvii para defender el origen aquerótipo de la pintura de Guadalupe. Como he intentado sugerir, Sánchez sitúa el problema de la representación en un plano teológico que enfatiza la dimensión espiritual de la imagen, dimensión que ella posee porque es la manifestación material y exacta de un modelo suprasensible. De esta manera, elude el problema que presenta la imagen desde el punto de vista figurativo o, mejor, procura zanjarlo mediante una teoría del ícono bizantino. Sin embargo, negar los desarreglos de la pintura Guadalupana en un período que se regía por los cánones renacentistas y en una colonia que alcanzaba entonces su apogeo en las artes figurativas debió ser muy complicado; tanto que el mismo Becerra Tanco los reconoció y explicó a partir de una teoría óptica. Por defecto, las explicaciones a partir de las reglas del arte se impusieron y terminaron por diluir las especulaciones de Sánchez. Ello se advierte de una forma paradigmática en el tratado guadalupano que el pintor Miguel Cabrera imprimió en 1756, donde se verifica, además, un cambio de rumbo: para él, los defectos eran falsos y se desmentían mediante una medición aplicada de las partes y el conocimiento del escorzo. Los poetas, por su parte, describieron la imagen en función de una iconografía o en función de la agudeza. En el primer caso, lo importante parece haber sido destacar la filiación inmaculista de la pintura en aras de un objetivo político: lograr un primer reconocimiento más allá de las fronteras de Nueva España debido a la dimensión imperial que tuvo la defensa de la Inmaculada durante el reinado de los Habsburgo. En el segundo caso, lo fundamental consintió en relacionar la imagen con una serie de misterios marianos y con su lugar de origen; como si de esas correspondencias pendiera el origen aquerótipo de la pintura. En ambos poemas, la representación mental de la Virgen de Guadalupe quedó en segundo plano.
37Para finalizar, quisiera compartir un interrogante bastante ingenuo: suponer que las obras divinas deben ser perfectas de acuerdo con criterios humanos, ¿no implicaba, paradójicamente, contradecir la naturaleza sobrenatural del milagro, siempre perfecto «en su modo y género» en tanto es obra de Dios, al decir de Bartolache?
Bibliographie
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Notes de bas de page
1 Aunque no puede corroborarse, se da por supuesto que es la misma imagen que ha llegado hasta nuestros días.
2 Según el relato aparicionista, entre el 9 y el 12 de diciembre de 1531 la Virgen de Guadalupe se le apareció cuatro veces a Juan Diego en el cerro del Tepeyac y una quinta a su tío Juan Bernardino. En la última aparición, Juan Diego subió a la cima del frío y estéril cerro, recogió las flores que allí habían brotado de forma intempestiva, las puso en su manta y se las llevó al obispo fray Juan de Zumárraga. Cuando Juan Diego desplegó su manta para enseñar las flores, quedó allí impresa de forma milagrosa la imagen de Guadalupe.
3 El poema quedó manuscrito y el primero que lo menciona es Boturini (1746, pp. 79 y 85). Los versos donde Betancourt se refiere a la imagen pueden consultarse en Peñalosa (1987, pp. 54-55).
4 «Y una grande señal apareció en el cielo: una mujer vestida del sol, y la luna debajo de sus pies, y sobre su cabeza una corona de doce estrellas».
5 Remito a los tratados españoles de Vicente Carducho (1633) y de Francisco Pacheco (1649).
6 Véase infra. apartado 3.
7 Damasceno escribió tres oraciones en defensa de las imágenes sacras que fueron traducidas al latín y publicadas por primera vez en 1555 (pg 94, 1227-1420). Sánchez sin duda las conocía, puesto que cita textualmente la tercera (f. 17v), que recoge de forma sistemática y sintética lo expuesto en las otras dos.
8 Cf. Besançon (2003, pp. 158-167). Dice Damasceno: «En efecto, los santos mientras vivían estaban llenos del Espíritu Santo, y después que fallecían, la gracia del Espíritu Santo permanecía, ya en las almas, ya en los cuerpos en los sepulcros, más aún, también en las propias figuras e imágenes santas, no ciertamente según su sustancia, sino por la gracia y la virtud [divinas]» (pg 94, 1250d).
9 Sobre la conversión de Constantino a partir de las imágenes de San Pedro y San Pablo, véase Ribadeneyra (1616, p. 928). La historia procede de la vida de san Silvestre incluida en La leyenda dorada de Jacobo de la Vorágine.
10 Este expediente ha llegado en una copia manuscrita de 1737 y la crítica lo ha denominado Informaciones de 1666. Francisco de Florencia lo consultó a finales del siglo xvii y ofreció un resumen en su libro La estrella del norte de México (María de Benavides, 1688). Fortino Hipólito Vera publicó una trascripción en 1889. En 1991, Sada Lambretón dispuso una edición facsimilar, que es de donde cito.
11 «Vista de ojos que se hizo de la sacratísima imagen de nuestra Señora de Guadalupe por maestros del arte de la pintura» (ff. 132r-138r).
12 Observa Pacheco «Teniendo todas las cosas en que se han de pintar aparejadas y dispuestas, podremos dar orden cómo dibujar lo que se nos ofreciere y comenzar a bosquejar y a pintar de la primera vez» (1990, p. 482).
13 «Papel que presentó el licenciado Luis Becerra Tanco» (ff. 138r-179v). El papel se imprimió el mismo año de 1666 con el título Origen milagroso del santuario de nuestra Señora de Guadalupe… (México, viuda de Calderón). En 1675, se reimprimió de forma póstuma y con numerosas adiciones como Felicidad de México (México, viuda de Calderón).
14 Velázquez, por ejemplo, pinta el manto rosado; Baltasar de Echave Ibía lo adorna con labores doradas, muy parecidas, por cierto, a las del manto guadalupano.
15 La Inmaculada Concepción fue durante siglos una creencia bastante discutida. Se erigió en dogma de la Iglesia católica en 1854.
16 Se cita por la edición del año 2015, que sigue el texto publicado en 1680.
17 Véanse las octavas 10, 52, 69, 70, 73, 76.
18 Se cita por la edición de 1729. Puntuación y ortografía actualizada.
19 «mudos coronen otros por su turno / el dulce lecho conyugal, en cuanto / lasciva abeja al virginal acanto / néctar le chupa hibleo» (Soledad primera, vv. 801 ss).
20 Además de las coincidencias léxicas, esto se desprende de una imprecisión: Cruz, Castro (y también Sánchez) dicen que la imagen tiene una corona de 12 puntas y que la rodean 100 rayos. De acuerdo con Miguel Cabrera, que la inspeccionó y copió en numerosas ocasiones, las puntas son 10 y los rayos, 129 (1756, pp. 25 y 27).
Auteur
Licenciado en Letras por la Universidad Nacional de Rosario (UNR) y doctor en Letras por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Es investigador de tiempo completo en el Instituto de Investigaciones Bibliográficas de la Universidad Nacional Autónoma de México y miembro del Sistema Nacional de Investigadores del Conacyt (México). Integra, además, el Seminario de Cultura Literaria Novohosipana. Sus investigaciones se centran en la poesía religiosa escrita en Nueva España, en la influencia de Góngora en la poesía virreinal y en la bibliografía mexicana de los siglos XVII y XVIII. Ha impartido asignaturas en distintas universidades de México y ha publicado artículos en libros y revistas especializadas del país y del extranjero.
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