Capítulo 1. En busca de recuerdos ¿perdidos? Mapeando memorias, silencios y poder
p. 13-49
Texte intégral
1La expresión acerca de recuerdos que están perdidos o en peligro resulta significativa para aquellas personas o grupos que perciben sus procesos de memoria –y por ende, el control sobre sus destinos– amenazados y condicionados. En ese marco, la expresión puede devenir tanto en testimonio y manifestación colectiva de denuncia como en un punto de partida para encarar proyectos de recuperación de sus conocimientos sobre el pasado. Cuando estos proyectos son emprendidos por grupos que fueron históricamente subordinados y alterizados, suelen tener como propósito discutir, poner en tensión e invertir los sentidos y prácticas sociales que los fueron relegando –en tanto agentes, sujetos políticos y sujetos de derecho– de los lugares de enunciación y de afecto, sentidos como propios. En tal sentido, el tema que nos convoca en esta compilación es la reflexión sobre distintos procesos de memoria que fueron encarados por los grupos con los que trabajamos, como este tipo de proyectos de recuperación.
2Estas reflexiones, iniciadas hace siete años atrás cuando conformamos el Grupo de Estudios sobre Memorias Alterizadas y Subordinadas (gemas), nos llevaron a revisitar textos clásicos y recientes en el campo de estudios sobre la memoria, como así también a ensayar, conceptos y metodologías a partir de la interrelación entre aquellos estudios y las experiencias de las personas con quienes trabajamos. En este capítulo introductorio, compartimos esta actualización de lecturas y de recorridos críticos, con el propósito simultáneo de contextualizar teórica y metodológicamente los trabajos que se presentan y situarlos como pisos desde los cuales fuimos dando alas a nuestra propia reflexión.
3Este estado del arte sobre el campo se recorta, entonces, en torno a los procesos de reconstrucción de memorias emprendidos por grupos subalternizados y alterizados en contextos de discriminación, de imposición y de lucha. Los apartados de esta introducción ‒que se incluyen y superponen entre sí a manera de muñecas rusas‒, van dando cuenta de los distintos modos en que los académicos fueron aproximándose al trabajo con memorias subordinadas –la memoria como fuente, la memoria como práctica política, la memoria como compromisos vinculantes y la memoria como producción de conocimientos1–, al tiempo que, la forma en que los ordenamos, intenta contar otra versión sobre el proceso por el cual fuimos identificando debates, énfasis y conceptos más próximos a las preguntas de nuestras investigaciones. Si bien sabemos que la selección de trabajos dista de ser exhaustiva, creemos que la elegida para este recorrido nos permite acercarle al lector aquellas discusiones que motivaron nuestros intercambios.
La memoria como fuente de reconstrucciones históricas
4Desde al menos fines de la década de 1980, y tal como lo señalaba Sahlins (1997 [1985], p. 78), la antropología y la historia superaron ampliamente antiguas divisiones teórico metodológicas a través de los estudios de memoria. Constituidas originalmente como disciplinas diferentes entre sí, particularmente por el tipo de sociedad que observaban, ambas se distinguían por las formas de conceptualizar el paso del tiempo, la relación entre pasado y presente y las fuentes consideradas válidas para construir conocimiento. Si para la producción de conocimiento la historia se valió tradicionalmente del análisis de documentos escritos, la antropología optó por recoger relatos, mitos y conversaciones casuales, observando rituales y participando de la vida cotidiana. Así, los conocimientos históricos se autorizaron por la evidencia que proporcionaba la materialidad de los registros analizados –particularmente los escritos– mientras los criterios de validación antropológicos –centrados en el estar allí– estuvieron históricamente más permeables, quizás por falta de alternativas a la oralidad. Esto trajo como resultado que el tratamiento de los recuerdos orales fuese durante mucho tiempo desplazado en los trabajos de reconstrucción histórica, ya sea porque los antropólogos circunscribieron por más de medio siglo dichos relatos al estatus de mitos sin historia o bien porque los historiadores los despreciaron frente a los datos escritos. Esta separación entre los objetos de ambas disciplinas así como la adjudicación de certezas sagradas a las sociedades etnográficas y de conocimiento histórico a las sociedades occidentales, contribuyó según Comaroff y Comaroff (1992), a la exotización permanente de las primeras, obstaculizando el conocimiento no solo de los otros sino también del nosotros e incidiendo en la relación entre ambos.
5Sin embargo, en estos últimos años ambas disciplinas confluyeron en los estudios sobre memoria, campo de estudio híbrido en el que los procesos de recuerdo y olvido generalmente fueron abordados desde diferentes ángulos y relaciones. La entrada clásica de la memoria en los ámbitos académicos extra antropológicos se produjo como una aliada de la indagación historiográfica, vistiendo su ropaje más habitual: aquel de la oralidad. Así, el trabajo con las fuentes orales fue asumido, por estos estudios (Joutard, 1986), como aquello que permitía suplir los vacíos de las fuentes escritas. Ante un relato oral, entonces, se acudía inmediatamente a las fuentes escritas, ya sea para corroborar aquello que los informantes relataban o bien porque a través de las fuentes orales se intuía la posibilidad de llegar a mejores y/o novedosas fuentes escritas. Desde esta perspectiva, el objetivo era encontrar la evidencia, y la oralidad se presentaba como un vehículo apropiado.
6A mediados de la década de 1960, estas presuposiciones comenzaron a ser cuestionadas en la obra de Jan Vansina, un historiador que proponía adentrarse en la historia del África central. Este autor defendió con énfasis el valor de verdad de las fuentes orales, equiparándolas a las fuentes escritas, y sostuvo que, en todo caso, la puesta en duda acerca de la cientificidad de las primeras nos debería llevar a cuestionar también la certeza de los documentos escritos, frecuentemente transcripciones realizadas desde la intencionalidad del escriba (Vansina,1978). Se preguntaba si era posible escapar –incluso usando fuentes escritas– de los intereses de sus productores y en qué medida las interpretaciones formuladas en base a ellas no estaban, a su vez y al igual que sucede con las fuentes orales, teñidas de la especulación propia de la interpretación del pasado y de las previsiones del futuro. En esta línea, el autor llamó la atención sobre los eurocentrismos encriptados en las fuentes escritas oficiales, que resultaban por demás distorsionantes de aquello que pretendía estudiarse (Hill, 2007). Así, según apuntaba Vansina (2007), la historia oral fue tomada a menudo como el testimonio directo de un testigo de algún hecho considerado importante, y en consecuencia complemento de las fuentes escritas; o como la forma de acceder a la historia de los grupos que no escriben memorias, esto es, la historia de estratos sociales humildes y minorías. Asimismo, en algunos países, a causa de situaciones sociopolíticas particulares, las fuentes escritas escaseaban2 y, a pesar de la renuencia de los historiadores a tomar como fiables grabaciones orales, tuvieron que aceptar acceder a sus transcripciones. Así, para la década de 1960 y en buena medida gracias al trabajo de este historiador, las tradiciones orales se convirtieron en fuentes para la historia (Vansina, 2007) y en una forma alternativa de recopilar aquellos relatos y sucesos no documentados, como los vinculados al proceso del esclavismo con los que trabajaba este historiador.
7Ahora bien, si la especulación era la mayor y más habitual acusación que recibían las fuentes orales, el autor proponía interpretar la misma especulación como información complementaria en la reconstrucción histórica, puesto que permitía identificar aquellos procesos históricos mediante los cuales se escogían los temas a recordar. Frente a las críticas emanadas desde los historiadores hacia las fuentes orales por la poca certeza que las mismas podían ofrecer para establecer periodizaciones y cronologías, más allá de la ubicación generacional de las personas que relataban o narraban; el autor señalaba lo mismo para el caso de las fuentes escritas a priori legitimadas por la historia por resultar poderosas herramientas para acceder a las mentalidades de determinadas culturas, como por ejemplo los diccionarios (Vansina, 1974). Al respecto, en su trabajo de 1978, puntualizó que la vaguedad de ciertas periodizaciones utilizadas por la historia no era cuestión del tipo de fuentes, sino de la necesidad del historiador de no descartar fuentes no datadas o sin índices para reponer cronologías, sean estas orales o escritas, porque permiten reconstruir marcos amplios de referencia de tiempo y espacio, mentalidades y superestructuras de época. Finalmente, frente a la idea de la tradición oral como extremadamente selectiva, Vansina (1978) argumentó, por un lado, que la atención puesta en la selectividad de las fuentes debía recaer, para evitar distorsiones, tanto en las orales como en las escritas. Por otro lado, que esta selectividad es en sí misma una información invalorable para los historiadores sobre los procesos de producción y reproducción de las superestructuras. Al respecto, también sostuvo la importancia que tienen las decisiones de edición en el perfil selectivo de las producciones escritas y, en consecuencia, la obligación metodológica del historiador de interpretar tanto la letra del autor original como la del editor posterior (Vansina, 1996). Además, sugirió que la tradición oral lejos de constituirse meramente en signos presentes, contienen mensajes y piezas del pasado (1978); eje que retomamos en esta compilación.
8Este debate fue continuado por otros historiadores que también cuestionaron la confiabilidad atribuida a las fuentes escritas y las sospechas que imbuían a las orales. Pero este grupo de historiadores hizo recaer su crítica principalmente sobre la equivalencia entre la materialidad de la escritura y la evidencia de la realidad, sosteniendo, tal como lo expresó Sahlins, que «lo empírico no se conoce simplemente como tal, sino como una significación importante desde el punto de vista de la cultura» (1997 [1985], p. 12).
9Entre los historiadores que hicieron hincapié en traspasar la materialidad del acontecimiento para llegar a sus sentidos, se encuentran Alessandro Portelli (1989 y 1998) y Luisa Passerini (1985 y 1998). Portelli (1989) reconstruyó la muerte de un operario italiano a la salida de una fábrica en 1949 que ilustraba, entre otros interesantes mecanismos implicados en los procesos de memoria-olvido, el modo en que los hechos fueron manipulados a través de la construcción de sus fuentes escritas gubernamentales y periodísticas. Al habilitar la duda en torno a las fuentes escritas, el autor propone no descartar a priori los relatos orales por estar reñidos con la realidad de los hechos históricos sino recuperarlos para indagar en su significación.
10Por su parte, la utilización de las fuentes orales fue sinónimo de historización de procesos sociales que involucraban a sectores subalternos que por su misma ubicación en el proceso hegemónico, no habían logrado acceder a la materialidad de las fuentes escritas3. En este sentido, Vansina (1978) había ya señalado que la importancia de dichas fuentes remitía por un lado a la falta de otro tipo de fuentes, pero también a su capacidad –acaso la única posibilidad para los historiadores– de hacer oír la voz de los sectores silenciados –en su caso los africanos, a quienes dedicó su producción–, las voces ocultas y las esferas escondidas de la cotidianeidad, sobre las que también llamará la atención Thompson (2003).
11Hacia inicios de la década de 1990, a partir de las formulaciones de Portelli, Passerini y las del sociólogo Maurice Halbwachs (1992 [1925] y 2004 [1950]), fundador de los Estudios de la Memoria Colectiva, Dora Schwarzstein y otros académicos, conformaron en la Argentina el Programa de Historia Oral de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Concibieron a la historia oral como un puente entre la memoria y la historia (Schwarzstein, 1991, 1998 y 2002) que posibilita la reflexión sobre el mismo proceso de recordar, en tanto elemento clave para acceder al significado subjetivo de las experiencias humanas, ya que vincula las memorias individuales a las colectivas. Asimismo, definieron a los testimonios orales menos como registros simples que como «productos culturales complejos» (Schwarzstein, 2002, p. 478).
12Ahora bien, dentro de la antropología y a medida que se iban incorporando los procesos de cambio en el estudio de las sociedades, también se fue avanzando en la interrelación entre el dato histórico y el relato oral, ya no para mostrar su jerarquía sino su complementariedad. Al mismo tiempo, en la década de 1980, el Popular Memory Group en Inglaterra, planteaba la necesidad de no descartar para el análisis ninguno de los sentidos con los que el pasado era construido en nuestra sociedad, asumiendo así que en dicha construcción no todos participaban de igual modo (Popular Memory Group, 1998 [1982]) ni con los mismos formatos; algo sobre lo que llamó oportunamente la atención en nuestro país, Claudia Briones (1994).
13Esta visión junto a la complejidad cultural atribuida a los testimonios, fue consolidando una perspectiva interdisciplinaria entre antropología e historia a la hora de analizar los modos diversos en que los procesos sociales modelan recuerdos y olvidos. Es aquí donde mito, ritual, historia o narración comenzaron a adquirir el mismo valor, en tanto productos culturales, representaciones socioculturales de historización o formas de conciencia social (Hill, 1988). Paralelamente y de la mano de Abercrombie (2006), empezaron a pensarse las relaciones de poder que vincularon o diferenciaron, dentro de nuestras disciplinas, ciertas piezas como mito, ritual o historia. Según el autor, algunas formas de memoria social, entre ellas la historia nacional, no han dejado lugar a una historia americana autónoma. Como sostiene Guber (1994), asumir una relación de simetría entre los distintos tipos de conciencia social implica reposicionar a la disciplina histórica, como parte de los procesos más complejos en los que interviene el pasado y el presente. En esta línea, varios académicos apuntan sobre la necesidad de entender a la historia como proceso sociohistórico de producción de conocimiento y como uso vernáculo de dichos procesos. Es decir, dentro de lo que suele entenderse como lo que sucedió en el pasado, también se consideran como sucesos aquello que la gente relata, conoce y comunica sobre los eventos en los que participa (Trouillot, 1995), entendiendo que tanto las acciones de los agentes como sus experiencias subjetivas no son dimensiones contrapuestas, sino mutuamente necesarias y sus límites flexibles. En otras palabras, la historia se va haciendo, también, mientras se va narrando, puesto que la forma en que lo efectivamente sucedido coincide o no con lo conocido y comunicado por los sujetos es en sí misma historiable. Las narrativas sobre el pasado son concebidas como parte de la realidad social que las elabora, mientras la realidad es producida por estas (Visacovsky, 2004a y 2004b). Esta perspectiva entiende que las formas nativas de concebir, evaluar y transmitir los procesos sociohistóricos y las experiencias de temporalidad son parte central a la hora de comprender aquello que sucedió en el pasado.
14En la producción académica de nuestro país, y especialmente aquella que se ha dedicado a analizar procesos históricos de larga duración referentes a los pueblos indígenas, la utilización de diversos tipos de fuentes para acceder al pasado ha sido una premisa común. En este sentido, diversas fuentes han sido utilizadas para poder abordar el significado de los silencios, reiteraciones y orientaciones de las fuentes escritas (Delrio, 2005), para entrelazar historia, memoria y olvido desde una perspectiva narrativa (Papazián, 2013), para trabajar en la lógica del rompecabezas (Nagy, 2014), para coadyuvar a una metodología interdisciplinaria que combine sopesadamente diversos tipos de fuentes (Salomón Tarquini, 2010), para historiar silencios, no dichos y clandestinidades desde la interpelación etnográfica de las fuentes (Escolar, 2007) o para poner en tensión una división tajante entre el pasado remoto y el presente (Boullosa, Joly y Rodríguez, 2014). Por su parte, en el campo interdisciplinario entre la antropología y la historia, se ha desarrollado progresivamente un abordaje de los problemas desde todas las fuentes posibles, entendiendo y prestando especial atención a «las representaciones de memoria colectiva sobre el pasado local» (Jong, 2003, p. 10). En los últimos años, quienes incursionaron en las memorias orales para reconstruir procesos históricos, ensayaron distintas construcciones metodológicas para ingresar otras voces, ponerlas en tensión dialógica con las fuentes escritas oficiales y ampliar el rango de vocalidades de y sobre el pasado (Trouillot, 1995).
La memoria como práctica política
15En consonancia con estas redefiniciones de la memoria como una herramienta metodológica apropiada para acceder a la comprensión de procesos históricos, no solo se incrementan en los años 1980 los estudios en torno a la memoria y el pasado4 sino que se abren nuevos debates y desplazamientos teóricos. Las formulaciones introducidas por los Estudios Culturales ingleses fueron antecedentes importantes en este giro conceptual. Entre las nociones que generaron un fuerte impacto en el estudio de la memoria social destacamos, por un lado, la noción de tradición de Raymond Williams (1997) –como una «versión intencionalmente selectiva de un pasado configurativo y de un presente preconfigurado, […] operativa en los procesos de definición e identificación cultural y social» (p. 137)– que ratifica cultural e históricamente un orden contemporáneo pero que también es vulnerable a oposiciones y presiones. Y por otro lado, la definición de Hobsbawm y Ranger (1989) de la tradición como una invención que permite introducir determinados valores y comportamientos, establecer cohesión social y sentidos de pertenencia colectivos y/o legitimar determinadas instituciones, estatus o relaciones de autoridad.
16Los cientistas sociales enrolados en este campo de investigación comenzaron entonces a examinar los usos del pasado, profundizando en el carácter pragmático y político de sus motivaciones e implicancias. Fueron revisando cómo las historias están modeladas por los intereses políticos de quienes las configuran con el fin de validar, oponerse o escrutar los significados vividos de los mundos sociales presentes (Abercrombie, 2006) y sus efectos en las relaciones y prácticas sociales. Así como también fueron reflexionando sobre su vinculación con un horizonte de expectativas de cara al futuro (Koselleck, 2001). Al redefinir todo trabajo de memoria como usos del pasado, los procesos de recuerdo-olvido comenzaron a ser conceptualizados mayormente como prácticas políticas, esto es, como dispositivos a través de los cuales se legitima un proyecto hegemónico pero también como herramientas para la transformación y la lucha en el marco de conflictos por derechos, justicia, reconocimientos de la diferencia, sentidos de pertenencia, proyectos políticos y programas de desarrollo.
17Paralelamente, el carácter selectivo atribuido a la construcción del pasado introdujo un desplazamiento en la definición de olvido, concepto que pasó a ser comprendido no como falta o ausencia sino como fuente de producción o vacío lleno de sentido, o sea como constitutivo del recuerdo5 (Candau, 2002; Jelin, 2002; Yerushalmi, 1989). De este modo, fue instalándose como piso común en el debate la idea de la memoria-olvido como un campo dinámico y una arena de conflicto en la que se dirimen aspectos políticos.
18Dentro de estos enfoques que otorgan un papel político a la memoria, se enfatizó en el poder constitutivo del pasado como conformador de sentidos de pertenencia colectivos (Alonso, 1988 y 1994; Brow, 2000; Candau, 2002; Rappaport, 2000 y 2005; Tonkin, 1992). Pertenencias que podían estudiarse en su actuación como tecnología de disciplinamiento, regulación y/o transformación del orden social hegemónico (Benjamin, 1982 [1955]; Brow, 2000; Nora, 1989), como así también en su articulación con experiencias traumáticas que se expresan en recuerdos de violencia, silencios o memorias dolorosas (Das, 2008; Jimeno, 2007; Ortega, 2008-2011; Pollak, 2006) y en su reclamo en clave de derecho a la memoria y ejercicio de justicia (Lavabre, 2003).
19Tal como profundizaremos en el próximo apartado, varios académicos dedicaron sus esfuerzos a analizar de qué manera la construcción de un pasado común, de un origen compartido y de una permanencia y continuidad en el tiempo fortalece la creación de sentidos de pertenencia y lazos de comunidad (Alonso, 1988 y 1994; Briones, 1998; Brow, 2000; Gordillo, 2006; Rappaport, 2000). El modo en que los sujetos vuelven inteligible al pasado moldea no solo la forma en que experiencias y eventos son recordados sino también la propia subjetividad, pues, como sugieren varios autores, la conformación como sujetos va estableciéndose en esa continua recreación del pasado en la que se conmemoran determinados hechos, conocimientos, prácticas y relaciones y se estigmatizan, opacan y silencian otros (Fentress y Wickham, 1992; Troulliot, 1995).
20Quienes indagaron en torno a los procesos de construcción de los Estados nacionales, destacaron particularmente, cómo los sectores dominantes se apropian selectivamente, usan y crean un pasado viable con los intereses político-ideológicos vigentes y olvidan o silencian otros, para conformar, consolidar y legitimar procesos de identificación y alterización mediante el establecimiento de una línea de continuidad con el presente. Desde este ángulo, señalaron el origen relativamente reciente de conmemoraciones, rituales, tradiciones, historias y lugares construidos como constitutivos de la memoria nacional (Anderson, 1993; Hobsbawm y Ranger, 1989; Nora, 1989) y las estrategias o mecanismos por medio de los cuales se silencian historias de sectores subordinados (Trouillot, 1995) mientras se apropian y transmiten otras, reinterpretadas en clave hegemónica (Alonso, 1988; Bonfil Batalla, 1999).
21En el campo de la antropología, esta visión instrumental y «presentista» de la memoria, tal como la clasificaron Olick y Robbins (1998), ha sido extrapolada para explicar procesos de reivindicación étnica y sus luchas por el reconocimiento de recursos y derechos históricamente negados. Algunos antropólogos procuraron demostrar que, en el contexto actual, el pasado es utilizado e incluso inventado por estos sectores para incidir políticamente en el presente (Hanson, 1989; Isla, 2003). Así, fueron poniendo en foco a la memoria como espacio de tensión y contestación más que como fuente de cohesión y consenso, pero en sus versiones más extremas generaron una serie de polémicas por sus implicancias teóricas y ético-ideológicas (Briones, 1994). Estas polémicas se centraron en tres aspectos.
22En primer lugar, en la discusión en torno a la ilimitada plasticidad que se le adjudicó a las representaciones del pasado y al escaso peso que se le ha otorgado a la determinación del pasado en las prácticas de recuerdo (Appadurai, 1981; Briones, 1994; Popular Memory Group 1998 [1982]). Varios autores señalaron que aunque las memorias dominantes siempre se disputen, instalan los términos en los que una historia subalterna puede ser pensada (Popular Memory Group, 1998 [1982]). Las selecciones e interpretaciones del pasado están condicionadas por la posición que ocupan los sujetos en la estructura social (Friedman, 1992), las circunstancias sociopolíticas y económicas del presente pero también, sugiere Ganguly (1992), por sistemas de significación heredados y, como sostienen Landsman y Ciborski (1992, citado en Briones, 1994), por experiencias y relaciones sociales que afectan el contenido, la forma y los mecanismos que adoptan. En segundo lugar, señalaron que las consecuencias políticas y económicas que tienen esas prácticas de recuerdo, también difieren según la posición que ocupan los sujetos. Por último, en tercer lugar, destacaron las complicaciones que acarrea el argumento de la invención para sectores subalternos que están realizando reclamos de distinto tenor, como por ejemplo territoriales, culturales, laborales, entre otros (Briones, 1994).
23En este marco del debate, muchos científicos sociales señalaron la necesidad de distinguir los ejes teórico-metodológicos con los que se abordan memorias subalternas y dominantes a partir de una perspectiva que contemple los procesos de producción y disputa por la hegemonía. Así, propusieron examinar las conexiones que imbrican la práctica de recordar de sectores subalternizados con discursos y prácticas hegemónicas (Briones, 1994; de Jong, 2004; Gordillo, 2006; Popular Memory Group 1998 [1982]; Rodríguez, 2004). Pero además, aunque con diferencial peso, agregaron la relevancia de vislumbrar cómo incide en esa práctica no solo el presente sino también experiencias pasadas vividas y/o transmitidas, tensión sobre la que también descansan nuestros propios trabajos de investigación. Esto condujo a algunos antropólogos a analizar a la memoria subalterna como producto de una interrelación reactiva frente al Estado y a examinar las formas alternativas e impugnadoras bajo las cuales estos sectores configuran historias y temporalidades en el marco de disputas políticas y/o económicas en juego (Castelnuovo Biraben, 2014; Monkevicius, 2012, 2013 y 2015; Rappaport, 2000 y 2005). Mientras empujó a otros a reconocer no solo la existencia de recuerdos, olvidos y silencios que definen positivamente al propio grupo sino, paralelamente y como producto de estigmatizaciones y discriminaciones, la existencia de efectos negativos, contradicciones y tensiones que tiñen de un sentido ambivalente sus valoraciones sobre las experiencias del pasado (Gordillo, 2006 y 2010; Pizarro, 2006). Esto es, que memorias oficiales pueden ser criticadas y resignificadas pero también internalizadas.
24Como han sugerido Briones (1994) y Trouillot (1995), las memorias dominantes son las que tratan y pueden fijar sentido sobre el pasado, organizar y uniformar experiencias e historias para homogeneizar y limitar interpretaciones amenazantes y enviarlas hacia el terreno de lo aceptable. Mediante una serie de dispositivos –monumentos, museos, bibliotecas, archivos, patrimonio, performances o conmemoraciones, efemérides, lugares de memoria, medios de comunicación, imágenes, palabras y otros similares–, agentes sociales, entre ellos los profesionales, y los sectores hegemónicos producen «políticas o encuadramientos de la memoria» (Pollak, 2006)6, esto quiere decir que más que reflejar experiencias del pasado van forjando un modelo de y para la sociedad (Schwartz, 1996, citado en Olick y Robbins, 1998), configurando así, valores, moralidades, relaciones y comportamientos sociales que legitiman el orden social dominante.
25A esta asimetría de poder para fijar sentidos y modelar los espacios sociales, le precede una diferencia constitutiva en la clase de desafíos que se deben enfrentar. Mientras el problema de toda memoria oficial es el de su credibilidad, su aceptación y organización, tal como lo destaca Pollak (2006), la dificultad de las memorias de sectores subalternizados es, en todo caso, su posibilidad de difusión en términos propios, de pasar del silencio a la contestación y la reivindicación. Entendemos que los procesos de subalternización se expresan en las memorias a través de olvidos, silencios, transmisiones interrumpidas, sentimientos de pérdida y/o fragmentación y desconexión de recuerdos. Como profundizaremos más adelante, estos efectos son el resultado de dos procesos diferentes –en sus tempos y configuraciones de subjetividad– pero yuxtapuestos: los contextos de violencia y represión, por un lado, y las imposiciones epistémicas, por el otro.
26Por un lado, entonces, la reflexión sobre la relación entre memorias subalternizadas y políticas de la memoria fue de la mano de discusiones en torno a procesos de violencia que dieron lugar al estudio de las memorias silenciadas, al derecho a la memoria y a las memorias vinculadas con traumas sociales. Hay en los recuerdos zonas de sombras, silencios u olvidos que están atravesadas por una dimensión política y cuyos límites se encuentran en un constante dislocamiento entre sí. Particularmente en el marco de experiencias traumáticas y dolorosas, de violencias vividas o transmitidas, los académicos focalizaron en las condiciones de posibilidad de comunicación de memorias de sufrimiento y dolor y sus implicancias. Los modos en que estas experiencias de violencia configuran la subjetividad y son configuradas por acciones de comunidades y particulares llevó a examinar este fenómeno a partir de la perspectiva, el lenguaje y las prácticas de los sufrientes, analizando la forma en que negocian y obtienen cierta dignidad, reconstruyen sus relaciones cotidianas, sobrellevan las marcas del dolor y ponen en juego el intelecto y las emociones en estos recuerdos (Ortega, 2008). Mientras algunos exploraron la posibilidad que ofrece la ficción de poner el foco en el silencio de esa experiencia y las contradicciones que lo promovieron (Das, 1997, citado en Jimeno, 2007), otros estudiaron la capacidad que posee el testimonio del dolor para crear una «comunidad emocional que alienta la recuperación del sujeto y se convierte en un vehículo de recomposición cultural y política» (Jimeno, 2007, p. 170). El testimonio de estas experiencias se define así como un medio para reconstituirse como sujeto frente a un otro con quien se establecen alianzas y diferencias, una forma de posicionarse políticamente (Agamben, 2001), pero también como un campo intersubjetivo que al compartir en algún grado el sufrimiento, habilita la reconstitución de la ciudadanía (Jimeno, 2007). Otros en cambio, conceptualizaron al testimonio como el acceso a la tensión entre aquello que es posible decir y lo que resulta imposible de narrar (Das, 2008; Vich y Zavala, 2004) y subrayaron al silencio o lo inefable como una de las respuestas posibles en circunstancias en las que no existe un ámbito de escucha social de las violencias acaecidas. En general, el abordaje de la memoria desde el testimonio explicó esas memorias indecibles o zonas de silencios como modos de apropiación del dolor y estrategia de agenciamiento (Ortega, 2008) o bien como recuerdos imposibles de difundir en el espacio público, por su carácter vergonzante, prohibido e inaudible (Pollak, 2006). Pollak las denominó memorias subterráneas o clandestinas, esto es, memorias transmitidas al interior del ámbito familiar o de asociaciones, redes de sociabilidad afectiva y/o política.
27En la Argentina, muchas de estas disquisiciones se recuperaron para abordar la memoria sobre el terrorismo de Estado vinculada con la última dictadura cívico-militar y eclesiástica (1976-1983), evento que en nuestro país acaparó casi en forma excluyente la categoría de memoria. Las numerosas e interesantes reflexiones desarrolladas por Da Silva Catela (2000 y 2014); Feld (2004); Garaño y Pertot (2007); Guglielmucci (2013); Jelin (2002); Jelin y Da Silva Catela (2002); Jelin y Kaufman (2006); Oberti y Pittaluga (2006); Ramos y Muzzopappa (2012); Vezzetti (2002), entre otros, pusieron de manifiesto distintas aristas vinculadas a los procesos de construcción de memorias y silencios de experiencias traumáticas. En efecto, las memorias dolorosas han dado lugar a una serie de demandas y de discusiones aún inacabadas sobre «usos» y «abusos» del pasado (Todorov, 2000) y al derecho y deber de la memoria (Lavabre, 2003) como forma de reparación, justicia y emancipación social (Oberti y Pittaluga, 2006).
28Por otro lado, la relación entre memorias subalternizadas y prácticas políticas fue enmarcada en procesos más amplios de imposición de hegemonías epistémicas. Las memorias encuadradas hegemónicas están atiborradas de fórmulas de silenciamiento y borramiento (Troulliot, 1995) que reprimen lo impensable no solo como producto de ideologías ético-políticas, sino también como producto de una epistemología u ontología, una organización del mundo y de sus habitantes que adolece de instrumentos o marcos de pensamiento, categorías, métodos, técnicas, entre otros, para formular y dar vida a fenómenos sociales contrarios a ella. Así, con sus presencias y ausencias, estas memorias hegemónicas son poderosas porque se incorporan como sentido de realidad en la vida cotidiana de las personas, en sus relaciones y prácticas, y establecen condiciones y fronteras en la posibilidad de decir, ser y hacer. Sin embargo, son simultáneamente fluctuantes porque son vulneradas por sectores que desafían esos encuadres, haciendo irrumpir en ellas lo indecible, inaudible, inadmisible y/o impensable, en términos de Trouillot (1995). En efecto, las historias dominantes deben ser continuamente refinadas, transmitidas e instaladas, pues la interpretación acerca del pasado no es unívoca ni fija y en el transcurso de las políticas de la memoria, ciertas historias pueden ser resignificadas y reutilizadas para proyectos propios de sectores subordinados que desafían órdenes hegemónicos (Brow, 2000).
29A continuación, a partir del abordaje de la memoria como práctica política, retomamos algunas de estas discusiones para detenernos en ciertas particularidades del trabajo de reconstrucción o recuperación de recuerdos que suelen emprender los grupos subordinados, y en el potencial político de estos proyectos cuando son realizados desde lugares subalternizados y alterizados de enunciación. Para ello, reponemos en el siguiente apartado la discusión en torno a la relación entre memoria y grupo, particularmente las relaciones entre recordar juntos y producir compromisos político afectivos vinculantes. Asimismo, en el apartado posterior, retomamos los procesos yuxtapuestos de producción de silencios, como la violencia, represión e imposición epistémica, para dar cuenta del tema que nos convoca como gemas: los desafíos y efectos performativos involucrados en los proyectos políticos de reconstrucción de lazos sociales y memorias comunes entre grupos subordinados y alterizados.
La memoria como compromiso vinculante
30Como es de común conocimiento, nociones como memoria colectiva o memoria social han sido acuñadas para enmarcar las prácticas de recuerdo y olvido en la imprescindible relación entre memoria y pertenencia a un grupo. Esta relación puede ser descripta desde tres abordajes diferentes que, aun cuando suelen yuxtaponerse en el análisis, responden, cada uno de ellos, a premisas diferentes: a) se recuerda en grupo; b) la producción de recuerdos comunes crea grupo y c) la restauración de recuerdos oprimidos reconstruye grupo.
31El punto de partida de esta relación es la premisa que recordamos-olvidamos en la medida en que participamos o no de distintos grupos. En sus trabajos clásicos, Maurice Halbwachs (1992 [1925] y 2004 [1950]) nos ha llamado la atención acerca de lo imprescindible que es para la conformación de nuestras memorias el hecho de formar parte de un grupo, estar en contacto con este, identificarnos con él y confundir nuestro pasado con el suyo. Este autor llega a afirmar, incluso, que olvidar un periodo de nuestra vida o de nuestra historia tiene que ver con la circunstancia social de haber perdido contacto y vinculación afectiva con quienes nos rodeaban entonces. Para Halbwachs uno solo recuerda a condición de situarse en el punto de vista de uno o varios grupos y volver a colocarse en una o varias corrientes de pensamiento colectivo y, siguiendo con su argumento, en caso de haberse efectuado una distancia con algún grupo, solo perduraría el recuerdo si todavía experimentamos afectiva y cognitivamente su impulso, es decir, las sensaciones e intuiciones sensibles comunes.
32Paul Connerton (1993) retoma esta misma idea, pero complejiza la noción de grupo. Al interesarse específicamente en cómo es acordada y sostenida la memoria, se encuentra con la necesidad de entender el término grupo en un sentido más amplio y flexible, para incluir tanto las sociedades pequeñas cara a cara como a las sociedades territorialmente extensas, donde la mayoría de sus miembros no se conocen personalmente, por ejemplo, los Estados-nación o las religiones mundiales. Este autor plantea que las imágenes del pasado comúnmente buscan legitimar un orden social presente en el que las memorias suelen divergir entre sus miembros porque pueden no compartir experiencias ni supuestos. Connerton (1993), siguiendo a Halbwachs, entiende que nuestras experiencias del presente dependen ampliamente de nuestro conocimiento del pasado y que nuestras imágenes del pasado sirven para legitimar un orden social presente. Sin embargo, estas afirmaciones le resultan insuficientes para responder su pregunta inicial si no se considera también que el conocimiento recordado del pasado es consensuado y sostenido por actos conmemorativos, más o menos rituales, pero con un potencial performativo sobre nuestros hábitos y formas de pensar.
33Con este giro, Connerton introduce un énfasis inverso al argumento de Halbwachs, puesto que sostiene que más que recordar en grupo, es a través del recuerdo que las personas crean y legitiman determinados grupos, pertenencias u órdenes sociales. Este abordaje sobre la relación entre memoria y grupo ha sido clave para aquellos estudios antropológicos que se centran en distintos procesos de formación de comunidad, grupo o identidad. En relación con esto, el análisis de los procesos de memoria desplazó su interés hacia la relación entre los usos del pasado y los procesos de construcción de identidad, dentro de contextos más amplios de construcción de hegemonía. Como ya mencionamos arriba, James Brow (2000) afirmó que todo proceso de comunalización, sea el de una nación, una comunidad de afrodescendientes o de indígenas, por ejemplo, se basa en la creencia en un pasado compartido y un origen común. Pero este tipo de memoria debe ser entendida como arena de disputas en las que un determinado grupo debate sus sentidos de pertenencia y devenir en su proceso permanente de formación «la memoria es menos estable que los eventos que recolecta, y el conocimiento de lo que pasó en el pasado está siempre sujeto a la retención subjetiva, la amnesia inocente y la reinterpretación tendenciosa» (Brow, 2000, p. 3).
34El entendimiento de la memoria como estrategia en la construcción y legitimación de identidades permitió poner en primer plano su dimensión política como práctica social performativa. Sin embargo, la noción de identidad, entendida como la forma alternativa de nombrar al grupo o colectivo, comenzó a cuestionarse desde distintas perspectivas.7 Un primer desplazamiento es aquel que propone reemplazar el proceso de fijación y los a priori de la noción de identidad por la de evento-lugar (Massey, 2005). El lugar es, desde estas perspectivas, un encuentro de trayectorias que tienen sus propias temporalidades y que traen consigo las narrativas o memorias de otros entonces y otros allí. Pero es también un evento puesto que implica la negociación de esas historias para entramar los sentidos del aquí y el ahora de esa unidad temporaria. Desde este ángulo, no puede presuponerse ninguna coherencia, comunidad o identidad preestablecida, porque la unidad del lugar nos compromete a la fuerza con otros humanos y no humanos con quienes debemos emprender el desafío de negociar cada vez la multiplicidad de recuerdos en un encuentro temporario. Como caminantes producimos nuestras trayectorias (Ingold, 2011), y como trayectorias compartimos procesos históricos que tanto diferencian el mundo como lo conectan, que tanto crean compromisos vinculantes como desconectan otros, que hilvanan relatos para ser luego deshilvanados como otros hilos y vueltos a anudar en nuevos encuentros. En este tránsito permanente, la memoria adquiere su propia historia, es parte del movimiento del mundo y resulta de los eventos en los que distintos agentes negocian encuentros y desencuentros. El segundo desplazamiento es el que inauguran los estudios filosóficos y de ciencias políticas centrados en la producción de subjetividades. Si bien la noción de identidad se modificó paulatinamente hasta el punto de incluir en su constitución las tensiones entre pasado y presente, estructura y agencia, sujeción y autonomía, resignificación y oposición a los consensos hegemónicos, perdura en ella el implícito inicial de un grupo o cultura cuya continuidad a través del tiempo la sustenta. La noción de subjetividad desembarca en las mismas orillas pero desde un recorrido diferente, puesto que fue introducida por Foucault (1999) como línea de fuga a su modelo previo sobre el poder y la dominación, esto es, como una tercer variable relativamente independiente que no podía reducirse mecánicamente al saber, ni al poder, ni a la relación entre estas dos dimensiones. Esta impronta la recupera Deleuze (1987), quién equipara los procesos de subjetivación con los procesos de memoria. Para este autor, ambos procesos organizan las formas en que plegamos las experiencias del afuera como nuestra interioridad, es decir, la manera en que esos pliegues que nos conforman se afianzan selectiva y parcialmente, puesto que no todas las experiencias que internalizamos son conectadas en todo momento y de igual forma en las definiciones de uno mismo8. La metáfora del plegado pone en relieve que toda producción de subjetividad es tanto el resultado de las fuerzas externas de sujeción como de la agencia que las articula, suspende, conecta y desconecta al plegarlas. Esta metáfora nos permite también pensar la memoria como un entramado complejo de relaciones con el pasado, por ejemplo con aquellas experiencias aparentemente olvidadas en los recovecos de los pliegues y con el presente, con las experiencias conectadas en la superficie de ese mismo pliegue. Asimismo, al referirse a la noción de subjetividad como proceso casi indistinguible de las prácticas de recuerdo y olvido, reconoce que las orientaciones acerca de cómo plegar las experiencias pasadas y presentes son un potencial social para nuevas emergencias de sujetos. Por su parte, Rancière (1996) asegura que la subjetividad es política porque implica un proceso simultáneo de desidentificación (desapego de los lugares establecidos de enunciación y de agencia) y de emergencia de nuevas esferas de discurso y de visibilidad. Pensar la memoria como parte intrínseca de los procesos de subjetivación es un camino más directo para reflexionar sobre las articulaciones políticas entre experiencias heredadas, vividas y presentes, devolviendo a la memoria el impulso innovador que puede tener para el mismo campo de fuerzas que la constriñe.
35La premisa de que a través de la selección, negociación y articulación de recuerdos y experiencias comunes se constituyen grupos, comunidades e identidades, se entraman trayectorias como un evento-lugar o se estimulan procesos de subjetivación política nos permite ponderar el devenir de los grupos como un proceso de emergencia permanente. Ahora bien, aun cuando los grupos con los que solemos trabajar están inmersos en estos procesos siempre inconclusos de conexión y desconexión de sus compromisos vinculantes, también es cierto que sus propias concepciones sobre el trabajo de la memoria suelen poner el énfasis en la necesidad de restaurar conocimientos del pasado para reestructurar aquellos vínculos que fueron violentamente desestructurados. Cuando se trabaja con grupos subalternos, este tercer abordaje se vuelve central porque si bien todo trabajo de memoria resulta de la negociación de un encuentro histórico de trayectorias y de un proceso de subjetivación política siempre novedoso –en tanto es producto de una coyuntura presente y particular de conflictos y tensiones con el poder–, la impronta puesta en la reestructuración de experiencias y conocimientos del pasado es el marco interpretativo y político en el que suelen inscribirse las concepciones nativas del recuerdo9.
La memoria como producción de conocimiento
36Un proyecto colectivo de reestructuración de las memorias que fueron violentadas en su transmisión trabaja con fragmentos, silencios, olvidos, objetos, frases, acciones cotidianas, rituales y conversaciones, entre otros materiales, y su fin es el de producir textos sobre el pasado que, sin desconexión con los marcos de interpretación heredados, resulten significativos para las luchas del presente. La tarea de reconstruir memorias que fueron desestructuradas y desconectadas por situaciones de dominación podría ser descripta como una empresa colectiva de entextualización de experiencias comunes. Entendemos la entextualización como el proceso por el cual un determinado discurso, que empieza a ser reconocido socialmente, se vuelve extraíble de sus contextos originales de producción, pudiendo ser nombrado, citado, presupuesto, actuado, inscripto en materiales heterogéneos o vuelto a narrar. En este proceso se producen textos coherentes y memorizables, con su capacidad doble, la de circular como unidades discretas y de ser recontextualizables en distintas situaciones de interacción (Bauman y Briggs, 1990). Ahora bien, si entendemos la memoria como entextualizaciones colectivas debemos preguntarnos por qué y cómo algunos relatos de experiencias pasadas se vuelven más reconocidos y reutilizables que otros.
37Al respecto, y retomando algunas de las ideas mencionadas en el apartado anterior, consideramos que cuando las trayectorias de las personas y grupos suelen encontrarse con cierta frecuencia, sea de forma forzada o no, producen lugares distintivos por la densidad de las interacciones que los conforman y, por ende, de los anudamientos entre los trazos o huellas de sus recorridos (Ingold, 2011). En estos encuentros, la historia de cada uno deviene ligada con la de otros. Para Ingold, estos entretejidos no solo constituyen lugares sino que también producen tópicos. Estos tópicos o conocimientos, generados al negociar los sentidos de un lugar, entraman historias similares como memorias entextualizadas. En estos encuentros, algunas entextualizaciones se irán produciendo sin proyecto previo, por el simple intercambio frecuente de experiencias, y otras serán el resultado de un plan colectivo y político de producción de conocimientos comunes sobre el pasado10. Por lo tanto, como introducción a la relación entre memoria y generación de conocimiento en grupos que fueron históricamente subordinados, retomamos brevemente dos instancias centrales –e interrelacionadas– de producción hegemónica de silencios, los eventos críticos de violencia y la imposición epistémica.
38Por un lado, Veena Das (1995) caracterizó los eventos críticos como aquellos acontecimientos que interrumpen el flujo cotidiano de la vida, desmembrando los mundos locales. En estas circunstancias, agrega, la violencia domina las formas de habitar y ver el mundo, así como cambia el curso de las trayectorias de quienes están atrapados en ella. La antropología ha abordado la diversidad de estos procesos por los cuales ciertos hechos de represión estatal son silenciados o recordados como eventos de violencia. Desde estos enfoques, la representación de la violencia involucra narrativas, performances, materialidades y símbolos que infunden a los espacios de violencia valores significativos y comunicativos que son creativamente reelaborados a través del tiempo (Aijmer y Abbink, 2000; Hinton, 2005; O’Neill y Hinton, 2009; Schimidt y Schoröder, 2001; Stewart y Strathern, 2002). En estas reelaboraciones, el trabajo de la memoria necesariamente adquiere la orientación de un proyecto regenerativo, puesto que para reconstruir lo que sucedió en el pasado es necesario, primero, recrear configuraciones afectivas y subjetividades que otorguen sentido a las experiencias de dolor (Jimeno, 2007)11 y segundo, trabajar a contrapelo de los olvidos represivos o avergonzantes (Connerton, 2008) forjados por silencios y borraduras que buscaron negar el hecho de un ruptura histórica.
39Por otro lado, y en estrecha relación con lo anterior, algunos autores plantearon que la producción de silencios sobre el pasado es en primer lugar cuestión de una hegemonía epistémica que recrea de manera permanente, sus fórmulas, dispositivos y archivos para reprimir lo impensable (De la Cadena, 2008; Trouillot, 1995). Como ya anticipamos arriba, para Trouillot, las prácticas coloniales impusieron sobre los pueblos un discurso ontológico, cuyas inclinaciones éticas y políticas predispusieron qué podía tenerse en cuenta y qué no (Bourdieu, 2000), de este modo desplazaron ciertos eventos y subjetividades al terreno de lo impensable. Con la formación de los Estados-nación, estas epistemologías renovaron sus hegemonías a través de distintas fórmulas de borramiento y de banalización que sostuvieron y recrearon silencios durante los sucesivos procesos de producción histórica (Trouillot, 1995). Estos silencios desafían el trabajo de la memoria que emprenden los grupos subordinados, ya que para reestructurar sus marcos de interpretación y sus entextualizaciones sobre el pasado, se ven obligados a poner en debate lugares de enunciación, de visibilidad y de subjetividad, eventos históricos, definiciones de agencia y, en general, visiones de mundo.
40La reestructuración de memorias en estos contextos post-violencia o de dominación epistémica no implica la actualización de un conocimiento del pasado autónomo o intacto, sino un trabajo de restauración de recuerdos (Benjamin, 1999) que permita, por un lado, profundizar quiebres con el orden mismo de la dominación y por el otro, rearticular vínculos y alianzas para esa lucha.
41Los trabajos sobre estos procesos específicos de reestructuración identificaron abordajes, conceptos y metodologías, al mismo tiempo que refinaron las definiciones acerca de qué implica el trabajo de la memoria para personas y grupos que fueron subordinados y alterizados por los Estados coloniales y nacionales.12
42En este sentido, Janet Carsten (2007) retoma la noción de evento crítico y sus efectos desestructurantes y plantea que en estas circunstancias de crisis, las personas aprenden a relacionarse de nuevas maneras modificando y recreando las categorías que orientan sus modos de acción. Los contextos de violencia invaden la vida familiar y personal, destruyen vínculos e interrumpen la transmisión de saberes. Sin embargo es durante o después de estos eventos críticos que emergen formas particulares de sociabilidad –a las que la autora denomina, en sentido amplio, relacionalidades–. La emergencia de estas formas en contextos post-violencia implica también la reelaboración de ciertas concepciones de temporalidad, ciertas formas de producción de memorias y ciertas disposiciones hacia el pasado, presente y futuro. Es así que, ante experiencias de pérdida, sostiene que las interrelaciones entre memoria y relacionalidad necesariamente involucran procesos creativos de refundición del pasado y de regeneración de vínculos. Carsten indaga sobre el proceso de absorción y transformación de la experiencia de pérdida e investiga sobre el devenir de esta experiencia en una fuente de reconstrucciones creativas de memorias, en y a través de procesos cotidianos de relacionalidad.13
43Otros abordajes sobre las experiencias de pérdida y la regeneración de redes de transmisión de memorias se centraron en poner en cuestión los presupuestos que definen el silencio como ausencia. En esta línea, David Berliner trabajó, por un lado, sobre las epistemologías del secreto14 como marcos para presuponer un pasado desconocido y restaurar las transmisiones obturadas (Berliner, 2005); por el otro, sobre la relevancia que tiene para la memoria, la persistencia de una ausencia cuando el recuerdo persevera en la no-presencia de ciertos objetos (Berliner, 2007)15. Desde un ángulo similar, Leslie Dwyer (2009), en su trabajo sobre la producción de memorias en contextos post-violencia, se refiere a la represión del Estado balinés durante los años 1965-1966 y a partir de ese análisis plantea el desafío metodológico y político de hacer etnografía de los silencios, ya que entender el silencio como mera ausencia del discurso u olvido de la ausencia de memoria, puede ser funcional a los efectos de la violencia masiva. Así, Dwyer sostiene que cuando se opera desde tales marcos, las investigaciones utilizan diferentes herramientas metodológicas de evocación de recuerdos para excavar en los silencios y recuperar el discurso pero dejan de lado la posibilidad de comprender cómo se sienten y cómo se piensan las experiencias de terror que, a través de los silencios, inciden en la conformación de subjetividad. Por eso, para la autora, los silencios son creaciones afectivas, culturales y políticas cuyos sentidos específicos y locales remiten a determinados contextos de represión y violencia. Dwyer afirma, entonces, que estos silencios buscan dar existencia social a las memorias dolorosas y/o reprimidas para eludir el discurso de las narrativas dominantes del Estado y las tachaduras de los autores de la violencia. De este modo, el silencio, al igual que el discurso, es un modo de expresión en sí mismo que puede esbozar espacios de miedo, dolor, secreto o sospecha, que puede ocultar, acusar y reorientar, así como también puede tener efectos semióticos específicos porque el silencio no es monocromático así como el discurso no es estrictamente monológico. Como Rosalind Shaw (2002) nos recuerda, hay diferentes clases de silencio y cada una de ellas puede llevar a cabo tareas políticas y culturales específicas. La etnografía del silencio, tal como la propone Dwyer, busca comprender estos sentidos particulares desde marcos locales de interpretación para mostrar que cuando las personas callan, su mudez habla memoria.
44En el campo de estudios antropológicos sobre la memoria se ha venido trabajando desde hace mucho tiempo con la materialidad no discursiva de la memoria, sosteniendo que las experiencias del pasado pueden estar inscriptas también en danzas, rituales, objetos, paisajes y cuerpos16. Sin embargo, estudios recientes centrados en contextos de post-violencia destacaron, entre estas materialidades, el concepto de ruina, entendida como una estructura material que, por haber perdido su función original, tiene un potencial semántico inestable o abierto (De Silvey, 2006; Edensor, 2005; Gordillo, 2014; Hell y Schonle, 2010; Navaro Yashin, 2012; Stoler, 2013). Por un lado, llamaron la atención acerca de cómo los procesos de degradación y deterioro se enmarcan en historias de desigualdad y de exclusión social. En esta dirección, las ruinas constituyen vestigios materiales de procesos históricos de violencia y de expansión capitalista. Por el otro, han puesto en relieve las formas en que los sujetos subalternos recuperan y resignifican la idea de ruinas –y las historias de deterioro material y social que las produjeron– en sus reconstrucciones de memoria.17
45Otros trabajos, en cambio, han puesto el énfasis en pensar las características, los efectos políticos y los desafíos que acarrean18 los procesos de reconstrucción de conocimientos sobre el pasado, en sus intentos por revertir los silencios que las hegemonías epistémicas producen como impensables. Esta perspectiva teórica interdisciplinaria –resultado de distintas revisiones críticas del marxismo, de las corrientes post-estructuralistas y postcoloniales, de los aportes del orientalismo y de los estudios subalternos– se plantea como una propuesta superadora a la pregunta clásica acerca de la posibilidad de reconstruir historias desde el punto de vista de los oprimidos (Guha, 1982). Hace algunas décadas atrás, estos enfoques se fueron mancomunando en el reto de poner en cuestión el diseño colonial e imperial de la geopolítica dominante del conocimiento y la subalternización epistemológica, ontológica y humana que este tipo de geopolítica promueve (Amin, 1996; Coronil, 1994; Dussel, 1973; Mignolo, 1995; Quijano, 1992; Said, 2002; entre otros). Estos autores, desde diferentes perspectivas, postularon que el conocimiento científico que se pondera como única forma válida de producir verdades sobre la vida humana y la naturaleza, oculta, invisibiliza y silencia otras epistemes, y con ellas también a los sujetos que las producen. La premisa central de sus planteos consiste en entender que el conocimiento otro, el de los grupos subordinados– fue señalando el significado histórico y relativo de esta producción hegemónica, poniendo en cuestión su universalidad epistémica. Además, sin negar el alcance de esta como un fenómeno global de la modernidad, subrayaron también sus repercusiones localmente heterogéneas según las características históricas de las relaciones de colonialidad (Mignolo, 2000, citado en Walsh, 2005). Desde este ángulo, sostienen entonces que el conocimiento otro que se produce desde experiencias locales, históricas y vividas de la colonialidad, presenta una lectura de la realidad inimaginable para las lógicas modernas y que, aun así, resulta subversivo e insurgente en sus metas (Walsh, 2005). Esta lectura decolonial podría ser entendida como una lectura bajo borradura (Derrida, 1997), es decir, una lectura que historia la tachadura productora de silencio para reconstruir las huellas de esos signos que le precedieron y que continúan habitando detrás de lo tachado19. Refiriendo al carácter insurgente de estas lecturas desde la diferencia, algunos autores (Escobar 2005, De la Cadena 2008) lo adjudican al hecho de que, al ser tomados en serio u objetivados como lugares de enunciación para la demanda y el reclamo, estos otros conocimientos pueden potencialmente cuestionar el mismo contrato moderno20 (Latour, 2007) por el que alguna vez fueron descalificados como lecturas legítimas de la realidad.
46En todo caso, en relación con los proyectos reconstructivos, entendemos que la producción de conocimiento sobre el pasado, por parte de los grupos subordinados y alterizados, se desarrolla bajo el esfuerzo y mandato específico de la recuperación. Al respecto, Joanne Rappaport (2005) señala la importancia que tiene entre los naya de Colombia el término nativo de recuperación, puesto que se usa simultáneamente para describir el acto de reclamar territorios mediante la ocupación de tierras usurpadas; para nombrar los proyectos de fortalecimiento organizativo desde patrones políticos considerados propios; para distinguir ciertas innovaciones económicas con perspectivas de autonomía o para dar cuenta de las reconstrucciones históricas a partir de la revitalización de marcos culturales de interpretación. Sobre esta multiplicidad de usos, Rappaport sostiene que el trabajo de la memoria de estos grupos consiste en la readquisición de documentos, la reformulación de archivos, la reconexión de fragmentos de recuerdos o la reincorporación de nuevas materialidades o rituales como objetos de memoria. Así como es de abarcativo, el discurso de la recuperación –o, en palabras de la autora, la ideología de la recuperación– tiene su particularidad en el hecho de que su meta no es reponer la letra del pasado, «sino la reincorporación del espíritu de los antepasados en el contexto del presente» (Rappaport, 2005, p. 31).
47En este marco, el trabajo colectivo de restaurar memorias desautorizadas conlleva generalmente la tarea política simultánea de emprender y ensayar distintas luchas epistémicas y ontológicas. En la medida en que las memorias se van enmarcando en modelos de mundos particulares, con sus propias entidades, agencias y relaciones, afectan las formas del ser juntos, los modos de entextualizar experiencias y en consecuencia, los procesos mismos de subjetivación política. Estos reposicionamientos epistémicos de alcances diferentes según el contexto y las temporalidades de la lucha redefinen el conflicto como uno entre diferentes mundos u ontologías que se esfuerzan por mantener su existencia, así como por interactuar entre ellos (Blaser, 2009). Al respecto, Marisol De la Cadena (2008) sostiene que por un lado, estos posicionamientos políticos en el conocimiento dislocan las zonas conceptuales confortables y por el otro, plantea que las desestabilizaciones de las formaciones epistémicas y políticas predominantes reorganizan también los antagonismos hegemónicos.
48La reconstrucción de memorias subordinadas es una tarea compleja en tanto debe identificar los silencios significativos para dar cuenta de ellos y entramarlos en las entextualizaciones en marcha. Ahora bien, las maneras de trabajar con los silencios difieren según sus usos, sean identificados como producto histórico de procesos represivos de violencia o remitan al terreno epistémico de lo impensable. En el primer caso, el énfasis en la reconstrucción de memorias estará puesto en la regeneración de vínculos y en la recomposición de un flujo de transmisión cotidiano, así como en la búsqueda de otros soportes no discursivos en los que se fueron inscribiendo las experiencias del pasado. El segundo caso refiere a esa misma reconstrucción de memorias que exige la revisión de otros tipos de silencios, equiparables a lo impensable y que sin su problematización no podrían profundizarse los marcos de interpretación que van emergiendo en el mismo trabajo de restauración. Aquí, el énfasis estará puesto en la entextualización de memorias para intervenir en luchas epistémicas u ontológicas más amplias. Para ambos casos, los autores subrayan el lugar privilegiado que tiene el trabajo de la memoria para la producción de conocimiento y de subjetividades afectivas y políticas, así como su potencial político para iluminar desacuerdos, litigios y reclamos, hasta ese momento, indecibles o impensables.21
La memoria como objeto de reflexión
49Los capítulos de este libro coinciden en considerar los procesos de memoria de los grupos subordinados y alterizados como el objeto de sus reflexiones teóricas, metodológicas, políticas y éticas. En cada uno de ellos, las definiciones de memoria y los abordajes para su acercamiento, adquieren los énfasis y particularidades de las preguntas de nuestra investigación y de las motivaciones y concepciones que, sobre el recuerdo, tienen los grupos con los que trabajamos. En gran medida, los capítulos coinciden en considerar las hegemonías epistémicas sobre el pasado como una banalización, silenciamiento o fragmentación de memorias desplazadas generalmente por eventos de violencia que para volver a ser entramadas, necesitan trabajar con índices, imágenes, materiales, expresiones del arte verbal, silencios y relatos heredados sin conexión aparente entre sí. También presuponen la idea de que todo proyecto de reestructuración implica una planificación, diseñada desde el presente, acerca de qué se define como deterioro, como imposición, como lo propio, como silencio o como olvido. Finalmente, de alguna u otra manera, los distintos capítulos explican cómo el trabajo de la memoria interviene en contextos presentes de lucha, donde recordar es una herramienta para negociar una unidad, para impugnar procesos de subordinación y para proponer vocabularios más o menos novedosos y desafiantes para la contienda política.
50El primer capítulo es una reflexión teórica y metodológica. Desde concepciones generales acerca de la memoria como constitutiva del ser y del proceso de la vida en movimiento. Ana Ramos irá identificando aquellos sentidos más específicos que adquiere la memoria cuando la interpretamos bajo el foco de los contextos políticos en los que el trabajo de recordar deviene, un proyecto de restauración. La autora retoma las metáforas del caminante y del pliegue, para subrayar el hacer de la memoria en un mundo en movimiento, donde este hacer es agencia, proceso, devenir, recorrido, línea, trazo, doblez e historia. En esta primer parte de su capítulo, nos propone leer la memoria desde la metáfora del caminante que transita y produce el mundo relatado que habita y la metáfora del pliegue como el acto de interiorizar y conectar experiencias del afuera como uno mismo. En la segunda parte, hace foco en el movimiento concreto de restauración de memorias a partir de ciertas lecturas recientes de Benjamin, quién asegura que la forma de un movimiento dialéctico se encuentra en la acción de volver al pasado para ampliar los horizontes de legibilidad del presente, así este mecanismo de ampliaciones ayuda a reconocer nuevos índices históricos para refinar y profundizar las reinterpretaciones del pasado. La producción de memorias, como síntesis de estos movimientos, crea nuevos puntos de observación en marcha, subjetividades políticas y vinculaciones del ser juntos en contextos más amplios de negociación y de poder.
51El segundo capítulo se centra en personas, familias y grupos mapuche y tehuelche que producen memorias acerca de quiénes son y de dónde vienen en contextos urbanos de la costa y el valle de la provincia de Chubut. Valentina Stella nos invita a pensar los usos performativos y los afectos vinculantes que intervienen en una práctica ritual rogativa, camaruco o ngillatun, cuando esta opera como instancia de presuposición y creación de memorias comunes. Por un lado, Stella sugiere que las rogativas actualizan marcos heredados de interpretación, conformados por un conjunto complejo de eventos comunicativos como tayil (cantos sagrados), pewma (sueños) y gntram (historias verdaderas), entre los habitantes de las ciudades que solían describir sus pertenencias indígenas como incompletas, vacías de relatos e insuficientes en recuerdos. En este contexto de aparente pérdida, Stella nos muestra la fuerza performativa de las rogativas para objetivar experiencias, hasta ese momento vividas como subjetivas y personales, como memorias de un pueblo mapuche y tehuelche más amplio. Por otro lado, la migración de las zonas rurales a las ciudades en distintos momentos de la historia produjo, en muchos casos, la dispersión familiar y la imposibilidad de reconstruir vínculos genealógicos. Estas desvinculaciones suelen ser centrales en los sentidos locales de pérdida para quienes entienden que los recuerdos y conocimientos, desde el punto de vista mapuche-tehuelche, están estrechamente asociados con la experiencia de linaje, la relación con los ancestros y los lazos parentales. Así, Stella nos muestra cómo también la rogativa permite recrear memorias genealógicas entre quienes no necesariamente tenían antes un vínculo biológico de parentesco, a través del papel de abuelo/a genérico que asumen algunos referentes regionales o a partir del entierro de los restos de antepasados restituidos de los museos. Finalmente, la autora se pregunta sobre el potencial de los rituales como productores de memoria para transformar ciertas experiencias de desigualdad en subjetividades políticas. Relatos acerca de transmisiones interrumpidas, de conocimientos obturados y de desconocimientos se fueron convirtiendo en evidencias de memorias acerca de los procesos hegemónicos de producción de silencios y olvidos. De esta manera, las rogativas urbanas operan, para esta autora, como orientaciones de lectura para anudar los relatos de las personas que allí se van encontrando.
52El tercer capítulo reflexiona sobre las imbricaciones entre las concepciones de memoria y de conflicto que se producen progresiva y simultáneamente en contextos de litigio. De modo sugerente, María Emilia Sabatella inicia sus análisis y reflexiones en el momento en que un grupo de familias mapuche se opone públicamente al proyecto turístico y deportivo de crear una pista de esquí en el cerro donde viven, provincia de Chubut, e identifican y denuncian como antagonistas del conflicto al Estado y las elites locales. En esta circunstancia, Sabatella sostiene que la decisión de estas familias de hacer memoria implica una acción que va más allá de la práctica cotidiana porque adquiere sentido en el marco de otras acciones, ya sean jurídicas, mediáticas, académicas y militantes, en defensa de su territorio. Las respuestas que estructuran el capítulo acerca de los cuándo, para qué y cómo hacer memorias reponen el mismo ejercicio de reflexión sobre la memoria, esa metamemoria que practicaron las personas mapuche, en particular acerca de lo que implica recordar en contextos de conflicto y a partir de experiencias de lucha. Desde este ángulo, el trabajo de Sabatella nos muestra el modo en el que las comunidades mapuche en litigio entraman relatos familiares en textos comunes sobre el pasado, al tiempo que se des-identifican con otros discursos oficiales, locales y provinciales y debaten en parlamentos mapuche los lugares de enunciación colectiva más adecuados y significativos para expresar sus reclamos y denuncias. Sabatella, a partir del relato de este proceso, nos invita a pensar que cuando la decisión de recordar en común surge del momento presente de un conflicto-estrategia, el trabajo de la memoria es emprendido por las comunidades mapuche como una tarea delicada de reconocimiento de índices del pasado e interpretaciones heredadas, aquellos apegos afectivos.
53En el cuarto capítulo, Mariela Rodríguez, Celina San Martín y Fabiana Nahuelquir comparan tres eventos etnográficos, producidos respectivamente en las comunidades tehuelches Copolque y Camusu Aike de la provincia de Santa Cruz y en la comunidad mapuche tehuelche Valentín Sayhueque de la provincia de Chubut, a partir de los cuales se iluminaron olvidos, silencios, borrones y tachaduras en los procesos de recreación y transmisión de la memoria. Las autoras sostienen que los sentidos y usos de estos silencios varían de acuerdo al modo en que se fueron configurando experiencias y trayectorias en relación a determinados dispositivos, como aquellos jurídico-dominiales en los que se enmarcan los desalojos de sus tierras, los misionales de disciplinamiento y conversión al cristianismo, y los que instauran las taxonomías científicas organizadas en torno a tipologías raciales-culturales. El capítulo muestra cómo el trabajo de la memoria propicia interrogantes, reflexiones y cuestionamientos que posicionan a los indígenas como agentes de cambio, frente a aquellas estructuras de colonización que operaron desde fines del siglo xix. En primer lugar, las autoras destacan sobre los usos estratégicos, afectivos y políticos que las personas mapuche y tehuelche realizan de los silencios y las desconexiones impuestas a la puesta en valor de los vacíos que aun cuando no pueden ser completados por las familias y comunidades indígenas, ni tampoco por las antropólogas que nos vinculamos con ellas, permiten acceder a los contextos que les dieron significado e iluminar ángulos inéditos para la reinterpretación de las experiencias colectivas. En segundo lugar, destacan la reutilización de materiales discontinuados de los archivos hegemónicos que realizan los trabajos de memoria para la producción de nuevas síntesis y la actualización consecuente de imágenes hasta entonces suspendidas. Por último, subrayan la performatividad de los procesos de recuperación de la lengua de sus ancestros para invertir los silencios vergonzantes en memorias de orgullo y discursos de denuncia.
54El quinto capítulo, realizado por Mariana Lorenzetti, Lucrecia Petit y Lea Geler, compara tres producciones artístico-políticas. Un registro fílmico de la comunidad mapuche Mariano Epulef de la provincia de Chubut, una obra teatral realizada por la compañía afrodescendiente Teatro en Sepia de la ciudad de Buenos Aires y un cortometraje de la comunidad wichí Lapacho II de la provincia de Salta. Las autoras exploran cómo, en estas distintas producciones estético políticas, las prácticas de las memorias se ponen en acción a través de las decisiones y estrategias puestas en juego por los distintos grupos para crear las imágenes visuales. A partir de la reconstrucción de distintas experiencias de personas implicadas en la generación de estas obras, cuyas trayectorias grupales comparten condiciones similares de subordinación y de imposibilidad para incidir en los sentidos de la historia oficial, reflexionan sobre los desafíos de encarar una puesta en escena cuando los silencios se manifiestan como ausencias de imágenes que tienen que ver por un lado, con los trazos borrosos o velados de sus propias imágenes del pasado y por otro lado, con otras imágenes que tratan de distanciarse de las representaciones hegemónicas que habitualmente circulan. Finalmente, también exploran cómo se materializan estas imágenes en la elaboración de una obra teatral o la intervención de una cámara filmadora. Las autoras comparan los efectos políticos y afectivos de estas distintas materializaciones como por ejemplo, los documentos, relatos públicos, cantos sagrados, expresiones del cuerpo, senderos y escenarios y aseguran que conforman soportes materiales para suplir aquello que ya no hay. Así, muestran, cómo a través de las materializaciones se fueron reconstruyendo imágenes del pasado, memorias afectivas, vínculos de pertenencia y lenguajes para la revisión de los procesos de subalternización y alterización.
55En el sexto capítulo, Carolina Crespo y Alma Tozzini ahondan en cómo la memoria es espacialmente localizada y temporalmente ordenada en forma diferencial por parte de sectores desiguales en contextos de lucha por la hegemonía en la localidad de Lago Puelo, provincia de Chubut. Proponen pensar la memoria como abordaje o perspectiva teórica para analizar visiones del mundo, producción de conocimiento, saberes y conceptualizaciones, silencios, procesos, prácticas, relaciones, tensiones, historias, proyectos y marcos sociales. Desde este énfasis, muestran cómo la realización de monumentos, celebraciones, libros o discusiones grupales producen memorias, y con ellas, ciertos instrumentos de conceptualización sobre el espacio y el tiempo. Asimismo, discuten la función cohesiva de los marcos de la memoria de Halbwachs y sugieren pensar esas conceptualizaciones de la memoria como constituidas y constituyentes de los procesos históricos de confrontación. Es decir, como articulaciones de experiencias pasadas y presentes que se elaboraron desde posiciones desiguales en los campos de lucha para intervenir en ellos. Entienden que las formas territorializadas de tiempo y temporalizas de espacio tienen distintas implicancias políticas, ya sea por domesticar a los sujetos, por distribuir desigualmente los recursos y justificar la denegación de derechos o poner en discusión estas exclusiones sociales que abren el debate en torno a las categorías con las que las relaciones sociales suelen pensarse desde discursos y prácticas estatales. Para este propósito, Crespo y Tozzini analizan el modo en el que las comunidades mapuche de la región reconstruyen y comparten emotiva y colectivamente sus memorias al tiempo que buscan hacer pensable, audible o visible aquello que los sectores hegemónicos locales deniegan pensar, oír o ver.
56El séptimo capítulo también se pregunta acerca de la relación entre las memorias mapuche sobre el espacio de la reconstrucción de lugares significativos y trayectorias sociales y sus capacidades políticas para tensionar la distribución desigual de criterios de verosimilitud entre distintos conceptos y categorías. En particular, Lorena Cañuqueo analiza las disputas interpretativas generadas sobre un tipo de ruina denominada tapera, durante el proceso judicial que involucró al lof mapuche Mariano Epulef de la provincia de Río Negro en reclamo y defensa de su territorio. Ante la solicitud realizada por la comunidad, el juez ordenó una inspección ocular en el área para constatar la existencia y el grado de conservación de construcciones o mejoras que «probaran» la ocupación. La comunidad propuso incluir en este recorrido la visita a diferentes taperas, vestigios materiales de lugares de residencia, cementerios, sitios de caza, espacio de veranadas e invernadas o zonas de chacra y sembradíos, para dar cuenta de la ocupación indígena ejercida por familias mapuche. Al pedir que se incorporen las taperas como evidencia, la comunidad reivindica sus memorias espaciales y reclama la incorporación de los marcos interpretativos que éstas actualizan en el ámbito jurídico. Al respecto, Cañuqueo nos cuenta cómo, en este proceso de reclamo, se hizo evidente que las taperas operan como huellas mnemotécnicas para conectar historias de movilidad diferentes en una historia compartida a partir de patrones propios pero también a partir de migraciones forzadas y desalojos. Estas huellas materiales de la memoria, explica la autora, conectan las primeras generaciones de mapuche expulsados de sus territorios con las que lograron radicarse en el lugar y entramar, superponer sus trayectorias en una unidad de espacio-tiempo vivida y practicada como territorio mapuche.
57Stephanie McCallum, en el octavo capítulo, retoma la línea de estudios centrados en las ruinas al abordar el deterioro y refundación del sistema ferroviario argentino en algunas de sus manifestaciones materiales. A partir de su trabajo de campo en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires y en la provincia de Buenos Aires, ella problematiza la noción de ruinas, particularmente por su presuposición valorativa de un estado original completo y propone leer las ruinas de la infraestructura ferroviaria como un archivo. Entiende que este último se constituyó por las múltiples memorias inscriptas en distintos componentes materiales, tales como vías, material rodante, boletos, carteles y otros elementos de infraestructura ferroviaria, ya que estas contienen una multiplicidad de rastros y huellas de eventos, procesos y experiencias del pasado. Y su hibridez genera, para la autora, distintas memorias afectivas cuyos marcos interpelan al ferrocarril en clave de progreso o decadencia, según los casos. McCallum destaca, entre estas memorias afectivas, específicamente las que reconstruyen historias subordinadas e historias no oficializadas cuyas formas de hacer política en torno al ferrocarril surgieron en el contexto presente de imbricación de crisis y revolución, denuncia y reparación. La autora nos muestra las distintas maneras en que organizaciones y ferroclubs intervienen en el archivo, ya sea como trabajadores profesionales en las lecturas del desgaste, por ejemplo, en el deterioro de un riel, como usuarios activistas cuyas lecturas se centran en las huellas de las tragedias ocasionadas por el ferrocarril, como militantes centrados en el cuidado y la restauración de las inscripciones materiales de la historia ferroviaria o como personas afectadas por su cercanía con algún aspecto del espacio ferroviario cuyas historias de vida entrelazan emociones y recuerdos con alguna de sus expresiones materiales. En todos los casos, McCallum expone la textura cotidiana del deterioro y la refundación en los mundos sociales que se crean en torno al ferrocarril a través de memorias heterogéneas en sus políticas afectivas.
58En el noveno capítulo, Brígida Baeza retoma la distinción de Connerton entre memorias personales, aquellas actualizaciones de recuerdos colectivos como historia de vida, memorias cognitivas, la presuposición de marcos de recuerdo para dar sentido a determinadas categorías y memorias hábitos, lo que se entiende como el recuerdo inscripto en actos corporales. A partir de su trabajo de campo con mujeres provenientes de las zonas rurales de Bolivia y que actualmente viven en una ciudad industrial y petrolera de la provincia de Chubut, la autora relaciona este contexto particular de movilidad que generalmente se experimenta como traumático con las posibilidades de transmisión de memorias personales, cognitivas y hábitos. Sitúa así, esta transmisión en espacios hospitalarios y en eventos de parto y de esta manera nos muestra cómo la actualización y circulación de memorias suelen ser obturadas por ciertas prácticas discriminadoras del sistema médico hegemónico, en el que se interceptan estereotipos de género, valoraciones de clase y xenofobias étnico nacionales. Por otra parte, el carácter reciente de esta migración, lleva a que Baeza describa la situación etnográfica como un proceso incipiente de constitución de memorias comunes en el nuevo territorio. Esta complejidad se manifestó en la ausencia aparente de entextualizaciones y en la sumatoria de fragmentos de historias que le permitió seguir los trabajos de memoria en movimiento e identificar los condicionamientos que obstruyen tanto su puesta en común (su transmisión) como así también su reconstrucción (su producción). Entre ellos, la autora destaca los estereotipos de madre occidental desde los cuales se valoran negativamente las memorias hábitos de las migrantes –distancias y proximidades sociales, privacidad e intimidad, roles de acompañamiento y formas de vincularse, y expresiones de afecto que se inscriben en el cuerpo y actos de las mujeres en eventos de parto–; se ignoran sus memorias personales –actualizadas en los usos y sentidos de prácticas como el sahumado que se le realiza al recién nacido o el entierro de la placenta–; y se interpretan erradamente sus memorias cognitivas expresadas, por ejemplo, en los sentidos políticos que adquiere el hacer silencio o quedarse callada, o en los sentidos de territorio que los recuerdos buscan resignificar.
59En su totalidad, los capítulos de este libro retoman distintas situaciones etnográficas para ensayar preguntas situadas en relación con los procesos de recuerdo y olvido, y desde esas miradas en contexto proponer reflexiones, abordajes y reorientaciones en torno a los trabajos de memoria de grupos subalternizados y alterizados. Es así como el libro ensaya diferentes modos de abordar silencios, olvidos y reconstrucciones de recuerdos sobre experiencias pasadas, cuyas cadenas de transmisión fueron siendo obturadas desde el poder. De acuerdo con la idea benjaminiana de despertar que Stella introduce en su capítulo, la recuperación de memorias no implica el fin de un momento inerte de somnolencia, sino el «momentáneo llegar-a-la-conciencia del sueño soñado hasta el momento» (Wiedman, 2014, p. 308). A su vez, se analiza el trabajo colectivo de restaurar los sueños soñados como constelaciones entre pasado y presente, de negociar memorias comunes que puedan simultáneamente vivirse como moradas heredadas de apego y como instalaciones estratégicas para orientar los proyectos políticos en marcha.
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Notes de bas de page
1 Para otra versión del estado del arte sobre estas aproximaciones a la memoria, ver Ramos (2011).
2 El autor pone el ejemplo de Serbia.
3 Esto se conoció más adelante de la mano de Eric Hobsbawm (1988) como Grassroots History o Historia desde abajo.
4 Los debates que se fueron abriendo en torno a la noción de memoria social en el mundo anglosajón, la memoria colectiva en Francia, la Geschichtskultur en Alemania y en distintos países de América Latina, mantienen puntos en común pero también diferencias que, por el propósito que tiene este apartado, no serán profundizadas en detalle. No obstante, es importante aclarar que el incremento del interés académico sobre este tema no puede divorciarse del aumento de interés que el pasado y la memoria vienen teniendo en el plano social desde mediados de los años 1970 (Olick y Robbins, 1998). Varios autores, polemizaron sobre ello (Huyssen, 2000; Nora, 1989; Todorov, 2000) y debatieron acerca de sus causas (Olick y Robbins, 1998).
5 La relación entre olvido y poder ya estaba presente en el estudio sobre religiones africanas en Brasil realizado por Roger Bastide en los años 1960. No obstante, la idea se va a ir consolidando y complejizando desde la década de 1980 hasta la actualidad.
6 Pollak sostiene que toda organización política vehiculiza su propio pasado e imagen de sí misma mediante la elección de testigos autorizados, de historiadores de la organización y de puntos de referencia sensoriales, materiales, visuales, etcétera. Asimismo, extiende este trabajo de encuadramiento a aquellas memorias clandestinas que se organizan.
7 Sin esperar ser exhaustivas en la descripción de estos nuevos desplazamientos, mencionamos solo dos de ellos porque los consideramos relevantes para profundizar y precisar nuestros entendimientos de la relación entre memoria y formación de grupo/identidad.
8 Ver Ramos y Sabatella en este libro.
9 Dada esta particularidad, y la estrecha distancia entre memoria y producción de conocimientos que conllevan los proyectos políticos de reestructuración de los recuerdos reprimidos y los vínculos violentados, consideramos oportuno abordar este tercer eje en el próximo apartado.
10 Los grupos con los que trabajamos suelen emprender este tipo de proyectos a partir del reconocimiento de una historia de violencia, subordinación y alterización, así como de los efectos desestructurantes que esta tuvo para sus vínculos sociales y para la conexión de sus recuerdos, una historia que, como contrapunto de sus encuadres hegemónicos, produjo los silencios y olvidos desde los cuales se reproducen cotidianamente esas desvinculaciones y desconexiones.
11 Algunos trabajos de reconstrucción histórica de los pueblos originarios sostienen que las narrativas de sufrimiento fueron iluminadoras para pensar el continuo del genocidio (Espinosa Arango, 2007) que experimentaron históricamente en nuestro país; y para lograr argumentos sobre la herida abierta desde y por la Conquista, justamente porque constituye un punto de inflexión fundamental como configurador de sus subjetividades, de las formas colectivas de lucha y agencia política y de los reclamos de justicia (Delrio y otros, 2007; Delrio y Ramos, 2011; Lenton, 2010; Mapelman y Musante, 2010; Masotta; 2012; Papazián y Nagy, 2010; Salamanca, 2010; Trinchero, 2009).
12 Lo que compartimos en este párrafo son algunos de los aportes que resultaron sugerentes para nuestros propios trabajos de investigación.
13 Ver Stella en este libro.
14 Entre las generaciones jóvenes bulongic cuyo pasado preislámico, en apariencia, nunca había sido transmitido por sus padres.
15 Ver Lorenzetti, Petit y Geler en este libro.
16 Ver Baeza en este libro.
17 Ver Mc Callum y Cañuqueo en este libro.
18 Ver Crespo y Tozzini en este libro.
19 Ver Rodríguez, San Martín y Nahuelquir en este libro.
20 Referimos aquí a la división fundante del contrato moderno entre naturaleza y cultura, que da lugar a ciertas clasificaciones derivadas como ciencia (representación de la naturaleza o los no-humanos), política (representación de los humanos) y creencias (representación inverosímil de los híbridos), así como define las agencias y relacionalidades que intervienen en el ámbito político y las que resultan impensables.
21 Ver Sabatella en este libro.
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