Cervantes frente a Mateo Alemán: el caso del Persiles
p. 233-251
Texte intégral
No todas las verdades han de salir en público.
Cervantes, Los trabajos de Persiles y Sigismunda, ed. C. Romero Muñoz, p. 224.
No tengo más armas que la lengua.
M. Alemán, Guzmán de Alfarache, ed. J. M. Micó, t. II, p. 85.
1Desde los estudios* de Américo Castro, Carlos Blanco Aguinaga y Monique Joly, hasta los más recientes ensayos de Francisco Márquez Villanueva1 o Antonio Rey Hazas2, queda sobradamente demostrado que sin el aguijón de la Atalaya de la vida humana no sólo el Quijote sería muy distinto al que conocemos, sino que algunas de las Novelas ejemplares quizá no llegaran siquiera a ver la luz3. A pesar de una cierta hagiografía cervantina proclive a postergar a Mateo Alemán para mejor realzar la genialidad del autor del Quijote, resulta hoy evidente que nadie en la época leyó el Guzmán con más atención y provecho que el propio Cervantes. Su mismo radical enfrentamiento, ético y estético, con el modelo alemaniano prueba que supo él captar en seguida la novedad narrativa que entrañaba la «poética historia» del sevillano, ficción de envergadura, hondura y modernidad inéditas por aquel entonces. Ningún novelista coetáneo podía plantearle un reto tan fecundo y tan a la altura de sus ambiciones literarias. En realidad, casi toda la producción novelesca de Cervantes posterior a 1599 se va elaborando en tácita polémica con el innominado (¿por innombrable?) creador del Guzmán, «aquel otro gigante de la novela» en palabras de Márquez Villanueva4. Y es de notar que dicha contienda, no exenta de admiración, apuntaba menos a echar por tierra cuanto suponía el mundo guzmanesco, que a competir —para superarlo— con el concepto de novela larga que sustentaba la corrosiva autobiografía del Pícaro. Desde esta perspectiva de soterrada pugna con la poética de Alemán convendría revisitar el Persiles, obra casi siempre editada y analizada sin contar con la Atalaya5 cuya obsesiva sombra acompañó a Cervantes hasta los últimos días de su vida.
I. — EL PERSILES: ¿UNA RÉPLICA AL GUZMÁN DE ALFARACHE?
2Narración de trama bizantina, explícitamente concebida para rivalizar con Heliodoro, Los trabajos de Persiles y Sigismunda (1617) se sitúan en un polo tan opuesto a la estética de la Atalaya que, al pronto, está uno tentado de eludir cualquier influjo alemaniano. Frente al punto de vista subjetivo imperante en el Guzmán que bucea en la psicología de un «sujeto humilde y bajo» confrontado al mal (humano y social), Cervantes multiplica los personajes —aristócratas los más— en aras de un pluriperspectivismo que, al acumular peripecias y relatos interpolados, reduce la conciencia de los protagonistas a un estado relativamente plano6. Siendo Periandro y Auristela casi perfectos, apenas tienen por qué evolucionar: están destinados a un desenlace feliz en los antípodas del amargo final que espera al galeote-escritor imaginado por Alemán. Entre la peregrinación, casi atemporal y ahistórica, de los héroes cervantinos que se mueven por una geografía exótica o bien cuidadosamente apartada de la agitación urbana (con la simbólica excepción de Roma), y el itinerario de Guzmán imantado por las ciudades y sus tráfagos económicos, la distancia es punto menos que abismal. Al apostar por la «escritura desatada» de una ficción heliodoriana al límite de la verosimilitud, el autor del Persiles optaba con nitidez por una literatura de «entretenimiento», escasamente comprometida, que volvía la espalda al realismo sociopolítico de la Atalaya.
3Esta contraposición de ambos discursos novelescos no deja, sin embargo, de suscitar sospechas acerca de las motivaciones de Cervantes al planear (probablemente desde 1599) su ambiciosa Historia septentrional en forma de alegoría cristiana de la vida humana. En este sentido, Aurora Egido lleva toda la razón cuando, tras valorar el estridente contraste entre la novela bizantina y la picaresca al estilo del Guzmán, consigna que «sería interesante un careo entre El Persiles y la obra de Alemán por lo que al protagonista de éste tiene de figura contradictoria»7. De hecho, la impresión de que la fábula de los príncipes Periandro y Auristela, patente reverso moral de la historia del Pícaro/Atalaya, pudo haber sido una solapada réplica al novelista sevillano, tiende a confirmarse si paramos mientes en el largo proceso de escritura (unos quince años) de esta última creación cervantina.
4Entre 1613 y 1615, Cervantes cuidó mucho de preparar el lanzamiento de su obra anticipando que ésta iba a consagrar definitivamente su fama en el círculo de la alta literatura. Así, en el Viaje del Parnaso (IV, vv. 46-48), no se recata de declarar al propio Apolo: «Yo estoy, cual decir suelen, puesto a pique / para dar a la estampa el gran Persiles, / con que mi nombre y obras multiplique». En su pluma, «el gran Persiles» es entonces una fórmula recurrente, a tono con el orgullo que sentía ante una ficción llamada a sellar su supremacía en el dominio del poema épico en prosa. Conforme ha reseñado Avalle-Arce, «ninguna obra de Cervantes apareció precedida de tanta fanfarria y autobombo como sus Trabajos de Persiles y Sigismunda»8, libro que había de ser
o el más malo o el mejor que en nuestra lengua se haya compuesto, quiero decir de los de entretenimiento; y digo que me arrepiento de haber dicho el más malo porque, según la opinión de mis amigos, ha de llegar al estremo de bondad posible9.
5En otros términos, el Persiles sería la mejor novela larga de cuantas hasta la fecha se habían escrito en España. ¿En qué libros de entretenimiento estaría pensando Cervantes?
6Habida cuenta del inmediato contexto novelístico, lícito es preguntarse si no se trataba, una vez más, de relegar a un plano secundario al único auténtico best seller capaz, a la sazón, de competir con la magnitud del Persiles: el Guzmán de Alfarache de Mateo Alemán10, del cual se decía —según Luis de Valdés— que «no [había] salido a luz libro profano de mayor provecho y gusto hasta entonces» (II, p. 27). Ni La pícara Justina (1605), tedioso «librazo» —reza el Viaje del Parnaso (v. 224)— que con todo se reclamaba de la literatura «de entretenimiento», ni siquiera el lopesco Peregrino en su patria (1604) que a Cervantes debió de antojársele bastante mediocre, se hallaban en situación de constituir un reto a la medida del Persiles. Y no hablemos de la Vida y trabajos de Gerónimo de Pasamonte (1605) cuya calidad literaria dejaba francamente que desear. En cambio, la Atalaya de la vida humana, novela de amplio peregrinar por España e Italia, que ambicionaba «fabricar un hombre perfeto» (II, pp. 22 y 127) a partir de las vivencias de un pícaro, ocupaba casi el mismo territorio novelesco —centrado también en Roma— que se proponía explorar la Historia septentrional al recorrer «la escala de perfección»11 que desde la Isla Bárbara conducía a la Ciudad Eterna. Bien mirado, «el primer roman escrito como alegoría cristiana» no era el Persiles sino el Guzmán de Alfarache. Esta «poética historia» digna —al decir de sus prologuistas— de «un altro Homero» y equiparable a las creaciones de «los más aventajados de los latinos y griegos»12, no estaba lejos de amoldarse a la definición de la épica en prosa en la cual los preceptistas italianos y el Pinciano veían la vanguardia literaria de la época. En suma, parece muy verosímil que, al idear y redactar el Persiles, Cervantes tuviera en mente la odisea de Guzmán, la cual, pese a su incontestable logro artístico, le sonaba a impostura moral, como lo ejemplificaran el galeote Ginés de Pasamonte en el Quijote y el apicarado Berganza, el perro hablador del Coloquio.
7Desde tal óptica, importa tener presente la cuasi unanimidad de la crítica en admitir que los cuatro libros del Persiles pertenecen a épocas distintas, y que los dos primeros —sin perjuicio de retoques ulteriores— hubieron de componerse entre 1599 y 160513, aunque Carlos Romero se decanta por una fecha algo más temprana en la estela de la Filosofía antigua poética (1596) de López Pinciano. Sin subestimar la idea de que Cervantes quisiera, de pasada, enmendar la plana al Peregrino de Lope, creo que es insostenible minimizar aquí la eventual influencia del Guzmán cuya publicación, justamente por aquellos mismos años, revolucionó la prosa de ficción14. Pues bien, los únicos cervantistas atentos a relacionar la todavía enigmática génesis de la Historia septentrional con la obra de Alemán, son —que yo sepa— W. Childers, para quien «Cervantes stopped writing the Persiles as a consequence of the arrival on the literary scene of a work, Mateo Alemán’s Guzmán de Alfarache», y a su zaga Ma A. Sacchetti que, dando un paso más, sugiere (sin detenerse en ello) que «Cervantes wrote his modified romance as a kind of response to the new literary vogue of the picaresque novel»15. Que la Atalaya constituyera un estímulo inicial o un contrapunto integrado a posteriori, su impronta en el Persiles no hubo de ser desdeñable, empezando por la intensificación del contexto realista que se da en la segunda parte del texto. Mucho más arduo, por supuesto, es identificar rastros de polémica antialemaniana en la compleja intertextualidad cervantina. No obstante, me atreveré a llamar la atención sobre dos facetas del Persiles que, a mi entender, entrañan una maliciosa respuesta al Guzmán: la evocación de Roma y, sobre todo, el personaje de Clodio.
II. — DOS VISIONES CONTRAPUESTAS DE ROMA
8En los tiempos de la Contrarreforma triunfante, hablar de Roma no era un tema anodino16: la satírica tradición renacentista seguía connotando cualquier referencia crítica a la capital del catolicismo. Entre las novelas de peregrinaje que, al calor del ideario postridentino, erigen en metáfora de la vida humana la peregrinación del cristiano en busca de sus señas de identidad, tres narraciones de largo aliento coinciden ejemplarmente en el camino de Roma17: el Guzmán, el Persiles y el Criticón. Al imaginar las aventuras de Periandro y Auristela rumbo a la Ciudad Eterna, Cervantes no podía, pues, ignorar el precedente alemaniano que, pese a cultivar igualmente «la idea paulina y agustiniana de la peregrinatio entendida como camino de perfección»18, confrontaba al lector con una imagen deletérea de «la tierra del Papa» (I, p. 418).
9La insólita relevancia que adquiere, en la Atalaya, el episodio romano —nueve capítulos de la Primera Parte y seis de la Segunda— demuestra por sí sola que, para Alemán, la estancia de Guzmán en la ciudad papal revestía una importancia clave en la trayectoria moral del protagonista, quien vive allí, desde los catorce hasta los veinte años, al servicio de un Cardenal y del Embajador de Francia.
10La Roma guzmaniana no brilla, ni mucho menos, por su descripción reverencial. Ahí, los habituales tópicos movilizados para ensalzar la majestad de la terrenal Civitas Dei (andar «la estación de las siete iglesias», venerar las reliquias de los santos mártires, confesar sus pecados con un penitenciario, «ganar el Jubileo», «besar los pies al Pontífice») se esfuman en pro de una visión a-religiosa dominada por la riqueza de «las casas de los cardenales, embajadores, príncipes, obispos y otros potentados» (I, p. 386). La alta jerarquía eclesial, incluido el titular del «palacio sacro», queda definida por su poder temporal sin apenas mediar alusión a su ejemplaridad espiritual. En Roma, al parecer, sólo hay aristócratas poderosos y fraudulentos mendigos expertos en explotar la caridad. Estos últimos, al mando del carnavalesco Micer Morcón, «príncipe de Poltronia y archibribón del cristianismo» (I, p. 394), campaban allí por sus respetos al amparo del desgobierno ambiente, muy a la inversa del orden laico que reinaba en Gaeta (I, pp. 416-418), ciudad fronteriza con la jurisdicción papal. Escaldado por los azotes que el gobernador de Gaeta ordenara propinarle por mendigar fingidamente, Guzmanillo regresa así enseguida a «la tierra del Papa», paraíso «donde hay qué mariscar y por donde navegar» (I, p. 418). Dentro del mismo registro irónico conviene interpretar el seudohomenaje a la santidad de Roma que el pícaro formula a continuación:
Cuando allá llegué, me reventaron las lágrimas de gozo. Quisiera fueran los brazos capaces de abrazar aquellas santas murallas. El primer paso que dentro puse fue con la boca, besando aquel santo suelo. Y como la tierra que el hombre sabe, esa es su madre, yo sabía bien la ciudad, era conocido en ella; comencé como antes a buscar mi vida. Vida la llamaba, siendo mi muerte. Y aquél me parecía mi centro (I, p. 422).
11Y esta parodia de la tópica emocional ligada a la Ciudad Eterna, va a prolongarse (eso sí, mediante cautelas) con el retrato del ambiguo Cardenal cuyas responsabilidades en la política del Papado son evocadas de entrada ya que su encuentro con Guzmanillo tiene lugar «como él saliese para el palacio sacro» (I, p. 423). Calificado de «santo varón», este príncipe de la Iglesia resulta ser en realidad —como sabemos— un sibarita aficionado a exquisitas «conservas» y amigo de timbas «con otros cardenales», cuando no celebra con risas las dudosas burlas de sus criados. Amo permisivo, pero pésimo purpurado de Curia, «Monseñor Ilustrísimo Cardenal», que conjuga el pecado de la gula y el vicio del juego, difiere mucho del perfecto prelado diseñado por el Concilio de Trento. De hecho, todo el episodio está inmerso en un ambiente de comedia, nada adecuado a la gravedad propia de un miembro del Sacro Colegio. Ni siquiera se nos ahorra el espectáculo de «Su Señoría Ilustrísima» que, con «el orinal» en la mano, está «orinando» en su recámara (I, p. 441). Bajo una retórica lenitiva aplicada a recalcar que «Monseñor era la misma caridad», late y alienta una ironía mordaz toda vez que los hechos no confirman ese discurso. Poco sorprendente es el fracaso educacional del Cardenal con su paje.
12El otro símbolo de la Roma guzmaniana es el Embajador de Francia. «Muy discreto, compuesto, virtuoso, gentil estudiante y amigo de tales», este fino diplomático «tenía las calidades que pide semejante plaza» (II, p. 60). A priori, aquel gran señor ilustrado cuyas dotes políticas jamás se ponen en tela de juicio, encarna pues la contrafigura del Cardenal a quien no vemos nunca preocupado por el gobierno de la Iglesia. Pero el Embajador tiene su punto flaco: «Era enamorado» (II, p. 60). Esta desmedida afición a las mujeres que vincula al personaje con la tradición putesca de la capital del Papado, airea aquí un tópico orillado hasta entonces, aunque no es de descartar que pudiera afectar retrospectivamente al propio Cardenal por cuanto «Monseñor —se nos avisa— tuvo estrechas amistades» con «el embajador de Francia» (I, p. 464). Comoquiera que fuese, el purpurado y el diplomático constituyen dos figuras complementarias del desbarajuste moral imperante en la Ciudad Eterna.
13En este aspecto, merecería recordarse que, en La Lozana Andaluza (1528) de Francisco Delicado, cáustica pintura del ambiente lupanario de Roma, son precisamente un cardenal lascivo y «el embajador de Francia» quienes solicitan con más fervor a las cortesanas. Incluso nos enteramos, a través de una de las prostitutas asiduas de «la guardarropa de Monseñor», de que dicho prelado suele regalarle allí golosinas porque «toda es llena de confición, todo venido de Valencia, que se lo envía la madre de Monseñor»19. Para el «discreto lector» del Guzmán, los «muchos géneros de conservas azucaradas» que guardaba el Cardenal «en la recámara, para su regalo» (I, p. 439), habían de repristinar reminiscencias de otras gollerías non sanctas difundidas por la literatura del primer Renacimiento20.
14Como comprobamos, el hipotexto de los capítulos romanos de la Atalaya es más problemático de lo que se suele admitir. La visión de Roma que nos transmite el novelista sevillano emparenta más con la vieja corriente erasmista que con el ideal contrarreformista de «la Santa Ciudad» acatado por Cervantes. Ilustrativa de esta diferente percepción es la comparación entre Florencia y Roma que figura en el Guzmán y en El licenciado Vidriera.
15El himno a la Florencia de los Médicis que, en la novela de Alemán, marca el apogeo de la tópica de laude urbium, sobrepasa en mucho el homenaje a los orígenes maternos del autor. Esta descripción de Florencia, «flor de toda Italia» que «como madre verdadera» acoge con «caridad y amor» a los forasteros (II, p. 169), es el tributo de admiración rendido por un humanista a la nueva Roma de los tiempos modernos. Al contemplar el esplendor urbanístico de la ciudad, reflejo del «buen gobierno, costumbres y trato general» que allí se percibía, Guzmán no puede por menos de advertir:
Quedé confuso, porque nunca creí que había otra Roma. Y bien considerado su tanto, le hace muchas ventajas en los edificios, porque los buenos de Roma ya están por el suelo y poco hay en pie que no sean sombras de lo pasado, ruinas y fragmentos. Pero Florencia todo es flor, todo está vivo (II, p. 163).
16Según se echa de ver, la floreciente capital toscana donde «se saben conocer y estimar los méritos de cada uno» (II, p. 170), se define por contraste con la ociosa Ciudad Eterna cuyas decrépitas bellezas pertenecen al pasado. ¿Cabría sugerir con más claridad que la cabeza de la Cristiandad es ya una urbe muerta? No sólo se nos explica que en Florencia, a diferencia de Roma, «la limosna que allí se distribuye a pobres» no fomentaba la «bribiática» pues «la justicia no les permitía tener academias» (II, pp. 165-166), sino que se nos invita a admirar el gran número de iglesias y conventos del lugar, tema normalmente reservado a la sede del Papado en la cual Guzmán no sintió la necesidad de tratarlo. Así, visitamos «la Iglesia Mayor» donde Guzmán oye misa, «la Anunciada» con su «angelical pintura» de la Virgen, obra digna de «la mano poderosa del Señor» (II, p. 164), «el templo de San Juan Baptista» donde «se cristianan todos los de aquella ciudad», y además se nos informa de que hay «en Florencia cuarenta y una iglesias parroquiales, veinte y dos monasterios de frailes, cuarenta y siete de monjas, cuatro recogimientos, veinte y ocho casas de hospitalidad y dos del nombre de Jesús» (II, p. 168). Verdaderamente, la fe y la religiosidad, apenas ejemplificadas en Roma, triunfan en la patria de los Médicis, cuna del Humanismo renacentista.
17Bastante lejos estamos de la visión que Cervantes propone de ambas ciudades en El licenciado Vidriera. Tras dedicar dos líneas convencionales a la belleza de Florencia, son al menos veinte las que consagra a «la grandeza y majestad romana», sin olvidarse de glorificar al «Colegio de los Cardenales» y al «Sumo Pontífice». Vale la pena citar los pasajes más significativos de esas visitas de Tomás:
Contentóle Florencia en estremo, así por su agradable asiento como por su limpieza, suntuosos edificios, fresco río y apacibles calles. Estuvo en ella cuatro días y luego se partió a Roma, reina de las ciudades y señora del mundo. Visitó sus templos, adoró sus reliquias y admiró su grandeza […], sus magníficos pórticos y anfiteatros grandes, su famoso y santo río que siempre llena sus márgenes de agua y las beatifica con las infinitas reliquias de cuerpos de mártires que en ellas tuvieron sepultura […]. Notó también la autoridad del Colegio de los Cardenales, la majestad del Sumo Pontífice, el concurso y variedad de gentes y naciones. Todo lo miró y notó y puso en su punto. Y habiendo andado la estación de las siete iglesias y confesádose con un penitenciario y besado el pie a su Santidad, lleno de agnusdeis y cuentas determinó irse a Nápoles21.
18Por lo visto, Cervantes cuida mucho —a la inversa de Alemán— de inclinar la balanza a favor de la ciudad papal, «reina de las ciudades y señora del mundo». La misma descripción reverencial —también rastreable en La española inglesa22— se desprende, con algunos matices, de Los trabajos de Persiles y Sigismunda. Largo viaje desde las tinieblas de la barbarie hasta Roma, «cielo de la tierra» (p. 320)23, la peregrinación de Periandro y Auristela, pronto convertida en aventura colectiva con motivo de un Jubileo, queda imantada desde sus comienzos por «la Santa Ciudad» del Papa, soñada meta de purificación a la que casi todos los protagonistas rinden culto conforme van apareciendo en la narración. Escasos son los personajes que no proclaman su fervorosa adhesión a «la Santa Iglesia Católica Romana, regida por el Espíritu Santo y gobernada por el Sumo Pontífice, vicario y visorrey de Dios en la tierra» (p. 176); o que no tienen a gala afirmar, como el antiprotestante Mauricio: «Soy cristiano católico, y no de aquellos que andan mendigando la fe verdadera entre opiniones» (p. 213). Por su parte, el discreto Periandro no omite subrayar que él y su hermana van
llevados del destino y de la elección, a la santa ciudad de Roma y, hasta vernos en ella —puntualiza— parece que no tenemos ser alguno ni libertad para usar de nuestro albedrío. Si el cielo nos llevare a pisar la santísima tierra y adorar sus reliquias santas, quedaremos en disposición de disponer de nuestras hasta agora impedidas voluntades (pp. 232-233).
19En resumen, el novelista no pierde ocasión de identificar la «alma ciudad de Roma» (p. 385) con un ideal de perfección humana a la medida del catolicismo postridentino.
20Cervantes, por cierto, no deja de mencionar las dos caras tradicionales de la urbe papal, caput mundi y sentina di peccati, a través de dos sonetos (pp. 644 645): uno en loor de la «sacrosanta» ciudad purificada por «la sangre de mártires», que recita un peregrino, «hincado de rodillas» y «con lágrimas en los ojos»; otro —tan sólo aludido— «en vituperio desta insigne ciudad», que se atribuye a un anónimo «poeta español, enemigo mortal de sí mismo y deshonra de su nación», al cual el antedicho recitante tilda de ser más poeta que cristiano. Imputado a veces por la crítica al conde de Villamediana, este indeseable soneto antipapista equivale, de hecho, a poner en la picota a toda una corriente satírica que, al filo del Seiscientos, afloraba todavía —según hemos visto— en el Guzmán de Alfarache. No es, por tanto, imposible que la referencia a ese anónimo «poeta español», tan mal «cristiano», entrañe asimismo un dardo envenenado destinado a Mateo Alemán cuya evocación de «la tierra del Papa» encajaba al fin y al cabo dentro del vituperio de Roma. Recuérdese que en el Viaje del Parnaso (1614) se disimula tal vez —«con alta probabilidad», estima Márquez Villanueva— una indirecta al, por otro lado, nunca nominado autor de la Atalaya, tachado allí de no ser cristiano aunque sus escritos merezcan sobrevivirle. En esa revista de los literatos de su tiempo, donde brilla la «ausencia conspicua de Alemán», Cervantes introduce en efecto un terceto relativo a cierto poeta cuyo nombre no se desea pronunciar: «Este que el cuerpo y aun el alma bruma / De mil, aunque no muestra ser cristiano, / Sus escritos el tiempo no consuma» (II, vv. 295-297). Tratándose forzosamente de un «poeta de grueso calibre», cuyas «sátiras o fisgas — especifica Márquez Villanueva — no sólo resultan agobiantes, sino que llegan a causar también una especie de opresión física», nada se opone a que dicho retrato pueda «valer como un perfecto esbozo fenomenológico de Alemán»24.
21En todo caso, la Roma que sirve de marco espiritual al desenlace del Persiles, difiere notablemente de aquella urbe del fraude a la que el pícaro «llamaba [su] vida, siendo [su] muerte» (I, p. 422). Al contrario que en la escena homóloga del Guzmán, difícil sería detectar atisbos burlescos en la actitud devocional que, al llegar a Roma, adoptan los peregrinos «besando primero una y muchas veces los umbrales y márgenes de la entrada de la ciudad santa» (p. 646). Más difícil aún sería discernir un sesgo irónico en las explicaciones doctrinales sobre «los principales y más convenientes misterios de nuestra fe», «la eficacia de los sacramentos», «la firmeza de la Iglesia» o «el poder del Sumo Pontífice, visorrey de Dios en la tierra y llavero del cielo», que los penitenciarios exponen ante Auristela ansiosa de informarse acerca de «la fe católica» (pp. 656-658) que «en aquellas partes setentrionales andaba algo de quiebra» (p. 703). Pese a las reticencias de ciertos cervantistas, fuerza es reconocer que no escasean en el Persiles indicios de una explícita devoción hacia la Iglesia postridentina, empezando por el tema de las indulgencias papales con motivo del Jubileo25. El final de la Historia septentrional tampoco se presta al equívoco. Periandro no sólo cumple —cual Tomás en El licenciado Vidriera— con la piadosa costumbre de «andar las siete iglesias» (p. 663), sino que, tras las últimas peripecias, «volvió a visitar los templos de Roma» (p. 713) en son de acción de gracias, mientras Auristela, «habiendo besado los pies al Pontífice, sosegó su espíritu», tal como hiciera ya Ricaredo, en La española inglesa, para sellar su conversión al catolicismo. Sostener con algunos críticos reacios a admitir la ortodoxia de la novela, que en la Roma del Persiles se ven ante todo los pies de Su Santidad, es una lectura muy discutible.
22Es verdad que no todo es luz en la «Ciudad Santa». Sombras no faltan como lo testimonian el judío Zabulón y la cortesana Hipólita confabulados para desbaratar los sagrados planes de Periandro y Auristela. Pero su intervención en la fábula consiste sobre todo en poner a prueba la pureza de intenciones de la pareja que, a la postre, saldrá vencedora de esa confrontación con las fuerzas maléficas. Lejos de menoscabar la espiritualidad de la Ciudad Eterna, dichos incidentes robustecen su ejemplaridad. El feliz desenlace de la historia, en el que se aúnan amor y catolicismo, supone que fe religiosa y amorosa no han de disociarse a riesgo de destruirse mutuamente conforme al palíndromo Amor-Roma. El hecho de que la religión sea, en el Persiles, «una necesidad artística» en línea con el género heliodoriano, no implica que la misma sea un mero «recurso estético»26 capaz de poner en entredicho la apología de la fe católica recurrente en el relato. Hay que rendirse ante la evidencia: sin ser un reaccionario, Cervantes suele mostrar en el terreno religioso la prudencia de un discreto conservador tentado por el conformismo; y con mayor razón en su última obra terminada «puesto ya el pie en el estribo, / con las ansias de la muerte», según confiesa en su dedicatoria al conde de Lemos27. En el fondo, su cuasi inocuo erasmismo que sólo afecta a facetas subalternas de la religiosidad, corre parejo con su habitual respeto a la clase aristocrática. En vano se buscarían en sus escritos censuras tan acerbas como las que Alemán dirige, en el Guzmán, a «los príncipes, los poderosos y gente de calidad» (II, p. 446), «desde la tiara hasta la corona» (I, p. 285), en virtud del axioma «todos somos hombres» (I, p. 142) y «todos pecamos en Adán» (II, p. 350).
III. — EL PERSONAJE DE CLODIO: ¿UN NUEVO AVATAR DE ALEMÁN / GUZMÁN?
23Uno de los argumentos esgrimidos por la crítica reciente del Persiles para fundamentar la ironización del modelo bizantino, y desmitificar de rebote los alardes contrarreformistas del texto, sería el paradójico papel asignado al personaje de Clodio, «sistemáticamente despreciado y vituperado por el narrador», cuando viene a ser —observa González Maestro— «el único que advierte ciertas verdades esenciales, y que declara la realidad de determinadas actitudes humanas». Así las cosas, sería preciso no confundir la postura distanciada de Cervantes con la de su cínico narrador, quien «no duda en presentar como malvados y perversos precisamente a los personajes más inteligentes y valientes de la novela, entre los que sobresale el singular Clodio y la no menos subversiva Rosamunda». En opinión de González Maestro,
el autor, Cervantes, crea al personaje de Clodio, con todo el poder subversivo de su verdad, y, para disimular su personal responsabilidad autorial, pone en boca del narrador, y de otros personajes supuestamente virtuosos, una serie de acusaciones, no justificadas en la acción de la novela, contra Clodio28.
24Bajo tal luz, Clodio, encarnación de «la verdad proscrita», sería uno de los pocos protagonistas positivos de la fábula. Este planteamiento —que, a mi juicio, cabría rectificar— tiene el mérito de focalizar la atención sobre la conflictiva figura de Clodio, harto desatendida por los cervantistas29 pese a constituir una clave maestra para despejar el complicado intertexto de la Historia septentrional.
25¿Quién es Clodio? ¿Por qué no merece ir a Roma ni siquiera pisar tierras católicas? Más que el disimulado portavoz de un maquiavélico Cervantes, el «maldiciente» Clodio cuyo nombre asuena con odio, parece ser el blanco de un ajuste de cuentas. Pero, ¿quién puede ocultarse detrás de ese calumniador sin escrúpulos? Se han propuesto variadas identificaciones. La más obvia concierne al demagogo latino Publio Clodio, político corrupto y malvado, desterrado de Roma por Cicerón. Bien conocido del avisado lector del Seiscientos por venir mentado en las Epístolas familiares de Guevara30 y en la Silva de varia lección de Mexía31, el «infame» y «traidor» Clodio mal se prestaba a asumir la verdad autorial del creador del Persiles. Tampoco han faltado tentativas de encontrar un modelo vivo para ese protagonista discordante e incordiante. Como refiere Romero en los Apéndices a su edición (p. 722), Azorín y Rothbauer apuntaron a Pietro Aretino, mientras que Blanca de los Ríos se inclinó a pensar en Tirso de Molina… Más plausible sería la sugerencia, debida a Pelorson32, de que Clodio pudiera ser un disfraz del «infame» Antonio Pérez, el revoltoso Secretario de Felipe II, quien, encarcelado a raíz de la muerte de Escobedo, consiguiera huir en 1590 y exiliarse finalmente a Inglaterra y a Francia, desde donde lanzó libelos contra la Corona hispana. A partir de 1603, perdidos ya sus apoyos en Europa, Pérez solicitaría en balde el perdón del Rey para volver a España. Considerado un traidor a su patria, había de morir en 1611, antes de que la Inquisición revocara (1615) la sentencia contra él pronunciada por supuesto delito de herejía33. Los puntos fuertes de la hipótesis de Pelorson son, ciertamente, la presunta nacionalidad inglesa de Clodio, difamador de «los reyes y príncipes que nos gobiernan» (p. 224), su status de perpetuo desterrado por «traidor» (p. 225), y en fin su deseo de «alcanzar perdón de su rey» (p. 234).
26Si bien esta identificación con Antonio Pérez (cuyas andanzas aún estaban en la mente de todos hacia 1615) no ha de soslayarse, creo que el personaje literario de Clodio —el más interesante de cuantos atraviesan los libros iniciales del Persiles, justamente por cuestionar la poética misma de la fábula— es más complejo y rebasa el ámbito de la política al cual le reduciría la figura del ex secretario real. Cincelado con esmero, dicho retrato, por lo menos bifronte, aglutina a todas luces varias personalidades. Detrás del «satírico y maldiciente» Clodio, caracterizado por su «pluma veloz» (p. 223) y sus escritos «agudos sobre bellacos» (p. 225), podría esconderse quizás el autor de las Relaciones (1594) publicadas en Londres; pero importa subrayar que toda esta polémica acerca de «la murmuración» disfrazada de «filosófico y grave razonamiento» (p. 291), evoca ante todo el debate ético-literario al cual asistimos en el Coloquio de los perros, obra forjada en concomitancia con los primeros libros del Persiles. Y allí, las impertinencias bajo capa de filosofía moral que Cipión reprocha a Berganza, «Guzmán de cuatro patas»34, nada tienen que ver con Pérez sino con el modo de imbricar la sátira en el arte de novelar a tono con las pautas marcadas por el Pinciano: «el que enseña virtud no conviene sea malo en manera alguna»35.
27Muy llamativo es este paralelismo con el Coloquio donde «la identidad latente desde el principio entre Berganza y Mateo Alemán»36 no ofrece duda. Tratando ahí del «maldiciente murmurador», resaltaba Cervantes que la maledicencia amparada en «la gana de filosofar» —una de las controvertidas vertientes del Guzmán— era «tentación del demonio», porque
no tiene la murmuración mejor velo para paliar y encubrir su maldad disoluta que darse a entender el murmurador que todo cuanto dice son sentencias de filósofos y que el decir mal es reprehensión, y el descubrir los defetos ajenos, buen celo37.
28Al «murmurante» Berganza, en efecto, quien, a semejanza del locuaz Guzmán, se desvive por hablar, Cipión le afea su intento de vender por filosofía un sermoneo de corte satírico:
¿Al murmurar llamas filosofar? —le dice— ¡Así va ello! ¡Canoniza, canoniza, Berganza, a la maldita plaga de la murmuración!, y dale el nombre que quisieres, que ella dará a nosotros el de cínicos38.
29En tales reparos, no era difícil distinguir una crítica de aquel implacable censor del linaje humano que era Alemán. Ahora bien, cuando, en el Persiles, Rutilio replica al «murmurador» Clodio puesto a disertar sobre los «peligros de la condición humana», lo precario de «las amistades entre los ricos y los pobres» y «la desigualdad que hay entre la riqueza y la pobreza» —temas básicos de la Atalaya39—, con un «Filósofo estás» (p. 310), nos hallamos ante el mismo tipo de controversia.
30Si, además, tenemos en cuenta que el propio Alemán calificaba «la mormuración como hija natural del odio» asentado por lo general «en la gente de condición vil y baja» (I, p. 224), salta a la vista que el «maldiciente y murmurador» Clodio (p. 229), «un hombre bajo y humilde» (p. 317), asume no pocas de las características atribuidas al Pícaro. Tanto es así que Clodio, gran «letrado» (p. 310) y experto en «[quitar] las honras por escrito» (p. 225), se autodefine con cierta complacencia por sus dotes de escritor satírico propenso a «las maliciosas agudezas»:
Tengo un cierto espíritu satírico y maldiciente —explica—, una pluma veloz y una lengua libre; deléitanme las maliciosas agudezas y, por decir una, perderé yo no solo un amigo, pero cien mil vidas. No me ataban la lengua prisiones, ni enmudecían destierros, ni atemorizaban amenazas, ni enmendaban castigos (p. 223).
Si quieren que no hable o escriba —prosigue—, córtenme la lengua y las manos, y aun entonces pondré la boca en las entrañas de la tierra, y daré voces como pudiere […], porque, aunque soy murmurador y maldiciente, el gusto que recibo de decir mal, cuando lo digo bien, es tal que quiero vivir porque quiero decir mal (pp. 225-226).
Me salen a la lengua y a la boca ciertos pensamientos que rabian porque los ponga en voz y los arroje en las plazas antes que se me pudran en el pecho o reviente con ellos (p. 308).
31Este autorretrato, cuyos rasgos remiten a un orden literario40, no está lejos de siluetear al galeote Guzmán de Alfarache, impenitente «satírico» de «pluma veloz y lengua libre», que narra sus fechorías desde las galeras. Al propósito, se observará que Clodio irrumpe en el Persiles bajo la apariencia de un preso «aherrojado» (p. 221) a bordo de un «navío», visión evocadora del pícaro alemaniano «preso y aherrojado» (II, p. 49) en una nave de Su Majestad. «Echaron de la nave al esquife —relata Cervantes— un hombre lleno de cadenas […], de hasta cuarenta años de edad […], brioso y despechado» (p. 211): edad y prestancia confirman el parecido de ese nuevo Ginés de Pasamonte con el forzado sevillano. También, al igual que Guzmán «desherrado» por el capitán de la galera en espera del indulto real, Clodio obtiene que el príncipe Arnaldo «le mandase quitar la cadena», el cual «hizo por un capitán que [le] traía a su cargo, que [le] desherrase y se [le] entregase, que él tomaba a su cargo alcanzar [le] perdón de su rey» (p. 234). La coincidencia entre esta escena y el desenlace de la Atalaya no debió de pasarle inadvertida al «curioso lector» de la época. Y máxime si se repara en ciertos pasajes del Persiles que suenan a reminiscencias guzmanescas. Tal es el caso, por ejemplo, de la sentencia «La traición contenta, pero el traidor enfada» (p. 225), que se encuentra en el Guzmán bajo la forma «La traición aplace, y no el traidor que la hace» (I, p. 370). Dicha fórmula, que prefigura el capítulo conclusivo en el que el galeote delata a Soto para congraciarse con las autoridades, cobra tal vez especial significado intertextual en la pluma de Cervantes cuando se nos dice que, para encubrir «su bellaquería», «Clodio, desesperado, había de dar en traidor» (p. 329). A este tenor, cabría interpretar la sospechosa contrición del «arrepentido» Clodio: «ya la experiencia me ha mostrado —observa— que no es bien ofender a los poderosos y la caridad cristiana» (p. 226). Esta reflexión sintoniza con el arrepentimiento tardío del Pícaro: «las experiencias me dicen y con la senetud conozco la falta que me hice» (II, p. 127). Y es tentador aplicar al ya anciano Guzmán-narrador la malévola advertencia de Rosamunda tocante a la incurable indiscreción de Clodio: «Sobre la lengua del maldiciente no tiene jurisdición el tiempo y, así, los ancianos murmuradores hablan más cuanto más viejos» (p. 248). Curiosas, asimismo, por su analogía con el discurso de Guzmán confiado en que los «trabajos» padecidos habían de levantarle a «la cumbre» desde «la ínfima miseria», «porque bajar a más no era posible» (II, p. 519), son las consideraciones de Periandro sobre su propia trayectoria vital:
Los trabajos que yo hasta aquí he padecido imagino que han llegado al último paradero de la miserable fortuna y que es forzoso que declinen: que, cuando en el estremo de los trabajos no sucede el de la muerte, que es el último de todos, ha de seguirse la mudanza, no de mal a mal, sino de mal a bien, y de bien a más bien; y éste en que estoy […] me asegura y promete que tengo de llegar a la cumbre de los más felices que acierte a desearme (p. 398).
32Esas concordancias y homologías textuales con la Atalaya41 no pueden ser totalmente fortuitas: en el retrato de Clodio se transparentan en filigrana tanto Guzmán como Alemán. La mayoría de los rasgos negativos achacados a Clodio (la irreprimible murmuración, la malicia cínica, la bajeza de nacimiento, o su trato con la «torpe y viciosa Rosamunda») se ajustan a los vicios y pecados del Pícaro cuya confesión hace hincapié en su trágica maldad:
Como soy malo, nada juzgo por bueno: tal es mi desventura y de semejantes. Convierto las violetas en ponzoña, pongo en la nieve manchas, maltrato y sobajo con el pensamiento la fresca rosa (II, p. 40). ¿Qué nos podrá decir un malo, que no sea malo? (II, p. 43).
33Pero es más: las taras de Clodio —«desgraciado con todo el mundo» (p. 224)— concuerdan igualmente con la leyenda negra que rodeaba al polémico autor del Guzmán. Vergonzosamente cesado de la Contaduría Mayor y enemistado con no pocos de sus amigos, Alemán había de optar en 1607-1608 por expatriarse a Méjico en compañía de su amante y de tres hijos naturales suyos. Estos datos escandalosos eran bien conocidos en los cenáculos literarios del tiempo. Prueba de ello es la acerada caricatura que López de Úbeda hace, en La pícara Justina, de un tal Perlícaro, máscara probable —como ha mostrado Márquez Villanueva42— del propio Alemán asimilado a su criatura literaria. El perfil de aquel pícaro criticón, escritor de «redomada sabiondez», cuya viperina lengua es comparada con un dardo de ballesta «sobre el arco de sus dientes», nos interesa directamente. «Hidaruynes», «público pecador» y «contador del diablo», Perlícaro, «llamado el matraquista» o «murmurador de ventaja» que husmea cual «perro perdiguero» y «juez de comisión»43, se caracteriza por su intolerable maledicencia merecedora —se nos sugiere— de las cárceles del Santo Oficio. En esta línea, la descalificación ética que imputa Cervantes al enigmático literato mencionado en el Viaje del Parnaso («no muestra ser cristiano») cobra acaso su exacto significado; sobre todo si recordamos que de la afilada «lengua» de Clodio «tal vez no están seguros los cielos ni los santos» (p. 224). Esta última saeta bien podría apuntar al San Antonio de Padua que Alemán publicara en 1604 con miras a contrabalancear cualquier interpretación pérfida de la Atalaya.
34De todos modos, Cervantes dista de mostrarse tan despiadado como López de Úbeda hacia el novelista sevillano. Sus reservas en lo moral y religioso no excluyen un claro homenaje artístico al «famoso de Alfarache» como lo nombra en La ilustre fregona, o como sugiere el antes citado pasaje del Viaje del Parnaso («sus escritos el tiempo no consuma»). Si bien, al aseverar que no «ha de esperar el que siembra cizaña y maldad dé buen fruto su cosecha», el narrador del Persiles tiende a confinar a Clodio en su papel de portavoz de «la malicia humana» (pp. 234-235), no por ello deja de reconocerle una cierta «discreción» a la altura de su agudo ingenio:
Era Clodio —leemos— […] hombre malicioso sobre discreto, de donde le nacía ser gentil maldiciente, que el tonto y simple ni sabe murmurar ni maldecir y, aunque no es bien decir bien mal, como otra vez se ha dicho, con todo esto alaban al maldiciente discreto, que la agudeza maliciosa no hay conversación que no la ponga en punto y dé sabor, como la sal a los manjares, y, por lo menos, al maldiciente agudo, si le vituperan y condenan por perjudicial, no dejan de absolverle y alabarle por discreto (p. 307).
35Esta paradójica configuración del talento de Clodio, «hombre malicioso sobre discreto» o «maldiciente discreto», resulta ser tanto más iluminadora cuanto que, para Cervantes y los escritores de su tiempo, «la discreción», crisol del arte de hablar y de escribir, «fue también filología», según aclara Aurora Egido44. Así, pues, el ingenio de Clodio remite esencialmente a la esfera de la literatura y, en particular, a la sátira cuyo referente más brillante era, a la sazón, el lucianesco Guzmán de Alfarache. Al decir de Baltasar Gracián, la Atalaya merecía el título de parangón de «la agudeza española»45. Desde tal ángulo de enfoque, interesa no perder de vista que el Guzmán —«este libro discreto», realzaba Hernando de Soto, en el que un «pícaro con discreción […] enseña por su contrario la forma de bien vivir» (I, p. 121)— vehiculaba un arte de prudencia basado en la «discreta disimulación» (I, p. 234), pregraciana filosofía moral que a Cervantes hubo de saberle a amarga pócima tacitista.
36Clodio, por otro lado, partidario de que todos «[discurran] por el camino de la razón» (p. 298), porque «los gustos de los discretos hanse de medir con la razón y no con los mismos gustos» (p. 291), queda definido por su culto a la racionalidad frente a las artificiosas apariencias. Siempre movido por «ciertos ímpetus maliciosos que [le] hacen bailar la lengua en la boca y malográrse [le] entre los dientes más de cuatro verdades, que andan por salir a la plaza del mundo» (p. 247)46, «nuestro murmurador» —a imagen de Guzmán, fiscal de las falsas apariencias sociales o literarias— es un abanderado de la razón y de la verdad indeseable. Acorde con la tesitura guzmaniana —«digo verdades y hácensete amargas» (II, p. 42), «verdaderamente son verdades las que trato, no son para entretenimiento» (II, p. 377)—, el personaje, al cual «jamás [le] ha acusado la conciencia de haber dicho alguna mentira» (p. 224), se ve abocado a faltar al decoro y a que sus verdades sean repudiadas con displicencia. Cuando, por ejemplo, procura dar sensatos consejos políticos al príncipe Arnaldo, representándole «la voluble condición de las mujeres» y la necesidad para un futuro monarca de «casarse no con la hermosura, sino con el linaje» (p. 298), aquél le rechaza con altivez. Escarmentado, Clodio, «con propósito de no servir más de consejero», admite entonces que «el que lo ha de ser requiere tener tres cualidades: la primera, autoridad; la segunda, prudencia y, la tercera, ser llamado» (p. 299). Esta reacción despechada nos trae a la mente las invectivas del Pícaro contra el autismo de «los príncipes» sordos a los consejos de «sus criados, aunque les importaran mucho y fueran ellos grandísimos estadistas para poderles aconsejar» (II, p. 56). Más tarde, Guzmán señalará: «No hay burlarse con poderosos ni mentar verdades» (II, p. 125); «por decir verdades me tienen arrinconado, por dar consejos me llaman pícaro y me los despiden. Allá se lo hayan» (II, p. 269)47.
37Dicha problemática de la verdad indecorosa entronca claramente en el realismo de la Picaresca, lugar de la voz proscrita: «no todas las verdades han de salir en público ni a los ojos de todos» (p. 224), se le reprocha a Clodio. Entre esas verdades inoportunas sobresale, desde luego, el empeño del «murmurador» en denunciar la fingida hermandad entre Periandro y Auristela, artificio poético sobre el cual se edifica la Historia septentrional. Varias veces, en efecto, el racional y perspicaz Clodio —que «[entiende] mejor que todos» (p. 291), y «llegó a sospechar la verdad» (p. 630)— interviene para desvelar la probable falacia del guión que los demás parecen aceptar sin chistar. Así, refiriéndose al axioma picaresco «el que está ausente de su patria, donde nadie le conoce, bien puede darse los padres que quisiere» (p. 308), pone él en duda la supuesta virtud de Periandro y Auristela equiparados a «mozos vagamundos, encubridores de su linaje», pues —confía a Rutilio— «no me puedo persuadir que sean hermanos» (p. 309). Esas intervenciones encaminadas a socavar «lo maravilloso verosímil» que anima la ficción cervantina, vienen en definitiva a legitimarlo: dicho distanciamiento crítico refuerza el interés del lector por un argumento tal vez menos liso de lo que aparentaba en un principio. Clodio asume una función reveladora forzosamente efímera. Por ende, no me acaban de convencer los análisis de González Maestro aplicados a probar que Cervantes utiliza al escéptico Clodio para desmitificar no sólo la trama bizantina de la historia sino también su aparente ortodoxia católica. Verdad es que «Clodio es una de las grietas del Persiles», y que este «racionalista de la sospecha» amenaza con «poner en peligro la integridad de toda la novela»; pero precisamente por ello —«por sus verdades capaces de trastornar el mundo en que vive y sus ideologías fundamentales»48—, Cervantes no podía seguirle el juego durante mucho tiempo sin exponerse a pactar con la poética naturalista del Guzmán de Alfarache.
38Desde esa óptica, la muerte de Clodio antes de que los peregrinos llegaran a Lisboa adquiere toda su ejemplaridad: condenado a no pisar tierras cristianas y, por consiguiente, a no ir a Roma, el personaje expía sus culpas (morales y estéticas) siendo eternamente recluido entre los semi-bárbaros del Norte. Las mismas condiciones de su desaparición son simbólicas. Considerada un providencial castigo del cielo, su muerte accidental se debe a una flecha —comparable a los dardos del deslenguado Perlícaro— que «le pasó la boca y la lengua, y le dejó la vida en perpetuo silencio: castigo merecido a sus muchas culpas» (p. 335). «Yo escupí a el cielo —decía Guzmán—, volviéronse las flechas contra mí» (II, p. 182). Por lo visto, «el desalmado» Clodio, cuya memoria sólo vindicaría la bruja Cenotia (p. 355), no era digno de caminar rumbo a la católica Roma, «cielo de la tierra». Si nuestro «satírico» hubiera acompañado a los peregrinos hasta «la tierra del Papa» tan grata al Pícaro, ¡qué de impertinencias podrían habérsele ocurrido!
39Urge concluir subrayando que ya sería hora de valorar la impronta de la Atalaya en la génesis y redacción del Persiles. Si bien es cierto —como explica Aurora Egido— que el paradójico personaje de Clodio es pieza clave en el debate cervantino sobre «ser o no ser discreto» en relación con la ética del arte de novelar49, no lo es menos que al trasluz de aquel «hombre malicioso sobre discreto» dotado de «una pluma veloz y una lengua libre», se perfilan y cuestionan los rasgos definitorios del Pícaro inmortalizado por el Guzmán de Alfarache, inevitable referencia, en vísperas del Persiles, de la ficción inconformista con pretensiones morales. A mi juicio, los dos libros iniciales de la Historia septentrional atestiguan la fascinación/repulsa —ya subyacente al Coloquio de los perros— que Cervantes experimentó hasta sus últimos días por el subversivo modelo novelístico lanzado por Alemán. Antítesis del discreto Periandro50, el «maldiciente» Clodio personificaría así un concepto de la novela satírica forjada desde el compromiso ético-político, que chocaba con la poética de la ejemplaridad inherente, para Cervantes, al «libro de entretenimiento»: «no todas las cosas que suceden son buenas para contadas», especifica el narrador del Persiles, «acciones hay que, por grandes deben de callarse y otras que, por bajas, no deben decirse» (pp. 526-527). Al rayar en cínica maledicencia, la demasiado aguda discreción se arriesgaba a desviarse del bien moral, por mucho que la corease el público lector. Así y todo, tales discrepancias (en buena parte ideológicas) no excluían una indudable admiración artística por el golpe maestro que significara la Atalaya para la creación de la novela moderna. Lástima que, hoy en día, los cervantistas (y los hispanistas en general) no sientan por la obra del gran novelista sevillano el mismo interés que el propio Cervantes.
Notes de bas de page
1 En especial, «La interacción Alemán-Cervantes» (pp. 149-181), estudio clave que muestra cómo «los tres últimos lustros de Cervantes [transcurrieron] bajo una continua meditación del caso de Mateo Alemán y de las razones que los distanciaban tanto en el terreno del arte como en todo lo demás»; y, últimamente, su libro Cervantes en letra viva, pp. 31-34,139,143 y 167.
2 Véase su excelente estado de la cuestión: «El Guzmán de Alfarache y las innovaciones de Cervantes», pp. 177-217.
3 Ver P. N. Dunn, Spanish Picaresque Fiction, p. 219.
4 F. Márquez Villanueva, Cervantes en letra viva, p. 144: «La revelación central de la vida en las Letras de Miguel de Cervantes [fue] un hecho de inmensa resonancia, marcado por la aparición de la primera parte del Guzmán de Alfarache del sevillano Mateo Alemán en 1599» (p. 31). Véase también A. Close, Cervantes y la mentalidad cómica de su tiempo, p. 58: «Cervantes, aunque nunca lo confesó abiertamente, estaba tan deslumbrado por la novela de Alemán como sus contemporáneos. Toda la ficción cómica que escribió en la década entre 1600 y 1610 —esto es, la primera parte de Don Quijote y las novelas más conocidas— está, en mayor o menor medida, en deuda con el Guzmán de Alfarache».
5 Salvo error, el único estudioso que ha tomado en cuenta —si bien algo superficialmente— la huella del Guzmán en el texto cervantino es F. Márquez Villanueva («La interacción Alemán-Cervantes», pp. 177-178). Por su parte, P. N. Dunn se limita a observar que «The long romance, which Guzmán essentially is, profoundly influences Cervantes’ Persiles y Sigismunda» (Spanish Picaresque Fiction, p. 15).
6 Ver j. González Maestro, «La risa en el Persiles», p. 179: «La superficialidad y planicie de los protagonistas literarios del Persiles está fuera de toda duda».
7 A. Egido, «Los trabajos en el Persiles», pp. 36-39 y 64 (n. 105). Esa afinidad y contraste entre el pícaro y el peregrino —ya analizados por J. B. Avalle-Arce en su «Introducción» a Lope de Vega, El peregrino en su patria (p. 31)— habían inspirado a A. Vilanova («El peregrino andante en el Persiles de Cervantes», p. 396) la reflexión siguiente: «El influjo de las ideas morales del Guzmán en el pensamiento español del Barroco, desde Cervantes a Gracián, es de un alcance incalculable. Una de las ideas fundamentales del mundo barroco, la peregrinación como experiencia, procede directamente del ideario filosófico del Guzmán».
8 J. B. Avalle-Arce, «La alegoría del Persiles», p. 45.
9 Quijote, II, «Dedicatoria al conde de Lemos».
10 «Con el concepto de libro de entretenimiento —comenta F. Márquez Villanueva (Cervantes en letra viva, p. 32)— que encarnaba ya el Guzmán de Alfarache, pero no era certeramente acuñado hasta La pícara Justina (1605), nacía la literatura no como discurso de belleza ideal, sino como ese factor de universal aceptación a que sólo podría dar cabida la novela, en cuanto forma específica del poema moderno y único género irregulable por capaz de adaptarse a cualquiera invención».
11 Sobre «este archi-tradicional presupuesto metafísico de la cadena y escala ontológica», ver J. B. Avalle-Arce, «La alegoría del Persiles», pp. 48-49.
12 Para un análisis del paratexto de la Atalaya, véase supra «Mateo Alemán y la poética: las vías de la verosimilitud», pp. 181-196. Comp. D. P. Testa, «El Guzmán de Alfarache como modelo y antimodelo del Quijote», p. 233: «Se podría considerar el Guzmán una épica en prosa».
13 Al respecto, J. B. Avalle-Arce («La alegoría del Persiles», p. 47) se muestra tajante: «Quiero hacer especial hincapié en el hecho de que la primera mitad del Persiles se redactó entre los años aproximados de 1599 y 1605». A pesar de las reticencias de J. M. Pelorson («Problèmes de la genèse du Persiles») ante dicha cronología, me inclino a tomar en consideración semejantes «conjeturas verosímiles».
14 Ver F. Márquez Villanueva, «La interacción Alemán-Cervantes», p. 151: «No se ha calado aún la magnitud abrumadora del Guzmán de Alfarache en su perspectiva coetánea de salto sin precedentes de un género menor, como hasta entonces era la novela, a la monumentalidad y ambiciones que sólo alcanzaban un puñado de obras de la tradición antigua y medieval».
15 Cito a Childers a través de M. A. Sacchetti, Cervantes, «Los trabajos de Persiles y Sigismunda». A Study of Genre, pp. 7 y 22.
16 Lo normal era, desde luego, la laudatio como arma de propaganda, ver G. Labrot, 1987: L’image de Rome.
17 Véase el valioso estudio de A. Egido, En el camino de Roma.
18 Ibíd., p. 18.
19 F. Delicado, Retrato de la Lozana andaluza, pp. 133 y 143.
20 Buen conocedor de la semiclandestina prosa humanística del Quinientos, Alemán pudo igualmente sacar de La Lozana (p. 144) la idea del tropiezo de Guzmanillo «en un montón de basura» (II, p. 103) o «en medio de un lodazal» (II, p. 107), dos malolientes lances afines a la caída de Rampín «en una privada». Interesa notar asimismo que, en las escenas ubicadas en el palacio cardenalicio, se trasluce la comedia Tinelaria de Torres Naharro, mientras el propio personaje de Guzmán —en especial durante la secuencia de Almagro con el capitán (I, pp. 357-362)— mantiene cierta afinidad con su homónimo de la Soldadesca, el cual, pese a alardear de su linaje, es un pobretón que aprendió a remar en las galeras. Ambas comedias, como es sabido, transcurren en Roma.
21 Cervantes, Novelas ejemplares, pp. 272-273.
22 Ibíd., p. 259: «llegué a Roma —cuenta Ricaredo—, donde se alegró mi alma y se fortaleció mi fe. Besé los pies al Sumo Pontífice, confesé mis pecados con el mayor penitenciero, absolvióme dellos, y diome los recaudos necesarios que diesen fe de mi confesión y penitencia, y de la reducción que había hecho a nuestra universal madre la Iglesia. Hecho esto, visité los lugares tan santos como innumerables que hay en aquella ciudad santa».
23 Cito siempre por la edición de C. Romero Muñoz.
24 F. Márquez Villanueva, «La interacción Alemán-Cervantes», pp. 170-171.
25 Sobre la religiosidad de la obra, ver A. Egido, «El camino de la felicidad», p. 216. El Credo de Auristela, esencial para los aspectos morales de la novela, es «tridentino, a mi parecer, en todos los sentidos», ratifica C. Romero en su edición (Apéndice XXXIII, p. 748).
26 Tesis de J. González Maestro («La risa en el Persiles», pp. 192-193), coincidente con los análisis de I. Lozano Renieblas en Cervantes y el mundo del «Persiles».
27 «Mi edad no está ya para burlarse con la otra vida», notaba en su Prólogo a las Novelas ejemplares, p. 19.
28 J. González Maestro, «La risa en el Persiles», pp. 161, 178-179 y 190. Reflexiones análogas en M. R. Palazón («Travesuras de la carne o las sospechas de Clodio», pp. 767-789) que —si bien tangencialmente— «intenta reivindicar a Clodio» cuya «visión superior a los otros» le convierte en «el personaje más perspicaz y agudo de la novela».
29 Con la honrosa excepción —que yo sepa— de A. Egido («El camino de la felicidad», pp. 198-202), quien le dedica clarificadoras páginas como exponente de «la discreción mal entendida».
30 A. de Guevara, Epístolas familiares, ed. J. M. de Cossío, t. I, p. 470, donde leemos que «el malvado de Clodio», o «el traidor de Clodio», «infame, sacrílego y adúltero», «no sólo pecó, mas fue alcahuete para que otros pecasen» (Letra para el regidor Tamayo, en la cual se toca que el hombre honrado no debe tener su casa infamada).
31 P. Mexía, Silva de varia lección, ed. A. Castro, t. I, p. 668.
32 Véanse los comentarios a su traducción del Persiles, pp. 1020-1021.
33 G. Bleiberg (dir.), Diccionario de Historia de España, t. III, pp. 223-226.
34 C. Blanco Aguinaga, «Cervantes y la picaresca», p. 333.
35 Philosophía antigua poética, t. III, ed. A. Carballo Picazo, p. 238.
36 F. Márquez Villanueva, «La interacción Alemán-Cervantes», pp. 158-168.
37 Cervantes, Novelas ejemplares, pp. 562-566.
38 Ibíd., pp. 567-568.
39 Piénsese en las disquisiciones de Guzmán sobre la amistad en relación con la pobreza o la riqueza (II, p. 153-157): «Muchos amigos tuve cuando próspero; todos me deseaban, me regalaban y con sumisión se me ofrecían. Cuando faltaron dineros, faltaron ellos; fallecieron en un día su amistad y mi dinero» (II, p. 157).
40 Ver J. Casalduero, Sentido y forma de «Los trabajos de Persiles y Sigismunda», p. 121: «[Clodio] tiene placer en oírse y leerse, placer cuyas raíces son de un orden literario».
41 Entre otras, cotéjense las siguientes. Al señalar que «Contra el callar no hay castigo ni respuesta. Vivir quiero en paz los días que me quedan» (p. 247), Clodio hace eco a una declaración similar por parte de Guzmán: «Quiero callar, y no habrá ley contra mí: mi secreto para mí, que al buen callar llaman santo. Pues aún conozco mi exceso en lo hablado» (I, p. 288). La observación de Auristela, «Los varones prudentes por los casos pasados y por los presentes juzgan los que están por venir» (p. 325), armoniza con las definiciones de la prudencia diseminadas en el Guzmán: «quien se quisiere ayudar a salir del cenagal, nunca le faltarán buenas inspiraciones del cielo, que favoreciendo los actos de virtud los esfuerza, con que, conocido el error pasado, enmienden lo presente y lleguen a la perfeción en lo venidero» (II, p. 260). Cuando Clodio dice a Rutilio «necio es, y muy necio, el que, descubriendo un secreto a otro, le pide encarecidamente que le calle» (p. 307), coincide con otra advertencia de Guzmán: «yerran aquellos que, sabiendo la mala inclinación de los hombres, hacen confianza dellos» (II, p. 287). Podrían multiplicarse los ejemplos.
42 «La identidad de Perlícaro», pp. 423-432.
43 F. López de úBeda, La Pícara Justina, ed. B. Damiani, pp. 84-85. Paralelamente, los títulos que se otorga «el licenciado Perlícaro» —«ortógrapho», «gramático, poeta, retórico, dialéctico», «médico», «metaphísico y theólogo» (p. 87)— cuadran con la personalidad de Alemán, quien, además, actuó como Juez de Comisión en varias ocasiones.
44 A. Egido, «El camino de la felicidad», pp. 193-194. Téngase presente este comentario de Alemán: «Lo que pretendo introducir, sólo es que a la lengua imite la pluma», pues «el escribir es copia del bien hablar» (Ortografía castellana, ed. J. Rojas Garcidueñas, pp. 34-35). El Guzmán, calificado de «discurso» o «confesión», corrobora esa fusión entre «arte de hablar y de escribir».
45 Agudeza y arte de ingenio, ed. E. Correa Calderón, t. II, pp. 199-200. «El satirógrapho —explicaba F. Cascales— […] comiença cautelosamente, y como quien haze otra cosa, va culebreando hasta dar en el vicioso que pretende morder. […] Ama un dezir proprio y puro, y en las sentencias, la agudeza» (Tablas poéticas, ed. B. Brancaforte, pp. 180 y 183).
46 Es de notar que Clodio habla aquí como Berganza/Guzmán: «a cuatro verdades que digo, me acuden palabras a la lengua como mosquitos al vino, y todas maliciosas y murmurantes» (Coloquio de los perros, p. 562). Entre el texto del Coloquio que acusa al «maldiciente murmurador» de «echar a perder diez linajes y de caluniar veinte buenos» (p. 562), y el del Persiles que echa en cara a Clodio «Tú has lastimado mil ajenas honras, has aniquilado ilustres créditos […] y contaminado linajes claros» (p. 224), las convergencias son elocuentes.
47 Compárese todo ello con la reflexión de Cipión en el Coloquio: «nunca el consejo del pobre, por bueno que sea, fue admitido, ni el pobre humilde ha de tener presunción de aconsejar a los grandes» (p. 622). La misma amargura preside otras consideraciones de Guzmán consciente de «predicar en desierto»: «Ya veo que yerro en decir lo que no ha de aprovechar…» (I, p. 134); «Aun conozco mi exceso en lo hablado, que más es dotrina de predicación que de pícaro. Estos ladridos a mejores perros tocan» (I, p. 288).
48 J. González Maestro, «La risa en el Persiles» , pp. 189-191. Huelga agregar que detrás del «maldiciente» Clodio/Guzmán se perfila el Momo de L. B. Alberti, tan importante en la génesis de la Atalaya.
49 «Clodio —escribe A. Egido («El camino de la felicidad», p 201)— que pone su agudeza al servicio de la maledicencia, representa el dispar acomodo entre indiscreción e ingenio. El asunto es capital para entender hasta qué punto Cervantes aplicó los dictados humanistas al arte de novelar, entendiendo que la elocuencia podía y debía ser un medio para volver mejor y más civilizado al hombre y no para que derivara en actitudes viciosas».
50 Ver el sugerente trabajo de M. Moner, «Autour de la bouche: avatars et vicissitudes de l’oralité», p. 104.
Notes de fin
* Este trabajo se publicó primero en Michèle Guillemont y Marie-Blanche Requejo Carrió (eds.), Mateo Alemán y Miguel de Cervantes: dos genios marginales en el origen de la novela moderna, Criticón, 101, 2007, pp. 177-198, con el título: «Del Guzmán de Alfarache al Persiles: Cervantes frente a Mateo Alemán».
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