Despedida
p. 287-293
Texte intégral
El Leviatán no era, todavía, el sol del mundo político,
pero, entre nubes y sombras, su incierta aurora se distinguía ya.
António M. Hespanha Botelho1, Vísperas del Leviatán.
1Y no conclusión. Durante meses de trabajo y de contento nos hemos codeado con humanos y con un monstruo —la Monarquía Hispánica— que merecen más que una terminación fría y neutral, definitiva como una envoltura de plomo. Además, unos y otros siguen viviendo por sí mismos, a través de sus lectores y sus historiadores.
2De forma a veces simultánea, aunque no siempre equilibrada, hemos dedicado toda nuestra atención a esos guerreros y a ese ente. Llegó la hora de las últimas pinceladas. Entre los soldados, todos son a la vez actores y espectadores-narradores, pero en grados distintos. Domingo de Toral es el actor por excelencia, de Flandes a la India; por eso mismo, su amargura es más explícita: tantos trabajos para tanta ingratitud. Miguel de Castro es lo que más se asemeja a un gato, despreocupado de todo y de todos, salvo de su interés y sobre todo de su placer, pero ve pasar frente a él las ocasiones sin tratar de aprovecharlas, asistiendo al desgaste de su joven vida. Por eso es el más corroído por el remordimiento, aun siendo el más bisoño cuando redacta su obra, tiene entre veintiuno y veintidós2. Los demás se reparten, de un modo irregular, de cada lado: Contreras con Toral, con un despecho más contenido; Duque de Estrada con Castro, aunque más consolidado porque más viejo y, sobre todo, espléndido espectador y admirador de su imagen y sus talentos. Suárez y Galán ocupan un término medio, uno con una vida familiar y de presidio bastante estable, el otro como hijo pródigo habiendo regresado al lar de sus padres. Y queda, aparte, Pasamonte, porque los estigmas de un largo cautiverio y las frustraciones de un soldado que quiso ser monje son como un prisma que fracciona la imagen que podemos tener de él3.
3De los siete no hay más que tres auténticos soldados, Toral, Contreras y Suárez. Duque de Estrada y Castro sólo lo fueron episódicamente, enredado uno con su ego, el otro en asuntos de faldas y de servidumbre de grandes personajes. Hasta se puede decir que los cautivos Galán y Pasamonte sirvieron más al turco que al rey de España. Si recordamos que antes de los cuarenta años Toral ya se considera jubilado, que Contreras pasó buena parte de la década de 1620 recorriendo los pasillos de palacio, y llevando a la apoplejía o acuchillando a parte de los servidores de la Monarquía, podremos deducir que en todo esto hay desperdicio —en términos de eficiencia militar—, inestabilidad, falta de un proyecto construido; es decir, cierta voluntad de medrar no es garantía de firmeza, aunque sí de frustraciones. Aquí está el mayor punto de convergencia entre ellos: el soberano les debe, y esto es una de las principales razones por la cual escriben, conscientes o no, terapia y reivindicación a la vez. Más aún, algo de estos rasgos los comparten —hasta de ahí proceden— con el Estado moderno, todavía joven, hasta en gestación, mal acotado, sin una debida asociación fructífera entre reflexión y pragmatismo, y menos absoluto de lo que se le pinta, pero ¿quién puede dominar la complejidad de una operación militar y marítima lanzada en la inmensidad oceánica y dependiendo de la fortuna de mar, hacia 1613-1619? Podríamos retomar la expresión de António M. Hespanha: «la sociedad “sin Estado” de los siglos xvi y xvii»4.
4Los estilistas de la lengua afirman que esos soldados escriben mal. He leído los mismos textos, soy tan mal escritor como esos soldados, o peor, por lo tanto incapaz de juzgar. Lo cierto es que no comparto tales apreciaciones. Es posible que falte estilo, vocabulario, oficio, pero sobra recreación, aliento, espontaneidad: vigor en una palabra. En el más criticado de todos ellos, Miguel de Castro, encontramos el sello de la mayor autenticidad y frescura; por lo demás ¿cómo un muchacho de unos veinte años se pudo constreñir a escribir semejante mamotreto? ¿Fue un largo y sentido acto de contrición, al salir de una adolescencia atormentada, llena de ingratitud, de aventuras amorosas, de robos, hasta de crímenes? Pensamos que nos ofrece un acceso privilegiado, lleno de enseñanzas, a ese hombre del siglo xvii que a veces quisiéramos ser durante unos breves instantes; y, eso, a través de sus torpezas, villanías, mentiras, desenfrenos y arrepentimientos. ¿A dónde nos lleva esto? Al encuentro con una cultura donde la oralidad es dominante, aunque no absoluta5, puesto que esos hombres manuales, que arrastran sus espadas y broqueles a través de la geografía del Imperio, sean capaces de llenar cuadernos enteros —sin perderlos—, a principios del siglo xvii, con cierta naturalidad, es un fenómeno que se debe valorar. Ya lo hizo Ortega y Gasset en su tiempo.
5¿Qué escriben, en medio de ese acto voluntario, ya que nadie les pidió nada y las obras quedaron inéditas6? Vidas, hoy diríamos autobiografías, de ninguna manera memorias para servir a la ilustración de su tiempo. Y aquí debemos de retomar una vieja querella, que remonta a la década de 1920 —incluso mucho antes—, y resurge en los setenta. En 1926, el francófilo Ortega y Gasset escribió: «Francia es el país donde se han escrito siempre más memorias; España, el país en que menos»7. ¿Es esto lo mismo que escribió más tarde, en 1974, Philippe Lejeune, cuando afirmó que los franceses, detrás de Rousseau, estaban «dotados para la autobiografía», y se olvidó por completo de España? Con acritud le contestó de inmediato Randolph D. Pope8. En realidad, vidas y autobiografías son equivalentes, y Pope tiene razón cuando critica a Philippe Lejeune. Pero no es tan simple en el caso de Ortega y Gasset, ya que este emplea memorias dentro del contexto francés. Y aquí la pregunta: ¿en el siglo xvii podemos equiparar las vidas españolas y las memorias francesas? Pensamos que, por lo menos, hay matices. Aunque nuestros soldados no practiquen la introspección, producen discursos autocentrados, hasta la egolatría como Duque de Estrada, narraciones de vidas, es decir auténticas autobiografías, aunque sin la profundidad rousseauniana. Y podemos devolver a Lejeune el cambio de su moneda, pues en el siglo xvii, cuando los franceses escriben en primera persona, lo hacen como memorialistas, y cuando se trata de personajes de primera importancia es evidente9, pero también si son de menor rango10. Y, en cuanto a Francia, cuando se trata de autobiografías de soldados, como la de D’Artagnan, son apócrifas11. Hay excepciones, pero no nos desmienten: el mariscal de Bassompierre (1579-1640) pasó sus doce años en prisión escribiendo sus memorias, pero en sus recuerdos mezcla vivencias personales con eventos políticos de primera importancia, de los cuales fue actor o espectador, y por eso se publicaron repetidas veces desde el xvii12.
6Esto merece reflexión, ya Ortega y Gasset adelantó una hipótesis: «La cosecha de memorias en cada país depende de la alegría de vivir que sienta […] ¡No puede extrañar la escasez de memorias y novelas si se repara que el español siente la vida como un universal dolor de muelas!»13. Tal vez, pero qué tal la picaresca. Tratemos de aclararlo como historiadores. En esa primera mitad del siglo xvii, los dos países conocen coyunturas opuestas, que podían incitar a España a cierto repliegue, a «confesiones» individuales, y a Francia a abrir y ampliar sus perspectivas, además de testimoniar sobre el pujante destino político colectivo. También se debe medir el estatus de la escritura dentro de esos grupos intermedios a los cuales pertenecen los soldados que escribieron, aunque no estamos convencidos de que la alfabetización dentro de la sociedad urbana francesa de la época estuviera mucho más adelantada que en la de España y sus dominios14.
7Que se nos permita otro atrevimiento, para abrir más la discusión: ¿le ganó España a Francia en esto de la autobiografía porque era una cultura profundamente mediterránea, que exaltaba al héroe desde por lo menos el pasado griego y romano15 y hasta el islam? Lo cierto es que el primer autentico relato de esta especie que cruzamos es el de Usama Ibn Munqidh (1095-1188), desde su nacimiento en su castillo familiar de Shayzar (norte de Siria), siguiéndolo en su avanzada edad. Fue guerrero en tiempos de las cruzadas, diplomático y escritor. Otras circunstancias acercan su obra a las de nuestros soldados españoles, más allá del peso de la umma sobre Hispania, pues el manuscrito descansa en la biblioteca del Escorial donde fue descubierto en 1880, publicado en árabe en 1886, en traducción en 189516, es decir casi a la par de los textos de Toral, Contreras, Castro y Suárez.
8Todo lo que se refiere a estas vidas de soldados nos remite a la Monarquía Hispánica. Y esto sin que ninguno de ellos se haya preocupado por dejarnos ningún balance general ¿Y por qué lo habrían hecho? A través de estas siete vidas, hacia 1600-1640, se nos presenta un espacio de gran fluidez: en menos de un mes, Contreras pasa de Malta a Madrid; allá las cartas mandadas por el rey fueron a buscarlo17. Va y viene del Caribe a lo largo de unos párrafos. Toral recorre el Imperio, de Flandes a Goa. Duque de Estrada se interna hasta el corazón de Europa Central, casi a la vera del turco. En esto hay dos nudos centrales, Madrid y los pasillos de palacio, Nápoles, sus tabernas y sus muelles y, por lo tanto, dos columnas, el rey y el virrey de Nápoles, igualmente accesibles a los oficiales de medio pelo. Hay otros dos núcleos vitales, Lisboa por donde pasa Toral yendo de un extremo a otro, implicada de varias formas en los «socorros de Filipinas», y Sevilla, llave de Europa hacia las tierras y las riquezas de las Indias de Castilla. Pero notemos que para estos soldados el principal imán sigue siendo el Mediterráneo y, tal vez, también para la Monarquía18.
9Estas son las referencias esenciales, pero nuestros soldados se cruzaron —tal vez se conocieron— en muchos otros puntos dentro y fuera del Imperio; conocieron a los mismos personajes, también nudos de conformación dentro de la Monarquía. El príncipe Filiberto, entre Sevilla y Palermo, el general y gobernador Alonso Fajardo, entre Cádiz y Manila, el marqués de Cadereyta, entre Roma y México. Y enfaticemos la presencia de Roma, centro religioso, apéndice humano, si no político, del Imperio, desde La lozana andaluza hasta Estebanillo González —el alfa y el omega de la picaresca—, que vio pasar casi todos nuestros soldados, en busca de aventuras o como solicitantes. Con todo esto, la Monarquía Hispánica se percibe como una gigantesca red, articulada, estructurada a partir de centros y de personajes que atraen y orientan los flujos.
10Esto con una visión a gran distancia, en el que el sistema parece viable, con las adecuaciones necesarias para responder al desafío fundamental de la distancia-tiempo: por lo menos un año y medio en un ir y venir entre Madrid y México, más del doble si se trata de Chile o Filipinas. Pero detrás del manejo de los papeles está el de los hombres, que es el de nuestros soldados. Ya hemos comentado su desgaste, ineficiencia y hasta irresponsabilidad y crueldad, pues tratamos de ser objetivo hasta donde podemos. Y es que la maquinaria es rígida, no ha integrado en sus parámetros todas las exigencias del material humano: bienestar, o por lo menos supervivencia, libre arbitrio (pensamos en los marinos atrapados en las flotas de 1616-1617 y 1619), algo de vida familiar; y el derecho de gentes de Grocio todavía incipiente, «el proceso de civilización» en progreso. El rey, como hombre, podía decirse preocupado. La máquina, el Estado moderno en ciernes, sin verdaderos frenos ni límites fijados, arrasaba con todo. Aunque aquí debemos introducir algún matiz: el propio Leviatán —o los hombres que lo sirven— llegaba a espantarse (o avergonzarse) de su propia inclemencia y de las respuestas posibles a sus excesos y crueldad19. Por lo demás, se vivía entonces en un contexto en el cual la violencia era rutinaria, casi formaba parte de la normalidad20. Sin olvidar que la principal motivación de ese ente con perspectivas casi planetarias es juntar dineros y medios —humanos u otros— para hacer la guerra21. Y aquí podríamos revertir la cita anterior de Hespanha: ¿estamos frente a un Estado sin sociedad?, o por lo menos sin una visión responsable, asumida de ella.
11Tal dicotomía —una maquinaria institucional e ideológica, y sus instrumentos humanos— era parte y sostén del conjunto: dentro de la Monarquía Hispánica o cualquier otro Estado moderno en gestación. Ella mantenía la lealtad al soberano, aunque nuestros soldados no escribieran que estaban dispuestos a morir por el rey, y menos por la patria, que parecen desconocer22. Salvo tal vez Diego Duque de Estrada, en uno que otro arranque de retórica, pero sabemos que no es el más fiel y confiable de todos los súbditos a su rey. Algunos de esos milites, Contreras en particular, fueron heridos bajo las armas del rey. Pero, al mismo tiempo, los que pudieron ver de cerca la humanidad de la realeza la consideraron con algo de ironía o indulgencia, hasta con despecho23. Y los sentimientos son aún más contrastados en cuanto a los principales servidores del monarca, de presidente de Consejo para abajo, reverenciados o tratados con sorna, según las circunstancias. En definitiva, después del doble cuerpo del rey en tiempos medievales, el poder soberano de la modernidad presenta otra versión de lo mismo, el cuerpo físico y el cuerpo administrativo, y al final, con todas esas representaciones y contradicciones, entendemos mejor ese grito tantas veces repetido, de Europa a América, a lo largo de los siglos xvi y xvii: «Viva el Rey, y muera el mal gobierno»24.
12Al terminar la introducción insertamos la metáfora de la Monarquía Hispánica como una amplia bóveda. Ya sabemos que su sostén es la columna real, a la cual están por esencia ligados nuestros soldados, artífices de esas guerras que fundamentan los progresos del Leviatán. Pero también sus vidas, sin excepción, testimonian sobre la presencia y fuerza del otro pilar, la religión: todos, salvo Galán y Suárez, conocieron la tentación del desierto, de la ermita. Y si Galán, cautivo, no renegó, fue por la fuerza, inclusive social y a distancia, de la religión —¿qué iban a decir sus padres?—; y sabemos que Suárez se conservó «puro» hasta una edad avanzada. ¿El hábito negro después del rojo? Lo cierto es que para Duque de Estrada, el negro permite aplacar algunas de las frustraciones nacidas con el rojo, y lo mismo para Contreras, quien se hace ermitaño en uno de sus arranques de cólera, después de un grave sinsabor con don Rodrigo Calderón, cercano al duque de Lerma25. Y así ocurre con Pasamonte, Castro y Toral, que también pensaron en retirarse, o lo hicieron. Es que en la España de la primera mitad del siglo xvii ser militar conoció una evolución, aunque las metas siguieron siendo las mismas: de aventuras siendo joven, de carrera en la edad madura. Pero fueron avanzando el tiempo y las derrotas, y las esperanzas se diluyeron en espejismos. Hacia 1600, cuando ingresaron en la milicia, en la España todavía triunfante, ser soldado era alentador. En 1640, cuando la potencia militar se desmoronaba, ya no era tiempo de esplendor para los héroes, ni para los reinos en quiebra, ni para el rey, ese ser alucinado, encantado, perdido en sí mismo, que pintó Velázquez por última vez26. De los siete soldados, el único que logró mejorar notablemente su condición gracias a las armas fue precisamente Contreras. Los demás lo pasaron más mal que bien, según los casos: algunos lograron estabilizarse gracias a sus familias, Suárez, Galán, y, con sobresaltos, Pasamonte. Las circunstancias de Duque de Estrada son otras, ya que tenía más de cortesano que de militar, y por ahí se le abrió el camino a prelado.
13¿Cómo puedo atreverme a mezclar unos magros destinos individuales con Felipe, el Rey-Planeta y las inmensidades de su Imperio? En realidad esto no es responsabilidad mía, sino que así lo quiso Clío, o por lo menos la Clío de la cual soy su humilde servidor. Sus reglas proceden tanto del sentir como de la razón. Y pienso que así también actuaron, lo mismo Alonso de Contreras, que Miguel de Castro, que Catalina Zambrano, para quedarme con los seres que aún, por las noches, me visitan.
Notes de bas de page
1 Hespanha Botelho, 1989, p. 442.
2 Levisi, 1984, pp. 190-192.
3 Para Levisi, la principal duda frente a esa vida es saber si se trata de una «obra de buena fe, sólo movida por la ingenuidad o la ignorancia, o debemos vérnoslas con un oportunista que desea sacar todo el partido económico posible de la Iglesia» (ibid., 1984, p. 34). ¿Y por qué no las dos perspectivas?
4 Hespanha Botelho, 1993, p. 210.
5 Hasta las paredes podían testimoniar de la presencia de la escritura, véase Castillo Gómez, 2005, pp. 33-50.
6 Sin duda esto significa una victoria del escrito o, por lo menos, del manuscrito.
7 Estévez Regidor, 2013, p. 13. Retoma lo esencial del artículo de Cavallé, 1986.
8 Pope, 1974, p. 1.
9 Como Retz, Œuvres, o el mismo Louis XIV, Mémoires pour l’instruction du Dauphin que, por supuesto, escribieron otros, pero bajo su control.
10 Choisy, Mémoires pour servir à l'histoire de Louis XIV. Hasta el título es revelador.
11 Obra de Gatien de Courtilz de Sandras, publicada en 1700.
12 Véase Bondois, 1925, pp. 442-443.
13 Estévez Regidor, 2013, p. 13.
14 Este es un tema para desarrollar, aunque la diferencia de fuentes y metodologías entre los dos países dificulte toda comparación. En el caso francés se sabe que el nivel general de «analfabetismo», es decir, no saber firmar, supera el 80 %, con grandes disparidades. En las sociedades hispanas, productos de (re)conquistas, el nivel de los dominantes —viejos cristianos, conquistadores y demás beneméritos—, aquí se incluyen nuestros soldados con toda su humildad, era superior. Para el caso francés, véase Furet, Ozouf (eds.), 1977; también Goubert, Roche, 1991, t. II, pp. 201-206. Para el caso español, se dispone sobre todo de indicios (véase el cap. ii de este libro), entre ellos estas mismas vidas de soldados. Para ampliar las fuentes, véase Larquié, 1981, pp. 132-157.
15 Lendon, 2006.
16 La traducción hoy más accesible es The book of contemplation (se le han dado varios títulos). Si se quiere otro ejemplo, aún más prestigioso, disponemos de la autobiografía de Ibn Jaldún, Introducción a la historia universal, pp. 31-88.
17 Contreras, Discurso de mi vida, p. 194.
18 Y, para otros, entre 1480 y 1609 los libros publicados en Francia y dedicados al Imperio turco duplican los que interesan América, citado por Cipolla, 2017, p. 91.
19 Véase la carta que escribe desde Laredo Diego de Guzmán en 1616, sobre la recluta de marineros, en el cap. iv.
20 Véase Clavero, 1991, cap. i, «Razón de Estado, razón de individuo»: «razón de estado resulta poder de provocar muerte», p. 21. Aunque algo alejado de nuestro ámbito, es sugerente Quéniart, 1993, sobre todo, el cap. iv: «La violence de l’État».
21 Reinhard, 1996, p. 25.
22 Hay aquí una diferencia con el miles francés, véase Contamine, 1986.
23 Cuando Contreras se entrevista con Felipe IV, este es aún adolescente (Contreras, Discurso de mi vida, pp. 215-216).
24 Por ejemplo, en Nápoles en 1647, en México en 1692.
25 Ibid., pp. 159-161.
26 Se trata del retrato de los años 1653-1655, que por lo demás se presta a múltiples y contrarias interpretaciones.
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