La conversión política del galeote «reformado»
p. 111-124
Texte intégral
La faiblesse de notre condition nous pousse souvent à cette nécessité de nous servir de mauvais moyens pour une bonne fin.
M. de Montaigne, Essais, II, XXIII.
1Si el penúltimo capítulo del Guzmán (II, 3-VIII) cuenta el proceso de la conversión del protagonista a la racionalidad mercantil, el último (II, 3-IX) escenifica la puesta en práctica de dicha «reformación» en el terreno colectivo de la política*: se trata de la denuncia por el «corullero» de un conato de rebelión a bordo de la galera1, peripecia interpretada de modo contradictorio por los alemanistas. Para un amplio sector de la crítica (Arias, Brancaforte, Maravall, Márquez Villanueva) nos hallaríamos ante una abyecta «venganza» y una «repugnante felonía» a la medida de la hipócrita conversión anterior del personaje2. En cambio, para los defensores del tridentinismo de la novela (Moreno Báez, Parker, Michaud, Guerreiro), el episodio no plantearía el menor problema ético3: al delatar a unos «rufianes y salteadores» confabulados con «herejes», Guzmán tomaría nítidamente partido por «la virtud» ratificando así su propósito de «no hacer cosa infame ni mala por ningún útil que della me pudiese resultar» (II, p. 520).
2Como es sabido, las consecuencias de dicha delación mediante «dos palabras del servicio de Su Majestad», son tremendas para los culpables:
Condenaron a Soto y a un compañero, que fueron las cabezas del alzamiento, a que fuesen despedazados de cuatro galeras. Ahorcaron cinco; y a muchos otros que hallaron con culpa dejaron rematados al remo por toda la vida, siendo primero azotados públicamente a la redonda de la armada. Cortaron las narices y orejas a muchos moros, por que fuesen conocidos (II, p. 521),
3mientras que Guzmán, saludado como a un héroe por las autoridades del navío, ve (al parecer) colmado su deseo de «alcanzar algún tiempo libertad» (II, p. 511), pues
Exagerando el capitán mi bondad, inocencia y fidelidad, pidiéndome perdón del mal tratamiento pasado, me mandó desherrar y que como libre anduviese por la galera, en cuanto venía cédula de Su Majestad, en que absolutamente lo mandase, porque así se lo suplicaban y lo enviaron consultado (II, p. 522).
4De esta manera termina, horro de moralités superflues, el relato de la «mala vida» de Guzmán, sin que sepamos a fin de cuentas si la gracia absolutoria en cuestión le fuera realmente concedida. Ello pertenece ya a «la hora del lector» invitado a leer entre líneas para sacar sus propias conclusiones: «mucho dejé de escribir, que te escribo» (I, p. 111), había avisado el novelista. A todas luces Mateo Alemán quiso que el desenlace de su «poética historia» se mantuviera dentro de una cierta ambigüedad. De hecho, la liberación del galeote —evidente para la gran mayoría de los estudiosos— resulta ser un interrogante, muy fecundo además desde el punto de vista novelístico. Aun cuando dos indicios, incluidos en los epígrafes de la Segunda parte, tiendan a inclinar la balanza a favor del indulto4, conviene recordar que en la «Declaración para el entendimiento deste libro» el mismo autor dejaba bien claro que el narrador
escribe su vida desde las galeras, donde queda forzado al remo por delitos que cometió, habiendo sido ladrón famosísimo, como largamente lo verás en la segunda parte (I, p. 113).
5Por supuesto, siempre cabe la posibilidad de opinar con F. Rico que, entre 1598 y 1604, el novelista revisó sus planes y que «la libertad de Guzmán es cosa añadida a última hora»… Con todo, puesto que en 1602 el continuador apócrifo optara por anunciar in fine cómo el personaje «presto [se vio] con libertad», nada incitaba a Alemán a modificar su inicial perspectiva narrativa.
6Así las cosas, Guzmán que «no menciona para nada que esté escribiendo el libro en el momento en que debería estar escribiéndolo»5, hubo pues de redactar su «confesión general», «aprovechándose del [tiempo] ocioso de la galera» (I, p. 113), durante los meses o años posteriores a la frustrada conspiración de Soto. Parece más que probable que el perdón del Rey no le llegara (si es que le llegó un día) con la celeridad esperada. Por aquella época, en efecto, contadísimos eran los casos en que un galeote en la plenitud de sus fuerzas, y aun teniendo totalmente cumplida su condena, se veía indultado por motivos excepcionales. De creer a G. Marañón, las necesidades de la guerra y la falta de remeros eran tantas que:
Al final del siglo XVI [los poderes públicos] mandaron que los galeotes que hubiesen cumplido su condena fueran retenidos en el remo hasta tanto que se encontraban sustitutos, lo cual a veces ocurría después de muerto el desdichado detenido6.
7En igual sentido se pronuncian la mayoría de los especialistas en el tema, quienes, apoyándose en documentos de 1589 y 1598 relativos a la falta crónica de «buena boya» por lo cual «andan las galeras tan mal tripuladas y proveídas como a todos es notorio», coinciden en señalar que «sucedía frecuentemente que [a los galeotes antiguos] se les retenía en el servicio, y en ocasiones permanecían al remo indefinidamente»7. Otro tanto ocurría, según A. Zysberg, en las galeras francesas del tiempo de Luis XIV:
Jusqu’en 1715, le pouvoir royal estime qu’il n’est pas tenu de respecter le terme des sentences: il peut retenir durant 10 à 15 ans un bon vogueavant qui n’a été envoyé aux galères que pour trois ans, et gracier au bout de quelques années un condamné à vie trop âgé pour tirer la rame […]. Il fallait vraiment qu’un homme n’ait plus ni bras ni jambes pour être élargi8.
8«La charité du Roy» tenía sus límites, fenómeno éste subrayado por J. Canavaggio9 y A. Domínguez Ortiz10 en sus estudios sobre la figura del galeote en tiempos del Guzmán. A este respecto, interesa reseñar que una de las preguntas formuladas en 1593 por Mateo Alemán a los forzados de Almadén fue precisamente la de si
después de aver cumplido el tiempo de sus condenaciones se les haze estar por fuerça y contra su voluntad algunos meses, años o días más del dicho tiempo en que fueron condenados11.
9No faltan por lo tanto motivos para pensar que la cívica actuación de Guzmán (a la sazón casi cuarentón) pudo no suscitar la compasión del Rey. De ahí que al hilo de la narración el galeote-escritor, atento a evocar en presente «los trabajos […] que agora padezco en esta galera» (I, p. 415), nos signifique en varias ocasiones que él sigue amarrado al remo a pesar de su avanzada edad: «Cuando yo de aquí salga, poco me quedará de andar» (I, p. 273); «Qué pasatiempo se podrá tomar con el que siempre lo pasa —preso y aherrojado— con un renegador o renegado cómitre» (II, p. 49); «Con la senetud conozco la falta que me hice» (II, p. 127).
10Harto justificable por los imperativos militares del momento, la permanencia de Guzmán en galeras podría explicarse asimismo por razones de ética clasista. «Los poderosos» —se nos ha informado una y otra vez— suelen olvidar que «el agradecimiento es debido a todo beneficio» (II, p. 57): «Son gente principal y de calidad, no tratan de menudencias ni saben quién somos […]. No son personas que agradecen, porque todo se les debe» (II, p. 499), pero quieren que se les «sirva con obras, palabras y pensamientos» (II, pp. 451-452). Estas amargas reflexiones se sitúan poco antes de la conversión del protagonista-narrador… No obstante, creo que en la no-liberación de Guzmán intervienen motivaciones más profundas, ligadas justamente a aquellos «pensamientos» sobre los cuales pretenden los «poderosos» tener incluso jurisdicción.
11Admirador de Tácito cuya mención preside su propio retrato grabado por Perret, Alemán —siguiendo en esto una gradación dramática heredada del Lazarillo— ha reservado para el desenlace de su fábula el episodio más conflictivo, una situación típicamente tacitista que viene a constituir el verdadero caso de la Atalaya12. En realidad, la «prudente» denuncia de la conjura urdida por Soto nos enfrenta a coetáneos debates ético-políticos acerca de la buena o la mala razón de Estado. De 1595 (Tratado del príncipe cristiano de Ribadeneyra) a 1604 (traducción de las Políticas de Lipsio, y publicación de la Doctrina política civil de Narbona), las polémicas entre «eticistas» o antimaquiavelistas, y «realistas» partidarios de conciliar la moral cristiana con la finalidad pragmática, están en su apogeo13. El tacitismo, sospechoso de favorecer una subrepticia penetración de Maquiavelo al legitimar la virtud política de la disimulación, pasa entonces a nutrir un moderno prudencialismo que hallará en Gracián a su más discreto intérprete. A la altura de 1604, sin embargo, ese pragmatismo más o menos cristianizado era un tema candente.
12Dentro de tal marco, propio de la Segunda Contrarreforma, importa valorar la recurrente apología de «la prudencia» (II, p. 98) y de «la discreta disimulación» (I, p. 234) —«Es discreción saber disimular lo que no se puede remediar» (I, p. 175); «El cuerdo y sabio siempre debe pensar, prevenir y cautelar» (I, p. 208)— que encierra el Guzmán de Alfarache donde tampoco faltan voces notoriamente tacitistas como «estadista» (II, p. 56) o «coyuntura» (II, p. 281). Tal vez así se comprenda mejor el alto aprecio en que el autor de El Criticón tenía a la Atalaya. Lo que sí cabe destacar es que el epílogo del Guzmán dista de aludir a una problemática inocua tal como estima la crítica tridentinista en su afán por reducir el texto a una hagiografía14. La reformación del Pícaro, es cierto, no deja lugar a dudas y la denuncia de los sediciosos confirma su acceso a la racionalidad: el personaje rompe efectivamente con la delincuencia simbolizada por Soto (su doble maldito), y salva la galera de «Su Majestad» a pique de caer en manos de los infieles15. Pero, de ahí a erigirle ya en «hombre perfeto» en trance de santificación, hay mucho trecho. La perfección (a la medida de «la vida humana») la encarna el anciano narrador, no el protagonista casi cuarentón abandonado «como libre» a bordo de una galera que es un patente emblema de la nave de la república grata a los escritores políticos desde Aristóteles hasta Cellorigo pasando por Bodin.
13Cuando el Guzmán «de claro entendimiento»16 y «castigado del tiempo» (I, p. 113) —incluido el periodo que medió entre su regeneración y el presente de la escritura17—, evoca retrospectivamente la figura del capitán que está exagerando la «bondad, inocencia y fidelidad» del actante, lo hace (con toda evidencia) desde un distanciamiento no exento de una fina ironía sobre las flaquezas humanas18. A través del gerundio «exagerando» asoma el único indicio de introspección moral que nos depara la escena regida, en su conjunto, por una casi impersonal —el corullero no dice «descubrí» sino «descubrióse toda la conjuración» (II, p. 521)— e impávida narración objetivista. Si bien el verbo exagerar no tiene exactamente en español clásico el significado actual —sin excluirlo tampoco19—, parece obvio que implica aquí una reticencia por parte del narrador, quien no comparte del todo el repentino entusiasmo del capitán cuya reacción emocional ha de ponerse en tela de juicio: «Nunca exagerar» —puntualizará Gracián— porque «el encarecer es ramo de mentir»20. Por lo demás, la actitud del capitán («se santiguaba y casi no me daba crédito») recuerda al ingenuo predicador de Sevilla conmovido por la devolución de la bolsa:
El fraile, cuando me oyó y vio tan heroica hazaña, creyó de mí ser algún santo […]. Y cuando fue a predicar […], exagerólo tanto que movió a compasión a cuantos allí se hallaron para hacerme bien (II, p. 470).
14Desde luego, ambos episodios no tienen la misma trascendencia. En el lance de la bolsa, el pícaro sólo busca su provecho personal a través de un engaño, mientras que en la denuncia del complot su propio interés se confunde con el interés colectivo; pero ahora sí, en rigor, merecería su duplicidad ser calificada de «heroica hazaña» por cuanto redunda en beneficio del «bien común». De todos modos, al revivir la peripecia del frustrado motín, Guzmán, en su fuero interno, no podía menos de sentir algún atisbo de vergüenza por haber recurrido a «un medio» (II, p. 508) —palabra clave, desde Maquiavelo, del discurso Della Ragion di Stato— moralmente discutible aunque quedara justificado por el fin proclamado («el servicio de Su Majestad») y su benemérita consecuencia para la tripulación católica así preservada del degüello o de la esclavitud en «Berbería» (II, p. 520). Tras haber consumido tantas páginas en imbuirnos su falta de bondad —«Como soy malo, nada juzgo por bueno […]; convierto las violetas en ponzoña, pongo en la nieve manchas y sobajo con el pensamiento la fresca rosa» (II, p. 40)—, ¿cómo imaginar que nuestro moralista no experimentase entonces algún escrúpulo de conciencia?
15¿Cuál es, en efecto, la postura que el corullero se ve obligado a adoptar con el «moro» que Soto le enviara en «embajada» para solicitar su complicidad en «la conjuración»? Primero, procura contemporizar representándole que se trataba de un «caso muy grave, de que convenía salir bien dél o perderíamos las vidas»; después, en vista de la irrevocable resolución de los conjurados y del temor (fundado) de que los mismos, en la hipótesis de un fracaso, habían de delatarle a él como instigador de la conspiración, Guzmán opta por la disimulación —«Diles buenas palabras»21— y la mentira más caracterizada: «híceme de su parte» (II, p. 520). Henos ante una aplicación del principio «Es discreción saber disimular lo que no se puede remediar» (I, p. 175), que corre el riesgo de ir más allá de lo permitido por los eticistas: «En cualquiera simulación o disimulación», escribía el Padre Ribadeneyra, importa estar «siempre muy en los estribos y sobre sí, para no dejarse llevar de la doctrina pestífera de Maquiavelo, y quebrantar la ley de Dios y su religión»22. Más acomodaticio, Baltasar Gracián aconsejaría (en eco a San Mateo) conjugar «la astucia de la serpiente» y «la sinceridad de la paloma» para legitimar «la prudencia política»23. Por lo visto, la sagaz estrategia de Guzmán evoca más a la serpiente que a la paloma... De todas formas, la licitud del consabido «medio que tuvo para salir libre [de las galeras]» (II, p. 508) ha de medirse por el rasero de «la buena razón de Estado» que proponía Ribadeneyra:
Esta razón de estado —arguía el jesuita— no es una sola, sino dos: […] una enseñada de los políticos y fundada en vana prudencia y en humanos y ruines medios; otra enseñada de Dios, que estriba en el mismo Dios y en los medios que Él con su paternal providencia descubre a los príncipes y les da fuerzas para usar bien dellos24.
16Naturalmente, el galeote «muy reformado» (II, p. 510) realza que la divina Providencia «guiaba» a la sazón sus «negocios» (II, p. 521); pero no se le ocultaría que su delación —aun a costa de infieles— difícilmente podía valorarse como señal inequívoca de su «bondad, inocencia y fidelidad». Aparte de su relativa fidelidad, su bondad e inocencia (que no se limitan a aludir al injusto castigo anteriormente sufrido) suenan un tanto chocantes: sólo se justifican desde el punto de vista exterior de los beneficiados por la traición, quienes, a falta de la famosa «ventana en el pecho» del interesado, no acertaron a ver «lo que se fabricaba en el corazón, si su trato era sencillo y sus palabras januales con dos caras» (II, p. 134). Maquiavelo —¿quién por aquellos años no leyó Il Principe?— había llamado la atención sobre el fenómeno: «Todos ven lo que pareces, pocos sienten lo que eres» («Ognuno vede quello che tu pari, pochi sentono quello che tu se’»)25. De hecho, la interioridad moral del delator es aquí poco menos que una incógnita, dato éste sorprendente26 en un narrador de gran lucidez introspectiva e inclinado a no encubrir sus estados de ánimo —«Signifiqué sentirlo, mas sabe Dios la verdad» (II, p. 308)— para mejor estimular la empatía del narratario: «Sentí aquel golpe de mar con harto dolor, como lo sintieras tú cuando te hallaras como yo» (II, p. 142).
17Ahora bien, ese tema del traidor —vinculado a la obsesiva convicción de que «No hay prudencia que resista al engaño» (II, p. 135)—, el lector lo ha encontrado ya en la pluma del narrador. Con ocasión de otra aventura, que también pone en escena a un capitán, Guzmán había señalado que toda traición entrañaba su penitencia:
La traición aplace, y no el traidor que la hace. Bien puede obrando mal el malo complacer a quien le ordena; pero no puede que en su pecho no le quede la maldad estampada y conocimiento de la bellaquería, para no fiarse dél en más de aquello que le puede aprovechar (II, p. 370).
18Al prescindir el capítulo final de comentarios moralizadores referidos al caso de «fina política» (II, p. 28)27 que nos ocupa, imposible es saber si en el pecho del corullero quedó «la maldad estampada y conocimiento de la bellaquería»; pero la tonalidad penitencial de la confesión incita a suponerlo. Nuestro personaje, además, no se conforma con descubrir el plan de fuga de los rebeldes, sino que delata nominalmente a los responsables de la conjura revelando al capitán «dónde hallaría las armas, quién y cómo las habían traído» (II, p. 521). Lo que sí se le antoja a uno presumible es que «Su Majestad», al considerar la consulta del capitán, opinara que de aquel soplón no procedía fiarse en demasía. Téngase presente que, en sus Políticas (1599-1604), Justo Lipsio consignaba acerca de la traición:
No la [tienen] aun por buena los que tiran provecho de ella, por ser aborrecidos los traydores de los mesmos a quien ellos adelantan […], según lo dixo a propósito el Emperador Augusto, que amaba la trayción y no los traydores28.
19Sobre ello el autor del Guzmán está en perfecta sintonía con el humanista flamenco…
20Representante de Dios en la tierra, el Rey —«El vela cuando todos duermen; por eso los egipcios para pintarlo ponían un cetro con un ojo encima» (I, p. 312)— había de penetrar el secreto de las conciencias sin dejarse encandilar por las apariencias: pese a la providencial intervención del corullero, intuía probablemente que las intenciones del mismo no debían de haber sido tan puras como para acreditar sin más su «bondad, inocencia y fidelidad». Por otro lado, el «discreto lector», partiendo del horizonte de expectativas inscrito en el infame «caso» del Lazarillo, no podía por menos de albergar sus dudas respecto a la acendrada moralidad del actante; y más aún reparando en que el Guzmán narrador le había advertido que «no se sabe de alguno que con intención sin obra se haya salvado; ambas cosas han de concurrir, intención y obra» (II, p. 176). Por las mismas fechas, el San Antonio de Padua reafirmaba esa importancia de la intención: «Todo se ha de mezclar, intención y obra an de juntarse a una, y una sin otra no son de provecho»29. Según el Concilio de Trento, en efecto, el valor moral del acto humano venía determinado tanto por el aspecto objetivo como por el subjetivo. A tal luz, huelga destacar que si la denuncia de los conspiradores constituye una obra utilísima en favor del «bien común», la pureza de intención es ahí muy cuestionable: la apuesta del galeote por «el servicio de Su Majestad» no se exime de una prudencia interesada (salvar su propia vida, y «alcanzar algún tiempo libertad»)30, ni se absuelve enteramente del deseo de vengarse de su «enemigo» y «camarada» Soto31. Esta connotación vindicativa la sugiere la literalidad misma del texto que invita a establecer un paralelo entre «la conjuración» de Soto y la venganza perpetrada por el pícaro contra sus deudos genoveses, quienes —curiosamente— aparecían designados allí como «los de la conjuración» (II, p. 289). Y cualquier lector de la Atalaya tendrá en mente que Guzmán no ocultaba entonces su premeditada voluntad de vengarse:
Paso a paso esperaba mi coyuntura. Que cada cosa tiene su cuando y no todo lo podemos ejecutar en todo tiempo […]. Así aguardé mi ocasión […] (II, p. 281).
21Pues bien, este prudencialismo tacitista y pregracianesco32 resurge en el capítulo final cuando Soto brinda al corullero la ocasión pacientemente esperada: «Sucedió al punto de la imaginación» (II, p. 520), apostilla Guzmán. Es más, hasta una consideración tocante a la imprudente confianza del tío de Génova en su rencoroso sobrino puede aplicarse a la relación entre Soto y Guzmán:
Yerran aquellos que, sabiendo la mala inclinación de los hombres, hacen confianza dellos, y más de aquellos que tienen de antes ofendidos: que pocos o ninguno de los amigos reconciliados acontece a salir bueno (II, p. 287).
22Y sabido es que para asegurar el éxito de su «levantamiento» Soto se halla en la difícil tesitura de tener que pedir «reconciliación y favor» (II, p. 520) a nuestro corullero.
23Habida cuenta del trasfondo tacitista de la conspiración a bordo de la galera, no está de más recordar con Gracián que:
No se contentaba aquel gran oráculo de los políticos, el ídolo de los estadistas, Cornelio Tácito, con la vulgar sencilla narración de la historia, sino que la forró de glosas, crisis y ponderaciones; no paraba en la corteza de los sucesos, sino que trascendía a los más reservados retretes, a los más ocultos senos de la intención33.
24Aun cuando Guzmán prefiere a la sazón silenciar sus íntimas motivaciones —acorde con una vieja cautela: «Quiero callar y no habrá ley contra mí; mi secreto para mí, que al buen callar llaman santo» (I, p. 288)—, cuesta pensar que Alemán quiso que el lector parase «en la corteza de los sucesos» sin desvelar «los más ocultos senos de la intención» en su sesudo delator de traidores. En vista del escenario político —denotado por los términos «embajada», «conjuración» y «servicio de Su Majestad»— de la secuencia, no es de descartar que el «secreto» del galeote hunda ahora sus raíces en la doctrina del innombrable Principe de Maquiavelo en cuyas páginas figura un aviso sobre los remedios contra las conjuras que tal vez sirvió de falsilla para el epílogo del Guzmán:
Le difficultà —leemos— che sono dalla parte de’ coniuranti sono infinite. Per esperienzia si vede molte essere state le coniure, e poche avere avuto buon fine; perché chi coniura non può essere solo, né può prendere compagnia se non di quelli che creda esser mal contenti; e subito che a uno mal contento tu hai scoperto l’animo tuo, gli dài materia a contentarsi, perché manifestamente lui ne può sperare ogni commodità; talmente che, veggendo el guadagno fermo da questa parte, e dall’ altra veggendolo dubio e pieno di periculo, conviene bene o che sia raro amico, o che sia, al tutto, ostinato inimico del principe, ad osservarti la fede34.
25La cita no tiene desperdicio: el corullero, «tanto por estar rematado por toda la vida, cuanto por salir de aquel infierno» (II, p. 520), viene a ser el perfecto mal contento, desprovisto además de estrechos lazos de amistad con el conspirador. Al verse forzado a «dar cuenta de su intención» a quien antes había mostrado encarnizada enemistad, Soto estaba condenado a experimentar a costa suya la amarga lección del florentino: Ab insidiis non est prudentia! Al faltar a su palabra, Guzmán podía considerar con Maquiavelo que nada le obligaba a ejercer bondad hacia individuos movidos por la maldad, y que era más misericordioso castigar a futuros asesinos que darles rienda suelta por exceso de compasión35.
26Maravall ha detectado, con razón, la impronta de ese pragmatismo «maquiavélico y tacitista» en la conducta del pícaro alemaniano36, pero —a mi entender— su análisis del capítulo conclusivo de la Atalaya desenfoca el alcance moral de la delación al no reparar en que el resultado de la misma (cualesquiera que fuesen sus móviles) es objetivamente positivo para la nave de la República cristiana. No creo adecuado tachar de «repugnante felonía» el hecho de haber engañado a un moro portavoz —en plena expedición militar contra el islam— de unos sediciosos integrados por «gente bruta» (II, p. 490) y renegados en potencia. Mayor felonía hubiera sido que el galeote traicionara al Rey a quien debía, como forzado, obediencia absoluta, máxime en tiempo de guerra y cerca de «la costa de Berbería» (II, p. 520).
27Verdad es que, al apostar por la Ley, Guzmán se atiene en el fondo al lazarillesco «yo determiné de arrimarme a los buenos» dictado por el más puro utilitarismo; pero, una vez más, cabe resaltar que lo que está ahora en juego no es tanto su interés personal como la salvación de los cristianos embarcados en la galera, o sea «el bien común» (I, p. 111)37. Por ende, tampoco creo procedente afirmar con Lázaro Carreter que, en la estela del Lazarillo, «la meta [del Guzmán] será también la cumbre de abyección del héroe»38. Lejos de cultivar el sarcasmo en consonancia con el cínico final de la autobiografía del pregonero, el episodio de la delación plantea un auténtico problema político: ya no se trata de involucrar jocosamente a «nuestro victorioso emperador» en una historia que apenas le concernía; se trata de colocar al monarca ante sus responsabilidades mediante una situación de emergencia nacional (un navío de la Armada a punto de pasar al enemigo) que le afecta directamente. En el Guzmán —«escuela de fina política, ética y euconómica» (II, p. 28), reseña Luis de Valdés — el Poder Real está mucho más comprometido con la degradación picaresca39 que en el librillo de 1554. Los tiempos han cambiado: en los albores del Seiscientos, España es ya ese «galeón donde peligran todos, tenga la culpa quién la tuviere», que describiría Sancho de Moncada40.
28En definitiva, el caso de conciencia que subyace al desenlace de la Atalaya queda ejemplarmente enunciado por Quevedo en el Marco Bruto: «La hipocresía exterior, siendo pecado en lo moral, es grande virtud política»41. ¿Podíase legitimar tal separación entre la virtud cívica y la virtud de la moral cristiana, sin pactar con el maquiavelismo? ¿Iba «Su Majestad» a premiar una virtud política que radicaba en un pecado? En torno a 1604, hasta un tacitista como Narbona se mostraba circunspecto, especialmente acerca de los delatores:
Aunque para ser castigados los delitos conviene aya que los acuse, con todo conviene más a la paz y a la justicia y a la quietud no consentir hombres que sólo tengan por oficio delatar y denunciar42.
29Guzmán, por cierto, no es un malsín profesional sino ocasional (según diría Gracián): su denuncia se inscribe en una moral casuística de la ocasionalidad. Puesto en un dilema insostenible (traicionar a Soto o al Rey), el corullero ha elegido del mal el menos, probando en ello la regeneración de su libre albedrío en aras de la razón de Estado. Esquivar dicho conflicto entre ética y política equivaldría a desproblematizar una «poética historia» cuya meta confesada es ser «atriaca de la república» (II, p. 43). Desde el moralismo práctico privilegiado por la Compañía de Jesús en virtud de la intención dirigida, la liberación del galeote era plausible43; en cambio, sobran motivos para estimar que desde una percepción augustiniana cualquier indulto venía a ser escandaloso. Inmerso en un momento de fuertes controversias teológicas, Alemán se recata naturalmente de tomar partido: la gracia temporal de Guzmán se deja a la apreciación de «Su Majestad» y del «discreto lector»44, si bien la lógica expiatoria de la fábula apunta hacia la no-liberación:
Mucho quedé renovado de allí adelante —explica el galeote tras su conversión—. Aunque siempre por lo de atrás mal indiciado, no me creyeron jamás. Que aquesto más malo tienen los malos, que vuelven sospechosas aun las buenas obras que hacen y casi con ellas escandalizan, porque las juzgan por hipocresía (II, p. 506).
30El adverbio «siempre» (reforzado por la negación «jamás» que cierra la frase) abarca verosímilmente cuanto le ocurre a bordo de la galera, incluida la futura decisión del Rey. Por lo que atañe a «las buenas obras», excusado es decir que no son numerosas: amén de la lícita inversión mercantil «en cosas de vivanderos» (II, p. 505), cabe mencionar sus atenciones para «hacer amistades a forzados amigos» (II, p. 510), su «buena diligencia» al servicio de su amo (II, p. 511) y, sin duda alguna, la denuncia de «la conjuración».
31Resumiendo: la ambigüedad del desenlace de la historia respecto a la reacción de «Su Majestad» permanece sin despejarse, aunque la aludida sospecha de «hipocresía» bien pudo haber influido en la resolución del rey, a riesgo de incurrir éste en «ingratitud» para con su «bienhechor»45. Acorde con la dialéctica de la Justicia y la Misericordia que gobierna el Guzmán de Alfarache46, nada se opondría a que a un Dios misericordioso —«De todo lo cual fue Nuestro Señor servido de librarme aquel día» (II, p. 521)— correspondiera un Príncipe justiciero con sus ribetes de crueldad47. Sea lo que fuere, el protagonista-narrador de la Atalaya, «sin libertad y necesitado» (II, p. 55), resulta ser un personaje mucho más complejo y «ejemplar» de lo que suelen admitir los alemanistas. Confrontado a una alternativa que le aboca, fuese cual fuera su elección, a sentirse más o menos culpable, el corullero no tenía otro remedio que «hacer atriaca de venenos varios» (II, p. 22), es decir —en clave agustiniana— de malis bene facere. Desde «la ínfima miseria y mayor bajeza de todas» (II, p. 519), los azares de «la vida humana» no le autorizaban el menor angelismo:
Sabe solo Dios [subraya Alemán en el San Antonio] a quién da su gloria y en qué grados, mas acá políticamente vamos con la práctica de las cosas del suelo, rastreando lo que pasa en el Cielo48.
32Esta restricción, impuesta por «la práctica de las cosas del suelo» es ahí fundamental para calibrar el espacio de libertad en el que hubo de moverse nuestro personaje. Metáfora de la conflictiva emergencia del racionalismo, la trayectoria del Pícaro vuelto hombre «de claro entendimiento» instrumentaliza tanto la doctrina tridentina del libre albedrío como el proceso de pragmatización ética que se abría paso en las mentalidades de la época. La cuestión de «fina política» que plantea el epílogo del Guzmán se inscribe a las claras en la problemática que, hacia 1612, fray Juan Márquez formulaba del modo siguiente:
Siempre ha parecido la mayor dificultad del gobierno cristiano, el encuentro de los medios humanos con la ley de Dios; porque si se echase mano de todos, se aventuraría la conciencia; y si de ninguno, peligrarían los fines en detrimento del bien común49.
33Al pretender combinar providencialismo y virtù empírica, Guzmán —como hemos visto— se decanta a la postre por una postura tacitista anclada en las insoslayables pasiones humanas. Ni santo ni pecador impenitente sino todo un hombre racional50 en una sociedad fundamentalmente irracional, el galeoteescritor da en el fondo testimonio del malestar del individuo moderno «preso y aherrojado» en un mundo todavía arcaizante.
Notes de bas de page
1 Dicho episodio, centrado en «la conjuración» de Soto (II, pp. 520-522), parece inspirado en el Momus vel De principe (Roma, 1520), de L. B. Alberti, subversiva alegoría política popularizada en España por la traducción de Agustín de Almazán (Alcalá, 1553; reed. Madrid, 1598). En el Libro IV del Momus, asistimos en efecto a una «conjuración» a bordo de un navío pirata, y al castigo de todos aquellos que se niegan a reconocer a la nueva autoridad. Esa conspiración, símbolo del desgobierno de la nave del Estado, se achaca a la injusticia de Júpiter («el príncipe»), quien lamenta después haber desoído los consejos de Momo, el cual, «encadenado» a una roca en alta mar, había sido condenado por su insolencia y relegado al olvido. Sobre La moral y muy graciosa historia del Momo como «antesala de Maquiavelo», véase A. Egido, Las caras de la prudencia y Baltasar Gracián, pp. 49-58.
2 Ver, por ejemplo, B. Brancaforte, Guzmán de Alfarache. ¿Conversión o proceso de degradación?, p. 77 («La delación de Guzmán es sintomática de su alienación total»); y J. A. Maravall, La literatura picaresca desde la historia social, pp. 461-462 («Guzmán acaba en la galera como caso extremo de adulador hipócrita y malvado delator»), y p. 599 («él llama arrepentirse a traicionar villanamente a sus compañeros de galera para aprovecharse de su mal»).
3 En línea con E. Moreno Báez y A. A. Parker, véase M. Michaud, Mateo Alemán moraliste chrétien, pp. 352-353, y H. Guerreiro, «La conversion de Guzmán aux galères», pp. 107-163. F. Rico (La novela picaresca y el punto de vista, p. 65) se limita a comentar que el galeote, alumbrado por la gracia divina, «persevera resueltamente en el bien», «ganando, así, su libertad, al denunciar una conjuración».
4 Guzmán, II, p. 331 («Libro tercero de la segunda parte de Guzmán de Alfarache: Donde refiere todo el resto de su mala vida, desde que a España volvió hasta que fue condenado a las galeras y estuvo en ellas»), y p. 508 («capítulo ix: Prosigue Guzmán lo que le sucedió en las galeras y el medio que tuvo para salir libre dellas»). Adviértase, sin embargo, que ninguna de tales indicaciones es concluyente: «estuvo» no implica (ni mucho menos) una liberación concomitante con el final diegético; y «el medio que tuvo» puede no haber surtido el resultado apetecido.
5 B. W. Ife, Lectura y ficción en el Siglo de Oro, trad. J. Ainaud, pp. 86-87.
6 G. Marañón, «La vida en las galeras en tiempo de Felipe II», p. 108.
7 R. Hernández Ros, «La pena de galeras», p. 21.
8 A. Zysberg, Les galériens, p. 364.
9 J. Canavaggio, «Le galérien et son image dans l’Espagne du Siècle d’or», p. 262.
10 A. Domínguez Ortiz, «Guzmán de Alfarache y su circunstancia», p. 292.
11 G. Bleiberg, «El informe secreto de Mateo Alemán», p. 384.
12 Esta «vera sorpresa del romanzo» ha sido resaltada por N. von Prellwitz, Il discorso bifronte di Guzmán de Alfarache, p. 80.
13 Baste remitir a J. A. Fernández Santamaría, Razón de Estado y política en el pensamiento español del Barroco, pp. 82-104 (en especial).
14 Ver M. Michaud: «[Guzmán] dénonce le complot, plus ferme que jamais dans la vertu et dans sa foi» (Mateo Alemán moraliste chrétien, p. 352); y H. Guerreiro: «Par sa loyauté envers le royaume d’Espagne, [Guzmán] s’intègre enfin avec noblesse dans la communauté chrétienne des catholiques, parachevant ainsi dans la dignité sa justification finale devant Dieu» («La conversion de Guzmán aux galères», pp. 153 y 155). Más cauto (aunque guiado por el mismo deseo de desproblematizar la secuencia) se mostraba A. A. Parker (Los pícaros en la literatura, trad. R. Arévalo, p. 88) a propósito de la controvertida delación: «Esta forma de proceder choca con nuestros sentimientos de honradez […]. Sin embargo, el siglo XVII tenía horror a las sublevaciones y la denuncia de Guzmán constituía para Alemán y para los lectores contemporáneos la señal de su apartamiento de la delincuencia».
15 Comp. P. N. Dunn (Spanish Picaresque Fiction, p. 142): «Guzmán’s conversion is confirmed not by religious ceremonial or public vows but by a civic act: the saving of the ship from the conspiracy to mutiny».
16 Si hemos de creer a F. Pérez de Oliva, «muy cerca está la sabiduría de quien la mira con ojos claros del entendimiento, limpios, con amor y deseo de servir a Dios» (Diálogo de la dignidad del hombre, ed. M. L. Cerrón Puga, p. 158).
17 Unos 10 o 15 años según el acertado cálculo de E. Cros: «la ruptura temporal entre el entonces y el ahora es un elemento básico del sistema formal: Alemán abandona a Guzmán en los umbrales de la madurez porque siente la apremiante necesidad de distanciarse de su personaje» (Mateo Alemán. Introducción a su vida y a su obra, pp. 146-154). Por supuesto, disiento de la lectura (diametralmente opuesta) de H. Guerreiro, «La conversion de Guzmán aux galères», pp. 131-133,150 y 162.
18 Tema axial en el Guzmán: «A mí me parece que son todos los hombres como yo, flacos, fáciles, con pasiones naturales y aun estrañas» (II, p. 40). Es plausible pensar que el capitán obedece a la regla.
19 En su «Elojio a Luis de Belmonte» (p. 52), Alemán puntualiza: «No es pasión de amistad, no paresca que hablo con exajeración, por ser de mi patria i nacidos en un barrio, que ni aun mayores prendas me harán torcer de lo justo».
20 Oráculo manual y arte de prudencia, ed. E. Blanco, pp. 125-126 (aforismo 41).
21 Compárese con la cauta actitud de Ozmín ante don Alonso de Zúñiga: «No sabré decir ni se podrá encarecer lo que sintió […] y cuánto le convenía pasar por todo con discreta disimulación. Respondióle con buenas palabras, temeroso no le sucediera lo que con don Rodrigo» (I, p. 234). Recuérdese asimismo que del hipócrita Sayavedra Guzmán había «oído buenas palabras» (II, p. 135); en cambio, al ser injustamente culpado del robo del trincheo, él no había podido satisfacer a su amo «con otra cosa que palabras buenas» (II, p. 514). La posposición del adjetivo denota aquí sinceridad e inocencia en patente contraste con las «buenas palabras» dadas al moro (II, p. 520).
22 P. Ribadeneyra, Tratado del príncipe cristiano, p. 456.
23 El Criticón, ed. E. Correa Calderón, pp. 146-147 y 154; y Oráculo manual y arte de prudencia, ed. E. Blanco: «El más plático saber consiste en disimular; lleva riesgo de perder el que juega a juego descubierto», p. 155 (aforismo 98).
24 Tratado del príncipe cristiano, p. 454. Alemán, sin duda, no eligió a la ligera la palabra «medio». En otro pasaje (II, p. 451), Guzmán señalaba: «tuve malos medios».
25 Il Principe, p. 104 (cap. xviii). Comp. Montaigne: «Il n’y a que vous qui sache si vous êtes lâche et cruel, ou loyal et dévotieux; les autres ne vous voyent point, ils vous devinent par conjectures incertaines; ils voyent non tant votre nature que votre art» (Essais, ed. A. Thibaudet, t. III, cap. ii).
26 A no ser que Guzmán se anticipara a la filosofía prudencial de un Gracián: «El que vence no necesita de dar satisfaciones. No perciben los más la puntualidad de las circunstancias, sino los buenos o los ruines sucesos […]. Todo lo dora un buen fin, aunque lo desmientan los desaciertos de los medios» (Oráculo manual y arte de prudencia, ed. E. Blanco, p. 138). Maquiavelo no había dicho otra cosa.
27 Comp. P. Ribadeneyra: «hay muchos que con las artes de Maquiavelo y una fina hipocresía pretenden engañarlos [a los Reyes]» (Tratado del príncipe cristiano, p. 524 b).
28 J. Lipsio, Los seis libros de las políticas (trad. B. de Mendoza) [la Aprobación está fechada en noviembre de 1599], pp. 117-118.
29 M. Alemán, fº 84 rº.
30 Como observa N. von Prellwitz (Il discorso bifronte di Guzmán de Alfarache, p. 87), resulta difícil saber si «nella decisione di Guzmán pesa più la conversione o la prospettiva del beneficio».
31 En otro capítulo ha señalado Guzmán: «Ya otra vez he dicho que siempre lo malo es malo y de lo malo tengo por lo peor a la venganza. Porque corazón vengativo no puede ser misericordioso […]» (II, p. 287).
32 Al comentar el pasaje aludido, J. A. Maravall (La literatura picaresca desde la historia social, p. 487) nota: «nos parece que estamos leyendo a Saavedra Fajardo o a Gracián». Véase Gracián, Oráculo manual y arte de prudencia, ed. E. Blanco: «Vivir a la ocasión […], que la sazón y el tiempo a nadie aguardan», p. 255 (aforismo 288). Saber aguardar la ocasión favorable era un axioma de la prudencia política según Maquiavelo (Il Principe, cap. xxvi). No olvidemos, desde luego, que Alemán pudo aprender esta moral del disimulo en Plutarco o en El Momo albertiano, fábula premaquiavélica donde se aconseja a «los que van a vivir en negocios y entre multitud […], que encubran sus deseos y designios con una altura y disimulada arte de fingir y cerrarse, y estén apercebidos y a punto aguardando con gran vigilancia y cuidado la ocasión de vengarse» (L. B. Alberti, La moral y muy graciosa historia del Momo, trad. de A. de Almazán, fº 19vº: en P. Darnis, «La clave perdida del Guzmán de Alfarache»).
33 Agudeza y arte de ingenio, ed. E. Correa Calderón, t. I, p. 255. Para el común tacitismo de Alemán y Gracián, ver N. von Prellwitz (Il discorso bifronte di Guzmán de Alfarache, p. 241).
34 Maquiavelo, Il principe, cap. xix, p. 107. Ver Discorsi sopra la prima dèca di Tito Livio, II, cap. xxxii, y III, cap. vi.
35 Il Principe: «Egli è tanto discosto da come se vive a come si doverrebbe vivere, che colui che lascia quello che si fa per quello che si doverrebbe fare, impara piuttosto la ruina che la perservazione sua: perché uno uomo che voglia fare in tutte le parte professione di buono, conviene rovini infra tanti che non sono buoni» (cap. xv, p. 91); «Debbe uno principe non si curare della infamia di crudele per tenere li sudditi suoi uniti e in fede; perché, con pochissimi esempli, sarà più pietoso che quelli e’ quali, per troppa piétà, lasciono seguire e’ disordini, di che ne nasca occisioni o rapine; perché queste sogliono offendere una universalità intera, e quelle esecuzioni che vengono del principe offendono uno particulare» (cap. xvii, p. 97). Véase Gracián: «no quiera uno ser tan hombre de bien, que ocasione al otro el serlo de mal» (Oráculo manual y arte de prudencia, ed. B. Blanco, p. 235: aforismo 243).
36 La literatura picaresca desde la historia social, p. 276 y passim. El encomiástico intermedio florentino (Guzmán, II, pp. 161-170) entraña probablemente un eco de tal problemática (J. I. Barrio Olano, La novela picaresca y el método maquiavélico, p. 113). G. Ticknor calificaba ya a Guzmán de «Machiavellian rogue» (History of Spanish Literature, t. III, p. 64).
37 Para los casuistas de la Contrarreforma, Guzmán tenía la obligación moral de delatar a los facciosos. Acerca de la licitud de «descubrir el secreto o pecado de otro», fray A. de Córdoba opinaba que «cuando es necesario para remediar algún gran mal o peligro, o daño espiritual o temporal común, entonces bien se puede y debe descubrir, aunque dello se siga pena de muerte al tal delincuente» (Tratado de casos de conciencia, fº 360 rº-vº). Más ilustrativa aún es la opinión de fray Bartolomé de Medina: «Sólo en un caso está obligado a descubrir el penitente los cómplices o compañeros del pecado, pero no al confesor sino al juez o prelado, como si ha sido uno compañero de unos ladrones, o ha tenido compañía con herejes o fue en concierto que mañana se abrasase esta ciudad; si este arrepentido se viene a confesar y dize lo que pasa al confesor, entonces ha de mandar el confesor que vaya luego a denunciar de sus compañeros al juez […]. Está el penitente obligado a descubrir los cómplices, no sólo como está dicho, sino, aunque él no sea cómplice, basta que sepa la traición que ay o pecado que ay tratado contra el bien común» (Breve instrucción de cómo se ha de administrar el sacramento de la penitencia, fº 273 rº-vº). Siendo además un «moro» el interlocutor de Guzmán, la doblez de las «buenas palabras» queda prácticamente justificada. En cualquier caso, importa hacer constar que «la conjuración» todavía forma parte de «todo el resto de [la] mala vida» (II, p. 331) del protagonista. Sólo después del castigo infligido a los rebeldes, estima el narrador que concluyeron sus desgracias: «Aquí di punto y fin a estas desgracias. Rematé la cuenta con mi mala vida» (II, p. 522). Sobre este aspecto crucial, ver M. Cavillac, Atalayisme et picaresque, pp. 88-116.
38 F. Lázaro Carreter, «Para una revisión del concepto novela picaresca», p. 215.
39 Metáfora, aquí, de la conciencia desclasada de un novelista que, en su carta de 1597 a Herrera, declaraba: «quisiera tener la voz de un clarín y que mis ecos llegaran al oído poderoso, mas ya sabes cuál estoy, en la piscina sin hombre […]; poco aprovechan razones al que falta el poder con que acreditarlas» (E. Cros, Protée et le Gueux, p. 441).
40 Restauración política de España, ed. J. Vilar, p. 97.
41 F. de Quevedo, Obras completas: Prosa, ed. F. Buendía, t. I, p. 851.
42 Ver J. Vilar, «Intellectuels et noblesse», p. 11.
43 Recuérdese que los Reyes Católicos perdonan a Ozmín —asesino de varios «labradores»— porque «así convenía a su servicio» (I, pp. 257-259), esto es en nombre de la razón de Estado.
44 Tal como apunta F. Cabo Aseguinolaza (El concepto de género y la literatura picaresca, p. 66), «el ocultamiento completo [en la Atalaya] de la situación discursiva permite la posibilidad de aproximaciones muy disímiles al texto»: media un abismo, en efecto, entre el punto de vista de un preso liberado a sus 40 años, y el de un condenado a cadena perpetua ya en los umbrales de «la senetud» (II, p. 127).
45 De todos los pecados —leemos en el San Antonio— «el más inorme, de mayor aborrecimiento […], es la ingratitud […], que todo aquel que fuere ingrato a su bienhechor, también lo es a Dios, por ser obra infernal, enemistada con la gracia» (fº 103vº).
46 Cf. E. Cros, Mateo Alemán. Introducción a su vida y a su obra, pp. 111-144 y 195.
47 «La justicia sin misericordia —escribía P. de Ribadeneyra— no es justicia sino crueldad» (Tratado del príncipe cristiano, p. 546a). En sus Lugares comunes (fº 3rº), J. de Aranda —una de las fuentes de Alemán— recoge la misma máxima. Comp. Guzmán (I, p. 184): «El apóstol Santiago dice: Sin misericordia y con rigor de justicia serán juzgados los que no tuvieren misericordia».
48 Nunca citada por los exegetas del Guzmán, esta declaración (San Antonio de Padua [ed. 1607], fº 99rº-vº.) es básica para apreciar la antropología alemaniana. Muy lejos, claro, del ámbito político de la galera está el ideal agustiniano de La Ciudad de Dios, donde «los corazones de todos los de allí serán transparentes, luminosos en la perfección del amor» (A. Egido, Las caras de la prudencia y Baltasar Gracián, p. 69).
49 El governador christiano, Prólogo al lector.
50 Como advierte N. von Prellwitz (Il discorso bifronte di Guzman de Alfarache, pp. 188-189), el «hombre perfeto» según Alemán no difiere sustancialmente del «hombre en su punto» grato a Baltasar Gracián. «A los veinte años reina la voluntad —anota el jesuita en el Oráculo manual y arte de prudencia (ed. E. Blanco)—, a los treinta el ingenio, a los quarenta el juizio» (p. 259, aforismo 298). En la Ortografía castellana (ed. J. Rojas Garcidueñas) Alemán señala: «El que quisiere sígame, que pocos venceremos a muchos, con las armas de la razón» (p. 91).
Notes de fin
* Este trabajo se publicó primero en Christophe Couderc y Benoît Pellistrandi (eds.), «Por discreto y por amigo». Mélanges offerts à Jean Canavaggio, Madrid, Collection de la Casa de Velázquez (88), 2005, pp. 385-396, con el título «Sobre la “bondad, inocencia y fidelidad” de Guzmán de Alfarache».
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