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La figura bifronte del mercader en el Guzmán de Alfarache

p. 93-107


Texte intégral

Lo que de Barcelona supe la primera vez que allí estuve y agora de vuelta de Italia, es que ser uno mercader es dignidad
M. Alemán, Guzmán de Alfarache, ed. J. M. Micó, t. II, p. 374.

1Con excepción del Buscón y del Guitón Onofre, la gran mayoría de los pícaros literarios tienen algo que ver con el ejercicio de la «mercadería»*. No en vano el precursor del género, Lázaro de Tormes, fue aguador antes de alcanzar «la cumbre de toda buena fortuna» como pregonero (entre otras cosas) de vinos y demás mercancías en Toledo: «en toda la ciudad —advertía— el que ha de echar vino a vender, o algo, si Lázaro de Tormes no entiende en ello, hacen cuenta de no sacar provecho»1. Semejante tropismo mercantil se repite en Guzmán, fascinado —según veremos— por cualquier tipo de negocio; en la pícara Justina que en Rioseco especula en lanas destinadas a unas hilanderas; en Lázaro de Manzanares que, al final, se embarca para las Indias como factor auxiliar de un mercader de Sevilla; en Alonso, el donado hablador, que se enriquece en México comerciando en «lienzos, paños y otras mercaderías»2; en Teresa, la niña de los embustes, que acaba casándose con un comerciante en sedas de Alcalá; en Rufina, la garduña de Sevilla, que también se establece en un trato de «mercaderías de seda» en Zaragoza; y por último en Estebanillo González, quien, tras oficiar de aguador y buhonero, pone (a semejanza de Guzmán) tienda de «vivandero» y, más tarde, se lanza en un negocio al por mayor comprando «siete mil limones» en San Sebastián con intención de venderlos en Inglaterra o Flandes y «cuatrodoblar el caudal»3.

2Entendámonos: esta constante no significa (ni mucho menos) que todos los textos mencionados abogaran por una ética mercantil, sino que el comercio, por sus connotaciones deshonrosas4, venía a sintonizar con la bajeza de tales personajes. En cualquier caso, sorprende leer en la pluma del maestro Maravall que

al pícaro no le interesa ni el pequeño mercader de tienda, ni siquiera el gran mercader del comercio marítimo […]; el mercader aparece pocas veces en la novela picaresca y raramente es objeto de ataque por el pícaro5.

3Ya de por sí discutible a nivel genérico, esta apreciación resulta paradójica tratándose del Guzmán de Alfarache cuyo protagonista es hijo de «mercader» y «mercader» fraudulento él mismo hasta llegar a bordo de las galeras donde continúa negociando. En realidad, fuera de la axiología mercantil la Atalaya sería poco menos que ininteligible. A especificar dicha dimensión crucial del Guzmán va dedicada esta puesta al día del tema.

I. — EL ATAVISMO DEL «CONFUSO NACIMIENTO»

4Como se sabe, la autobiografía de Guzmán enraíza en la obsesiva figura del «padre» que se desdobla de entrada en dos vertientes complementarias: la mercaduría al estilo genovés encarnada en «el estranjero» (I, p. 157), y el ocio rentista emblematizado por «el caballero viejo de hábito militar» (I, p. 144). Lejos de ser de ínfima extracción social, «nuestro pícaro» ve por lo tanto la luz en ese sector intermedio de «los ciudadanos» que en Sevilla —informaría el cronista Ortiz de Zúñiga— estaba integrado, entre otros, por «los que ejercen por mayor los tratos y mercancías», casi siempre —notaba Tomás de Mercado— con la mira puesta en «la nobleza o hidalguía»6. Según Bartolomé de Albornoz, que escribía hacia 1570-1572, ese afán de ennoblecimiento era «la perdición de los mercaderes»7. Por sus «dos padres» (I, p. 157), el aristócrata ocioso y el mercader «levantisco» cuyos deudos «fueron agregados a la nobleza de Génova» (I, pp. 130-131), Guzmán se inserta simbólicamente en el fenómeno de «la traición de la burguesía» estudiado por F. Braudel.

5Los dos capítulos iniciales de la «confesión» de nuestro bastardo anclan, pues, la trama argumental en una problemática de gran calado y candente actualidad hacia finales del xvi. Como ha demostrado F. Ruiz Martín, si Castilla asistió entonces a la frustración de una burguesía emprendedora, fue porque el «gran capitalismo» financiero orquestado por los genoveses vino a asfixiar al «pequeño capitalismo» nacional de los mercaderes-empresarios. El proceso, notable desde 1575, iba a alcanzar su apogeo tras la nueva bancarrota estatal de 1596-1597, años en que se elabora lo esencial del Guzmán de Alfarache. Por esas fechas —puntualiza Ruiz Martín— impera ya «la oligarquía genovesa a través de las finanzas; domina como antes no lo había logrado nunca en España»8. A denunciar esa especulación dineraria, soporte del ideal rentista y factor de un creciente anquilosamiento económico, se consagran a la sazón los reformadores mercantilistas mostrando cómo «la mercadería fingida» del crédito había arruinado «el trato de mercancía legítima» y fomentado la holgazanería de los «pobres mendigantes»9. El picarismo era (en buena medida) fruto del «mal uso» del comercio implantado por esos «hombres de negocios» que, cual el padre de Guzmán, eran ante todo financieros. Huelga decir que, para el lector de 1599-1604, las premisas genealógicas del Pícaro no aludían a nimiedades.

6A esta bastardía sociológica cuya conciencia va a acompañar constantemente al protagonista-narrador —al volver a Génova señalará «aun aquí se me salió de la boca que tuve dos padres y era medio de cada uno» (II, p. 279)—, hay que sumar su recurrente identificación con Sevilla: «soy hijo de aquella ciudad», subraya antes de observar, al regresar más tarde a la urbe, «alegróseme la sangre como si a mi madre viera» (II, p. 459). Y los valores maternos que él saluda no son los fastos aristocráticos de la Corte «con aquella majestad y grandezas de señores», sino la bulliciosa actividad de un lugar reputado por «arder en todo género de negocios» como «centro de todos los mercaderes del mundo»10. En Sevilla, «bien acomodada para cualquier granjería y tanto se lleve a vender como se compra, porque hay marchantes para todo» (I, p. 161), Guzmán reconoce hallar

un olor de ciudad, un otro no sé qué, otras grandezas, aunque no en calidad […], a lo menos en cantidad; porque había grandísima suma de riquezas y muy en menos estimadas, pues corría la plata en el trato de la gente como el cobre por otras partes, y con poca estimación la dispensaban francamente (II, p. 460).

7En esta visión económica, deudora de la teoría cuantitativista del dinero acuñada por los Doctores de Salamanca11, late el drama de la improductiva burguesía de Castilla a la cual, en 1600, culpa «gravemente» González de Cellorigo «por no saber usar de las riquezas»12. Sintomáticamente, el Pícaro obedecerá a tal mimetismo que venía abocando a la quiebra a no pocos comerciantes: «como no lo [el dinero] trabajaba —confiesa—, fácilmente lo perdía […]; estimábalo en poco y guardábalo menos, empleándolo siempre mal» (II, p. 338).

8Conviene no perder de vista que dichas coordenadas, paternas y maternas, constituyen unas claves «esenciales a este discurso», como reseña el narrador (I, p. 125). Esta «poética historia» hunde sus raíces en el ámbito de un comercio pervertido por el mal uso del capital. «Hijo del ocio» (I, p. 115), según Alonso de Barros, el héroe tenía por tanto muchas cuentas que saldar con sus «dos padres»; y en especial con «el genovés» cuyo nefasto concepto de la «mercaduría» se reducía a «cambios y recambios» ajenos a la compraventa de mercancías13. Cargado con tal atavismo, Guzmanillo —en vida de su padre, «adorado más que hijo de mercader de Toledo» (I, p. 163)— no podía sino sentirse fascinado por su «noble parentela» genovesa, y verse atrapado en el engranaje de la ociosidad.

II. — LA TRAYECTORIA MERCANTIL DEL PÍCARO

9Sin entrar en detalles acerca de la deriva parasitaria del protagonista, importa destacar que ésta va a objetivarse en dos comportamientos homólogos que sólo se diferencian por su gradación en «un arte de robar» más o menos institucionalizado: la mendicidad fingida, basada en un chantaje al crédito espiritual; la mercaduría fingida, basada en un chantaje al crédito material. En ambos casos, la praxis guzmanesca remite a los contravalores de la especulación dineraria generada por la estructura aristocrático-genovesa.

10La experiencia de la pordiosería queda esencialmente novelada en la Primera parte de la Atalaya. Guzmanillo, «bien consentido y mal doctrinado» (I, p. 264), se pierde pronto «con las malas compañías» y abraza la mendicidad profesional mucho más lucrativa que el trabajo. «En pocos días —cuenta— me hallé caudaloso» (I, p. 386); entre otras limosnas,

lo que más llegaba eran pedazos de pan, éste lo vendía y sacaba dél muy buen dinero; comprábanme parte dello personas pobres que no mendigaban […]; vendíalo también a trabajadores y hombres que criaban cebones y gallinas; mas quien mejor lo pagaba eran turroneros… (I, p. 387).

11Esta mercantilización de la caridad culmina en Roma cuando Guzmán rentabiliza a fondo el «oficio» bajo la férula de Micer Morcón: «Teníamos —explica— merchantes para cada cosa, que nos ponían la moneda sobre tabla» (I, p. 400); y el negocio era tan provechoso que

todos manábamos oro, porque, comiendo de gracia, la moneda que se ganaba no se gastaba […]. Llegábamos a tener caudal con que algún honrado levantara los pies del suelo y no pisara lodos (I, p. 409).

12Según comprobamos, dichos «pobres» actúan como auténticos usureros de las limosnas: al igual que los seudocapitalistas de la época, atesoran en lugar de emplear sus ganancias. Y el Pícaro no se olvida de glorificar irónicamente

aquella hermosura de patacones, realeza de Castilla, que ocultamente teníamos y con secreto gozábamos en abundancia; que tenerlos para pagarlos o emplearlos no es gozarlos (I, p. 408).

13Acorde con el tipo del «gueux entrepreneur» definido en 1755 por Richard Cantillon14, Guzmán concibe en el fondo su «confesión» desde la ambigua axiología del mercader.

14De especular con un crédito espiritual del cual (a fuer de falso pobre) estaba desprovisto, el actuante va a pasar —en la Segunda parte de 1604— a especular, como «mohatrero», con mercancías fingidas. Así las cosas, no hace sino desplegar una vocación comercial ya entrevista en su etapa mendicante. A los engaños del mendigo suceden ahora los fraudes del mercader, esa «honrosa manera de robar» (I, p. 134) que Guzmán viera practicar antaño en Sevilla a su padre y sus congéneres hispano-genoveses. Conscientemente asumida, esta amplificación socioeconómica no carece de soporte textual. Afincado en Madrid como «tratante» y «muy gentil mohatrero» (II, p. 367), el protagonista-narrador cuida de resaltar que su anterior práctica de «pobre fingido» y su nueva actividad de «mercader logrero» eran perfectamente superponibles. Tras una quiebra fraudulenta, declara así:

Quedéme con mucha hacienda de los pobres que me la fiaron engañados en mi crédito. Hice aquella vez lo que solía hacer siempre; mas con mucha honra y mejor nombre. Que, aunque verdaderamente aquesto es hurtar, quédasenos el nombre de mercaderes y no de ladrones (II, pp. 373-374).

15La trayectoria reversible del Pícaro confirma que la mendicidad ociosa y «el arte mercante» al uso son las dos caras de una misma moneda. Si el viaje de ida (Sevilla-Roma) está regido por el parasitismo mendicante, el de vuelta (Roma-Sevilla) está dominado por las trapacerías financieras: estafa de Milán, robo de Génova, mohatras de Madrid, ventas ilícitas y desvíos de fondos en Sevilla. La vocación de Guzmán es, sin lugar a dudas, el negocio; incluso cuando prostituye a su mujer —entonces «puse mi tienda», escribe (II, p. 448)— acariciando la ilusión de ver su casa «hecha otra de la Contratación de las Indias» (II, p. 459). Al final, en vísperas de su condena a galeras, rememorará sus delitos achacándolos casi todos a un perverso ejercicio de la mercancía:

¡Oh cuántas veces, tratando de mis negocios, concertando mis mercaderías, dando mis logros, fabricando mis marañas por subir los precios, vendiendo con exceso, más al fiado que al contado, el rosario en la mano, el rostro igual y con un en mi verdad en la boca (por donde nunca salía), robaba públicamente de vieja costumbre! (II, p. 475).

16De tales censuras a la desviación usuraria del «mercader», algunos críticos han sacado la imprudente conclusión de que la Atalaya era un libro anticapitalista. Carlos Blanco Aguinaga hace especial hincapié en el tema sin percatarse de que, en la España de Mateo Alemán, los valores auténticamente capitalistas no estaban ligados al sistema financiero de los genoveses y de sus intermediarios (blanco de la sátira guzmaniana), sino a la mercaduría nacional a la cual el veneno de las finanzas venía paralizando desde 1575. Y si Guzmán —como admite Blanco Aguinaga— «distingue entre los mercaderes serios de Barcelona e Italia, y los de Castilla que no hacen sino engañar […] con sus cambios y recambios», no es en absoluto porque «ataca, precisamente, el principio en que se basa la acumulación de capital»15. Antes, al contrario, vitupera así la descapitalización que «el gran capitalismo genovés» —odiado por Simón Ruiz y los negociantes españoles— estaba llevando a cabo en Castilla a expensas de un «pequeño capitalismo» manufacturero y mercantil que, sin embargo, prosperaba en Barcelona y en Lisboa, zonas más protegidas según puso de manifiesto J. Gentil da Silva16. Respecto a estas dos opciones contrapuestas, elocuentes son los escritos de Giovanni Botero, referencia predilecta del discurso burgués al filo del Seiscientos:

Habiendo dejado la mercancía de las cosas, los genoveses —expone— se han vuelto a ser cambiadores […], y sacan con su industria, de España, grandes riquezas y tesoros […]. Castilla, así, es semejante a un cambio que está desembolsando siempre sin recibir jamás moneda alguna17.

17Pues bien, lo que repudia Guzmán es, justamente, el que Castilla se haya tornado «semejante a un cambio» deficitario en vez de cultivar «la mercancía de las cosas» requerida por el «bien común». De ahí, por supuesto, el elogio que Alemán tributa a Lisboa, «abundantísima de todas mercancías», en el San Antonio de Padua18; y de ahí, también, su alabanza de la solidez comercial de Barcelona donde —realza Guzmán— «ser uno mercader es dignidad» (II, p. 374). Infrecuente en las letras áureas, esta valoración pudiera tal vez aplicarse a la figura, nostálgicamente evocada, de aquel «mercader estranjero, limpio de linaje, rico y honrado, a quien llamaban Micer Jacobo» (II, p. 309), que, ubicado en una Sevilla pretérita, encabeza el cuento de Bonifacio y Dorotea.

18Sea lo que fuere, conviene recalcar que el mercader vituperado en el Guzmán de Alfarache no es aquel que «atiende a legítima mercancía de las cosas» (Valle de la Cerda), sino el «hombre de negocios» que trafica con los «cambios y recambios», muchas veces «sin hacienda, sin fianzas ni abonos, mas de con sólo buena maña para saber engañar a los que se fían dellos» (II, pp. 374-375). Tales especuladores con el crédito, típicos del periodo 1575-1600, eran las bestias negras del comercio castellano. Ejemplar es el caso de Simón Ruiz, quien descubrió en 1585 que su corresponsal sevillano, Francesco Morovelli, «nunca tuvo hacienda sino que andaba en el aire»:

Estas haciendas de Sevilla —comenta el gran mercader de Medina—, como están en Indias, son como haciendas de trasgos […]. El Morovelli a todos nos ha tenido engañados, y a mí más que a ninguno; del mejor de Sevilla hay poco que fiar, que hacen mucho volumen de aire y muchos gastos, y al cabo queda la mayor parte dellos perdidos19.

19Al trasluz de estas líneas se perfila el cabal retrato del padre de Guzmán que, en su día, quebrara por usar de «estratagemas» (I, p. 134) y porque «las ganancias no igualaban a las expensas» (I, p. 159).

20Dentro de ese contexto cabe interpretar la requisitoria guzmaniana contra las amañadas transacciones «al fiado», las diabólicas «contraescrituras» (II, pp. 374-376), y el «cambiar y recambiar» (II, p. 369), otras tantas ficciones que, «en Castilla donde se contrata la máquina del mundo», destruían al «mercader pobre [que] se quiere meter a mayor trato» (II, p. 375), y por ende malograban la maduración de una mentalidad capitalista. Cuando recordamos que el propio Mateo Alemán, emparentado con varios comerciantes, fue él mismo un tratante frustrado en torno a 1580-158220, esas recurrentes críticas del Guzmán contra cuanto entorpecía las «contrataciones», prueban a todas luces —como ya apuntó F. Rico— que «es sólo desde la condición de mercader desde donde se piensa así»21. Por otro lado, la terminología comercial que a menudo metaforiza el discurso autobiográfico denota que lo mercantil configura ahí una relevante isotopía:

Pues aquí he llegado sin pensarlo y en este puerto aporté [escribe, por ejemplo, el narrador], quiero sacar el mostrador y poner la tienda de mis mercaderías, como lo acostumbran los aljemifaos o merceros que andan de pueblo en pueblo (II, p. 388).

21«El drama de Guzmán —nota con agudeza J. A. Maravall— no es el de un perezoso u holgazán»22. Su febril activismo, derivado de su afán por imitar los valores paternos y recuperar así las prosperidades de su infancia, demuestra en efecto sus talentos de empresario, si bien éstos le involucran siempre en situaciones delictivas. En Milán donde le encandilan «los gruesos tratos que había en [las tiendas]» (II, p. 232), parece vengarse del fracaso de su padre estafando a un «mal tratante» ducho en «mohatras» y con fama de «traer la república revuelta y engañados cuantos con él negocian» (II, p. 239)23. Pareja función catártica puede atribuirse a la también finamente urdida venganza de Génova (II, pp. 271-303) que deja burlado al «hermano mayor» de su padre, una de esas «sanguijüelas de las riquezas de España» denunciadas por las Cortes de Castilla. Carentes de moralidades —superfluas pues la narración se bastaba a sí misma—, tales episodios conectaban directamente con la hostilidad nacional hacia los traficantes genoveses.

22No obstante, «ya rico, muy rico y en España» (II, p. 336), Guzmán se muestra incapaz de sustraerse a su atavismo financiero. Pronto se instala en Madrid como «mohatrero» (negociante tramposo), asociado con su suegro, claro sustituto de la figura paterna24. Desde luego, «nunca la mercadería salía de casa»; sólo servía de pantalla para «trafagar con el dinero» (II, p. 369) dando «la hacienda fiada por cuatro meses con el quinto de ganancia» (II, p. 379). Hasta recalar en la Cárcel de Sevilla donde sigue «[prestando] sobre prendas, un cuarto de un real por cada día» (II, p. 489), el Pícaro no hace sino confirmar esa atracción sisífica por las contravirtudes de su padre. Su degradación moral culmina cuando, nítidamente identificado con el levantisco, «se recoge con su madre» y «entre los dos» se dan a «vender en Gradas» capas robadas (II, p. 465); o bien, «con otras camaradas», se dedica él a revender «vestidos de paño y seda» hurtados nocturnamente «por las aldeas» de Sevilla:

Teníamos roperos conocidos —leemos— a quien lo dábamos a buen precio, sin que perdiésemos blanca del costo […]. Que no teníamos más obligación que darle la mercadería enjuta y bien acondicionada, puesta las puertas adentro de sus casas, libres de aduana y de todos derechos, y allá se lo hubiesen. La ropa blanca tenía buena salida, por la buena comodidad que se ofrecía las noches en el baratillo (II, p. 465).

23En suma, el itinerario de Guzmán es un compulsivo bucear en el infierno de los tratos ilícitos que, «en España especialmente», habían venido a ser «granjería ordinaria» (I, p. 134), según queda indicado en la presentación del padre genovés. Interesa destacar, sin embargo, que si el texto estigmatiza una y otra vez a los prestamistas, jamás la Banca y, menos aún, «el comercio y trato» son en sí objeto de reprobación. No sólo se reconoce ahí que «los cambios han sido y son permitidos» (I, p. 131), sino que se proclama sin ambages — como hemos visto — que «ser uno mercader es dignidad». Así como «cambio es obra indiferente, de que se puede usar bien y mal» (I, p. 131), así el «arte mercante» será excelente en la medida en que se deje de «usar mal de lo que se instituyó para bien» (II, p. 340). Esta ética del buen uso25 del comercio es la clave problemática de la Atalaya: permite esclarecer la todavía sorprendente (para muchos críticos) conversión del personaje.

III. — LA CONVERSIÓN DEL PÍCARO-MERCADER

24Para apreciar la reformación —Alemán jamás habla de conversión— de Guzmán en toda su dimensión simbólica, es imprescindible contextualizarla a la luz de las teorías mercantilistas que, por entonces, fustigan la actividad financiera con la cual «los mercaderes se destruyen a sí y a otros»26, y abogan por «conservar indemnes a los mercaderes […], volviendo a la haz el comercio que hoy es al revés de lo que es razón». Este diagnóstico del teólogo toledano Sancho de Moncada27, lo comparten entre 1590 y 1600 Valle de La Cerda, Pérez de Herrera, Cellorigo o Mariana, sin hablar de no pocos procuradores que se expresan en las Cortes de Castilla:

[Desde 1575] —se oye decir en 1602— empezaron los mercaderes muy ricos a dejar las mercadurías reales y a convertirse a negociaciones de dinero con dinero, y los de poco caudal a emplearlo en censos y juros, y así cesó la mayor parte del trato de los mercaderes28.

25Ahí está lo esencial del abanico satírico que se despliega en el Guzmán de Alfarache.

26Pues bien, todos los alemanistas tienen en mente que la historia del Pícaro «reformado» (II, p. 510) se sitúa bajo la égida de dos emblemáticas pinturas que representan «un hermoso caballo». La primera aparece en el capítulo inicial (I, pp. 127-129) consagrado a la biografía del padre-mercader; la segunda, en el último capítulo de la obra, a modo de alegórico comentario a la conversión del autobiógrafo: al dueño del cuadro, descontento con el trabajo pues contempla «la tabla» al revés, tal como «se puso a secar», el pintor contesta «Señor, Vuestra Merced sabe poco de pintura. Ella está como se pretende. Vuélvase la tabla» (II, p. 508). La metáfora —orientada a ejemplificar que «si volviésemos la tabla hecha por el soberano Artífice», también «hallaríamos que aquello es lo que se pide y que la obra está con toda su perfeción»— dista de ser anodina. Similar es el argumento desarrollado en la confesión del galeote: se supone que Guzmán consiguió in fine «volver la tabla» haciendo «atriaca» de sus pecados, esto es —en palabras de Sancho de Moncada— «volviendo a la haz» sus vivencias comerciales que estaban «al revés de lo que es razón»29.

27¿Qué ocurre en efecto a bordo de la galera donde el Pícaro, rematado «por toda la vida» (II, p. 488), está cumpliendo condena? Enfrascado en sus habituales obsesiones crematísticas, Guzmán continúa dándole vueltas a la idea, ya acariciada en la prisión de Sevilla, de «ocupar un poco de dinerillo que tenía» (II, p. 491); y tanto más cuanto que acaba de incrementar dichos ahorros vendiendo «todo el vestido» que llevaba puesto al llegar al remo:

Hice dello algún dinerillo —relata—, el cual junté con otro poco que saqué de la cárcel […] para hacer algún empleo con que poder hallarme con seis maravedís cuando los hubiese menester (II, p. 498).

28Excusado es subrayar que «hacer empleo» significaba —según registra Covarrubias— «gastar el dinero en alguna compra, la cual se llama empleo». Ese designio de realizar una inversión «en algo que fuese aprovechado» (II, p. 503) va a rondarle la cabeza durante varias semanas, hasta que se le presenta un día la oportunidad deseada:

Queriendo salir las galeras, que se habían de juntar con las de Nápoles para cierta jornada —leemos—, salí a tierra con un soldado de guarda y empleé mi dinerillo todo en cosas de vivanderos, de que luego en saliendo de allí había de doblarlo, y sucedióme bien (II, pp. 504-505).

29Como buen comerciante previsor del encarecimiento de la mercancía en alta mar, Guzmán invierte pues su escaso capital en provisiones y víveres destinados a la chusma. Por vez primera en su vida, se aparta de las mohatras para dedicarse a la compraventa de «mercaderías reales», es decir a aquel «trato de mercancía legítima» exaltado por los reformadores mercantilistas. El resultado moral de esta lícita y exitosa transacción («sucedióme bien») no tarda en manifestarse. Casi a renglón seguido, se inicia el monólogo de la conversión anunciado por la frase: «Ya con las desventuras iba comenzando a ver la luz de que gozan los que siguen a la virtud» (II, p. 505). Después de tantas fechorías acumuladas en su trayectoria vital, semejante declaración suena insólita; y para muchos exégetas de la Atalaya, significaría un escarnio más por parte del Pícaro. Pero, ¿de qué «virtud» puede tratarse en este caso? Obviamente, de la virtud del «buen uso» del comercio que acaba de iluminar su razón y entendimiento. La racionalidad mercantil (envés de las contravirtudes30 paternas) es la única que el personaje era capaz de comprender; la única susceptible de despertar su «libre albedrío». Lejos de una revelación paulina, poco creíble y expresamente rechazada por el texto (II, p. 175), estamos ante una conversión de índole económica, muy coherente además con la psicología y las anteriores empresas del protagonista. No procede tildar de hipócrita una toma de conciencia motivada aquí por el interés: recuérdese que el actuante vendió las «cosas de vivanderos» al doble de su precio de compra.

30Desde esta óptica racional, la regeneración de Guzmán cobra toda su verosimilitud y credibilidad a los ojos del lector. El pacto ético sellado con Dios a continuación, con su denso léxico capitalista («buscar caudal para hacer empleo», «comprar la bienaventuranza», «poner a la cuenta de Dios», «recibir por su cuenta») corrobora que el hijo del traficante judeogenovés se siente lógicamente justificado en su vocación mercantil hasta entonces malograda por haber sido vivida al revés. Afirmar, con Joan Arias, que «Guzmán’s statement salvarte puedes en tu estado is unsupported by his story»31, resulta insostenible. Al distanciarse por fin de la deriva financiera de su padre, Guzmán se libera moralmente en su estado vocacional de mercader32. Resuelve su conflicto edípico con la sombra paterna rescatando el legado mercante de la misma, pero repudiando su desviación usuraria. Dicho de otro modo, subvierte ese «determinismo hereditario» que, en opinión de Américo Castro, sería la clave de toda la picaresca.

31Para dar cumplida cuenta de esta conversión, queda por contestar a los reparos de algunos alemanistas proclives a estimar que lo comercial nutre ahí una estrategia tendente a desacreditar la axiología filoburguesa del mercantilismo33. Para J. M. Micó (II, p. 505, n. 65), la operación «en cosas de vivanderos» implicaría un matiz negativo por aludir a la actividad de «ciertos tahures, en su lenguaje llamados vivanderos», como aclara Luque Faxardo en su Fiel desengaño contra la ociosidad y los juegos (1603). En la misma línea, Márquez Villanueva ha señalado que «es desfachatez y sarcasmo hacer pasar por tal [la vocación de mercader] a un tráfico de aguardiente dentro de la galera»34. Aunque nada en el texto apuntala dicha interpretación — tan sólo especifica Guzmán que «tenía guardadas algunas cosas de regalo y bastimento» (II, p. 510)—, no cabe descartar que entre las «cosas de regalo» pudiesen figurar, en efecto, naipes y aguardiente. ¿Cómo no? Los únicos negocillos posibles a bordo de las galeras —informa André Zysberg35— eran más o menos de ese tipo. Nunca al «discreto lector» pudiera ocurrírsele que un forzado optara por comerciar en joyas o brocados. Así y todo, se notará que nuestro galeote compró también «cosas de bastimento», es decir «provisión necesaria para comer» (Covarrubias).

32De todas formas, lo importante no es saber en qué consistían las «cosas de vivanderos» en cuestión, sino hacer resaltar que Guzmán (en un ámbito a priori poco favorable) apuesta una vez más por el comercio; y por un comercio todo lo humilde que se quiera, pero en «cosas». La precisión no es baladí: es el indicio clave —y a todas luces simbólico— de su nueva práctica mercantil. De Giovanni Botero que recomienda «la mercancía de las cosas», a Valle de la Cerda, quien deplora que los españoles se sirvan «del dinero fingido que es el crédito, en lugar de las cosas, para comprar dinero sin ellas», y desatiendan así «la legítima mercancía de las cosas», el argumento de «las cosas convenientes y forzosas para la vida humana»36 es un leitmotiv en la pluma de los reformadores. El propio Pérez de Herrera, tan allegado ideológicamente a Mateo Alemán, no cesa de propugnar —«para que España se vuelva a henchir de mercaderes»— que se negocie «en mercaderías reales y en especie»37. El novelista no eligió ciertamente a la ligera la palabra «cosas».

33En esta perspectiva manufacturera, no es indiferente recordar que la reformación mercantil de Guzmán viene prefigurada, desde su llegada a las galeras, por una renovada afición al trabajo productivo38. A fin de poner a prueba su propia «voluntad», y sin verse obligado a ello, decide así ejercitarse en labores susceptibles de serle provechosas:

Quise saber de mi voluntad; que alguna vez podían obligarme de necesidad. Enseñéme a hacer medias de punto, dados finos y falsos, cargándolos de mayor o menor, haciéndoles dos ases, uno enfrente de otro, o dos seises, para fulleros, que los buscaban desta manera. También aprendí hacer botones de seda, de cerdas de caballo, palillos de dientes muy graciosos y pulidos, con varias invenciones y colores, matizados de oro, cosa que sólo yo di en ello (II, p. 502).

34Aparte del material de fullería (concesión al entorno canallesco del antihéroe), la mayoría son artículos de buena ley. La fabricación de dichos objetos solía ser, por cierto, una actividad femenina y, por ende, algo degradante para quien lamentaba que «un hombre como yo» se hallara relegado entre «gente bruta» (II, p. 490). Pero, en el universo de las galeras, esas tareas de mercería —documentadas en el Viaje de Turquía— eran las únicas al alcance de los forzados39. De todas maneras, más que la naturaleza del producto, importa el hecho de que el galeote se dedique espontáneamente (y por primera vez en su vida) a fabricar una mercancía. Por modesta que fuera, esta iniciación en la industria con la mira puesta en su comercialización, es un evidente signo precursor de la conversión al «comercio verdadero».

35Dentro de la misma tesitura cabría interpretar la última peripecia de la obra, o sea la denuncia por Guzmán de «la conjuración» de Soto. Al decir al capitán «dos palabras del servicio de Su Majestad» (II, p. 521), Guzmán, conforme a su ética del intercambio contractual, pretende ahora comprar el indulto real del mismo modo que le vimos antes «comprar la gracia» divina (II, p. 505). Dicho con términos de la época, el galeote se propone reproducir con el Rey su anterior «contratación con Dios»40. En una carta de 1597 a Pérez de Herrera, ¿no se refería Alemán a «un pecador fervoroso en su conversión […], negociando con el eterno Padre»?41

36Bien mirado, la racionalidad económica es la única lógica que conoce el galeote-escritor. Ésta parece funcionar cabalmente en su relación con Dios, asimilado en general a la figura de un supremo banquero42; pero es lícito pensar que ese discurso interesado no llegó a convencer al Rey. No sólo el lector ignora si «Su Majestad» contestó favorablemente a la solicitud de indulto presentada por el capitán de la galera, sino que el propio narrador sugiere que la gracia real nunca le fue otorgada43. De ahí, en particular, que escriba «su vida desde las galeras, donde queda forzado al remo» (I, p. 113)… Por lo visto, según advirtió M. Molho, «en la Institución monárquico-feudal, no hay perdón para el mercader»44. No en balde la publicación del Guzmán coincidía con el ascenso del duque de Lerma cuya política «significaba el abandono de todas las reformas “progresistas”, portadoras de valores burgueses»45. Imaginar (con la gran mayoría de los alemanistas) que el galeote-escritor pudiera haber sido liberado, supone —a mi juicio— un desenfoque ideológico y estético de la Atalaya.

37La conclusión que se ha de sacar de cuanto acabamos de ver, es que la ambivalente figura del mercader —contramodelo financiero o parangón de virtud comercial— constituye en el Guzmán un eje primordial para dramatizar la conflictiva psicología del protagonista-narrador. En esta novela cuya clave universal es el «interese proprio» (II, p. 157), la isotopía mercantil que contamina a distintos niveles una fabulación atenta a mostrar que «ya todo es mohatra» (II, p. 229), resulta ser el más convincente denominador común de «la conseja» y «el consejo», por cuanto —reseñaba Jean Chapelain— de cabo a rabo del libro «c’est Guzmán qui parle»46. Y ya vimos que hasta en sus reflexiones aparentemente menos comprometidas con el espíritu «capitalista» —como, por ejemplo, ciertas digresiones sobre «la Providencia divina» (II, p. 335)—, alienta la idea de que sin los intercambios y la movilidad de la riqueza la sociedad sería imposible. En la Atalaya, la economía de la Salvación pasa por la salvación de la Economía. Deshistorizar tal dialéctica conduciría a un callejón sin salida47.

38En realidad, la «poética historia» imaginada por Alemán estriba en un discurso de la subversión, pero de una subversión hábilmente concebida desde dentro de la ideología contrarreformista. Guzmán, por cierto, no es un revolucionario: es un burgués frustrado48 que anhela integrarse en una sociedad dinamizada por el comercio auténtico. No por casualidad su testimonio configura la primera novela extensa de ámbito urbano, donde las relaciones humanas quedan supeditadas al dinero. Con todo, en la España «ociosa y viciosa» (Cellorigo) de la época, aquel viraje hacia la modernidad estaba obstaculizado por demasiados prejuicios o intereses creados para poder realizarse. El drama de nuestro mercader-atalaya no es, pues, el de un hombre carente de valores auténticos; es el de un reformador abocado a ver sus aspiraciones degradadas por una estructura sociopolítica que le condena a la insignificancia:

Bien sé yo —realza en ocasiones— cómo se pudiera todo remediar con mucha facilidad, en augmento y de consentimiento de la república, en servicio de Dios y de sus príncipes; mas, ¿heme yo de andar tras de ellos dando memoriales, y, cuando más y mejor tenga entablado el negocio, llegue de través el señor don Fulano y diga ser un disparate, porque le tocan las generales y dé con su poder por el suelo con mi pobreza? […] Por decir verdades me tienen arrinconado, por dar consejos me llaman pícaro y me los despiden. Allá se lo hayan (II, pp. 268-269).

Notes de bas de page

1 F. Rico (ed.), La vida de Lazarillo de Tormes, p. 130.

2 J. de Alcalá Yáñez, Alonso, mozo de muchos amos, pp. 529-530. Por otra parte, Alonso rinde homenaje a los «hacedores de paños» segovianos que «no sólo adquieren con su industria caudal suficiente y hacienda, sino que también son verdaderos padres de familias, sustentando innumerables oficiales, a quien por su trabajo dan de comer» (p. 575).

3 Vida y hechos de Estebanillo González, ed. A. Carreira y J. A. Cid, t. I, pp. 204-208 y 229; t. II, pp. 27-36 y 350-355.

4 Ver, por ejemplo, L. G. Gutiérrez de los Ríos: «La mercaduría, si es pobre y de cosas bajas, se debe tener por vil y fea» (Noticia general para la estimación de las artes, p. 26). Pero téngase presente que existía paralelamente una representación positiva del mercader, forjada al calor de la incipiente teoría mercantilista. Baste mencionar Las firmezas de Isabela de Góngora (1610), comedia en la que los principales personajes son honrados comerciantes toledanos, granadinos y sevillanos, cual Galeazo de quien se nos dice que «No pisó un tiempo las Gradas / ni ahora pisa la Lonja / mercader de más caudal, / ciudadano de más honra» (vv. 722-725), ed. R. Jammes, p. 84. En la misma línea, véase R. Ricard, «Les vertus chrétiennes d’un marchand tolédan», pp. 374-385; M. Cavillac, Pícaros y mercaderes, trad. J. M. Azpitarte, pp. 193-200.

5 J. A. Maravall, La literatura picaresca desde la historia social, p. 775.

6 Sobre los mercaderes genoveses avecindados en Sevilla y la clase mercantil hispalense, ver R. Pike, Aristócratas y comerciantes, pp. 103-141; A. García-Baquero, «Aristócratas y mercaderes», pp. 123-136.

7 Arte de los contratos, fº 128vº. Como resalta P. Molas, «la dedicación creciente y absorbente a las finanzas […] representó un paso hacia el ennoblecimiento y el abandono del comercio» (La burguesía mercantil en la España del Antiguo Régimen, p. 26).

8 F. Ruiz Martín, «Las finanzas españolas durante el reinado de Felipe II», pp. 109-173; Id., Pequeño capitalismo, gran capitalismo, pp. 11-30.

9 L. Valle de la Cerda, Desempeño del patrimonio de Su Magestad, ffos 69 y 115-120. Alemán que alude a los erarios (II, p. 211), conocía a buen seguro estos proyectos de Oudegherste y Valle de la Cerda.

10 T. de Mercado, Suma de tratos y contratos, ed. R. Sierra Bravo, p. 125.

11 Baste recordar a Martín de Azpilcueta («el dinero vale más donde y cuando hay falta dél, que donde y cuando hay abundancia») y a Tomás de Mercado («La justicia de los cambios que ahora se usan, estriba y se funda en la diversa estima de moneda que hay de diversas partes […] como vemos que en toda Flandes, en toda Roma, se estima en más que en toda Sevilla, y en Sevilla más que en Indias)». Al respecto, ver M. Grice-Hutchinson, El pensamiento económico en España, pp. 124-148.

12 Memorial de la política necesaria, ed. J. L. Pérez de Ayala, pp. 21, 50 y 89.

13 «Era su trato —se nos dice— el ordinario de aquella tierra [Génova], y lo es ya por nuestros pecados en la nuestra: cambios y recambios por todo el mundo» (I, p. 131). A este propósito, muy ilustrativo es el testimonio del veneciano L. Donato en 1573: «Los genoveses […] estiman contra todo deber y contra la verdad que la más honrosa manera de negociar y de hacer mercancía consiste en el cambio, y que el vender, el comprar y el hacer navegar el tráfico sea cosa de buhoneros y de gente más baja» (Relazione di Spagna, en J. García Mercadal, Viajes de extranjeros por España y Portugal, t. I, p. 1189).

14 Essai sur la nature du commerce en général, pp. 31-32: «Tous les habitants d’un État peuvent se diviser en deux classes: en entrepreneurs et en gens à gages; les entrepreneurs sont comme à gages incertains, et tous les autres à gages certains […]. Les entrepreneurs, soit qu’ils s’établissent avec un fonds pour conduire leur entreprise, soit qu’ils soient entrepreneurs de leur propre travail sans aucun fonds, peuvent être considérés comme vivant à l’incertain; les gueux même et les voleurs sont des entrepreneurs de cette classe».

15 C. Blanco Aguinaga, «Picaresca española, picaresca inglesa», pp. 54-55.

16 J. Gentil da Silva, Stratégie des affaires à Lisbonne, p. 23.

17 G. Botero, Relaciones universales del mundo, trad. D. de Aguiar, ffos 15vº y 28vº.

18 «Lixbona —leemos— es abundantísima de todas mercancías, porque demás del trato familiar que allí se tiene con todas las naciones, el proprio suyo de la India es tan grande que bastece la mayor parte del mundo, y con mucha propriedad la podemos llamar su estómago, que como en el del hombre se distribuye la virtud para todo el cuerpo, así Lixbona, recogiendo en sí lo particular de cada uno, el oro, perlas, piedras, telas, mercancías y otras cosas, todo lo digiere, perficiona y pule, repartiéndolo después por todo el orbe universo» (fº 19rº).

19 F. Ruiz Martín, Lettres marchandes échangées entre Florence et Medina del Campo, pp. 385,395 y 402.

20 En un documento de 1582, descubierto por E. Cros («La vie de Mateo Alemán», pp. 331-337), el novelista pretende «pasar al Perú como mercader» alegando que «tiene cargadas mucha cantidad de mercaderías». Sobre los parientes de Alemán vinculados al comercio (en especial, su primo hermano, el mercader florentino Juan Bautista del Rosso), ver C. Guillén, «Los pleitos extremeños de Mateo Alemán», en El primer Siglo de Oro, pp. 189-195.

21 La Novela picaresca española, I, p. cxlvi. Comp. E. Gacto Fernández, «La picaresca mercantil en el Guzmán de Alfarache», pp. 320-370; E. Cros, Literatura, ideología y sociedad, pp. 160-179; M. Montalvo, «La crisis del siglo XVII desde la atalaya de Mateo Alemán», pp. 116-135.

22 J. A. Maravall, La literatura picaresca desde la historia social, p. 173.

23 Para un análisis de la secuencia, ver M. Cavillac, «Genèse et signification de la bourle de Milan».

24 Sobre este personaje que califica a Guzmán de «Hijo» y le instruye en el arte del «cambiar y recambiar» (II, p. 369), ver M. Cavillac, Atalayisme et picaresque, pp. 9-38.

25 Recurrente en la obra, tanto en la Primera parte («en comenzándose a corromper, quedan para siempre dañados con el mal uso», p. 137), como en la Segunda («ni se condena el rico ni se salva el pobre por ser el uno pobre y el otro rico, sino por el uso dello», p. 335). Sobre esta teoría (agustiniana) del buen uso de las cosas, ver M. Cavillac, Pícaros y mercaderes, trad. J. M. Azpitarte. Por otra parte, habida cuenta del franciscanismo latente en el Guzmán, no olvidemos que la ética económica franciscana, basada en los intercambios entre la pobreza y la circulación de las riquezas, legitimaba la función social de los mercaderes (G. Todeschini, Ricchezza francescana).

26 L. Valle de la Cerda, Desempeño del patrimonio de Su Magestad, fº 128vº. Por los mismos años, B. Álamos de Barrientos consigna que «aquella manera de negociación de dinero secó todos los mercaderes menores, como es ordinario; está el comercio y trato de las mercancías en este reino muy disminuido y acabado, siendo éste el que les enriquecía y daba de comer a mayores y menores» (Discurso político al rey Felipe III… [ed. de M. Santos], pp. 51-52).

27 Restauración política de España, ed. Jean Vilar, pp. 118 y 151.

28 Actas de las Cortes de Castilla, t. XX (1602), p. 397.

29 Ya, a propósito de las malas artes de Sayavedra, Guzmán había notado: «¿por qué no volvió la hoja, cuando tuvo uso de razón y llegó a ser hombre?» (II, p. 228). Sobre los aludidos apotegmas pictóricos (procedentes de Plutarco a través de Erasmo) y su significación dentro de la Atalaya, ver M. Cavillac, «Una nota al Guzmán de Alfarache», pp. 193-201.

30 Véase Guzmán (II, p. 228): «Si se cometen los males, hácese por la sombra que muestran de bienes». Moralmente condenable por su «mal uso» del comercio, el padre —acorde con la alegoría del monstruo de Ravena (I, pp. 141-142)— no deja de albergar una virtualidad positiva por su mero estatus de «mercader». Sobre este punto crucial, ver M. Cavillac, Atalayisme et picaresque, pp. 9-38.

31 J. Arias, Guzmán de Alfarache. The Unrepentant Narrator, p. 39.

32 De ahí la relevancia del Nosce te ipsum en el Guzmán: «que cada uno se conozca a sí mismo» (I, p. 313).

33 En el sentido industrialista analizado por P. Deyon en Le mercantilisme.

34 F. Márquez Villanueva, «El gran desconocido de nuestros clásicos», p. 5.

35 A. Zysberg, Les galériens, pp. 140-142.

36 L. Valle de la Cerda, Desempeño del patrimonio de Su Magestad, ffos 16vº, 117vº y 120vº.

37 Remedios para el bien de la salud del cuerpo de la república, fº 21 vº.

38 Sabido es que, antes de perderse «con las malas compañías», Guzmán «amaba» el trabajo: «Cuando comencé a servir, procuraba trabajar y dar gusto» (I, p. 318); «Con estas diligencias cumplí a lo que estaba obligado, para no poder acusarme a mí mismo que volví a lo pasado huyendo del trabajo. Y te prometo que lo amaba entonces, porque tenía de los vicios experiencia y sabía cuánto es uno más hombre que los otros cuanto era más trabajador, y por el contrario con el ocio» (I, p. 332). Después de su conversión, observará: «Yo me hallaba muy bien; bien que trabajaba mucho» (II, p. 510).

39 A. Zysberg, Les galériens, p. 127: «Lorsqu’elles séjournent dans leur port d’attache, les galères se transforment en autant d’ateliers où se tricotent non seulement des bas, mais aussi des bonnets, des chaussons, des gants et des bourses, qui sont ouvrés avec du filet de coton, de la laine et même de la soie qui n’était sans doute confiée qu’aux ouvriers d’élite». Parece, pues, excesivo sostener con M. Molho («El Pícaro de Nuevo», p. 211) que la ocupación de Guzmán es «propia de un marica». Las connotaciones del pasaje son aquí de tipo económico como lo prueba la Relación de la Cárcel de Sevilla (1597) donde leemos que un «portero» de dicha cárcel «usó de mucha industria e inteligencias, haciendo que algunos de los presos que eran oficiales de diversos oficios, trabajasen en ellos, cada uno en el suyo, algunos ratos del día; y para ello traía esparto y se lo daba para que hiciesen empleita, y a otros hacía hacer dellas esteras y espuertas. Traía lana, hacía hacer medias, y otros que lo sabían hilábanla y hacían las medias calzas, las cuales el portero vendía muy bien […]. Y fue de manera el aprovechamiento que […] sacó de la cárcel más de mil y trescientos escudos de oro» (ed. J. Esteban, pp. 59-60).

40 Recuérdese el léxico comercial utilizado por J. de Ávila: «Entre el cristiano en cuenta con Dios […], y piense que esta amorosa contratación de Dios con él le ha de ser un dechado y regla para la conversación que él ha de tener con su prójimo» (Avisos y reglas cristianas, ed. L. Sala Balust, p. 188). Compárese, en 1573, G. de Leão: «Maos e bõs, todos grangeamos fazenda, e todos tratamos, e temos negocio na terra, pa daqui a levarnos a outra parte» (Desengano de perdidos, ed. E. Asensio, p. 112). Este vocabulario es frecuente entre los teólogos y moralistas que se dirigen a los sectores comerciantes.

41 E. Cros, Protée et le Gueux, p. 440.

42 En la misma carta al doctor Herrera, Alemán aclara que «lo que al pobre se da es darlo a logro sobre prendas de plata, dinero seguro y cierto que ponemos en el cambio de que nos dan letras sobre Dios sacándolo por pagador» (E. Cros, Protée et le Gueux, p. 438). Idéntica visión en su San Antonio de Padua: «El servir a Dios —explica— es como dar a cambio, que si por una obra hecha en su gracia nos da (pongo por exemplo) quatro grados della, éstos con la que teníamos antes buelven a recambiar mucha más, y así va siempre creciendo y recambiando el caudal que se nos dio al principio, con lo que con el granjeamos» (ffos 308vº-309rº).

43 Ver infra «La conversión política del galeote “reformado”», pp. 111-124.

44 M. Molho, «El Pícaro de Nuevo», p. 214.

45 B. Bennassar, La España del Siglo de Oro, p. 215.

46 «Prólogo» a su trad. del Guzmán de Alfarache, ed. A. C. Hunter, p. 66.

47 Sobre «The Outer World of Guzmán de Alfarache», ver los atinados comentarios de P.N. Dunn, Spanish Picaresque Fiction, pp. 134-153.

48 Véase A. del Monte: «Guzmán es más un burgués malogrado que un caballero venido a menos» (Itinerario de la novela picaresca española, trad. E. Sordo, p. 86). Por cierto, no comparto las reticencias de J. A. Maravall (La literatura picaresca desde la historia social, p. 776) sobre el particular. Detrás del Guzmán está el problema del semi-bloqueo de la burguesía a finales del siglo XVI.

Notes de fin

* Una primera versión de este ensayo apareció en la revista Edad de Oro [Universidad Autónoma de Madrid], 20, 2001, pp. 69-84.

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