Alemán y Guzmán ante la reforma de la mendicidad
p. 73-92
Texte intégral
La seule raison d’être du roman est de dire ce que seul le roman peut dire.
M. Kundera, L’art du roman, p. 54.
1En línea con el lejano Lazarillo, la Primera parte del Guzmán de Alfarache — ya terminada en el verano de 1597 — ofrece entre otras peculiaridades la de explorar a fondo un debate de candente actualidad*: la cuestión de los «vagamundos ociosos» que, según los reformadores coetáneos, era emblemática de una España improductiva que «ponía la honra y autoridad en el huir del trabajo»1. El tema es bien conocido2. Lo que ha sido menos valorado es que, cuando Alemán redacta y ultima su texto, la «reducción de los pobres fingidos» no está solamente a la orden del día, sino que —por primera vez desde 1545 las máximas autoridades políticas han tomado cartas en el asunto. Entre la primavera de 1596 y el otoño de 1597 (año que marca el apogeo de dicha reformación), los controles de mendigos se multiplican en las principales ciudades de Castilla. Este nuevo contexto reformista influye sin duda en la elaboración del Guzmán y en su recepción por el público cuyas «competencias de lectura» —como diría Umberto Eco3— se hallan al respecto claramente potenciadas.
2Empezaré, pues, recordando los avances de la reforma entre 1596 y 1598, y la postura personal de Mateo Alemán ante el fenómeno. A continuación, revisitaré los capítulos del Guzmán de 1599 que novelan el problema de la mendicidad fraudulenta.
I. — LA REFORMA DE LA BENEFICENCIA EN TIEMPOS DEL GUZMÁN
3Desde los años ochenta, al calor de la Segunda Contrarreforma, las prevenciones eclesiásticas contra el «examen» de mendigos tendieron a atenuarse. Por esas fechas, el canónigo Giginta había conseguido granjearse el apoyo moral y financiero del propio arzobispo de Toledo, Gaspar de Quiroga, gracias al cual funcionaron varias Casas de Misericordia que eran a la par hospicios y talleres de «manufactura». El desastre de la Invencible dio al traste con esa empresa en la que el poder político apenas había intervenido. No obstante, las ideas de Giginta —buen conocedor del dossier europeo— tuvieron gran impacto entre las élites ideológicas; y muy en particular, sobre Alemán y Pérez de Herrera, quien, influido por la Ragion di Stato de Botero, recogió en 1593 el legado del canónigo de Elna logrando, poco después, convencer al mismo Rey Felipe II de la necesidad de atajar la proliferación de los «pobres fingidos».
4Cuando, allá por el verano de 1597, Alemán está ultimando la primera entrega del Guzmán, la «reformación» de los mendigos —tantas veces postergada desde 1545— se halla en trance de llevarse a la práctica merced a los esfuerzos del doctor Herrera, bien relacionado en la Corte a fuer de «Médico de Su Majestad»4. Pronto aprobada por las Cortes de Castilla y refrendada (desde mayo de 1595) por una lista de teólogos que encabezaba fray Diego de Yepes, Confesor del Rey, la «reducción de los vagabundos ociosos» contaba con unas considerables bazas políticas, puesto que el propio Felipe II y Rodrigo Vázquez de Arce (Presidente del Consejo Real) no dudaron desde un principio en apoyarla. La construcción del Albergue de Madrid se inició así solemnemente en septiembre de 1596 con asistencia de Rodrigo Vázquez y del obispo de Ávila, fray Juan de las Cuevas. En enero de 1597, el Presidente del Consejo enviaba a «cincuenta ciudades y villas del reino» una Instrucción Real con vistas a poner en ejecución el «recogimiento general» de mendigos y vagabundos.
5Varias ciudades no tardaron en tomar las medidas oportunas. Tal fue el caso de Madrid. En abril de 1597 —leemos en el Amparo de pobres—, «por echar a los fingidos mendigantes, se les puso a los verdaderos una tablilla con las señas de la persona», y, «con sola esta señal se limpió esta Corte de vagabundos»: tan sólo 650 pobres «se señalaron por legítimos» mientras se fueron «más de 3.000 fingidos». Y durante todo el año siguiente, los controles continúan a la espera de las correspondientes «premáticas» que estaban en preparación. Entre abril y noviembre de 1597, parejo registro de mendigos se llevó a cabo en Burgos, Valladolid, Toledo y Sevilla. Gracias al cronista Francisco de Ariño, la inspección realizada en el emporio hispalense es bien conocida. Allí, el 29 de abril, el asistente, Francisco de Bobadilla, ordenó que todos los mendigantes se juntasen en la plaza del Hospital de la Sangre. Según el autor de los Sucesos de Sevilla,
fue el mayor teatro que jamás se ha visto, porque había más de dos mil pobres, unos sanos y otros viejos y cojos y llagados, y mujeres infinitas, que se cubrió todo el campo y los patios del hospital5.
6En su continuación apócrifa del Pícaro (1602), Luján no deja de destacar que:
En Madrid y en otras partes se ha empezado a poner remedio, y ha ordenado Su Majestad, como piadoso y cristianísimo monarca, que se hagan albergues para los pobres mendicantes, porque no vayan perdidos, y se castiguen rigurosamente los que estuvieren sanos y no quieren trabajar6.
7Esta política represiva, coreada por los reformadores (Valle de la Cerda, Mariana, Cellorigo), surtió efecto durante todo el bienio 1597-1598. Y huelga recordar que, entre aquellos que gravitaban en torno al doctor Herrera, Alonso de Barros, Mateo Alemán y el L ° Vallés, Prior de Santa María de Sar, seguían con sumo interés tales intentos para racionalizar la beneficencia. El más entusiasta del grupo era Vallés: en una Carta dirigida en 1597 a Pérez de Herrera, no vacila en comparar a este último con el David bíblico, pues había logrado derribar con su honda al «Gigantazo soberbio de la pobreza fingida» que «ya en tierra estaba». El Prior, por cierto, reconocía la existencia de rumores tendentes a asimilar dicho «remedio» a la «extirpación total de la mendiguez» preconizada por «muchos herejes»; pero, a sus ojos, nada se oponía a que la reformación se llevase a feliz término:
Pues tiene V. m. —advierte él a su corresponsal— tan buen patrón como el Rey nuestro señor, y la ayuda de los ministros graves de su Casa y Corte, cuyo juicio es de más importancia que todo el resto del reino, no le ha de espantar, que es al fin el de los otros juicio del vulgo en esta comparación7.
8Dentro de este contexto de relativo optimismo se enmarca la Primera parte del Guzmán cuya conexión con las ideas de Herrera es evidente desde que Cros revelara una Carta que, a comienzos de octubre del 97, envió Alemán a su amigo reformador para darle su opinión «cerca de la reducción y amparo de los pobres del reino», y señalarle de paso que también
ése había sido mi principal intento en la primera parte del pícaro que compuse, donde, dando a conocer algunas estratagemas y cautelas de los fingidos, encargo y suplico por el cuidado de los que se pueden llamar y son sin duda corporalmente pobres8.
II. — MATEO ALEMÁN Y EL PROBLEMA DE LOS «POBRES FINGIDOS»
9Destinada (al parecer) a permanecer inédita, esta carta presenta la ventaja de reflejar la posición íntima del novelista sevillano respecto a los falsos mendigos. En la autobiografía del Pícaro, regida por una estrategia discursiva más compleja, el punto de vista autorial queda por supuesto muy mediatizado. Probablemente redactada (como en el caso de Vallés) en respuesta a una solicitud del doctor Herrera, quien por esas fechas movilizaba a sus allegados con miras a afinar los Discursos del amparo de pobres (Madrid, 1598), la referida carta de Alemán se inscribe en un momento esperanzador: en octubre del 97, la reformación va viento en popa. Las consideraciones expuestas por el autor no se mueven, pues, en la abstracción: están supeditadas a datos concretos vinculados a una experiencia testimonial y, tal vez, activa9. Sea lo que fuere, salta a la vista que su actitud ante la «pobreza fingida» concuerda con la de los ideólogos más vanguardistas en el campo católico.
10Sin pretender ser un especialista en el tema, el sevillano podía, no obstante, apoyarse en un conocimiento directo de la marginalidad delincuente: en 1593, había entregado al Consejo de las Órdenes un voluminoso Informe Secreto sobre la condición de los forzados en las minas de Almadén10, fuente imprescindible para la historia de la criminalidad en tiempos de Felipe II. Es más: si hemos de creer el exordio de la carta a Pérez de Herrera, el problema del pauperismo le interesaba tanto que, «desvelándo[se] muchas noches en el amparo de los pobres», había contemplado la posibilidad de dedicarle un tratado,
pero, como semejante negocio requería más acción y mayor caudal —señala—, siempre lo temí, viéndome falto del caudal que pide tan alta mercadería tratada de tan doctos varones que cuando quisiese decir algo sería reiterar lo que ellos tienen dicho y estampado.
11Todo ello equivale a reconocer que, como su destinatario, él ha meditado lo esencial de la tratadística del siglo XVI sobre el particular, empezando a buen seguro por el De Subventione Pauperum (Brujas, 1526) de Juan Luis Vives.
12Más aun que Vallés o Barros (autor de una enjundiosa contribución al Amparo de pobres), Alemán estaba por lo tanto capacitado para enjuiciar la «reformación» promovida por Herrera; el cual, lejos de «reiterar» el análisis de sus predecesores, proponía (por primera vez) anclar el «remedio de pobres» en un ambicioso proyecto —claramente filoburgués— de relanzamiento económico en aras de la mercantilista Ragion di Stato.
13Pues bien, en su carta del 2 de octubre de 1597, Alemán distingue tres clases de pobres. Las dos primeras, por todos admitidas, no le plantean la menor reticencia caritativa: son «los pobres de espíritu» a quienes Dios confiara «la llave dorada» del cielo «para que fuesen espejos de humildad al rico»; a éstos habían de sumarse los viejos, enfermos o tullidos, «imposibilitados a toda granjería» y, por ende, acreedores a la compasión del prójimo. Mucho más discutible (por no decir escandalosa) se le antoja la tercera categoría formada por aquellos que, pese a su integridad física y vigor natural, emulan a los precedentes «fingiendo lo que no son y manifestando lo que no tienen», movidos por el solo afán de no trabajar y de vivir a costa de los demás. Tales mendigos «viciosos y perversos», «robustos mocetones o rufianes encubiertos», eran
hijos de ira y maldición, hijos del pecado: el pecado los trae perdidos y siendo malos, por ellos pierden los buenos chupando la substancia de que el pobre se había de sustentar, con que había de crecer y remediarse.
14En consonancia con Vives y Venegas que calificaban a esos parásitos de «ministros de Sathanás»11, nuestro autor considera que estos «ministros del infierno, enviados de Satanás», son meros «delincuentes y mal hechores» sobre los cuales debe recaer todo el peso de la ley: «no hay razón para que tantos vagamundos anden por las calles». Por «nuestra negligencia» —concluye—, el reino entero se veía ahora amenazado por «este cáncer» que urgía «cauterizar para gloria del Señor, provecho de la república y bien particular de todos ellos».
15Mateo Alemán, desde luego, no se recata de valorar los méritos de la reforma impulsada por Herrera: «Hame satisfecho mucho —escribe— el haberles puesto [a los mendigos legítimos] una tablilla sobre el pecho en que lleven licencia para pedir con pasaporte de pobres». Con todo, las medidas que se estaban tomando no suscitaban en él el mismo entusiasmo que en el Prior Vallés. A sus ojos, dicho «examen de pobres» corría el riesgo de dar pie a la impostura si no iba fundamentado en rigurosos criterios de selección. Por lo visto, las autoridades repartían las consabidas tablillas o cédulas con demasiada generosidad:
Mucho me alegraré —Alemán— cuando esta señal vea puesta no en los que la traen sino en los que la deben traer, que yo no llamo pobre, ni lo es, el roto sino el que fuere lisiado, y no lisiado solamente sino impedido para poderlo ganar, inútil para todo trato y oficio.
16Semejante definición, muy restrictiva, del mendigo verdadero entroncaba en argumentos esgrimidos por Eiximenis, Vives, Robles-Medina y Giginta. El doctor Herrera, por evidentes motivos estratégicos, se guardaba de enunciar esta doctrina con tanta crudeza12. Alemán, al contrario, no duda en recalcar la conveniencia de obligar a trabajar a los mismos lisiados:
¿Qué importa ser uno cojo? Que no es falta para dejar de ser zapatero, ni la mano manca para ser lacayo o despensero. ¿Por qué un corcovado no será sastre, y un mudo, tundidor o carpintero? ¿No habemos visto muchos, y vemos cada día, comer en el sudor de su rostro y con defectos tales acomodarse al trabajo? Luego no es culpa de naturaleza sino invención de haraganes, amigos de ser viciosos.
17Ciertamente, se les hará cuesta arriba —leemos— «acomodarse a lo que no hicieron pequeños», pero el país sacará de ello cuantiosos beneficios: habrá «más oficiales, más trabajadores y gente de servicio; y habiendo abundancia en todo, vendría a bajar el excesivo precio de las cosas». Alemán, que formula ahí el principio básico del mercantilismo, está lejos de desinteresarse de la economía.
18Así las cosas, la carta de 1597 no expresa mayores reparos en secundar el planteamiento posibilista de Herrera: «podrá ser —admite— que en adelante corra con orden diferente; remediándose lo que se puede por lo presente, se podría ir entablando el juego para lo venidero», siempre y cuando existiera una auténtica voluntad política de llevar la reforma a su término. En este punto, acaso, cristaliza la más relevante objeción que se le ocurre a Mateo Alemán. Mientras que Pérez de Herrera, atento a no chocar con la mentalidad eclesiástica, reservaba un papel (si bien subalterno) a la Iglesia en la administración de los albergues, nuestro autor realza que el cargo de «Padre de Pobres» —especie de Ministro Social que había de pilotar la nueva asistencia— no debía recaer en un religioso:
Debiera ser lego, de buena vida, blando y afable a los buenos, severo y áspero a los malos, no aceptador de ruegos, ni exceptador de personas, entero y tal que dél se hiciese toda confianza para que con mero mixto imperio, cuchillo y horca, pudiese administrar justicia.
19Dicha puntualización —decisiva para apreciar la figura del Cardenal— sitúa una vez más al novelista entre los seguidores laicistas de Vives y Robles-Medina13. La desconfianza que al respecto le inspiran los prelados (crítica ya perceptible en Giginta) no ofrece dudas. En cambio, bajo la férula de un santo laico cualquier esperanza estaba permitida: «¡Qué de cosas pudiera el tal remediar! Paréceme que las veo y vuelto atrás al siglo dorado, cumplido nuestro deseo». Y este deseo compartido con Herrera —interesa recordarlo— era «que España se volviese a henchir de mercaderes» y que «la corte de Su Majestad pareciera en el trato otro Amberes»14.
20En el fondo, si se da alguna divergencia entre Alemán y su amigo reformador, ésta concierne menos al contenido de la reformación que a las posibilidades de éxito de la misma en manos de una clase aristocrática mayoritariamente conservadora. El escepticismo que aflora al final de la carta es político: «queriéndolo ejecutar —se observa— será fácil, dando trazas cómo cada partido sustente sus pobres […], y en la república se sepa quién vaga en ella», pero ¿estaban dispuestos los que detentaban el poder a instaurar aquel Estado puritano, controlado por inflexibles censores, con el que soñaban él mismo y su corresponsal? Nada menos seguro por cuanto —se nos dice— «poco aprovechan razones al que falta el poder para acreditarlas». De hecho, tras la muerte de Felipe II, eliminados ya Rodrigo Vázquez y Diego de Yepes por la camarilla del duque de Lerma, los adversarios de «la reducción de los vagamundos» iban a desenfrenarse acusando al doctor Herrera y su círculo de querer introducir en España una ley «inventada por ingleses y gentes que hoy están ajenos de Dios»15.
21En el otoño del 97, la coyuntura distaba de ser tan desfavorable: hasta 1599, los controles de mendigos (agudizados por la epidemia de peste) siguen a la orden del día conforme registra el Memorial de Cellorigo16; y las nuevas Pragmáticas de Pobres, ya impresas, se hallan pendientes de consulta17. Por entonces aún era lícito —como reconoce Alemán— apostar por que «cobren vida nuestros muertos deseos y todo se remedie». Dentro de tal ambiente conviene encuadrar la Primera parte del Guzmán, «confesión» de «un hijo del ocio» (según el acertado marchamo de Barros) atrapado en el engranaje de la «mendiguez fingida».
III. — MENDICIDAD Y BENEFICENCIA: TRES CALAS EN EL GUZMÁN DE 1599
22Sin entrar ahora en mayores comentarios sobre el realismo de esta «poética historia», me limitaré a analizar tres secuencias del Guzmán que, a mi juicio, sintetizan ejemplarmente el debate coetáneo sobre los falsos pobres. Me refiero a los episodios, ubicados todos en Roma, que novelan con gran finura las relaciones del pícaro con el gobernador de Gaeta (I, pp. 416-418), el cardenal romano (I, pp. 423-461), y «un caballero» caritativo (I, pp. 403-404). Aunque en el texto este último caso precede a los otros dos, opto por examinarlo al final por ser el más conflictivo y el que menos parece haber inspirado a los alemanistas.
EL GOBERNADOR DE GAETA: MISERICORDIA Y JUSTICIA
23Tras abandonar el hogar materno «para salir de miseria» (I, p. 162), Guzmanillo, según se sabe, llega a Madrid «hecho pícaro» y comienza a «tratar el oficio de la florida picardía» andando «holgazán» con otros ladronzuelos de su misma calaña (I, pp. 275-277). Pronto engolosinado «con el almíbar picaresco», saborea la «gloriosa libertad» de los ociosos, y «degenerando de quien era», acaba por «perderse con las malas compañías» (I, p. 318). Dicho proceso de marginación parasitaria se ajusta cabalmente al retrato de «los picarillos desamparados desas calles» que Giginta trazaba en su Remedio de Pobres y en la Atalaya de Caridad:
[El más relevante] seminario de mendigos —aseguraba el canónigo de Elna— procede de que, muriéndose un hombre pobre, luego sus hijos van desamparados, pidiendo por esas calles y tomando malas costumbres; […] y así vemos tantos picarillos por ahí cada día; y creciendo en aquel vicio dañoso desde niños, no hay después de gustado quien los saque dello; y éstos son los que, cuando la menoridad les va faltando, inventan mil embustes para entretenerse toda su vida en el estado de mendigos con daño suyo y de la república18.
24Las andanzas de «nuestro pícaro» por Italia confirman con nitidez esa desviación delictiva. Repudiado por sus parientes genoveses, Guzmanillo reincide en la mendiguez, no ya como paliativo circunstancial sino como lucrativo «oficio» con sus estatutos y leyes: «en pocos días —confiesa— me hallé caudaloso» (I, p. 386). Esta mercantilización de la caridad alcanza su punto álgido en Roma donde el protagonista ingresa en una Hermandad de pobres profesionales expertos en «el arte bribiática». De creer al pícaro alemaniano, la Ciudad Eterna (claro espejo de lo que ocurría en España antes de 1596)19 era el paraíso de la mendicidad fraudulenta20. Allí, puesto que nadie se ponía a «espulgar colores» (I, p. 418), los mendigos podían «fingir lepra, hacer llagas, hinchar una pierna, tullir un brazo […], y otros pormenores del arte, a fin de que no se nos dijese que, pues teníamos fuerzas y salud, que trabajásemos» (I, p. 398). Mediante tales «tretas» —puntualiza Guzmán— llovían los donativos y «todos manábamos oro» (I, p. 409).
25A la luz de tal contexto (que clama por la urgencia de una reforma) se sitúa la confrontación de nuestro pobre fingido con el gobernador de Gaeta, puerto campaniense (entre Roma y Nápoles) limítrofe con la jurisdicción pontificia: «posee el Papa —precisa a la sazón Jaime Rebullosa— una buena parte de Italia, esto es todo lo que yace entre el río Fiore y Gayeta»21. Resulta sintomático que la escena en cuestión esté localizada en una ciudad fronteriza de las posesiones del Papa: la diferencia de política asistencial queda así realzada. El «discreto lector» se ve invitado a cotejar el laxismo romano, cómplice de la impostura, con una organización laica atenta a compaginar misericordia y justicia. Es de notar, en efecto, que la aventura de Gaeta (I, pp. 416-418) se inserta entre dos experiencias romanas: la «vida poltrona» con Micer Morcón, «archibribón del cristianismo» (I, pp. 394-409), y la vida de paje junto a «Monseñor Ilustrísimo» (I, pp. 423-461). Se trata de un intermedio que funciona como exemplum destinado a marcar perspectivas.
26Pues bien, «como una vez [Guzmanillo] se sentase a pedir limosna en la ciudad de Gaeta, en la puerta de una iglesia», luciendo una «tiña» simulada para ver si la caridad igualaba ahí «con la de Roma», acertó a pasar el Gobernador, quien, a fuer de buen católico, iba a oír misa. Sin que nuestro pordiosero le pidiese nada, el laico se fija en él, dale limosna y, sin el menor comentario, repite el don durante «algunos días». Dicha actitud compasiva correspondía (al decir, por ejemplo, de Giginta) al deber de cualquier cristiano: como individuo, cada uno estaba obligado a practicar la caridad —eso sí «no con trompetas» (I, p. 422)— sin entrometerse en examinar si el pobre la merecía o era un impostor.
27El Guzmán narrador no se olvida de aludir (casi literalmente) a esas recomendaciones del canónigo rosellonés también recogidas por el doctor Herrera22:
A ti —arguye— te toca solamente el dar de la limosna […]. No es a tu cargo el examen; jueces hay a quien toca […]. Digo que la caridad y limosna su orden tiene. No digo que no la ordenes, sino que la hagas, que la des y no la espulgues […]. Tu oficio sólo es dar. El corregidor y el regidor, el prelado y su vicario abran los ojos y sepan cuál no es pobre para que sea castigado. Ése es oficio, ésa es dignidad, cruz y trabajo. No los hicieron cabezas para comer el mejor bocado, sino para que tengan mayor cuidado (I, pp. 421-422).
28Esta distinción entre la persona particular y los cargos políticos o eclesiásticos plasma aquí ejemplarmente en la figura del gobernador de Gaeta que viene a acumular ambas funciones. Después de cumplir con los preceptos individuales, el laico va a mostrarse digno de sus responsabilidades sociales «abriendo los ojos» a fin de saber «cuál no es pobre para que sea castigado».
29A los pocos días del primer encuentro, nuestro pícaro pretende volver a las andadas «aderezando una pierna que valía una viña». Torna a apostarse en la puerta de la iglesia de marras y, «entonando la voz», atrae de nuevo la atención del Gobernador que venía a «oír misa». Esta vez, el seglar, al reconocerle, se extraña de verlo tan «gordo, recio y tieso», y acto seguido decide mandar que le examine un cirujano. Descubierta la superchería, Guzmanillo recibe una buena tanda de azotes y tiene que abandonar «la ciudad luego al momento».
30Sin más contemplaciones, el escaldado «mendigo fingido» regresa a los estados pontificios donde con toda evidencia corrían otros vientos:
Con esto me fui a la tierra del Papa —relata—, acordándome de mi Roma y echándole a millares las bendiciones, que nunca reparaban en menudencias ni se ponían a espulgar colores […]. Al fin tierra larga, donde hay qué mariscar y por dónde navegar, y no por estrechos, siempre por la canal (I, p. 418).
31Semejante visión (cuajada de ironía) de «la cabeza de la Cristiandad» recuerda por supuesto a la de los erasmistas: «infierno de todos, engaño de pobres y peciguería de bellacos»23… Sea lo que fuere, allí es donde se yergue el personaje del Cardenal que le permite a Mateo Alemán saldar sus cuentas con la desidia asistencial de la Iglesia.
UN «BUEN CARDENAL» DE LOS DE ANTES DEL CONCILIO
32Imprudentemente considerado, hasta fechas recientes, como un dechado de virtudes y un modelo tridentino de caridad, «Monseñor Ilustrísimo» ha sido objeto desde hace unos años de una sagaz revisión por parte de algunos alemanistas (Johnson, Brancaforte, Márquez Villanueva, y Maravall). Parece hoy incuestionable que el retrato del Cardenal (I, pp. 423-461), muy alejado del prelado ideal según los decretos de Trento, no viene dibujado de un solo trazo. Es una figura ambigua (por no decir equívoca) en la que alternan los rasgos del «príncipe renacentista» rodeado de bufones24, y los del peor «purpurado de curia», senil y regalón, cuyas preocupaciones apenas pasan de saborear golosinas, reír bromas de mal gusto, y jugar a las cartas con otros cardenales25. En esta línea —nada propicia al «remedio de pobres» encomendado a la Iglesia— se inscribían también los comentarios que dediqué al episodio en Pícaros y mercaderes en el «Guzmán de Alfarache». Sin repetir ahora análisis de sobra conocidos, me ceñiré a resaltar cuanto erige el comportamiento de «Su Señoría Ilustrísima» en antimodelo del sistema representado por el gobernador de Gaeta.
33Al salir «Monseñor» a escena, el lector todavía tiene en mente que las autoridades eclesiásticas («el prelado y su vicario») deben «abrir los ojos» para saber «cuál no es pobre» y por ende merece «ser castigado». Desde tal óptica, importa advertir que el Cardenal asume —como antes el gobernador seglar— un doble papel. A título privado está obligado (y más aún siendo eclesiástico) a socorrer con discreción al necesitado; a fuer de prelado responsable del «gobierno de la Iglesia universal»26, debe contribuir a sanear la beneficencia metiendo en cintura a los simuladores que roban la limosna de los «pobres de Cristo». Hacia 1599, esta doctrina, aceptada por los propios detractores de la secularización asistencial, formaba parte de las competencias del «discreto lector»27.
34Como persona particular, el purpurado se comporta al pronto de manera ejemplar. Saliendo un día «para el palacio sacro», repara en Guzmanillo, quien, exhibiendo su ya mencionada pierna «cancerada», le pedía la caridad con «la voz levantada, el tono extravagante» (I, p. 423). Apiadándose «en extremo» por figurársele «el mismo Dios», Su Señoría manda a sus criados que acomoden a ese pobre muchacho «en su propia cama». Por excesiva y espectacular que se nos antoje dicha reacción, resulta sin duda digna de tan «santo varón», caracterización recurrente en el episodio (I, pp. 423,451, 460). Con todo, cabe observar que ese aparatoso arrebato de compasión contrasta con la llaneza manifestada por el gobernador de Gaeta. Éste —recuérdese— dio su limosna espontáneamente sin esperar a que «nuestro pícaro» se la pidiese. En cambio, el Cardenal sólo se fija en Guzmanillo porque «pedía la voz levantada, el tono extravagante». Semejante dato sería un pormenor baladí si, poco antes, no se hubiera especificado que únicamente era meritoria la caridad cuando «viendo al necesitado, lo socorren sin que lo pida; que si aguarden a ese punto, ni le da ni le presta: deuda es que le paga, con logro lo vende y con ventajas» (I, p. 406). Ello, claro, empaña algún tanto la pureza del gesto28.
35Pero hay más. Al igual que en el lance de Gaeta —explícitamente aludido (I, p. 425) para subrayar el paralelo—, el prelado recurre al examen de «dos expertos cirujanos», quienes, a diferencia del médico requerido por el Gobernador, le van a ocultar la verdad para mejor lucrarse a costa suya. Por lo visto, el «buen cardenal» no les infunde gran respeto. Éste, de entrada, aparece definido como una especie de Juan Lanas, fácil de engañar. Los reiterados triunfos de Guzmanillo en el asedio a su vigiladísimo «paraíso de conservas» (I, p. 454), no harán sino ratificar esta impresión inicial.
36De todos modos, la benevolencia de Monseñor no puede ponerse a priori en tela de juicio. No sólo el pícaro, una vez curado de su supuesta «enfermedad», recibe una librea y «pasa al cuartel de los pajes», sino que se echa de ver que todos los criados de la casa están bien tratados: cada día, por ejemplo, los pajes asisten a las clases de un preceptor que les enseña «la lengua latina, un poco de griego y algo de hebreo» (I, p. 456). Este amo, «humanísimo caballero» (I, p. 453), sería tal vez digno de ser imitado por no pocos «señores» mundanos, si no fuera por el desbarajuste moral que impera en el palacio cardenalicio. Allí se da rienda suelta a las burlas y los juegos, la gula y la risa, sin la menor consideración por el decreto tridentino De Reformatione que estipulaba:
Usen de modesto ajuar y mesa los Cardenales […]; demuestren con sus mismos hechos y con las acciones de su vida (que son una especie de incesante predicación) que se conforman y ajustan a las obligaciones de su dignidad. En primer lugar arreglen de tal modo todas sus costumbres que puedan los demás tomar de ellos exemplos de frugalidad, de modestia y de continencia […]; pues estrivando el gobierno de la Iglesia universal en los consejos que dan al santísimo Pontífice Romano, tiene apariencias de grave maldad que no se distingan con sobresalientes virtudes, y con tal conducta de vida que justamente merezcan la atención de todos los demás29.
37En realidad, todo el episodio está inmerso en un ambiente de comedia poco adecuado a la gravedad propia de todo un Cardenal del Sacro Colegio30. Ni siquiera se nos ahorra el dudoso espectáculo de «Su Señoría Ilustrísima» que está «orinando» en su recámara (I, p. 441). A lo largo de estos sustanciosos capítulos, la cómica —como dijera el Pinciano— va de la mano de la satírica. Detrás de una retórica lenitiva aplicada a repetir que el prelado era un «santo varón» al cual «sólo caridad movía», se perfila una ironía despiadada ya que los hechos no confirman ese discurso. El mismo narrador, además, cuida de insinuarlo: «¿De qué sirven las palabras donde hay obras?» (I, p. 452), acabamos de leer. A la verdad, nos las habemos con un retrato amañado: hasta calificativos aparentemente positivos como «humanísimo caballero» se tornan satíricos en el caso de un dignatario eclesiástico que habría de aproximarse a lo divino a semejanza de los «Ilustrísimos Cardenales en Roma» evocados por Giginta31, o del «muy caritativo» Arzobispo García Guerra, que en ocasiones «se quedaba sin comer» para distribuir más limosnas a los menesterosos32.
38De hecho, la figura del Cardenal ha de interpretarse a la luz del apólogo de la Verdad y la Mentira (I, pp. 431-434) que se engarza simbólicamente en el centro del episodio: «Monseñor Ilustrísimo Cardenal» (I, p. 429), pese a su rimbombante título, es un prelado de relumbrón, cómplice de la Mentira. La «reducción de los mendigos fingidos» que pululan en torno a su palacio, le tiene sin cuidado; ni siquiera parece haberse enterado de su existencia. Los únicos personajes que le visitan son «príncipes y señores» (I, p. 451), amén de «otros cardenales» amigos de timbas (I, p. 441). Fuera de Guzmanillo, su pobre y su coartada, ningún indigente cruza jamás los umbrales de su casa ni de su pensamiento.
39Según deja entender el narrador —«Fue mucho salto a paje, de pícaro, aunque son en cierta manera correlativos y convertibles, que sólo el hábito los diferencia» (I, p. 435)—, la pedagogía deletérea, y viciada por el mal ejemplo33, que el purpurado propone a su paje —más para divertirse que para corregirle, pues «gustaba de [él] como de un juglar» (I, p. 455)— desemboca desde luego en un fracaso educacional. Y, si bien Guzmán toma la precaución de recalcar «Mía fue la culpa» (I, p. 461), no se le escapa al lector que la responsabilidad del amo está en ello totalmente comprometida. Al respecto, interesa citar una frase que, de pasada, confiere a la comedia cierto viso trágico al recordar al lector lo que está en juego detrás del fiasco de Monseñor: «Deseaba tanto mi remedio como si dél resultara el suyo» (I, p. 452). Esta declaración, hay que tomarla al pie de la letra: en la dialéctica del contrato de caridad —se nos advertirá (II, p. 335)— ambas partes están abocadas a salvarse o a condenarse. A tal luz, el fallecimiento del prelado (I, p. 464) es sintomático: en la Atalaya, dominada por la ley de Ezequiel34, la muerte suele ser indicio de culpabilidad. Y si hemos de creer a López Pinciano, algo parecido ocurre en la comedia: «en ella mueren personas que sobran en el mundo»35. En suma —sugiere Alemán—, el Cardenal, a la inversa del gobernador de Gaeta, «sobra en el mundo».
EL «CABALLERO» ROMANO Y LAS TRAMPAS DE FILAUTÍA
40Mucho menos detallado que el retrato de Su Señoría Ilustrísima, el tercer exemplum aducido por el novelista para ilustrar el debate sobre los vagabundos, lo protagoniza un caritativo caballero romano (I, pp. 403-404). Aunque breve, la escena cuenta entre las más controvertidas del Guzmán de Alfarache36. El caso es el siguiente. Estando «un día en el zaguán de la casa de un cardenal», Guzmanillo, bien arrebujado —«como era invierno»— en una gran capa «llena de remiendos», recibe, sin haberla él solicitado, una generosa limosna de «hasta trece reales y medio», o sea todo lo que llevaba en sus faltriqueras «un caballero» que entraba entonces a visitar al prelado.
41Reducida a este esquema, la anécdota —destinada a ejemplificar que «una verdadera señal de nuestra predestinación es la compasión del prójimo» (I, p. 402)— tiende a probar que el donante pertenece a aquellos contados «discípulos de Cristo», quienes, cual el «fraile francisco» encontrado al salir de Cazalla (I, p. 269), encarnan el auténtico espíritu de caridad. Así lo entienden M. Michaud37 y H. Guerreiro38 al ponderar la «seráfica» humildad de tan misericordioso cristiano. Tal lectura no carece de fundamento. Siendo (a diferencia del Cardenal) una persona particular, sin obligaciones de gobierno, el caballero tiene el deber de dar limosna sin examinar si el beneficiario en hábito de pobre forma entre los fingidos. No sólo entrega (sin escatimar) cuanto lleva consigo, sino que se anticipa a la petición del mendigo. Aparentemente, estamos ante una actitud modélica, nunca cuestionada por Giginta ni Herrera que necesitaban de la caridad pública para financiar sus proyectos.
42Esta interpretación adolece, sin embargo, de cierta superficialidad. La escena descrita por Alemán es más compleja: como en el episodio del cardenal, la relación entre el donante y su receptor se inserta en una tesitura discursiva que la problematiza hasta el extremo de vaciarla de su ejemplaridad. El caballero, que «parecía principal en su persona y acompañamiento», está cumpliendo con un rito social: no sin alguna solemnidad, acude a visitar a todo un Cardenal. Con su generosa limosna —«hasta trece reales y medio» (I, p. 403)39— no se exime de la sospecha de haber querido alardear de caritativo ante sus acompañantes o eventuales criados del palacio cardenalicio. De todas formas, el donante es consciente de actuar ante testigos: su gesto, acorde con su status social, no es ajeno a esa teatralidad «con trompetas» que el narrador vitupera por otra parte con San Mateo (I, p. 422)40. Se observará asimismo que, al llegar el caballero al zaguán, Guzmanillo, por haberse quedado allí «la noche antes», está aún medio dormido a la espera de que «entre bien el día», y se halla tan «envuelto y revuelto en una gran capa» que ni siquiera se le ve la cabeza. Por lo tanto, es a un bulto informe —providencial en este lugar— al que el aristócrata va a forzar a recibir una aparatosa limosna. Tales circunstancias contribuyen a enturbiar la pureza de intenciones del donante que, por lo visto, ha esperado a encontrarse en la puerta del cardenal para descubrir a la pobreza mendicante (tan omnipresente por las calles de Roma).
43Es más: estas reflexiones sobre la teatralización de la obra de caridad, se las hace el mismo narrador al revivir dicha experiencia. Y aquí también, el lector se ve confrontado a un discurso de doble filo. Al rememorarse el arrobamiento del caballero que, tras su donativo, «iba levantando los ojos», el galeote-escritor se pone a imaginar el soliloquio interior que, por entonces, aquél debía de estarse dedicando a sí mismo41:
Creo por sin duda debía decir ¡Bendígante, Señor, los ángeles y tus cortesanos del cielo, todos los espíritus te alaben, pues los hombres no saben y son rudos! Que no siendo yo de mejor metal y no sé si de mejor sangre que aquél, yo dormí en cama y él en el suelo, yo voy vestido y él queda desnudo, yo rico y él necesitado, yo sano y él enfermo, yo admitido y él despreciado. Pudiendo haberle dado lo que a mí me diste, mudando plazas, fuiste, Señor, servido de lo contrario. Tú sabes por qué y para qué. ¡Sálvame, Señor, por tu sangre!, que esa será mi verdadera riqueza, tenerte a Ti, y sin Ti no tengo nada (I, pp. 403-404).
44En este monodiálogo con Dios en forma de acción de gracias —alusiva a temas ponderados en el resto del libro—, nada literalmente parece criticable, excepto la ampulosa propensión del sujeto a reivindicar su propio provecho y a situarse entre los predestinados a la gloria divina. Ni el humilde «fraile francisco» ni el ejemplar laico de Gaeta, tienen la osadía de enfatizar sus merecimientos. Más que «amar a su prójimo», el caballero ahí manifiesta «amarse a sí mismo» (I, p. 402) dando un perverso vuelco al mensaje paulino poco antes citado. Si, nada más practicar la caridad, alza los ojos al cielo, es obviamente para tomar a Dios por testigo de que su generosidad merece retribución. Como bien ha notado B. Brancaforte42, su obra, lejos de ser altruista, alberga el más puro egoísmo; y su actitud («levantando los ojos») evoca el fariseísmo de los falsos pobres que en Roma pedían con «las manos puestas, levantándolas con los ojos al cielo» (I, p. 398). Por muy «principal» que sea, el «caballero» no es efectivamente «de mejor metal» que Guzmán:
Aun aquellos a quien juzgamos ánjeles entre nosotros —opina Alemán en la Ortografía castellana— tengo por sin duda que si un poco los manoseásemos, los hallaríamos umanos y vestidos de nuestra misma carne, sin escaparse alguno, que no la tenga ribeteada de inorancias, descuidos, pasiones y flaquezas43.
45Nuestro seráfico donante es, «sin duda», más «hombre» que «ángel»…
46Bien mirado, el muy caritativo caballero —insensible (al parecer) a la salvación de Guzmanillo y, menos aún, a la hipótesis «de que su hermano se pierda» (I, p. 402) recibiendo una limosna indebida— entronca en esa perversión del espíritu de misericordia que Erasmo y sus discípulos llamaban Filautía o «Amor propio». Esta virtud bastardeada, «hermana legítima» de la Estulticia —registra el Elogio de la Locura—, consistía en «gustarse a sí mismo, sentir admiración por uno mismo y la propia conducta»44. Los Filautas —confirman los Adagia (115 y 292)— suelen buscar con ardor su interés personal sin reparar en las consecuencias para el prójimo; se les reconoce a simple vista porque siempre «enarcan las cejas» levantando los ojos al cielo. A lo largo del siglo XVI, los franciscanos (vistos con simpatía por Alemán) no cesan de denunciar ese vicio que se inmiscuía en actos supuestamente virtuosos. Fray Diego de Estella, por ejemplo, hace hincapié en «la contrariedad que hay entre el amor de Dios y el amor propio»:
El que dice que Te ama y guarda los diez mandamientos de tu ley solamente o más principalmente por que le des la gloria, téngase despedido de ella45.
47Por su parte, el humanista Venegas —muy leído en la época— no sostenía otra cosa:
El amor de sí mismo y el amor mercenario con que uno ama a Dios solamente por el premio que de Él espera, [son] los extremos de la caridad por los cuales discurre el diablo46.
48Semejante nivel de interpretación (inducido por la ironía del monólogo en cuestión) correspondía desde luego al «discreto lector»; pero no cabe soslayarlo en un texto aplicado a demostrar que la mayoría de los hombres actúan con la mira puesta en su propio interés: «todos aman sus obras», pues «quedó el hombre hecho, saliendo con aquel natural todos inclinados a querernos endiosar» (I, p. 405), apunta el narrador al poco de relatar el caso que nos ocupa. «En todos cuantos traté —repite Guzmán más adelante—, fueron pocos los que hallé que no caminasen a el norte de su interese proprio y al paso de su gusto» (II, p. 157).
49Lo que sí, a buen seguro, entendían en seguida los lectores menos doctos, era que, en ausencia de una reformación de la mendicidad como la que se estaba llevando a cabo, la limosna indiscriminada corría el riesgo de precipitar al falso pobre en los abismos del infierno. A asentar esta verdad incómoda va dirigido el comentario que, a renglón seguido, el galeote-escritor dedica al consabido exemplum resaltando que el caballero y sus semejantes «ganaban por su caridad el cielo por nuestra mano y nosotros lo perdíamos por la dellos, pues con la golosina del recebir, pidiendo sin tener necesidad, lo quitábamos al que la tenía» (I, p. 404).
50Tal afirmación, voluntariamente chocante, conviene apreciarla en la órbita de los controles de mendigos que se venían realizando en Castilla: está destinada a mostrar que la beneficencia al uso era contraproducente. Tratándose, además, de un asunto ampliamente debatido en las Cortes y en las parroquias, el avisado lector no podía ignorar que, desde fray Juan de Robles/Medina, se aireaba el argumento de que
el que hace limosna procure emplearla bien, porque lo que se hace por bien hacer no redunde en daño de los que lo reciben por faltar discreción en los que lo reparten […]. Pues las limosnas (aunque aprovechen dándose a cualquiera pobre) son mucho más provechosas dándolas al bueno que (como el Señor dice) me puede ser buen amigo y digno intercesor para que yo entre en el cielo […], estando él cuando la recibe en buen estado, me pueda ayudar a salir del pecado, antes que no darla a aquel que no me puede aprovechar, sino según la intención y disposición que tengo al tiempo que se la doy […]. Los ricos a quien se hacen estos engaños [las tretas de los pobres fingidos] no merecen ni ganan nada de lo que ansí les sacan47.
51La cita no tiene desperdicio. Desde esta perspectiva ética, más radical que la del prudente Pérez de Herrera, importa interpretar al caballero romano. Guiado por el «amor propio» y empleando su limosna en quien «no le puede aprovechar», éste está condenado a llevarse un chasco en el más allá. La validez del contrato de caridad —explicará más tarde Guzmán— estriba en un intercambio equitativo48 que implica virtudes recíprocas en el emisor y en el receptor:
La Providencia divina, para bien mayor nuestro, habiendo de repartir sus dones, no cargándolos todos a una banda, los fue distribuyendo en diferentes modos y personas, para que se salvasen todos. Hizo poderosos y necesitados. A ricos dio los bienes temporales y los espirituales a los pobres. Porque, distribuyendo el rico su riqueza con el pobre, de allí comprase la gracia y, quedando ambos iguales, igualmente ganasen el cielo (II, p. 335).
52Esta lógica providencial del intercambio (material y espiritual) entre «poderosos y necesitados», es aquí esencial49. Con otras palabras, un pobre fingido y, por ende, desprovisto de crédito espiritual «en la cuenta de Dios», no podía ayudar a su donante a «ganar el cielo». A tenor de esta filosofía de cuño capitalista50, Alemán precisará en su San Antonio de Padua (1604):
Distribuye aquesos bienes con sagacidad y discreción, para que goces dos glorias: una en esta vida en dar, y otra en la eterna porque prudentemente repartiste los bienes de que te hizo Dios mayordomo suyo […]. El hacer bien [es] dar a pobres; no a truanes ni a perdidos, que no es aqueso dar, porque lo que se diere a semejantes queda perdido y sin provecho, aun menos que si lo echases al canto de un cofre de donde no se hubiese de sacar51.
53En el Guzmán, claro, no se muestra tan tajante, pero el insinuante mensaje ficcional tiende a acreditar la misma idea. Huelga ahora resaltar que el caballero romano, lejos de encarnar un modelo de caridad, resulta ser a la postre una figura patéticamente grotesca. Y no es casual que el personaje pertenezca a la nobleza: «son gente principal y de calidad, no tratan de menudencias ni saben quién somos» (II, p. 499), salvo, por cierto, si «por nuestra mano» pueden satisfacer su narcisista vanidad52.
54En resumen: conviene destacar que «la reducción de los pobres fingidos» constituye una temática fundamental en el primer Guzmán, tal y como señalaba Alemán en su carta de 1597. El alcance de este discurso sobre la pobreza no debe ser infravalorado: por una parte, contribuye a erigir la fábula del Pícaro en la primera novela de ámbito urbano; por otra, al sustituir la tradicional dicotomía nobles/plebeyos por la oposición universal entre ricos y pobres, el novelista sentaba las bases de un cuestionamiento burgués de la sociedad captada no ya en términos de castas sino de clases.
55Esta «poética historia» no pretendía sin embargo ser una novela de tesis, y menos aún un catecismo ilustrado. El texto, eso sí, plantea situaciones lo bastante conflictivas para evidenciar la urgencia de ordenar el caos de la beneficencia, pero no impone ninguna solución; deja que el lector se forme por sí mismo su propio criterio: «Mucho dejé de escribir, que te escribo […]. En el discurso podrás moralizar según se te ofreciere: larga margen te queda» (I, pp. 111-112). Esta retórica del silencio ha de apreciarse en función de las competencias lectoras inherentes al público de 1599, el cual estaba cabalmente pertrechado para actualizar el mensaje que se le proponía entre líneas. Por lo tanto, no comparto la opinión de B. W. Ife para quien el discurrir de Guzmán sobre la caridad cultiva «paradojas» e «incoherencias» encaminadas a mostrar que «las cuestiones éticas y sociales son intrincadas y a menudo irresolubles»53. Tal impresión no me parece adecuada a la lectura que pudieron hacer los contemporáneos de Alemán. Para éstos, el punto de vista del Pícaro-reformador era coherente (y las paradojas, sólo aparentes) siempre que se lo relacionara con las corrientes reformistas del siglo XVI.
56Acercarse al Guzmán con una actitud ingenua no es nada aconsejable: estamos ante un discurso subversivo y plagado de ironías que no se han de identificar forzosamente con resquemores conversos. La Filautía del caballero romano se entiende desde posiciones agustiniano-erasmizantes; la solapada sátira del Cardenal, desde la ocultación de los decretos tridentinos; y la ejemplar figura del gobernador de Gaeta, desde un cristianismo atento a conjugar Misericordia y Justicia. De hecho, lo que está en juego detrás de esta problemática de la caridad meritoria es la cuestión, típicamente capitalista, del justo intercambio y de la inversión provechosa; debate que, en 1604, va a objetivarse en la crítica de la mercadería fingida al estilo genovés. De ahí que al final Guzmán se sintiera justificado en su vocación de mercader «legítimo»54.
57En definitiva, si el narrador reivindica el estatuto de «atalaya de la vida humana», no es para complacerse cínicamente en las frustraciones de una casta marginada55; es para superarlas en aras de una meritocracia potenciada por la naciente ideología mercantilista de la ragion di Stato. Los judeoconversos, por supuesto, abundaban en los sectores mercantiles (en colusión a menudo con los aborrecidos genoveses), pero no llegaban a confundirse con «el pequeño capitalismo castellano»56. Como una mayoría de sus congéneres, los mercaderes conversos distaban de regirse por aquella mentalidad burguesa que los reformadores anhelaban promover para atajar la deriva financiera del seudocapitalismo cosmopolita que venía arruinando a «los medianos» y generando un proliferante parasitismo mendicante57.
58Pese a sus dudas sobre la posibilidad política de tal viraje, la Atalaya vehiculiza una clara apuesta por una conversión del país a la racionalidad socioeconómica: «a sólo el bien común puse la proa» (I, p. 111), puntualiza Alemán. Búsqueda degradada (a vueltas con la arcaizante estructura aristocrático-genovesa) de valores auténticos (propiciados por la modernidad mercantilista), el mea culpa colectivo de Guzmán resulta ser una de las primeras manifestaciones del «héroe problemático» grato a G. Lukàcs. Literatura e Historia están ahí muy imbricadas. Y no le faltó, por cierto, la razón a F. Rico cuando resaltó que «burgués el mismo Alemán, su novela […] fue coreada por un público esencialmente burgués»58.
Notes de bas de page
1 M. González de Cellorigo, Memorial de la política necesaria, ed. L. Pérez de Ayala, p. 79.
2 Ver M. Cavillac, Pícaros y mercaderes, trad. J. M. Azpitarte, pp. 253-332, con bibliografía.
3 Lector in fabula, p. 71: «Pour organiser sa stratégie textuelle, un auteur doit se référer à une série de compétences qui confèrent un contenu aux expressions qu’il emploie. Il doit assumer que l’ensemble des compétences auquel il se refère est le même que celui auquel se réfère son lecteur».
4 Ver M. Cavillac (ed.), Amparo de pobres, «Introducción», pp. ix-cciv.
5 F. de Ariño, Sucesos de Sevilla de 1592 a 1640, pp. 45-47.
6 M. Luján de Sayavedra, Segunda parte de la vida del pícaro Guzmán de Alfarache, ed. D. Mañero Lozano, pp. 308-309.
7 F. Vallés, Cartas familiares de moralidad, ffos 1-49vº: «Carta primera al Doctor C. Pérez de Herrera, Médico de Su Magestad, respondiendo a una carta que le escrivió cerca del amparo y reformación, que trata de los pobres mendigos, animándole que prosiguiese lo comenzado».
8 E. Cros, Protée et le Gueux, p. 438. Las citas posteriores de dicha Carta remiten a esta edición, pp. 436-442.
9 Hermano Mayor (desde 1574) de la Hermandad sevillana de la Santa Cruz de Jerusalén o de los Nazarenos, Alemán, residente ya en Madrid, debió de participar en la Hermandad de Nuestra Señora de la Misericordia que, según Herrera, se dedicaba a recoger limosnas y a curar a los pobres entre 1595 y 1598 (E. Cros, Mateo Alemán. Introducción a su vida y a su obra, p. 32).
10 G. Bleiberg, «El informe secreto de Mateo Alemán sobre el trabajo forzoso en las minas de Almadén», pp. 357-443.
11 A. Venegas, Primera parte de la diferencia de libros que ay en el universo [1540], cap. xxxv: «Que declara cuál es legítimo pobre con quien los ricos hayan de comunicar de lo que a ellos les sobra», fº CLV.
12 M. Cavillac (ed.), Amparo de pobres: «aquel se puede llamar legítimo pobre que ni tiene bienes con que mantenerse, ni salud ni fuerzas para ganarlos» (p. 183). J. L. Vives estimaba, en cambio, que «ni a los ciegos se les ha de permitir estar o andar ociosos; hay muchas cosas en que pueden ejercitarse […]; ninguno hay tan inválido que le falten del todo las fuerzas para hacer algo» (Tratado del socorro de los pobres, trad. G. Nieto e Ibarra, p. 113). Comp. M. Giginta: «Todos los pobres que en estas casas hubiere se han de ocupar en manufactura de lana, o seda, esparto u otra cosa conforme al tiempo y tierra, según lo que cada uno buenamente pudiere; en lo cual podrán trabajar apaciblemente ciegos, coxos, tontos, viejos, niños, niñas, y hasta el que tuviere sola una mano, y ninguna pierna» (Exhortación a la compasión y misericordia de los pobres, fº 49rº).
13 «Bien veo —sostenía J. de Robles “alias de Medina”— queste negocio es de gobernación y por consiguiente impertinente para que los religiosos tratemos dél» (De la orden que en algunos pueblos de España se ha puesto en la limosna para remedio de los verdaderos pobres, p. 149).
14 M. Cavillac (ed.), Amparo de pobres, p. 240.
15 Así se expresa, en marzo de 1599, B. de Villalba en sus Apuntamientos contra la Premática de los pobres. Para él, los Discursos de Herrera no eran católicos: pactaban con «el mal de Francia, de Inglaterra y Alemania, que ha consistido en no querer que vayan mendicantes por las calles». Acorde con las teorías de Soto, Villalba ponía el énfasis en que los pobres (aunque fueran «vagamundos») no podían tener más «administradores» que «los obispos y eclesiásticos» (pp. 262-291).
16 «Convendría —advierte el abogado vallisoletano— quitar de España los fingidos, falsos y engañosos pobres», tomando «un medio que comprenda a todos los vagabundos y ociosos, aunque sean mancos y tullidos, porque con velo de pobreza y lesión en las partes de sus cuerpos, encubren grandes maldades y, de tantos millares de personas que siguen este modo de vida, no hay pobres legítimos sino muy pocos. Parte de esto vimos en nuestra ciudad el año pasado de noventa y nueve, en cuya ocasión de cinco mil pobres que se juntaron no se hallaron ser verdaderos seiscientos» (Memorial de la política necesaria, ed. L. Pérez de Ayala, pp. 74-75).
17 Según consigna Villalba en sus Apuntamientos contra la premática de los pobres, p. 361. Por lo visto, esas nuevas pragmáticas de pobres levantaron cierto revuelo en las esferas conservadoras.
18 M. Giginta, Atalaya de caridad, fº 51rº-vº.
19 En su Amparo de pobres (ed. M. Cavillac, pp. 187-188), el doctor Herrera espera que la reformación pueda realizarse «en particular en la insigne ciudad de Roma, que por ser corte y asiento de nuestro muy Santo Padre Clemente octavo, estoy seguro que con su gran cristiandad y celo del bien de los pobres, lo mandará poner en ejecución, como cabeza de la Iglesia católica, y a quien derechamente compete el favorecer pobres».
20 Dato corroborado por H. Kamen, El Siglo de Hierro, p. 457 («en Roma sólo se ven mendigos») y 473 (sobre «las compañías secretas de famigotti y bistolfi»).
21 Theatro de los mayores príncipes del mundo…, fº 185 (Ravena, patria del emblemático «monstruo» del capítulo inicial del Guzmán, pertenece en cambio al Papado).
22 «Es bien —escribía Giginta— que los mendigos se fuercen a guardar buen concierto de vida […]. Fuerza se les ha de hacer, y ése es el poder y obligación del cargo de los que gobiernan: obligar a vivir bien al que voluntariamente no quiere; no es bien que lo haga yo ni otro ningún particular de propria autoridad, pero es bien que lo haga quien tiene legítimo poder para ello» (Atalaya de caridad, fº 85rº). En 1598, Pérez de Herrera recoge tal cual la doctrina: «Es bien que ninguna persona particular se entremeta en examinar los pobres que le pidieren limosna, pues no le toca […]. Mas los jueces eclesiásticos y seglares, a cuyo cargo está el ver lo que pertenece a servicio de Nuestro Señor y bien común, están obligados a hacerlo y examinarlo en conciencia, procurando que ninguno ande ocioso teniendo salud, edad y fuerzas para trabajar, viviendo con mal ejemplo y escándalo, con ficciones y engaños, robando la limosna de los verdaderos pobres» (M. Cavillac [ed.], Amparo de pobres, p. 137).
23 F. Delicado, Retrato de la Lozana andaluza, ed. B. Damiani, p. 81. Comp. A. de Valdés: «En toda la Cristiandad no hay tierras peor gobernadas que las de la Iglesia» (Diálogo de las cosas ocurridas en Roma, ed. J. F. Montesinos, pp. 41 y 63).
24 J. A. Maravall, La literatura picaresca desde la historia social, p. 274.
25 Sobre ello, ver F. Márquez Villanueva, «Guzmán y el cardenal», pp. 329-338.
26 En el Decretum de reformatione (Sesión XXV, cap. i), el Concilio de Trento (p. 386) destaca que «el gobierno de la Iglesia universal» estriba en «los Cardenales de la Santa Iglesia Romana».
27 Además, el narrador le había rememorado, por boca de «un docto agustino», que a «los eclesiásticos, prelados y beneficiados, no les habían dado tanto de renta sino de cargo, no para comer y vestir y gastar en lo que no es menester, sino en dar de comer y vestir a los que lo han menester […]; y que abriesen los ojos a quién lo daban, cómo y en qué lo distribuían, que era dinero ajeno de que se les había de tomar estrecha cuenta» (I, p. 284). Comp. Erasmo: «Los cardenales podrían reflexionar que ellos ocupan su puesto como sucesores de los apóstoles, y que lo que se requiere de ellos son las mismas virtudes que aquéllos mostraron; que por otra parte, no son dueños, sino administradores, de unos bienes espirituales, de todos los cuales habrán de rendir cumplidas cuentas poco tiempo después» (Elogio de la Locura, trad. O. Nortes Valls, p. 291).
28 Cf. Robles/Medina (pp. 269-270): «Nos hemos aquí de acordar que el dar limosna por solas estas voces de hombres tollidos y importunos no solamente no añade, mas antes quita merecimiento de las limosnas, como arriba es dicho por doctrina de San Agustín (Psal. 41) y de Alexander de Hales».
29 Decretum de reformatione, Concilio de Trento (Sesión XXV, cap. i), pp. 384-386 [la cursiva es mía].
30 La recurrente hilaridad del Cardenal, quien con ocasión de una broma de mal gusto «se descompuso riendo» (I, p. 442), equipara, verbigracia, a Su Señoría al basto arriero del camino de Cazalla a propósito del cual Guzmán advertía que «la [risa] descompuesta es de locos de todo punto rematados» (I, p. 178). Al comentar este paralelo degradante para el purpurado, A. Close (Cervantes y la mentalidad cómica de su tiempo, pp. 309-312 y 361-363) resalta que, en la teoría de lo cómico según A. López Pinciano, «el uso del epíteto descompuesto como calificador de la risa» marca una deriva burlesca —en el polo opuesto al ingenio cortesano— por cuanto «las personas graves ríen poco, que el reírse mucho es de comunes».
31 Éstos —nota en su Atalaya de caridad— «en Roma suelen pedir para hospitales con cajuelas cerradas» (fº 56rº).
32 M. Alemán, Sucesos de don fray García Guerra, ed. J. Rojas Garcidueñas: «Todos los días de sábado se daba limosna general en su casa, y las más veces la hacía por su mano. Poníase a conversar con los pobres, y decía que aquel tiempo que trataba con ellos era el mejor de su vida. […]. Gustaba mucho de que los pobres fuesen contentos y se diese limosna en abundancia, y una vez que le faltaron dineros al limosnero, […] Su Señoría Ilustrísima […] mandó expresamente que, para lo de adelante, se tuviese mucho cuidado en darla, y si acaso faltase dinero, vendiesen la plata y alhajas de su casa, sin perdonar al báculo pastoral, porque la hacienda del prelado era de pobres y no suya» (pp. 65-66).
33 Junto al cardenal que se pierde por las golosinas y el juego, Guzmanillo se hace lógicamente goloso y jugador: «la muestra del paño del amo son sus criados», queda luego apuntado (II, p. 130).
34 Ezequiel: «Cuando el justo se aparta de su justicia, comete el mal y muere; él muere a causa del mal que ha cometido» (XVIII-26).
35 Philosophía antigua poética, ed. A. Carballo Picazo, t. III, p. 24.
36 Piénsese en los comentarios que le dedica B. W. Ife, Lectura y ficción en el Siglo de Oro, trad. J. Ainaud, pp. 112-115.
37 M. Michaud, Mateo Alemán, moraliste chrétien, pp. 269-271.
38 H. Guerreiro, «Medianía et mediocritas dans l’œuvre de Mateo Alemán», pp. 500-501.
39 Por los mismos años —documenta B. Bennassar (Valladolid en el Siglo de Oro, p. 408)—, los pobres de Valladolid solían recibir una limosna de «algunos maravedíes, cuatro, seis u ocho; o un real en el caso del opulento Pero Hernández del Portillo». Los «trece reales y medio» dispensados por el caballero representan, pues, una limosna suntuaria y, por desproporcionada, ostentatoria. Excusado es añadir que el 13 era número de mal agüero, máxime en la capital de la cristiandad.
40 J. L. Vives se refería al mismo pasaje evangélico para condenar las limosnas ostentosas: «Guardaos de hacer vuestras buenas obras delante de los hombres con el fin de ser vistos por ellos, de otra suerte no tendréis premio de mano de nuestro padre que está en los cielos» (Tratado del socorro de los pobres, trad. G. Nieto Ibarra, pp. 95-96). El Guzmán «reformado» no omite acusarse de ese tipo de fariseísmo: «¡Cuántas veces, cuando tuve prosperidad y trataba de mi acrecentamiento —por sólo acreditarme, por sola vanagloria, no por Dios […]—, hacía juntar a mi puerta cada mañana una cáfila de pobres! […] ¡Cuántas veces de mi pan partí el medio […], no donde sabía padecerse más necesidad, sino donde creí que sería mi obra más bien pregonada!» (II, p. 475).
41 Este procedimiento, ya lo había ensayado Guzmán con motivo de su encuentro, en las cercanías de Toledo, con un mozuelo «hijo de algún ciudadano»: «En el punto entendí su pensamiento como si estuviera en él» (I, p. 340). Tal precedente induce a pensar que las reflexiones del caballero fueron las que se reproducen en el texto.
42 «Introducción» a su ed. del Guzmán de Alfarache, t. I, p. 33.
43 Ed. J. Rojas Garcidueñas, p. 113.
44 O. Nortes Valls (trad.), pp. 139-141 y 209-211. El concepto de «Filautía» (bien documentado en los escritos de Plutarco) procedía de Aristóteles, Etica a Nicómaco (X, cap. viii).
45 Meditaciones devotísimas del amor de Dios [1576], en M. Bataillon, Erasmo y España, trad. A. Alatorre, p. 755
46 Agonía del tránsito de la muerte, ed. M. Zuili, pp. 226 y 234 (Punto tercero, cap. xiii).
47 De la orden que en algunos pueblos de España se ha puesto en la limosna para remedio de los verdaderos pobres, pp. 160,189-190 y 246 (el subrayado es mío).
48 Ver las atinadas observaciones de C. J. Johnson, Inside Guzmán de Alfarache, pp. 117-118 («The Cash Nexus»).
49 Para Alemán, quien sacraliza la circulación del dinero «que se comunica con los buenos» (II, p. 335), la bipolarización ricos-pobres ha de ser el motor de los intercambios. En 1600, el economista Valle de la Cerda justifica la estrategia mercantilista de los Erarios a la luz de «la consonancia que la divina Providencia ha puesto en el mundo dividiéndolo en abundantes y necesitados […], con tan necesario y urgente ñudo que sería casi imposible poder vivir los hombres si no hubiese en ellos esta diferencia […]. Con los Erarios y el engrandecimiento de la contratación general se hace un cuerpo místico de la República ayudándose los unos a los otros […] en la variedad de sus contratos por la necesidad que tienen ricos de pobres, y pobres de ricos […]. Así andan en perpetuo círculo y movimiento las manos de los hombres menesterosos, y las riquezas y sobras de los abundantes que usan dellos, hallando los unos empleo en los otros, los pobres en los ricos, los ricos en los pobres» (Desempeño del patrimonio de Su Magestad, ffos 64, 66 y 103).
50 Cf. G. Gilder: «El capitalismo está fundado en la donación: se espera recuperar con un interés lo que se ha donado […]. La fe en la remuneración creciente del intercambio, la fe en la Providencia divina, son esenciales al capitalismo» (Wealth and Power, 1981). En ese sentido conviene valorar el léxico comercial que usan los reformadores renacentistas para exaltar la inversión caritativa: «Es —arguye Robles/Medina, p. 314— como quien libra o paga en cambio que da los dineros en Medina y con una cédula de cambio recibe su dinero en Roma. Ansí Dios tiene su compañía y cuenta con lo que en este mundo se da a los pobres: recibe el pobre el dinero y libra en Dios para el cielo».
51 Folios 86vº-87rº. Según Robles/Medina (pp. 203-204), este criterio procedía del «glorioso San Agustín en el libro que hizo del sermón del Señor en el monte» donde «pone la regla que en dar limosnas debemos guardar diciendo: Has de dar lo que ni a ti ni a otro haga daño, y cuando al que pide negares lo que pide hazle de decir la justicia o razón que tienes para se lo negar, porque no le envíes vacío, y alguna vez darás mejor cosa corrigiendo al que injustamente o sin razón te pide que si le dieses lo que te pide». En los antípodas de tales principios, los detractores de la reforma promovida por Herrera estimaban que «dar limosna a un bellaco puede ser de gran mérito» espiritual, como puntualizaba en 1599 B. deVillalba en sus Apuntamientos contra la premática de los pobres (pp. 324-325).
52 En la Atalaya, la visión de los aristócratas dista de ser halagüeña: «Tanta es en ellos la ambición, que quieren agregar a sí todas las cosas, haciéndose dueños y señores absolutos de lo espiritual y temporal […]; les parece que con solo su aliento dan a los otros gracia […], quieren que, como en capilla de milagros, colguemos en su vanidad los despojos de nuestros males» (II, pp. 56-57); «Quisiérales yo decir o preguntar: ¿Señor, qué te debo, qué me das, de qué me vales, para que quieras que te sirva con obras, palabras y pensamientos?» (II, pp. 451-452).
53 B. W. Ife, Lectura y ficción en el Siglo de Oro, trad. J. Ainaud, pp. 114-115.
54 Gracias al «trato de mercancía legítima» —estimaba Valle de la Cerda, Desempeño del patrimonio de Su Magestad— «los que ahora son vagabundos y holgazanes se ocuparán en provecho suyo y del público» (ffos 121 y 124).
55 «Eran quince veces más los excluidos por razones estamentales que por razones de limpieza», escribe J. A. Maravall, Poder, honor y élites en el siglo XVII, pp. 85-91.
56 F. Ruiz Martín, Pequeño capitalismo, gran capitalismo, pp. 11-30. Véase F. Braudel, La Méditerranée et le monde méditerranéen, t. II, p. 154: «une bourgeoisie d’affaires ne s’est pas formée en Espagne —Felipe Ruiz Martín vient de le démontrer— du fait de l’implantation d’un capitalisme international nocif, celui des banquiers génois et de leurs congénères».
57 «Ha venido nuestra República —deploraba Cellorigo— al extremo de ricos y de pobres, sin haber medio que los compase, y a ser los nuestros o ricos que huelguen o pobres que demanden, faltando los medianos» (Memorial de la política necesaria, ed. L. Pérez de Ayala, p. 160).
58 «Introducción» a La novela picaresca española, I, p. cxlvii. Sobre esta interpretación burguesa, véase también A. Domínguez Ortiz, «Guzmán de Alfarache y su circunstancia», pp. 289-304.
Notes de fin
* Primera publicación: «Alemán y Guzmán ante la reformación de los vagabundos ociosos», en Atalayas del «Guzmán de Alfarache», ed. Pedro M. Piñero, Sevilla, 2002, pp. 141-165.
Le texte seul est utilisable sous licence Licence OpenEdition Books. Les autres éléments (illustrations, fichiers annexes importés) sont « Tous droits réservés », sauf mention contraire.
Les archevêques de Mayence et la présence espagnole dans le Saint-Empire
(xvie-xviie siècle)
Étienne Bourdeu
2016
Hibera in terra miles
Les armées romaines et la conquête de l'Hispanie sous la république (218-45 av. J.-C.)
François Cadiou
2008
Au nom du roi
Pratique diplomatique et pouvoir durant le règne de Jacques II d'Aragon (1291-1327)
Stéphane Péquignot
2009
Le spectre du jacobinisme
L'expérience constitutionnelle française et le premier libéralisme espagnol
Jean-Baptiste Busaall
2012
Imperator Hispaniae
Les idéologies impériales dans le royaume de León (ixe-xiie siècles)
Hélène Sirantoine
2013
Société minière et monde métis
Le centre-nord de la Nouvelle Espagne au xviiie siècle
Soizic Croguennec
2015