Capítulo segundo
Un bosque de vidas
p. 35-76
Texte intégral
Común y general costumbre ha sido y es de los hombres,
cuando les pedís reciten y refieran lo que oyeron o vieron
o que os digan la verdad y sustancia de una cosa, enmascaralla y afeitalla,
que se desconoce como el rostro de la fea.
Alemán, El Guzmán de Alfarache, Lib. I, cap. I.
1Entre tantas solicitudes y manifestaciones de sentimientos, hasta de vidas, interiores o exteriores, en una monarquía que era un mosaico «compuesto» de amplitud planetaria, no cabe duda que la necesidad de reordenar lo que corría el riesgo de ser una miríada de espejos rotos preocupaba a los pensadores contemporáneos. Y Baltasar Álamos de Barrientos, el más agudo de ellos, a principios del siglo xvii, intentó fijar las reglas operativas y armónicas dentro de las cuales se movían los individuos. En primer lugar, el problema era la sustancia política y colectiva de la Monarquía, donde habría que encontrar la unión a partir de la diversidad. Dentro de un juego igualitario, o por lo menos equitativo, con el tiempo los particularismos darían paso a la solidaridad, hasta «formarse de muchos como un Reyno solo»1.
2En segundo lugar, sostiene Barrientos que lo colectivo es transferible a lo individual. «Para todo el gobierno de la vida humana he considerado cuatro suertes»: una ligada a las naciones y provincias, anticipo de un psicoanálisis de los pueblos; otra individual, en cuanto a «los humores particulares, de que están compuestos sus cuerpos», a lo que hoy llamaríamos caracteres individuales; la tercera suerte corresponde a lo que Pierre Bourdieu, mucho más tarde —aunque también Giovanni Levi—, llamarían las herencias familiares, «que se heredan de los padres»; y, la cuarta procede de la sociología, es decir, «de los estados y profesión dellos» y del contexto político general.
3Pero este sutil armazón se complica de manera considerable cuando se debe añadir la suerte, que
resulta de la fuerza de las ocasiones, y conveniencia dellas; aunque parece que mudan los hombres, y hace que olviden y pierdan las inclinaciones naturales que digo, no es así en la verdad y en el efecto; sino que las encubren, y asombran por la necesidad; y por esto no se pueden fiar del todo, ni seguramente dellos; por el recelo de que volverán a su natural2.
4Un fuerte pesimismo se expresaba en el umbral de la catástrofe política que afectaría a todo un sistema imperial, pero también cierta concepción de la vida que comparte Álamos de Barrientos con muchos de sus contemporáneos y, en particular, con Francisco de Quevedo. Pero, sobre todo, hay un nítido conocimiento de la vivencia humana.
5Diversidad dentro del mosaico hispano, destinos moldeados por sus suertes —la Fortuna— o los marcos de contención, pero también por sus circunstancias propias, en un juego de tensiones que transmite la escritura, a veces espontánea, como en el caso de Alonso de Contreras o de Jerónimo de Pasamonte3, o trabajada hasta el artificio, como en las vidas de Duque de Estrada4, Diego Galán5, o en menor grado, de Miguel de Castro6. Es la ocasión de hacer surgir, desde abajo, voces múltiples aunque con el signo de la guerra, la captura, e incluso la esclavitud o la escalada dentro del sistema de valimiento, «valer más». Son, además, manuscritos que escaparon a sus autores y tuvieron su propio destino en los siglos xix y xx; por lo tanto, también habrá que integrarlos, entonces, en ese otro tejido histórico, apoyándonos en el cuadro que veremos más adelante (cuadro 1).
6En total, hemos juntado siete obras o vidas que corresponden a las circunstancias deseadas, escritas por soldados de poca monta en la intersección de los siglos xvi y xvii, que no fueron profesionales de la pluma y que, a través de la narración de sus propias vivencias, dejaron escapar pedazos enteros de su yo, a veces incluso el pedazo más íntimo. Como es lógico, se eliminan cronistas y otros historiadores de la realidad militar, en Flandes, España o las Indias. Otros relatos no entran en la muestra por pertenecer a fechas demasiado tempranas, como El libro de la vida y costumbres de Alonso Enríquez de Guzmán, caballero noble desbaratado7, primera obra del género, escrita hacia 1550. Es cierto que anticipa por muchos de sus rasgos algunos de los escritos posteriores; y desde el título que se refleja en los Comentarios del desengañado de sí mismo de Diego Duque de Estrada, aunque cerca de un siglo separó las dos vidas, lo «desbaratado» del uno tiene su correspondencia en lo «desengañado» del otro. Por esta y otras razones, se dejó a un lado La suma de las cosas que acontecieron a Diego García de Paredes, quien murió en 1533, espejo de soldados, con su mención admirativa en el Quijote, pero cuya vida es de autoría dudosa8. Otras vidas se eliminaron por ser más relaciones de viajes que relatos de vidas, o porque sus autores, que a un tiempo eran soldados y hasta capitanes, escribieron ya con el hisopo en una mano9, como El viaje del Mundo de Pedro Ordóñez de Cevallos, llamado el Clérigo Agraciado, libro impreso en Madrid en 161410. De semejante tinta salió el Caballero venturoso del clérigo don Juan Valladares de Valdelomar, redactado antes de 1617 y que salió de la imprenta en 1902.
7Esta nube compuesta de siete autores y sus obras tiene una real coherencia y fuertes disparidades a la vez, a partir de un núcleo central común. Como en todo corpus, lo repetitivo y lo particular se combinan y participan de una explicación de conjunto. Pero este razonamiento, complejo como la agitada vida de aquellos hombres, puede requerir cierta distancia, como una estrecha imbricación de similitudes que permite que resalten las ejemplaridades y los modelos. En otras palabras, si queremos entender el ambiente hecho de libertad y de coerción, de cinismo y de moral, y de exceso y mezquindad que recorre esos episodios narrativos, hay que circular por páginas donde todo esto —porque se inicia o se termina— se presenta bajo una luz que acentúa los contrastes en los textos de nuestros siete héroes. Los dos montantes, que enmarcan este fenómeno de las vidas de soldados de los años 1600, y que permiten descifrarlas hasta cierto punto, sin haberlas influido en lo más mínimo, son la Autobiografía11 de Benvenuto Cellini, que abre la perspectiva, y La vida y hechos de Estebanillo González, que la cierra12.
Cuadro 1. — Siete vidas de siete soldados del Siglo de Oro
Vida | Fechas de vida | Fechas de redacción | Lugar de nacimiento | Origen social | Fecha (1.a ed.) | Grados y distinciones | Sucesión de lugares recorridos | Circunstancias particulares |
Diego Suárez | De 1552 a después de 1622 | Entre 1622 y 1629 | «Asturias de Oviedo» | Campesinos acomodados | 1901 |
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Jerónimo de Pasamonte | De 1553 hasta entre 1622 y 1626 (?) | ca. 1593/1603-1605 | Ibdes (Aragón) | Familia de oficiales del rey | 1922 |
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Diego Galán | De 1575 a 1648 | ca. 1600/ca. 1648 | Consuegra (cerca de Toledo) | Sin referencias | 1913 |
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Alonso de Contreras | De 1582 a después de 1645 | 1630-1633-ca. 1643 | Madrid | Popular, cristiano viejo | 1900 |
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Diego Duque de Estrada | De 1589 a 1649 | 1613/1614 1630 1630/1645 | Toledo | Noble | 1860 |
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Miguel de Castro | ca. 1590 hasta después de 1617 | 1612/1617 | Fuente Ampudia (obispado de Palencia) | Entorno clerical | 1900 |
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Domingo de Toral y Valdés | De 1598 a después de 1635 | 1635 | Villaviciosa (Asturias) | Hidalgo de pocos recursos | 1879 y 1905 |
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Fuente: Procede de las Vidas e informaciones de méritos de dichos soldados (véanse las fuentes y las bibliografías).
I. — Montantes desquiciados que enmarcan estas vidas: Benvenuto Cellini y Estebanillo González
8Benvenuto Cellini (1500-1571) escribió en los albores del manierismo, al cual el gran artista aportó su genio y savia, y cuya luz deslumbradora bañaba las posturas, los trajes y la teatralidad de la mayoría de estos soldados. Escribió, tal vez así lo hizo también Contreras, para superar la frustración de haber sido apartado por su señor, el duque Cosme de Florencia: «Entonces me puse a escribir toda mi vida, y mis orígenes, y todas las cosas que había hecho en el mundo»13. Pronto el joven artista conoció la violencia de la calle, y tuvo que huir a los dieciséis años, aunque nunca rompió con su familia. Pasó su existencia de pendencia en pleito, de asesinato en desbordamiento sexual, de robo en fabricación de moneda falsa y gozando de la vida, vengativo en un grado superlativo y sin la menor huella de arrepentimiento. En este último punto, no supo imitarlo el soldado Miguel de Castro, algo carcomido por el remordimiento, aún muy joven, ya que entrará a los veintidós años en la congregación de Nuestra Señora de la Asunción de la Compañía de Jesús14.
9Cellini era tan soberbio, imprudente y pagado de sí mismo como cualquiera de sus oscuros seguidores, en particular, Diego Duque de Estrada. Al entregar al papa, quien había ordenado ahorcarlo en el pasado, una de sus obras de orfebrería, le dijo con desfachatez: «Vuestra Santidad hubiera tenido después no poco remordimiento»15. El genio en este caso, los sacrificios consentidos en la armada o el cautiverio, al tratarse de nuestros militares, merecen pleno reconocimiento. Ni la cárcel podía vencer a aquellos espíritus indómitos e incansables, ya que si Cellini pasaba su tiempo en ellas escribiendo poesía, Duque de Estrada componía comedias y enamoraba monjas en las mismas circunstancias. Por supuesto, el uno y el otro lograron fugarse.
10Cellini compartía otra característica con nuestros soldados y es probable que con la inmensa mayoría de sus contemporáneos: quería afirmar su ser y los logros alcanzados a través de diversas formas de ostentación, dentro de cierta competencia, pues las joyas y otros lujos semejantes no tenían mayor atractivo para quien los hacía brotar de sus manos. Pero lo mismo que Leonardo da Vinci, quiso disponer de su castillo en Francia donado por el rey Francisco I. En definitiva, se trataba de captar la atención del patrono, fuente de honor y reconocimiento: «Con tantos favores como me hacía el Rey, yo era admirado de todos». «¿A quién dejé mi hacienda y mi castillo?», se lamentaba Cellini cuando salió de Francia, sin «contener[se] de suspirar y llorar»16. El mismo sabor a hiel debió llenar la boca al capitán Contreras, cuando en Roma, tras servir con fidelidad a su señor, el conde de Monterrey, y de organizar con aparato la instalación de grandes personajes en el palacio del embajador, tuvo que regresar al anonimato de su alojamiento: «Y yo me volví a mi posada»17.
11Pero algo separa siempre la obra de arte de sus reflejos. Una noche, el joven Cellini, cuando tenía veintitrés años y al no poder disfrutar de una cortesana, se «apoderó» de «su criadita de trece o catorce» años, y gozó «con mucha satisfacción»18. No era algo escandaloso en aquella época, un personaje como Miguel de Castro hubiese actuado con el mismo ímpetu sexual. Pero, al día siguiente, Benvenuto cayó enfermo a causa de la peste. Una mente española, y la de Castro en primer lugar, hubiese percibido en ello el castigo de Dios. Pero nada de esto pasó por el espíritu del artista italiano. Había en los ojos de Cellini una luz extraña, que Jerónimo de Pasamonte conocía bien, la de «los malos ángeles». Es para luchar contra ellos para lo que este escribió su vida: «He venido en la cuenta cómo la ruina de toda la cristiandad es por dar crédito a estos malos espíritus»19.
12De cierta manera, a mediados del siglo xvii, al decaer la gran saga militar hispánica, las lecciones que ofrecía el bufón Estebanillo González, «hombre de buen humor», «flor de la jacarandaina», soldado cobarde, último pícaro novelado y héroe de una autobiografía apócrifa sobre un sustrato histórico, abren perspectivas inversas a las vidas de los militares aquí presentes. Autovaloración, cultura de las apariencias, honra y reputación; las virtudes de la milicia se desmoronan bajo la embestida de la parodia, bajo la afirmación de contravalores como la gula, el servilismo y un egoísmo trivial; Estebanillo se autodenominaba «oso colmenero». Estos vicios son otras varas para medir los sentimientos encontrados que circulan por las vidas. La autoestima de la mayoría de nuestros soldados corresponde a la autoirrisión de Estebanillo. Mientras acompañaba al rey de Polonia en una de sus partidas de caza, reflexionaba: «Yo pienso que me preservé en esta ocasión por ser bestia pequeña y andar el Rey a caza de grandes»20. La autoestima necesita que se juegue siempre con ella, con sutileza, para que la tensión no sea insoportable y para darle un poco más de relieve. Es lo que hizo repetidas veces Diego Duque de Estrada al recordar su pequeña estatura, quizá la mayor herida a su ego. Es lo que deja percibir Alonso de Contreras cuando evoca, como una de sus mayores vergüenzas, el haber echado a pique su galeón en la bahía de Cádiz: «Y perdime a vista de toda la armada»; esa frase no era necesaria en el discurso, salvo para dar a su lector la ocasión de sonreír a costa del verdadero infortunio del capitán, la publicidad del hecho21. En el caso de Estebanillo, la mofa sobre sí mismo es parte del procedimiento de la novela picaresca; mas, para nuestros soldados, bien pertrechados con sus certezas y autoaprecio, es tejer cierta complicidad con el lector eventual, anticiparse al «pacto autobiográfico» de Philippe Lejeune, sin esperar a Rousseau22.
13Si en el caso de Cellini los baches del camino estaban más bien en relieve, como la oportunidad de mostrar con ventaja su postura heroica frente a la adversidad, con Estebanillo se ofrecían a manera de hoyos. Por eso era enemigo de todo accidente, pues siendo «archigallina de gallinas», «yo no busco en este mundo pundonores, sino dineros en serena calma, sin sirtes ni bajíos»23. En las vidas de los soldados todo afloraba, se mezclaban los altos y bajos, lo mismo las «cosas que no son decentes a la reputación» (Castro), la pública deshonra, «la negra honrilla» de Duque de Estrada, el resplandor del parecer, la fiereza de una postura o el venerado y tiránico honor.
14No debemos descuidar algunas enseñanzas del pícaro Estebanillo, el cual se sirvió a sí mismo, además de servir a varios amos y, entre ellos, a los más esclarecidos, como Fernando de Austria, el Cardenal-Infante y Octavio Piccolomini, duque de Amalfi. Compartió con Miguel de Castro el lema «más vale pocos y buenos, pues cada uno de ellos me dio muchas doblas». En este marco, la ley de la reciprocidad, archisagrada para algunos, don contra don, tiene poco sustento: «Soy hombre que, por tomar, tomaré unciones, y por recibir recibiré un agravio»24. Se puede llamar a esto desfachatez, ingratitud y parasitismo. Es un arte que practicó con asiduidad y habilidad, dentro y fuera de la familia, Jerónimo de Pasamonte, el más frágil de nuestros autores y, precisamente por eso, el más solitario y egocéntrico de todos. En parte, ese comportamiento se nutría de un fuerte resentimiento25. Se podía dar el caso en el que, en cierta medida, la realidad superara a la picaresca, como cuando el soldado y criado Miguel de Castro exigió más de sus señores que lo que les ofrecía a cambio, aparte de sus robos y pendencias, de los cuales eran víctimas. En el momento de abandonar el servicio del capitán Francisco de Cañas por el del virrey de Nápoles conde de Benavente, casi le exigió a su señor
y vuesamerced, como a criado suyo, me ha de hacer merced de antes ayudarme a ello y honrarme como a criado, supuesto que si dejo su casa de vuesamerced, es para valer más26.
15En definitiva, La vida y hechos de Estebanillo González tiene una inmensa virtud, en medio de tantos vicios, pues esa media novela de un antihéroe da su verdadera dimensión y sabor a los discursos, las grandes cuchilladas y las hazañas, todo cocido en las autobiografías de los soldados. Estas vidas flotan en realidades hechas de conveniencias, trivialidades y demás acomodos, pero en un clima de sinceridad, no son las memorias autojustificadoras de los pudientes. ¿Era el mismo afán de sinceridad que manifiesta Rousseau en sus Confessions? Como veremos, eso es más hipotético. Algo que a veces recuerda al discurso de Estebanillo, jocoso, refrescante, desmitificador. Así lo celebra el socarrón:
Yo iba a esta guerra tan neutral que no me metía en dibujos ni trataba de otra cosa sino de henchir mi barriga, siendo mi ballestera el fogón, mi cuchara mi pica, y mi cañón de crujía mi reverenda olla27.
16Lo que nos recuerda que para el soldado el rancho no es cosa baladí; algunas de las páginas de mayor interés de Miguel de Castro así lo testimonian.
17Para que lo esencial no se escape de ellos, cerramos con llave los dos armarios donde se hallan las pertenencias del irascible Cellini y del retorcido Estebanillo. Y nos acercamos a las siete vidas, presentes en otro mueble portentoso: el de la Monarquía Hispánica durante cerca de un siglo.
II. — Las vidas en sus diferentes tiempos
18Si situamos estas relaciones en una gráfica, de acuerdo a fechas y espacios, el resultado será una nube de puntos bastante apretada y coherente. Los extremos cronológicos corresponden a los años de 1552 y 1553, con los nacimientos de Diego Suárez y Jerónimo de Pasamonte, y 1648 y 1649, con las muertes de Diego Galán y Diego Duque de Estrada como vimos anteriormente en el cuadro 1 (véanse pp. 000-000). Pero ganamos unas décadas si nos limitamos a su plena actividad, entre Lepanto (1571) y los años centrales de la Guerra de los Treinta Años. Duque de Estrada afirmó haber estado en la batalla de Lützen (1632) y haber asistido a la muerte de Gustavo Adolfo, «llegando tan cerca del rey que pudiera retratarlo»28. Además, son años en el corazón de la pequeña edad de hielo29, es decir, fríos, húmedos, terribles para las poblaciones.
19Si de clima se trata, hay numerosos indicios del enfriamiento climático en los textos, y debemos recordar que estos milites se desenvolvieron en climas y paisajes distintos de los nuestros, más fríos, húmedos y verdes. Es el caso de los Países Bajos, donde luchó el capitán Domingo de Toral y Valdés en 1620: «Y los fríos y hielos fueron tan grandes que a muchos soldados cortaron los brazos y piernas, de helados»30. Hasta Nápoles tuvo temperaturas gélidas en la costa, en pleno verano de 1632: «Hacía tanto frío que era menester echar dos mantas en la cama»31. Pero el testimonio más constante y demostrativo es el de Miguel de Castro. Como soldado recorrió la campiña napolitana entre 1605 y 1610, con días y noches lluviosos, goteras y camas mojadas, malos caminos enlosados, «y siempre el cielo más oscuro, y el agua perseverante». Y, con esto, la niebla:
A la hora que comenzó a anochecer, comenzó una agua muy menuda, la cual perseverando, también el cielo se cubrió de nubes de suerte que parece que es cosa increíble, que se topaban unos [soldados] con otros sin verse.
20Describe, además, una isla del Mediterráneo occidental: «la campaña está toda cubierta de espesa arboleda y bosques»32.
21Si nos centramos sólo en los años de escritura de estas vidas, desplazamos un poco el cursor hacia 1600-1640, en el punto de inflexión del milagro español, cuando pierde parte de su irradiación sobre el universo; pero también en el meollo del Siglo de Oro, cuando precisamente el oro adopta tonos envejecidos y rojizos, como una forma de culminación. En resumen, aún se vivía en tiempos de esplendor; se escribía en la puesta del sol.
22Esto podría explicar otras coincidencias de fechas. Durante siglos, todos estos manuscritos descansaron olvidados en los anaqueles de varias bibliotecas. Salvo el de Duque de Estrada, con mayor presencia literaria y editado en 1860, y el de Domingo de Toral, entre los más breves, en 187933, los demás fueron conocidos por el público entre 1900 y 1922 y los editores, además tuvieron que pedir disculpas por publicar obras tan desaliñadas. ¿Esperaba la generación del 98, después de la tremenda sacudida, algunas lecciones o esperanzas procedentes de aquella lejana decadencia de los años de la década de 1640? Si seguimos las diversas reediciones en el marco español, estas se multiplican hacia 1940-1950, tiempos del franquismo y de exaltación de las virtudes de la estirpe, para lo que fue determinante, en muchos aspectos, la edición conjunta de cuatro de esas autobiografías en 1956 llevada a cabo por José María de Cossío34. No estamos seguros de que unos y otros encontraran todo lo que buscaban. Hoy hacemos lecturas menos orientadas desde el punto de vista ideológico, pero también con un hilo negro: ¿Qué enseñanzas podríamos obtener sobre la Monarquía Hispánica a partir de esos relatos, si sabemos que proceden del instrumento más directo de su «imperialismo», su propio hierro? Y con esto se plantea una primera interrogante: ¿Qué significaba, entonces, ser soldado del Rey Católico?
III. — «A la guerra me lleva mi necesidad»
23Miguel de Cervantes, el más célebre de estos militares-escritores, no está presente en el elenco porque no escribió su vida. En realidad, esta se difunde a través de toda su obra. Las páginas más explícitas son las que dedicó al encuentro de don Quijote y el paje soldado35. Están entre aquellas hojas del Quijote donde lo fantasioso y lo onírico —la ficción— desaparecen, y dejan lugar a un realismo casi patético, lleno de presagios sombríos. Como por inadvertencia, don Quijote se esfumó detrás de Cervantes, quien observó el espejo de su juventud a través de la figura de «un mancebito» que «toparon […] caminando no con mucha prisa». «Llevaba la espada sobre el hombro, y en ella puesto un bulto o envoltorio, al parecer de sus vestidos». «La edad llegaría a diez y ocho o diez y nueve años; alegre de rostro, y al parecer, ágil de su persona. Iba cantando seguidillas». La que se conserva ha inmortalizado el episodio y le da todo su sentido.
A la guerra me lleva
mi necesidad;
si tuviera dineros,
no fuera, en verdad.
24Esto conmovió a don Quijote-Cervantes y el diálogo se estableció entre ellos y el joven. Este dijo: «Más quiero tener por amo y por señor al rey, y servirle en la guerra, que no a un pelón en la corte», donde había sido paje de varios «catarriberas e gente advenediza». Don Quijote-Cervantes se enternecían cada vez más y pasaron del «vuesa merced» al «señor galán», más tarde al «amigo» y, al final, al «hijo».
25Sobre todo, ofrecieron al caminante toda una serie de meditaciones y consejos, fruto de sus experiencias como soldados. Trataron en un primer momento de animarlo y hacer que su paso lento fuera más decidido, menos resignado:
No hay otra cosa en la tierra más honrada ni de más provecho que servir a Dios, primeramente, y luego a su rey y señor natural, especialmente en el ejercicio de las armas, por las cuales se alcanzan, si no más riquezas, a lo menos más honra que por las letras.
26Pero con los recuerdos subió también la amargura del manco de Lepanto, y Cervantes únicamente podía ofrecer perspectivas desesperadas al joven paje:
Que puesto caso que os maten en la primera facción y refriega, o ya de un tiro de artillería, o volando de una mina, ¿qué importa? Todo es morir, y acabose la obra. Y que si la vejez os coge en este honroso ejercicio, aunque sea lleno de heridas y estropeado o cojo, a lo menos no os podrá coger sin honra, y tal, que no os la podrá menos cavar la pobreza.
27Compadecido, don Quijote le ofreció subir a ancas de Rocinante y le invitó a cenar. Digno, duro ya como el destino que sabe ser el suyo, el joven Cervantes-paje rehusó lo primero y aceptó cortés lo segundo36.
28Gracias a la magia del genio y la ficción, se nos ofrece aquí el diálogo que se encuentra en filigrana en todas estas vidas, entre el mancebito de cuerpo ágil, en disposición de asentar plaza al llegar a cualquier embarcadero, sea Barcelona, Málaga o Cartagena, y «el soldado viejo y estropeado» que escribía el relato mientras recorría su memoria. Entre los dos hay algunas décadas, muchas más aventuras, y «un sí sé qué de esplendor» como escribe Cervantes. Muchos trabajos; toda una vida al servicio del Imperio.
IV. — Ser soldado del rey
29Sobre la experiencia de la milicia en el Siglo de Oro hay mucha literatura histórica, aunque no por ello nos podemos excusar de no profundizar en términos generales y hasta estadísticos37. ¿Qué mensajes podrían dar nuestros siete autores al joven paje del Quijote? Todos podrían alardear de sus duelos, de sus batallas y del botín granjeado y ganado con la espada, perdido con los dados. Alonso de Contreras sería aquí el mejor mentor. Pero son breves llamaradas. Si queremos estadísticas, nos las da el capitán Domingo de Toral: de los 7 000 soldados que murieron en uno de los sitios de las guerras de Flandes, apenas 60 perecieron frente al enemigo. Domingo tenía diecisiete años, la edad límite, cuando asentó plaza. No había recursos y nos relata con eufemismos que, durante dos meses, iban «sin socorro ninguno, buscando la vida con los modos a que da licencia la soldadesca cuando no hay superior que la estorbe». Los grabados de Jacques Callot son más explícitos (fig. 3). Los concentran en Lisboa y los embarcan en noviembre de 1615 para Dunkerque: «Los navíos pequeños, la gente desnuda, amontonada una sobre otra, por estar de esta manera siete semanas y partir para Flandes sin dar socorro ninguno». De 3 000 sólo llegaron al destino final 2 300. Iban «tan desnudos que los más bien vestidos iban sin zapatos, ni medias, ni sombrero, y lo común era desnudos»38.
30La vida en presidio era mucho más reglada, según nos cuenta Diego Suárez, sin contar los cuatro primeros años que pasó en unas condiciones muy difíciles en la fábrica de las fortificaciones de Orán. El resto de sus veintisiete años transcurrieron
sirviendo solamente en las guardas que me tocavan y me cabían de noche en las murallas, y lo mismo salía a las jornadas de presas y cabalgadas cuando quería salir.
31Con esto disponía de mucho ocio, lo que le permitió escribir cinco o seis libros39. Sin olvidar que, hacia 1637, salió a la luz una de las obras maestras de la humanidad, producto también del ocio de la vida militar40.
32Si deseamos informarnos sobre la vida cotidiana del soldado, en particular sobre sus desplazamientos, la mejor fuente es el joven soldado Miguel de Castro, atento a todo lo que le rodeaba y que, por lo tanto, podía influir sobre su bienestar. Sin que sea conveniente catalogarlo como un monstruo de egoísmo, en atención a los pormenores, fue capaz de prestar más atención a las atrocidades y otras inhumanidades que seguían a las batallas que a los hechos heroicos41. Con realismo y sensibilidad, describió la coerción y la violencia que los soldados ejercían sobre las poblaciones en sus desplazamientos. Como es natural, se encuentra bajo su pluma el cliché de la literatura clásica, según la cual los soldados «son peores que langostas» «y son de tal suerte perjudiciales que en Sodoma, o en tierra donde no hay ley, razón ni justicia, no sé qué se podía hacer». Y, según dice, en Nápoles, los tercios italianos eran aún peores que los españoles. A la acostumbrada brutalidad del militar se añade la corrupción y la injusticia de la sociedad pueblerina, en la que los ricos distribuían las cartelas, es decir, repartían los alojamientos de los soldados; por tanto, se eximían y todo el peso recaía sobre los pobres42. Estamos hablando de 1604 con Castro; hacia 1632, Alonso de Contreras intentó luchar sin éxito contra ese abuso que se perpetuaba con el apoyo del fuero eclesiástico43.
33El propio virrey de Nápoles, consciente de esos excesos, tomó medidas, prohibió toda exacción y determinó que todo,
lo comprasen con sus dineros [los soldados] de las boticas o magacenes, conforme los de la tierra lo compraran, para lo cual se les socorrería con dos carlines gratis por orden de su Excelencia.
34Por supuesto, añadió Miguel de Castro, fuera de la ciudad de Nápoles «es una cosa muy incompatible» por falta de disponibilidades, en particular, en casas y camas. Aunque se hubieran logrado ciertos privilegios, nuestro soldado atravesaba momentos difíciles; por ello, escribe que una noche,
a mí me dieron una casa muy bellaca […]; a la media noche comenzó a llover, y la casa era de tejavana, y toda la cama se nos mojaba, y nosotros también, y queriendo mudar la cama a otro cabo, vimos que el donde menos llovía era el donde estaba.
35Pusieron dos colchones sobre ellos, «el agua todavía continuaba a caer del cielo muy menuda, y pasó los dos colchones también». No les queda más que vestirse y salir en busca de algún otro refugio44.
36En ocasiones, atraviesan las páginas de nuestros soldados algunos detalles antropológicos, los mismos que interesaron a John Keegan, el antropólogo de las batallas. Después de asistir en Lützen a la muerte de Gustavo Adolfo, Diego Duque de Estrada se perdió en la batalla:
El humo perturbaba la vista y aun cegaba los ojos, estorbando el conocimiento el furor de la artillería y mosquetería, que deslumbraba cuando el polvo los cerraba, ahogando las gargantas, cayendo sobre el trabajoso sudor […]; la sed insufrible45.
37¿Qué podía ocurrir una vez la batalla terminada, el botín asegurado, la tensión ya relajada? Debían ser momentos de tristeza, en los que se pensaba en los camaradas muertos, pero Alonso de Contreras nos da otra versión, jocosa, hasta liberada de uno u otro tabú. Narra cómo, tras un duro combate con un gran navío turco, los soldados comentan dos milagros ocurridos: un hueso de la cabeza destrozada de un artillero dio en la nariz torcida de un marinero y esta quedó recta; «las dos nalgas» de un soldado lleno de dolores fueron raspadas por un proyectil, y los dolores desaparecieron, «y decía que no había visto mejores sudores que el aire de una bala»46. Podemos imaginar, en medio de tanta trivialidad, las carcajadas y las palmadas en las espaldas de los sobrevivientes, por fin liberados de sus angustias. Debemos también volvernos hacia el capitán Contreras e imaginarlo mientras escribía en su posada romana: aquellos recuerdos surgieron de manera imprevisible y se apoderaron de él; quedó un momento suspenso y la sonrisa que nunca vimos en «la cara alegre» del mancebito de Cervantes pasó, fugaz, por los labios del viejo soldado curtido que era don Alonso.
38Más que la gloria, el miedo es fiel camarada del soldado, aunque pocas veces esté presente a través de estos retratos en pie de nuestros soldados con capa, espada y sombrero. Sólo aparece una vez como protagonista, a través de los relatos que han dejado Contreras y Castro de la lamentable derrota hispana de La Mahometa. Los españoles, sorprendidos en medio del saqueo, perdieron todo orden y compostura, huyeron hacia el mar, y se ahogaron o fueron descuartizados por los moros; incluso, algunos oficiales cometieron actos de verdadera cobardía. Aunque el estilo sea bastante farragoso, sigamos a Miguel de Castro:
Hubo muchos que sin temor de honra cuanto con temor de la honrosa muerte, procuraban en la vida afrentosa muerte, y se metían en el agua a nado, pensando escaparse; pero la gente de a caballo [mora] entraba hasta donde, alcanzándoles, se saciaba la airosa sed de su sangre47.
V. — La negra honra
39¿Dónde estaba la honra del soldado en todo esto? Poco después de que Castro escribiera su vida, don Quijote daba un precepto al paje soldado: «Más bien parece el soldado muerto en la batalla, que vivo y salvo en la huida». Con anticipo le había contestado el mancebito con su seguidilla: quien le guiaba era la necesidad, no el honor. Y, de hecho, los soldados en sus vidas, poco hablan de este. Lo vivían detrás de su rodela, a veces en alguna acción individual en el frente de las tropas, como en tiempos medievales: Domingo de Toral relata la hazaña de un sargento en Flandes, el cual mató, uno tras otro, a tres enemigos antes de ser herido de un mosquetazo48. Pero lo más común era salvar la honra en alguna refriega callejera y contra algún camarada de ayer. La honra en la que más se pensaba era la del linaje. Fue ella, en particular, la que impidió que tanto Diego Galán como Jerónimo de Pasamonte cruzaran la frontera religiosa y renegaran siendo cautivos. Galán imagina lo que ocurriría:
La deshonra que a mis padres se seguía, que no hay cosa secreta, porque apenas había llegado a mi lugar [de regreso] cuando hubo quien me había conocido en Argel y Constantinopla49.
40Pasamonte es menos explícito, pero encontramos la misma preocupación. Aunque este autor, atenazado por sentimientos encontrados, en particular sus frustraciones, invierte los términos: «Moría de rabia viendo que en todo mi linaje […] no había quien tan honrosos trabajos hubiese padecido en servicio de su Dios y rey como yo»50.
41Como siempre, Duque de Estrada nos presenta las circunstancias con algo de originalidad. Al mismo tiempo que se quejaba con amargura de la dictadura de la «negra honrilla», era quien más dependía de ella; era como parte de su parecer, lo mismo que su plumaje o su «hermoso y bizarro caballo blanco». Y si se vanagloriaba de sus antepasados, al remontarse a los emperadores romanos, se olvidaba casi por completo de sus descendientes, si no era para mandar a su hija un retrato suyo donde aparecía con «vestido raso carmesí forrado en rica tela de oro fino»51. Fue la culminación de su vida, la exaltación de su ego, pero ¿era el tema decisivo de su honor52?
42Se podría pensar que el honor, al ser un concepto tan central en las sociedades tradicionales occidentales, y en las más mediterráneas desde el Medievo hasta el siglo xix, es como una columna inquebrantable, sin fallas, que expande a su alrededor una luz meridiana que alumbra todo el edificio social. En realidad percibimos que, como todo fenómeno histórico, se altera con el tiempo y los contextos. Es así como la lengua española, a diferencia de sus vecinas, la inglesa o la francesa, usa dos términos, cuando las otras solo disponen del vocablo honor (en inglés), o honneur (en francés). Pocas veces las lenguas se autorizan de dos sinónimos perfectos. Y, sin embargo, eso nos dice Sebastián de Covarrubias en su Tesoro de la lengua castellana (1611): «Honor vale lo mismo que honra». Veremos, en su momento, si esto es cierto para nuestros autores. Hoy en día —y esto les ha permitido sobrevivir de forma conjunta—, honor y honra se han apartado el uno de la otra, pero perviven dentro del mismo círculo. Según la Real Academia Española (RAE), en 1992, el honor «es la calidad moral que nos lleva al cumplimiento de nuestros deberes»; como tal es una virtud, algo interno. La honra es «estima y respeto de la dignidad propia» y «buena opinión y fama, adquirida por la virtud y el mérito». De hecho, resulta ser una consecuencia del honor y se expresa exteriormente, como la reputación53.
43Para profundizar —aunque sea de forma breve— en estas realidades, sabiendo que se conectan con muchas otras convenciones —como los calificativos de deferencia y demás códigos sociales, con el vestido, con ciertas conductas que se analizan en otras partes—, hemos escogido tres vidas. La primera de ellas es la de Alonso de Contreras, y no sólo porque se trate de nuestro Lazarillo privilegiado, sino porque son los suyos, la personalidad y el discurso más transparentes —si se puede—, donde el honor constituye el vector claramente asumido y sin desviación ni obsesión o preocupación. Otra, la de Jerónimo de Pasamonte, personaje con una elevada problemática, desgarrado entre su paranoia, su autoestima y una serie de frustraciones: aquí el honor sería un elemento esencial de autovaloración y legitimación. Y, por último, la de Miguel de Castro, un joven español transferido a una Italia que aparece como país conquistado, en busca de valores a los que asirse, al ser soldado y criado, una posición de suma ambigüedad, justo en materia de autonomía y, por lo tanto, de honor (cuadro 2).
Cuadro 2. — Honor y honra en tres Vidas
Alonso de Contreras | Jerónimo de Pasamonte | Miguel de Castro |
Honor: 0 ocurrencias | Honor (latín): 1 ocurrencia | Honor: 0 ocurrencias Deshonor: 1 ocurrencia |
Honra: | Honra: | Honra: |
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Fuente: Contreras, Discurso de mi vida; Pasamonte, Autobiografía; Castro, Vida de Miguel de Castro.
44Hay en las tres vidas una constante y es que prácticamente el uso del vocablo «honor» está ausente. De no ser una ocurrencia en latín por parte de ese monje fallido que fue Jerónimo de Pasamonte (Laus honor et gloria), y la presencia de su antónimo «deshonor» en un «caso de faldas», en el cual se encuentra liado el seductor Miguel de Castro. En el lenguaje común de nuestros autores y en la práctica, se utilizaba casi en exclusiva «honra» y sus derivados, lo que dejaba el honor para otros espacios como el teatro y demás entornos nobles, como en el drama de Calderón de la Barca, en el que aun con el título de El médico de su honra, el término «honor» tiene 60 coincidencias, mientras que «honra» nada más que 16.
45Sobre todo el uso de la raíz «honra» es muy variada en los tres textos. Apenas 9 coincidencias en Contreras, con un solo sustantivo, «la honra de España»; 2 veces aparece el verbo «honrar»; y, 6 el adjetivo «honrado». En el universo de don Alonso, donde como era natural el honor estaba incorporado a su ser y su comportamiento, la honra solo servía para dar más lustre a algunas categorías o realidades, una bandera, un soldado, una cédula real, etcétera.
46El texto de Pasamonte tiene una extensión comparable al de Contreras, pero la raíz «honra», tanto en forma de sustantivo o englobada en términos como «deshonra» u «honrado», aparece 47 veces. Esta era una realidad que preocupaba profundamente a Jerónimo. Y, de manera variada, se trataba, de la misma manera, de «la gloria y la honra de mi Dios», «la honra de mi rey, mi nación», «ser español honrado», etc. El sustantivo, con 18 apariciones, es más recurrente en proporción que en la vida de Contreras, pues el vocablo «honra» no es un adorno retórico, sino que es consustancial al universo mental de Pasamonte, que escribe con insistencia «yo vivo bien y soy conocido y sustento honra», o bien, «el ser defensor de la honra de Dios y mía, y de mi mujer». Pero con mayor reiteración maneja el adjetivo, no el verbo, y entonces tampoco se olvida: «ser yo hombre honrado», «de pecho honrado», culminando con «ser yo hombre honrado y de honra». Que este hombre, en buena medida pasivo, cimbrado por dieciocho años de galeras turcas no utilice el verbo, no se proyecte en la acción de honrar, no debe extrañar. Sus dieciocho años de cautiverio le dan suficientes méritos para ser honrado, y el cansancio le agobia.
47En extensión, el texto de Miguel de Castro duplica el de los otros dos y, sin embargo, el vocablo «honra» aparece menos veces que en el de Pasamonte, 36 en total. Como sabemos, Castro era antes que todo un hombre práctico, por lo que tendía a acompañar todo concepto de cuanto podía definirlo, apoyarlo o debilitarlo. Era un suplemento, un accesorio más; «mirando más al interés que a la honra»; con «cosas que no son decentes a la reputación, honra o provecho de cada uno, ansi corporal como espiritual»; «honra y vida»; «honra divina»; «honra temporal»; «con mi vida, honras y haciendas». Sobre todo es un criado y, por lo tanto, espera que sus señores le honren y el verbo toma bajo su pluma una importancia desconocida en los dos otros relatos: es buen amo el «que honra mucho en todas partes a sus criados»; «honrarme como a criado»; «sabe honrar y honra a sus criados todo lo posible». En total, tal como se observa en el cuadro 2 (véase p. 000), son diez verbos en ese texto, cuando apenas se llega a dos coincidencias juntando las otras dos vidas.
48La lengua, en aquellos tiempos, era un ser noble, más allá de ser «compañera del imperio». Sabía hacer que, aun siendo poco hábiles, las plumas encontraran la forma de expresar con precisión, a partir de un vocabulario común, diferencias sensibles entre los pensamientos y los comportamientos de estos soldados. Por eso mismo, los términos en sus distintos entornos lexicales no son monolitos, aun a partir de una raíz común; y, eso, hasta los vocablos más referenciales, como el de «honor», casi olvidado por los soldados, pero exaltado por Calderón de la Barca. Gracias a esto, podían caer en la trampa de la escritura hasta sus preocupaciones u obsesiones más profundas. Contreras llevó una vida honrada a la punta de su espada, sin mirar a los lados y mucho menos atrás; Pasamonte cobijaba la honra en sus alucinaciones y sus frustraciones, mientras Castro la contabilizaba por un lado, y la esperaba en el gesto, en la acción de sus señores.
VI. — Las madrigueras del espacio imperial
49Estos relatos son también, cada uno a su manera, «compañeros» del Imperio hispano que se había construido a lo largo del siglo xvi, y que en 1640, con la ruptura de la Unión de las Dos Coronas, llegó a su punto parcial de quiebra. El Imperio supuso, en primer lugar, una jurisdicción territorial, dentro de la cual se expresaban «una naturaleza» y una soberanía directa; un espacio circundante que cobijaba la sombra —y algo más— de esa potestad, se trataría de las regiones de Italia o de territorios del círculo de los duques de Borgoña del siglo xv, la cual se iba deslizando hasta formas de alianza y vasallaje (Florencia, Génova). Pero también se relacionaba, y hasta se confortaba, con zonas hostiles, otros «vecinos incómodos»; a veces cercanos o a veces más alejados, como las Provincias Unidas, Francia, Venecia, el Imperio turco, para citar los más presentes aquí54. Nuestros soldados y cautivos estuvieron circulando de manera desigual, en unos y otros de esos diversos anillos espaciales, si nos referimos de nuevo al cuadro 1 (p. 000).
50Si juntamos los siete se cubre aunque no a la perfección la red imperial (mapa 1, p. 000); sobre todo aparece de forma tenue la vertiente portuguesa, con la muy honrosa excepción del capitán Domingo de Toral y Valdés, que estuvo un largo tiempo en Lisboa, llegó hasta Goa pasando por el cabo de Buena Esperanza. Nadie visitó Filipinas, cabeza entonces del «tercer mundo» ibérico55, aunque poco faltó para que el capitán Alonso de Contreras desembarcara en sus playas56. Las Indias Occidentales eran más cercanas, pero ocupan una presencia limitada, pues apenas Contreras puso un pie en las islas del Caribe antes de 1635.
51Aceptémoslo, las andanzas de nuestros héroes se localizaban, sobre todo, en el Viejo Mundo, aunque a veces pensaran en el Nuevo. En 1623, Diego Duque de Estrada, en grave peligro en Nápoles, tenía como proyecto pasarse «para las Indias a probar fortuna»57. Poco antes, algunos lo hicieron sin mucho éxito, como Mateo Alemán y, de manera novelesca, el Buscón Pablos: «y fueme peor», concluyó el pícaro. Lo mismo pudo haber dicho el capitán Alonso de Contreras hacia 164258. Tratemos de completar la lección a otro nivel: militarmente, pero también con otras perspectivas, en la primera mitad del siglo xvii, y tal vez ni antes ni después, por largo tiempo, las Indias estuvieron en el centro de las preocupaciones, ni de los soldados giróvagos, ni en definitiva de la Monarquía.
52En el Viejo Mundo, los testimonios no se reparten con la misma intensidad. Sólo Toral y Valdés y Contreras —los dos capitanes con cédula extendida por la Corona— conocieron las trincheras y las murallas flamencas y, por un tiempo reducido, de dos a tres años para Contreras, aunque un poco más para Toral y Valdés, este fue el único verdadero combatiente en ese escenario, en el frío y el fango; este participó en la batalla de la Esclusa (1621), entre diques y canales «se hicieron unos lodazales, entre lodo y agua, que los hombres se metían hasta la rodilla y las cabalgaduras no podían salir». De los 9 000 que entraron en línea, «se apuraron en 2 000»59. Aunque los horizontes alemanes fueran el escenario predilecto de la Guerra de los Treinta Años, poco protagonismo tuvieron aquí los siete soldados. De no ser el avispado Estebanillo González, no tomado en cuenta, sólo se percibió la diminuta estatura de Diego Duque de Estrada que extendió su viaje hasta Viena, e incluso Transilvania, donde tuvo la ocasión de hacer un encendido panegírico del rey de España60.
53Estos retraimientos merecen algo de atención. Hay un desfase entre la realidad según la cual la Monarquía se jugaba buena parte de su destino imperial en esos campos de la Europa del Norte, y el hecho de que poco los conocieron estos autores militares. Para entender esta disconformidad, es preciso buscar la respuesta en los soldados y los mensajes que nos transmiten. Resulta difícil que se les pueda calificar de miembros de los tercios, salvo, en algún momento de su vida, a los capitanes Toral y Valdés y Contreras. Algunos fueron capturados jóvenes por los musulmanes (Galán y Pasamonte), otros estuvieron todo el tiempo en la ociosidad de los presidios (Suárez), o empleados como criados (Castro), o fuera de todo verdadero marco militar jerarquizado (Duque de Estrada) y ninguno corresponde al tipo de hombre que conformaba los tercios viejos españoles, curtidos en la disciplina y entrenados en Italia, y que se mandaban a Flandes o a los demás campos de batalla de la Europa occidental. Y es que también hay que responsabilizar a la Monarquía católica de este hecho, pues usaba de otros combatientes en esas tierras ricas en potencial humano, aunque lejanas, ya que era muy costoso «poner una pica en Flandes». De los 10 000 hombres que se juntaron en la Esclusa, los españoles eran una minoría:
Todos soldados viejos, del tercio de don Íñigo de Borja; el de Ballon, de milaneses; el de Mos. de la Fontana, de valones, dos regimientos de alemanes, compañías de valones del país de Artois. Y seis compañías de irlandeses61.
54Las guerras en el norte de Europa, donde se estaba desarrollando la Revolución militar, eran guerras con amplios movimientos, sitios que duraban meses, incluso años; batallas donde se enfrentaban grandes ejércitos. Eran contiendas técnicas que requerían la pluma de expertos como Diego de Villalobos y Benavides62, y no de militares más o menos trapaceros como algunos de los de nuestro corpus. Sin olvidar que, si se buscaba algún público lector —que era en sí la finalidad, aunque a veces se negara—, las inmensidades marítimas, la vida de corsario o de cautivo y las «turquerías» ofrecían un mayor atractivo. Aunque inédito hasta 1905, El viaje de Turquía da testimonio de este interés.
55Al final, el balance contradictorio entre Flandes e Italia reflejado por nuestro magro conjunto de vidas, corresponde a una realidad que advertía en 1601 el Consejo de Estado sobre
la necesidad que hay de sacar los tercios de Sicilia y Nápoles, porque el estar tan firme en aquellos Reinos es causa que no se tenga dellos el servicio que V. Md puede y debe tener empleándoles en las ocasiones de guerra, y que no se habitúen, y de que con la larga asistencia de aquellos Reinos no se domestiquen y casen en ellos […]. Se saquen de ambos Reinos para Milán o Flandes63.
56Unas décadas después, las cosas seguían igual. En cuanto a casarse entre Palermo y Nápoles, por lo menos tres lo hicieron: Contreras, Duque de Estrada y Pasamonte.
57Podemos prolongar lo que escribieron José Martínez Millán y Manuel Rivero Rodríguez, para quienes el Siglo de Oro español «no es concebible sin lo italiano», y afirmar que los discursos de la vida de los soldados españoles están entretejidos con la realidad italiana64. En efecto, todos nuestros autores tuvieron su guarida en el Mediterráneo, de Malta a Gibraltar, con Palermo y sobre todo Nápoles como anclajes principales; salvo Domingo de Toral y Valdés, que no lo cruzó más que una vez, de regreso de India por tierra. El mar caprichoso y sus peligros prestan fuerza y atractivo a sus textos:
Vino un viento tan violento, con una conjunción de luna y aire repentino, con tanta tempestad de truenos y relámpagos, que parecía haber llegado el juicio final, o que los cielos se habían abierto, pues vomitaban tanta multitud de rayos65.
58Para quien le sobra imaginación y cultura literaria, como Duque de Estrada, la vista de la armada se convierte en obra maestra:
Parecía una estudiada y concertada máscara en algún baile de delicioso sarao, porque al volver las popas llenas de estandartes, como los árboles llenos de flámulas, como dicho es, daban sobre las hinchadas velas una majestuosa vuelta, levantando sus remos las ricas espumas del hinchado mar levantado en corcovas, que parecía querer expeler de sí tanto imperioso bajel66.
59Alonso de Contreras recorrió el Mediterráneo durante más de treinta años, como soldado o capitán corsario, aunque de forma episódica. Era él quien mejor conocía su geografía intrincada de costas e islas; hasta redactó un derrotero de ese espacio, tal vez a solicitud del príncipe Filiberto, que era en ese momento (1617), a la vez, su general y su carcelero: «Este derrotero anda de mano mía por ahí, porque me lo pidió el Príncipe Filiberto para verle y se me quedó con él»67. Es un texto de una extremada precisión donde es cuidadoso en recordar, por ejemplo, la importancia de Tolón:
Buen puerto y grande, entre sus sierras altas está la boca del puerto. La banda de levante tiene un castillo bueno, y a la de poniente tiene una iglesia que se llama San Juan,
es un esbozo de esas vistas marinas tan necesarias a los marinos de entonces. En la misma página, describe «una casa de pastores donde recogen ganado, tiene puente levadizo la casa. Aquí hay agua de cisternas manantiales»68.
60Bahías, fortalezas, puntos recalcables, agua, leña, protección contra los vientos, y posibles fondeaderos para las galeras constituyen el leitmotiv de ese escrito. Lo más notable, de lo que solo quedan ahora formas arruinadas, son las defensas, torres, atalayas, castillos, fuerzas, fortines, reductos, presidios, con el contrapunto de capillas, ermitas, oratorios, templos, iglesias, santuarios; todo esto siempre en lo alto, para el mayor deleite del turista y excursionista de hoy. Las costas mediterráneas de entonces se asemejaban a la epidermis de un erizo. Entre mil, unas ultimas pinceladas:
Entre la isla de Andra69 y Cia70 está otra pequeña que la carta la pinta açul, a manera de herradura, llamase Turro71; es despoblada, y a la banda de jaloque72 tiene un puerto y buena agua73.
61La cita tiene, además, el interés de revelarnos que Contreras apoya su memoria sobre una documentación cartográfica, sobre todo para esa región alejada del mar Egeo, ya que desde su juventud los mapas abrieron su curiosidad: «Tenía afición a la navegación y siempre practicaba con los pilotos, viéndoles cartear»74.
62Este primer escrito, en el que moviliza un extraordinario esfuerzo de memoria, pinta un fresco de extremada precisión, de Cádiz a Constantinopla, donde el vocabulario marítimo local se usa con gozo, a manos llenas, donde la resonancia de accidentes y tragedias del pasado se ligan de manera profunda con los recuerdos y los paisajes. Horizontes que los vientos recorren, de lebeche, sudoeste, a tramontana, norte. Aquí, Contreras descubrió el placer de escribir, hasta de exhibir su erudición, lo que casi nunca se atreverá a practicar en el Discurso de mi vida, lo que se muestra en una descripción del sur de Nápoles «es un monte muy alto que pareze a manera de isla, dize Virgilio que llegó allí nadando Palimuro, piloto de Eneas»75. ¿Aprendió esto en las tabernas napolitanas? Es la misma fruición que quiso volver a encontrar muchos años después, en 1630, pero con una esgrima verbal más cerrada.
63Contreras era capaz lo mismo de dibujar en una acuarela escrita los vestidos alegres de las mujeres de la isla de Estampalia (Astipalea) en las Cícladas, que los trajes exóticos de unos caballeros moros: «Les vi muy lindos tahalíes bordados y muy lindos borceguíes y buenas aljubas y bonetes de Fez»76. No se olvida de recordar, en medio de los enfrentamientos entre moros y cristianos, las dos ermitas, católica y turca, que convivían en la isla de Lampedusa:
Es cosa cierta que esta limosna de comida la dejan los cristianos y turcos porque cuando llegan allí, si se huye algún esclavo, tenga con qué comer hasta que venga bajel de su nación y le lleve77.
64Es probable que siglos de enfrentamientos en un espacio marítimo que es indefinido, sin fronteras estables, hagan que se compartan los mismos hábitos, sobre todo los peores. Uno de los episodios más cruentos del Discurso de mi vida de Contreras se localiza en la costa entre Libia y Egipto. En ella, hay una refriega, Alonso hace enterrar a sus muertos y, al día siguiente, los encuentra desenterrados «sin narices y sin orejas y sacados los corazones». Encolerizado, y para vengarse, hace lo mismo con los dos prisioneros moros que tiene78. Podríamos pensar que su reacción se debió, en parte, a la indignación y la sorpresa frente a una barbarie que él, como cristiano, no practicaba. Pero no es cierto que los españoles estuvieran exentos de tales actos, ya que en 1625, en Cádiz, por lo menos un soldado de la expedición inglesa conoció la misma suerte79.
65El espacio mediterráneo era campo de batalla, terrestre o marítimo. Al lado de la guerra entre estados, fuera política o religiosa, y lo mismo contra Venecia80 que contra el turco o el berberisco, se intensificó en el siglo xvii la piratería, de todo origen. Aunque se tratara de piratas cristianos, Contreras no tenía piedad: «Son gente que arman sin licencia, y todos de mala vida, y hurtan a moros y a cristianos». De mayor relevancia son los combates contra enemigos conocidos, como el que se relata a continuación contra un bajel turco,
abordándonos fue tan grande la escaramuza que se trabó que, aunque quisiéramos apartarnos, era imposible, porque había echado una ancora grande, con una cadena, dentro del otro bajel, porque no nos desasiéramos. Duró más de tres horas y al cabo de ellas se conoció la victoria por nosotros81.
66Es en esas situaciones en las que el narrador logra elevarse a cronista, y así cuenta con dramatismo la derrota de La Mahometa y la muerte del adelantado de Castilla, en 160682.
67En esa batalla estuvieron presentes tanto galeras de Sicilia como de Malta. Y, en efecto, esta última, bajo el dominio de la Orden militar de San Juan de Jerusalén, fue un baluarte avanzado del catolicismo hacia el mundo musulmán, un apoyo para la Monarquía Hispánica en el corazón del Mediterráneo y un amparo para los cautivos y los forajidos; el propio Contreras, cuando huía de las horcas napolitanas, encontró refugio en esta isla. Malta vivía —al igual que una gran parte del entorno mediterráneo de aquel entonces— de la piratería, bajo el patrocinio del gran maestre de la orden. Este tenía, además, sus émulos en los virreyes de Sicilia y Nápoles, por mencionar sólo el bando cristiano; también estos utilizaron, casualmente, los servicios y competencias que Contreras adquirió en Malta. Y no debemos olvidarnos de Venecia y Genova. Sobre todo Contreras recibió, por parte de la orden, toda una serie de misiones de espionaje, lo que él llamaba «tomar lengua»:
Me ordenó el señor Gran Maestre Viñancur fuese a Levante con una fragata a tomar lengua de los andamentos de la armada turquesca, por la práctica que tenía de la tierra y lengua83.
68Esta información, sobre los proyectos y movimientos de la flota turca, estuvo después centralizada en Nápoles84. Al final, y aun siendo una teocracia, Malta ofrecía a sus guerreros todo el esparcimiento deseado y esta era una oportunidad de gastar sin contar, en particular con cortesanas, «que las quiracas de aquella tierra son tan hermosas y taimadas que son dueñas de cuanto tienen los caballeros y soldados»85.
69Si confiamos en Duque de Estrada, Castro e incluso Pasamonte, las prostitutas de Nápoles y Sicilia no eran menos atractivas. Según el entendimiento de Jerónimo, formaban como un enjambre alrededor del soldado, cuya influencia era nociva, pues resultaba perjudicial en una compañía de soldados «haber soldados emputados y que las putas no sean comunes de quien les paga»86. Para Miguel de Castro, eran por el contrario la sal y la alegría de Nápoles, «la ciudad la más feliz del mundo». En la fiesta de Nuestra Señora de la Concepción, muy oportunamente sin duda, se veían «mil hermosas cortesanas españolas e italianas, que su donaire y brío remueve los sentimientos más absortos y mortificados»87. Llama la atención que nuestros soldados en esos reinos italianos se codearan de forma estable con mujeres españolas que algunos habían traido, como Luisa de Sandoval, amante de Castro, la cual era toledana y «mujer cortesana»88. Duque de Estrada abandonó a su esposa e hijos por doña Francisca, una sevillana que vivía en Nápoles89. Los suegros de Pasamonte, aunque se casó en Nápoles, eran españoles. Y, por último, en otro nivel se encontraba la esposa de Contreras, oriunda de Madrid y viuda de un oidor de Palermo. Ser paisanos podía constituir un buen gancho e iba más allá de lo hispano, como le revela el último caso, pues Alonso y la señora eran del mismo terruño:
Y envié un recado: que yo era de Madrid, que si a su merced la podía servir en algo, que me lo mandase, que más obligaciones tenía yo, por ser de su tierra, que no otros90.
70Para ellos, Nápoles sobrepasaba a París y se igualaba sólo con Roma: «Es la más populosa, rica, deliciosa, fecunda y noble de toda la Europa» y, en particular, «siendo su mayor delicia el paseo de Toledo»91. Sicilia y el reino de Nápoles eran países conquistados, con tropas de ocupación de las que formaron parte estos soldados, de diferentes maneras, salvo Diego Galán y Domingo de Toral y Valdés. Como todo invasor, habían traído a sus mujeres, su toponimia, sus autoridades, la etiqueta que las rodeaba, y hasta sus abusos y corrupción. Hacían las peores fechorías, iban o no a la cárcel, pero acababan exentos de todo castigo. Miguel de Castro, experto en picardías, pero criado dentro de los ámbitos del palacio virreinal de Nápoles, sabía esquivar las responsabilidades, aun cuando era casi un adolescente. Y lo mismo se podría decir de Diego Duque de Estrada, que trocaba su cadena de oro por su libertad92. Contreras se pasó la juventud, en parte, destruyendo los bodegones y vinaterías de Palermo y Nápoles, y probando su espada contra las rondas italiana y española. Es posible que lo que se pinta aquí sea una diminuta burbuja, perdida en la realidad cotidiana de las posesiones españolas de Italia. Pero lo que se vivía y sentía también formaba parte del tejido social y, por tanto, político y cultural de esos reinos93.
71Como no había amalgama entre los tercios italianos y españoles, todo se combinaba entre coterráneos, incluso los desafíos, los duelos y las pendencias. Si en algo estaban presentes los italianos, intervenían el veneno y los esbirros, o por lo menos así lo cuentan Duque de Estrada y Contreras. El primero, perseguido por el duque de Mantua, y el segundo víctima de las artimañas de dos romanos que echó escaleras abajo en casa de dos españolas94.
72La alta administración de los dos reinos era española en ese momento o, al menos, eso se entresaca de la lectura de estas obras, empezando por los virreyes que pertenecían a la más rancia nobleza castellana. Contreras estuvo cerca del conde de Monterrey, Duque de Estrada se decía valido del duque de Osuna95 y, sobre todo, el joven y atolondrado Miguel de Castro fue durante algunos meses el criado del conde de Benavente. Los jueces de la Audiencia y otros oficiales de la administración central eran letrados o militares españoles. A nivel provincial, el mando parecía estar más distribuido: en L’Aquila, Alonso de Contreras «gobernador y capitán a guerra», se enfrentó con el que llamaba «virrey de la provincia», en realidad su presidente, el conde de Claramonte, de vieja familia aragonesa pero instalada en Palermo desde hacía varios siglos96. El caso del príncipe Filiberto de Saboya, el cual murió mientras era virrey de Sicilia en 1624, protector en ese momento de Duque de Estrada, amo del Estebanillo González de carne y hueso, y antes general del conjunto de armadas donde se encontraba Contreras, era distinto, ya que este príncipe italiano era el sobrino favorito de Felipe III97.
73La descripción de la etiqueta entre angevina y borgoñona y de la corte hispánica del conde de Benavente, virrey de Nápoles en 1610, merece detenerse98. Sólo para vestirle, entre gentilhombres, pajes y ayudas de cámara, se necesitaban siete personas y algún que otro zapatero, además de un mozo de plata o de retrete. En cuanto a la comida que se le servía, iba escoltada por ocho alabarderos. En total eran 263 personas dedicadas nada más que al servicio del príncipe, entre los que se incluían dos locos99, dos enanas, «criados de criados» y dieciocho esclavos. Mantener la ficción de la presencia del monarca a través de su sombra requería ese precio, visto desde el centro de la Monarquía. En Nápoles y Palermo, algunos podían pensar que era la condición necesaria para ser reinos autónomos, hasta con un semblante de política exterior propia, como en tiempos del duque de Osuna y su enfrentamiento con la República de Venecia. Fue un episodio oscuro, del que como siempre Diego Duque de Estrada dio su versión, en la que enfatizó una vez más su protagonismo. La descripción que hizo de los últimos momentos del gobierno del duque en Nápoles es dramática y esclarecedora, pues muestra al virrey, en una ciudad alborotada, rodeado de los escuadrones españoles y arrojando monedas a la plebe100.
74Podemos sintetizar el sistema político de Palermo y Nápoles. Según Pier Luigi Rovito, en el reino de Nápoles del seiscientos, los
magistrados y oficiales representaban aspectos de una misma realidad social. Para todos el Estado era, fundamentalmente —en sustancia— un ente económico del cual extraer beneficio101.
75Si adoptamos la visión aún menos matizada que filtraban nuestros autores, era una ocupación con un soberano extranjero y sin raíces, el virrey, que el reino no había elegido, pero que mantenía en medio de un lujo propio de la realeza. En 1617, Suárez de Figueroa describió así la potestas del de Nápoles: «No hace S. M. provisión de más soberanía, puesto que puede el virrey valerse en cuanto pudiere del poder absoluto»102. Este gobernante lo sabía y hacía todo lo posible para evitar los abusos de sus coterráneos; por eso, Contreras, Castro y Duque de Estrada estuvieron a punto de perder la cabeza, o de ser guindados alto. Pero se salvaron y es que a la lejana voluntad del príncipe la obstaculizaba todo un aparato administrativo siempre inclinado del lado del dominante, es decir, en favor del español. Y si «dádivas ni ofrecimientos no aprovechaban, se acudí[a] con amenazas»103.
76Seamos prudentes, porque si era real la ocupación extranjera, sería difícil afirmar que se desarrollaba en un contexto de plena conciencia nacional, como en el siglo xix. Pero tampoco descartamos un sentimiento protonacional frustrado. El peso de una ocupación militar no sólo se medía en efectivos, que no eran excesivos: unos 8 000 soldados en Nápoles, y de 4 000 a 5 000 en Sicilia104. A veces, eran aún menos: en la muestra general que se hizo en Nápoles en tiempos del conde de Monterrey, estuvieron presentes 2 500 caballos, 2 700 infantes españoles y 8 000 infantes italianos, y en su centro y en pleno esplendor, el capitán de caballos corazas don Alonso de Contreras. De mayor peso era todo lo que se extraía del reino, en particular, en hombres: en quince meses, el mismo virrey mandó dos tercios italianos a Milán, con 3 700 hombres, más 6 000 infantes y 1 000 caballos a España, según las cuentas de Contreras105. Es posible que las cifras sean algo fantasiosas, pero debieron circular, y esto les da consistencia. Al final, lo que más dolía era la turbulencia, la desfachatez y arrogancia de estos soldados españoles, que era para enfurecer bastante al más pacífico de los italianos. Es cierto que hay que recordar que los años centrales de esas vidas corresponden a la fuerte impronta de hispanización en Nápoles por parte del virrey conde de Lemos (1610-1616), y a la no menos rigurosa del duque de Osuna (1616-1620)106.
77Se puede constatar que nuestros héroes, unos y otros, tomaron las armas contra conjuras o revueltas italianas. El plácido Jerónimo de Pasamonte, en su paso por Calabria, tuvo noticia de «que el astrólogo [sic] Campanela y su compañero habían puesto en cabeza [de la gente] que habían de ser conquistados de nuevo rey»107, y de vuelta su compañía se enmarañó a cuchilladas con los campesinos que había maltratado de ida108. En el siglo xvii, Mesina fue un polvorín, y sin esperar la gran revuelta de 1647, Miguel de Castro y Diego Duque de Estrada conocieron uno que otro tumulto; y, como siempre, Duque de Estrada pretendía ocupar un lugar esencial en ello109. Según don Diego —y, cierta o no, la anécdota tiene su interés—, un grupo de españoles tuvo una refriega con ocho florentinos. El pueblo de Mesina reaccionó a favor de los italianos y fue necesaria la intervención de la Iglesia para aquietar los espíritus.
78Más en general, los autores atestiguaron un fuerte sentimiento antiespañol entre los italianos110. Esto era un secreto a voces, hasta en el teatro de Tirso de Molina se recalcaba. Se decía que cierta casa napolitana no estaba cerrada a nadie:
Ni aun al español tampoco,
con ser tan aborrecido en Nápoles111.
79En Génova, Diego Duque de Estrada estuvo a punto de ser ahorcado por «rompedor de los fueros» de la ciudad, «diciendo [los genoveses] era principio de romper privilegios [de] los españoles, los cuales vendrían a echarles de su casa»112. Diego Galán, de regreso del cautiverio desde Constantinopla, cruzó por el Mediterráneo y se percató del común sentir de las poblaciones:
Y como yo era español, nadie se dolía de mí, antes se reían y me daban brega y cordelejo, diciendo: ¿Qué es esto, señor español?; ¿es posible que se humille su soberbia? ¡Oh, como nos holgaremos de ver a todos los españoles en el estado que v. m. se halla, a ver si se postraba su valentía y arrogancia113!
80Por lo demás, siempre había en los españoles, aun «con hábito de peregrino, a lo francés» algo que los delataba, como cuando Contreras fue arrestado al pasar por la ciudad francesa de Chalon-sur-Saône: «El bugre español, espión» iba gritando la gente114. Y, de ser necesario, ellos mismos tomaban la delantera y se descubrían, orgullosos de ser súbditos del mayor monarca del mundo, como lo declaró en Transilvania Diego Duque de Estrada a un embajador veneciano, al afirmar que «su gobierno [del rey de España], [es] piedad, celo, fe y costumbres que son ejemplo del mundo, como en policía, consejo, valor y armas»115. Eran términos que se bastaban a sí mismos y que tendían a provocar reacciones hostiles: la ocupación española ayudó a la gestación de una conciencia italiana. Y no olvidemos que nuestras vidas de soldados bordean la revuelta napolitana de 1647-1648.
81Antes de ser soldados que machucaban las conciencias y los cuerpos italianos, nuestros héroes fueron giróvagos, pícaros, fugitivos, y hasta pastores en su leonera, España, de la cual huyeron a temprana edad, excepto Diego Suárez, que tenía veinticinco años cuando sentó plaza en Orán. Miguel de Castro parece ser el más joven, tenía alrededor de catorce o quince años cuando ya era soldado en Italia y enamoraba a viudas; y, apenas más viejo debió de ser Alonso de Contreras116. Salvo el aragonés Pasamonte, todos procedían de tierras de la Corona de Castilla. No había andaluces ni extremeños: ¿significaba entonces que estos miraban hacia otros destinos, como las Indias?
82Casi todos ellos regresarían a su guarida tarde o temprano, aun desde muy lejos, como Goa, en el caso de Domingo de Toral y Valdés. Diego Suárez volvió a España después de veintisiete años de soldado presidiario en Orán, casado y con familia, aunque, más tarde pasó a Italia. Pero el caso de Duque de Estrada, quien además vivió un tiempo por Europa del Este, es distinto, dado que no volvió a la Península y murió en Tarento. Temía que la justicia española no lo hubiera olvidado. Hasta regresó el joven imprudente Miguel de Castro, ya que escribió en el margen de su manuscrito que había estado en Madrid hacia 1617, cuando vio ahorcar a otro soldado que fue del tercio de Nápoles, quien también había regresado, para su desdicha117. Algunos estaban cansados, hartos de aventuras o amargados, volvieron para siempre, o a ello nos inclina la documentación hallada. Amargura y desilusión de Toral y Valdés y saciedad de exotismo para Galán, quien en Consuegra encontró de nuevo una casa familiar y a sus padres118.
83Otros, al cabo de algunos años en la milicia, pidieron licencias y empezaron un largo ir y venir, entre los lugares de destino militar y España. Es el caso notable del capitán Contreras, el cual además era un ser inestable que cambiaba sin cesar de centro de operaciones, entre Malta, Italia, Flandes, Andalucía y el Caribe, siempre con la intermediación de la corte y la fatiga de sus superiores. ¿Por qué ese necesario e inevitable regreso a la madriguera? Don Alonso es, de hecho, uno de los más explícitos. Parece que regresó a España desde Malta hacia 1600, tras pasar apenas tres o cuatro años en el Mediterráneo119. Según cuenta en su vida, la nostalgia y el recuerdo materno lo invadieron. Es posible que también otras circunstancias personales tuvieran su importancia, como la traición de su quiraca o concubina maltesa y la amenaza terrible que hacía pesar sobre su cabeza Solimán de Catania. Pero en la llamada de España era primero la imantación de la gracia del soberano, pues, en efecto, antes de ir a ver a su madre a Madrid, Alonso pasó por Valladolid donde se encontraba entonces la corte y logró un venablo de alférez con el cual se pudo presentar «muy galán» ante su progenitora120.
84En España, los pasillos del Palacio Real eran los que, al final, mejor conocían a estos soldados, con la capa sobre los hombros, y poco más, pero con ínfulas de medrar. Formaban parte de la cohorte de solicitantes quienes, papeles y sombrero en mano, importunaban a los oficiales, los cuales les daban largas, o a veces, se mofaban de ellos e insultaban: «vuesamerced fue capitán de caballos de tramoya», se le espeta a Contreras121. En medio de aquella improvisación, el ambiente era de largas estancias en la capital: seis meses, ocho meses en el caso de nuestro capitán, «con lo cual nos quedamos pobres pretendientes en la corte»122.
85Las vidas relatan eventos anteriores a los años de 1630-1640, es decir, antes de que la guerra se extendiera por la misma Península, cuando nuestros soldados tenían poco quehacer. Se abanderaban en cualquier parte, hasta en Madrid con Contreras; se embarcaban y desembarcaban en Barcelona, Málaga, y casualmente en Lisboa cuando Domingo de Toral y Valdés salió para Dunkerque o las Indias Orientales. Los verdaderos focos de atención eran justo Lisboa, donde Toral y Valdés estuvo dos años y medio esperando a un enemigo que no llegó123, Cádiz y Gibraltar, donde se encontró en diversas ocasiones Contreras en los años de 1616-1620, luchando más contra los escollos de la costa o la desorganización de la administración que contra el enemigo, que tampoco apareció124.
VII. — A cada cual su vida dentro de la Monarquía Hispánica
86Pero con todas esas idas y venidas a palacio, ¿qué fue lo que se logró? Pasamonte y Suárez no lograron más que unas descansadas plazas de simple soldado en Nápoles, tras dieciocho años de cautiverio o veintisiete de purgatorio en Orán. Eran sinecuras para soldados viejos, ya que resultaba difícil que estos pudieran aspirar a más. Gracias a «cartas de favor» recibidas en Flandes, el hidalgo Domingo de Toral fue nombrado alférez a los veintitrés años, y parece que fue ascendido a capitán a los treinta y uno125. Pero ahí se quebró su ascenso, pues tuvo desavenencias con el virrey de las Indias portuguesas. De regreso a España, «presenté los papeles de mis servicios y agravios»; y, asimismo, se entrevistó con el rey y Olivares. Pero, al cabo de un año, seguía esperando, y es probable que en esto quedara su carrera, cuando tenía la edad de treinta y siete años126. Contreras procedía de más abajo socialmente; sin embargo, tuvo más perseverancia, y apostó a la vez por la Orden de San Juan de Jerusalén y por el rey. Se entrevistó con Felipe III, con su hijo y sus validos. Alcanzó el grado de alférez joven, a los veintiún años, y el de capitán a los treinta y cuatro. Ulteriormente, y fuera de Madrid, la Orden de Malta y el conde de Monterrey, virrey de Nápoles, le ofrecen más posibilidades de ascender. Espíritu inquieto, deseoso de progresar, todavía quiere más, para él y sobre todo para sus hermanos. Al final, aspira a valer más en las Indias, como descubriremos127.
87Queda el caso de los dos soldados que se desenvolvieron casi únicamente en Italia, sin pasar, por lo tanto, por las antesalas del palacio de Madrid: Diego Duque de Estrada y Miguel de Castro. Como ya hemos indicado, no eran soldados en un sentido estricto; estaban más bien mestizados de cortesanos o criados, pues sus carreras se desenvolvieron en los pasillos de las cortes virreinales. Para Duque de Estrada, sus cualidades pulidas hicieron lo que sus arranques y desahogos deshicieron. A esto hay que añadir una fuerte dosis de invención, difícil de medir en su caso: ¿qué tan cerca estuvo de los distintos virreyes, del príncipe de Transilvania, y del emperador del Sacro Imperio Romano Germánico que le nombró gobernador del castillo de Fraumberg? Lo único cierto es su último ascenso, documentado, dentro de la Orden de San Juan de Dios, a vicario general de las provincias de Germania en 1645128. Eran tiempos en los que otro Duque de Estrada se encontraba gobernando una diócesis indiana (Guadalajara, 1636-1641). Aun con antecedentes dudosos y con una vida disipada se podía mantener cierto rango lejos del rey, bajo el amparo siempre provisorio de los virreyes.
88No tuvo la misma suerte Miguel de Castro, aunque este muchacho tenía algo de encanto, además de juventud. También tenía buenos modales, su familia no salía de la nada. En su entorno juvenil había un sinnúmero de tíos eclesiásticos, hasta un obispo de Lugo y después de Segovia que, por desgracia, no se hizo cargo lo suficiente de su sobrino129. Todo esto sirvió para que penetrara muy rápido en el palacio virreinal de Nápoles, como criado del capitán Francisco de Cañas, cercano al virrey, y, después, del propio virrey conde de Benavente. Se trataba de servidumbre, pero como ya se ha mencionado, el término tenía mucho más relieve que hoy; por ejemplo, el duque de Alba podía definirse como criado del rey sin sonrojarse. El desenfreno de Miguel acabó con esas promesas tempranas:
Desta suerte me perseguía la fortuna, aunque mejor podré decir eran avisos y aldabadas y golpes que Nuestro Señor me hacía merced de darme, desviando por diversos modos y por tantas maneras la perdición de mi alma y mi inicua vida, a la cual estuve siempre tan ciego y sordo130.
89Eran tiempos y espacios donde el valer más por sí mismo era posible, si había algún capital al inicio (educación en particular), pero, sobre todo, si había determinación, lo que puede traducir el lenguaje de Duque de Estrada: «Quien busca su fortuna ha de ir con pecho valeroso hasta el infierno a hallarla»131. Sin embargo, había un conjunto de obstáculos infranqueables, sin ser la sangre el mayor de ellos. Desde el siglo xvi, lo mencionaba Blaise de Montluc:
Vi a otros medrar, después de llevar la pica por seis francos la paga, haciendo actos de tanta valentía, y con tal capacidad, que muy pocos los igualan; y eran hijos de pobres labradores, y se han adelantado más que muchos nobles, por su temeridad y su virtud132.
90La falta de entendimiento con un virrey portugués de la India cimbró la carrera del hidalgo Domingo de Toral y Valdés; la hostilidad del general don Juan Fajardo estuvo a punto de acabar con la del impulsivo plebeyo Alonso de Contreras133. La permanencia en algún presidio alejado podía terminar con toda perspectiva, como lo vivió Diego Suárez en Orán, y como lo adivinaron los soldados que el capitán Contreras dejó en Puerto Rico, «porque era quedar esclavos eternos»134. Diez años de cautiverio, o más, podían tener resultados similares, aunque Jerónimo de Pasamonte alegara que «el haber derramado más sangre que algunos en servicio de mi Dios como se ve por lo escrito atrás y haber predicado con su divino favor su santa fe en tierras de enemigos de la fe» le da más méritos que a otros135.
91Quedó el peso de una vida desordenada, que conforme vemos con Miguel de Castro condujo al fracaso. En realidad, no estamos situados en los sistemas de valores morales de la sociedad burguesa del siglo xix, o la «democrática» de hoy, pues las bellas cautivas turcas se reservaban para el general de la armada y sus acompañantes, sin la menor vacilación, y las peores atrocidades se cometían en los combates y sobre todo después136. En el derroche, en el exceso y hasta en el vestir, dice Diego Duque de Estrada, «parecíamos jaula grande de papagayos»137. La vida con la daga y el broquel bajo la capa, y de duelo en duelo, fomentó virtudes y vicios guerreros a la vez, proclamados y castigados; esto era parte del código de honor que el derramamiento de sangre aquí exaltaba. Lo que se castigaba en Castro era el descontrol que llevaba a desconfiar de él, en un ámbito palaciego que requería de hombres cuerdos y fieles y no de un saltarín de tejados. El joven, obsesivo, ya no podía cumplir de forma correcta con sus tareas. Además, por todo esto se le juzgó en privado, pues en particular lo hizo el capitán Francisco de Cañas. Sin embargo, no se le condenó de forma expresa; fue su decisión última la de mandarlo todo por la borda.
92Peor lo juzgaron sus editores o comentaristas del siglo xx, precisamente burgueses. En 1900, Antonio Paz y Meliá, primer editor de Miguel de Castro, adelantó «lo vulgar y trillado […]. Trivialidades son las reflexiones que le arrancan los hechos, y en todo se descubre al hombre sensualmente vulgar y de apagada imaginación»138. Este era el juicio que emitía un hombre con principios del siglo xix, sobre una época que no entendía. Más vale dejar al soldado Miguel de Castro definir sus sentimientos y su sensualidad:
Levantándome adonde sea la caída más grave y dañosa, como el que va a coger muy gozoso el nido de estimados pájaros, y después de haber subido trabajosamente y rompiéndose las manos y pies y quebrándose el cuerpo y puesto a mil riesgos peligrosos […] y al tiempo que habiendo pasado tanto trabajo, gozoso alarga la mano para coger el deseado y provechoso nido, se le resbala un pie, y tras aquel, no puede afirmar el otro, y tras todos dos, el ya cansado cuerpo […] dando una terrible caída en el suelo139.
93En el primer nivel, hasta el lenguaje remite al universo de la sensualidad (gozo, deseo, nido, cuerpo). Paz y Meliá tiene razón, si se quiere ser un moralista riguroso: la metáfora que denuncia el deseo procede de la sabiduría popular (vulgar). Pero esta la sublima el arte de Brueghel el Viejo, a través de su cuadro El campesino y el ladrón de nidos; y, sobre todo, en el siglo xviii, François Boucher con su Dénicheur d’oiseaux y algún que otro seguidor de Antoine Watteau, dándole toda su dimensión erótica. ¿Y por qué no incluir a Castro? Entre ellos se materializan las contradicciones de nuestros soldados, donde el joven jouisseur Miguel de Castro es uno de sus intérpretes y quien las vivió con mayor intensidad que los demás, o así lo pensamos, ¿subjetivamente? No olvidemos que a la luz de estas historias o vidas somos tanto lectores como historiadores, amalgamados.
94La metáfora tiene otro nivel, que es el de la comunidad. Desde hacía más de un siglo, los españoles anteponían sus deseos a la realidad, e iban de conquista en conquista, ya fuera terrenal o espiritual. Habían alcanzado los límites del mundo; hasta querían trastocar la sacralidad más excelsa e imponer al resto de la catolicidad el misterio de la inmaculada concepción. Decían sus enemigos que, de ser provechoso, irían hasta la luna140. Como el amoroso buscador de nidos, el Imperio se encontraba en una situación inestable, a punto de deslizarse. Individuales o colectivos, sus destinos eran compartidos. ¿Quién lo podía dudar? Al ser unos los instrumentos del otro y al llevar los soldados en su carne las heridas de los combates donde también la Monarquía se estaba desangrando.
95Sin embargo, sería imposible que desde su posición estos soldados tuvieran una clara percepción de esos tambaleos que compartían con la Monarquía Hispánica y más aún de su declive, en esos momentos que anteceden a la crisis de 1640141. Simplemente, algunas de sus emociones y trabajos lo reflejaban. A lo mucho, tenían un fuerte orgullo, ya notado, de «ser españoles», que descansaba sobre circunstancias y sentimientos difusos, ligados a la afirmación de todo imperialismo, fuera territorial o cultural, y que se expresaba por manifestaciones de dominio e impunidad, la ostentación de la honra sobre todo lo demás y el parecer sobre el ser. Dicho esto, eran realidades que dominaban entonces la mayoría del orbe occidental, con sus matices.
96Aun cuando la mística monárquica existiera, y aunque la persona del rey fuese venerada en espíritu —remitimos a Duque de Estrada y a la pluma de los dramaturgos142—, su peso debía de ser ponderado. Contreras y Toral y Valdés, en varias ocasiones, estuvieron en su presencia sin mayor trastorno; con su impertinencia habitual, don Alonso se permitía ser indulgente con el joven Felipe IV143. Y si retomamos a Diego Duque de Estrada, acabaría diciendo que la milicia le servía al soberano por interés: «Por la mala paga, tan mal pagada»144. Si el rey estaba tan lejos, aunque fuera una fuente de honra, si la paga era tan mala, ¿qué podía estructurar esos universos llenos de claroscuros?
VIII. — Unos huérfanos en busca de familia o de lazos de clientela
97Sin riesgo de equivocación, el linaje y la familia ocupaban un lugar notable, aunque no justo como pudiéramos pensarlo: de niños, nuestros soldados se enfrentaron a un hueco importante en su entorno familiar, y salvo Diego Suárez y Diego Galán, los demás conocieron alguna forma de orfandad, como se recoge en el cuadro de síntesis sobre las vidas. ¡Hasta Diego Duque de Estrada construyó toda la primera parte, novelada, de su vida sobre la supuesta muerte de sus padres! En realidad, estos seguían vivos cuando se casó, mucho más tarde, como descubrió Benedetto Croce145.
98Dada la demografía del Antiguo Régimen, la orfandad no era nada extraño, pero merece cierto cuidado y atención, sin que pretendamos caer en un psicoanálisis fácil. No cabe duda de que la desaparición temprana de la madre del niño Miguel de Castro puede tener alguna relación con el amor obsesivo que dedicó a la cortesana Luisa de Sandoval, quien casi le doblaba la edad cuando se conocieron146. Su padre murió cuando Miguel ya estaba en Italia, pero siempre estuvo más ocupado en sus asuntos que en la educación de su hijo. Nunca le dedicó atención cuando niño, y le dejaba en manos de parientes, a menudo, también desentendidos. Cuando apenas tenía catorce años, huyó y tomó plaza de soldado147. Castro debió conservar una imagen bastante negativa de su padre. Todavía adolescente, se aposentó en Nápoles como criado sucesivamente de dos capitanes de renombre: Antonio de la Haya, quien murió al poco tiempo, y sobre todo don Francisco de Cañas. Estos lo trataron con cariño: Cañas, por ejemplo, intentó ser su mentor y sacarlo del mal camino, aunque a veces con violencia. Mas Castro sintió tal respeto y admiración hacia él, que ambos sentimientos quedaron plasmados en su escrito:
Todos en cualquier cosa deseaban serville y agradalle, y por su buena condición, virtud y respecto todos los señores de España lo estiman en mucho, y toman su parecer en cosas de gobierno, estado y cortesanos, trajes, usos y ejercicios; muy cometido, gran cortesano […], muy discreto y buen cristiano148.
99Este era el espejo del buen cortesano, y por qué no, del buen padre que no tuvo, más que del militar. Castro le pagó con bribonerías y demás picardías: ¿Sería el trato habitual entre criado y amo? ¿Miguel pensaba vengarse de la imagen paterna? Es por eso por lo que al final no logró hacerse con un buen patrono, elemento indispensable en aquella sociedad.
100Por otras razones, el capitán Domingo de Toral y Valdés tuvo una desventura parecida. Fue huérfano de madre, y su padre se desentendió de él, poniéndolo como paje en una familia de renombre, pues era la práctica habitual en las familias hidalgas. Fue bien atendido, pero dos cuchilladas dadas terminaron con la perspectiva de formar parte de la clientela cercana de «un señor que ocupaba un puesto de los más preeminentes de España». Su relación con el conde de Linares, virrey de la India Oriental, siempre fue tensa, pues este lo hizo encarcelar en Goa149. Por casualidad, al realizar una inspección en Mascate (golfo de Omán), Toral y Valdés encontró su modelo en el general que allí gobernaba, a lo Maquiavelo: «Su razón era más política que cristiana». Saavedra Fajardo no escribiría otra cosa unos años después. El general era un hombre astuto, y cruel si fuera necesario; para él «el temor era el mejor para conseguir cosas de trabajo y dificultoso». Lo más seguro es que el general Ruifreire —de él se trata— no leyera a Maquiavelo, aunque «era su consejero y con quien gastaba mucho tiempo Cornelio Tácito»150. Toral y Valdés pasó nueve meses con ese mentor, pero al final murió el general, y se frustró una relación de interés para el capitán.
101El caso de Contreras fue distinto. En busca de un patrono encontró dos: uno de ellos perenne, la Orden de San Juan de Jerusalén, que al final le dio lustre como caballero y comendador. Otro, el conde de Monterrey, quien solo lo apoyó entre los años 1629 y 1633, y le confirió el anhelado grado de capitán de caballos corazas y algún cargo. Estas responsabilidades en el aparato de gobierno del Reino de Nápoles le dieron ocasión de lucirse en una muestra general en la ciudad. Durante años, le da fruición presentarse como «caballero de Malta y capitán de infantería, y capitán a guerra y gobernador». No sabemos cómo se relacionó con el conde, pero conocemos el último motivo del disgusto que los separó, cuando Monterrey se negó a apoyar las carreras del hermano y del sobrino de don Alonso151.
102Este huérfano de padre, de cuna modesta pero que fue a la escuela, tuvo la ambición de ser la raíz de su linaje, sin tener descendencia, al ser el hijo mayor. En 1623, en su relación de méritos, hizo valer:
Y ansi mismo ha sacado a otros tres hermanos suyos a servir a Vuestra Majestad, que hoy lo están continuando el uno en Flandes y otro en Sicilia, de alféreces reformados, y el otro de sargento de la misma compañía sin que por todos estos servicios se le haya hecho merced alguna152.
103Como todo patriarca, quería capitalizar los trabajos de los demás miembros de la familia. Y su Discurso de mi vida se cierra por fin con otro disgusto que tuvo lugar cuando trataba, hacia 1633, de hacer avanzar, otra vez, la carrera de uno de sus hermanos.
104La obra Comentarios del desengañado de sí mismo de Diego Duque de Estrada pudo intitularse, Cómo malograr la entrada en una clientela. En su caso, el recurso al rey estaba vedado por sus embrollos de juventud. Fue, por tanto, en Italia y en tierras lejanas donde logró que su carisma, apoyado sobre su arte de cortesano, sus variados talentos, algunos lazos familiares que persistían, en particular con los Leyva153 y, sobre todo, su buen parecer y modales españoles, le abrieran puertas. De paso por Milán, al instante el duque de Frías, gobernador, le identificó: «¿De España, caballeros? ¡Brava bizarría!». Y se quedó un mes en su privanza. De hecho, poco tiempo estuvo al servicio de un patrono, pues no sabía olvidar los desaires recibidos, no tenía la mística del servicio, «se prueba que nadie sirve por amor, sino por interés». Y los protectores no fueron eternos; algunos se murieron como el príncipe Filiberto y el príncipe de Transilvania, otros cayeron en desgracia como el duque de Osuna. Y, cuando parecía haber encontrado un señor firme en la persona del emperador, conoció su camino de Damasco y su último patrono, Dios, e ingresó a la Orden Hospitalaria de San Juan de Dios154.
IX. — Servir a ambas majestades
105Precisamente, en un sistema como el de la Monarquía católica, donde servir a una u otra de las dos majestades era estar a la devoción de ambas, la tentación del retiro y de la contemplación estuvo presente en la mayoría de nuestros autores, salvo en Diego Galán, el que menos soldado fue de todos, y en Diego Suárez, tal vez el más formal de ellos, dentro de su presidio de Orán. Sin embargo, este pasó por una prueba que muchos eclesiásticos no hubieran superado: ¡Ostentó la palma de la virginidad hasta los treinta y siete años155!
106El capitán Domingo de Toral y Valdés fue soldado nato, de las botas al morrión, y con un fuerte estado anímico que le permitió pasar de los hielos y fangos de Flandes a los calores de Mascate u Ormuz. Podríamos pensar que la tentación del ascetismo no le tocó de su ala. Y, sin embargo, cuando visitó la India, se hospedó en una isla, Carauja:
En ella hay un monte a la orilla de la mar a lo largo, que parece que naturaleza le puso allí para que la detuviese; tendrá una legua de subida, y en lo alto hace un llano, en el cual está una ermita muy bien edificada, con su vivienda y huerto para el ermitaño, y casas accesorias para que posen los que van a visitar aquella Santa imagen que se llama la Virgen de Carauja; subí a verle, y fue tanto lo que me edificó la devoción de la imagen, la conversación del ermitaño, la soledad del lugar, la visita dél que era más de veinte leguas a la mar, que quise quedarme allí; desnudándome lo que traía y vistiéndome un saco156.
107¿Fue un momento de ofuscación por su parte? Sabemos que Contreras no se quedó con simples veleidades. Después de uno de sus innumerables sinsabores en la Corte, decidió ir «a servir al desierto a Dios, no más corte ni palacio». «Compr[ó] los instrumentos para un ermitaño», desde una calavera a un «azadoncito», escogió un lugar retirado cerca de Ágreda y construyó su ermita. «Yo pasé cerca de siete meses en esta vida, sin que se me sintiese cosa mala, y estaba más contento que una Pascua». ¡Hasta que le vinieron a arrestar bajo la acusación de ser rey de los moriscos de Hornachos! Uno de los misterios de su vida es conocer con qué tono escribió la frase: «Si no me hubieran sacado de allí como me sacaron, y hubiera durado hasta hoy, que estuviera harto de hacer milagros»; ¿convencimiento, sorna157? Lo cierto es que, más allá de su fe y credulidad en algunos milagros extraños, tendría más tarde otra tentación, más material que contemplativa, breve y ambigua, cuando se retiró a un convento napolitano. Otra vez la ironía acompaña el episodio: «Yo me pase allí estos dos meses, haciendo penitencia, con un capón a la mañana y otro a la noche y con otros adherentes, y con muy buenos vinos añejos, y oía cuatro misas y vísperas cada día»158. Sin duda, una práctica ascética bien entendida.
108Muy por el contrario, ser monje fue la vocación, desde niño, de Jerónimo de Pasamonte. Si no la llevó a cabo, según él, fue por ser «corto de vista», excusa por lo demás extraña, ya que no le impidió escribir su vida. Pero el joven llegó a Barcelona con la intención «de ir en Roma para ser de la Iglesia», y acabó en el ejército de don Juan de Austria en Lepanto159. Entre sus muchas debilidades y alucinaciones esta preocupación persiste, hasta el punto de que siente la necesidad de justificarse:
Dirá algún especulativo y mejor sofístico: «¿Quién le mete a este soldado necio sin estudio en estas disputas, pues la Iglesia de Dios tiene tantos doctores para defender sus causas?». A esto respondo que el haber derramado más sangre que algunos en el servicio de Dios.
109Y siguen varios capítulos con una larga sarta de plegarias y demás consideraciones, mitad en latín, mitad en español. Al fin, según uno de sus biógrafos, es posible que su sueño se hiciera realidad y acabara fraile como bernardino en el Monasterio de Piedra de Aragón160.
110Miguel de Castro y Diego Duque de Estrada fueron soldados por episodios y mientras caían en agitadas aventuras, con lo que al final llegaron al desengaño de sí mismos. Miguel acabó, aun siendo muy joven y cansado de sus excesos emocionales, en una congregación jesuita, tras haber buscado un amparo en la amistad con otro soldado. «De suerte que excede [la amistad] a la de dos hermanos […]. Yo le quiero de suerte que en mí no hay cosa separada para con él»161. Pero fue un sentimiento noble que no bastó. La escritura significó para Castro un ejercicio de catarsis, tal vez ordenado por algún confesor. En cuanto a Duque de Estrada, su desengaño fue una estratagema que le permitió cambiar de campo de batalla cuando ya era viejo y lleno de llagas como Job. Diego reconoció esa continuidad cuando se describió, «fraile injerto en soldado». Llevó a cabo una lucha interior consigo mismo: «Hombre engañado por los graves delitos de la soberbia de su sangre, de la jactancia de su gala, arreos y compostura de vanagloria»162. Y cuando fue religioso no dejó de luchar contra los franceses en Cerdeña desde su silla de manos, cual Fernando Girón en la Defensa de Cádiz (1625) [fig. 4] o el conde de Fuentes en la batalla de Rocroi (1643).
111Bien medidos, esos itinerarios personales envarbascados entre espada e hisopo, no eran una extrañeza en un universo donde los ermitaños venían a Nápoles para convertirse en bandoleros, y donde los bandoleros terminaban en santos, por lo menos en las obras de Tirso de Molina163. Menos novelesca, pero más esclarecedora y emotiva, fue la carta que desde la cárcel escribió Quevedo a un amigo, don Diego de Villagómez, el cual se desprendió de su traje de soldado para entrar en la Compañía de Jesús, otra milicia:
Alta y descansada seguridad es esta para quien ha padecido las envidias de los hombres y las trampas de la fortuna. El soldado que se vuelve a Dios y deja los ejércitos por el Dios de los ejércitos, asegura el oficio, no lo abandona. La mayor valentía es huir del furor de las batallas a esta paz contra más poderosos enemigos belicosa.
112En su propia misiva, su corresponsal ya había avisado: «La guerra es de por vida en los hombres, porque es guerra la vida, y vivir y militar una misma cosa»164.
X. — Los fieles enemigos
113Debemos incluir, entre las piezas que constituían estos rompecabezas existenciales, a los enemigos. Eran muchos, pero destacan dos: los musulmanes, que conocieron bien los cautivos, y los franceses. Los segundos, cristianos y vecinos, permitían poner en juego los matices en la alteridad de unos y otros. Entre textos tan desiguales, hay una comunidad visceral cuando aparece la figura del francés, que en el momento se podía definir con un solo término: traidor. Esto sugiere en el Mediterráneo otro sustantivo: renegado. Después de un combate contra los turcos, el mar estaba lleno de cadáveres y Contreras advirtió algo notable: los muertos musulmanes flotan «cara y cuerpo hacia abajo», salvo uno de ellos, que está «boca arriba»; resulta ser un renegado que los propios turcos «habían tenido en sospecha de cristiano», y que era «de nación francesa»165. En cierta manera, se llevó la palma al ser desleal por partida doble.
114En el cautiverio turco los franceses eran gente de cuidado, como advierte Pasamonte, víctima de la traición de un francés, barbero y luterano. Concluye: «En los herejes tiene Dios procuradores». Volvió a encontrar el mismo personaje en España y pensó con seriedad en matarlo166. Dentro de la fauna de cautivos que Diego Galán frecuentó en Turquía, encontramos el mismo arquetipo de barbero francés, aunque esta vez no sabemos si era hereje y no parece ser tan nocivo167.
115Fuera del universo de los galeotes, el francés conservaba el mismo distintivo. Cuando viajaba por el desierto, hacia Alepo, Domingo de Toral y Valdés se cruzó con un francés hugonote, «malísimo y mal inclinado»168. En la conjuración de Venecia, en la cual participó Diego Duque de Estrada, nos enteramos de que su fracaso se debió a la traición de un tal «Enrique, francés»169. No vayamos más allá: la imagen del francés transmitida por nuestros soldados era peor que la del turco. Es decir, que la guerra de libelos entre Francia y España, anterior a la declaración de guerra de 1635, fue más efectiva que la que se dio armas en mano contra el enemigo musulmán170.
116La lucha contra el islam era encarnizada, pero con hazañas y combates individuales que resaltaban el valor de unos y otros; casi ofrecían, incluso, momentos de convivialidad, como cuando Contreras cenó con un capitán turco en Atenas171. Los que fueron cautivos de los moros se codearon con ellos y acabaron por atribuirles reales cualidades: para Galán los turcos «aunque infieles y bárbaros, naturalmente son piadosos»; y, en efecto, él recalcaba esta virtud: «Entre aquellos bárbaros se tiene conocimiento de la reverencia que se debe a los sacerdotes»172. Y lo mismo encontraríamos en Pasamonte, ya que el regreso a la jungla cristiana y su ingratitud permitió, mediante la expresión de disgusto, realzar el recuerdo del musulmán. Galán volvió de Turquía, llegó a Valencia después de un difícil periplo y encontró las puertas cerradas que no le querían abrir:
¿Es posible? ¡Oh fortuna contraria mía! Que haya yo hallado más piedad entre infieles en toda la Turquía […] pues hallo menos caridad entre cristianos y profesores de la verdad católica173.
XI. — Ser español en tiempos de la decadencia
117Había muchas contradicciones y desgarramientos en estas personalidades: entre la libertad procedente del Renacimiento y la fuerte coerción de la Contrarreforma; pero, sobre todo, eran víctimas de la autorrepresentación que se daban de sí mismos, como españoles. De alguna manera, hasta el más ensimismado, Jerónimo de Pasamonte, lo recalcó: «Nuestra nación, en lo bueno y en lo malo, es aventajada más que las otras naciones»174. Había, en particular, un proceder, espejo de toda la idiosincrasia y también del conjunto de aquella cultura, oral sobre todo. Esto se percibe de manera singular en los tres textos que nos parecen de mayor interés, los de Contreras, Castro y Duque de Estrada, pues se trata de un arte de la réplica, ágil y refulgente como el brazo que sostenía una daga, certero y mortífero como una saeta.
118Hay en estas vidas breves diálogos, a través de los que, debido a su misma espontaneidad, circulan al desnudo los valores de aquella sociedad. El más significativo ocurrió en el palacio virreinal de Nápoles, en el momento delicado de la transferencia de poderes del conde de Benavente al de Lemos. En algún pasillo, el conde de Lemos calificó de «vuesa merced» al hijo de su predecesor. El joven rebajó al conde, dándole el trato de simple «señoría». Los dos se picaron, «respondió el conde de Lemos: “Excelencia he visto llamar vos a los Grandes”. Dijo el Sr. don Juan: “Al que no me trata como es razón, le trato como merece”». Todas las espadas presentes en el palacio estuvieron a punto de salir de sus vainas175. En la Corte donde caminaba más adelantado «el proceso de civilización», más que en otras partes, las palabras eran afiladas y se bastaban a sí mismas. Aunque siempre quedaba la frustración de no poder ir más allá en ese ambiente; por ejemplo, después de un intercambio a bocajarro con el virrey de Nápoles, Diego Duque de Estrada se dijo a punto de acuchillarlo, pero, por supuesto, hubo quien lo detuvo176.
119El desafío verbal antecedía al duelo, como un primer tanteo de las armas, afilando el acero. Así lo contaba Duque de Estrada, cuando estaba en Sevilla. Se le acercó un bravo y se burló de su pequeña estatura:
«Aquí viene el estornudo de Diego Centeno [amigo de Duque de Estrada], el príncipe de la valentía». Yo le respondí que era estornudo de mí mismo, y que Júpiter podía ser mío177.
120Esto abrió paso a otro juego, con las espadas, igual de mortal, pero que no fue en este caso muy lejos: el veneno estaba, en tales circunstancias, en el principio, no in cauda venenum [al final el veneno].
121Si la palabra era un arma, también resultaba ser un instrumento de sujeción o descalificación, aunque más dudoso conforme bajamos en la escala social y moral. Era lo que pretendía Miguel de Castro con un soldado moroso, pero mucho más fuerte que él. Le clavó el siguiente discurso:
Por no ofender [mi espada] no quise traerla, por no honrarle con la vaina; pero bástame haberle conocido por lo que es […], y agradezca el ser tan bien librado a la desigualdad de personas que hay entre los dos178.
122En realidad, fue mal cálculo de su parte y, por poco, perdemos a nuestro autor antes de tiempo. Pero a su manera consiguió una victoria, ya que fue el último en hablar y ganó su reto. Esto también lo entendió Alonso de Contreras, que hay que ser el último en la estocada verbal. Una noche en Badajoz lo fue a arrestar el corregidor, «y como los hombres parecen diferentes desnudos que vestidos, comenzó a tratarme de rufián». Se vistió don Alonso y se encontró con la posibilidad de igualarse con el oficial: «Señor corregidor, mientras no conoce vuesamerced a las personas, no las agravia»179. No quedó más al corregidor que pedir perdón; como en otras ocasiones, Alonso salió airoso gracias a su destreza verbal.
123Lo que importaba era superar, como escribió Baltasar Gracián por las mismas fechas, en las primaveras de su obra y de su vida. El «primor» (capítulo) VII del Héroe (1637) se intitula «Excelencia del primero», y concluye «en la eminente novedad sabrá hallar extravagante rumbo para la grandeza». Fue un optimismo que compartieron nuestros autores en sus mocedades, es probable que en los momentos más dramáticos y exaltantes de sus vidas, excitados por los grandes escenarios, por las heridas dadas y recibidas, por una ideología dominadora e individualista a la vez: el honor de la sangre, la honra de la nación.
124Llegó el «invierno de la vejez» para Gracián y, con ella, su Criticón180, como también para la Monarquía y para nuestros soldados ahora canosos: para Diego Duque de Estrada y sus Comentarios del desengañado de sí mismo y para Domingo de Toral y Valdés, quien terminó su vida con una frase que sus congéneres acuñarían de la misma forma: «Que por mí se puede decir, según tantos trabajos he pasado y peligros de la vida, y al presente en más necesidad, que el día siguiente siempre es el peor»181. El sol se ponía sobre el Imperio.
Notes de bas de page
1 Álamos de Barrientos, Aforismos al Tácito español, pp. 19-20.
2 Dedicatoria al duque de Lerma, en Álamos de Barrientos, Aforismos al Tácito español, pp. 19-20.
3 Pasamonte, Autobiografía.
4 Duque de Estrada, Comentarios del desengañado de sí mismo.
5 Galán, Cautiverio y trabajos.
6 Castro, Vida de Miguel de Castro.
7 Gastañaga Ponce de León, 2012.
8 Sánchez Jiménez, Sánchez Jiménez, 2004.
9 Reconocemos que es también el caso de Diego Duque de Estrada, pero sólo para la última parte de su vida, lo demás se escribió cuando era laico.
10 Aunque el libro I corresponde a lo que fueron las autobiografías de soldados, véase Zugasti, 2005.
11 Por supuesto, el título es apócrifo: se trata de la vita de Benvenuto Cellini, en italiano.
12 La vida y hechos de Estebanillo González.
13 Citado por Manuel Ramírez en «Introducción», en Cellini, Autobiografía, p. 16.
14 Castro, Vida de Miguel de Castro, p. 332.
15 Cellini, Autobiografía, p. 100.
16 Ibid., p. 200 sqq., pp. 203, 241-242.
17 Contreras, Discurso de mi vida, p. 228.
18 Cellini, Autobiografía, p. 39.
19 Pasamonte, Autobiografía, p. 27.
20 Cordero de Bobonis, 1965, vol. 15, p. 176.
21 Más adelante, en el cap. iii de este libro: «De Sevilla a Manila o cómo acabar con el galeón de Manila», volveremos sobre este naufragio.
22 Lejeune, 1976.
23 La vida y hechos de Estebanillo González, t. II, pp. 196 y 198.
24 Cordero de Bobonis, 1965, vol. 15, p. 175.
25 Hutchinson, 2009, p. 145.
26 Castro, Vida de Miguel de Castro, p. 285.
27 La vida y hechos de Estebanillo González, t. I, pp. 70-71.
28 Duque de Estrada, Comentarios del desengañado de sí mismo, p. 417.
29 Véase Parker, 2013.
30 Toral y Valdés, Relación de la vida del Capitán Domingo de Toral y Valdés, p. 501.
31 Contreras, Discurso de mi vida, p. 254.
32 Castro, Vida de Miguel de Castro, pp. 70, 237 y 245.
33 Toral y Valdés, Relación de la vida del Capitán Domingo de Toral y Valdés, pp. 495-547.
34 Autobiografías de soldados.
35 Cervantes Saavedra, Don Quijote de la Mancha, «Segunda parte», cap. xxiv.
36 Sobre dicho episodio, véase Fernández, 1999.
37 Remitimos, en particular, a la excelente y cómoda síntesis de Thompson, 2003, pp. 17-38. Más cercano a nuestras preocupaciones, aparte de las diversas introducciones a las ediciones de estas vidas, véase, Levisi, 1984; hay un resumen de su libro, en Levisi, 1988.
38 Toral y Valdés, Relación de la vida del Capitán Domingo de Toral y Valdés, pp. 498-499, 501.
39 Morel-Fatio, Discurso verdadero, pp. 152, 154.
40 Así refiere Descartes el origen del Discours de la méthode (1637): «J'étais alors en Allemagne, où l'occasion des guerres qui n'y sont pas encore finies m'avait appelé; et comme je retournais du couronnement de l'empereur vers l'armée, le commencement de l'hiver m'arrêta en un quartier où, ne trouvant aucune conversation qui me divertît, et n'ayant d'ailleurs, par bonheur, aucuns soins ni passions qui me troublassent, je demeurais tout le jour enfermé seul dans un poêle, où j'avais tout loisir de m'entretenir de mes pensées», en Descartes, Discours de la méthode, «Deuxième partie».
41 En particular las masacres de mujeres y niños, en Castro, Vida de Miguel de Castro, pp. 79-80.
42 Ibid., pp. 46-47.
43 Contreras, Discurso de mi vida, p. 233.
44 Castro, Vida de Miguel de Castro, pp. 230-231 y 233-234.
45 Duque de Estrada, Comentarios del desengañado de sí mismo, p. 418.
46 Contreras, Discurso de mi vida, pp. 87-88.
47 Castro, Vida de Miguel de Castro, p. 107. Véase también Contreras, Discurso de mi vida, p. 153.
48 Toral y Valdés, Relación de la vida del Capitán Domingo de Toral y Valdés, p. 504.
49 Galán, Cautiverio y trabajos, p. 15.
50 Pasamonte, Autobiografía, p. 105.
51 Duque de Estrada, Comentarios del desengañado de sí mismo, pp. 231 y 436.
52 Sobre la importancia social del vestido como marcador en ese grupo peculiar, véase Juárez Almendros, 2006, su último capítulo está dedicado a Diego Duque de Estrada.
53 Sobre esto hay una amplia bibliografía, que no por fuerza se ha renovado con los tiempos. Nos seguimos refiriendo a dos textos: Caro Baroja, 1968; Chauchadis, 1982.
54 Ruiz Ibáñez, 2013.
55 Véase Berthe, 1994. En realidad, el término es anterior, hacia 1606, Jaque de los Ríos de Manzanedo, Viaje a las Indias Orientales, ya refiere que los gobernadores de Filipinas «han gobernado aquel tercero y nuevo mundo», p. 64. Cita facilitada por Paulina Machuca.
56 Véase la Parte II de este libro a continuación: «Los socorros de Filipinas». En realidad poco faltó, pero en teoría, porque los hechos fueron bastante más complejos y desconcertantes.
57 Duque de Estrada, Comentarios del desengañado de sí mismo, p. 304.
58 Véanse los caps. v sobre Sinaloa, y vi sobre San Juan de Ulúa, en la Parte III de este libro.
59 Toral y Valdés, Relación de la vida del Capitán Domingo de Toral y Valdés, p. 501.
60 Duque de Estrada, Comentarios del desengañado de sí mismo, p. 355.
61 Toral y Valdés, Relación de la vida del Capitán Domingo de Toral y Valdés, pp. 499-500.
62 Villalobos y Benavides, Comentarios de las cosas sucedidas.
63 Ribot García, 1995, p. 110.
64 Martínez Millán, Rivero Rodríguez (coords.), 2010, p. 10.
65 Galán, Cautiverio y trabajos, p. 373. Otra descripción en Duque de Estrada: «Rugía el viento con furiosos bramidos», en Duque de Estrada, Comentarios del desengañado de sí mismo, p. 249.
66 Ibid., p. 236.
67 Contreras, Discurso de mi vida, p. 80. Sobre el príncipe, véase Bunes Ibarra, 2009. Volveremos sobre este personaje en el cap. iv de este libro. Se trata de Contreras, Derrotero universal del Mediterráneo.
68 Estamos al este de Marsella; ibid, p. 92.
69 Andros forma parte del archipiélago de las Cícladas.
70 Isla de Kea.
71 Isla de Gyaros.
72 Viento de sudeste.
73 Contreras, Derrotero universal del Mediterráneo, p. 137.
74 Id., Discurso de mi vida, p. 79.
75 Id., Derrotero universal del Mediterráneo, p. 112.
76 Id., Discurso de mi vida, pp. 110 y 212.
77 Ibid., p. 96.
78 Ibid., p. 120.
79 «At the place where these shallops were, we found one of our Soldiers dead with his eares and nose cut off», en Glanville, The Voyage to Cadiz, p. 70. No olvidemos la práctica universal de usar las orejas del otro muerto como trofeo: en noviembre de 1615, después de una refriega en la costa del Pacífico novohispano, Sebastián Vizcaíno anuncia al virrey que le manda «las orejas de algunos holandeses en cumplimiento de mi palabra. Algunos de mis soldados tienen otras» (AGI, Filipinas 37, N. 19).
80 Sobre las relaciones entre Venecia y la Monarquía católica, véase González Cuerva, 2010. La vida mejor relacionada con esos conflictos es la de Duque de Estrada.
81 Contreras, Discurso de mi vida, pp. 88 y 111.
82 Ibid., pp. 150-156; Castro, Vida de Miguel de Castro, pp. 105-109.
83 Contreras, Discurso de mi vida, pp. 83, 92, 149.
84 Bunes Ibarra, 2010, p. 353. Sobre el conjunto de la inteligencia en la Monarquía, véase González Cuerva, 2008, en especial, pp. 1453-1454.
85 Contreras, Discurso de mi vida, pp. 90-92.
86 Pasamonte, Autobiografía, p. 125. Sobre las prostitutas en los castillos napolitanos, véase Reyes García Hurtado, 2004.
87 Castro, Vida de Miguel de Castro, pp. 161 y 162.
88 Ibid., p. 159.
89 Duque de Estrada, Comentarios del desengañado de sí mismo, pp. 275-276.
90 Contreras, Discurso de mi vida, pp. 157-158.
91 Duque de Estrada, Comentarios del desengañado de sí mismo, pp. 187 y 188.
92 Ibid., pp. 305-306.
93 Con esto y lo que sigue, no pretendemos dialogar con la historiografía reciente sobre la Italia española, en amplia medida autónoma, según se nos dice; para ello, véase Enciso Alonso-Muñumer, 2008, sobre todo pp. 468-482. Sólo nos apoyamos aquí en el testimonio, sin duda muy parcial, de estos soldados españoles inmersos en el laberinto italiano y que los historiadores de gran calado no parecen contradecir siempre: «El hecho de que, sobre todo desde el advenimiento de los Austria en adelante, el comportamiento de las tropas y de los funcionarios españoles fuera, no infrecuentemente, el que los ocupantes muestran en un país ocupado […] no es ni extraño ni contradictorio», Galasso, 2000, p. 49.
94 Contreras, Discurso de mi vida, pp. 192-193.
95 Duque de Estrada, Comentarios del desengañado de sí mismo, p. 261.
96 Oller, Índice de las cosas más notables, pp. 190-191; Contreras, Discurso de mi vida, pp. 234-237.
97 Ibid., pp. 198-199; Duque de Estrada, Comentarios del desengañado de sí mismo, p. 327; La vida y hechos de Estebanillo González, t. I, pp. lxvi-lxxi.
98 Castro, Vida de Miguel de Castro, pp. 289-303.
99 Es cierto que en 1626, Felipe IV tenía siete locos, en Martínez Millán, Hortal Muñoz, 2015, vol. 1, p. 453.
100 Duque de Estrada, Comentarios del desengañado de sí mismo, pp. 255-259.
101 García Marín, 1992, p. 249.
102 Rivero Rodríguez, 2008, p. 35.
103 Castro, Vida de Miguel de Castro, p. 157.
104 Ribot García, 1995, p. 115.
105 Contreras, Discurso de mi vida, pp. 241 y 244.
106 Véase García Marín, 1992, pp. 253-255.
107 Se trata por supuesto de Tommaso Campanella.
108 García Marín, 1992, pp. 128-129.
109 Castro, Vida de Miguel de Castro, pp. 333-334, el texto tiene por desgracia una laguna aquí. Duque de Estrada, Comentarios del desengañado de sí mismo, pp. 268-269.
110 Más ampliamente véase Musi, 2015.
111 Tirso de Molina, El condenado por desconfiado, jornada 1.a, esc. VII.
112 Duque de Estrada, Comentarios del desengañado de sí mismo, pp. 264.
113 Galán, Cautiverio y trabajos, p. 366.
114 Contreras, Discurso de mi vida, p. 186. En francés bougre es equivalente a «diablo».
115 Duque de Estrada, Comentarios del desengañado de sí mismo, p. 354.
116 Castro, Vida de Miguel de Castro, p. 53.
117 Ibid., pp. 44-45.
118 Galán, Cautiverio y trabajos, p. 447-448.
119 En su relación de méritos de 1645 menciona que llegó a España en 1600, y se le dio plaza de alférez en 1603. Ha sido publicada por Ettinghausen, 1975, pp. 315-318. Es posible que la fecha de 1600 sea un poco prematura.
120 Contreras, Discurso de mi vida, pp. 131 y 133.
121 Ibid., p. 254.
122 Ibid., pp. 200 y 223. Hoy en día un emigrado regresaría a su pueblo en un coche flamante.
123 Toral y Valdés, Relación de la vida del Capitán Domingo de Toral y Valdés, p. 509.
124 Contreras, Discurso de mi vida, pp. 194-199 y 207-208.
125 Toral y Valdés, Relación de la vida del Capitán Domingo de Toral y Valdés, p. 510.
126 Ibid., p. 546.
127 Véase Parte III de este libro: «Una vida después del Discurso de mi vida».
128 Duque de Estrada, Comentarios del desengañado de sí mismo, p. 506.
129 Castro, Vida de Miguel de Castro, p. 42.
130 Ibid., p. 259.
131 Duque de Estrada, Comentarios del desengañado de sí mismo, p. 339.
132 «J’en ay veu d’autres parvenir, qui ont porté la picque a six francs de paye, faire des actes si belliqueux, et se sont trouvés si capables, qu’il y en prou, qu’estoyent fils de pauvres laboureur, qui se sont avancez plus avant que beaucoup de nobles, pour leur hardiesse et vertu» (Montluc, Commentaires, fo 1v).
133 Véase el cap. iv: «Levarse con la armada».
134 Contreras, Discurso de mi vida, p. 205.
135 Pasamonte, Autobiografía, p. 155.
136 Castro, Vida de Miguel de Castro, pp. 79-80 y 87.
137 Duque de Estrada, Comentarios del desengañado de sí mismo, p. 215.
138 Castro, Vida de Miguel de Castro, p. 37.
139 Ibid., p. 113.
140 Sobre ese tópico, véase Calvo, 2015.
141 Véase cap. i: «Discurso y vida del capitán Alonso de Contreras».
142 «Sois sol, y como me postro / a vuestros rayos, mi rostro / descubrió claro el efecto», hace decir al villano García, en presencia del rey (Rojas Zorrilla, «Del Rey abajo, ninguno», p. 396).
143 Contreras, Discurso de mi vida, p. 216.
144 Duque de Estrada, Comentarios del desengañado de sí mismo, pp. 250-251.
145 Croce, 1928, en particular, pp. 96-97.
146 Él debía de tener entre diecisiete y dieciocho años, ella cerca de treinta, en Castro, Vida de Miguel de Castro, p. 160.
147 Ibid., pp. 41-42.
148 Ibid., p. 125.
149 Toral y Valdés, Relación de la vida del Capitán Domingo de Toral y Valdés, pp. 497 y 533.
150 Ibid., p. 521-523.
151 Contreras, Discurso de mi vida, pp. 239 y 247-248.
152 Véase la «Introducción» de Manuel Serrano y Sanz en Contreras, Vida del capitán Alonso de Contreras, p. 147.
153 Su nombre entero era Diego Duque de Estrada y Leiva, en Duque de Estrada, Comentarios del desengañado de sí mismo, p. 12. Desde la primera vez que llegó a Italia se codeó con algunos de los miembros de la familia, ibid., p. 175.
154 Duque de Estrada, Comentarios del desengañado de sí mismo, pp. 229-230, 251, 289, 437.
155 Hasta su matrimonio, escribió, «estaba virgen sin haber tocado a mujer ninguna, preciándome siempre en todo de limpieza», en Morel-Fatio, Discurso verdadero, p. 152.
156 Toral y Valdés, Relación de la vida del Capitán Domingo de Toral y Valdés, p. 518.
157 Contreras, Discurso de mi vida, pp. 161-164.
158 Ibid., p. 249.
159 Pasamonte, Autobiografía, p. 35.
160 Martín Jiménez, 2005.
161 Castro, Vida de Miguel de Castro, p. 126. Hay en esas pocas páginas que Castro dedica a la amistad un sentir profundo, que hasta sorprende en este joven, y que puede recordar a lo que escribía Montaigne de su amistad con La Boétie: «si on me presse de dire pourquoy je l’aymois, je sens que cela ne se peut exprimer, qu’en respondant: “Par ce que c’estoit luy; par ce que c’estoit moy”», en Montaigne, Œuvres complètes, lib. I, cap. xxviii.
162 Duque de Estrada, Comentarios del desengañado de sí mismo, pp. 490 y 507.
163 Tirso de Molina, El condenado por desconfiado y El bandolero.
164 Quevedo, Epistolario, pp. 442-443.
165 Contreras, Discurso de mi vida, p. 89.
166 Pasamonte, Autobiografía, pp. 60 y 101-103.
167 Galán, Cautiverio y trabajos, p. 52.
168 Toral y Valdés, Relación de la vida del Capitán Domingo de Toral y Valdés, p. 541.
169 Duque de Estrada, Comentarios del desengañado de sí mismo, pp. 256-257. Sobre ese evento, bastante oscuro, Mansau, 1982.
170 Sobre esto, véase Calvo, 2015.
171 Contreras, El discurso de mi vida, pp. 107-108.
172 Galán, Cautiverio y trabajos, pp. 70 y 134.
173 Ibid., p. 431.
174 Pasamonte, Autobiografía, p. 135.
175 Castro, Vida de Miguel de Castro, pp. 320-324. Sobre la importancia, esta vez en Sicilia, del paso de «merced» a «señoría», véase Rivero Rodríguez, 2008, p. 57. No cita a Castro, al que parece desconocer.
176 Duque de Estrada, Comentarios del desengañado de sí mismo, pp. 226-227.
177 Ibid., p. 108.
178 Castro, Vida de Miguel de Castro, pp. 225-226.
179 Contreras, Discurso de mi vida, p. 147.
180 Así se intitula la tercera parte del Criticón, escrita en 1657.
181 Toral y Valdés, Relación de la vida del Capitán Domingo de Toral y Valdés, p. 547.
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