Una fuente probable del Guzmán: la segunda parte antuerpiense del Lazarillo (1555)
p. 61-71
Texte intégral
Parece que estás con él platicando como si fuese otro tú.
Segunda parte del Lazarillo, ed. P. M. Piñero, p. 150.
1Pese a la reticencia de Mateo Alemán a señalar expresamente la filiación lazarillesca de su Guzmán* —silencio ratificado por los primeros apologistas de la obra, quienes evitan (¿sólo por tratarse de un texto expurgado?) referirse al librillo de 1554—, no cabe la menor duda, máxime desde las puntualizaciones de Gonzalo Sobejano1, que la Vida de Lazarillo de Tormes dejó una profunda impronta intertextual en la autobiografía del galeote sevillano. Aparte de que no se estilaba por entonces reivindicar precedentes literarios recientes, mucho menos prestigiosos que los modelos antiguos, para dignificar una ficción a los ojos del lector, es de sobra conocido que el público de 1599, los impresores y los escritores del momento asociaron pronto las andanzas de Guzmanillo con las del socarrón Lazarillo. Dicho parentesco, más jocoso que serio, no hubo de gustar forzosamente a Mateo Alemán, pero ofrecía el interés (más allá de implicaciones genéricas) de inscribir su «poética historia» en la estela del relato de transformaciones:
Le Guzmán —explica, por ejemplo, Jean Chapelain en 1619— est une riche conception et une satire bien formée sur les pas de Lucien et d’Apulée et leur Âne d’or, et plus immédiatement sur ceux de Lazarille de Tormes qui a été son prototype2.
2Desde esa perspectiva lucianesca, ponderada después por Baltasar Gracián que califica al autor de la Atalaya de «amigo de Luciano»3, sería interesante examinar si la continuación anónima del Lazarillo publicada en Amberes en 1555 pudo asimismo ejercer alguna influencia sobre la génesis y elaboración del Guzmán de Alfarache.
3El rastreo de las fuentes librescas —considerables en la obra de Alemán— movilizadas en el Guzmán sigue siendo tema de actualidad a pesar del relevante estudio de Edmond Cros4 que ya se remonta a 1967 y merecería sin duda verse reeditado y ampliado a la luz de ciertas investigaciones posteriores5. De todos modos, contadísimos —que yo sepa— son los alemanistas que han llamado la atención sobre la posible, por no decir probable, proyección del texto antuerpiense —«una alegoría insulsa (opinaba Menéndez Pelayo) cuya acción pasa en el reino de los atunes»6— en la trayectoria vital de Guzmán.
4Al margen de la valoración, por lo general negativa, que la crítica moderna ha venido haciendo de esta Segunda parte de Lazarillo de Tormes, conviene advertir con Gonzalo Sobejano «que no sería tan deleznable esta continuación a los ojos de los lectores coetáneos cuando fue digna de acompañar al Lazarillo y verse reeditada con él»7. Aunque el texto, incluido en los Índices de 1559 y 1583 debido a su causticidad erasmizante, no se imprimió en España hasta mediados del siglo XIX, se sabe efectivamente que, entre 1555 y 1597, pudo leerse en ediciones de Amberes, Milán y Bérgamo8, fácilmente accesibles al público español. Como ha resaltado sagazmente Alfonso Rey:
La impresión conjunta de los Lazarillos de 1554 y 1555, a la vez que contribuyó a divulgar la continuación, pudo haber propiciado una lectura del Lazarillo desde la actitud estética del relato de 15559.
5Si mi hipótesis es válida, ésa debió de ser la postura adoptada por Mateo Alemán a la hora de concebir la «poética historia» de Guzmán en forma de «confesión general» narrada desde la atalaya de su conversión. Pero antes de abordar cuestiones de mayor trascendencia, se hace preciso averiguar si resulta razonable «contemplar la posibilidad de que Alemán conociese el relato de 1555», conforme estima el propio Alfonso Rey.
6Prolongando la intuición de Sobejano según la cual «el nuevo tipo de noveladiscurso» imaginado por el autor del Guzmán procediera sobre todo del segundo Lazarillo más fértil en digresiones reflexivas que su modelo de 1554, A. Rey pasa revista a los varios excursos doctrinales que desarrolla el continuador con notable incidencia en los asuntos «de gobierno y administración», blanco predilecto también de las moralités alemanianas10. Paralelamente observa este estudioso que, a diferencia del Lazarillo primigenio, la Segunda Parte supone la existencia de destinatarios plurales, fenómeno éste bastante frecuente en la Atalaya donde no pocos «fragmentos del relato van dirigidos a un narratario distinto del principal»11. Sin llegar a ser realmente decisivas, tales coincidencias no dejan de marcar ciertas afinidades entre ambas obras. Con todo, creo que valdría la pena destacar otros puntos comunes susceptibles de acreditar una lectura atenta del Lazarillo de 1555 por parte del gran novelista sevillano.
I. — EL EPISODIO DE LA TORMENTA MARÍTIMA
7Uno de ellos se encuentra, a mi juicio, en la descripción de la tempestad cuya furia, entre Cartagena y Argel, envía a Lázaro al reino submarino de los atunes (cap. ii, pp. 133-135)12. Ahí nos enteramos de que, estando la nao ya «hecha pedaços» por los violentos embates de la tormenta, «los capitanes y gente granada» y, en particular, «dos clérigos», se ponen a salvo en otras naves, mientras que «los ruines», condenados a perecer sin remedio, no tienen más opción que la de encomendarse a Dios y confesarse mutuamente sus pecados:
Encomendámosnos a Dios —cuenta Lázaro— y començámosnos a confesar unos a otros, porque dos clérigos que en nuestra compañía iban, como se decían ser caballeros de Jesucristo, fuéronse en compañía de los otros y dexáronnos por ruines. Mas yo nunca vi ni oí tan admirable confessión: que confessarse un cuerpo antes que se muera acaecedera cosa es, mas aquella hora entre nosotros no hubo ninguno que no estuviese muerto. Y muchos que cada ola que la brava mar en la mansa nao embestía, gustaban la muerte, por manera que pueden decir que estaban cien veces muertos, y assí, a la verdad, las confessiones eran de cuerpos sin almas. A muchos dellos confessé, pero maldita la palabra me decían sino sospirar y dar tragos en seco, que es común a los turbados, y otro tanto hice yo a ellos…
8Este episodio —comenta agudamente Piñero— que convierte a los desgraciados soldados privados de auxilios espirituales por la cobardía de los eclesiásticos, en auténticos confesores de sus compañeros de naufragio,
hace que el libro, en este momento, roce la frontera de la heterodoxia luterana y se manifieste decididamente dentro de la postura de Erasmo al respecto: la crítica de la confesión auricular, expresada en los escritos de este humanista cristiano y sus seguidores, se deja entrever en esta escena con la cautela que exigen los tiempos y la precaución de las medias palabras (pp. 54-55).
9Huelga subrayar, en efecto, que en aras de la doctrina del sacerdocio universal inherente al Bautismo, Lutero consideraba que «la fe y la obediencia en los mandamientos evangélicos bastaban para dar a un cristiano el derecho a realizar los ritos eclesiásticos»13. Y tampoco olvidemos que, en la Institución de la Religión Cristiana (1536-1541), Calvino había de reafirmar dicho principio:
St. Jacques commande que nous confessions noz péchez les uns aux autres […]. Car il entend que, déclarans noz infirmitez les uns aux autres, nous nous aydions mutuellement de conseil et consolation14.
10Habida cuenta de ese polémico trasfondo espiritual, no me parece plenamente acertado el comentario que al propósito hace Manuel Ferrer-Chivite en su muy erudita edición de la Segunda parte del Lazarillo, a saber que
algo de topos literario debían tener esas confesiones —independientemente de que así ocurriera en la realidad— ya que también en el Morgante de 1535, cuando Roldán y sus compañeros se encuentran ante una tormenta tan horripilante y aparatosa como ésa de Lázaro, «Roldán estaba puesto de rodillas orando; Reynaldos y Oliveros por parte se estaban confesando el uno al otro sus pecados con muchas lágrimas»15.
11Cabe pensar que para el lector de 1555 los antedichos confesantes suscitarían ya reflexiones de otro calibre, y no precisamente en deuda con resonancias ficcionales.
12Pues bien, si es cierto que el motivo de la tempestad marítima constituye un tópico retórico recurrente en los textos del Siglo de Oro, no así —obviamente— el tema de la confesión urgente entre náufragos que ni siquiera aflora en la secuencia de la «espantosa borrasca» inserta en el Canto IX del muy conflictivo Crótalon16. El único ejemplo de laico-confesor (aunque situado en un contexto burlesco ajeno a la inminencia de un naufragio) lo hallamos en el Viaje de Turquía cuando Pedro de Urdemalas, que pretende ser «sacerdote» para disimular su identidad, se ve invitado a confesar a unos feligreses griegos con ocasión de la Cuaresma. Pero —dato sintomático— la confesión no llega a llevarse a la práctica porque el personaje logra zafarse finalmente del embarazoso compromiso17.
13Antes de la publicación de la Atalaya de la vida humana las descripciones de tormentas y naufragios —desde Los Lusiadas de Camoens y la Galatea cervantina hasta El peregrino en su patria de Lope o El viaje entretenido de Rojas— omiten, desde luego, aludir a un asunto tan resbaladizo como el de la confesión improvisada entre seglares. La excepción es la Segunda parte antuerpiense del Lazarillo que, conforme queda anotado, no vio la luz por entonces en España. De ahí el interés por constatar su probable impronta al respecto en el Guzmán de 1604, cuando Alemán relata el furioso «temporal» nocturno que, entre Génova y Barcelona, está a punto de hundir la galera de Favelo en la que viajan el protagonista-narrador y su «sombra», el maldito Sayavedra (II, pp. 305-308).
14«Ya rendidos a el mar y sin remedio» pues «saltó el timón en que sólo teníamos esperanza» —leemos—, tripulantes y pasajeros, conscientes de que había sonado su última hora, se entregan a cuál más a la desesperación:
¡Cuántos votos hacían! ¡A qué varias advocaciones llamaban! Cada uno a la mayor devoción de su tierra. Y no faltó quien otra cosa no le cayó de la boca, sino su madre. Qué de abusos y disparates cometieron, confesándose los unos con los otros, como si fueran sus curas o tuvieran autoridad con que absolverlos. Otros decían a voces a Dios en lo que le habían ofendido y, pareciéndoles que sería sordo, levantaban el grito hasta el cielo, creyendo con la fuerza del aliento levantar allá las almas en aquel instante, pareciéndoles el último de su vida. […] Sayavedra se mareó de manera que le dio una gran calentura y brevemente le saltó en modorra. Era lástima verle las cosas que hacía y disparates que hablaba, y tanto que a veces en medio de la borrasca y en el mayor aflicto, cuando confesaban los otros los pecados a voces, también las daba él, diciendo: «¡Yo soy la sombra de Guzmán de Alfarache! ¡Su sombra soy, que voy por el mundo!» (II, p. 307).
15Tal como se echa de ver, esta página, en apariencia convencional, dista de ser un simple intermedio destinado a culminar la venganza literaria del novelista contra Juan Martí, alias Mateo Luján de Sayavedra. Mediante esa escena de delirio colectivo que va a desembocar en el suicidio de su endemoniado doble presa de una «locura» a la medida de su culpabilidad, el narrador saca hábilmente a relucir el candente tema de la mutua confesión de «los pecados a voces» que ya cultivara el poco ortodoxo Lázaro de la continuación apócrifa. Más aún: jugando con dos barajas, Alemán consigue equiparar indirectamente dichos «disparates» con el culto popular de los santos, devoción tan sospechosa a los ojos de Erasmo como ensalzada por el Concilio de Trento. Pese a las precauciones retóricas impuestas por los tiempos postridentinos que obligan a tachar de «abusos y disparates» unas confesiones realizadas sin la presencia de quienes «tuvieran autoridad con que absolverlos»18, nos las habemos con una maliciosa degradación de la confesión auricular hecha imposible, en este caso, por la urgencia de la situación. Bien mirado, se transparenta aquí la misma actitud reformista que guiaba la pluma del Anónimo de Amberes. ¿De dónde, si no, pudiera proceder el motivo en cuestión que, en 1620, retomaría con sorna el filoprotestante Juan de Luna19? Muy sorprendente sería que un lector tan bien informado como Alemán desconociera el Lazarillo de 1555; y tanto más cuanto que se dan en la Atalaya otras analogías difícilmente reductibles a fortuitas coincidencias.
II. — LA ALEGORÍA DE LA VERDAD RETIRADA DEL MUNDO
16Otro punto de convergencia tiende a confirmar que el autor del Guzmán leyó con provecho la Segunda parte de las andanzas de Lázaro. Se trata del fabuloso pasaje atunesco en el cual el metamorfoseado personaje, extraviado en los fondos submarinos, se topa con la Verdad que, desengañada y hastiada del trato humano, se ha autoexiliado en una roca:
Como yo me perdí de los míos, hallé la Verdad, la cual me dixo ser hija de Dios y haber baxado del cielo a la tierra por vivir y aprovechar en ella a los hombres, y cómo casi no había dexado nada por andar en lo poblado, y visitado todos los estados grandes y menores; y ya que en casa de los principales había hallado assiento, algunos otros la habían revuelto con ellos, y por verse con tan poco favor se había retraído a una roca en la mar (p. 231).
17Acaso de fuente lucianesca, este breve (probablemente por truncado)20 apólogo se halla también, eso sí muy ampliado, en el Canto XVIII de El Crótalon (¿fechable en 1553?) en cuya versión manuscrita —propuso M. Bataillon21— pudo inspirarse el continuador del Lazarillo, a no ser que ambos textos fuesen de un mismo autor según opinara Robert H. Williams22. Recuérdese, de pasada, que el «octavo canto del gallo» contiene una curiosa alusión a «las batallas que hubieron los atunes en tiempo de Lázaro de Tormes con los otros pescados»… En realidad, el debate sigue abierto. Por esos años, además, la visión de la Verdad condenada a «[andar] agora como hombre enemistado a sombra de tejados: que no osa parescer en público», según escribía fray Juan de Dueñas en su Espejo de consolación (1551), era tema de consenso general como aclara M. Ferrer-Chivite23. Sea lo que fuere, interesa aquí destacar que esa alegoría de la Verdad, que reaparece al final de la ficción de Amberes para incitar al olvidadizo Lázaro a «[hacer] libro nuevo» (p. 247), ofrece un sugerente parentesco con la fábula de la Verdad despreciada y desterrada que figura en el Guzmán (I, pp. 431-434) al frente del capítulo en que el héroe narra «cómo sirvió de paje a Monseñor Ilustrísimo Cardenal». Mucho más extenso, por cierto, que en el Lazarillo de 1555, este exemplum alegórico24 podría igualmente proceder de El Crótalon25, pero en vista de la anterior deuda de Alemán con el continuador, me inclino a pensar que a éste se debió, por lo menos, la idea de la Verdad «sola» y «pobre» que, «escarmentada de hablar», a la postre «acordó fingirse muda» (I, p. 434). Prueba de ello, tal vez, sería que en sus Diálogos familiares de la agricultura cristiana (1589) fray Juan de Pineda se refiere a dicha anécdota de la Verdad atribuyéndola —sin la menor mención a El Crótalon— a la Segunda parte de las aventuras de Lázaro:
Yo os prometo —precisa Filótimo, uno de los interlocutores— que nos lo pintó bien Lazarillo de Tormes con aquella su teología burlona: que como todos alaben a la Verdad, ninguno la quiso en su casa, y por eso ella se sumió en los profundos de los mares donde la halló Lazarillo, andando hecho atún, aunque no la buscaba, como nunca le fue muy aficionado; y esto mesmo significó la teología pagana diciendo que la doncella Erígone, escandalizada de los pecados de los hombres, se subió al cielo con Dios, su padre26.
18Con toda evidencia, pocas dudas planteaba el origen de la alegoría para el «discreto lector» de la época. Por lo tanto, cabría descartar en este caso una huella de la tradición emblemática (la imagen de la Verdad desnuda) o de la corriente chistosa ilustrada por Luis de Pinedo en su Liber facetiarum. De todos modos, la precitada referencia de Pineda demuestra a las claras que los coetáneos de Alemán conocían y apreciaban el Lazarillo atunesco.
III. — CIRCULARIDAD Y CONVERSIÓN
19Más relevante, por último, se me antoja la eventualidad —bastante verosímil— de que la lectura conjunta de los dos Lazarillos le sugiriera a Mateo Alemán lo que, en definitiva, constituye la mayor innovación estructural de la Atalaya con respecto al librillo de 1554, a saber la circularidad del itinerario guzmaniano, de Sevilla a Sevilla, que viene a redondear un proceso vital abocado desde ese momento a un cambio susceptible de justificar la retrospección autobiográfica. Este tipo de estructura circular no se daba en el Lazarillo primigenio cuya trayectoria era perfectamente lineal: de Salamanca a Toledo. Pero sí se hallaba en la Segunda parte antuerpiense. Uno de los aciertos narrativos del continuador consiste no sólo en hacer volver al personaje a Toledo (donde se reencuentra con su mujer adúltera y el Arcipreste, que le daban por muerto), sino a la misma Salamanca de la cual saliera antaño en compañía del ciego. Dicho retorno a los orígenes, en figura ya de hombre discreto capaz de ridiculizar las disputas vacuas de los académicos, supone que Lázaro, tras su primera «conversión hecha en Sevilla» (p. 239)27, asume de ahora en adelante un estatuto de hombre nuevo, reformado por su «señora y amiga la Verdad» —«hija de Dios» (p. 231) y portavoz de «la divina justicia» (p. 247)— que, en Toledo, se le apareció una noche «en sueños» para instarle a «[hacer] libro nuevo». En aquel instante, en efecto, se verificó la contrición y verdadera conversión de Lázaro: «propuse la enmienda y lloré la culpa», advierte, «con lo cual en breve tiempo, fui tornado en mi propio gesto y a mi buena vida» (pp. 246-247).
20¿Cómo no reconocer en ese esquema la prefiguración del amplio viaje de ida y vuelta que realiza Guzmán antes de tener la revelación, «una noche» y «no con pocas lágrimas» (II, pp. 505-506), de que debía poner sus trabajos «a la cuenta de Dios»? Agréguese que «hacer libro nuevo» es asimismo una de las obsesiones de Guzmán, quien, al despedirse del Embajador de Francia, declara «[llevar] propuesto de allí adelante hacer libro nuevo, lavando con virtudes las manchas que me causó el vicio» (II, p. 132). No parece, pues, descabellada la hipótesis de que Alemán tomara pie de la Segunda parte del Lazarillo para imaginar la odisea del galeote convertido in fine a la verdad cristiana.
21Es más, el trasfondo lucianesco de la Atalaya, tan grato al autor de El Criticón, induce a pensar que el novelista sevillano tenía presentes los presupuestos del relato de transformaciones naturalmente regido por el imperativo de la mutación física o moral del protagonista28, y que concibió la historia del Pícaro arrepentido como una fabulación a priori orientada hacia la conversión, insoslayable clave de la autobiografía. Bastante lejos estaba el Lazarillo original de ofrecerle un modelo sobre el particular. Ahí, a diferencia del Guzmán, «el silenciado paso de pregonero a escritor»29 se debe en gran medida al hecho de que el texto «no es una confesión motivada por el espíritu contrito […], sino por una cínica aquiescencia al pecado, por una consciente determinación de perpetuarlo como modo constante de vida»30. Libre ya «del marco prodigioso de las metamorfosis», según escribe Rico, el Lázaro de 1554 no aspira a convertirse stricto sensu: se acomoda sin más a las circunstancias. Y si «le importa justificar por qué ha tomado la pluma»31, nada en la narración de su vida permite acreditar en rigor que tuviera la capacidad de contestar por escrito a la petición de «Vuestra Merced». Guzmán, en cambio, que estudiará artes y teología en la Universidad de Alcalá, siendo «uno de los mejores estudiantes della» (II, pp. 425-431), estará en condiciones óptimas para contarnos su transformación en «hombre de claro entendimiento, ayudado de letras y castigado del tiempo» (I, p. 113). Ahora bien, esa elevación del protagonista al rango de narrador estaba latente en la singladura del Lázaro de 1555, quien, tras su conversión a la Verdad que «le ha abierto la inteligencia»32, se muestra capaz, cual Jesús entre los doctores (Lucas, I, 41/50), de poner en solfa el seudosaber del mismísimo rector de Salamanca. Al final, hasta contempla —jocosamente— la posibilidad de fundar una «escuela en Toledo» (p. 259)… Por supuesto, conviene tener en cuenta la enorme carga paródica que preside dicha transfiguración. Pero, salvando las distancias, no creo arriesgado imaginar que la continuación antuerpiense del Lazarillo le pudo brindar a Mateo Alemán un terreno abonado para transmutar la fantasiosa estructura de la novela de transformaciones en dechado de modernidad racional: convertir a un individuo esclavo de sus pasiones por culpa de una sociedad viciada, en hombre regenerado de cuyo libre albedrío dependiera «el bien común» de una «república» vocada, parejamente, a volver en sí33.
22Si alguna conclusión merece extraerse del anterior cotejo de textos, es que, en transparencia del Guzmán, se perfilan los dos Lazarillos leídos como la primera y la segunda parte de una historia única trabada (pese a su desigual valor estético) por su común inspiración lucianesca y erasmista. No sólo el subyacente erasmismo de la Atalaya aboga en ese sentido34, sino también la muy probable familiaridad de Alemán con la semiclandestina literatura humanística de mediados del Quinientos que a menudo interfiere en el discurso crítico y críptico del continuador de Amberes. Entre otros ejemplos que podrían aducirse, tal es el caso de Los amores de Clareo y Florisea, novela publicada en Venecia (1552) por Núñez de Reinoso, en cuyo capítulo conclusivo se narra cómo «la sin ventura Isea» pretende, en «una ciudad de España», ingresar en «un monasterio de monjas», y cómo «la abadesa» no la quiere recibir porque «era menester traer mil ducados de dote y ser de don y de buen linaje»35. Esta anécdota anticlerical del convento, que está en relación con el Liber facetiarum de Pinedo y El Crótalon —dos obras en la órbita lazarillesca36—, la volvemos a encontrar en el Guzmán, subrepticiamente integrada en la historia de Bonifacio y Dorotea. Merced a un prólogo ajeno a las fuentes (Masuccio, Cristóbal de Tamariz) de dicho cuento, nos enteramos de que «la casta Dorotea», hija del arruinado mercader Micer Jacobo, se ve cruelmente rechazada —«ya perdida la hacienda, los hermanos y padres defuntos»— del «monasterio de monjas» donde, por ser huérfana de madre, se había educado «desde su pequeña edad» con la esperanza de «ser monja»: «dentro de breve término se le notificó que saliese o señalase la dote, y, no pudiendo cumplir con lo segundo, tomó resolución en lo primero». Y por si fuera poco, de tal repudio no se responsabiliza a la abadesa sino al mismísimo «prelado»:
aunque las conventuales todas —se nos dice—, que le tenían mucho amor por la nobleza de su condición, afabilidad, trato y más buenas partes, condolidas de su necesidad y pobreza, la quisieran tener consigo, mas como estaban subordinadas a voluntad ajena de su prelado, ni ellas lo pudieron hacer ni a ella fue posible quedar (II, pp. 309-310).
23Con toda nitidez, la diatriba pica más alto…
24Como comprobamos, en la corrosiva pluma de Mateo Alemán salta la liebre donde menos se piensa. Explícito, latente o soterrado, el mensaje subversivo asoma siempre a la vuelta de un lenguaje narrativo altamente codificado en cuya intertextualidad se traslucen reminiscencias literarias de marcada índole inconformista. Desde luego, toda lectura ingenua del Guzmán de Alfarache se ha de poner en tela de juicio por inadecuada a esa «escuela de fina política, ética y económica» (II, p. 28) que es la moderna Odisea del galeote alemaniano.
Notes de bas de page
1 G. Sobejano, «De la intención y valor del Guzmán de Alfarache», pp. 9-66.
2 «Préface» a su traducción del Guzmán de Alfarache, ed. A. C. Hunter, p. 51. Sobre las huellas de Luciano y Apuleyo en el Lazarillo y su Segunda parte apócrifa, baste remitir a la «Introducción» de F. Rico (ed.), Lazarillo de Tormes, pp. 54*-63*. Para un análisis de las técnicas narrativas de la literatura de transformaciones y su influencia en la prosa de ficción del Siglo de Oro, ver el trabajo de A. Vian Herrero, «El Diálogo de las transformaciones de Pitágoras», pp. 107-128.
3 El Criticón, ed. E. Correa Calderón, t. III, p. 89. Como apunta J. M. Micó en su «Introducción» al Guzmán, «el lucianismo español y europeo del siglo XVI tiene mucho que ver con todo lo esencial del Guzmán» (I, p. 41).
4 E. Cros, Contribution à l’étude des sources de «Guzmán de Alfarache».
5 Pienso en las aportaciones de F. Rico y J. M. Micó en sus respectivas ediciones del Guzmán, sin olvidar a A. del Monte (Itinerario de la novela picaresca española, trad. E. Sordo, pp. 82-84 y 97-98); M. Chevalier («Guzmán de Alfarache en 1605», pp. 125-147); C. J. Johnson («Mateo Alemán y sus fuentes literarias», pp. 360-374).
6 Historia de los heterodoxos españoles, t. II, p. 143.
7 G. Sobejano, «De la intención y valor del Guzmán de Alfarache», p. 24.
8 A. Rumeau, Travaux sur le «Lazarillo de Tormes», ed. A. Redondo, pp. 109-141. Sobre la recepción de los Lazarillos, ver A. Martino, Il «Lazarillo de Tormes» e la sua ricezione en Europa, t. I, pp. 555-570: «La prima continuazione del Lazarillo».
9 A. Rey, «El género picaresco y la novela», p. 107.
10 Al analizar «la crítica de la justicia al uso, tal y como Lázaro la ve», P. M. Piñero anota por su parte que «este anónimo autor segundo está indicando el camino a Mateo Alemán, que, pasados unos años, se extenderá en largas reflexiones sobre la justicia al uso y sus administradores en todos los grados» («Lázaro cortesano: Segunda Parte del Lazarillo», p. 607).
11 A. Rey, «El género picaresco y la novela», pp. 89 y 95-96.
12 Cito siempre por la excelente edición de P. M. Piñero, Segunda parte del Lazarillo (Anónimo y J. de Luna).
13 M. S. Artola (Un estudio del «Viaje de Turquía»), en P. M. Piñero, Segunda parte del Lazarillo, pp. 134-135 (n. 19).
14 Institution de la religion chrétienne, ed. J. Pannier, t. II, pp. 193 y 199. En el mismo cap. «De pénitence» se hace hincapié en que dicha confesión no está destinada solamente a «descouvrir le secret de son cœur à un seul, une fois, et en l’aureille, mais pour déclairer librement tant sa povreté que la gloire de Dieu par plusieurs fois, publiquement et tout le monde oyant» (p. 199). De todas formas, importa no perder de vista que para Erasmo y sus discípulos «confesarse sólo con Dios» venía a ser más aconsejable que confesarse con «confesores necios», por cuanto «se excusarán algunas niñerías, y aún podría decir bellaquerías, que pasan so color de confesión» (J. de Valdés, Diálogo de doctrina cristiana, ed. J. Ruiz, p. 99).
15 M. Ferrer-Chivite, La Segunda parte de Lazarillo de Tormes, p. 120, n. 65. Nótese que en el Dioscórides (Amberes, 1555) de Laguna hay una velada alusión a la confesión improvisada en medio de «una muy cruel tormenta»: «ya rotos los mástiles y voladas las velas, todo el mundo alzaba las manos a Dios, pidiendo misericordia y preparándose para lo extremo…» (M. Bataillon, Le docteur Laguna auteur du voyage en Turquie, p. 144).
16 C. de Villalón, El Crótalon de Cristóforo Gnofoso, ed. A. Rallo, pp. 242-245. El autor se conforma con señalar: «Imagina qué confusión hubiese allí con el gritar, amainar y cruxir, y matarse los unos sin oír [se] los otros por el grande estruendo y ruido del mar y vientos, y sin verse por la gran obscuridad que hazía en la noche» (p. 343).
17 Viaje de Turquía, ed. F. García Salinero, pp. 299-302.
18 Si bien el cristianismo medieval reconocía, con Santo Tomás, la licitud —en peligro de muerte— de la confesión entre laicos, el contexto contrarreformista exigía mostrarse muy cauto en la materia. Sobre «la confesión sacramental secreta que ha usado la Santa Iglesia y al presente también usa», véase El sacrosanto y ecuménico Concilio de Trento, pp. 157-161 (sesión XIV, cap. v: «De la Confesión»).
19 J. de Luna, Segunda parte de la vida de Lazarillo de Tormes, ed. P. M. Piñero, p. 283: «la borrasca crecía y la esperanza faltaba […], todos se confesaban con quien podían, y tal hubo que se confesó con una piltrafa, y ella le dio la absolución tan bien como si hubiera cien años que ejercitaba el oficio».
20 Acerca de esa problemática mutilación del cap. xv («Cómo andando Lázaro a caça en un bosque, perdido de los suyos, halló la Verdad»), ver las certeras observaciones de M. Ferrer-Chivite (La Segunda parte de Lazarillo de Tormes, pp. 229-231). Sobre la filiación literaria —en especial, a través del Philalithe de Maffeo Vegio— del motivo de «la Verdad oculta y disfrazada», consúltese A. Rallo, «La sátira lucianesca», pp. 105-127.
21 M. Bataillon, Novedad y fecundidad del «Lazarillo de Tormes», trad. L. Cortés, pp. 85-86 En El Crótalon, la Verdad, «una donzella de la más bella hermosura», aparece, junto con su madre la Bondad, sepultada como Jonás en el estómago de una gigantesca ballena-isla que tragara a la nao en la que ambas viajaban rumbo a las «Indias nuevas» (pp. 404-408).
22 R. H. Williams, «Notes on the Anonymous Continuation of Lazarillo de Tormes», pp. 223-235.
23 M. Ferrer-Chivite, La Segunda parte de Lazarillo de Tormes, pp. 231-235. Añádase, con V. Núñez Rivera (Razones retóricas para el «Lazarillo», p. 169), que en 1555 Pedro de Medina recoge el topos de Veritas de terra orta est como lema de su Libro de la verdad donde, sin embargo, no aparece —que yo sepa— ningún pasaje asimilable a la fábula en cuestión.
24 B. Gracián transcribe «esta agradable y artificiosa alegoría» en la Agudeza y arte de ingenio (XXVIII), dando a entender que su paternidad corresponde a Mateo Alemán. De creer a E. Cros (Contribution à l’étude des sources de «Guzmán de Alfarache», p. 163), esta historia de la Verdad y la Mentira guardaría cierta afinidad con el «Ejemplo XXVIII» del Libro de los gatos.
25 Aunque no hay evidencia de que la obra circulara en los siglos XVI y XVII, véase L. Schwartz, «Golden Age Satire», p. 277.
26 J. de Pineda, Diálogos familiares de la agricultura cristiana, t. IV: Diálogo XXVII, cap. xxxi, p. 370 b. En otro pasaje (Diálogo VII, cap. xxiii), el Franciscano trae a colación la misma referencia: «No sería mucho —interviene Filaletes— que por nos engolfar por profundos de tan varias y remontadas materias nos perdiésemos como aconteció a Lazarillo de Tormes andando hecho atún en su montería marina», a lo cual contesta Policronio: «Si eso fuese, perdiéndonos en la disputa, hallaríamos la verdad en ella, como la halló Lazarillo en los profundos abismos» (t. II, p. 132a).
27 Como puso de relieve M. Bataillon (Novedad y fecundidad del «Lazarillo de Tormes», trad. L. Cortés, p. 85), «la metamorfosis por la que Lázaro se despoja de su envoltura atunesca [en Sevilla] se opera en público, sobre un cadalso semejante al de los Autos de fe. Más de un cautivo, vuelto de tierra de infieles, abjuraba entonces la vehemente sospecha de infidelidad a la que habían dado motivos sus relaciones con ellos». Si admitimos con M. Ferrer-Chivite (La Segunda parte de Lazarillo de Tormes, pp. 32-35) que la estancia de Lázaro entre los atunes es asimilable a su ingreso en el mundo islámico, la lectura de Bataillon cobra todo su sentido. Así las cosas, el episodio de «la conversión en Sevilla» que devuelve a Lázaro su apariencia humana, pudo muy bien inspirar la reconversión —también en Sevilla— del padre apóstata de Guzmán, quien, tras haberse casado en Argel «con una mora hermosa y principal», le roba su «hacienda» y «joyas», y regresa a Andalucía donde «reduciéndose a la fe de Jesucristo, arrepentido y lloroso, delató de sí mismo» (I, p. 133). Se recordará que Lázaro-atún, al verse rico después de su casamiento con «la linda Luna», se siente «aguijonado de la codicia hambrienta» y sueña con «hallar una nao» para huir a España con sus riquezas (pp. 222-229).
28 Véase A. Vian Herrero, «El Diálogo de las transformaciones de Pitágoras», p. 120: «Las aventuras no desembocan sólo en confirmar la identitad del héroe, sino en presentar una imagen nueva de él como héroe purificado, regenerado […]. El héroe transformado es un observador ideal y espía de la vida humana».
29 C. Guillén, «Los silencios de Lázaro de Tormes», en El primer Siglo de Oro, p. 77; y «Del Guzmán y los Guzmanes», en Atalayas del «Guzmán de Alfarache», p. 73.
30 S. Zimic, Apuntes sobre la estructura paródica y satírica del «Lazarillo de Tormes», p. 49.
31 F. Rico (ed.), «Introducción», Lazarillo de Tormes, pp. 65 y 76.
32 P. M. Piñero, «Introducción», Segunda parte del Lazarillo, p. 61.
33 Tema obsesivo del más lúcido arbitrismo finisecular, esta aspiración a que «España vuelva sobre sí» la enuncia ejemplarmente en 1600 Valle de La Cerda: «Por ser el descuido artífice de la desventura, y puerta por donde entran todos los daños, y ver a España señora de las gentes, cómo está sola y descuidada y sin recelo, sentada en su acostumbrada confianza, prostrados los instrumentos de la conservación de su estado, le pido con piadoso celo vuelva los ojos a sí misma, y levante la cabeza […]. A España no le falta sino conocerse y volver un poco sobre sí» (Desempeño del patrimonio de Su Magestad, ffos 5 y 63).
34 Para más detalles sobre este aspecto (escasamente reconocido por la crítica), ver M. Cavillac, Pícaros y mercaderes, trad. J. M. Azpitarte, pp. 117-121, 387-396, 451-458. Excusado, v. gr., sería resaltar la deuda del Guzmán con la filosofía de la beneficencia que vehiculan los escritos de Erasmo, Vives y Alfonso de Valdés.
35 Ed. M. A. Teijeiro Fuentes, pp. 189-190. «Fácilmente se adivina en esta sátira —especifica M. Bataillon—, más bien que el retrato de un convento particular, una venganza contra el convento-España, donde el autor y quizá otros miembros de su familia temían continuamente alguna afrenta por insuficiente limpieza de sangre» («Alonso Núñez de Reinoso y los marranos portugueses en Italia», pp. 75-76).
36 Como bien se sabe, un pasaje manuscrito del Liber facetiarum alude a un libro titulado Lázaro de Tormes en el que un personaje «del género femenino» no consigue ingresar en «un monasterio de monjas» por no poder aportar la dote exigida. La protagonista —tal vez la Verdad mencionada en el Lazarillo de 1555— declara entonces: «[ya que] en toda la tierra entre los hombres no hallaba remedio ni refrigerio ni dónde me amparar, me vine a la mar entre los pescados» (R. Foulché-Delbosc, «Remarques sur Lazarillo de Tormes», pp. 81-97). Sobre ello, M. Bataillon, Novedad y fecundidad del Lazarillo de Tormes, trad. L. Cortés, pp. 85-87; P. M. Piñero, «Introducción», Segunda parte del Lazarillo, pp. 29-30.
Notes de fin
* Este trabajo se publicó primero en Dejar hablar a los textos. Homenaje a Francisco Márquez Villanueva, Pedro M. Piñero (ed.), Sevilla, Universidad de Sevilla, 2005 (2 vols.), t. I, pp. 523-534.
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