San Antonio de Padua y la «Novela familiar» de Mateo Alemán
p. 23-35
Texte intégral
El nombre sigue a el hombre.
M. Alemán, Guzmán de Alfarache, ed. J. M. Micó, t. II, i, 2.
1Eclipsado por el éxito editorial del Guzmán de Alfarache* el San Antonio de Padua, obra rigurosamente contemporánea de la Atalaya, está pidiendo a voces una edición moderna y crítica que, al esclarecer las motivaciones de su precipitada publicación a principios de 16041, permita calibrar en todo su alcance la conflictiva personalidad del gran novelista sevillano.
2En esta perspectiva, el presente estudio se propone plantear dos preguntas insoslayables: ¿Por qué Mateo Alemán, acuciado por el falso Guzmán lujanesco, se empeñó en interpolar el San Antonio entre ambas partes de la Atalaya de la vida humana? ¿Qué razones profundas —al parecer, ineludibles— le impulsaron a aplazar su Segunda parte de la vida de Guzmán de Alfarache para sacar a la luz un grueso volumen en cuarto de unos cuatrocientos folios destinados a glorificar al muy popular santo portugués nacido en Lisboa (1195) y muerto en Padua (1231)?
I. — LA INTERPOLACIÓN DEL SAN ANTONIO ENTRE LAS DOS PARTES DEL GUZMÁN
3Sabido es que el de 1602 fue uno de los años más ajetreados en la vida de nuestro novelista. Ocupado en la puesta a punto de una reedición de la Primera parte del Guzmán2 antes de verse encarcelado por deudas entre diciembre y marzo de 16033, Mateo se halla por entonces enfrentado al reto de contestar sin demora a la Segunda parte de la vida del Pícaro Guzmán de Alfarache4 que, a comienzos del otoño, acababa de publicar el valenciano Juan Martí bajo el seudónimo de Mateo Luján de Sayavedra. Si hemos de creer a Alemán, ese imprevisible «desafío» que le dejó «obligado, no sólo a perder los trabajos padecidos en lo que tenía compuesto, mas a tomar otros mayores y de nuevo para satisfacer a mi promesa»5, significaba un compromiso bastante agobiante de por sí —«Espérame ya en el campo el combatiente», añadía — para disuadirle de acometer otra empresa literaria de cierta envergadura antes de septiembre de 1604, fecha de la «Aprobación» de la Atalaya.
4Sin embargo, la realidad parece haber sido muy distinta, hasta tal punto que nos sentimos invitados a matizar el verdadero influjo de la continuación apócrifa sobre el texto alemaniano. Entre 1602 y 1604, Mateo, lejos de preocuparse por las usurpaciones de Luján —culpable de «cortar el hilo a la tela de lo que con su vida [de Guzmán] en esta historia se pretende» (II, p. 22)—, se dedica en efecto a terminar a marchas forzadas el San Antonio de Padua cuyas «Aprobaciones» son del 24 de noviembre y 7 de diciembre de 1603.
5A no ser por la redacción de esta vida del santo lisboeta, la Segunda parte del Guzmán podía haber visto la luz mucho antes. Así lo confirma Luis de Valdés al señalar en su Elogio de 1604 que la causa de haberse diferido la publicación de la Atalaya no se debió tanto al plagio lujanesco como a la imperiosa necesidad de elaborar el San Antonio, «que por voto que le hizo de componer su vida y milagros tardó tanto en sacar esta segunda parte» (II, p. 27). Ante la disyuntiva de desmentir al pícaro apócrifo o bien de cumplir una ya vieja promesa a San Antonio, Alemán no titubeó y consideró más apremiante el sagrado compromiso. Tanto es así que, en marzo de 1603, al poco de abandonada la cárcel, consigue que el impresor Clemente Hidalgo se traslade a su propia casa para realizar cuanto antes la edición de la hagiografía en unas prensas allí instaladas a tal efecto6. Se entabló entonces una auténtica carrera contra reloj: gran parte del San Antonio seguía en el telar, y el escritor —recuerda Luis de Valdés—
yéndolo imprimiendo y faltando la materia […], de anteanoche componía lo que se había de tirar en la jornada siguiente, por tener ocupación forzosa en que asistir el día necesariamente (II, p. 27).
6Los largos meses, entre el otoño de 1602 y el de 1603, consagrados a esta redacción dan sobrado testimonio del gran interés que, por lo visto, tenía Mateo en que la edición de la vida del santo portugués precediera al relato de las últimas peripecias de Guzmán. Ese febril empeño en sacar a la luz el San Antonio antes que la Atalaya no deja de sorprender en un periodo —aquel decisivo año de 16047— en que la competición entre novelistas tendía precisamente a agudizarse. Alemán, a todas luces, albergaba potentes motivaciones personales (que nos resistimos a atribuir a meros factores económicos)8 para arriesgar su primacía novelística demorándose en una obra apologética que, si bien ofrece relevantes cualidades narrativas, no había de valerle la misma fama literaria que el Guzmán de Alfarache de cuya Primera parte —realzaba Luis de Valdés— «se vieron tantas impresiones que pasan de cincuenta mil cuerpos de libros los estampados» (II, p. 26).
7En tales circunstancias, ¿qué clase de razones pudieron llevarle a retrasar la edición de la Atalaya en beneficio del San Antonio de Padua?
II. — EL MILAGRO DE CARTAGENA
8La explicación oficialmente esgrimida por Alemán y sus apologistas (Juan López del Valle, Luis de Valdés) es la del «voto» inaplazable que hiciera al «bienaventurado San Antonio»9 por haberle salvado de una muerte casi segura en enero de 1591. Entre los «Milagros que hizo San Antonio dando salud a enfermos, y librando a muchos de peligros graves» (ffos 246vº-258rº), el escritor sevillano narra en efecto uno que le había beneficiado personalmente. El caso, relatado al final del capítulo ix del «Libro tercero», ocurrió en «Cartagena de Levante» con motivo de una comisión desempeñada en el marco de sus actividades en la Real Hacienda:
En la ciudad de Cartagena de Levante —leemos—, en veynte días del mes de Enero de mil y quinientos y noventa y un años, Domingo día del bienaventurado San Sebastián, a las quatro horas de la tarde, poco más o menos, aviéndome su Magestad (el Rey don Felipe segundo nuestro señor que está en gloria) mandado por su cédula que fuese a tomar ciertas cuentas contra un tesorero que fue de aquella ciudad y de las de Murcia y Lorca (fº 257rº).
9Tras visitar «un navío flamenco, nombrado Santiago», en compañía del Alcalde Mayor de Cartagena «y otras personas principales», Mateo, en el momento de la salva de despedida, recibió en la cabeza «parte del taco» disparado por una pieza de artillería, y «un pedaço de madera del tamaño de una gruesa castaña [le] hizo una gran batería, por donde cupiera un grueso huevo» (fº 257vº). Creyendo estar herido de muerte, resultó finalmente ileso, cosa que todos «tuvieron a gran milagro de Dios», y que él atribuyó en seguida a la protección de San Antonio, su «auxiliador patrono», a quien se encomendara al empezar la salva. El capítulo termina en acción de gracias: «Sea Dios loado para siempre, que así me favorece por su misericordia, y por las intercesiones de su glorioso Santo» (fº 258rº).
10Como comprobamos, el «voto» de Cartagena se remontaba nada menos que a 1591. De haber sido tal promesa prioritaria para Alemán, no cabe duda que podía haberla cumplido mucho antes de 1604. Pero prefirió dedicarse entonces a la Primera parte del Guzmán. Lo curioso viene a ser que, en 1602, cuando todo le insta a trabajar sin dilación en la Segunda parte, descubriera que ese viejo compromiso ya no se podía aplazar más. Surge, por tanto, una hipótesis harto verosímil: el San Antonio estaba programado para intercalarse ejemplarmente entre ambas partes de la Atalaya, como contrapeso a eventuales lecturas subversivas de la trayectoria del Pícaro cuya lógica ficcional corría el riesgo de no amoldarse siempre al espíritu contrarreformista. Parece extraño, en efecto, que Mateo, teniendo (¿antes de 1602?) «de algunos años acabada y vista» la continuación del Guzmán, se inhibiera a la sazón de darla a la imprenta por el solo temor de «poner en condición el buen nombre» que le mereciera la Primera parte. Más allá de su función tópica, el «siempre temí sacar a luz aquesta segunda parte» (II, 20) que encabeza el prólogo al Lector de 1604, expresa tal vez otras aprensiones, de índole social o religiosa, asaz justificadas por la mordacidad reformadora de la «fábula» y las connotaciones económico-políticas de la doble conversión final del galeote.
11Desde esa óptica, basta con hojear «la historia del glorioso San Antonio de Padua […], escrita —según López del Valle— con mucha piedad y religión», con ánimo de «glorificar a Dios en sus Santos»10, para convencerse de que dicho florilegio de milagros, de alabanzas a la «Virgen Santísima nuestra Señora purísima virginidad» (fº 70vº), de elogios a «la Santa Inquisición» (fº 141rº) y de enérgicas condenas a «grandísimos herejes como lo fue Lutero» (fº 287rº), constituye una insistente profesión de fe tridentina que contrasta con la Philosophia Christi de la Atalaya donde prevalece cierto tonillo escéptico en materia de prodigios11. Hasta el propio San Antonio se ve allí involucrado en un discurso denigratorio cuando «cierto juez que, habiendo estrupado casi treinta doncellas y entre ellas una hija de una pobre mujer», responde a ésta que le suplicaba «se la diese porque no se divulgase su deshonra»: «Hermana, yo no sé de vuestra hija. Veis ahí esos ocho reales. Decidlos de misas a San Antonio de Padua, que os la depare» (II, 453). Con anterioridad, la «Virgen María», implorada en vano por «una mujer viuda» cuya hija única había sido víctima de la lujuria del emperador Zenón (I, 421), había asumido el mismo papel indecoroso. Desde luego, el trasfondo racionalista del Guzmán se aproxima más al humanismo militante de la Ortografía castellana12 que a la mitología postridentina del San Antonio.
12En realidad, la narración de la vida del popular santo portugués parece haber sido concebida, en buena medida, como un alegato en defensa propia a guisa de autoapología subrepticia. Al igual que Guzmán, «desechado pícaro» aspirante a «admitido cortesano» (I, 107), Mateo, a la sombra protectora de San Antonio, intenta situarse entre «los buenos» otorgándose de refilón una patente de «cristiano viejo», cuando no de elegido de Dios. El famoso voto de 1591 cobra así todo su alcance y actualidad13: al incorporarse a los milagros póstumos de su patrono, Alemán se confería cierta aureola de santidad respaldada por la providencia divina que —subrayaba él— «así me favorece por su misericordia y por las intercesiones de su glorioso santo» (fº 258rº). Y lo mismo que en una probanza de hidalguía al uso, nuestro autor cuida mucho de señalar que tenía testigos capaces de avalar el portento de marras: «Todos lo tuvieron a grande milagro de Dios […], y como caso milagroso se tomó por testimonio el no averme muerto», hecho «tan importante y más notorio —agrega— que puedo (por papeles auténticos que tengo en mi poder, y mucho número de testigos que oy son vivos, y se hallaron presentes) verificarlo» (fº 257rº).
13Bajo esta luz, otro indicio textual llama la atención: el cuidado con que Alemán se detiene en la etimología del primer nombre de pila del Santo, que se llamó Hernando de modo predestinado «aviéndose de mostrar una inexpugnable muralla de resistencia contra las heregías y errores de los paganos». Así las cosas, el lector del San Antonio se entera del simbolismo sagrado inherente al
nombre Hernando, que fue lo mismo que llamarle monte movedizo, de Har Nad, nombres Hebreos, porque Har quiere decir Monte y Nad movedizo, y las Divinas letras interpretan por los Montes los Patriarcas y Santos (fº 24vº).
14Dicha puntualización, amén de esclarecer la función providencial de «la cumbre del monte» coronada por Guzmán (II, 505), tiende a probar que Mateo profesaba una evidente veneración por ese nombre que era el de su propio padre, el médico Hernando Alemán, sobre cuyos orígenes siguen pesando sospechas de «sangre mezclada». Es lícito pensar, pues, que el precitado análisis onomástico no sería totalmente inocente. Pero hay más. Interesa hacer notar al respecto que el P. Juan de Pineda no compartía esa etimología hebrea del nombre Fernando o Hernando que él estimaba ser de origen «godo»14. ¿Por qué, entonces, Alemán optó por el étimo Har-Nad en vez de echar mano de una interpretación goticista más adecuada a la «limpieza» y nobleza del padre del Santo? ¿Pretendía así insinuar que San Antonio tenía ascendencia «mezclada» sin dejar por ello de ser un acrisolado cristiano? De todas formas, si recordamos que Guzmán practicó asimismo la nominum interpretatio como inconfundibles señas de identidad —«¿Quieres conocer quién es? Mira el nombre» (I, 308)—, no podemos por menos de concluir que, siendo los Hernandos gratos a Dios, también lo sería el padre del autor, lo cual equivalía a otorgarle un certificado de cristiandad ampliamente avalado por «el milagro de Cartagena» en favor de su hijo. Esta deducción no es arbitraria ya que, en el mismo capítulo del San Antonio, Mateo puntualiza: «conoceréis el árbol por el fruto, y a el varón en sus hijos […], salvaráse la generación del justo» (fº 24rº).
III. — EL ANTEPASADO MÍTICO: «EL CAVALLERO LLAMADO ENRIQUE ALEMÁN»
15La onomancia está ahí al servicio de un determinismo espiritual cuya cadena genealógica no deja de enfrentarnos al fundador mítico del linaje de los Alemán; proceso este nada sorprendente en una sociedad estamental tan cerrada como la del Siglo de Oro, donde según fray Silvestre de Saavedra:
Si el padre es noble y hidalgo, si pechero y mal nacido, también lo es el hijo, y la razón es porque el padre es causa del hijo, y los efectos retraen a su causa: el hijo es un pedazo del padre, una partícula de su substancia15.
16La reivindicación de la figura paterna significaba por entonces un elemental instinto de autodefensa contra el obsesivo criterio de la «limpieza de sangre». ¿Tendría Mateo Alemán sobre el particular alguna sensibilidad especial que le incitara a curarse en salud? Los ejemplos ya aducidos no bastan por cierto a acreditar la idea, pero adquieren visos de verosimilitud si los relacionamos con otro pasaje de la hagiografía en que el escritor vuelve a ponerse indirectamente en escena al sugerir que el antropónimo Alemán entronca con toda evidencia en una estirpe alemana.
17Una de las innovaciones del San Antonio consiste en no empezar la narración desde el nacimiento del biografiado, sino en enmarcarla dentro de su contexto histórico: la conquista de Lisboa sobre los moros (1147) en tiempos del rey Afonso Henriques. Consciente de tal disonancia respecto a la tradición que obligaba a «cualquier historiador en sus escritos» a prescindir de cuanto «no es muy propio dellos», Alemán, en su prólogo al lector, se justifica alegando la conveniencia de presentar al Santo en el marco «de la tierra donde nació». Pero apunta igualmente que dicho enfoque obedeció a otras motivaciones, más subjetivas, «que cualquier discreto podrá colegir con una mediana consideración […], que no todo es para escrito». A esta poética del silencio, ya aludida en los preliminares del Guzmán de 1599 —Mucho te digo que deseo decirte, y mucho dejé de escribir, que te escribo» (I, 111)—, remite, a mi modo de ver, lo esencial de la extensa digresión inicial sobre «cómo y cuándo se ganó la ciudad de Lixbona por el Rey don Alonso Enríquez, y las cosas notables que acontecieron en ello» (ff os 3rº-6vº).
18Así, pues, se nos informa que, un buen día, el rey Don Alonso recibió la ayuda casi milagrosa de «mucho número de cavalleros y soldados» extranjeros que desembarcaron en Cascais para colaborar en la cruzada contra «la secta de Mahoma». Entre aquellos
Christianos, de nación Alemanes, Ingleses y Franceses, a quien sólo el zelo de la honra de Dios avía traydo fuera de sus casas y tierras, gastando sus patrimonios y aventurando sus vidas no con otro fin que de conquistar los moros infieles, como a enemigos de la Santa Fe Cathólica (fº 3vº),
19figuraba «un cavallero llamado Enrique Alemán» (fº 6vº), quien había de morir gloriosamente en la toma de Lisboa. Aquel caballero, «natural de la villa de Bona, en la ribera del Rín en Alemania», estimado por «varón ilustre» y «varón santo» (fº 7rº), había sido elegido por «Nuestro Señor», entre otros mártires de la fe, para hacer milagros «así por ser muy justo que del justo se tenga memoria eterna, como para confusión de los herejes, y se avergüencen de su desconcertada vida viendo la santa que hizieron sus antepasados» (fº 6vº). Todo el capítulo iii, titulado «De algunos milagros que Dios nuestro Señor fue servido hazer por este cavallero llamado Enrique» (ffos 6ºv-8vº), va dedicado a enaltecer la santidad de ese noble alemán de quien —anota el autor— se hacía eco «la misma Chrónica del Rey Don Alonso» (fº 8vº).
20Ahora bien, si es cierto —como ha demostrado Henri Guerreiro— que «la fuente única» de dichos capítulos es la Crónica del Rey Dom Affonso Hamrriques Primeiro Rey destes Regnos de Portugal, obra redactada en 1505 por Duarte Galvão, no es menos cierto que, en el pasaje en cuestión, Mateo se mostró poco escrupuloso en reproducir el texto puesto que donde él leyó «un cavallero llamado Enrique Alemán» (con A mayúscula), el cronista se limitaba a hablar de «huŭ cavalleiro alleman [con minúscula] per nome Hamrrique»16, lo que daba un sentido muy diferente.
21Como se echa de ver, el autor del San Antonio, en un afán de goticismo frecuente en aquella época17, procura ahí «hacerse de los godos» inventándose subrepticiamente un antepasado germánico que a buen seguro es tan mítico como el linaje alemán de «los Guzmanes». Mateo, por supuesto, no se atreve a precisar que aquel noble caballero cristiano, martillo de herejes, podría tener algo en común con su propia genealogía, pero queda patente que pretende insinuarlo. Tanto es así que, al principio del capítulo siguiente, al aludir al miedo que le infunde «la lengua del maldiziente murmurador, que, siendo aguda saeta, quema con brasas de fuego la herida», vuelve a experimentar el prurito de justificar ese largo paréntesis sobre la conquista de Lisboa:
Cuando llegué a este capítulo —reseña—, hallé torpe la mano, cayóseme la pluma y quedé temblando de considerar en los muchos que dirán: qué tiene que ver lo escrito hasta aquí? Qué haze la vida del Rey don Alonso a la de San Antonio? Sobraba la gana de escrivir o faltava la materia: todo lo cual arguye contra mí (fº 9rº).
22Semejante mala conciencia nos parece confirmar que el amplio excursus introductorio en loor de don Alonso Enríquez iba destinado no tanto a explicar la futura vocación del Santo como a perfilar en filigrana el posible abolengo cristiano del hagiógrafo, cuyo colofón sería el milagro de Cartagena. Así entendemos mejor por qué San Antonio, cuya existencia radicaba en el sacrificio de los mártires «Alemanes», no podía dejar de gratificar a Mateo (hijo predestinado de Hernando Alemán) con una protección privilegiada. El milagro de 1591, lejos de reducirse a un pretexto anecdótico, venía a ser la prueba irrebatible de los orígenes góticolusitanos del escritor. Todo va íntimamente ligado. Hasta los repetidos homenajes del autor a la ciudad de Lisboa, «una de las más principales, generosa y noble de toda Europa» (fº 18rº), a su prosperidad mercantil como depósito de «las riquezas del Oriente» (fº 18vº), y a las virtudes de sus habitantes —«son de ingenio sutil, verdaderos en su trato, amicísimos de la honra» (fº 21vº); «son grandes marineros, hombres curiosos, amigos de letras» (fº 22rº)—, apuntan a la misma meta. Y huelga recordar que Mateo Alemán se sentía «lusitano» de corazón:
Verdaderamente les tengo afición i deuda —escribe en la Ortografía castellana— por las muchas amistades que dellos tengo recibidas, estimando jeneralmente mis papeles, no como de castellano, mas cual si yo fuera de su propia nación i cercano deudo de cada uno, haziéndome la merced que siempre de la suya esperé recebir18.
23Apenas valorado por los alemanistas, este discurso subterráneo tendente a acreditar una novela familiar germano-lusitana ejemplarmente ortodoxa, revela la presencia de un íntimo conflicto genealógico en el gran novelista sevillano, malestar latente asimismo en la doble ascendencia —«tuve dos padres» (I, 157)— del Pícaro Guzmán de Alfarache19.
IV. — LOS ENIGMAS DE UN OUTSIDER ENCUBIERTO
24Concluir sin más pruebas que el problema subyacente a los datos arriba comentados era forzosamente de índole judeoconversa, como se inclinan a considerarlo la mayor parte de los críticos, se me antoja algo discutible toda vez que la genealogía de Mateo Alemán dista de estar esclarecida. Es cierto que el apellido Alemán debía de evocar, muy especialmente en Sevilla, a aquel «Alemán Pocasangre, llamado el de los muchos fijos Alemanes» que, en tiempo de los Reyes Católicos, «murió quemado en el brasero de la Inquisición a los pocos años de instalado el tribunal en la ciudad del Betis, y cuyos cuantiosos bienes fueron confiscados»20. Esta línea interpretativa no carece de fundamento, aunque importa tener en mente que los descendientes del dicho «Alemán Pocasangre, mayordomo de la ciudad de Sevilla», se apresuraron a cambiar de identidad, como ha documentado recientemente Béatrice Perez:
Les deux enfants d’Alemán Pocasangre qui se sont habilités en 1494 et en 1495 ont changé de patronyme: l’un se nomme désormais Juan Díaz, et l’autre, tout simplement, Alonso. Les Alemán, qui dominaient la vie municipale à la fin du XVe, disparaissent de la scène sévillane au XVIe siècle21.
25Por otro lado, tampoco cabría olvidar que el patronímico en cuestión era común a viejos y nuevos cristianos. Ya Eugenio Asensio, apoyándose en documentos suministrados por José Gestoso en 1924, puso en duda el que «todos los Alemán de Sevilla» fueran conversos: Jacome Alemán, Justo Alemán y Cristóbal Alemán, impresores sevillanos eran notorios «cristianos venidos de Alemania o familiares suyos»22. Y podrían multiplicarse los ejemplos, empezando por Juan Alemán o Lalleman, el célebre secretario de Carlos V, el pintor Cristóbal Alemán o el escultor Juan Alemán cuya procedencia germánica es innegable. En fin, ahí está el caso —consignado por el Padre Ribadeneyra— de «San Diego Alemán», fraile dominico «de nación alemana, como lo dize el mismo nombre», que «nació en la ciudad de Ulma, de honrados y muy cristianos padres»23. Si el autor del Flos Sanctorum siente la necesidad de hacer hincapié en el linaje cristiano del biografiado, quizá sea —es verdad— por el riesgo de confusión existente con conocidos conversos. Pero, desde tal perspectiva, se haría harto verosímil el temor de Mateo Alemán a verse confundido con los mismos por la maledicencia de sus «enemigos» en un momento en que él se consideraba «por oprobio reputado» a raíz de su despido de la Contaduría Mayor24.
26Por otra parte, nadie ignora que existía en Andalucía una rama noble de apellido Alemán cuyas armas descritas por Alberto y Arturo García Carraffa —«En campo de plata, un águila de sable, de dos cabezas, con el pecho cargado de un escudete de gulas, con un léon rampante»25—, corresponden a las que figuran en el blasón elegido por Mateo para ennoblecer su retrato grabado en 1599 por Pedro Perret. Naturalmente, no pretendo probar con ello que el novelista sevillano tenía derecho a adjudicarse dicho escudo, sino sugerir tan sólo que permanece una duda a la hora de dictaminar sobre la ascendía judía de Alemán. Piénsese al respecto (sin ir más lejos) que su amigo Lope de Vega, poco sospechoso de «mala raza», no vaciló tampoco en adornar la portada de la Arcadia (1598) y de El peregrino en su patria (1604) con un mítico blasón alusivo a Bernardo del Carpio, malhadado escudo que valió al Fénix los sarcasmos de Góngora en un memorable soneto. La vanidad nobiliaria o la mera exaltación de la autoestima eran a la sazón reflejos habituales en escritores deseosos de potenciar así la credibilidad de sus obras. Todos intentaban crearse un personaje a la altura de sus ambiciones: «¿Quién aborrece la hidalguía? ¿Quién huye de privilegios, exenciones y libertades?», especificaba el autor del San Antonio (fº 183vº).
27Bien mirado —es decir sin prejuicios—, raros son los datos dispersos en los escritos de Alemán que permitan asegurar que éste tenía conciencia de ser, no ya un outsider dentro de la sociedad aristocrática de su tiempo, sino un judeoconverso. Incluso la aparente manipulación textual relativa al «caballero Enrique Alemán» podría interpretarse de modo anodino, puesto que la figura del «cavallero Alemán» (siempre con mayúscula) era, por aquellos años, tema cultivado por la tratadística contrarreformista. Hablando del «patrocinio maravilloso de los Sanctos», Esteban de Salazar relata por ejemplo un milagro de San Jorge en tiempos del rey don Pedro de Aragón, cuya intercesión, llevando a las ancas de su caballo a un noble valeroso «que era de nación Alemán», había contribuido a la derrota de los moros. Y dicho milagro —añade Salazar— «paresció después verdadero y cierto como el cavallero Alemán lo contava, por testimonios evidentes y auténticos»26. Nada se oponía por consiguiente a que Mateo emplease una mayúscula para referirse al «cavallero Enrique Alemán» con el sentido de natural de Alemania. Tratábase de un uso ortográfico ampliamente autorizado en la época. Una vez más, nuestro escritor, que nunca se expresa a la ligera, ha tomado todas sus precauciones.
28Así y todo, sería erróneo creer que ese problema gráfico queda con ello zanjado. Hemos de advertir en efecto que Mateo Alemán, muy versado en cuestiones ortográficas, venía reflexionando por los mismos años sobre una reforma de la escritura y, en especial, sobre el empleo abusivo de las letras capitales por sus contemporáneos. En la Ortografía castellana consagra así una página a las «Capitales», «Versales» o «Mayúsculas» que se suelen poner «en nombres propios i apelativos, de ombres, mujeres, provincias, ciudades i villas», no sin resaltar que «algunos an querido dilatar esta gracia» gozando della «como de induljencia». Y sobre el tema, su opinión personal nos interesa directamente: pensaba él que era preciso limitar el uso de las mayúsculas a los casos imprescindibles, «dejando novedades que, no siendo de fruto, nos obligarían a escrevir tantas versales como comunes»27. ¿Por qué no juzgó oportuno aplicar esta regla al «caballero Enrique Alemán» ? La pregunta no es superflua. Al hojear elSan Antonio, el lector queda sorprendido por la profusión —muchas veces arbitraria— de las letras capitales. Tan numerosas son que Guerreiro se siente obligado a anotar que, solamente en el capítulo xiii (editado por él en 1987) del Libro primero, «aparecen nada menos que unas sesenta palabras con mayúscula, de las cuales hemos guardado dieciocho». Y este hispanista, buen conocedor de la obra alemaniana, justifica con razón su criterio señalando: «En este particular, también nos hemos atenido al espíritu crítico de Mateo Alemán, quien denuncia el exceso en esta materia»28.
29Pues bien, la multiplicación de las mayúsculas en la hagiografía es, a mi entender, deliberada: con toda probabilidad, obedece al deseo de diluir la grafía familiar «Enrique Alemán» en un océano de capitales destinado a enmascarar su eventual arbitrariedad.
30Huelga sin duda reseñar, por fin, que los indicadores hasta aquí analizados (el milagro de Cartagena, la etimología hebrea de Hernando, y el mito gótico del «cavallero Alemán») constituyen otras tantas claves para descifrar el emblemático retrato, o mejor dicho autorretrato, de Mateo grabado por Perret. Todos los elementos (las armas auténticas —aunque usurpadas— del linaje Alemán; la empresa de la araña y la culebra procedente de Plinio el Viejo; la alusión a los Discorsi de Cornelio Tácito), que forman «un trabado contexto» como dijera Guzmán (II, p. 48), tienden a configurar la imagen de un intelectual de noble generación, portador de una reforma tacitista de las mentalidades. El sello de la nobleza va orientado a dar autoridad y crédito al proyecto ético. Pero el retrato comporta otro mensaje, jamás advertido por los alemanistas: el imperativo gesto anunciador del retratado —cuya mirada se dirige al espectador, mientras su dedo índice apunta a la leyenda situada en el ángulo superior de la lámina— recuerda claramente a la iconografía de San Juan Bautista29. Dicha alusión al Precursor (varias veces homenajeado en el San Antonio) se inserta en la misma línea que el milagro de Cartagena y la santa vocación del «cavallero Alemán». En una sociedad tan penetrada de religiosidad tridentina como la de su tiempo, el escritor sevillano pretendía quizás otorgarse así credenciales de perfecta ortodoxia católica.
31¿Basta todo ello para afirmar que Mateo Alemán pertenecía a aquel conflictivo grupo de los cristianos nuevos ansiosos de inventarse una genealogía «limpia»? En el estado actual de la cuestión, todavía enturbiada por no pocos interrogantes y contradicciones30, resulta aventurado pronunciarse, aun cuando el examen de los rasgos autobiográficos diseminados en el San Antonio de Padua incite a no descartar esa hipótesis. A la luz del Familienroman subyacente en algunos pasajes de la hagiografía, se comprendería acaso mejor la anhelante apelación al reconocimiento del Hombre Nuevo, ya libre de «las culpas de sus padres» (I, p. 130), que cimenta la arquitectura del Guzmán. Pero, tal ambición ¿no era también la del burgués del Antiguo Régimen?
32Sea lo que fuere, tampoco convendría sobrevalorar ese tema de la «limpieza de sangre» que, al igual que el socorrido tridentinismo alemaniano, sólo sirve en general para soslayar o minimizar la dramática modernidad de la Atalaya. Si, a raíz de la enigmática dimisión o cese del «contador Mateo Alemán» en sus funciones en la Administración Real31, hombres tan significados en la corte de Felipe II como Alonso de Barros, Hernando de Soto y Pérez de Herrera, no vacilaron en empeñar su crédito moral saliendo en defensa de nuestro autor, fue porque la figura social de este último estaba menos perdigada de lo que se suele sostener. En el fondo, pese a coincidencias inevitables, «no hay nada en el Guzmán de Alfarache que necesite ser explicado por el orígen judío de su autor»32.
33El quehacer novelístico de Alemán corre por otros derroteros que vehiculizan, en realidad, lo esencial del discurso burgués elaborado por los reformadores coetáneos. Al filo del Seiscientos, la única alternativa ideológica capaz de erigir al galeote-escritor en «atalaya de la vida humana» venía a ser la ética mercantilista cuyos supuestos rebasaban con creces los confines de la mentalidad conversa. El novelista era sin duda consciente de que en su solapada vindicación del «mercader» radicaba la verdadera subversión de la Atalaya. De ahí que publicara previamente la vida de San Antonio —narratio nobilis por antonomasia— para dignificar su propio estatus (social, religioso, ético) y probar así a sustraer la Segunda parte del mal denominado «Pícaro» (II, p. 115) al descrédito aún inherente a los «libros de entretenimiento».
Notes de bas de page
1 M. Alemán, San Antonio de Padua, Sevilla, Clemente Hidalgo, 1604. El libro se volvió a editar en Sevilla (Juan de León, 1605), Valencia (P. Patricio Mey, 1607) y Tortosa (G. Gil, 1622). Ver H. Guerreiro, «Hacia una edición crítica del San Antonio de Padua de Mateo Alemán», pp. 131-158.
2 Sevilla, Juan de León, 1602.
3 Ver F. Rico (ed.), «Introducción» a La novela picaresca española, I, pp. xc-xci.
4 Valencia, P. Patricio Mey, 1602.
5 M. Alemán, Segunda parte de la vida de Guzmán de Alfarache: Dedicatoria «A Don Juan de Mendoza» (t. II, p. 17).
6 F. Rodríguez Marín, Documentos referentes a Mateo Alemán, pp. 40-42.
7 J. M. Micó, «Prosas y prisas en 1604», pp. 827-848.
8 Se suele considerar que Alemán, habiéndose marchado a Lisboa a poco de publicarse el San Antonio de Padua, «Dirigido al Reyno y Nación Lusitana», aspiraba a venderlo entre los portugueses, muy devotos del Santo, para financiar la edición de la Segunda Parte del Guzmán.
9 M. Alemán, San Antonio de Padua, «Elogio» de J. López del Valle. En adelante, nuestras referencias de folio remiten a la edición de 1607.
10 M. Alemán, San Antonio de Padua, «Juan López del Valle en alabança de Mateo Alemán» (s. fº.)
11 Ver infra «Juan Gualberto, el emperador Zenón y Guzmán de Alfarache», pp. 147-163.
12 Ver M. Cavillac, «Mateo Alemán et la modernité», pp. 380-401.
13 Téngase en cuenta que, desde 1594-1595 (fecha probable de su cese en calidad de «contador» de «la Casa Real»), Alemán se presentaba (ver sus Cartas de 1597 a Pérez de Herrera) como «de conocida pobreza» y víctima de la maledicencia de «tantos enemigos». Para más detalles, E. Cros, Mateo Alemán. Introducción a su vida y a su obra, pp. 26-30.
14 Disertando sobre la «virtud i significación del nombre Fernando» en su Memorial de la excelente santidad y heroycas virtudes del Señor Rey Don Fernando, el jesuita observaba: «Mateo Alemán, curioso sevillano, en la Historia que escrivió de S. Antonio de Padua, tomando ocasión de aver sido su primer nombre Hernando, imagina que este nombre se compuso de dos vozes hebreas, Har que quiere dezir monte, i Nad que es movedizo, porque el Santo se avía de mover, mudar i crecer de bien en mejor. Devoto i mystico pensamiento sobre voluntaria i agena etimología, i que con igual facilidad pudiera dezir que Monte en mudanças era monte inmudable, por su constancia en todo bien» (p. 74). En una nota marginal, J. de Pineda indicaba: «No es nombre Hebreo sino Godo».
15 S. de Saavedra, Razón del pecado original, p. 2.
16 H. Guerreiro, «Aproximaxión a la estructura y las fuentes del Libro I del San Antonio de Padua», pp. 25-54. El texto de Galvão figura en las pp. 50-51. Curiosamente, Guerreiro no valora esta distorsión gráfica cuyo interés no escapó a H. Makiyama, «Mateo Alemán y los problemas del apellido y del linaje», pp. 1-8. A. A. Parker (Los pícaros en la literatura, trad. R. Arévalo, pp. 73-74, n. 11) había señalado dicha manipulación textual, achacándola a «la ascendencia judía de Alemán».
17 Sobre los escritos goticistas que «van a multiplicarse en el último cuarto del siglo XVI» con miras a reivindicar una identidad cristiana a la medida de los ideales de la Contrarreforma, véase A. Redondo, Revisitando las culturas del Siglo de Oro, pp. 49-61.
18 Ortografía castellana, ed. J. Rojas Garcidueñas, p. 104.
19 Ver M. Cavillac, Atalayisme et picaresque, pp. 9-38. Sobre el concepto freudiano de «novela familiar», véase M. Robert, Roman des origines et origines du roman, pp. 41-78.
20 F. Fita, «Los conjurados de Sevilla en 1480», pp. 550-560; F. Rodríguez Marín, Documentos referentes a Mateo Alemán, p. 54 (n. 1); F. Márquez Villanueva, «Sevilla y Mateo Alemán», pp. 45-64.
21 B. Perez, Inquisition, pouvoir et société, p. 168.
22 E. Asensio, La España imaginada de Américo Castro, pp. 89 (n. 3) y 163-167.
23 Flos Sanctorum, t. V, pp. 416-420.
24 Véase la Carta segunda en que trata Matheo Alemán de la verdadera amistad, publicada por E. Cros (Protée et le Gueux, pp. 442-444). Al parecer, dicho «oprobio» tenía que ver con algún trabacuenta de su contaduría, turbio episodio evocado en el San Antonio a través de la injusta acusación de desfalco a la cual tuviera que hacer frente «Martín de Bullones (padre que fue de San Antonio)», siendo «ministro de Hazienda del Rey de Portugal». Convocado «a la Contaduría del Rey, a satisfazer aquello que le pedían», «el pobre hidalgo» es salvado por la aparición de «San Antonio, su hijo, dentro de la Cámara de Cuentas», pues los demás «contadores», tras reconocer que habían recibido efectivamente el dinero, «le dieron por libre de la falsa demanda» (ffos 123-124).
En el caso de nuestro novelista, en cambio, no hubo milagro: como anotaba Tomás González en 1819, se le «formó causa por el descubierto de alguna mayor cantidad que la que resultó contra Cervantes» (E. Cros, «La vie de Mateo Alemán», p. 334). Sobre los enemigos literarios de Mateo, ver F. Márquez Villanueva, «La identidad de Perlícaro», pp. 423-432.
25 Ver C. Bouzy, «Ab insidiis non est prudentia», pp. 59 y 68 (n. 4).
26 E. de Salazar, Veinte discursos sobre el Credo, ffos 214vº-215rº.
27 M. Alemán, Ortografía castellana, ed. J. Rojas Garcidueñas, pp. 69-70. Alemán trabajaba en este tratado desde 1590 por lo menos (M. Cavillac, Pícaros y mercaderes, trad. J. M. Azpitarte p. 83).
28 H. Guerreiro, «Hacia una edición crítica del San Antonio de Padua», p. 141 (n. 24).
29 Ver infra «Bajo el signo de San Juan Bautista: Guzmán, Dorotea, y el retrato de Mateo Alemán», pp. 125-146.
30 Una de ellas concierne a la licencia para pasar a Indias, pasaje prohibido a quienes tuvieran san-Una de ellas concierne a la licencia para pasar a Indias, pasaje prohibido a quienes tuvieran sangre judía. La insólita donación otorgada por Mateo, en 1607, al encargado de refrendar las cédulas de pasajeros a Indias, ha sido interpretada por muchos críticos como la prueba irrefutable de que Alemán tenía alguna raza que ocultar. Pero otro impedimento podía justificar el rechazo de su solicitud motivada oficialmente por el «deseo de proseguir su servicio en las Indias donde los virreyes y personas que gobiernan tienen necesidad de personas de suficiencia»: se trata del deshonroso cese de nuestro «contador» de la Contaduría Mayor, unos doce años antes, bajo una acusación de malversación de fondos que le inhabilitaba a «proseguir su servicio» como «persona de suficiencia». Es posible además —destaca J. M. Micó, I, p. 23— que el escritor quisiese que Pedro de Ledesma «hiciese la vista gorda ante las peculiaridades de su comitiva»: en ella iba su amante y dos hijos naturales suyos. En fin, no olvidemos que, en 1582, al solicitar Mateo «pasar al Perú como mercader», el Consejo de Indias no puso obstáculos para autorizar su salida según reza un documento fechado en 26 de febrero de 1582: «Mateo Alemán, vecino de Sevilla, dice que Vuestra Alteza le ha dado licencia para pasar al Perú con su mujer, dos mujeres de servicio y un criado y, porque las cédulas se están despachando, y la partida de la flota es breve, suplica se le dé un testimonio de cómo está proveído. Decisión: “Désele”» (E. Cros, Mateo Alemán. Introducción a su vida y a su obra, p. 21). Por otro lado, no se pierda de vista que ya vivía en Nueva España un primo hermano suyo, Alonso Alemán, doctor en Leyes por Sevilla y profesor en la Universidad de México, quien estaba casado con una mujer principal, nieta de conquistadores (ver A. Castro Leal, Prólogo a los Sucesos de don fray García Guerra, p. 17).
31 Bien sabido es que ese disfavor poco tenía que ver con la «ascendencia» del escritor, pero sí con la depuración —llevada a cabo por Pablo de Laguna entre 1593 y 1595— de los oficiales de las Contadurías allegados a la red clientelar del corrupto Melchor de Herrera, ya excluido del Consejo de Hacienda. Afiliado desde 1571 a la clientela sevillana del Marqués de Auñón, Alemán formó parte de los numerosos inculpados arrastrados por la caída de su patrón. Véase M. Cavillac, «Libros, lecturas e ideario de Alonso de Barros», pp. 69-94.
32 A. A. Parker, Los pícaros en la literatura, trad. R. Arévalo, p. 49. Ocioso es recordar que ni el vilipendio del vulgo murmurador, ni el tema del desengaño, ni el debate sobre la honra, heredada o adquirida, ni la afirmación del origen común de todos los humanos, eran monopolio de los conversos.
Notes de fin
* El presente estudio apareció antes en Estado actual de los estudios sobre el Siglo de Oro (ed. Manuel García Martin, Salamanca, Universidad de Salamanca, 1993, t. I, pp. 225-232), con el título de «San Antonio de Padua y el Familienroman de Mateo Alemán».
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