Los rostros del Atalaya en el imaginario del Siglo de Oro
p. 7-22
Texte intégral
Pusieron atalayas en la tierra, en un lugar alto, uno que mirase a la mar e otro a la tierra, e que fiziesen señales de lo que viesen.
G. Díaz de Games, El Victorial, ed. R. Beltrán Llavador, p. 304.
1Existen palabras que, en ciertos momentos de la Historia, aglutinan tantos significados que acaban por sintetizar no sólo una mentalidad específica sino también, a veces, una verdadera visión del mundo*. Su interés rebasa entonces la esfera de la lexicología erudita en la medida en que tales vocablos vienen a funcionar como auténticos indicadores ideológicos. En esta perspectiva, llama la atención la voz atalaya cuya frecuencia en las obras del Siglo de Oro incita a acuñar el sustantivo atalayismo para calificar la actitud reformadora de un grupo de escritores que optaron por contemplar la realidad de su tiempo desde un punto de vista elevado y omnisciente. Ahora bien, pese a figurar en el título de una de las más famosas novelas de la época —La vida de Guzmán de Alfarache, atalaya de la vida humana—, el concepto de atalaya no ha dado lugar hasta la fecha a ningún análisis sistemático, y su genealogía está todavía por hacer. Contadísimos son en efecto los estudiosos del gran libro de Mateo Alemán que han juzgado oportuno investigar el sentido de ese término metafórico erigido en clave de la «poética historia» de Guzmán1. La voz, a todas luces, se prestaba a una lectura a varios niveles por cuanto el novelista sevillano, repudiando la posible acepción germanesca de «ladrón», valora el sustantivo atalaya como antónimo de pícaro al lamentar en 1604, por boca del narrador, que la Primera parte de su «pobre libro» haya sido malinterpretada por el público: «habiéndolo intitulado Atalaya de la vida humana, dieron en llamarle Pícaro y no se conoce ya por otro nombre» (II, p. 115).
2¿Qué resonancias semánticas despertaba la palabra Atalaya en la mente del «discreto lector» de los años 1599-1605? Las más evidentes son, por supuesto, aquellas que registraba en 1611 Sebastián de Covarrubias:
Atalaya: Lugar alto desde el qual se descubre la campiña; los que asisten en ellas también se llaman atalayas. Éstos dan avisos con humadas de día y fuegos de noche si ay enemigos o si está seguro el campo […] La palabra atalaya, dize el padre Guadix ser arábiga, de talayaa, que significa escucha o centinela que está en la torre para dar aviso2.
3Se trataba pues de un vocablo ambiguo (torre vigía o vigilante centinela) cuyo significado remitía, sobre todo, al dominio de la defensa marítima definida por su misión anticipatoria. Así, hacia 1548, Pedro de Medina explicaba que en las costas andaluzas se alzaban
torres fuertes donde contino están guardas que de día y de noche velan sobre la mar, mirando si los moros llegan a la tierra; y si algo ven, muy presto, con ahumadas de día y almenaras de noche, y corriendo la guarda de una torre a otra, se da el rebato en los lugares3.
4En 1592, los procuradores en Cortes habían de quejarse de que dichas costas «amenazadas continuamente de Turcos y Moros» no dispusieran de «una fuerza organizada […], para que se pueda acudir con presteza a los avisos de las atalayas que señalan los puntos amenazados»4. Apostados en lugares eminentes para mejor otear el horizonte, los atalayas solían caracterizarse por una acuidad visual fuera de lo común, como señalaba Vicente Espinel en 1618:
Vimos el Calpe, tan memorable por la antigüedad, y más memorable por el hachero o atalaya que entonces tenía y muchos años después, de tan increíble y perspicaz vista que en todo el tiempo que él tuvo aquel oficio la costa de Andalucía no ha recebido daño de las fronteras de Tetuán porque, en armando las galeotas en África, las vía desde el Peñón y avisaba con los hachos o humadas5.
5De ahí que la palabra se empleara asimismo en las almadrabas de Conil, o «Torre de Guzmán», para designar al individuo encargado de detectar la presencia de los atunes que «vienen por la mar» cerca de la costa:
Estos peces —documentaba Pedro de Medina— vienen por la mar cerca de la tierra; y antes que lleguen donde las barcas están, los ve un hombre que está puesto por atalaya encima de una torre en un lugar alto cerca de la mar, y su conocimiento deste hombre es tal que de una legua y más que los atunes vienen los ve debajo del agua por el aguaje y pretor que traen y aun casi dice el número que son. Y llegando donde las barcas están, el atalaya hace ciertas señales con un lienzo a los de las barcas6.
6«Atalayar» requería conocimientos que no estaban al alcance de todos. Y esta acepción de «Speculator o varón que atalaya», al decir de Nebrija7, es la que prevalece en el Guzmán de Alfarache donde se nos habla de «una atalaya que con cien ojos vela» (I, p. 308), antes de advertirnos de que la intención de «esta historia […] sólo es descubrir —como atalaya— toda suerte de vicios y hacer atriaca de venenos varios un hombre perfeto» (II, p. 22). Dicha dimensión moral, ajena a las definiciones pragmáticas que acabamos de reseñar, nos obliga a indagar en otras mediaciones discursivas susceptibles de haber nutrido la autobiografía de Guzmán. Puestos a bucear en la polifacética literatura del siglo XVI, no es difícil identificar cuatro corrientes de pensamiento propensas al atalayismo, en las cuales Alemán pudo inspirarse a la hora de concebir su ambicioso proyecto de «fabricar un hombre perfeto» (II, p. 127).
I. — LA TRADICIÓN MENIPEA DE LOS EPISCOPANTAS
7En un primer grupo de textos, la voz atalaya, usada como sinónimo de observatorio desde el cual se divisa todo el teatro del mundo, remite al Icaromenipo de Luciano, obra muy del gusto de los erasmistas, que fue traducida al castellano en 1544 por Juan de Jarava. Este enfoque distanciado, destinado a relativizar los fenómenos humanos para resaltar sus aspectos carnavalescos, apunta a enfatizar la locura de una sociedad donde la escala de valores está trastornada. Nos hallamos ante ese género de la sátira menipea en el que Mijail Bajtin vio uno de los fermentos de la novela moderna.
8En el Moriae encomium (1511), Erasmo recurre a tal fantasmagoría lucianesca al prestar a su heroína —según las traducciones modernas— las reflexiones siguientes:
Si, como antaño Menipo, pudiéseis contemplar desde la Luna el tumulto inmenso del género humano, creeríais estar viendo un enjambre de moscas y mosquitos peleando entre sí […]. Si alguien volviese la vista a su alrededor desde lo alto de una excelsa atalaya, como los poetas le atribuyen hacer a Júpiter, vería cuántas calamidades afligen a la vida humana8.
9Aunque el original latino se limitaba a especificar «Si quis velut e sublimi specula circunspiciat…», resulta obvio que esa mirada omnividente equivale a la del Speculator nebrisense. Al resucitar a los Episcopantas de la tradición clásica, Erasmo pudo inducir a Alfonso de Valdés a aclimatar en Castilla semejante mirada crítica dado que, en el Diálogo de Mercurio y Carón (c. 1530), oímos a Mercurio precisar que, para disfrutar del espectáculo brindado por el Saco de Roma, él se había subido a la cumbre de un monte:
Me fui adelante por verlo todo, y subido en alto como desde atalaya, estava muerto de risa viendo cómo Jesu Christo se vengaba de aquellos que tantas injurias continuamente le hazían9.
10Similar escenografía preside la prosopopeya de la Ciudad de Toledo imaginada por Alejo Venegas con motivo de la terrible sequía de 1543. La Ciudad, «subida en alto para que todos la oigan» se dirige entonces a «sus vecinos afligidos» con el fin de iluminarlos sobre las causas y remedios de sus males10. A los pocos años, el Gallo de El Crótalon narraría «cómo siendo Ícaro Menipo subí al cielo, morada y habitación propria de Dios», y cómo
fui con esto dotado de una perspicacidad y agudeça de entendimiento y habilidad de sentidos que juzgaba estar todos en su perfeçión […]; y no solamente alcancé a ver lo que hazen [los mortales] en público, pero aun vía muy claro lo que cada cual haría en secreto.
11Aunque Villalón no eche mano del vocablo atalaya, bien claro está que esa visión «desde lo alto»11 es la típica del atalayismo nacional que, en ocasiones, tira acerados dardos a la seudo-burguesía judeoconversa de los mercaderes financieros y exportadores de lana. Buena muestra de tales diatribas es un opúsculo anónimo de 1570 consagrado a fustigar las ínfulas nobiliarias de los comerciantes burgaleses. Se trata de un Diálogo en el que el autor sueña que las estatuas de los antiguos jueces de Castilla, Laín Calvo y Nuño Rasura, instaladas «por atalaya de la puerta de la torre de Santa María» en Burgos, se despiertan para estigmatizar a todos esos «mercadercillos confesos, caballeros de Galilea», quienes, como «cambiadores y corredores de cambios secos», tienen «arruinada esta ciudad», mientras compran para sí «gruesas rentas» para hacerse «señores de vasallos». Desde «esta torre alta», nuestros jueces que se autocalifican de «escuchas y atalayas», manifiestan su amarga convicción de estar condenados a dar testimonio sin poder influir en el curso de la Historia12. Atalayar permitía adquirir la alteza moral necesaria para enjuiciar la vida de los hombres, pero la eficacia del mensaje no dejaba de ser problemática.
12En las postrimerías del XVI, cuando Alemán está elaborando la odisea de Guzmán, el tema atalayista sigue plenamente vigente si bien el referente satírico del lucianismo se entrecruza ya con varias corrientes espirituales. Hacia 1595, el erasmizante José de Sigüenza, citando a San Jerónimo que gustaba de «levantarse con Heliodoro en una roca alta y tener allí debajo de sus pies toda la tierra», esclarece esa polisemia del atalayismo al anotar:
Pienso alude el Santo a los Episcopantas o atalayadores de Luciano, y a la fábula de Carón y Mercurio que, puesto encima de un monte alto, vido la miserable tragedia del mundo13.
13Esta doble vertiente, profana y sacra, de la imagen del «monte alto» donde se asienta la Verdad, no fue tal vez ajena al hecho de que los narradores del Lazarillo y del Guzmán eligieran expresarse desde situaciones eminentes: «la cumbre de toda buena fortuna» para el irónico pregonero de Toledo14; «la cumbre del monte de las miserias» en el caso del Pícaro alemaniano convertido en «atalaya de la vida humana». Ambas ficciones hunden sus raíces en la tradición menipea de los Episcopantas. No olvidemos que Alemán aparece calificado de «amigo de Luciano» en El Criticón de Gracián15.
II. — UNA ALEGORÍA DEL PERFECTISMO CRISTIANO
14El segundo ámbito discursivo en el que se inserta la figura del atalaya es de orden religioso y refleja las nuevas exigencias de la Reforma católica. En esa evolución espiritual, las Epístolas de San Jerónimo, traducidas en 1554 por Juan de Molina, desempeñaron probablemente un papel decisivo. Mateo Alemán que cita a «San Jerónimo en una de sus epístolas»16, fue sin duda sensible a dicha aportación. Desde mediados del XVI, numerosos son los moralistas y teólogos que cultivan el icono del vigía, guardián celoso de las virtudes cristianas hasta el extremo de que, en 1600, González de Cellorigo dirá del «Santo Oficio que es el atalaya que mira el desconcierto de los que de la verdad católica se desvían»17. Pero, por lo general, el término tiene un alcance más didáctico que represivo, tal y como indicaba San Jerónimo al comparar la condición humana con la del navegante en alta mar: «Es menester —escribía— un hombre por atalaya que esté siempre en la gavia de la nao, y enseñando avise a los que navegan hasta dónde han de llegar y por dónde han de dar vuelta a la nao». Aquel gaviero debía ser
un marinero bien experimentado y que por el mar ha corrido tanta fortuna y se ha visto en tantos peligros que al fin queda bien maestro de todo […], puesto por atalaya para avisar a todos diciendo con temerosa y alta voz a los que entren: Hermanos, id sobre aviso que en tal parte hallaréis los furiosos hervores del peligro»18.
15Excusado es subrayar que la importancia del mar y de la galera en la singladura de Guzmán —asimilada a una azarosa navegación—, se inscribe en la estela de San Jerónimo.
16A la hora del Concilio de Trento, el atalaya iba a simbolizar la imperativa clarividencia inherente a la vocación episcopal. Domingo de Valtanás pasa así a explicar que «Obispo en griego quiere decir Superintendens, que vale tanto como veedor y atalaya; lo cual no puede cumplir el que está ausente de sus ovejas»19. Por las mismas fechas, Juan de Ávila, recriminando a los prelados su dejadez en descubrir el antídoto de la herejía luterana, destaca:
No tienen por qué quejarse de este castigo de Dios, pues ellos mismos lo eligieron; no se preciaron ni quisieron poner a ser capitanes en la guerra de Dios y Atalayas teniendo la vista espiritual clara y fijada en Dios para anunciar la santa voluntad de Él.
17De creer al Apóstol de Andalucía, el Episcopus —versión cristiana del Episcopanta— tenía una insoslayable misión profética:
Los que son atalayas del pueblo cristiano, conviene que estén muy despiertos mirando a una parte y a otra como en tiempo de guerra se suele hacer, para ver si por allí viene algún ejército para hacer mal. Y, aunque no lo vea venir claramente, si tiene sospechas que puede venir, den luego voces al pueblo que despierten […] Y si oyeren su voz y se aparejaren, harán su provecho; y, si no, los atalayas evitarán el peligro y amenaza que les está hecha, de parte de Dios, si no anunciaren el espada que viene. Cosa es de dolor cómo no hubo en la Iglesia atalayas, ahora sesenta o cincuenta años, que diesen voces y avisasen al pueblo de Dios este terrible castigo20.
18En la misma perspectiva, Bernaldino de Riberol, autor en 1556 de una ficción autobiográfica titulada Alabanza de la Pobreza, invitaba a los obispos hartas veces «ausentes de sus iglesias» a encargarse, en cuanto «atalayas de sus ovejas», de remediar a los verdaderos pobres y de convertir los fingidos a los valores del trabajo21. No otro había de ser, hacia 1587, el planteamiento de Miguel Giginta en su Atalaya de caridad, obra clave de la problemática contrarreformista de los pobres, y que tanto influiría en los Discursos (1598) del doctor Pérez de Herrera. Para el canónigo de Elna, «el oficio de atalaya» atribuido en su Prólogo dedicatorio a García de Loaysa Girón, Limosnero mayor de Felipe II, consistía en «ver entre otras cosas qué pobres ay que padezcan necesidad para procurarles remedio». Como conciencia moral de la república cristiana, su deber era velar por extirpar la mendicidad fingida, madre de tantos «vagabundos y pícaros que oy caminan para ruines fines […], privados del todo del uso de la buena razón»22. Giginta, vale la pena reseñarlo, es el introductor del sustantivo pícaro en el debate sobre la pobreza. Sus escritos que gozaron de gran predicamento entre 1579 y 1587, fueron familiares a Mateo Alemán.
19Según se echa de ver, el atalayismo dista de reducirse a una mera postura moral o espiritual. Investido de una irrenunciable responsabilidad, el atalaya debía intervenir en la política social siendo el acicate de una ambición reformadora que, utilizando los cauces tridentinos, había de proponer soluciones racionales a la altura de la Modernidad. La reforma de la mendicidad, por ejemplo, alimentaría pronto el argumentario del mercantilismo filoburgués en la pluma de Pérez de Herrera, Valle de la Cerda o González de Cellorigo.
III. — LA IMPRONTA DEL PROFETISMO BÍBLICO
20El tercer rostro del atalaya —el más recurrente y quizá el más conflictivo— es de raigambre bíblica. Corresponde a la noción hebrea de centinela del Todopoderoso, que asoma en los libros proféticos del Antiguo Testamento traducido en el siglo XIV por los rabinos judeo-españoles. Con ese valor de mediador y guardián de la Ley divina, el vocablo se encuentra en Isaías (XXI-6: «Pon uno en atalaya, que vea y avise»), en Jeremías (VI-7: «Yo os había dado atalayadores: atención a la voz de la trompeta»), y sobre todo en Ezequiel, quien relata cómo Yahvé le dijo: «Hijo de hombre, yo te he dado por atalaya a la Casa de Israel; oirás de mi boca la palabra, y les amonestarás de mi parte» (III-17). Como puso de relieve Ángel San Miguel en su ya citado estudio sobre el Guzmán, los traductores judíos de la Biblia romanceada enunciaban así el concepto de Speculator documentado en la Vulgata. Por especial privilegio, el atalaya era el encargado de transmitir la voluntad de Dios a la masa entorpecida de los pecadores. A aquel personaje le correspondía un lugar elevadísimo simbolizado por el «monte de la casa de Yahvé».
21Con estas connotaciones se impone la voz atalaya en la Agonía del tránsito de la muerte (1537) donde Venegas aconseja a los eclesiásticos no olvidar «aquello de Ezequiel (3 y 33): “Hijo de hombre, mira que te he puesto por atalayador de la familia de mis fieles”»23. También, en Luz del alma cristiana (1554), Felipe de Meneses declara que prelados y teólogos no tienen derecho a sustraerse a su cometido por cuanto son «Profetas, atalayadores, lumbreras, perros ladradores contra los vicios, trompetas de Dios»24. Todavía en 1594, el jesuita Pedro Sánchez seguirá exponiendo que los sacerdotes son «atalayas y muros y colunas y ojos de la Iglesia», y que «como medianeros entre Dios y los hombres, deben estar subidos en el alto monte de la contemplación»25. En consonancia con esa exigencia ético-espiritual, fray Francisco Núñez exhortará, hacia 1575, a sus compatriotas «dormidos» en el ocio o la codicia a que «abran los ojos de la razón y entendimiento», conforme recomendaba Isaías en su capítulo xxi: «Pon atalaya para que dé aviso de lo que viere […], tocando alarma y dando voces para que despierten»26.
22Fastidioso sería multiplicar tales referencias que no faltan en la tratadística moral de la segunda mitad del siglo XVI. Atalayar o considerar las cosas «desde lo alto» equivalía a adoptar la mirada de Dios cuyos «ojos —decía José de Sigüenza— son de larga vista, sin tasa de lugar ni tiempo, y van muy delante de las cosas»27. En su diálogo interior con el Señor, Santa Teresa sacaba de ello la fuerza capaz de sublimar su alma:
Bien veo yo, mi Señor, lo poco que puedo; mas llegada a Vos, subida en esta atalaya adonde se ven verdades, no os apartando de mí todo lo podré28.
23A este tenor, fray Josepe Luquián había de referirse a «los valientes y perfectos, que suben a lo alto del monte y son luz del mundo y ciudad en la cumbre puesta, y sal de la tierra»29.
24Circunscrita en un principio al ámbito religioso, la figura del vigía no tarda en trasladarse a otros territorios. El atalayamiento que, ante la inminencia de los peligros, apela a una lucidez superior reservada a los profetas, da en realidad testimonio de un malestar a la medida de «la grande crise de doute»30 que venía corroyendo la conciencia nacional en los últimos años del reinado de Felipe II. El caso es que en 1598, cuando el hambre, la peste y la crisis financiera desencadenada por los genoveses eran consideradas un castigo que Dios infligía a España, la alegoría del atalaya iba a tomar un sesgo abiertamente político. En una obra coetánea del Guzmán, el Tratado único del príncipe y juez cristiano, Francisco Ortiz Lucio se propone así alertar a «los que gobiernan, el Rey, sus ministros, y los prelados» sobre los insidiosos males que aquejaban a la república. Identificándose de entrada con el profeta-centinela de Ezequiel, este franciscano echa mano de una primera persona inculpatoria que es el sello del reformismo atalayista:
Sólo diré —advierte en su Prólogo— los malos humores que siento oy en la república, para que el Rey y sus ministros la purguen y limpien para que no vuelva a recaer. Y he sabido que algunos necios, y muy necios, dicen: «¿Para qué escribe Fulano estos avisos?» A éstos digo yo que soy atalaya y centinela (como dixo Dios a Ezequiel) que vela mientras los soldados duermen. Les pongo escritos estos avisos delante los ojos y si, con todo esto, no se aprovechan, ellos se condenarán y yo lavaré mis manos y salvaré mi alma, y no ternán excusa diciendo: «No tuvimos profeta ni le hubo en Israel que nos avisase».
25«Estos avisos» —una palabra clave del léxico arbitrista—, que propugnaban erradicar la ociosidad de los falsos mendigos («que los pobres trabajen y no quieran vivir de mogollón») y regenerar a los mercaderes desterrando a «mohatreros, logreros y usureros que son sanguijuelas de la república», hacían especial hincapié en el papel de «los Juezes [que] han de mirar con mil ojos de lince las leyes», porque son «como una ciudad muy alta fundada sobre un monte, que haze mucho amparo a los caminantes». Sin embargo, más aún que la sustancia del discurso, interesa aquí su plasmación formal. Para dar mayor realce al texto, Ortiz Lucio imagina que el monarca, iluminado por el atalaya, ha decidido poner en práctica los remedios preconizados. En una prosopopeya teñida de lirismo bíblico, el Rey empieza a soñar en una España liberada ya de los «recambistas» o asentistas extranjeros:
Quitarme han los herejes estas Indias si el oro y perlas que de allá vienen los doy a los recambistas para que me los vuelvan a dar a recambios. Pues, no será así ni pasará este oro ni plata a Génova ni Alemania y a otros reinos estraños. Aquí se quedarán estas arracadas en las orejas de mi Esposa, España. Yo pondré cajas y cajeros que guarden mis rentas y tesoros, y no terné necesidad de pedir prestados a los recambistas, ni que mi república les pida a recambio; antes, yo podré prestar a todos y pondré Montes de Piedad […], montones de oro y plata en todas las villas y ciudades, en esta forma que los que tuvieren dineros ociosos los presten a este Monte, y por prestarlos no lleven algo, como manda Cristo N. Redentor, sino es que el que pone y presta allí aquel dinero había de negociar y comprar con ello, que si así es podrá llevar el lucro cessante31.
26Detrás de este himno a una reconquistada autonomía económica se perfilan las tesis del contador Valle de la Cerda, propagandista entre 1593 y 1600 de un sistema de «Erarios y Montes de Piedad» concebido en 1576 por el flamenco Peter van Oudegherste32. Particularmente caros a los franciscanos, dichos bancos públicos llamados a sanear los circuitos financieros —pero que nunca llegaron a cuajar en España—, constituían una idea muy moderna en el mundo católico. En otro escrito acerca de la República cristiana, fray Francisco saluda expresamente esa contribución de «Luis Valle de la Cerda»33, también defendida a la sazón por Pérez de Herrera. Esta toma de postura ha de valorarse en el marco de la bancarrota estatal de 1596-1597 que, como demostró Felipe Ruiz Martín34, estaba acabando con «el pequeño capitalismo castellano» asfixiado por la banca genovesa. Ortiz Lucio, por otro lado acerbo censor de la nobleza, es, junto con Alemán, uno de los primeros escritores atalayistas cuya doctrina se acerca más al mercantilismo de los grandes reformadores que, al filo del Seiscientos, se veían tachados de arbitristas por la mentalidad señorial imperante35.
27Sabido es que tales anhelos de independencia económica quedaron en letra muerta, ahogados por la confluencia de intereses entre la finanza cosmopolita y una clase aristocrática aferrada a sus privilegios. A la luz del bloqueo institucional que, tras la muerte de Felipe II, va a arruinar las posibilidades de éxito de los proyectos progresistas, cabría interpretar la deriva profética del discurso reformista que se da, por ejemplo, en Juan de Mariana cuya indignación ante la ceguera de los gobernantes se vierte en estilo primopersonal, rasgo recurrente del atalayismo. Mientras que en el De Rege et regis institutione (redactado antes de 1600) el historiador jesuita —«el Tácito de España», dirá Sancho de Moncada— se atiene a una estricta postura científica, se siente conducido hacia 1609 a adoptar el punto de vista del atalaya para justificar su intromisión en el asunto de la moneda de vellón. Resulta revelador en efecto que —tras apuntar en su corrosivo «Prólogo al lector» que «cuando [mi aviso] no sirva de otra cosa, yo cumpliré con lo que debe hacer una persona de la lección que alcanzo, y por ella la experiencia de lo que en tantos siglos en el mundo ha pasado»— Mariana venga a equiparar su misión de intelectual a la vocación del centinela bíblico:
El trompeta —leemos—, con avisar se descarga al tiempo del acometer y retirarse, bien que los soldados hagan lo contrario de lo que significa la señal, así lo dice Ecequiel. De esto mismo servirá por lo menos este papel, después de cumplir con mi conciencia, de que entienda el mundo (ya que unos están impedidos de miedo, otros en hierros de sus pretensiones y ambición, y algunos con dones tapada la boca y trabada la lengua) que no falta en el reino y por los rincones quien vuelva por la verdad y avise los inconvenientes y daños que a estos reinos amenazan si no se reparan las causas. Finalmente, saldré en público, haré ruido con mi mensaje, diré lo que siento, valga lo que valiere, podrá ser que mi diligencia aproveche…36
28No estamos lejos del desengañado «ellos se condenarán y yo lavaré mis manos», esgrimido poco antes por Ortiz Lucio. Y huelga recordar los sinsabores (entre otros, un procesamiento inquisitorial) que dicho panfleto acarreó a Mariana. Atalayar, o sea «volver por la verdad», conllevaba sus riesgos en la España reaccionaria del duque de Lerma. De ahí, tal vez, que Alemán asignara esa función a un galeote que, ya con un pie en «la senetud» (II, 127), tenía muy poco que perder.
IV. — UNA METÁFORA DE LA RACIONALIDAD MODERNA
29La última metamorfosis del Speculator que «está como en atalaya mirando en circuito al orbe»37, se halla vinculada a la singular promoción que adquiere el sentido de la vista durante el Renacimiento. Baste evocar la Introducción del símbolo de la fe donde Luis de Granada explica que la Providencia divina
formó y asentó maravillosamente los sentidos […] en la cabeza como en una torre alta para el uso necesario de la vida; porque los ojos, que son como atalayas deste cuerpo, están en el lugar más alto para que mejor ejerciten su oficio viendo de allí muchas diferencias de cosas38.
30Hacia 1577, Esteban de Salazar, resaltando que «la serpiente en las letras divinas es llamada prudente porque es perspicacísima de vista», aseguraba que:
Así es la verdadera sabiduría ver no solamente las cosas que están delante de los pies y presentes, pero, con una divina presensión [sic] y consejo, alcanzar las porvenir y divisarlas con la prudencia aunque estén muy lejos. De manera que podríamos dezir que la principal parte de la sabiduría y prudencia es tener larga vista y ver de lexos39.
31Ideal de racionalidad prospectiva, el oteador que desde la torre vigía se adueña del espacio y del tiempo, pasó pronto a alegorizar la visión globalizante del perfecto historiador. Ya en 1443 Martínez de Toledo había recurrido a esa metáfora para titular su obra histórica Atalaya de las Crónicas. Pero disponemos de un testimonio más elocuente, el del Padre Sigüenza, quien, en su Historia de la Orden de San Jerónimo (1595-1605), infiere de la vieja tradición de los Episcopantas los comentarios siguientes:
Entre los muchos loores que se publican del bien y provecho de la Historia, es uno llamarla luz de la verdad, maestra de la vida, vida de la memoria, descubridora y mensagera de la antigüedad. Y si quisiésemos envolver todo esto, y decirlo en una sola palabra, la podríamos llamar atalaya o torre altísima de donde levantados miramos todo cuanto se ha representado en este gran theatro del mundo, y cuanto es digno de volver a ello los ojos, y tenerse en memoria desde su principio hasta hoy.
32La Historia —concluía Sigüenza—
levanta a un hombre no sólo a contemplar lo presente, sino también todo lo pasado, y le da una como moral evidencia para juzgar de lo porvenir […]. Los que no nos levantamos a tanto, ayudaremos con alguna pequeña parte, como quien añade un escalón en esta torre tan alta40.
33Para los coetáneos, aquella capacidad para aprehender el mundo en su totalidad resultaba ser una imagen de la racionalidad como puntualizaría en 1615 el francés Antoine de Montchrestien:
L’homme doué du discours de raison accouple le présent au futur et tout d’une vue se représente le cours entier de sa vie, et par sa prévoyance anticipe ses nécessités à venir41.
34Apenas es preciso hacer constar que Alemán se sitúa dentro de una lógica similar al reconstruir, desde su observatorio de novelista-historiador, la trayectoria vital de Guzmán con la mira puesta en que los lectores, «conociendo el error pasado, emienden lo presente y lleguen a la perfeción en lo venidero» (II, 260). Enfocada hacia la regeneración de «la razón y entendimiento» (II, 436) en la persona de un pícaro arrepentido, la Atalaya de la vida humana ha de relacionarse con una definición clave que, en aquel mismo año 1604, el autor incluía en su San Antonio de Padua:
Es el entendimiento —especificaba— un farol que puso Dios en el alma, de donde recibe luz clara la ignorancia, con que conozca y siga la ciencia […]. Es el alcayde que guarda nuestra fortaleza, quien la previene, defiende y repara contra los enemigos. De todo lo necesario la bastece, descubre como atalaya las acechanzas de los cosarios del mundo […]. Es un aviso que nos lo da de los peligros del mundo […] ¿Quién tuvo entendimiento que no conociese los baxíos donde suelen perderse y encallar los navíos de alto bordo, los galeones que navegan el mar del mundo?42
35A Jean Vilar debemos el acierto de haber iluminado el parentesco intelectual que une la reflexión de Sigüenza sobre «los loores de la Historia» no sólo con la estructura del Guzmán, sino también con la aptitud a la globalidad histórica que preside la eclosión de la gran literatura socioeconómica entre 1600 y 1620. Cuando, «[saliendo] del camino ordinario y general en que iba», González de Cellorigo opta por reconsiderar desde 1492 las raíces del declive nacional, y declara «vine a descubrir grandes y eminentes daños» que amenazan «la nave de la república», asume —observa Vilar43— la actitud del vigía llamado a «evitar el común naufragio». Esta percepción panorámica, ya claramente movilizada al servicio de una posible España mercantil, la volvemos a encontrar en los Discursos (1619) del Doctor Sancho de Moncada, plasmada además en la misma inquietante metáfora marítima: «España —dice—, fundada en agua y cercada de mar, es un galeón donde peligran todos, tenga la culpa quién la tuviere». El símil aristotélico de la nave del Estado se aúna aquí al quehacer del «atalaya en la gavia de la nao» grato a San Jerónimo, autor aducido repetidas veces en el texto moncadiano. Como Ortiz Lucio, Cellorigo y Mariana, Moncada —que, para legitimar su intervención en el debate político, cuida de escudarse en su condición de «Teólogo, en quien se suele condenar el silencio en el peligro común»— es sin duda consciente de que sus avisos obedecen en buena medida a la corriente semi-profética del atalayismo44.
36Desde los inicios del siglo XVII, en efecto, la contaminación entre la estrategia de «la verdadera razón de Estado» (derivada de Giovanni Botero) y la concepción atalayista de un Rey que «vela cuando todos duermen» —por eso, aclara Alemán, «los egipcios para pintarlo ponían un cetro con un ojo encima» (I, 312)—, es una tendencia manifiesta. La coincidencia es relevante en la pluma del franciscano Juan de Santamaría (un admirador de Tácito y portavoz del partido anti-Lerma) al que Moncada menciona con evidente interés. Extendiendo la misión episcopal de Superintendens al propio Rey, «nombre que dize superintendencia» y «ojo abierto puesto en alto», fray Juan afirma así en su Tratado de República y policía christiana (1615) que «los Reyes […], del lugar tan alto en que están, todo lo han de ver y columbrar» en aras de «la verdadera razón de Estado»45. En 1621, en un Memorial dedicado a enaltecer la «razón de estado y bien común», Lorenzo Brandón iba asimismo a comparar la clarividencia del político a la del «especulador que de alto mira, lo que los demás no pueden hacer, la falta de los cuales ha sido tan dañosa como las ocasiones han mostrado»46. Años más tarde, Gracián había de erigir esta facultad omnicomprensiva en patrimonio de «la prudencia varonil». De este modo, Andrenio y Critilo, subidos «al más realzado de los siete collados de Roma», podrán finalmente «atalayar no sólo lo de hoy y lo de ayer, sino lo de mañana, discurriendo de todo y por todo»47.
37Este proceso de secularización del centinela bíblico que en España cristaliza alrededor de 1598 para criticar, sobre todo, la carencia de una racionalidad económica capaz de atajar la improductividad del país, iba supeditado en el fondo a la lógica del incipiente capitalismo. En la Europa del siglo XVI, dicha visión de conjunto desde las cimas juega, por ejemplo, un papel determinante en las Lezione delle Monete (1588) del florentino Davanzati:
Pour constater chaque jour la règle et proportions mathématiques que les choses ont entre elles et avec l’or, il faudrait, du haut du ciel ou de quelque observatoire très élevé, pouvoir contempler les choses qui existent et qui se font sur terre […] Nous abandonnerions alors tous nos calculs et nous dirions: il y a sur terre tant d’or, tant de choses, tant d’hommes, tant de besoins; dans la mesure où chaque chose satisfait des besoins, sa valeur sera de tant de choses ou de tant d’or […]. D’ici-bas nous découvrons à peine le peu de choses qui nous entourent et nous leur donnons un prix selon que nous les voyons plus ou moins demandées en chaque lieu et en chaque temps. Les marchands en sont promptement et fort bien avertis, et c’est pourquoi ils connaissent admirablement le prix des choses48.
38Prospectiva atalayista y práctica mercantil iban de la mano, fenómeno que intuyeron pronto los españoles a juzgar por el adagio Cual era Dios para mercader que glosa Juan de Mal Lara argumentando que:
Si algún estado de hombres habían de saber lo venidero eran los mercaderes para ganar bien y proveerse con tiempo y descubrir los daños que se le podrían seguir y asegurar sus mercadurías muy mejor con tener cierto a qué tiempo y cómo se había de hacer49.
39Bien mirado, poco distinta es la lección del sevillano Tomás de Mercado en su famosa Suma de tratos y contratos (1569-1571). Cuando, con posterioridad, los economistas de la razón de Estado ambicionan dominar el presente y el porvenir a la luz de la experiencia pasada, acaparan el punto de vista de Dios para actuar como profetas de los mercaderes50. Desde esa óptica, ejemplar se me antoja el Discurso redactado en 1620 por Jorge Denín sobre «los requisitos y órdenes que deve haver en la economía española para que sea perfecta». A fin de revitalizar el comercio esterilizado por una política corta de vista, el arbitrista flamenco recomienda nada menos que instaurar un «Tribunal del Antever» presidido por «un Superintendente de la Inteligencia secreta», típico equivalente del atalaya si bien el término está ahí ausente51. En la misma línea convendría valorar el Informe en materia de Estado que, en torno a 1660, «la Hermandad de los Gremios de Sevilla» dirige a Felipe IV con vistas a restaurar «las artes y oficios y con ellas el comercio y riquezas destos Reynos». Allí, los autores anhelan la creación de un cargo «de atalaya y espía general» destinado a garantizar «la mejor observancia de las leyes del Reyno». Gracias a esta «Nueva Inquisición» orientada a «la pública utilidad», se conseguiría «que esté en centinela todo el pueblo»52. Ante el deterioro de la economía y el desclasamiento de los grupos mercantiles, la mentalidad atalayista exacerbaba, por lo visto, sus criterios de vigilancia.
40La conclusión más inmediata que se desprende de este examen del atalayismo áureo, es que dicha visión desde lo alto, globalizadora y admonitoria, expresa una aspiración a la omnisciencia rayana en la utopía.
La contemplation du haut des sommets —escribía Gaston Bachelard— donne le sens d’une soudaine maîtrise de l’univers53.
41De hecho, la alegoría del atalaya, avatar del mítico Panoptès griego, aparece como la proyección de un sueño de omnipotencia por parte de una élite intelectual convencida de ser portadora de inaplazables verdades para una España anquilosada por los prejuicios y el desconocimiento de sí misma54. Lejos de encastillarse en su torre de marfil, estos vigías no vacilan en comprometerse al dirigir sus perentorios avisos a las máximas autoridades del país. Si es cierto que el utopismo suele entrañar algún sentimiento de impotencia histórica, cabe constatar que la actitud atalayista, regida por una obvia voluntad profética, delata en general las frustraciones ideológicas55 de unos analistas a menudo solitarios —de ahí su recurso frecuente a la primera persona—, y cada vez más conscientes de que sus proyectos están abocados al fracaso.
42La cronología de las apariciones del panóptico Speculator en el imaginario del Siglo de Oro ilustra perfectamente esa deriva. Cultivado primero por moralistas cristianos allegados al erasmismo (Valdés, Valtanás, Ávila, Giginta, Sigüenza), el atalayismo explícito acentúa más tarde su vocación a la marginalidad al apostar por un intervencionismo político (Ortiz Lucio, Mariana, Santamaría, Denín, Martínez de Mata) que choca nítidamente con la norma institucional. En los albores del Seiscientos, idéntica suerte corre el atalayismo implícito —anclado en argumentos científicos a tenor de la doctrina mercantilista— de los principales tratadistas socioeconómicos (Valle de la Cerda, Pérez de Herrera, Cellorigo, Moncada), quienes se verán pronto condenados al silencio.
Al partido de la reforma —ha realzado Elliott— no le faltaban motivos para preguntarse si efectivamente había alguien que estuviera dispuesto a escuchar lo que tenía que decir56.
43Al trasluz de la figura del atalaya viene transparentándose en realidad el rostro de otra España que pudo ser y no logró abrirse camino: una España racional y mercantil a imagen de la modernidad europea. A todo ello subyace el discutido problema de la malograda burguesía nacional cuyos horizontes se ensombrecen en torno a 1600. Precisamente por aquellas fechas se publica la gran novela de Mateo Alemán. Instalada en la confluencia de las corrientes atalayistas dominantes (menipea, perfectista, profética y reformista), la Atalaya de la vida humana, demoledora sátira del sistema aristocrático-genovés, se enraíza a las claras en aquel discurso burgués «étouffé, réduit à rien alors qu’il souhaite être tout», conforme ha sostenido J. Vilar con su habitual perspicacia57. Dentro de tal contexto resulta aleccionador que el Pícaro alemaniano, pese a estar ya «muy reformado» (II, p. 510) tras su doble conversión mercantil y política, permaneciera a fin de cuentas «preso y aherrojado» (II, p. 49) en las galeras, esperando indefinidamente el indulto de Su Majestad. Entre este desencantado desenlace emblematizado por la efigie de «San Juan Baptista» (II, p. 521) —el profeta que clama en el desierto— y el profesado ideal progresista del novelista —«el que quisiere sígame, que pocos venceremos a muchos, con las armas de la razón»58—, media el drama de las defraudadas esperanzas del atalayismo español. Así y todo, esta agitada corriente de pensamiento que discurría bajo la superficie del discurso oficial, engendró por lo menos una obra maestra sólo comparable al Quijote: el Guzmán de Alfarache.
Notes de bas de page
1 Una aproximación al tema en A. San Miguel, Sentido y estructura del «Guzmán de Alfarache», pp. 67-76; J. Vilar, «Discours pragmatique et discours picaresque», pp. 37-55; M. Cavillac, Pícaros y mercaderes, trad. J. M. Azpitarte, pp. 391-402.
2 Tesoro de la lengua castellana o española, s. v. «atalaya», p. 162.
3 Libro de grandezas de España, ed. Á. González Palencia, p. 51. A propósito de los faros, P. de Medina puntualiza más adelante (p. 167) que «los antiguos llamábanlos en latín speculas, que significa lugar donde se descubre gran espacio o término, y en lengua arábiga se llaman atalayas».
4 Actas de las Cortes de Castilla, t. XII, p. 285.
5 Vida del escudero Marcos de Obregón, t. II, p. 48.
6 Libro de grandezas de España, ed. Á. González Palencia, p. 59.
7 Vocabulario de romance en latín, ed. G. Mac Donald, p. 29.
8 Elogio de la locura, pp. 61 y 92-93.
9 Diálogo de Mercurio y Carón, p. 68. Obsérvese que en La Lozana Andaluza, de F. Delicado (ed. B. Damiani), retrato de la prostitución romana, la protagonista declara jocosamente: «Parece mi casa atalaya de putas» (p. 171).
10 Plática de la Ciudad de Toledo a sus vezinos aflijidos, tratado editado por R. de Yepes en su Historia de la muerte i glorioso martyrio del Sancto Innocente que llaman de la Guardia, ffos 79rº-96rº).
11 C. de Villalón, El Crótalon, ed. A. Rallo, pp. 291,298-299,301 y 303. Por los mismos años, la versión castellana del Momus de Alberti, debida al erasmista A. de Almazán, ofrecía el pasaje siguiente: «Que [los que van a vivir en negocios y entre multitud] aguarden disimulados su tiempo, y que en eso nunca se descuiden ni duerman, sino que siempre estén los ojos abiertos como en atalaya o centinela» (La moral y muy graciosa historia del Momo, fº 19vº). Sobre «la homología» entre la fábula albertiana y el Guzmán, ver P. Darnis, «La clave perdida del Guzmán de Alfarache».
12 Diálogo entre Laín Calvo i Núño Rasura, jueces de Castilla i veçinos de Vijueces, sobre el estado de la ciudad de Burgos, ed. R. Foulché-Delbosc, pp. 160-183. De creer a C. B. Johnson («Mateo Alemán y sus fuentes literarias», pp. 360-374), Alemán que alude en el Guzmán a «la envejecida nobleza de Laín Calvo y Nuño Rasura», podría haber sacado de este Diálogo su idea de la atalaya de la vida humana.
13 Historia de la Orden de San Jerónimo, p. 409.
14 «Desde la atalaya de la vida en la que escribe —reseña V. García de la Concha (Nueva lectura del «Lazarillo», p. 143)—, Lázaro de Tormes enfatiza de continuo sobre su permanente actitud de aviso y sobre su talante reflexivo».
15 El Criticón, ed. E. Correa Calderón, t. III, p. 89. Sobre la impronta del lucianismo en el Guzmán, véase J. M. Micó, «Introducción», Guzmán de Alfarache (t. I, pp. 41-42). Posteriormente, esa visión satírica desde las alturas la desarrollan Fernández de Ribera en Los anteojos de mejor vista: el mesón del mundo (1625) y Vélez de Guevara en El Diablo Cojuelo (1641): «Desde esta picota de las nubes, que es el lugar más eminente de Madrid, malaño para Menipo en los diálogos de Luciano, te he de enseñar —dice el Cojuelo a don Cleofás— todo lo más notable que a estas horas pasa en esta Babilonia española» (ed. F. Rodríguez Marín, p. 30).
16 Ortografía castellana, ed. J. Rojas Garcidueñas, p. 121.
17 Memorial de la política necesaria, ed. J. L. Pérez de Ayala, p. 15.
18 San Jerónimo, Epístolas, ffos 24rº y 70vº.
19 Apologías, ed. Á Huerga y P. Sáinz Rodríguez, p. 164.
20 Causas y remedios de las herejías, en Obras completas, t. VI, pp. 92 y 122. En otro pasaje, J. de Ávila insta al Papa a que «como principal atalaya de toda la Iglesia, dé más altas voces para despertar el pueblo cristiano» (p. 131).
21 Libro contra la ambición y codicia desordenada de aqueste tiempo, ffos 81rº y 82rº.
22 M. Giginta, Atalaya de caridad, ffos 6rº y 84vº.
23 Agonía del tránsito de la muerte, ed. M. Zuili, p. 272.
24 Cito por la edición de Sevilla (1564), fº 30rº.
25 Libro del Reyno de Dios y del camino por do se alcança: «Dedicatoria a los Padres sacerdotes de la Compañía de Jesús».
26 Retrato del pecador dormido, ffos 1vº y 74rº. El personaje del atalayador o «cumbre de la virtud» reaparece en el Tratado del Hijo pródigo (ffos 187rº y 205rº), del mismo Núñez.
27 Vida de San Jerónimo, Prólogo, en Historia de la Orden de San Jerónimo.
28 Teresa de Jesús, Libro de la vida, ed. D. Chicharro, p. 278.
29 Erudición cristiana, en la qual se dan saludables avisos a todos estados de hombres, p. 280.
30 Según mostró P. Vilar en «Le temps du Quichotte», pp. 3-16.
31 F. Ortiz Lucio, Tratado único del príncipe y juez cristiano, «Prólogo». El Privilegio real va firmado del 10 de abril de 1598.
32 Sobre esta institución destinada a desbancar a los genoveses, y a fomentar en España «las manifaturas» y «la mercancía de las cosas», ver A. Dubet, Hacienda, arbitrismo y negociación política.
33 F. Ortiz Lucio, República cristiana y espejo de los que la rigen, p. 17.
34 En Pequeño capitalismo, gran capitalismo.
35 Ver J. Vilar, Literatura y economía.
36 Tratado y discurso sobre la moneda de vellón, t. II, p. 577.
37 T. de Mercado, Suma de tratos y contratos, ed. R. Sierra Bravo, p. 414.
38 Introducción del símbolo de la fe, ed. J. M. Balcells, p. 464.
39 E. de Salazar, Veinte discursos sobre el Credo, fº 19vº.
40 Historia de la Orden de San Jerónimo, t. I, p. 409 (lib. IV, cap. i). J. Vilar reproduce y valora este texto en su imprescindible «Discours pragmatique et discours picaresque», pp. 43-44.
41 Traité de l’œconomie politique, pp. 53-54.
42 San Antonio de Padua, ffos 261-262.
43 J. Vilar, «Discours pragmatique et discours picaresque», p. 44: «Avec le Memorial de Cellorigo en 1600, c’est l’illumination, la saisie du problème global dans son état présent et dans ses racines historiques […], la montée à l’atalaya». Nuestras citas de Cellorigo (ed. J. Pérez de Ayala) remiten a las pp. 5 y 7 de su Memorial de la política necesaria.
44 Restauración política de España, ed. J. Vilar, pp. 95 y 97. En su importante estudio preliminar J. Vilar califica a Cellorigo de «profeta de la moderna literatura económica española» (p. 23). Añádase que cuando Pérez de Herrera inicia sus discursos del Amparo de pobres con la fórmula «tuve aviso» (ed. M. Cavillac, p. 19), cultiva una retórica típicamente atalayista.
45 J. de Santamaría, Tratado de República y policía cristiana, pp. 33, 336, 347 y 402.
46 Ms. 1907, ffos 97vº y 111rº.
47 El Criticón, ed. E. Correa Calderón, t. II, p. 264; t. III, pp. 130 y 241.
48 Citado por M. Foucault, Les mots et les choses, pp. 184-185: «Ce que les devins—comenta—étaient au jeu indéfini des ressemblances et des signes, les marchands le sont au jeu, toujours ouvert lui aussi, des échanges et des monnaies».
49 J. de Mal Lara, Philosophía vulgar, fº 39.
50 Ver J. H. Elliott, El Conde-Duque de Olivares, p. 108.
51 Ver J. I. Gutiérrez Nieto, «El arbitrismo en tiempos de Felipe III», pp. 276-278.
52 Informe que haze en materia de Estado la Hermandad de los gremios de las artes y oficios de la muy noble y muy leal Ciudad de Sevilla. Uno de los puntos de este alegato mercantilista (inspirado por F. Martínez de Mata) es que a los verdaderos mercaderes «se les faciliten sus pretensiones de honor, pues no ha de merecer menos el que ayuda a la conservación y aumento de la República que el que la defiende de la invasión del enemigo». En su edición de los Memoriales y discursos de F. Martínez de Mata (pp. 387-417), G. Anes publica otra versión del Informe donde desaparece toda mención al atalaya.
53 La terre et les rêveries de la volonté, p. 380.
54 Cf. L. Valle de la Cerda: «A España […] le pido con piadoso celo vuelva los ojos a sí misma y levante la cabeza», pues «no le falta sino conocerse y volver un poco sobre sí» (Desempeño del patrimonio de Su Magestad, ffos 5rº y 63vº).
55 Sobre la hipótesis de un «marcado aspecto converso del atalayismo», ver F. Márquez Villanueva, «El gran desconocido de nuestros clásicos», pp. 4-5.
56 J. H. Elliott, El Conde-Duque de Olivares, p. 113.
57 J. Vilar, «Discours pragmatique et discours picaresque», p. 50.
58 M. Alemán, Ortografía castellana, ed. J. Rojas Garcidueñas, p. 91.
Notes de fin
* Una primera versión de este trabajo se publicó en Jean-Pierre Étienvre (ed.), Les utopies dans le monde hispanique, Madrid, Casa de Velázquez - Universidad Complutense, 1990, pp. 141-156, con el título de «Les métamorphoses de l’atalaya dans l’imaginaire du Siècle d’or».
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