El discurso moral y penitencial del confesor del rey
Análisis teórico de la moralidad y espiritualidad regia en la Castilla bajomedieval
p. 217-234
Texte intégral
1En el seminario Faire son salut tuvimos ocasión de ver cómo la creencia en la vida eterna y la idea de salvación repercutieron en tantos ámbitos de la sociedad medieval. En este caso, vamos a centrarnos en la monarquía castellanoleonesa bajomedieval y, en concreto, en una figura de enorme relevancia para la salvación del alma regia: el confesor real. Este trabajo, plasmación de la ponencia de aquel seminario, se ofrece como un esbozo de mi investigación de doctorado en curso, donde se desarrollarán más extensamente las ideas que aquí se proponen. Agradezco a los organizadores y participantes sus observaciones, que me han ayudado en la investigación, lo que se manifiesta en este mismo trabajo.
2De acuerdo con la fe cristiana, todo ser humano es creado por Dios para compartir con él, como hijo suyo, una eternidad de felicidad plena y que constituye, por tanto, el objetivo de su existencia1. Esta relación entre Dios y el ser humano es, en definitiva, una relación de amor, por lo que requiere de libertad para darse. Ello supone que la existencia humana sobre la tierra sea un momento de elección, mediante la propia conducta, entre acoger la invitación divina (la salvación) o negarla (la condenación, que consiste en «ser privados de la visión y presencia de Dios2»). Es por ello que Étienne Gilson afirmaba que el cristianismo generó «filosofías de la libertad3» en las que la decisión libre del ser humano y su acción determinan en buena medida su destino, cómo ser responsable de sus actos.
3La ética, por lo tanto, tiene una enorme importancia en la vida del cristiano. El rey, en términos de salvación, era un fiel más que habría de responder ante el juicio divino de los hechos de su vida, y, dado que el poder político radicaba en su persona, el ejercicio del poder real se convertía en un factor decisivo para la salvación del alma del monarca, máxime en una época de íntima conexión entre la esfera temporal y espiritual. Así se lo hacía notar al que sería Pedro I de Castilla fray Juan García de Castrogeriz (confesor de su madre, la reina María de Portugal), que tradujo para el entonces príncipe el célebre De Regimine Principum de Egidio Romano, castellanizado como el Regimiento de Príncipes:
Ca tal reyno assí gouernado sin sabiduria no podría mucho durar. Por la qual cosa conviene mucho a todo rey e a todo príncipe de saber este libro, por que pueda mucho durar en su reynado. E despues de sus dias por el buen governamiento ganar el reyno del cielo do siempre ha de beuir4.
4Esta idea no tendría que pasar necesariamente de ser una mera reflexión teórica. El mencionado Talayero señalaba como uno de los motivos para la contrición y la conversión de vida el miedo a la condenación5, y el Regimiento no hacía sino aplicar para el caso de la realeza este principio. Sin embargo, en el caso de la reina Isabel I (que poseía esta obra6) podemos apreciar la asunción de estos principios. Tras el atentado sufrido por su esposo en Barcelona a finales de 1492, la reina dirigió una carta a su confesor, fray Hernando de Talavera, que comienza de este modo:
Muy reverendo y devoto padre. Pues veemos que los reyes pueden morir de qualquier desastre como los otros, razón es de aparejar a bien morir. Y dígolo ansí porque aunque yo esto nunca dudé, antes como cosa muy sin duda la pensava muchas vezes, y la grandeza y prosperidad me lo hacía más pensar y temer; hay muy gran differencia de creerlo y pensarlo a gustarlo. Y aunque el Rey mi señor se vio cerca, y yo la gusté más beces y más gravemente que si de otra causa yo muriera, ni puede mi alma tanto sentir al salir del cuerpo. No se puede dezir ni encarecer lo que sentía: y por si esto antes que otra vez guste la muerte, que plega a Dios nunca sea por tal causa, querría que fuese en otra disposición questava agora, en especial en la paga de las deudas7.
5Se cumplen aquí los presupuestos teóricos que hemos manejado. El miedo a la muerte (ahora sentida más que pensada) y el ulterior juicio que aguarda llevan a la reina a preocuparse a bien morir. Ello no se limita al ars moriendi, sino que se extiende al ejercicio de la justicia política, y por ello se preocupa en solventar cuanto antes el problema de las deudas de la Corona8.
6Queda evidenciado con este ejemplo el poder que la conciencia y la perspectiva de la salvación podían adquirir en el hecho de gobierno, y de ahí que los reyes acudiesen al auxilium y consilium de sus confesores. Dada la conexión entre la salvación particular y el ejercicio del poder, los confesores reales adquirieron gran importancia (dejando de lado las funciones políticas y eclesiásticas que desempeñaron) como consejeros en materia político-moral. Ya lo hizo notar en este sentido José Manuel Nieto Soria9, y para el caso del reinado de Juan II, Óscar Villarroel10.
7Del mismo modo, David Nogales Rincón ha señalado cómo el confesor sería, antes que nada, un sacerdote encargado de la atención del rey en calidad de fiel cristiano y no de monarca11. Esta observación no se contradice con la visión política de esta figura; antes bien se complementan12. En este punto quisiera agradecer la contribución hecha en el seminario por el profesor Iogna-Prat, que mostró cómo en el caso de la Corona de Francia el confesor real llegó a ser considerado un servidor público, dada la importancia dada a su labor como privado del rey en sus decisiones políticas13. Por ello, la cuestión de la salvación es relevante en la dimensión pública del poder real y hace del confesor una figura de interés para la historia. Pero hemos de saber discernir el límite entre estas dos facetas (espiritual y política) para no llegar a conclusiones erróneas, como el uso del sacramento de la confesión (o el deseo de salvación) con fines políticos.
El discurso moral y penitencial del confesor real en Castilla y el poder pastoral
8Lo que expuse en el seminario Faire son salut fue una propuesta de análisis del confesor real en calidad de consejero del rey. En el ámbito de la salvación del alma regia, esta dimensión del confesor como director de conciencia y consejero debió de ser sumamente importante. El problema al que nos enfrentamos es la parquedad de fuentes. No podemos conocer la relación privada entre rey y confesor, y por ello su estudio parece fundamentalmente político, como elaboración de una prosopografía. Ante esta situación, se plantean dos alternativas igual de negativas: el silencio absoluto en cuanto a la relación privada, como parece plantear Georges Minois14, o la especulación, que en la historiografía más antigua y en la literatura ha sido recurrente.
9En este estudio se va a defender una tercera vía: la reconstrucción del discurso moral y penitencial, o simplemente discurso penitencial. Por tal entendemos el ideario que se contiene en las obras y escritos más directamente relacionados con los confesores y monarcas, que presentan contenidos sobre moral y teología sacramental. Así, podremos aproximarnos a las ideas que, presumiblemente, los confesores manifestaron a sus regios penitentes, así como lo que estos sentían o esperaban de sus confesores. Es preciso señalar, en este punto, que se trata no de estudiar la relación más íntima entre el rey y el confesor dentro del sacramento de la penitencia, sino la relación del rey con su confesor en calidad de consejero.
10Por lo tanto, no se trata de indagar en los secretos de conciencia del rey ni tampoco en tratar de atribuir a los confesores determinadas decisiones regias, sino de ver los modelos morales y políticos que los confesores hubieron de transmitir y su posible asunción por los monarcas. Ello se puede hacer, como hemos dicho, mediante fuentes indirectas relacionadas con los confesores reales (sus escritos, así como los libros que poseían en sus bibliotecas privadas15) y con los reyes (crónicas, códigos jurídicos, cartas...). Podemos reconstruir de este modo los contenidos del discurso moral y penitencial. Se trata, en cualquier caso, de elaborar un modelo teórico y aproximativo. Creo que es válido, en cuanto modelo, desde el instante en que los confesores reales dieron muestras de una gran preparación cultural junto a una gran altura moral, lo que hace que pueda establecerse una coherencia entre su formación teórica y su quehacer como consejeros16. Por otro lado, se pueden estudiar las obras en conjunto (y no atendiendo a las particularidades de cada confesor, entendiendo que las hubo), ya que pertenecieron siempre a las mismas familias religiosas (dominicos, franciscanos y jerónimos) y presentan, en principio, una homogeneidad en su formación y espiritualidad que permite establecer una historia de larga duración en lo que se refiere a su pensamiento político-moral.
11Ciertamente este modelo del discurso moral y penitencial tiene sus limitaciones, ya que no hay una correlación directa entre el texto escrito y la palabra oral, como ya indicara Lope de Barrientos (confesor de Juan II17) o Hernando de Talavera, si bien él mismo valoraba la palabra escrita como medio de consejo moral18.
12En la historiografía hemos hallado alguna invitación a tomar los textos escritos como manifestación de la dirección de conciencia. Así, Frank Tang propuso una relectura de los espejos de príncipes no desde la perspectiva de la propaganda política, sino desde la perspectiva de la admonición al rey:
For, since most authors of mirrors were clerics, it could not be held against them that they were worried about their masters’ souls. Morals and salvation belonged to their expertise; they were on safe grounds. As writers they engaged in an activity that could be compared to that of the members of their order who acted as royal confessors19.
13Se ve aquí la correlación que se establece entre el texto escrito y la palabra oral del confesor. Nótese que Tang habla de la importancia sentida por estos autores hacia la salvación de sus señores («Morals and salvation belonged to their expertise»). Precisamente es la perspectiva que aquí adoptamos. Por seguir mencionando el caso de Talavera (muy importante en cuanto a que es el único caso en que se conservan cartas de confidencia con sus regios penitentes), existe una correlación entre los textos. Así, en otra carta dirigida a la reina con motivo de las vistas mantenidas en Perpiñán con los emisarios franceses en 1493, después de mencionar los asuntos políticos (la paz con los reyes cristianos, la necesidad de entendimiento…), criticó las excesivas vanidades de los festejos, entre ellos un gasto desmedido en la vestimenta de la reina20. En el Confessionale de san Antonino de Florencia (autor cuya Summa penitencial está presente en su biblioteca personal), encontramos condenas semejantes, donde se critica la vanidad en el vestir, especialmente grave en el caso de una reina21. Algo similar ocurre con su penitente, la reina Isabel, en cuyo testamento encontramos una declaración de principios semejante a la que indica en la carta antes citada22.
14Para poder leer fuentes tan diversas desde la perspectiva de la dirección espiritual y la relación rey-confesor debemos establecer un marco teórico apropiado. No cabe duda de que el discurso del confesor hacia el rey se encaminó a influir en la conciencia y la conducta del monarca para adecuar su comportamiento a las exigencias morales de su cargo, con las que podría alcanzar el premio eterno de la salvación. De esta manera, la noción de discurso entraña la de poder, y el marco de análisis que propusimos en el seminario fue el del «poder pastoral», acuñado por Michel Foucault.
15El manejo de las ideas de Foucault, tal como se me indicó en el seminario, resulta arriesgado por tratarse de un pensador de gran complejidad. De hecho, el texto base para el estudio del poder pastoral, « El sujeto y el poder »23, fue escrito por este pensador a modo de propuesta, sin el deseo de hacer una definición sistemática ni del concepto ni del método de análisis del poder pastoral. Foucault se centró, más que en el estudio del poder, en el estudio del sujeto, en cómo la identidad de los sujetos se ha ido creando en los discursos socioculturales. De este modo, se plantea una corriente historiográfica que ve la confesión como un medio de disciplinamiento social para configurar las conciencias de los individuos según los intereses de la Iglesia24. Por otro lado, existe la postura de autores como Jean Delumeau que, sin negar esta derivación25, contemplan la penitencia como un sacramento de sanación moral, una exigencia para vivir la propia fe. Así lo entienden, naturalmente, los teólogos católicos. De este modo, la Iglesia tiene, delegadas de Dios, tres potestades sagradas (santificar, enseñar y regir)26 que se entienden más como servicio que como poder. De ahí que la Iglesia hable de los munera sacramentales. Munus significa más bien «servicio» o «función», y por ello, frente a la idea de poder pastoral de Foucault, autores como José A. Marques hablan de «función pastoral» y de que «se trata, pues, de una función sacerdotal, doctrinal y de presidencia en espíritu de servicio»27.
16Ante este panorama (que tan parcamente hemos podido caracterizar aquí), podemos concluir que la definición del poder pastoral que Foucault ofrece resulta de gran interés y permite estructurar, en un discurso inteligible, la diversidad de ideas e implicaciones que encontramos en fuentes tan heterogéneas. Sin embargo, para establecer una hermenéutica más precisa, creo que debemos entender que los confesores manejaron los textos desde la perspectiva de su fe28, lo cual nos debe llevar a entenderlos desde su propia óptica29 y de ahí concebir el ejercicio del poder del confesor real más como un servicio espiritual que como un medio de coacción de la conciencia regia. La prosopografía muestra cómo los confesores contaron casi siempre con una gran preparación cultural, unida a una gran coherencia de vida y prestigio moral que los llevó, por ejemplo, a destacarse en la reforma moral y doctrinal de la Iglesia de su tiempo. Por ello, es más propio adjudicarles una concepción de su poder pastoral más en el sentido de servicio que de control, tal como algunas corrientes historiográficas entienden. Ello explica que los confesores siempre fuesen fieles servidores de los reyes en los asuntos políticos y eclesiásticos, ya que su ministerium pastoral se encuadraría en los asuntos espirituales, en especial el de la salvación. Nos encontramos en el difícil equilibrio entre aplicar necesariamente las categorías de análisis modernas con leer las fuentes desde las claves intelectuales de su tiempo que en parte nos resultan ajenas, cuestión que ya hizo notar José Manuel Nieto30. En definitiva, se trata de seguir el esquema propuesto por Foucault y completarlo con la visión de los otros autores citados.
La salvación: el fin último del poder pastoral del confesor
17El poder pastoral se define en primer lugar, como señala Michel Foucault, por tener como último objetivo la salvación individual en el otro mundo31. Nicolas Pluchot señaló en el seminario que la salvación se constituyó en el argumento último del poder de la Iglesia, y en el caso de los confesores reales esto no puede ser más cierto. Si ejercieron un poder efectivo sobre el rey, fue en vistas a su salvación. De esta manera, la función pastoral o munus supuso la necesidad de ejercer un poder o autoridad en la conciencia regia. El propio santo Tomás de Aquino señalaba la salvación como causa final de la penitencia32, y de ahí que la necesidad de la salvación del alma del rey llevase al nacimiento de la figura del confesor real.
18Merece la pena, por tanto, que nos centremos en este punto del poder pastoral más que en los otros. El fin último de la salvación, por todo lo dicho, debió condicionar el discurso moral y penitencial de los confesores en su relación con los reyes, como hemos visto con los ejemplos mencionados. En este sentido, fray Hernando de Talavera dirigió una carta a Fernando el Católico que se ha conservado. Comenzaba, extrañamente, mostrándole cierta condolencia por ser rey, «pues es çierto que la administración de qualquier dignidad eclesiástica o seglar y mucho más la Real es muy peligrosa para el anima33». No obstante, reconocía que «bien es posible que espere por ello grande gloria en el cielo si lo hizo como devia y de lo menos bien hecho obo gran arrepentimiento y satisfiço como pudo34». Es por esta razón (la salvación eterna) que Talavera dirige esta carta al rey, en la que pretende instruirle sobre cómo ser un buen monarca para alcanzar aquel fin último. Quizá Fernando no se aviniera bien a semejante instrucción moral, lo que pudo estar detrás de que Hernando de Talavera fuese su confesor por tan poco tiempo35.
19Esta cuestión, la de la imagen del ideal moral regio que los confesores proyectaron sobre la conciencia de los reyes, pertenece más al ámbito del segundo punto de definición del poder pastoral propuesto por Foucault, y lo trataremos ahí. No obstante, al estar tan condicionado a este primer punto de definición, debe citarse para entender la importancia que juega la salvación como factor de la conducta política del rey. Pero ahora vamos a centrarnos en otro tema o, mejor dicho, momento, que puede resultar crítico para alcanzar la salvación y en el que el confesor era un personaje irremplazable: la muerte.
20Antes de seguir, debo expresar mi agradecimiento a Roxane Chilà, que en el seminario planteó cuestiones relacionadas con este tema que me llevaron a replantearme su análisis, cambios que introduzco, agradecido, en este trabajo. De hecho, la muerte del rey ha sido objeto de vivo interés en la historiografía. Lo que de la misma se deduce es que hay dos dimensiones en la muerte del rey. En primer lugar, tenemos la muerte «real», el hecho sucedido, donde se aprecia cómo afrontó el rey la muerte, qué consecuencias pudieron derivarse del ars moriendi particular de cada monarca. En segundo lugar, tenemos la muerte «imaginada»: sobre la base de la muerte real, los cronistas, trovadores, poetas, etc. reelaboraron la muerte del rey con el fin de denigrar o ensalzar su figura, así como hacer una lectura moral de la misma36. En realidad, esta división es, en buena medida, artificial, pues es difícil separar una de la otra, ya que todas las fuentes están mediatizadas.
21Analizar la muerte de cada rey y el lugar que ocupó la penitencia y el confesor en cada uno de ellos nos supondría mucha extensión. Por eso, debemos hacer una valoración global. Comenzando por la preparación más remota para la muerte, el hecho de dejar testamento fue considerado una obligación moral de la que incluso dependía la salvación, puesto que suponía dejar todo en orden en el reino para evitar injusticias en el mismo37. Así, hallamos ocho confesores presentes en los testamentos como testigos o albaceas, encargados de velar por su cumplimiento. En algunos casos, los reyes dispusieron que fueran regentes, o incluso que confesasen al heredero. De este modo, el confesor estaba presente en todo el proceso de continuidad del poder regio, desde la redacción del testamento hasta su cumplimiento póstumo.
22Si hay un rey de Castilla del que la Iglesia haya declarado solemnemente que es santo, esto es, que alcanzó con mérito la gloria de la salvación, es Fernando III. La Primera Crónica General de España ofrece un relato conmovedor de su muerte desde el punto de vista de la devoción. Curiosamente, en la edición de Ramón Menéndez Pidal no se menciona el auxilio de ningún clérigo al rey, aunque naturalmente se da por hecho que hubo de ser atendido por el simple hecho de recibir los sacramentos38. Luis Alonso Getino cita la misma crónica (en una edición previa a la de Menéndez Pidal, sin duda) en la que sí se menciona expresamente el auxilio de Ramón, arzobispo de Sevilla39, quien precisamente había sido desde tiempo atrás su confesor40. En cualquier caso, ante un rey tan devoto y comprometido con su fe, no había necesidad de un confesor que lo instara a bien morir, sino que el propio monarca, alegre de dejar la gloria terrenal por la espiritual, haría llamar a su servidor espiritual para ayudarle a consumar su camino hacia la salvación. Caso opuesto viene a ser, al final del periodo, el de su homónimo Fernando V el Católico, el cual se negaba a reconocer la proximidad de la muerte y acusaba a su confesor de querer tratar con él asuntos de otra índole y no lo concerniente a su salvación41. Otros ejemplos de cómo los reyes valoraban la confesión en el momento crítico de la muerte los tenemos en Alfonso XI42 y Enrique II (el cual, estando en el lecho de muerte, se quejaba del retraso de su confesor en llegar43).
23Una transmisión dispar de la muerte regia se presenta en el caso de Enrique IV. Tanto el Memorial de diversas hazañas de Diego de Valera44 como la Crónica anónima de Enrique IV45 parecen mostrar un rey impío que muere con el gran pecado de no haber dejado una heredera legítima (esto es, Isabel) e inequívoca, con lo que condena al reino a la guerra. En estos relatos se habla del prior de los jerónimos de Madrid, fray Juan de Mazuela, que atiende al monarca moribundo y pretende obtener de él el reconocimiento de Isabel como sucesora46. Pero la versión de Enríquez del Castillo (que llama al jerónimo Pedro Mazuelo), capellán del rey, muestra una muerte más serena y espiritual47, donde el confesor no hace uso de su influencia en momentos tan difíciles para obtener un logro político. Dado que era un hombre próximo al monarca, quizá este relato resulte más próximo a la realidad.
24Como vemos, se asoma la sospecha sobre los confesores reales de manipular a los reyes en sus últimos momentos (cuando debían de estar especialmente sensibles ante la cuestión de la salvación eterna) para conseguir de ellos ventajas políticas. Al hablar del poder pastoral establecimos que resulta más apropiado atribuir a los confesores reales una sincera preocupación espiritual, asumida por sí mismos, que un empleo de su potestad espiritual para controlar la conciencia regia. Un caso en que sí se aprecia el empleo del miedo a la muerte y la condenación como instrumento de control es el caso de Diego Gelmírez, que ha sido calificado (inadecuadamente, a mi entender) como confesor de Raimundo de Borgoña48. Pero esta identificación viene del simple hecho de atender al conde en sus últimos momentos, como haría Jiménez de Rada con Alfonso VIII49. Estamos más bien en una época en la que se atribuía a los obispos ciertas prerrogativas penitenciales sobre los reyes, pero no podemos hablar de confesores propiamente. Así, Gelmírez actúa con el poder institucional del prelado más que con el poder pastoral del confesor50. Pero desde el momento en que la figura del confesor real tiene entidad propia no se dan estas implicaciones, aunque se lanzaran sospechas en casos como el de Fernando V o Enrique IV.
25Esto en cuanto a la «muerte real» de los reyes. En cuanto a la imaginada, aparte del caso del uso propagandístico de la muerte de Enrique IV, vemos cómo en la cronística se presenta una correlación entre la buena muerte y el buen gobierno. Así, monarcas como Fernando III, María de Molina, Alfonso XI (pese a su inmoralidad en materia matrimonial), Enrique II, Enrique III, Juan II, Isabel I y Fernando V se nos muestran como reyes de una muerte apacible, conforme a su talla de buenos gobernantes o, al menos, piadosos. Por el contrario, Enrique IV, como hemos podido ver, tiene una memoria ambigua, junto con la de Alfonso X o Sancho IV. Claramente negativa es la muerte de Pedro I, tal como lo presenta Pedro López de Ayala al hablar de la supuesta profecía de la muerte del rey hallada en un documento dentro del castillo de Montiel, tras la trágica muerte del rey a sus pies51.
26Por último, las extraordinarias muertes de Fernando IV y Juan I se interpretaron, ya en el Medievo, en clave moral. Fernando IV había muerto durante el sueño, lo que generó la famosa leyenda del emplazamiento de los Carvajales. Como indicaría Diego Rodríguez de Almela en su Valerio de las Estorias escolásticas e de España, «este Rey no tuvo la manera que convenia á execucción de justicia, y por tanto acabó como dicho es52». Esta leyenda, transmitida interesadamente por Galíndez de Carvajal, pudo ser, al parecer, del gusto de la reina Isabel como advertencia contra el mal gobierno53. Una muerte de esta índole, sin poder confesar, se mostraría casi como un castigo divino en el caso del caballero Lorenzo Yáñez, que aconsejaba mal a Fernando IV54. Otro rey que murió repentinamente fue Juan I. Su reinado planteó incógnitas para una visión providencialista como era la medieval. Tanto su derrota en Aljubarrota como su muerte eran manchas en el reinado de un monarca que estaba lejos de ser disipado o impío. El papa trató de consolar a Enrique III indicándole que su padre previamente había confesado y que por ello su alma sería salva55. Pero ello no fue suficiente para evitar cierta infamia que se extendió en su memoria posterior, viendo su muerte como un castigo a ciertas inmoralidades del rey56. Otros lo vieron (como se haría en el caso de la muerte del príncipe don Juan, hijo de los Reyes Católicos57) como un castigo a los pecados del pueblo, que así perdía tan insigne rey58. Así quedaba limpia su memoria, como un buen rey arrebatado por el designio divino y, como aventuraba el sumo pontífice, como un monarca que había alcanzado la salvación.
El ejercicio del poder real como sacrificio de sí mismo, la necesidad de atención particular y permanente y la formación del confesor real
27En este trabajo, como corresponde al tema del seminario, nos hemos centrado en la idea de salvación y el lugar que ocupó en la relación entre los reyes de Castilla y sus confesores, y en qué medida condicionó el discurso moral y penitencial de los mismos. Ahora bien, quedaría cojo si no mencionamos los otros puntos con los que Michel Foucault ofreció una primera definición del poder pastoral y que completan el modelo del discurso penitencial.
28El segundo punto del poder pastoral de Foucault habla del «sacrificio de sí mismo»59. Del mismo modo que los súbditos deben sacrificarse en aras del bien del trono, se ha de armonizar el amor a sí mismo y las propias inclinaciones con el amor a Dios y a los demás (con las exigencias morales, en definitiva)60. En cualquier caso, la repercusión práctica es que el deseo de obrar la justicia y la aspiración a la salvación del alma del rey debió llevar a los confesores a ofrecerles un modelo moral que condicionase su conducta. En este sentido, creo que el discurso penitencial del confesor real puede completar los estudios sobre la propaganda y legitimación. Así, la literatura político-moral de Castilla se ha leído habitualmente (como corresponde) en clave de legitimación del poder real frente al reino. Por el contrario, el discurso penitencial se dirigiría no a justificar el poder del rey, sino precisamente a conseguir que el rey interiorizara esos ideales y los convirtiera en convicción personal. Lejos de ser contraria a la otra perspectiva, se complementa. Quien ha sistematizado mejor esta cuestión es, a mi entender, José Manuel Nieto Soria. Él mismo ha indicado cómo se creó en Castilla una imagen del poder real como un poder de origen divino. Ello tendría un enorme valor legitimador y propagandístico, pero a la vez se haría notar que ello obligaba al rey al respeto de un ethos determinado61. De ahí que el confesor hubiese de amonestar al rey y no caer en la adulación, que figura como pecado (incluso grave) en la Summa de Angelo di Chivasso (o de Clavasio latinizado) que Hernando de Talavera poseía62.
29En definitiva, los confesores habían de velar por una piedad personal y un ejercicio justo del poder del rey en cuanto afectaba a su moralidad personal, lo cual se aprecia en las obras que manejaron63. No podemos detenernos en la moralidad específica propuesta a los reyes, pero esta se aprecia en el conjunto de estas obras. Para manifestarla al rey, el confesor no habría de tener miedo a corregir y advertir, como ya hemos dicho, ya que la ley divina está sobre la temporal64, si bien, como indica el Fuero Real, ello debía darse en la mayor intimidad del rey65 y, por tanto, no encontramos casi nunca en la historia de los confesores reales una confrontación pública entre rey y penitenciario. En todo caso, se dio un abandono del confesionario regio por desavenencias con el rey, como el caso de fray Pedro López de Aguiar con Pedro I66. Pero nótese que, en lo político, este prelado lucense se mantuvo extremadamente fiel a su rey incluso después de la guerra civil castellana, cuando ya había muerto su regio penitente67.
30Dada la necesidad de salvación y del correcto ejercicio del poder para este destino se deriva que, como indica Foucault en el tercer punto, la atención pastoral fuese constante y particular durante toda la vida68. Amélie de las Heras habló en la primera sesión del seminario de la prima poenitentia (el bautismo) y la secunda poenitentia (la confesión) como momentos esenciales de la conversión. En el caso de la secunda poenitentia, esta se puede repetir a lo largo del tiempo para garantizar la conversión de vida una vez que se hubiese pecado tras la prima poenitentia. De este modo, el sacramento de la penitencia resulta esencial para la salvación, y, en el caso del rey, la atención del confesor sería igualmente esencial para absolverlo de sus culpas. En el seminario pudimos comentar largamente un texto regio (casi el único del periodo) que habla expresamente del ideal del confesor: la segunda Partida, título IX, ley III, aunque se lo denomine capellán en la misma. El texto comienza equiparando la necesidad del cuidado del cuerpo por el médico a la del alma por parte del confesor:
Sabida cosa es que el hombre ha en sí dos naturalezas: la una es espiritual, que es el ánima; la otra, temporal, que es cuerpo del hombre. E bien así como el cuerpo del hombre ha menester de ayudarse de las cosas temporales para mantenerse bien, así el ánima ha menester de se ayudar de las espirituales, pues sin ellas no podría alcanzar cumplidamente aquel bien para que Dios la crió69.
31Volvemos a encontrarnos con la salvación y la necesidad de que el rey reciba atención tanto en el cuerpo como en el espíritu para garantizar una completa salus. Manifestaciones de necesidad sentida por los reyes tenemos abundantes. Por ejemplo, cuando Juan II ejecutó a don Álvaro de Luna y se justificó ante el reino indicando, entre otras cosas, que don Álvaro había actuado en deservicio suyo
apartando y alejando de mi corte a las personas científicas de quien yo me podía bien servir […] y otrosí a los devotos e buenos religiosos con los que yo me confesaba, no dándoles lugar que residiesen ni estuviesen en mi corte ni cerca de mí70.
32La equiparación entre salud espiritual y corporal se aprecia en las peticiones de Juan I al papa, tanto para elegir confesor como para conseguir privilegios para sus médicos71. Volviendo a su nieto Juan II, esto garantizaría la proximidad de su confesor, fray Alfonso de Cusanza, con una bula papal72. Se requería esta bula por la circunstancia de que Cusanza era obispo de León y, como en ella se especifica, los obispos estaban obligados a una residencia estable en su diócesis. Aquí podemos proponer una hipótesis en cuanto al nombramiento de los confesores como obispos. Este hecho siempre se ha interpretado como una recompensa del rey hacia el confesor, así como una estrategia para colocar a alguien de su confianza en puestos importantes de la jerarquía. Sin negar estas causas —ni tampoco que son las más evidentes y principales—, quizá podamos pensar que detrás de un nombramiento episcopal (en el caso de que los confesores mantuviesen su presencia en la Corte como tales) estuviese el deseo de que el confesor pudiese absolver de casi todas las materias reservadas en su condición de obispo y no tener que pedir dispensas al papa para ello. Además, estas dispensas solían aplicarse no para cualquier circunstancia, sino en el peligro de muerte, como ocurre en el caso de Enrique II y su esposa Juana Manuel, que recibieron la facultad de elegir confesor que les absolviese de las penas reservadas solo in morte articulo73, dada la urgencia que ello podría suponer para la salvación del alma.
33Por último, el cuarto punto del poder pastoral habla de que el ejercicio de este requiere habilidad y preparación para dirigir la conciencia74. Aquí solo nos queda señalar cómo la prosopografía ilustra de por sí esta cuestión. La mencionada ley de las Partidas señala otras tres grandes características del confesor: preparación75, ejemplaridad76 y lealtad y discreción77. Estos tres elementos hubieron de conjugarse en la vida de los confesores, de manera que lo que la prosopografía nos muestra es que estas cualidades debían darse de modo simultáneo. Por ejemplo, un hombre como el beato Álvaro de Córdoba llegaría a confesor de la esposa de Juan II por su fama de santidad, si bien previamente ya había sido famoso como profesor en Valladolid78. Es cierto que, en el caso de los primeros confesores jerónimos, estos mostraron menos preparación que los franciscanos o dominicos79, pero para el caso de fray Hernando esto no es aplicable. Por otro lado, el mencionado Gonzalo de Illescas, también jerónimo, si bien no tendría una gran preparación teológica o filosófica tan sólida, contaba con una completa biblioteca en materia de derecho canónico, sumas de confesores y moral, con lo que en este punto sí podemos decir que estaba preparado, conjugando su condición de monje observante de la vida conventual80 con una preparación básica para el ejercicio del consejo moral y penitencial al rey.
34En el presente trabajo podemos concluir que la creencia en la salvación, sentida como objetivo último de la vida por el fiel cristiano, hubo de jugar un importante papel en la conducta de los reyes de Castilla. Ello no se contradice con el hecho de que los reyes se movieran también por otros motivos, pero en última instancia (y en la medida de la sinceridad de la fe de cada monarca) la salvación fue un argumento poderoso para que se rigieran, como fieles y como soberanos cristianos, conforme a los principios de la moral católica.
35De esta manera, la necesidad tanto de purificar el alma de los pecados como de prepararse debidamente ante el momento de la muerte, así como de disponer del consejo moral necesario, motivó la existencia de los confesores reales. Estos se destacarían como administradores de la misericordia divina y directores de conciencia, como se aprecia en los diversos documentos que hemos manejado.
36Dada la ausencia de fuentes que nos refieran directamente la relación privada entre los reyes de Castilla y sus confesores, podemos tratar de aproximarnos a ellas mediante la reconstrucción del discurso moral y penitencial que aquí hemos bosquejado: todos los contenidos que se hallan en las obras escritas, promulgadas o manejadas tanto por confesores como por reyes que se refieren a las materias moral y espiritual y en relación con el ejercicio del poder regio. Así, podemos llegar a apreciar qué ideario subyacía en la relación rey-confesor y que los reyes, presumiblemente, pudieron asumir. Aplicando los conceptos y métodos de estudio de diversos autores modernos (como el «poder pastoral» de Michel Foucault) se puede hacer inteligible este discurso. En este estudio hemos podido apreciar cómo la idea de salvación ocupa un lugar central en el discurso penitencial y afecta a otras de sus partes o puntos. De tal manera, los confesores reales hubieron de preocuparse primeramente de la salus espiritual de los monarcas castellanos para pasar de ahí a la cuestión de gobierno. El discurso penitencial no deja de tener, por tanto, una dimensión política innegable, dada la naturaleza del poder real medieval.
37Todo ello hace pensar en la relevancia de la figura del confesor del rey, como se ha insistido en la historiografía. Junto al estudio prosopográfico (que muestra el valor de los confesores reales en diversas tareas de gobierno), el análisis del discurso moral y penitencial puede arrojar luz sobre la relación entre los reyes y sus confesores que, en la historia, pudo tener tanta importancia. Podremos completar de esta manera, y en la medida de lo posible, el conocimiento de esta figura tan sugerente como desconocida.
Notes de bas de page
1 Aurelio Fernández ha señalado cómo, a lo largo de la historia de la filosofía, la felicidad ha sido considerada el objeto de la ética. En relación con la fe señala que «para la ética cristiana, la “felicidad” perfecta es la salvación, la vida feliz en el Cielo, lo cual constituye el objetivo último de la existencia» (Fernández, 2013, p. 54).
2 Talayero, Tratado de confesión, fº 21vº. La obra fue redactada a finales del xv, como dice el autor, a instancias del justicia de Aragón.
3 Gilson, 1976, p. 12.
4 García de Castrogeriz, Glosa castellana, p. 20.
5 En su Tratado de confesión, Talayero señala como uno de los motivos para el arrepentimiento y la conversión el «temor grande de aquel terrible y spantable judicio y pena infernal» (Talayero, Tratado de confesión, fº 12rº).
6 Así figura en dos inventarios de los libros de Isabel I conservados en el Archivo General de Simancas, en sendas entradas con el número 153 («Otro libro de marca mayor en romance en pergamino, que es el gobernamiento de los Príncipes») y 20 («Otro libro de mano en pargamino en latin, ques de regimiento de príncipes»): Clemencín, 1821, pp. 460 y 474. Bien es cierto que una de ellas sea (o ambas) fuese la obra homónima de santo Tomás de Aquino.
7 Transcrito en ibid., p. 354.
8 «Y por eso os ruego y encargo mucho por nuestro señor, si cosa aveys de hazer por mí, a bueltas de quantas y quan grandes las haveys hecho por mí, que querays ocuparos en sacar todas mis deudas […] y me lo embyeis en un memorial, porque me será el mayor descanso del mundo tenerlo; y viéndolo y sabiéndolo, más trabajaré por pagarlo» (ibid., p. 355).
9 «Un cargo cortesano sobre el que apenas se ha llamado la atención con anterioridad a los Reyes Católicos y que, a buen seguro, ejerció una importante labor de configuración eclesiástica de la realeza trastámara fue el del confesor real» (Nieto Soria, 1990, p. 143).
10 «Uno de los personajes eclesiásticos que más confianza y cercanía personal podía llegar a tener con los monarcas fueron los confesores reales, dado el carácter íntimo del objeto base de su relación: la conciencia regia. Sin duda por este hecho la figura del confesor regio ha sido vista como dotada de una cierta capacidad de influencia […] por una corriente más moderna de la historiografía, tanto en el marco hispano como en el francés, que les ve como consejeros de cierta relevancia política» (Villarroel González, inédita, p. 1 069).
11 «El confesor real tendría como misión fundamental mirar por la conciencia y moral regia, sin atender a la condición especial del rey. Una parte significativa de los confesores ejerció, de una forma firme, sus funciones, amonestando a los reyes cuando así lo creían conveniente y ejerciendo una influencia efectiva sobre éstos» (Nogales Rincón, 2008, p. 73).
12 El mismo David Nogales escribe que «en tanto que el confesor debía atender a que las acciones del rey discurrieran por el camino adecuado, su papel ha sido equiparado en alguna ocasión a la posición que tenían los profetas del Antiguo Testamento respecto a los reyes de Israel. No obstante, este consejo, que tiene un carácter personal y privado, tendría ocasionalmente su plasmación institucional en el hecho de que alguno de los confesores reales, ya fuera de una forma real u honorífica […] formaran parte del Consejo Real» (ibid., p. 72).
13 El mismo Iogna-Prat se remitió a la obra de Benoist, 2013, donde pueden encontrarse ideas al respecto.
14 «L’historien se trouve donc confronté ici à un problème presque insoluble : l’absence de documents, qui rend son travail impossible» (Minois, 1988, p. 10).
15 Conservamos el catálogo de los libros de tres confesores, gracias a sus testamentos: los de fray Juan Rodríguez de Villalón y fray Gonzalo de Illescas (confesores de Juan II) y el de fray Hernando de Talavera. Los tres están publicados: García y García, 2003; Iannuzzi, 2009, pp. 99-130; Suárez González, 2013. En los catálogos hallamos muchos manuales de confesores, que debieron de utilizar para ejercer apropiadamente su ministerio penitencial, como la Summa de paenitentia de san Raimundo de Peñafort, la Summa confessorum de Juan de Friburgo, obras de Andrés de Escobar, las sumas de Angelo di Chivasso y Antonino de Florencia o el famoso Libro de las confesiones de Martín Pérez. También encontramos el Regimiento de príncipes y otras obras de pensamiento político-moral.
16 En las obras manejadas o redactadas por los confesores se insiste numerosas veces en no tener miedo a la corrección de la conducta. Por ejemplo, Alfonso de Palenzuela, confesor de Juan II y Enrique IV, tradujo los comentarios al Evangelio de san Mateo de san Juan Crisóstomo al castellano. Ahí podemos leer, por ejemplo, que: «Pues semejablemente otrosí fagamos quando corregir o emendar algunos quisieremos, suframos por algund tempo en el todos los otros males porque de uno solo alcançemos emienda lo qual quando alcançaremos por este mesmo camino andaremos a emendar en el lo otro» (Alonso de Palenzuela, Traducción, fº 23rº).
17 Lope de Barrientos escribió para el rey el Tratado de dormir en el que le exponía todo lo referente a los sueños y la valoración moral de los mismos. Dada la complejidad del juicio en algunos casos, le indicaba al rey que, pese a su tratado «es necesario juyzio e consejo de gran sabio que sepa juzgar e disçerner de qué parte proçedan los tales sueños» (Barrientos, Tratado del dormir, parte II, p. 22).
18 «Aunque nuestro glorioso padre Sant Gerónimo dice que la habla tiene más fuerza que la escriptura, y es así verdad que imprime y mueve más, y aún más lo que se vé que lo que se oye; pero porque la habla pasa y la escriptura permanece y dura, pensé presentar a Vuestra Alteza por escrito mi pobre parecer en la orden y manera que podría tener en el despacho de los negocios para que su muy escelente alma viviese leda y descansada, y su serenísima conciencia descargada» (transcrito en Colección de documentos inéditos, ed. por Salvá y Pando, p. 566).
19 Tang, 2007, p. 120.
20 La carta está transcrita en Clemencín, 1821 (ver en concreto pp. 365-366).
21 Antonino de Florencia, Confessionale, fº 126vº.
22 «al qual sancto apostol e euangelista yo tengo por mi abogado speçial en esta presente vida e asi lo espero tener en la hora de mi muerte e en aquel my terrible juizio e estrecha examinaçion, e mas terrible contra los poderosos, quando mi anima será presentada ante la silla e trono real del juez soberano muy justo e muy igual, que segun nuestros mereçimientos a todos nos ha de juzgar […] por que asi como es çierto que avemos de morir, asi nos es ynçierto quando ni donde moriremos, por manera que deuemos biuir e asi estar aparejados como si en cada hora ouiesemos de morir» (Isabel I, Testamento, p. 25).
23 Foucault, 1982. En este trabajo citamos el texto de la versión española, pero la paginación se refiere a la edición original, ya que la edición digital español no está paginada.
24 En esta línea se encuentran Prosperi, 1996 y especialmente González Polvillo, 2010. Ambos trabajos plantean, a mi entender, el problema de que plantean su estudio para la Edad Moderna, una época con unos condicionantes que difieren mucho de la época medieval. No obstante, sus aportaciones son de enorme interés para este trabajo.
25 Aquí es preciso señalar que Delumeau no niega un uso de control u opresor de la conciencia moral en la historia. En su famoso libro Le péché et la peur. La culpabilisation en Occident (xiiie-xviiie siècles), indica cómo su obra es una historia del miedo a Dios, que no es lo mismo que el temor a Dios, entendido como virtud: Delumeau, 1983, p. 11. De ahí que catolicismo y protestantismo buscaran aliviar ese sentido de culpabilidad que, sin embargo, se insuflaba en la conciencia de los fieles por parte de muchos pastores.
26 Sauras, 1975, p. 30.
27 Marques, 1975, p. 159. En este artículo, este autor plantea un panorama muy completo en el que se inscribe el ejercicio del poder pastoral que, como vemos, define como función. Llega así a afirmar que «en principio, al menos ninguna de esas funciones (munera sacramentales) puede calificarse de potestad» (ibid., p. 169).
28 «Reconocer que la acusación de los pecados hecha al sacerdote —y la consiguiente expiación que se deberá cumplir— es un acto salvífico, un acto que une al hombre a Dios y lo salva de su miseria y finitud, requiere fe: en Dios que salva en Cristo, y en la Iglesia como signo e instrumento del que Cristo se sirve en su obra de salvación. La confesión de los pecados —y cualquier otra acción sacramental— resulta incomprensible al hombre si éste la mira sin fe sobrenatural. Sin esa luz, el hombre tratará de buscar explicaciones a su alcance, dando así origen a teorías que nada tienen que ver a lo que este sacramento es: es el caso, por ejemplo, de quienes hablan de la confesión sacramental como un elemento de control y poder social por parte de la Iglesia» (Blanco, 2000, p. 97).
29 «No nos corresponde por tanto una lectura en segundo grado de esta literatura eclesiástica, es decir, adivinar a través de ella tanto las actitudes de los confesores como de los penitentes» (Delumeau, 1992, p. 17).
30 Nieto Soria, 1988, p. 35.
31 Foucault, 1982, p. 783.
32 Fernández Rodríguez, 1994, p. 147.
33 Iannuzzi, 2009, p. 148.
34 Ibid.
35 Martínez Peñas, 2007, p. 102.
36 A este respecto es necesario citar los trabajos de Emilio Mitre Fernández. En su artículo «La muerte del rey: la historiografía hispánica (1200-1348) y la muerte entre las élites» (Mitre Fernández, 1998), indica cómo la narración de la muerte del rey y la creación de su memoria se convierte en «una auténtica arma de propaganda política» (ibid., p. 169), en un triple sentido: político, religioso y de añoranza de un tiempo pasado mejor (ibid., p. 182). Este autor dedicó un detallado estudio a la muerte de Enrique III, que titula Una muerte para un rey. Enrique III: Id., 2001.
37 Pedro I decía en su testamento: «seyendo sano del cuerpo, e en mi complida memoria, e temiendo la muert, de la qual ome del mundo non puede escapar, e cobdiciando por la mi alma en la más llana carrera que pude fallar por la llegar a la merced de Dios, por ende otorgo este mio testamento»: transcrito en Crónicas de los Reyes de Castilla, t. I, p. 593.
38 «Conplido et dicho todo esto que el sancto et bienauenturado rey don Fernando et a saluamiento de su alma et a complimiento de los sacramentos de sancta eglesia fizo, et de todas las otras cosas que dichas son» (Primera Crónica, p. 773).
39 «E quando el rey vió que la dolençia cresçia en pocos días e entendió que la hora del finar se le llegaba e que venía la vida duradera en el cielo, fizo venir a don Remondo e otros obispos e arçobispos que y eran e toda la crelecía, e quel traxesen el cuerpo de Dios e la cruz en que está la significación de nuestro señor Jesu Cristo. […] culpándose de sus pecados e pidiendo a Dios perdón, creyendo e otorgando todas las creencias verdaderas de santa ygresía, rescibió el cuerpo de Dios de mano del dicho don Remondo, arçobispo de Sevilla» (transcrito en Alonso Getino, 1916, p. 396).
40 Costa y Belda, 1978, p. 172.
41 Galíndez de Carvajal escribió: «Estando el Rey en Madrigalejo, antes que falleciese, le fué dado á entender que estaba muy cercano á la muerte, lo cual con gran dificultad lo pudo creer […] no queria ver ni llamar á Fr. Martin de Matienzo, del órden de predicadores su confesor, puesto que algunas veces el confesor lo procuró, pero el Rey lo echaba de sí diciendo que venía mas con fin de negociar memoriales, que no entender en el descargo de su conciencia; pero al fin algunas buenas personas así criados como otros que deseaban la salvación de su ánima, le aportaron é revocaron de aquel mal propósito, y el Espíritu Santo inspiró en él é hizo una tarde llamar al dicho su confesor, con el cual se confesó como católico cristiano, y después recibió á su tiempo los Sacramentos», en Crónicas de los Reyes de Castilla, t. III, pp. 562-563.
42 Antes de la batalla con el rey Albohacén se dice: «Et como quiera que ante que allí llegase avía confesado, et traia consigo siempre el su confesor pero en aquella mañana confesó: et don Gil Arzobispo de Toledo, Primado de las Españas después Cardenal de España, dixole la Misa, et comulgólo: et el Rey rescibió el cuerpo de Dios con grand devoción, et muy humildosamiente, como fiel et verdadero Christiano: et todos los mas do aquella hueste fecieron aquello mismo» (ibid., t. I, p. 325).
43 «El Rey Don Enrique, despues que el Rey de Navarra partió de Sancto Domingo, non se sintió bien, ca ovo una dolencia, é subito fué muy afincado della é á los diez dias, al alva del dia, demandó que le dixesen Misa. E por quanto tan aina non venia su Confesor, que era de la Orden de los Predicadores, el Rey se comenzó á quexar, é decir así: “Señor, pídote por merced que veas la mi voluntad, que yo te queria ver antes que saliese deste mundo”. E en tanto vino su confesor, é dixole Misa, é oleóle» (ibid., t. II, p. 37).
44 Ibid., t. III, pp. 94-95.
45 Crónica anónima, p. 221.
46 «E asy buelto en su palaçio con pocos de los a el mas llegados, estovo echado en su cama fallesçido de todas sus fuerças […] e luego unos fueron llamar al cardenal otros al marques otros al conde de Benavente otros a un devoto religioso llamado frey Juan de Maçuela que avia seydo prior en el monesterio de Santa Maria del Paso […] e como aquel religioso persuadido por el cardenal le requiriese que abiertamente dixese qual de las dos prinçesas dexava por heredera destos reynos ninguna cosa respondio. Entonçe el devoto religioso le dixo: señor gravemente errays a Dios e mucho hofendeys a vuestros subditos en no declarar la verdad, que ya señor vos sabes e a todos es notorio que çerca de los Toros de Guisando […].[…] e por eso señor vos requiero no querays callar la verdad como entre todos vuestros pecados este serie el mas detestable e mas enorme […] pues por vuestro callar dexays llama ençendida en que vuetros reynos ardan, e dareys lugar a los malos para perseverar en su acostumbrada tirania. Oydas estas cosas por el rey ninguna cosa respondio » (ibid., pp. 476-477).
47 «le suplicaban que le hiciesen luego confesar é ordenar su ánima, por quanto no tenia mas de tres horas de vida. Oydo aquesto, mandaron llamar á Fray Pedro Mazuelo, Prior de Sanct Gerónymo del Paso, con quien el Rey se confesó por espacio de una hora grande. E acabada la penitencia, el Religioso le dixo que mirase como disponia su ánima, é donde se mandaba enterrar, y el Rey respondió sosegadamente, que dexaba por sus Testamentarios y Albaceas al Cardenal de España, y al Duque de Arevalo, y al Marqués de Villena é al Conde de Benavente, é les encargaba sus consciencias […]. Dicho aquesto, con muy poca pena espiró á las dos horas de la noche» (Crónicas de los Reyes de Castilla, t. III, p. 221).
48 Historia compostelana, p. 9.
49 Jiménez de Rada, Historia, p. 307.
50 Se puede apreciar el uso de Gelmírez de la sensibilidad de los reyes ante el hecho de la muerte para obtener de ellos concesiones temporales en los casos de Alfonso VI, Raimundo de Borgoña, doña Urraca y Alfonso VII (ver, por ejemplo, Historia compostelana, pp. 121 y 125).
51 En Crónicas de los Reyes de Castilla, t. I, p. 585.
52 Citado en Stefano, 1988, p. 887.
53 Ibid., p. 912.
54 La crónica de Fernando IV narra cierto relato en el que la ausencia de confesión tiene ese sentido aleccionador. Dios quiso mostrar un gran milagro con Lorenzo Yáñez de Liria, que aconsejaba mal al rey. Así, «dióle un dolor á este caballero que luego perdió la fabla é el entendimiento, que nin pudo confesar nin comulgar, é así murió. E todos los que eran con el Rey lo tomaron por muy grand miraglo, salvo aquellos que querían mal á la Reina, commo quier que lo entendían que era así, mas non dejaron por eso de la buscar mal cuanto podían» (Crónicas de los Reyes de Castilla, t. I, p. 119).
55 El papa se dirigió a Enrique III con las siguientes palabras: «Pero que [el papa] tanto era consolado que él avia confianza en la piedad de Dios, pues la vida del Rey Don Juan fue siempre buena, é el quito de pecados, é con muchas buenas costumbres, que la su alma sería en buen logar: demás que el Papa sopiera é fuera informado que un día antes de la rebatada muerte el Rey se confesara con un su confesor […] por los quales cosas él creia que Dios le oviera piedad, é a su alma sería en paz» (ibid., t. II, p. 17).
56 Para ver la transmisión del relato de su muerte y las diversas interpretaciones y usos que se dieron en el Medievo de la muerte de este rey, ver Jardin, 2000.
57 Me remito a la letra de la pieza musical Triste España sin ventura de Juan del Encina, donde se manifiesta la muerte de don Juan como un designio de Dios para castigar, en cierto modo, a los reinos de España que en tal momento mostraban tanta prosperidad (ver letra en <http://www.musicaantigua.com/triste-espana-sin-ventura/>, tomada a su vez de Encina, Poesía lírica).
58 En la tumba del monarca se habrían hecho poner unos versos de Alfonso Álvarez de Villasandino entre los que se encontraban los siguientes: «Pues era en sus fechos Rey tan convenible / por santo debiera ser canonizado […] cabalgó un domingo por nuestro pecado: / Y en Alcalá estando (oíd los nascidos, / que son los secretos de Dios escondidos) / Cayó del caballo: murió arrebatado», en Crónicas de los Reyes de Castilla, t. I, p. 159.
59 «El poder pastoral no es meramente una forma de poder que guía, sino que debe ser preparado para sacrificarse a sí mismo por la vida y la salvación de la carne. Es más, este poder es diferente al poder real, que demanda un sacrificio de sus sujetos para salvar el trono» (Foucault, 1982, p. 783).
60 No podemos detenernos en ello, pero son muy interesantes las reflexiones de Foucault sobre el ejercicio del poder pastoral dentro del marco de la libertad del individuo, así como la noción de gobierno en el s. xvi, primeramente como gobierno de sí mismo antes que gobierno de los otros: ibid., p. 790. Esta idea está presente, por ejemplo, en el Regimiento de Príncipes (García de Castrogeriz, Glosa castellana, pp. 21-22), y es una constante en la literatura penitencial que manejaron los confesores reales de Castilla. Por ejemplo, Andrés de Escobar (autor presente en la biblioteca de fray Gonzalo de Illescas, confesor de Juan II) insiste en la necesidad de introspección y conocimiento de sí mismo para poder agradar a Dios y también ejercer la solidaridad social atendiendo a los más desfavorecidos, huyendo de los propios vicios que impiden este programa ético (ver Escobar, Modus confitendi, pp. 106-108), lo cual es perfectamente aplicable al caso del rey.
61 «Si el rey es puesto por Dios, es Dios mismo quien pone en manos del monarca el instrumento para que ejerza su ministerios; tal instrumento es el poder real, que también tiene un origen directamente divino. El propio origen de este poder impondrá condiciones de uso, así como los fines para los que haya de aplicarse» (Nieto Soria, 1988, p. 53).
62 Por ejemplo, la Summa angelica de Angelo di Chivasso presente en la biblioteca personal de Hernando de Talavera condena la adulación como pecado (Clavasio, Summa angelica, p. 16vº).
63 Esto es evidente en el Regimiento de Príncipes, pero obras de tipo penitencial, aparte de la moralidad común que reflejan y eran aplicables al caso real, también dedican apartados específicos para los reyes y señores, como el Libro de las confesiones de Martín Pérez, que figura en el catálogo de Gonzalo de Illescas (Pérez, Libro de las confesiones, pp. 416-427), o el mencinado Confessionale de Antonino de Florencia (Antonino de Florencia, Confessionale, fos 61-65).
64 La Summa de san Raimundo de Peñafort es clara: no hay ley terrena que pueda contradecir los principios morales de la ley natural o divina, como afirma ante la cuestión de si el rey puede legitimar la práctica de la usura en sus dominios: Peñafort, Summa, p. 337.
65 Nieto Soria, 1988, p. 116.
66 Pardo Villar, 1943, p. 114.
67 En este sentido, Manuel Risco habla de una real cédula de Enrique II (que cita otro autor antiguo a su vez) en la que el rey querría desposeer al prelado de la sede de Lugo debido a la desconfianza que le inspiraba por haber sido confesor de su hermanastro Pedro I: Risco, 2010, p. 133.
68 «Es una forma de poder que no atiende solamente a la comunidad en su globalidad, sino a cada individuo en particular durante su vida entera» (Foucault, 1982, p. 783).
69 Alfonso X, Las Siete Partidas, Segunda Partida, título IX, ley III, p. 214.
70 Citado en Martín Rodríguez, 2003, p. 59.
71 Ver bulas transcritas del Archivo Vaticano a este respecto en Suárez Fernández, 1960, apéndice documental, nº 15, p. 165; nº 16, p. 166; nº 17, pp. 166-167.
72 Archivo Secreto Vaticano, Registra Lateranensia, nº 260, fº 130, 17 de agosto de 1426.
73 Archivo Secreto Vaticano, Registra Avinionensia, n° 180, fº 253vº, 9 de junio de 1371.
74 «Finalmente esta forma de poder no puede ser ejercida sin el conocimiento de las mentes humanas, sin explorar sus almas, sin hacerles revelar sus más íntimos secretos. Esto implica un conocimiento de la conciencia y la habilidad para dirigirla» (Foucault, 1982, p. 783).
75 «E letrado ha menester que sea para que entienda bien las horas, e las escrituras, e las haga entender al rey, e le sepa dar consejo de su ánima cuando se le confesare» (Alfonso X, Siete Partidas, Segunda Partida, título IX, ley III, p. 214).
76 «E de buena vida ha menester que sea, pues aquel que ha de hacer tan santa e tan noble cosa como consagrar el cuerpo de nuestro señor Jesucristo, e de haber en guarda el ánima del rey, e de los de su casa, puedan tomar de él buen consejo e buen ejemplo, e lo que ha de castigar en los otros, que no lo haya en sí» (ibid.).
77 «E otrosí, debe ser de buen seso e leal, porque entienda bien como le debe tener poridad de lo que él le dijere en su confesión, e que le sepa apercibir de las cosas de que se debe guardar […] e tiene oficio de guardarlo, más que otro de su casa, en aquellas poridades en que el rey más debe ser guardado. De donde el capellán que en esto errase, sin la pena que le yace cuando a su orden, hace traición contra el rey por la que debe haber tal pena como merece capellán traidor» (ibid.).
78 Huerga, 1972, p. 619.
79 Así lo hace ver en su estudio prosopográfico Sophie Coussemacker, que termina su trabajo con las siguientes palabras, que condensan las ideas que aquí se exponen: «Enfin, le rôle des confesseurs royaux hiéronymites, à quelques exceptions près, n’a pas eu une grande portée politique. Même si le roi leur accordait toute sa confiance pour diriger son âme, et prier pour son salut, ils se sont cantonnés dans ces tâches de direction spirituelle, ce qui correspondait d’ailleurs à leur vocation et à leur formation» (Coussemacker, 1999, p. 101). Señala a continuación que la situación cambiaría a finales del reinado de Enrique IV y con Isabel I con la gran figura de Cisneros, de manera que de servidor del alma del rey pasaría a ser «servidor del Estado». Como se puede apreciar, esta visión de Coussemacker se ajusta a lo que hemos ido viendo en este trabajo.
80 Así, Gonzalo de Illescas, habiendo sido nombrado obispo de Córdoba, solicitó al papa la posibilidad de acompañarse de dos hermanos jerónimos con los que vivir la regla fuera del convento «para el consuelo de tu alma y de tu vida contemplativa y para que puedas perseverar más firme en la misma religión [la regla de los jerónimos]», como le expresa Calixto III en la bula: Archivo Secreto Vaticano, Registra Lateranensia, nº 504, fº 41vº, 20 de abril de 1455.
Auteur
Universidad Complutense de Madrid
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