Mentalidades barrocas, religión y poderes en los virreinatos
Contextos y ejes de investigación (1680-1740)
p. 99-117
Texte intégral
Contextos, dinámicas y sombras: entre el Barroco y las tensiones ilustradas
1Si consideramos que la cultura es, ante todo, un concepto básicamente semiótico, un sistema de significaciones, de comportamientos y de valores compartidos, así como de formas simbólicas por cuyo intermedio este sistema se expresa o se encarna1, podemos afirmar que el Barroco constituyó una base epistémica fundamental en la construcción de las mentalidades religiosas y políticas de la América colonial.
2En el contexto de sociedades masivamente iletradas y bajo los auspicios de una Contrarreforma católica que adoptó como canal persuasivo dicha estética militante subyugadora de los sentidos y volcada a la exuberancia estética, los espacios barrocos de la devoción y del poder monárquico virreinales se convirtieron en modeladores de la mentalidad colectiva y de las prácticas políticas de larga duración desde comienzos del siglo xvii.
3En efecto, durante el período colonial de América, la Iglesia controla y fundamenta una parte esencial de este universo de representaciones, en tanto institución del sistema de poder —sobre la base jurídica del Real Patronato—. Además, como intermediaria oficial de las fuerzas sobrenaturales, adquiere un papel especial y definitivo en la alimentación de la legitimación ideológica de dicho sistema, lo que diseña una frontera difusa y ambigua entre lo político y lo propiamente religioso.
4Lo sagrado y su intermediario institucional participan, así, directa y estrechamente ligados a este juego legitimador. En una sociedad donde lo visual y lo gestual tienen un peso decisivo en la estructuración de representaciones mentales de las jerarquías y de los roles sociales, las liturgias de la Iglesia, acentuadas por el Barroco militante de la Contrarreforma, desempeñan un papel determinante en la configuración y alimentación de un imaginario colectivo sensible y persuasible. Dicho papel lo observamos a primera vista en el carácter repetitivo de sus contenidos rituales —a partir de la normativa canónica y de la costumbre local—, en la regularidad de sus manifestaciones —a partir de la imposición de un calendario litúrgico anual con fechas mayoritariamente fijas y de una elevada frecuencia—, y en la capacidad de convocatoria social que tienen las ceremonias religiosas, en un contexto marcado por la creencia generalizada en la relación directa entre todo acontecimiento terrenal y la intervención de la voluntad divina; esto último amparado en la influencia psicológica de un discurso eclesiástico escatológico, culpabilizador y disuasivo.
5No podemos olvidar tampoco, dentro del intento de desentrañamiento de esta función, el carácter de espectáculo dramático, de verdadero teatro colectivo, que este despliegue suponía en la época barroca, donde el arte se transformaba en un vehículo de propaganda. La expresividad gestual respondía no solamente a una intencionalidad histriónica, sino también al cultivo de una estética asociada a la ideologización visual del espacio ceremonial, al ornamento destacado de vestimentas y objetos, etcétera2.
6Se trata, entonces, de toda una cosmovisión de valores y de objetivos representados bajo una manipulación plástica rica en alegorías. Ella podía expresarse bien tanto en una representación teatral como en un signo decorativo hermético, en un sermón eclesiástico rebuscado o en una pomposa procesión urbana. La práctica religiosa barroca se presenta, de esta forma, según ya dijimos, como un canal preferente de la estética dominante y de su proyecto de control social.
7Otro factor aparentemente evidente que debemos considerar al examinar este tema, es el hecho de que las fiestas y las ceremonias se insertaban en un tiempo histórico. Si su contenido ritual las fijaba en una tendencia a la repetición, los cambios se hacían sentir en la larga duración. Las necesidades propias del sistema de poder —global o local— hacían fluctuar, a veces, los pesos relativos de los diversos componentes litúrgicos, de las jerarquías de presencia y protocolo, de los gestos o de los objetos simbólicos y de su respectiva manipulación por dichos actores.
8Ahora bien, todo el proceso anterior, desarrollado plenamente durante la administración de los Habsburgo, vive una interesante, aunque muy poco estudiada, transición con el despertar del siglo xviii; una transición que va de la mano, por cierto, de una nueva dinastía que se instala en la Península y cuyo enfoque ideológico y económico sobre el mundo colonial es nuevo. Las élites ilustradas, amparadas en lo que Mario Góngora califica como una confianza ingenua en la racionalidad política, pretenderán transformar la sociedad, sacarla de su «inercia», estudiar sus «males», curar su «estancamiento» material y encaminarla por la senda del «progreso»3. En esta línea, intelectuales ilustrados y detentadores del poder político construyeron una fructífera alianza estratégica, retroalimentándose mutuamente en el seno de la dinastía borbónica.
9De esta forma, las élites que comulgaban con los nuevos paradigmas veían en las manifestaciones barrocas de las prácticas devocionales y en la exuberancia tradicional de los usos festivos la herencia de tiempos de oscurantismo, de un pasado de superstición que se debía extirpar. Las expresiones públicas de religiosidad, así, serán condenadas desde puntos de vista estéticos y morales para buscar un saneamiento de la devoción, eliminando las impurezas y aboliendo costumbres como las procesiones nocturnas, que daban pábulo para comportamientos licenciosos. Se buscará entonces civilizar las fiestas religiosas y profanas, vistas como foco de vulgaridad y del mal gusto que emergía de lo que ya entonces podría denominarse «cultura popular»4.
10No obstante, todo este panorama de cambios solo ha sido tratado por la historiografía, de manera adecuada y con abundancia de producción, para el período que va desde mediados del siglo xviii, en la medida en que surgen escritos de letrados y se despliega una serie de disposiciones —monárquicas y eclesiásticas—, orientadas a estas transformaciones. El primer siglo xviii, así, se mantiene como un terreno prácticamente inexplorado, pese a constituir una coyuntura fundamental para entender aquella transición que seguramente debió de estar plagada de contradicciones, tensiones y continuidades en medio de las incipientes presiones de cambio. Incluso podríamos agregar que la propia ausencia de fuentes —como la de los concilios y sínodos diocesanos locales5— conspira contra el trabajo historiográfico, en la medida en que, a contrario sensu, la segunda mitad de la centuria se abre con una producción de documentos extremadamente rica en cantidad, en contenido y en su radicalidad, lo que sin duda encubre y desplaza aún más a las décadas anteriores.
Notas para un balance historiográfico
Balance historiográfico para el Perú
11Una primera constatación que podríamos hacer respecto del desarrollo de la investigación en el ámbito peruano en torno a la larga coyuntura de transición de la que se ocupa este libro es la de un vacío temporal y, al mismo tiempo, un desfase temático. En efecto, para el siglo xvii las investigaciones relacionadas con los problemas que aquí tratamos nos presentan líneas marcadas fuertemente por la Iglesia y la religiosidad, tanto en su vertiente propiamente eclesiástica (administrativa) como misionera (pastoral). Esta última, además, definida por un especial acento en la relación entre Iglesia e indígenas, así como en los procesos de conversión/hibridación cultural en la etapa posterior al III Concilio limense de fines del siglo xvi.
12La primera mitad del siglo xviii casi no aparece entre las preocupaciones de los estudiosos6, a excepción del libro de Juan Carlos Estenssoro, cuyo análisis de prácticas y representaciones del catolicismo indígena peruano se lleva a cabo en la larga duración; y que, para el período que nos convoca, toma la transición del siglo xvii al xviii en su primera parte (1650-1710) en relación con las prácticas híbridas de la hechicería limeña y lo que sería una suerte de «triunfo» de una religiosidad «autónoma», una adaptación sustancial y en todos los niveles del catolicismo, claramente heterodoxo, pero católico al fin y al cabo, como lo demostraría la construcción del santo indígena Nicolás de Ayllón durante esos mismos años7.
13A esta ausencia de publicaciones sobre el primer siglo xviii se agrega un desfase temático, puesto que la historiografía pasa de los análisis del siglo xvii centrados en la Iglesia barroca misionera a un siglo xviii acentuado temporalmente en las reformas administrativas y en los cambios de concepciones políticas y religiosas que se desplegaron desde mediados de siglo. Y aunque se retoma el eje del Barroco —grosso modo— siempre será a partir de mediados de la centuria; una suerte de Barroco tardío, con una «solución de continuidad» en relación con el período anterior y, generalmente, como una suerte de «apéndice» a los análisis centrados en las concepciones y disposiciones de una Iglesia ilustrada que criticaba los «excesos» e «indecencias» heredadas del siglo xvii. Es decir, vemos un acento bastante menos nítido en relación con las temáticas del siglo xvii y mucho más asociado a los cambios político-administrativos que están madurando hacia 1750.
14Por lo anterior, los trabajos sobre este período del Barroco (posterior a 1750) que se retoman están mayoritariamente relacionados con el estudio del refuerzo que se aprecia en la legitimación simbólica de los representantes monárquicos en las sedes virreinales y en las gobernaciones provinciales; los cambios ideológicos y de paradigma cultural elaborados y/o reproducidos desde las élites coloniales8 y las reformas propiciadas desde la jerarquía eclesiástica ilustrada, en contraposición con las resistencias locales, por ejemplo9, las vinculaciones historiográficas, en la larga duración, con los cambios de comienzos del xix y la transición a los sistemas republicanos de los estados-nación, en lo que podríamos denominar el «primer siglo xix10».
15Una segunda constatación que se puede hacer sobre el desarrollo historiográfico de las esferas barrocas de la religión y el poder en el Perú —que estamos pergeñando— es que el Barroco ha sido visto fundamentalmente desde el estudio del arte (pintura, escultura, arquitectura), desde la producción literaria (poesía y narrativa, incluyendo la destinada a la oratoria —como los sermones— y al teatro11) y desde la religión (prácticas devocionales).
16Llama la atención, en relación con el primero de ellos, el acento que se ha puesto en el concepto del Barroco mestizo como un problema esencialmente artístico —es decir, de los historiadores del arte más que de una historia social o cultural del arte—, con especialistas que se han aproximado a las obras desde preguntas monodisciplinarias y bastante positivistas, tales como ¿quiénes eran los artistas?, ¿eran de origen europeo o biológicamente mestizos?, cuáles eran los modelos iconográficos?, ¿qué técnicas empleaban?, etcétera12.
17No obstante lo anterior, desde los años noventa del siglo pasado se ha venido desarrollando una historiografía progresivamente atenta a la relación entre esos ejes y el poder político —rituales y fiestas públicas por juras de reyes, recepción de autoridades, etc.—, a partir de la influencia de los trabajos clásicos de José Antonio Maravall13. Si bien es manifiesto que una parte de estas obras mantuvo un estrecho lazo con la aproximación epistemológica más tradicional proveniente de los historiadores del arte14, lo cierto es que el avance de la antropología histórica en los estudios sobre la esfera de lo político permitió enlazar las miradas y dar cuenta, así, de las imbricaciones que la religión y el poder desplegaban y potenciaban en el seno de la experiencia festiva barroca15; aunque manteniendo el vacío relativo que hemos indicado para este primer siglo xviii16. Por último, es importante destacar que se ha desarrollado una historiografía reciente que analiza las proyecciones, adopciones y adaptaciones de estas «liturgias del poder» barrocas, en una «dialéctica de escala» que hace dialogar la dinámica imperial con los espacios y ciudades provinciales o periféricas al centro limeño17.
Balance historiográfico para Nueva España
18Sobre Nueva España, no existen estudios enfocados particularmente hacia el primer siglo xviii o hacia la transición entre el reinado de Carlos II y el de Felipe V, y son pocos los estudios comparativos18. No existe, pues, el tópico dinástico como puede suceder en otras latitudes (por ejemplo, el cambio de los Valois a los Borbones en Francia, examinado a la luz de la vida de la corte). La mayoría de los trabajos, bien empiezan, en realidad, a partir de la década de 1640 —tras el largo siglo xvi, digamos—, bien describen rápidamente las primeras décadas del siglo xviii, en particular el período de 1695 a 1735, que son hitos entre crisis importantes, en particular las crisis demográficas (la de finales del siglo xvii —los años 1692-1693— y la de los años 1736-1740). En general, se buscan las resonancias del barroco, en el siglo xviii, en los años en que se construye, progresivamente, el advenimiento de las ideas ilustradas o a partir del choque entre ambas concepciones, un momento en que la escolástica deja de ser preponderante —lo que Andrés Lira llama «el siglo de la integración19». Así, el Barroco no deja de ser un «objeto» del siglo xvii: a la «era barroca» le sucede la «era ilustrada»20.
19Con todo, la producción no deja de ser muy rica y diversificada. Algunos estudios engloban el primer siglo xviii. Por ejemplo, El paraíso de los elegidos, un libro de Antonio Rubial García, permite acercarse a la sociedad barroco-ilustrada en el campo de las sensibilidades religiosas, en un contexto de continua circulación de ideas21. Luego, varios estudios de William B. Taylor son importantes, tanto por su acercamiento a los «temas de religión local» como al «cristianismo indígena» en todo el siglo xviii22. El autor analiza varias facetas del proceso del cristianismo novohispano, entre ellos el papel de los clérigos en el mundo indígena y, sobre todo, las peculiaridades del cristianismo indígena, un tema que sigue desarrollando en torno a los santuarios crísticos. Por su parte, Rodolfo Aguirre hizo un primer acercamiento a la diversidad ocupacional del bajo clero en varios trabajos23. También se realizaron otras investigaciones acerca de los «modelos de santidad» por parte de las comunidades indígenas, especialmente después de la creación de colegios de Propaganda Fide de fray Antonio Marfil24.
20La producción historiográfica analiza también las «liturgias del poder25» en las capitales de los virreinatos, las ciudades provinciales y periféricas26. Al respecto, se pueden citar algunos trabajos relacionados con las ciudades de Puebla, Querétaro y Morelia27.
Barroco y barrocos
¿Cómo definir el Barroco?
21La revisión de la producción historiográfica revela contradicciones en la definición del Barroco, su periodización, sus componentes y sus proyecciones, así como sobre los grupos sociales que lo alimentan. El Barroco, que ha sido definido según «una representación del mundo como teatro, a la vez trágico y lleno de fiesta y brillo», consiste en una «extrema polarización en risa y llanto28» —por retomar las palabras de Antonio Maravall—. La peculiar teatralidad del Barroco se sigue manifestando en la época de la Ilustración, en particular en los aspectos externos de la religiosidad (pensamos aquí en los ritos funerarios y, en forma más general, en las ceremonias de la monarquía, procesiones religiosas urbanas, etc.), aun cuando las exacerbaciones religiosas y los actos desmedidos de piedad comienzan a ser mal vistos por las élites.
22¿Es acaso el Barroco novohispano (1640-1780) un mero eco de Europa29, «una cultura del Estado absolutista, de las élites frente a las masas y de la contra reforma30»? ¿O, por el contrario, se trataría de «una capacidad manifiesta de un sistema expresivo para marchar en la dirección contraria a cualquier fin establecido; [con una] habilidad para deconstruir y pervertir aquello que podemos pensar son los intereses de clase31…»? El Barroco novohispano es estudiado desde el arte32; y su censura33, en su relación con el poder (como el de los jesuitas34), desde la producción literaria (por ejemplo, la figura retórica de la «sobra de letras» ampliamente utilizada en la literatura barroca, que consiste en repetir o multiplicar las palabras para apoyar un discurso, haciendo que la cosa de que se trata parezca mayor por la sobreabundancia de las expresiones35) y la retórica sacra del barroco36. De la función comunicativa de la predicación —en su modalidad de oratoria— se piensa que se transformó de catequética (a principios del siglo xvi) en artística (a finales del siglo xvii) y que por ello no solo sobrevivió en el siglo xviii, sino que fue un modelo privilegiado de comunicación.
¿Cuántos Barrocos novohispanos?
23La historiografía liga el Barroco novohispano con la aparición milagrosa de la Virgen a Juan Diego37 y el guadalupanismo38. En el caso novohispano, se acepta que el mito guadalupano contó con la creatividad del incipiente patriotismo criollo (un concepto que, al igual que el de Antiguo Régimen, es una creación a posteriori) del Barroco novohispano39. Los relatos de apariciones milagrosas se dan en un contexto en que los autores identifican como un Barroco nacido gracias al clero criollo. Lo mismo parece haber ocurrido en otras latitudes iberoamericanas, como Lima y Quito, como un fenómeno característico del Barroco hispanoamericano, que recurre a elementos comunes como la alusión al Apocalipsis de san Juan, el patronato de vírgenes y santos como representación patriótica y como expresión del sector criollo, entre otros.
24Junto a esas aproximaciones al nacionalismo criollo, parte de la producción científica se aboga al estudio del Barroco indígena, tal como se despliega (desde finales del siglo xvii y en el primer siglo xviii) en las iglesias y capillas indígenas; algunas alcanzando un grado de perfección artística, como la iglesia de Tonantzintla (Puebla), otras seleccionando algunos elementos del mensaje pedagógico que ofrece el Barroco, como son las representaciones de las Ánimas del Purgatorio, de los santos mártires y la «patrimonialización» de la figura de Cristo que progresivamente desplaza a la Virgen María como figura compartida40. Independientemente del Barroco de las alturas, digamos, se fue creando un Barroco indígena en torno a la creación o renovación de templos o santuarios (a veces tan solo las fachadas) que respondían a las necesidades de las repúblicas indígenas de dejar huellas de un momento clave de cambio político (concretamente, el advenimiento de gobiernos autónomos o subcabeceras), a partir del último tercio del siglo xvii. El arte barroco fue así tanto el testigo como el auxiliar de este giro fundamental: la creación de nuevas entidades políticas —antes sujetas a una cabecera— desvinculadas de sus antiguas raíces de la primera edad colonial.
Barroco y cristianismo americano
25Desde hace unos veinte años se han desarrollado investigaciones propias sobre el Barroco americano o la era de un cristianismo americano. El Barroco es visto desde la sensibilidad religiosa, las prácticas devocionales, rituales, y los cambios introducidos en el período41. Los temas recurrentes son, principalmente, los milagros, el culto a las reliquias y a los santos, la figura de la Virgen.
26Los milagros se estudiaron como el reflejo de temáticas religiosas propias del Nuevo Mundo y de una devoción barroca. Así, se advierte el auge de la devoción mariana, igualmente presente en España, que se expresa particularmente a través de las imágenes en las ciudades grandes como, por ejemplo, en San Juan de los Lagos, Zapopan y Talpa42 y en los pueblos de indios.
27El culto a las reliquias se desarrolló a la par del culto de las imágenes milagrosas; por ejemplo, las reliquias de Gregorio López43 en el monasterio de Santa Teresa de las Carmelitas descalzas fueron acompañadas, antes de su transferencia, por una imagen milagrosamente renovada, el Cristo de Itzmiquilpan44. A finales el siglo xvii se fijaron modelos de santidad y los cultos a los venerables en ciudades novohispanas. Ese modelo tuvo repercusiones importantes en el primer siglo xviii en las ciudades capitales de provincia y también en el mundo indígena45. En relación con el martirio, el ascetismo, la herejía y la idolatría, las representaciones visuales y textuales de los santos expresan tanto la figura de la víctima (martirio) como la del victimario46.
28En la segunda mitad del xvii, el «modelo japonés» (Felipe de Jesús47 y Bartolomé Gutiérrez, dos mártires criollos muertos en Japón) se enriquece con elementos nuevos: los indios apóstatas que destruyen iglesias y poblados. Los cronistas ponían en los labios de los mártires edificantes sermones, mientras agonizaban, y hasta construían diálogos entre ellos y sus adversarios. Para reforzar esa postura se hicieron innumerables pinturas48 siguiendo el modelo iconográfico de los mártires antiguos49.
29En Nueva España, ese modelo de santidad se enseñaba a los fieles: por ejemplo, el agustino Antonio de Roa hacía que sus ayudantes lo abofetearan, golpearan, azotaran y escupieran, en demostración de lo que predicaba sobre Cristo50. Los indios aceptaron esas prácticas de violencia en particular en las procesiones de Semana Santa51, unas prácticas reforzadas por imágenes como la de Santa Rosa de Lima52 o San Nicolás Tolentino53, Santiago54, San Miguel Arcángel, la Inmaculada Concepción55 o San Francisco que hiere al Anticristo. En toda la América hispánica comenzaron a representarse en esta centuria santos armados con libros, corazones y espadas que con furia exterminaban a las fuerzas heréticas56.
30La asimilación de discursos violentos en el cristianismo del Antiguo Régimen respondía a una situación política y social y el éxito de su recepción estaba marcado porque manejaba un lenguaje que todos los «occidentales» comprendían57. El culto mariano58, las imágenes marianas59 también nutrieron varios estudios, en particular los que tienen que ver con la Compañía de Jesús60 y la formación de una Iglesia novohispana61.
31Finalmente, Nueva España tuvo figuras emblemáticas del Barroco. Carlos de Sigüenza y Góngora y sor Juana Inés de la Cruz han sido los «fénix62» intelectuales de Nueva España del siglo Barroco. Ambos han tenido en común la fascinación por el esoterismo. Como lo ha explicado Octavio Paz extensamente, don Carlos y sor Juana Inés de la Cruz bebieron de una fuente común, que da razón tanto del sueño de la monja, como de la ensoñación azteca del cosmógrafo63.
Perspectivas y ejes de estudio
32Nuestra propuesta circula entre el Barroco y la Ilustración católica, entre la teología y la legislación imperial o entre las técnicas pictóricas y tecnologías festivas y las representaciones mentales y experiencias místicas. En este discurrir, el hilo de la ideología, que organiza racionalmente las perspectivas sociales y experiencias cognitivas, y produce el sentido de las formas y acciones, se configura como una perspectiva de análisis destacada. Así, por ejemplo, se trataría de examinar cómo se podrían conectar Nueva España y el Perú entre, por una parte, la teología y la Contrarreforma y, por otra, la ideología imperial en la transición de la dinastía de los Habsburgo a la de los Borbones.
Las instituciones y los actores
33Una de las pistas que en los últimos años ha requerido la atención de los investigadores —y que sigue siendo una veta fundamental para entender estas dinámicas— es la de las instituciones y sus actores. Entre los estudios sobre la relación entre la Corona y la Iglesia, destacan algunos estudios acerca de la crisis del privilegio eclesiástico durante el período64. En efecto, entre los Habsburgo y los Borbones el control del Real Patronato dejó de ser directo y se perdieron las inmunidades eclesiásticas. Así, las reformas carolinas pudieron haber tenido una influencia importante en el proceso de Independencia si observamos el comportamiento del bajo clero y su impresión de que los españoles habrían perdido el sentido cristiano de justicia y caridad. Este fue un planteamiento usado por Morelos, por ejemplo, y que enlaza con el carácter esencialmente religioso de la insurgencia entre la población indígena. Esta tesis podría ser examinada a la luz de estudios locales más sistemáticos como el que realizó Van Young para la diócesis de Michoacán65.
34En cuanto a los funcionarios y agentes de la Iglesia, nos parece importante seguir investigando acerca de la religión de la Ilustración, sus orígenes e implementación en los contextos americanos, como se ha hecho en algunos trabajos66; así como su superposición con la cultura barroca y formas religiosas locales, que siguieron activas durante este primer siglo xviii. La formación, carrera, movilidad y funciones de los clérigos militantes no solo atestiguan las conexiones entre los miembros de estos grupos, sino también la difusión de la Ilustración a través de estos actores, así como su papel crucial en aquel «siglo olvidado67». Analizar los vínculos entre los franciscanos y agustinos de México y Lima, por ejemplo, podría ser un punto de partida, así como profundizar en los estudios sobre la Compañía de Jesús en este período clave antes de su expulsión, las conexiones entre las provincias americanas, la movilidad misionera de sus actores, los cambios y ajustes de sus paradigmas en el encuentro con los otros americanos en el cambio de centuria y en una perspectiva que tomara en cuenta las dinámicas de globalidad68.
35Por su parte, la legitimación política de los administradores locales del Imperio, ya sean virreyes, gobernadores o corregidores, se manifiesta por una serie de verdaderos actos litúrgicos que podemos calificar de teatro del poder, y que según hemos visto han sido trabajados para algunas regiones del continente. Es fundamental seguir avanzando en esta línea de investigación, para profundizar en las continuidades y los cambios que se van produciendo a medida que la dinastía borbónica consolida su absolutismo más personalizado, y que las élites coloniales aumentan su conciencia criolla69. También en relación con los vínculos estrechos con la legitimación que proviene del estamento eclesiástico, donde la lealtad política a menudo cruza el campo del fervor mariano, como lo atestiguan algunos escudos de armas de las ciudades, los pendones reales y, en forma más general, las «imágenes70» de las ciudades.
36Si nos acercamos a los actores sociales y étnicos, se abren nuevas perspectivas de investigación ligadas con la cultura barroca, pues las elites urbanas y los arribistas, por ejemplo, constituyen dos grupos que luchan en el campo del poder y rivalizan en el campo económico, en un telón de fondo que mezcla refrendación jerárquica y movilidad simbólica. Por su parte, indios, negros, mestizos, mulatos y todo el multifacético mundo de las castas americanas también deben ser tomados en cuenta en la ecuación barroca entre religión y poder. Para los indígenas, se trata de examinar la adecuación entre los nuevos estatutos de autonomía política —nuevas cabeceras— y el auge de las remodelaciones de las iglesias como de las reconfiguraciones de los barrios en torno a invocaciones particulares; de la misma manera, para los grupos de negros y mulatos de las ciudades, su formación como grupo se logra en gran parte alrededor de las iglesias de sus barrios y de sus cofradías71.
Los escenarios
37El espacio público urbano constituye un campo idóneo para observar varios fenómenos (de expresión política, civil y religiosa) y se debe privilegiar para entender las particularidades de las mentalidades barrocas, sobre todo pensando en que fue objeto de tentativas y experiencias de secularización durante el período que nos interesa72. El espacio urbano se modifica entre el último tercio del siglo xvii y la primera mitad del siglo xviii; al fundarse nuevos templos, ermitas y conventos, se abren nuevas plazas —y con ello se agudizan las diferencias entre Plaza Mayor73 y plazas secundarias, por ejemplo— y se erigen otros hospitales; asimismo, la utilización del espacio urbano se modifica, un ejemplo de esto son los trayectos de las procesiones y los cortejos, incluyendo los cortejos fúnebres.
38En las ciudades, los espacios donde se manifiesta la transición de una dinastía a otra son, en primer lugar, los propios edificios, lugares desde donde se hace la política, ya sea en el contexto de las capitales virreinales como en el de las ciudades más periféricas. Los palacios virreinales, las audiencias y los cabildos acumulan huellas de la adaptación de una dinastía a otra74. Pensemos aquí, por ejemplo, en las ceremonias políticas llevadas a cabo en dichos escenarios; reflejan no solo el protocolo dinástico sino también un complejo programa de difusión de lo que significa la monarquía en un momento dado. Así, algunas de las ceremonias que se llevan a cabo en los palacios virreinales son reservadas a algunos iniciados, una parte muy limitada del virreinato; otros eventos, como banquetes, saraos y bailes, tienen lugar en el interior de los espacios más íntimos, que, a menudo, son lugares de encuentro —privilegiado o conflictivo— entre algunas instituciones (Cabildo, Audiencia) o entre grupos sociales (peninsulares, criollos, etc.75).
39Este mismo postulado puede guiar investigaciones acerca de los edificios religiosos y sus particularidades, que también van experimentando los cambios en las modas estéticas, en lo que va a ser la evolución desde una arquitectura barroca que linda con el rococó, hacia la progresiva búsqueda de un depurado neoclasicismo hacia fines de la centuria. En el primer siglo xviii, sin duda, los edificios públicos y particulares, así como las iglesias y los monasterios, son la mejor expresión del Barroco y de sus fiestas públicas; esas instituciones organizan las procesiones y rogativas, determinan los protocolos y precedencias. Como espacios de prácticas religiosas corporativas, las cofradías, con sus formas de devoción y sociabilidad, ofrecen un punto de observación privilegiado para estudiar la piedad barroca (selección de imágenes, retablos, procesiones, prácticas funerarias), así como el reformismo ilustrado76.
40Dentro de las herramientas disponibles para el desarrollo de las investigaciones que vamos diseñando podríamos destacar el uso de las normas eclesiásticas: concilios provinciales77, sínodos diocesanos y visitas episcopales; los libros de constituciones y los inventarios de las cofradías, así como las descripciones de fiestas públicas, religiosas y civiles, sus normas y prácticas; las ceremonias monárquicas y las procesiones rogativas78, la experiencia devocional, la religiosidad corporativa79, etc.
41Otra puerta de entrada novedosa y prometedora puede constituir el retrato político en los virreinatos, a partir del papel que desempeñaron en la propia guerra de Sucesión monárquica, cuando el retrato real fue utilizado —a través de su impresión y distribución masiva en panfletos políticos— como una herramienta de propaganda para captar voluntades y generar empatías, aproximando los soberanos a sus súbditos y, por lo mismo, personificando fidelidades80. En el ámbito americano, es necesario precisar cuándo y bajo qué forma se cambió de paradigma en los retratos de los virreyes y gobernadores provinciales y comprender también quiénes eran los artistas y retratistas en las cortes y ciudades principales81.
42Los objetos simbólicos y las representaciones artísticas también son de gran interés para la aproximación comparativa. Primero las imágenes religiosas: pinturas, esculturas, relicarios, cruces, etc.; luego los símbolos políticos: escudos de armas, sello real… El interés del tema debería estar centrado en la evolución de la sacralización durante el cambio de paradigma epistémico del período.
43En esta misma esfera de lo religioso, la escritura y la oratoria sacra forman parte también de la redefinición de roles y experiencias entre finales del siglo xvii y las primeras décadas del xviii; en especial, el papel de los sermones. En este contexto, el sermón y los usos de la prédica permitían al sistema colonial difundir contenidos, conceptos y representaciones que podían ser claves dentro de un discurso de legitimación del poder político y de su aparato burocrático, recargando con trazos positivos y laudatorios a las acciones del poder y a las autoridades, u omitiendo sus desaciertos y faltas. Una difusión efectiva, profunda, frecuente y duradera, pues se estaba actuando a nivel de las representaciones mentales colectivas, utilizando contextos —las celebraciones religiosas— y transmisores —los sacerdotes— como recursos de acción psicológica que activaban resortes emocionales y sentimientos (temor, dolor, angustia, tranquilidad/intranquilidad, esperanza, moderación, etc.); resortes y sentimientos que contribuían, a su vez, a encauzar una relativo disciplinamiento moral de la sociedad.
Juego de escalas
44Los juegos de escala son esenciales, tanto en la dimensión epistemológica como en la de los escenarios. Se deben confrontar las representaciones y las prácticas, así como los límites que conoce la realización de un programa ideológico82. En esta línea, una escala de análisis privilegiada podría ser el anclaje mismo del proceso observado en el espacio sociopolítico y económico: las observaciones ganarían en tomar en cuenta la dimensión escalar de los mundos urbanos (capitales virreinales, gobernación provincial, etc.) yendo desde los centros hacia las periferias83. Dicha lógica de análisis permitiría mostrar cómo, bajo el efecto estructurante de la política llevada a cabo desde las capitales, las periferias se van integrando progresivamente a los virreinatos; es decir, que las fronteras tienden a abrirse tanto hacia el norte de México como hacia las fronteras peruanas del noroeste rioplatense, la Chiquitanía (jesuitas) y la Araucanía chilena.
45Una tercera línea de juego de escalas podría constituir la migración escalonada de los usos rituales, donde cobra especial sentido el análisis de la circulación de diversos actores. Entre ellos, como hemos visto más arriba, la circulación del clero (carreras eclesiásticas y nombramientos de clérigos y obispos). Por ejemplo, los trabajos de Carlos Oviedo Cavada han demostrado que la mayoría de los obispos de Santiago de Chile eran originarios de otras partes de América, especialmente del Perú y que, viceversa, muchos de los obispos nacidos en Chile pasaban luego a ocupar cargos allí84. También habría que considerar la circulación de las directrices arzobispales en el funcionamiento eclesiástico de los espacios periféricos de su jurisdicción; y, por mencionar una tercera variable —entre muchas otras—, se debería examinar la adaptación local de dichas directrices.
46Los ejes de estudio que han surgido de este primer balance ponen de realce el papel de las instituciones y de los actores así como los lugares privilegiados de expresión del Barroco. Desde esta perspectiva, las temáticas que parecieron contribuir a una renovación de la historiografía en torno al Barroco en el período 1680-1760 giran en torno a la religión y el poder; estando ambas esferas íntimamente ligadas, ya que cada una requiere la dimensión legitimadora que le otorga la otra.
47El Barroco, impregnado del espíritu de la Contrarreforma, es ante todo una cultura visual. Su gran capacidad de invención lo aleja progresivamente del modelo peninsular; con todo, en los virreinatos de Nueva España y el Perú, será la herramienta favorita de propaganda de los valores de la nueva dinastía que emerge en el siglo xviii y por ello conviene preguntarse si las ideas de progreso que encarna la dinastía borbónica ¿acaso proceden de las élites? o más bien ¿se difunden hacia todos los grupos, en un juego de escalas que tiende a acercar las fronteras hacia el centro?
48En esa misma línea, si bien se busca eliminar las prácticas heterodoxas y uniformizar las devociones gracias a un proceso de depuración —que se desplegará durante la segunda mitad del siglo xviii, cuando las tensiones entre el Barroco y las ideas de la Ilustración choquen en forma irreconciliable—, los años 1680-1760 no dejan de estar atravesados por contradicciones, tensiones, y también continuidades que se ejercen en medio de las presiones para lograr el cambio deseado. Dicho período parece crucial: un primer movimiento de cambio se inicia en esas décadas y se logra un cierto triunfo de la religiosidad autónoma, como lo atestiguan la profusión de santuarios, de capillas familiares y comunitarias, de imágenes milagrosas, el culto de las reliquias, la devoción mariana, la explosión del número de cofradías que tienden a agregar grupos diversos, así como la movilización para canonizar a los venerables a los que los indios, en sus testamentos, dejan sustanciales sumas para formar parte de los que contribuyen a crear la santidad de su virreinato.
49Mas no se puede olvidar la violencia manifiesta de ese barroco religioso; no solo la atracción por los mártires, sino también las nuevas imágenes que nacen de esas tensiones, entre ellas el desarrollo de las pinturas de Ánimas. Podemos leer, en esas manifestaciones profusas, muchos síntomas de un cambio social, que toma sus raíces en un cambio generacional y en una nueva manera de concebir su integración a la monarquía hispánica como su rol sociopolítico y religioso en el virreinato. Pero las tensiones son múltiples y permean a todos los estratos de la sociedad. Para los pueblos de indios, siempre existe el riesgo de perder las prerrogativas obtenidas en la época del «pacto colonial85» o la nostalgia de una época dorada que parece personificar Carlos V, un cierto recelo también y varias desaprobaciones86.
50Por otra parte, comparar las mentalidades barrocas nos obliga a cambiar de escala y adoptar la de ambos virreinatos, siguiendo los actores —en particular los religiosos— en sus movilidades y en las redes que establecen entre uno y otro macroespacio. Es evaluar también las construcciones de nuevos templos, monasterios y hospitales, entender sus motivaciones y aproximarse a las relaciones complejas que se establecen entre los monasterios y los laicos. La circulación de las directrices arzobispales, por ejemplo, permitiría analizar las adaptaciones que se dan a escala local. En esa misma línea, la piedad barroca puede compararse en torno a sus imágenes milagrosas, sus retablos, a través de las escenificaciones de las procesiones religiosas y civiles, de los sermones, etc. El análisis de los sínodos y concilios diocesanos, o de las visitas episcopales, también puede permitir establecer cuadros comparativos.
51En un plano más sociológico, debemos valorar que el Barroco posee una fuerte capacidad de convocatoria social, lo cual, por mencionar un ejemplo, favorece el despertar de las nuevas élites indígenas que, desde 1670, se hacen más críticas, más dinámicas y comprometen a sus pueblos en un vasto movimiento de autonomización política al crear nuevas cabeceras alrededor de sus propias autoridades civiles y religiosas remodelando las fachadas de sus iglesias con sus propias imágenes identitarias. Todo ello con un cierto grado de nostalgia, o al menos incertidumbre, ya que son sociedades acostumbradas a la continuidad dinástica. Por ello es que el Barroco político que se observa a fines del siglo xvii se busca inscribir en la continuidad: en los años 1670-1700, mientras se está generalizando ese movimiento de creación de entidades políticas autónomas, se revaloriza al mismo tiempo el pacto con Carlos V y las primeras autoridades coloniales… por si acaso.
52La otra dimensión que surge a raíz de nuestro balance es que el Barroco es sinónimo de un teatro del poder y de teatro para el poder. El dominio de los Borbones, que se consolida hacia una forma absolutista en el último tercio del siglo xviii, se va a fortalecer paulatinamente a través de la utilización del espacio urbano, del cambio en los estilos arquitectónicos de los edificios donde se hace la política y gracias a la propaganda de su imagen. La dinastía sabrá elegir, distinguir, apartar y crear nuevos grupos allegados a ella, así como eliminar a otros. Los estudios sobre ambos virreinatos ponen el acento sobre las relaciones entre la política y el arte, la escenificación de los aconteceres en relación con la monarquía y con el reino; en la fiesta barroca, «todo se reconcilia y se unifica87».
53Para evaluar la larga edad barroca de ambos virreinatos, se podrían seguir privilegiando análisis que tomen en cuenta los juegos de escala, desde las capitales virreinales hasta las capitales de provincias, las zonas rurales y las que están en proceso de integración. De esta forma se podría apreciar tanto la influencia y el resplandor del arte barroco, las sociabilidades, experiencias y reglamentaciones, así como la adopción de nuevas prácticas devocionales en los espacios fronterizos. También se podría evaluar el impacto, en términos políticos y socioculturales, de la circulación de otro tipo de passeurs, como los arrieros y trajinantes. La circulación de los conocimientos en materia jurídica también nos parece de sumo interés, ya que su conocimiento y su adaptación en contextos locales han permitido el surgimiento de nuevas formas de concebir su lugar en la Monarquía y la forma de hacer la política en los pueblos.
54Finalmente, debemos subrayar la importancia de componer corpus documentales, tanto textuales como visuales, ya que podrían constituir un punto de partida para un análisis comparativo.
Notes de bas de page
1 Véanse Burke, 1991, p. 25; Geertz, 1987, p. 20; y Leach, 1976.
2 Duvignaud, 1980, p. 13.
3 Góngora, 1998, p. 171 (1ª ed. 1975).
4 Véase Estenssoro Fuchs, 1993, pp. 181-195.
5 Llama la atención, por ejemplo, que en el caso de los sínodos archidiocesanos en la ciudad de Lima, después del que se llevó a cabo en 1636 (XV Sínodo), no se realizó otra reunión similar durante casi trescientos años, hasta 1926 (XVI Sínodo): véase AA. VV., 1959, p. 6. Algo similar ocurrió con los concilios provinciales; después de los grandes concilios de Lima y México de fines del siglo xvi y uno breve en Lima en 1601, prácticamente no hubo eventos similares hasta que, coincidiendo con el despertar transformador borbónico de mediados del siglo xviii, en 1769 Carlos III ordenaba convocar cinco concilios americanos de forma simultánea; el de Lima se llevaría a cabo en 1772; véanse Vargas Ugarte, 1954, t. III, pp. 133-135; Collado Mocelo, 1995, pp. 223-241.
6 Esta constatación surge luego de revisar las principales revistas latinoamericanas y americanistas europeas y estadounidenses para los últimos veinte años. Un caso paradigmático en este sentido es el número especial que dedicó Revista de Indias al tema del poder en el Perú, y donde nuevamente encontramos la ausencia de estudios para el período que va desde fines del siglo xvii a mediados del siglo xviii, véase Moreno Cebrián, Martínez Riaza, Sala i Vila (coords.), 2007.
7 Estenssoro Fuchs, 2003. Un aspecto particular de esta dinámica lo trabaja en otro artículo, id., 1997, pp. 415-439.
8 Estenssoro Fuchs, 1993.
9 Peralta Ruiz, 1999, pp. 177-204; Guibovich Pérez, 2013.
10 Uno de los ejemplos de esta tendencia es el libro coordinado por Ramón Mujica Pinilla, reconocido historiador del arte del Perú; véase Mújica Pinilla (coord.), 2007. El título ya nos deja claro que, si bien podría relacionarse directamente con nuestro nodo de trabajo, su eje cronológico se orienta, más bien, a la transición de la época colonial tardía a la República. De hecho, el período tratado por los diferentes estudios allí recopilados es el siglo que va de 1750 a 1850; un siglo que, por lo demás —en la reseña que se le hizo luego de su publicación— fue definido como un «período que resulta crucial para el surgimiento del Perú moderno».
11 En el caso del trabajo de Ramón Mújica Pinilla se destaca la relación sermón-poder: Mújica Pinilla, 2002, pp. 222-314. Sobre el Barroco estudiado desde la producción y expresión literaria y teatral (loas, entremeses y piezas cómicas), véanse las recientes compilaciones de Arellano, Godoy (eds.), 2004; y Arellano, Rodríguez Garrido (eds.), 2008.
12 Véase, por ejemplo, Sebastián López, 1990.
13 Maravall, 1980 (1ª ed. 1975) y 1986, pp. 71-96. Sin duda que dentro de las influencias mayores para las nuevas perspectivas de análisis hay que considerar el también clásico libro de Vovelle, 1976.
14 Bernales Ballesteros, 1978, pp. 407-452; Bonet Correa, 1986, pp. 41-70; Gisbert, 1983, pp. 147-181; Ramos Sosa, 1992 y 1997, pp. 263-286; Lohmann Villena 1994.
15 Un trabajo pionero —aunque eminentemente descriptivo— fue el de Bromley, 1953, pp. 5-108. Podríamos arriesgarnos a señalar que, pese a su tono descriptivo, el título con el que denominó Antonio Bonet Correa su artículo, «La fiesta barroca como práctica del poder», trazó un derrotero para los estudios posteriores, id., 1983, pp. 43-84. Véase, también, Iwasaki Cauti, 1992, pp. 311-333; en este mismo volumen, véanse los trabajos de Mejías Álvarez, 1983, pp. 189-205; Acosta de Arias Schreiber, 1997; Osorio, 2004; Ramos, 2005, pp. 455-470; Polo y la Borda, 2007, pp. 7-42; Sigaut, 2012, pp. 389-423.
16 Entre las excepciones para este marco cronológico podríamos mencionar el trabajo de Alfonso Mola, 2002, pp. 2142-2172. Para una mirada más continental dentro de nuestro primer siglo xviii, enfocada en torno a un personaje, véase también la compilación de Farré Vidal (ed.), 2007; allí se analiza la imagen del poder durante el reinado del último rey español de la Casa de Austria (1675-1700), plasmada en arcos triunfales, espectáculo público y circulación de impresos relatando el evento, aunque centrados en el virreinato novohispano. Sobre el teatro, tenemos el artículo de Rodríguez Garrido, 2008b, pp. 115-143), que estudia un corpus de 15 piezas teatrales «a la italiana» —es decir, montajes que hacen uso de recursos escénicos espectaculares— representadas en la capital virreinal entre 1672 y 1747. Podemos encontrar acercamientos al primer siglo xviii en algunos textos recientes que han tratado el ámbito de las experiencias del poder político y sus espacios de legitimación ritual en los casos de la capital del virreinato (Lima) y de una de sus capitales periféricas (Santiago de Chile); si bien incluyen análisis pertinentes de las ceremonias políticas urbanas durante las primeras décadas del siglo, ambos libros centran su enfoque en los procesos desencadenados desde 1750 y, sobre todo, lo acontecido desde la proclamación de Carlos IV (1789) y los cambios de la coyuntura independentista: Ortemberg, 2014; Valenzuela Márquez, 2014.
17 Sobre Quito, véase Cruz Zúñiga, 2001, pp. 1243-1259. Sobre el eje Charcas-La Plata, véase Bridikhina, 2007. Sobre Buenos Aires en el siglo xviii, véase Garavaglia, 1996, pp. 7-30. Sobre Santiago de Chile, véase Valenzuela Márquez, 2001. Sobre otros espacios periféricos más alejados de Lima, tenemos el estudio de Leal Curie, 1990, aunque centrado fundamentalmente en la segunda mitad del xviii. Algo similar sucede con la tesis sobre Bogotá de Lomné, 2003.
18 A excepción de algunos trabajos; véase, por ejemplo, Mazín Gómez, 2009, pp. 75-90.
19 Lira, Muro, 1981, pp. 371-469.
20 Véase, por ejemplo, Manrique, 1981, pp. 657-667.
21 Rubial García, 2010.
22 Taylor, 1999. Véase también id., 1995, pp. 81-113.
23 Aguirre, 2003 y 2009, pp. 67-93.
24 Véase por ejemplo Rubial García, 2008.
25 Mazín Gómez, 1988 y 1997.
26 Tovar de Teresa, 1981; Viqueira Albán, 1987.
27 Para la ciudad de Puebla: Villasánchez, Puebla sagrada y profana; Zerón Zapata, 1945. Para las ciudades de Querétaro y la Sierra Gorda: Wright Carr, 1988, pp. 13-44; id., 1995, pp. 51-78; Isla Estrada, 1988; Super, 1983; Gómez Canedo, 1976; Gustin, 1969; Burr, Canales, Aguilar, 1986. Para la ciudad de Morelia: Mazín Gómez, 1996.
28 «El hombre del barroco adquiere su saber del mundo, su experiencia dolorosa, pesimista […] pero también constata, con simultaneidad tragicómica que, aprendiendo las manipulaciones de un hábil juego, puede aportarse resultados positivos»: Maravall, 1980, p. 327; véase, también, Leonard, 1974.
29 Si se trata de Europa dentro de los tres primeros cuartos del siglo xvii, tendremos que situarnos en la época barroca; y, si se trata de América, de poco más de un siglo después (1640-1780). El Barroco americano —o latinoamericano, o iberoamericano, como se ha discutido que debiera llamarse— es un movimiento cultural que pudo haber tenido su origen en Europa, pero que a partir de su implantación en América tiene características propias que lo dotan de una especificidad tal que se puede hablar de un Barroco americano, diferente del Barroco europeo. Como apunta Ramón Gutiérrez: «Nuestro Barroco tendrá siempre componentes europeos, pero jamás podrá explicarse excluyentemente por ellos, pues responde a otros contextos sociales y culturales»; Gutiérrez, 2001, pp. 46-54, aquí p. 51.
30 Maravall, 1980, p. 32 (1ª ed. 1975).
31 Rodríguez de La Flor Adánez, 2002, p. 19. Como señaló Mario Sartor: «Hay que buscar las relaciones dialécticas, que fueron muchas e intensas en la época del Barroco, para entender cómo y cuándo se estrecharon o se soltaron los nudos culturales que han caracterizado una época tan larga que ocupa mucho más que un siglo de historia», Sartor, 2001, pp. 200-210, aquí, p. 201.
32 Mâle, 1985; Sebastián López, 1981. Véanse, también, Fernández García, 1991, pp. 643-652.
33 Ramírez Leyva, 1998, pp. 219-239.
34 Bargellini, 1999, pp. 680-698; Kuri Camacho, 2000.
35 Mayáns y Siscar, 1752, vol. 2, lib. III, cap. xiii.
36 El sermón es un punto privilegiado de observación: en él se hacen visibles las aporías de la sociedad religiosa frente a la moderna. Por una parte, está la ya insostenible unidad de la experiencia religiosa, observable a partir del paulatino divorcio entre una religiosidad exterior —piedad barroca— y otra interior —experiencia mística—; y por otra, el ya impostergable enfrentamiento, en este proceso, entre el mundo de la oralidad y el de la escritura: véanse Chinchilla Pawling, 2003, pp. 97-122; Gonzalbo Aizpuru, 2004, pp. 159-178; y Herrejón Peredo, 2003.
37 El relato de las apariciones milagrosas de la Virgen a Juan Diego y la creación de la sobrenatural pintura, con su interpretación de la mujer apocalíptica, solo pudieron darse en un contexto barroco gracias al clero criollo. Esto fue muestra de la incipiente conciencia criolla novohispana y también pasó en algunas otras regiones americanas.
38 Fernández García, 2000, pp. 95-122.
39 En 1680, Carlos de Sigüenza describió la inauguración del santuario de la Guadalupe en Querétaro en su crónica Las Glorias de Querétaro en la nueva congregación eclesiástica de María Santísima de Guadalupe. O’Gorman, 1975, pp. 84-94; Narváez Lora, 2010, pp. 129-160; Brading, 1994, pp. 19-43; Alberro, 1997; Brading, 1998. Según Ramón Gutiérrez, «La cultura barroca dio a los criollos los elementos necesarios para expresar su amor por la tierra y por la religión, toda vez que ellos eran los más capacitados para expresarse por este medio, ya que muchos de ellos eran instruidos así como practicantes de las distintas artes». De este modo, el Barroco americano aglutinó elementos que podrían parecer contrarios, pero que a la luz del Barroco se vuelven complementarios. Así pues la tradición indígena y la modernidad del cambio se incorporaron conjuntamente a «un proceso de articulación de la sociedad recuperando valores y experiencias que los conflictos de la Conquista habían postergado», Gutiérrez, 2001, p. 47. Siguiendo a Solange Alberro, se entiende que la afirmación criolla «hace su aparición oficial en el manifiesto de Miguel Sánchez, Imagen de la virgen María…, en 1648, y […] se desarrolla plenamente al final del siglo xvii, en particular con Carlos de Sigüenza y Góngora», Alberro, 1999, p. 12.
40 En ese campo queda mucho por investigar, en particular sobre la historia de los santuarios.
41 Gruzinski, 1988 y 1991, pp. 173-180; Béligand, 2004, pp. 471-512; Lavrín, 1973, pp. 91-122.
42 Ragon, 2003, p. 94; Peron, 2005, p. 111; Gruzinski, 1985.
43 Para más información, véanse Argaiz, Vida y escritos del venerable varón Gregorio López; Aristal, Vida y vanos escritos del venerable siervo de Dios Gregorio López; y Milhou, 1992, pp. 55-83.
44 Alonso Alberto de Velasco, capellán de las Carmelitas descalzas de la Ciudad de México y autor criollo, publicó el primer texto sobre la milagrosa imagen. Velasco, Exaltación de la Divina Misericordia.
45 Por ejemplo, el santuario otomí de Mapethé se estableció alrededor de la imagen del Cristo del Cardonal —o Cristo de Itzmiquilpan— que el arzobispo Juan Pérez de la Serna trasladó a la ciudad de México en la década de 1620: ibid.
46 En la edad barroca, las imágenes de los mártires se convirtieron en temas muy gustados, sobre todo como apoyo al culto de las reliquias de los mártires que seguían llegando desde Europa para llenar esta tierra de una santidad que aún no le era reconocida. Sin embargo, existieron mártires entre bárbaros (42 franciscanos y 26 jesuitas martirizados) alrededor de los cuales se construyó la historia misionera. Véanse Velasco, Exaltación de la Divina Misericordia; Cruz y Moya, 1954-1955, vol. 1, p. 97; Rubial García, 2000, pp. 75-87; id., 2006, p. 44.
47 El único beato canonizado que había obtenido Nueva España en las tres primeras centurias del cristianismo.
48 Los colegios franciscanos de Propaganda Fide supieron utilizar muy bien estos medios visuales para obtener apoyo de las autoridades para sus misiones.
49 Rubial García, 1997.
50 Ibid.
51 La práctica tuvo tal arraigo en México que todavía es común portar haces de espinos sobre los hombros, cactus sobre el pecho durante la Semana Santa o las peregrinaciones a los santuarios con el fin de solicitar salud o fortuna.
52 La santa se cuelga de los cabellos durante horas antes de recibir la visita de Jesús.
53 El santo recibe la visita de la Virgen al terminar sus crueles flagelaciones.
54 O la violencia de la conquista.
55 La Virgen que pisaba la cabeza del dragón se volvió la capitana de las huestes católicas que luchaban contra la herejía. Este discurso se volvió más virulento en el siglo xviii y en numerosas imágenes el monstruo de las siete cabezas tomó los rasgos de la pérfida Albión.
56 Esta transformación iconográfica que convertía a santos medievales tradicionalmente pacíficos en violentos guerreros no solo se estaba dando en América. Resulta paradójico que estos discursos de una violencia triunfalista se dieran cuando el Imperio español vivía una clara decadencia política, cuando su economía iba en franco descenso y su presencia en Europa se eclipsaba.
57 Rubial García, 1997.
58 Orozco Delclós, 2008.
59 Sigaut, 2012, pp. 437-460.
60 Martínez Naranjo, 2003, pp. 1-75.
61 Sigaut (ed.), 1997.
62 La madurez intelectual de don Carlos de Sigüenza y Góngora coincidió, a la vez, con el apogeo del Barroco jesuítico en Nueva España, y con la brecha abierta en Francia por el racionalismo, un fenómeno que se conoce —desde un libro de Paul Hazard— como la «crisis de la conciencia europea« (Hazard, 1935). Estas dos caras de la realidad contemporánea se reflejan en la obra de don Carlos: la prosa y la poesía barroca, los arcos de triunfo mitológicos, el esoterismo y la historia legendaria, por un lado; y, por otro, el paso de la astrología a la astronomía, la matemática y la cartografía. Véanse Brading, 2003; y Moffitt, 2006.
63 Esta fuente común fue el jesuita alemán Athanasius Kircher, quien gozaba ya de fama universal en todo el orbe cristiano cuando despertaron a la vida intelectual Sigüenza y sor Juana Inés de la Cruz. Kircher se interesaba principalmente por Egipto y el Oriente antiguos, pero (mediante los escritos de misioneros jesuitas) abarcaba también a México. Octavio Paz recuerda que Frances Yates consideraba a Kircher un «Pico de la Mirandola del siglo xvii». Paz ha visto en él el mejor exponente de «una política espiritual« (la jesuítica) que tendría por finalidad «una síntesis cristiana de las religiones universales»; Paz, 1982, p. 224. Con todo, Paz ha puesto el dedo en un principio de explicación esencial del pensamiento histórico de Sigüenza, respecto del México Antiguo. Se trata de la manía egipciaca, que veía a los antiguos mexicanos como descendientes de los egipcios faraónicos: mismas pirámides, mismos jeroglíficos, etcétera. Todo esto vino de Kircher, autor de Oedipus aegyptiacus, hoc est Universalis hieroglyphicae veterum doctrinae, temporum injuria abolitae instauratio… (primera impresión en Roma, Vitalis Mascardi, 1652-1654, 3 tomos en 4 vols.), que por ser obra de un jesuita pudo llegar sin riesgo de la Inquisición a la biblioteca de don Carlos, en la capital de Nueva España. También hay otra fuente, más importante quizás, que no se ha señalado hasta ahora: es el evemerismo, anterior al padre Kircher y hasta al hermetismo, salvo en la medida en que este se deriva del pitagorismo. Gracias a la tradición evemerista, recogida de los padres de la Iglesia por los jesuitas, fue posible poner fin a la tabula rasa de los doce primeros franciscanos evangelizadores de México, y le pareció legítimo a don Carlos de Sigüenza pretender que Quetzalcóatl (hombre-dios) era otro nombre del apóstol Santo Tomás, y hasta que los antiguos mexicanos eran descendientes de Neptuno, ¡sin caer en el piélago de la herejía!
64 Véanse, por ejemplo, Farriss, 1995; y Taylor, 1999.
65 Van Young, 2006.
66 Véanse, por ejemplo, Mestre Sanchís, 2003, pp. 25-63; y Sosa, El episcopado mexicano.
67 Mazín Gómez, 2001, pp. 189-212; id., 2008, pp. 53-78.
68 Véanse Marcocci et alii, 2014; Castelnau L’Estoile et alii (coords.), 2011; y Catto, Mongini, Mostaccio (eds.), 2010.
69 Lavallé, 1993.
70 Cabrera y Quintero, Escudo de armas de México. Sobre representaciones urbanas, véase, por ejemplo, Kagan, 2000.
71 Béligand, 2011, pp. 201-244.
72 Mazín Gómez, 1986, pp. 23-34; Mazín Gómez, Sánchez de Tagle, 2009.
73 Rojas-Mix, 1978.
74 Mayer, Torre Villar (eds.), 2004.
75 Al respecto, véase la aproximación en el reciente libro de Valenzuela Márquez, 2014.
76 Martínez López-Cano, Von Wobeser, Muñoz (coords.), 1998. Respecto de las cofradías como espacios de integración social y étnica, véase la compilación de trabajos publicada por Meyers, Hopkins (eds.), 1988. Sobre el Perú, véanse Garland, 1994, pp. 199-228; Paniagua Pérez, 1995, pp. 13-35; y Lévano Medina, 2002, pp. 77-118. Sobre México, véanse Greenleaf, 1983, pp. 171-207; Bazarte Martínez, 1989; Pareja Ortiz, 1991, pp. 625-646; y Bechtloff, 1996. Sobre otras regiones, véanse Graff, inédita; Ferreira Esparza, 2001, pp. 455-483; Martínez de Sánchez, 2006; Nucci, 2008; y Luca, inédita.
77 Gonzalbo Aizpuru, 1985-1986, pp. 3-32; Martínez López-Cano (coord.), 2004; Vargas Ugarte, 1954.
78 Véase por ejemplo Bonet Correa, 1983; Díaz Ruiz, 1983, pp. 107-126.
79 Sobre el siglo xviii, véase Dean, 2002.
80 González Cruz, 2002.
81 Souto, Ciaramitaro, 2011, pp. 159-195.
82 Véase Revel (dir.), 1996.
83 Mazín Gómez, 2012.
84 Oviedo Cavada (dir.), 1992.
85 Véase en este libro el artículo de Margarita Menegus Bornemann.
86 Véase en este libro el artículo de Felipe Castro Gutiérrez.
87 Sigaut, 2012b.
Auteurs
Université Lumière Lyon 2
Pontificia Universidad Católica de Chile, Santiago
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