El padre Claret y el escándalo de los matrimonios interraciales
Misiones católicas y sexualidad en la Cuba colonial (1851-1857)
p. 209-228
Texte intégral
1El 1 de febrero de 18561, en Holguín, una ciudad del Oriente cubano, el arzobispo Antonio María Claret fue apuñalado por Antonio Abad Torres, un zapatero de Canarias de treinta y cinco años2. Según la investigación judicial, el criminal siguió al prelado desde Gibara, un puerto situado a 38 kilómetros, a donde Claret había llegado para llevar a cabo su misión en la región. Esperó para cometer el atentado, aunque al final actuó ante la multitud y en presencia de las autoridades locales3. Eran las ocho y media de la noche, Claret acababa de celebrar una misa, momento clave de la misión que llevaba desde unos días en la ciudad y había empleado todas sus habilidades oratorias durante un largo sermón: «Decían que fui feliz como nunca», contó incluso en sus memorias4. Al salir de la iglesia, vio cómo el pueblo cubano se le presentaba tan manso como siempre después de una de sus predicaciones5. Fue justo en ese momento de gran intensidad emocional cuando Abad Torres le atacó, este apuntaba al cuello pero sólo llegó a la mejilla, que atravesó con su cuchillo hasta la mandíbula. Protegido por dos policías municipales que le rodeaban, Claret salió del apuro con una profunda herida6. Desconcertado por esta peculiar tentativa de homicidio, el fiscal de la alcaldía mayor de Holguín en primer lugar sospechó que pudiera tratarse de un complot: «No es muy fácil entender cómo un zapatero haya podido formar la idea de tan grave atentado», escribió en la descripción de los hechos7. No se encontró ninguna evidencia para sostener la idea de una conspiración en la investigación8. Pero el arzobispo siguió creyendo que Abad Torres no había actuado solo. Sin embargo, el incendio de la casa donde tenía que dormir en el camino de regreso a Santiago de Cuba confirmó sus sospechas. La Providencia le había protegido, de nuevo, al hacerle parar antes de la etapa prevista9. Si se intuía de forma tan nítida una conspiración, era por el hecho ―de notoriedad pública― de que el prelado tenía muchísimos enemigos.
2Desde que llegó a la isla en 1851, Claret hizo de la regeneración moral de la colonia su caballo de batalla. Luchaba para poner fin al concubinato, muy común en Cuba. Las parejas de hecho eran, a menudo, de distintas razas: no se podían casar sin la licencia especial de las autoridades locales, según lo estipulaban una Real Cédula de 1805 y un reglamento de 184210. Claret y sus misioneros eludían estas disposiciones y casaban a todas las parejas que encontraban, lo quisieran o no. Las resistencias y oposiciones frontales a estas nuevas prácticas matrimoniales se multiplicaron durante su episcopado, no sólo por parte de la gente humilde como Abad Torres, sino también por notables que pretendían defender la estabilidad colonial, amenazada según ellos por toda transgresión de las fronteras raciales. El caso Claret hizo estallar las profundas tensiones que oponían dos legitimaciones del dominio colonial en la Cuba esclavista de la década de 185011. El conflicto cristalizó en torno a las prácticas sexuales y matrimoniales entre «razas» distintas, enseñando cuán fundamental era el «gobierno de lo íntimo»12 para mantener el orden colonial. Mientras que, para Claret, el matrimonio interracial permitía conducir a la sociedad cubana hacia la familia cristiana y luego hacia la civilización, según sus opositores llevaba al caos racial y social, primer paso hacia la degeneración definitiva de la colonia. ¿Quién se escondía detrás de cada discurso, qué intereses cubrían y cuál de los dos triunfó al final? Intentar saberlo permite, mientras se dilucida el atentado contra Claret, entender el polémico papel de la segregación racial por el matrimonio en el orden colonial cubano de la década de 1850, cuando la esclavitud masiva, la presión de los abolicionistas sobre España y las migraciones de muchos blancos pobres hacían de las uniones interraciales un problema cada vez más agudo en la isla (mapa).
La cumbre emocional de una «misión»
3Claret se sentía misionero antes que arzobispo13 y pasaba el menor tiempo posible en su palacio episcopal. Fue en Cataluña, su región natal, donde organizó las primeras misiones y fundó su congregación en 184914. Venía de una familia de pequeños emprendedores del textil y, a pesar de las angustias que le procuraban tanto la revolución industrial como la liberal, nunca se comprometió claramente con el bando carlista15. Ese no fue el caso de su misionero favorito en Cuba, el capuchino Esteban de Adoáin, que tomó partido en contra de los liberales durante la Primera Guerra Carlista16. Exiliado en Italia y luego en Venezuela, el fraile vasco se presentó a Claret en Santiago de Cuba en 1851, por la gracia de la Providencia, en palabras del eclesiástico17. En 1852, los fieles de varias parroquias de Bayamo expresaron su queja por las maneras violentas del fraile18, con lo que apuntaban al propio Claret. Los liberales moderados ―en el poder en Madrid desde 1845― vieron así confirmadas sus inquietudes sobre los excesos del prelado. En la búsqueda de la conciliación entre la monarquía liberal y el papado ―una política que desembocó en el Concordato de 185119―, los moderados habían juzgado útil alejar a Claret de la Península, a la vez que aprovechaban su celo misionero en el ámbito colonial.
4En las misiones cubanas, Claret retomó las prácticas empleadas en Cataluña y en el resto de Europa por el clero ultramontano de la época, pensadas para reconquistar al pueblo después de los traumas revolucionarios. Grandes concentraciones colectivas en las que se llevaban a cabo predicaciones, procesiones, misas, comuniones y confesiones masivas, jalonaban estas misiones, desplegando una escenografía sofisticada, cuyo ritual se adaptaba a las diferencias raciales en Cuba: después del catecismo, los niños desfilaban en procesiones «los blancos con un estandarte blanco y los negros con un estandarte rosado»20; comuniones y confesiones se sucedían a un ritmo acelerado21 hasta horas avanzadas de la noche22; se enriquecía la decoración elemental de las iglesias locales23. La predicación se basaba en los medios culturales más modernos24: Claret distribuía «buenos libros» para contrarrestar la influencia destructiva de los «catecismos protestantes impresos en Inglaterra y en América del Norte, en idioma castellano»25. Escritos por él y publicados por la editorial que había fundado en Barcelona, estos sencillos catecismos se reeditaron con muy pocos cambios para la colonia26, y se distribuyeron, como en la metrópoli, cientos de miles de ejemplares.
5Las misiones de Claret jugaban con el temor y la culpabilidad de los fieles. A finales del año 1852, el prelado interpretó una serie de terremotos y epidemias mortíferas como los signos evidentes de los pecados de su rebaño, y designó a los concubinos como los principales responsables de los desastres27. El capuchino Adoáin evocó en sus notas el espanto que le proporcionó uno de los sermones más apocalípticos del prelado: «Por mi parte, confieso que se me erizaron los cabellos y palpitó el corazón al oír a manera de trueno la voz de Claret»28. Aterradas, las parejas de hecho se casaban en masa. El arzobispo se jactaba de poder llegar en algunos pueblos a «un completo vuelco», pues se realizaban hasta trescientos matrimonios en la misma parroquia. Todos los días eran declarados día de fiesta para celebrar más matrimonios durante las misiones29. En una carta de 1852 al prelado, el misionero catalán Manuel Subirana hacía alarde de más de 200 bodas en la misión de El Cobre, 350 en Morón, 170 en Ti Arriba, 400 en Baracoa, 130 en Sagua, 220 en Mayarí y de 500 a 600 en el territorio de Palma Soriano30. En 1853, después de dos años de misiones, Claret presentó un impresionante balance al capitán general: 10 000 matrimonios celebrados y 40 000 niños legitimados en dos años, 100 000 libros distribuidos, 70 000 comuniones realizadas y 300 000 confesiones oídas31.
6Algunos fieles resistieron a la empresa claretiana de regeneración moral, como bien lo prueba la historia de Abad Torres. Los policías que investigaron el atentado llegaron a la conclusión de que se trataba de una venganza personal, como lo pensaban los informantes de Claret. El arzobispo había amonestado a Abad Torres por vivir en concubinato y le había instado, o a poner fin a su relación ilícita, o a casarse. Parece ser que el canario no cumplió con las órdenes. No era la primera vez que las misiones provocaban un drama: Rafael Meloño, padre de ocho hijos con una parda libre, amenazó con suicidarse si le separaban de ella32; Ninfa Escalona, tras arrepentirse de sus relaciones ilícitas con el zapatero Antonio González, fue asesinada por él justo después del final de una misión33. Abad Torres fue el primero en desviar el crimen pasional hacia el arzobispo. Escapó del garrote vil, pero pasó diez años de presidio en África. En el momento del ataque en Holguín, Claret ya gozaba, sin embargo, de un largo historial de conflictos con todo tipo de fieles, desde un zapatero de pueblo inmigrado como Abad Torres, hasta el presidente de la Real Audiencia de Puerto Príncipe, el principal tribunal de la diócesis.
Los opositores al prelado: ¿unos enemigos de España?
7El arzobispo empezó a quejarse de amenazas por parte de varias personas o grupos a partir de 1852. Los enemigos de España, opuestos a su obra de regeneración moral, intentaban según él hacerle daño hasta físicamente. La legitimidad de la tutela española sufrió bastantes ataques durante la década de 1850, y quizá este contexto explicara, de hecho, la impopularidad de un prelado peninsular. Las élites criollas, excluidas de las Cortes desde 1837 —cuando los liberales les quitaron toda la representación parlamentaria con el pretexto de la complejidad racial de la isla34—, querían recuperar el acceso a una ciudadanía plena. Pero la demografía de la sociedad cubana llegó por aquella década a un punto crítico, momento en el que se invirtió la proporción entre la población llamada de color (libres y esclavos) y la población considerada blanca: tras el tráfico masivo de cientos de miles de esclavos africanos desde finales del siglo xviii, los blancos eran ahora, y por poco tiempo, la minoría35. Esta situación reforzó los temores de los «reformadores», que abogaban por el «blanqueamiento» de la isla para impedir que Cuba siguiera el destino de Haití (el de una «guerra de razas» ganada por los negros). Los capitanes generales José Gutiérrez de la Concha y Valentín Cañedo —que se sucedieron en el poder durante la estancia de Claret en la isla— querían, por su lado, estabilizar la situación demográfica. Defensores acérrimos de la política del «equilibrio de razas» aprovecharon el temor a la revuelta de esclavos para mostrar que su mando militar era imprescindible y que la tutela española y la ausencia de libertades políticas eran la única defensa contra la abolición36. Esta afirmación de autoritarismo también se apoyó en la renovación del imperialismo español en África y en Asia por esos años37. En la zona oriental de Cuba, territorio del arzobispado de Claret, la esclavitud estaba menos extendida que en la occidental de las grandes plantaciones de azúcar y las opiniones reformistas eran más difusas. La popularidad de las opiniones críticas se volvió muy visible en 1851, cuando los «anexionistas» —defensores de la incorporación de una Cuba libre y esclavista a los Estados Unidos— desembarcaron en el área oriental para sublevar la isla. La severa represión a los sospechosos del intento de anexión alcanzó a todos los sectores favorables al ejercicio de las libertades y de los derechos políticos en Cuba.
8La toma de control del autoritarismo de la colonia provocó la reforma de la Iglesia cubana, de la cual surgió el arzobispado de Claret. En Cuba como en el resto de las Indias, la Iglesia dependía directamente de la Corona por el Patronato Real, cedido siglos antes por el papado. La desamortización ocasionó una profunda desorganización en la Iglesia, que provocó que fuera casi abandonada hasta la década de 1850, cuando los liberales moderados firmaron el Concordato de 1851 con el papa. Poco después de su llegada a Cuba, Claret compartió su mala impresión con la reina y con el ministro de Gracia y Justicia: el «gobierno de Vuestra Majestad no se ha penetrado bien del estado deplorable del clero de esta diócesis, de su escasez y miseria»38. A pesar de los diezmos captados por la hacienda colonial, «las parroquias y las iglesias carecían de la asignación anual de los beneficios»39. A su amigo el obispo de Vic, Claret le hizo partícipe de su «indignación al presenciar el criminal abandono en que el gobierno español tiene el culto y el clero de este arzobispado». No era de extrañar, dijo, si los fieles «se queja[ba]n de los españoles», ya que les condenaban a «morir como perros» a pesar de haberles entregado «grandes sumas» a título de diezmo40.
9Sin embargo, una Real Cédula de 1852 sobre el culto y el clero en Cuba satisfizo al prelado41, pues a los clérigos se les asignó una «pensión decorosa»42 y se fomentó la instalación de nuevas órdenes religiosas, además del retorno de los jesuitas. También se pretendió españolizar al clero cubano. Los criollos gozaban hasta entonces de un casi monopolio en el acceso al sacerdocio y a las más altas dignidades eclesiásticas de la isla, Las reformas de la década de 1850 rompieron este monopolio y permitieron a los españoles de la Península ocupar importantes funciones sacerdotales en Cuba43. Según Claret44, estas reformas eran necesarias para luchar contra la creciente influencia del protestantismo entre los criollos45, y de los cultos paganos entre los trabajadores importados (africanos y chinos). La cruzada contra el concubinato —el tercer elemento— planteó muchos más problemas.
10Siendo como era la cabeza visible del proyecto colonial de los moderados más ultramontanos, Claret consideró que la «persecución» de la que era víctima provenía necesariamente de las filas de los que querían «apartarse del dominio de los Españoles»46. Para desgracia del prelado, los ataques más importantes contra sus misiones provinieron de la propia Administración española. En agosto de 1852, el arzobispo «dictó»47 una excomunión en contra de un comerciante que vivía en concubinato en Yara, perteneciente al partido judicial de Manzanillo. Como dudaba de la legalidad de la medida, el teniente gobernador del distrito pidió consejo a su asesor jurídico. Este se basó en dos códigos: el Concilio de Trento, que según él, en efecto, establecía la necesidad de excomulgar a un concubinario reincidente, y las Leyes de Indias, que no definían el concubinato ni siquiera como delito48. Unas semanas más tarde, el fiscal de la Audiencia zanjó la cuestión en contra de Claret, pues aseguraba que «los casos de amancebamiento no pueden reputarse graves ni irremediables»49. Se instaba al arzobispo a proporcionar los autos de la excomunión, que carecían de fundamento jurídico. El prelado no se había molestado en redactar este tipo de documento50 y se negó a «retroceder un ápice de lo que conozca ser [su] deber de conciencia»51, quejándose de que los magistrados se salían de sus atribuciones «obrando no judicial sino gubernativamente»52. El fiscal
se abst[uvo] de calificar esta manifestación dirigida al tribunal superior del distrito, que ha[bía] obrado dentro del círculo de sus atribuciones y de las regalías del Real Patronato53.
11El conflicto jurisdiccional se convirtió en una guerra abierta entre dos instancias del gobierno colonial, la Audiencia y la archidiócesis.
12La Audiencia llevó el caso al Consejo de Ultramar en Madrid. Para defenderse, Claret acusó a los altos magistrados de solidarizarse con los sectores antiespañoles en la isla. Un recurso formulado contra él, firmado por notables peninsulares de Santiago de Cuba54, ocultaba, según Claret, los nombres de los prohombres criollos que lo habían formado: el primero, José Fornaris, «soltero amancebado con una casada e encausado por asuntos políticos»55 era un poeta conocido, que se comprometió luego con la insurrección independentista de 186856; de los otros tres, decía Claret que el capitán general Gutiérrez de la Concha «los tenía notados por malos y perjudiciales»57. No sería extraño que, en realidad, se criticara a los misioneros de Claret en esta esfera criolla, un espacio público clandestino donde se cruzaban el reformismo con los anhelos de anexión y las prácticas del complot con las veladas poéticas58. A pesar de estas acusaciones, el Consejo de Ultramar zanjó el conflicto a favor de la Audiencia y despojó a Claret del arma de la excomunión59. El marqués de la Pezuela, nombrado capitán general de Cuba a finales del otoño de 1853 y favorable al prelado, volvió a la carga y confirmó las acusaciones de Claret contra la Audiencia: «En este como en otros asuntos de alta importancia política», los individuos que la componían iban siempre «en sentido de buscarse popularidad entre los naturales a costa del buen servicio de España»60. En torno al caso Claret, se enfrentaban ahora claramente la Audiencia —un tribunal con amplias funciones administrativas, encarnación de la persistente naturaleza jurisdiccional del poder en las Españas61—, y el capitán general Pezuela, cuyo mando representaba, por el contrario, la concentración y centralización del poder, así como la suspensión del Estado de Derecho en el nuevo dominio colonial de cuño liberal62. Pero antes de llegar a esta confrontación en la cumbre, Claret empezó hundiéndose en numerosos quebraderos jurídicos provocados por la base del orden colonial.
Las autoridades locales en contra de los matrimonios «desiguales»
13Antes del atentado de 1857, los opositores a Claret siguieron la vía legal y se apoyaron en la cooperación activa de muchos representantes locales de la autoridad colonial. Lejos de sospechar esta animadversión, Claret actuaba como si los poderes civiles y religiosos pudieran y debieran cooperar sin roce alguno bajo su propia supervisión. No dudaba en dar órdenes a los intermediarios locales de las distintas administraciones y pretendía ponerles al servicio de una verdadera policía moral. Los sacerdotes eran los primeros en intervenir: debían «amonestar» en el púlpito a los que vivían en concubinato63, preparar la lista de ellos en cada parroquia visitada por los misioneros64 y levantar los obstáculos materiales que impedían los matrimonios65. Se recurría luego a la Administración civil y militar en nombre del Real Patronato. A petición de Claret, el general Joaquín del Manzano, gobernador de la provincia de Santiago, primera autoridad civil y militar de la diócesis, ordenó a los capitanes y jueces locales (los pedáneos)66 participar en la elaboración de las listas de concubinos67 que, a veces, enviaba él mismo a los misioneros68. La orden de comparecencia se transmitía a los concubinos por los cabos de ronda69. Una vez reunidos los pecadores, los misioneros les planteaban el dilema de separarse o casarse, en un tono, con frecuencia, amenazador70. A los hombres que elegían la primera opción y tenían hijos de la unión ilícita, se les obligaba «por escrito a pasarles los alimentos»71. Se rogaba también a las autoridades locales que intervinieran para castigar a los escandalosos que no cumplían con estas reglas, en especial, con el exilio fuera del partido. Para ver si los malvados se habían enmendado, se espiaban sus idas y venidas para sorprenderles in fraganti en casa de la mujer con la que estaban amancebados72.
14Las autoridades locales no siempre se adherían —ni mucho menos— a estos procedimientos. El primero en reaccionar fue Francisco Moreno, el comandante militar de El Cobre, una pequeña ciudad minera vecina a Santiago de Cuba, que acogió una misión de Claret en mayo de 1851. Formó un oficio en contra del cura local (por su comportamiento durante una misión de Claret) y lo mandó al gobernador provincial Manzano: describía las amenazas proferidas contra los concubinos, pues a algunos de los cuales los había obligado a casarse contra su voluntad y había celebrado dos matrimonios desiguales. La última acusación alarmó al gobernador73. Ayudado por su asesor jurídico, le dio la razón al comandante: al arzobispo se le recordó la legislación sobre matrimonios desiguales (de la que se tratará luego) y se le rogó atenerse a ella74. «Respeto la opinión de que los matrimonios que se intentan entre personas desiguales puedan ser perjudiciales ―contestó el prelado―, mas no absolutamente», y explicó por qué los matrimonios desiguales de El Cobre no se podían prohibir75. Las dos autoridades convinieron al final en que se podían admitir excepciones a la prohibición, pero que los misioneros las tenían que notificar al gobernador de la provincia de antemano76. El comandante de El Cobre volvió al ataque en mayo de 1853. Envió al nuevo gobernador de la provincia, el general Joaquín Martínez de Manzanilla, la queja de un amancebado de la ciudad contra el sacerdote de la localidad y contra el secretario de Cámara de Claret, porque consideraba que se habían excedido en las amonestaciones que habían realizado. Según el prelado, la hostilidad del funcionario era notoria: había enviado la queja por comunicación reservada77, no se desplazaba nunca para acogerle78, y protegía a «un vagamundo y ocioso amancebado públicamente con una mulata, con hijos que tiene y ella le mantiene». Las consecuencias para la moral pública eran tremendas: «los díscolos se embalentonan [sic], suponiendo que el Comandante les es propicio»79. El nuevo gobernador de la provincia resolvió la cuestión a favor del prelado. Envió una orden al comandante para que amonestara al concubino por la inexactitud de su queja; le tenía que obligar a reconocer la autoridad eclesiástica y a separarse de la amancebada80.
15El caso del comandante de El Cobre no fue aislado. Como afirmó el prelado en una carta al capitán general Pezuela en 1854: «en esta isla los agentes secundarios del poder temporal contrarían muchas veces las miras del Gobierno de S. M. y de sus dignos representantes principales»81. En 1852, opuso el celo de algunos tenientes y gobernadores de partido a la resistencia de los funcionarios subordinados:
Por más activas que hayan sido las disposiciones que han dado a los Capitanes de Partido y Cabos de Ronda de los Cuartones, siempre queda alguno aunque raro en cada Partido que fascinado por sus vicios trata de burlarse de ambas autoridades82.
16Según Claret, era su inmoralidad la que llevaba a estos funcionarios a resistirse a las misiones: «Hay algunos militares retirados Capitanes y Tenientes de partido y Cabos de Corton que viven públicamente amancebado[s]»83. El remedio era depurar las filas de la Administración de los que rehusaban casarse. Para ello, era posible canalizar, en beneficio propio, los planes de reforma de la Administración de base84 y utilizar también las denuncias entre administradores locales. El teniente de partido, don Epifanio Vigueras, tres veces amonestado por los misioneros, fue denunciado por el comandante del mismo partido: se había negado a ejecutar la orden del gobernador de la provincia de separarse de su concubina y no llevaba una vida muy cristiana según su colega85. Los funcionarios solían, sin embargo, cerrar filas contra la intromisión del poder eclesiástico en sus atribuciones y vidas privadas y castigaban a quienes de ellos no respetaban esta solidaridad86.
17La resistencia de los administradores locales a la «reforma moral» también se explicaba por factores económicos. Los intermediarios locales del Gobierno civil y militar no recibían ningún sueldo de la Administración que les empleaba. Acumulaban atribuciones administrativas, judiciales y policiales87 y percibían parte de los ingresos de los actos oficiales que producían (multas, licencias de negocios, recursos, etc.), lo que explica, según Gutiérrez de la Concha, su propensión a la querella jurídica. La mayoría de los militares retirados, postergados por la riqueza de las élites locales, cedían casi todos a la corrupción: duplicaban los costes de los actos y prometían impunidad a quienes sabían premiar sus servicios88. De las licencias de matrimonio podían sacar una alta rentabilidad. Por esta razón, las familias, que deseaban evitar un matrimonio deshonroso o celebrarlo a pesar de la prohibición, estaban en condiciones de pagar bien. Los misioneros claretianos amenazaban esta prebenda con su esfuerzo por facilitar todos los trámites matrimoniales.
18Esta misma lógica llevaba, también, a muchos clérigos a la resistencia contra la cruzada claretiana. Las parroquias no recibieron beneficios hasta la reforma de la década de 185089. Los sacerdotes criollos sacaban ingresos de los certificados de nacimiento, bautismo y matrimonio que celebraban. En 1852, el mulato Julián Taisen escribió al arzobispo para denunciar al vicario de Puerto Príncipe, el cual le había hecho pagar 100 pesos ―una suma enorme― por oficiar su matrimonio90. Aunque el caso parece dudoso, lo cierto es que Claret aparecía como el oponente a estos intereses: pretendía bajar el precio de los matrimonios e incluso hacerlos gratuitos para los insolventes91. Hay que tener en cuenta otro factor fundamental al tratar la resistencia de los sacerdotes criollos a las misiones: muchos de ellos vivían amancebados y Claret contó escandalizado, en su diócesis, hasta 183 hijos, frutos de estas uniones92. Durante todo el episcopado, luchó en contra de los «sacerdotes que qu[ería]n vivir como antes vivían en el libertinaje»93, les obligó a separarse y a llevar el hábito94. Algunos sacerdotes locales, como el padre Mena de Mayari, trataron de denunciarle ante la Audiencia de Puerto Príncipe95. En el terreno eclesiástico, sin embargo, las autoridades le dieron la razón a Claret con mucha más facilidad. En el atentado de Holguín, en el primer momento, los investigadores atribuyeron el supuesto complot a los sacerdotes locales, probablemente cansados de las «correcciones canónicas»96 impuestas por el prelado.
19La oposición a Claret surgió de la base del orden colonial, que le acusaba de pretender «hallarse revestido de facultades extraordinarias para obrar sin límites»97. Los sacerdotes y los funcionarios locales se sentían humillados y económicamente amenazados por las misiones. Sobre todo, parecían hábiles para manejar los recursos legales, con lo que demostraban no sólo la persistencia del paradigma jurisdiccional, sino también la importancia del derecho en «la administración de la diferencia»98 colonial.
Derecho, Iglesia y segregación racial
20La Iglesia cubana del siglo xix participaba en la fabricación de las categorías raciales a través del control del estado civil. El color de las personas, una categoría más jurídica que física, se basaba en la inscripción de los recién nacidos en los registros conservados por los sacerdotes de cada parroquia: el de los blancos y el de los negros (libres y esclavos, pardos y morenos). Oficialmente, la gente entraba a formar parte de una de las dos categorías jurídicas al nacer y no podía salir de ella hasta su muerte. Sobre el terreno, sin embargo, la clasificación parecía mucho más lábil y daba a los sacerdotes locales un poder tremendo sobre el destino de los individuos y de las familias99. Los jueces y los administradores locales compartían parte de estas atribuciones y concedían licencias para pasar de forma excepcional de un registro a otro. Los matrimonios eran una herramienta clave para llevar a cabo un control racial y colonial. Como mostró la historiadora Verena Stolcke en un libro pionero100, las estrategias de las familias en torno al matrimonio contribuyeron a reforzar la segregación racial en la Cuba del siglo xix. La prohibición de los matrimonios interraciales se remontaba a una Real Cédula promulgada en 1805 que evocaba la necesidad de una licencia matrimonial cuando una persona de familia noble pretendía casarse con alguien de inferior rango. Una lectura ampliada y racializada de ese texto permitía aplicar esa medida a todas las familias blancas, cuando uno de sus miembros estaba a punto de casarse con una persona de otra raza. Esta evolución se basaba en el establecimiento de una equivalencia legal entre linaje noble y blancura y en la confusión entre la «pureza de sangre» de una familia y la de todo el grupo blanco. El artículo 44 del Reglamento de pedáneos (1842) era una pieza clave para el paso de una interpretación jurídica a otra. Según Claret, sin embargo, este artículo no prohíbía «tampoco la unión de las razas desiguales absolutamente sino cuando se cre[yera] con fundamento que esa unión desaparecer[ía]»101. Por lo tanto, la prohibición de los matrimonios interraciales se fundaba en una interpretación radical y abusiva de las leyes.
21En los conflictos entre Claret y las autoridades locales, estas últimas siempre utilizaban la interpretación más radical. El comandante militar de El Cobre evocaba, por ejemplo, «la prohibición de efectuarse matrimonios entre personas blancas y de color», de acuerdo tanto con el artículo 44 del Reglamento de pedáneos como con el auto del asesor del Gobierno Provincial de 1851 (que, sin embargo, había zanjado el conflicto con Claret y había admitido la posibilidad de que hubiera excepciones102). El prelado se quejaba con frecuencia al ver cómo la legislación «deja[ba] completamente a presunción de no más de un pedáneo» la posibilidad de oponerse a un matrimonio103. Detrás de los jueces, sin embargo, numerosos demandantes anónimos apelaban al derecho de las familias blancas a proteger sus alianzas y ya no defendían sólo a su propia familia, sino al principio mismo de la prohibición de los matrimonios desiguales:
Apenas saben que alguno trate de casarse aunque sea un mulato pordiosero, ya acuden a la autoridad diciendo que un blanco se casa con una mujer de color; y la Autoridad manda paralizar el matrimonio104.
22Además de las estrategias sobre la familia, cuyo papel en la evolución de la ley enfatizó Stolcke, el caso Claret muestra cómo también fue fundamental la movilización de estos defensores anónimos de la segregación matrimonial105.
23Un comerciante de Nuevitas, un «Español fiel y leal», llevó una queja en contra de los misioneros que acababan de pasar por su ciudad, por haber celebrado matrimonios desiguales y por haber dañado así el «prestigio que mantiene en subordinación a los esclavos». El prestigio blanco también había sufrido, según él, debido a que los misioneros habían sembrado la discordia entre parejas casadas y fieles, que habían sido vilipendiadas en la plaza pública, y porque habían utilizado el secreto de confesión para extorsionar los nombres de los concubinos y las concubinas106. Encontramos estas mismas alegaciones en la queja presentada por quince comerciantes catalanes de Cauto-El Embarcadero, cerca de Bayamo. No sólo los misioneros habían celebrado varios matrimonios desiguales, sino que también habían enseñado «doctrinas de igualdad entre las clases blancas y la raza de color»107. El amancebado excomulgado por Claret en 1852 también era comerciante, aunque no se menciona que fuera peninsular: «mercader con tienda pública, y arrendatario de una finca del estado con quien hasta las autoridades t[enían] que comunicar», su proximidad con los administradores hacía insoportable su humillación pública por el prelado108. Los comerciantes y los peninsulares, dos categorías a menudo superpuestas, parecían especialmente implicadas en la defensa de la legislación segregacionista.
24En el momento de su conflicto con la Audiencia de Puerto Príncipe, Claret expresó claramente en una carta su rencor hacia las «tres clases» responsables de la «corrupción» de la isla y de sus trances jurídicos: los «abogadillos hijos del país, propietarios de negros y españoles»109. Los negreros no aparecen directamente en las quejas contra las misiones. Por el contrario, los otros dos grupos quedan claramente visibles, en especial durante el conflicto de 1852 con la Audiencia de Puerto Príncipe. Según Claret, los peores españoles eran sus compatriotas catalanes, los más presentes en el comercio y el tráfico negrero de la isla: «todos, o viven amancebados, o tienen ilícitas relaciones con mulatas y negras y no aprecian a otro Dios que el interés»110. Claret también pensaba que los criollos ricos formaban parte de la trama de perseguidores, como en el caso del recurso formado contra él en Puerto Príncipe, mencionado con anterioridad. Reprochaba sus tendencias liberales y protestantes a los hijos del país que iban a estudiar Derecho en Estados Unidos y denunciaba a los amancebados escondidos entre ellos111. Por la misma época, a la capitanía general también le preocupaba el aumento del número de abogados en la isla, que, para sobrevivir, producían un sinfín de disputas legales112. Lo más probable es que esos abogados criollos tampoco vieran con buenos ojos que los misioneros simplificaran los procedimientos matrimoniales.
25¿Emanaban, entonces, todas las quejas en contra de los matrimonios desiguales de las élites económicas de la isla? Según el prelado, también procedían de sectores mucho menos favorecidos. Los blancos más pobres se resistían a los matrimonios desiguales intentados por las misiones, ya sea por la fuerza, como el zapatero canario que agredió a Claret en Holguín, o mediante el uso del derecho: «en esta materia más autoridad hace el hombre más vil de la plebe que el Arzobispo de Cuba, pues que más crédito se da a aquél que a éste»113. Rafael Muñoz, el «vagabundo» concubinario de El Cobre que presentó la queja de 1853 en contra de los excesos de los misioneros en sus amonestaciones, no parecía ser nada más que un trabajador anónimo de pueblo minero114. Por cierto, el prelado establecía una relación entre la frecuencia de los problemas a los que se enfrentaba en El Cobre y la presencia de las minas, que atraían a «protestantes» y a «gente de mal vivir»: «ese pueblo enarboló la bandera de una guerra implacable contra la misión santa»115. Para los trabajadores blancos, ceder al matrimonio desigual significaba perder su único capital simbólico en una sociedad esclavista, tener que asumir las obligaciones paternales y perder parte de su dominio sobre las mujeres de color. Sin embargo, eran más propensos a dar su consentimiento y celebrar este tipo de matrimonios que los blancos de niveles sociales más altos116.
26La producción y la administración de la diferencia ya no eran la obra de unos juristas especializados en los privilegios del antiguo régimen en Cuba, o de familias preocupadas por su posición social, sino de la movilización de amplios sectores «blancos» para establecer una única frontera racial entre ciudadanos y gentes sin derechos. Frente a esta «plebe» que conspiraba en contra de su misión divina, el arzobispo no dijo su última palabra con tanta facilidad.
Respuesta y derrota del partido colonial promatrimonio
27Claret entendió que la «regeneración moral» de la isla no se podría lograr hasta que no se cancelara la prohibición de los matrimonios interraciales, basada en una jurisprudencia dudosa. En mayo y junio de 1853, se dirigió sucesivamente al capitán general, Valentín Cañedo, al Gobierno de la metrópoli y al ministro de Gracia y Justicia117, para pedirles que pusieran fin a «la mala inteligencia» de la legislación sobre el matrimonio. Los «abusos» en su interpretación «no sólo se opon[ían] a las buenas costumbres, sino también a los adelantos de esta Isla»118. Para ganar el apoyo de los dirigentes, el prelado utilizaba el lenguaje de la misión civilizadora, muy en boga en los imperios europeos de la época. La elevación de la sociedad cubana hacia la civilización católica fundaba la legitimidad del colonialismo español, pero el «contubernio entre desiguales» la obstaculizaba. El problema político planteado no era el del mestizaje en el sentido demográfico (la «mezcla de razas») ―ya muy avanzado de hecho119―, sino el de la producción masiva de hijos naturales.
28En el concubinato, decía Claret, «la educación filial es desatendida»120. Con frecuencia, abandonadas por distintos hombres, las mujeres «cargadas de hijos»121 constituían hogares de «anarquía doméstica»122. Los bastardos, más perezosos, viciosos, ladrones y tramposos, fermentos de desorden y revolución123, poblaban toda la isla:
¿Qué ciudadanos serán con el tiempo, sin familias, sin recuerdos de mayores, sin honra ni patrimonio que heredar generalmente; venidos al mundo como a la ventura; infamados por la misma sociedad a quien odiarán ellos por lo mismo; inhabilitados para cargos públicos porque la sociedad y la ley los echa atrás de continuo124?
29Para conservar la colonia, España tenía que transformarles en buenos ciudadanos, anclados en la memoria de los antepasados paternos125. Joaquín del Manzano, el gobernador de la provincia de Santiago que no había sido siempre tan cooperativo, felicitó a Claret por este programa: «buenos padres, esposos caritativos e hijos obedientes, forman buenos y respetuosos ciudadanos»126. Para que los frutos de las uniones interraciales fueran apoyos del orden colonial bastaba introducir una ligera reforma legal (el retorno a la letra de la ley de 1805) y algunas otras medidas revolucionarias. El derecho matrimonial, tal como se interpretaba en Cuba, ayudaba a los hombres blancos a evitar todas las obligaciones paternales: «Un padre legítimo cuida mejor de su prole que uno que no lo es: al primero le obliga la ley; al segundo no»127. Era imprescindible forzar a los padres recalcitrantes a asumir sus obligaciones, ya fuera por el matrimonio o por el pago de una pensión alimenticia a la madre, como imponían los misioneros desde 1851. La imposición de la paternidad a través del matrimonio conducía a la reconstrucción de la familia y, por lo tanto, a un orden político cristiano. No importaba que estas familias fueran mixtas: «Yo creo ―concluía Claret― que la religión es el primer elemento social y el más eficaz de todos; es preciso robustecerlo, aunque hayan de unirse algunos blancos y morenos»128.
30Este punto de vista encontró algunos partidarios en los círculos gubernativos del moderantismo. El marqués de la Pezuela, que asumió el cargo de capitán general de Cuba en diciembre de 1853, fue incluso acusado de ser demasiado cercano a Claret. De reconocido catolicismo y con las maneras de un caballero a la antigua129, Pezuela refutó punto por punto las denuncias acumuladas en contra del arzobispo en el Consejo de Ultramar130. Poco después de llegar a La Habana, publicó una circular por la que imponía la interpretación literal de la Real Cédula de 1805 y anulaba de un plumazo toda la jurisprudencia posterior sobre la prohibición de los matrimonios mixtos en Cuba131. Había ganado Claret, aunque por poco tiempo. El capitán general no sólo zanjó la cuestión del concubinato, sino que tomó otras medidas revolucionarias para la organización de la isla respecto a las líneas raciales. Después del mando de su predecesor Valentín Cañedo que había provocado tormentas de indignación internacional por sus injerencias en los intereses esclavistas, Pezuela fue enviado a Cuba para tranquilizar a los abolicionistas británicos sobre el respeto de la prohibición de la trata (que se suponía en vigor desde 1820). Estableció una vigilancia drástica de los buques y de las transacciones de esclavos132. También estableció dos compañías de gente de color, que recordaban las milicias disueltas por Leopoldo O’Donnell, aunque Pezuela había cuidado de integrarlas en los batallones blancos del Ejército133. Aquello pasaba de castaño oscuro para los partidarios de la supremacía blanca, que organizaron una campaña en la que presentaban a Pezuela y a Claret como peligrosos defensores de la igualdad de la raza.
31Los ataques en contra del arzobispo amigo de los negros empezaron antes del mando de Pezuela, como muestran algunas de las quejas citadas antes. La prensa tomó su parte en el asunto, en particular la del exilio criollo: el periódico La Verdad de Nueva Orleans publicó en 1853 un artículo en contra de los misioneros, a los que acusaban de enseñar la igualdad de razas134. Estas acusaciones se desataron bajo el mandato de Pezuela. Circularon cartas anónimas que denunciaban la política del capitán general que «realza[ba] al negro al nivel del blanco»135. ¿Era, en realidad, Claret un amigo de los negros? El prelado se defendió de forma reiterada de promover la igualdad racial y favorecer a las personas de color. Su acción en el terreno de la esclavitud fue muy modesta: sólo trató de cristianizar a los trabajadores sin insistir demasiado en otras cosas136. Tampoco se basaba su posición promatrimonio en un igualitarismo enarbolado. Al contrario, debido a que aceptaba la baja condición social de los blancos pobres en Cuba, admitía su unión con categorías manchadas por la esclavitud, según el vocabulario del tiempo: sólo la «clase llana» tenía que poder casarse libremente con la gente de color137. Según Claret, un matrimonio entre un hombre blanco pobre y una mujer de color no se podía definir como desigual. Las mujeres de color hasta le parecían las parejas más adecuadas a los maridos trabajadores: eran «activas y diligentes»138 y «no repugna[ban] al trabajo»139. Al contrario, las blancas «regularmente [eran] holgazanas y amantes de gastar mucho»140, y «su orgullo las imp[edía] ocuparse en las faenas domésticas. Por pobres que [fueran], ninguna o muy raras [eran] las que se sujet[aban] a vivir sin alguna negra por lo menos que las sirv[iera]»141. Las tendencias aristocráticas de las blancas eran funestas para los maridos pobres, que preferían las de color y hasta sentían por ellas un gran amor142. A la inclinación y al interés económico se juntaba la conveniencia demográfica: las mujeres blancas eran menos numerosas que los hombres a causa de las migraciones de mano de obra masculina y de soldados143. El último argumento de Claret para favorecer los matrimonios entre pobres consistía en poner en duda la blancura, tanto física como legal, de los supuestos blancos cubanos. Con el cutis quemado por el sol, «la gente del campo […] parece parda indistintamente en la Isla»144. Según Claret, la mayoría de los legalmente blancos era biológicamente mestiza, y debía su blancura a manipulaciones de los registros de nacimiento145. Utilizar la prohibición del matrimonio interracial para preservar la barrera de la raza era inútil: en los sectores pobres, la temida mezcla de razas ya había tenido lugar por otras vías.
32El discurso de Claret sobre los blancos pobres recordaba los fundamentos de la política migratoria del marqués de la Pezuela. Defensor acérrimo de la prohibición de la trata, el capitán general trató de sustituir la falta de brazos fomentando la migración blanca. Los impulsores de esta migración reclutaron españoles pobres, en su mayoría gallegos y canarios, como trabajadores contratados. En la Cuba de estas décadas, la mayoría de los trabajadores contratados eran chinos y los españoles eran una minoría. Los contratados trabajaban en circunstancias más difíciles que en otros imperios, debido a la vigencia de la esclavitud: las condiciones de viaje eran en particular mortíferas, el trabajo se realizaba junto con los esclavos, las sanciones incluían el látigo y el confinamiento, etc.146. Pezuela fue acusado de favorecer al contratista Feijóo a pesar de que este exponía a los contratados gallegos a terribles condiciones en las obras de construcción del ferrocarril147. Tanto en el ámbito de la legislación laboral como en el derecho matrimonial, el capitán general y el arzobispo trataban de borrar las distinciones entre pobres blancos y pobres de color. Si venían a Cuba, los españoles pobres no debían disfrutar de los privilegios del dominio colonial, reservados a las élites, aunque cayeran en condiciones de vida cercanas a las de los esclavos.
33La Revolución progresista de 1854 en la Península, combinada con los ataques en contra de Pezuela, causaron la caída del capitán general, al que sustituyó Gutiérrez de la Concha. Este último se aprovechó de su segundo mandato para restaurar la jurisprudencia anterior sobre la prohibición de los matrimonios mixtos mediante la Real Orden de 26 de octubre de 1854148. Durante los años siguientes, Claret se atuvo a misiones discretas y se dedicó sobre todo a poner orden en el concubinato que implicaba a los sacerdotes.
34El episcopado de Claret reveló el antagonismo entre dos visiones del orden colonial. El arzobispo daba voz a los sectores menos liberales y más ultramontanos de la monarquía isabelina, con muchos carlistas en sus filas. Postulaban una forma de igualdad racial y social de los cubanos en la corrupción. Pretendían elevarlos hacia la civilización católica a través de la inculcación de los valores de la Iglesia y la imposición autoritaria de una sexualidad basada en exclusiva en el matrimonio cristiano. Los opositores de Claret deseaban, por el contrario, mantener o acentuar las distancias entre las razas. Se trataba de diferenciar, por el matrimonio y el derecho, una sociedad blanca con honor aristocrático, de una sociedad de color corrupta y sin derechos, aunque la primera participara activamente en la producción de la segunda a través de las uniones sexuales ilegítimas. Si bien se impuso la visión de Claret bajo el mandato del muy católico capitán general Pezuela, fue al final la otra opción la que terminó prevaleciendo gracias al apoyo de los liberales progresistas de la metrópoli y los blancos de la isla. El nombramiento de Claret como confesor de Isabel ii en 1857 le permitió abandonar su arzobispado tras su indudable derrota. Los intermediarios inferiores del orden colonial ―jueces, tenientes gobernadores y sus representantes locales― iban a tener carta blanca para evitar el cruce de las barreras raciales, u otorgar jugosas licencias para legitimar algunos matrimonios o nacimientos mixtos. Este nuevo sistema de privilegios confería amplios derechos a la casta de los blancos, más numerosa que los privilegiados del antiguo orden, y objeto de tensiones sociales mucho más fuertes entre criollos y peninsulares, capitalistas de una sociedad esclavista próspera y proletarios agrícolas. Estos derechos consistían en dominar legal y sexualmente a los no blancos. Aparte de crear una cohesión artificial entre los blancos, compensaban de forma simbólica la exclusión de toda representación política en las Cortes desde 1837, y para los más pobres, la explotación y miseria que padecían en la isla. Claret pretendió deshacer todo este sistema de asignación de las diferencias, tejido por finas interacciones entre la Administración colonial y la sociedad esclavista. Incapaz de acabar con este colosal oponente, no le quedó otro remedio que desear la pérdida definitiva de la isla en manos de la viciada modernidad colonial: «Curavimus Babilonem et non est sanata; derelinquamus eam»149.
Notes de bas de page
1 Agradezco encarecidamente su ayuda a Marc Audí, a Miquel y a Marc Casanovas, a Josep M. Fradera, al padre Carlos Sánchez y a Ariel Suhamy.
2 «Sobre el atentado cometido en Holguín contra el arzobispo de Cuba», AHN, Ultramar, leg. 1701, exp. 17; Lebroc Martínez, 1992, p. 276.
3 AHN, Ultramar, leg. 1701, exp. 17, doc. 4; Lebroc Martínez, 1992, p. 276.
4 Claret, Autobiografía, pp. 573-577.
5 Bermejo, San Antonio María Claret, carta 76, a la reina Isabel ii, 22 de octubre de 1852, pp. 180-181.
6 Claret, Autobiografía, pp. 573-577.
7 AHN, Ultramar, leg. 1701, exp. 17, doc. 12.
8 AHN, Ultramar, leg. 1701, exp. 17, doc. 16, autos definitivos.
9 Gil, Epistolario de San Antonio María, Currius, vol. 1, carta 455, Currius, 15 de marzo de 1856, pp. 1184-1185; vol. 3, carta 1594, al cardenal Brunelli, pp. 238-239.
10 Stolcke, 1992.
11 Sobre las «tensiones de imperio», véase Stoler, Cooper, 2013.
12 Stoler, 2013.
13 Bermejo, San Antonio María Claret, carta 76, a la reina Isabel ii, 22 de octubre de 1852, p. 181.
14 No venían todos de la congregación fundada por Claret en 1849: los claretianos ganaron su fama más tarde, en las misiones coloniales en África (Álvarez Chillida, 2014; Creus Boixaderas, 2000).
15 Fernández, 1946, vol. 1, pp. 102 sqq.
16 Ciáurriz, Vida del siervo de Dios, p. 22.
17 Gil, Epistolario de San Antonio María, vol. 1, carta 264, al capitán general, 7 de febrero de 1853, pp. 750-767.
18 Bermejo, Epistolario pasivo, t. II, carta 84, del capitán general, diciembre de 1852, pp. 215-220.
19 Journeau, 2002.
20 Bermejo, San Antonio María Claret, carta 67, al reverendo don Fortián Bres, 5 de enero de 1852, pp. 162-163.
21 Ibid., carta 54, al capitán general, 28 de marzo de 1851, p. 123.
22 «Quejas contra el arzobispo de Cuba», AHN, Ultramar, leg. 1660, exp. 7, doc. 41.
23 Gil, Epistolario de San Antonio María, vol. 1, carta 264, al capitán general, 7 de febrero de 1853, pp. 761-762.
24 Lagrée, 1999.
25 Bermejo, San Antonio María Claret, carta 70, a la reina Isabel II, Manzanillo, 24 de mayo de 1852, p. 168.
26 Ibid., carta 82, al obispo de Urgel, Santiago de Cuba, 27 de abril de 1853, pp. 193-194.
27 Ibid., carta 73, al gobernador de la provincia, 4 de septiembre de 1852, pp. 176-177; Gil, Epistolario de San Antonio María, vol. 1, carta 260, al párroco de la Trinidad, 9 de enero de 1853, pp. 743-744; Id., vol. 3, carta 1511, a sus diocesanos, finales de 1852, p. 121.
28 Ese día, Claret excomulgó a un concubinario, como veremos luego (Ciáurriz, Vida del siervo de Dios, p. 142).
29 Bermejo, San Antonio María Claret, carta 69, al obispo de Vic, 7 de abril de 1852, pp. 165-166.
30 Bermejo, Epistolario pasivo, t. I, carta 56, de don Manuel Subirana, 16 de junio de 1852, p. 147.
31 Gil, Epistolario de San Antonio María, vol. 1, carta 264, al capitán general, 7 de febrero de 1853, p. 766.
32 Ibid., vol. 1, carta 190, 3 de julio de 1851, pp. 549-552.
33 Bermejo, Epistolario pasivo, t. I, carta 84, del capitán general, diciembre de 1852, p. 218; Lebroc Martínez, 1992, p. 33.
34 Fradera, 2004, pp. 113-134.
35 En 1850, se contaban 488 307 de color (164 410 libres), y 457 133 blancos (Zaragoza, Insurrecciones en Cuba, p. 604).
36 Fradera, 2005, pp. 299 sqq.
37 Ibid.; McCoy, Fradera, Jacobson, 2012.
38 Bermejo, San Antonio María Claret, carta 59, a la reina Isabel ii, mediados de 1851, pp. 135-142 y, carta 66, al ministro de Gracia y Justicia, 23 de diciembre de 1851, pp. 158-161.
39 Ibid., carta 87, al papa Pío IX, 21 de octubre de 1853 (trad. del latín de Id.).
40 Ibid., carta 65, al obispo de Vic, 24 de noviembre de 1851, pp. 156-158.
41 Gil, Epistolario de San Antonio María, vol. 1, carta 264, al capitán general, 7 de febrero de 1853, pp. 750-767.
42 Bermejo, San Antonio María Claret, carta 87, al papa Pío IX, 21 de octubre de 1853, p. 207.
43 Camacho, 2014; Segreo Ricardo, 2011.
44 Bermejo, San Antonio María Claret, carta 60, al gobernador de la provincia, 15 de julio de 1853, p. 144.
45 Ibid., carta 70, a la reina Isabel II, 24 de mayo de 1852, pp. 166-171.
46 Gil, Epistolario de San Antonio María, vol. 3, carta 1594, al cardenal Brunelli, p. 238.
47 Ibid., vol. 3, carta 1505, 22 de octubre de 1852, p. 102.
48 «Competencia entre la Audiencia de Puerto Príncipe y el arzobispo de Santiago con motivo de la excomunión mayor vitanda fulminada por este a D. Agustin Vilarredona», AHN, Ultramar, leg. 1681, exp. 1, doc. 5, dictamen del asesor del teniente de Manzanillo, 1 de septiembre de 1852.
49 AHN, Ultramar, leg. 1681, exp. 1, doc. 4.
50 Bermejo, San Antonio María Claret, carta 74, al Regente interino de la Real Audiencia de Puerto Príncipe, 22 de septiembre de 1852, pp. 177-178.
51 AHN, Ultramar, leg. 1681, exp. 1, doc. 5, el padre Antonio M.a Claret al Regente de la Real Audiencia, 22 de septiembre de 1852.
52 Gil, Epistolario de San Antonio María, vol. 3, carta 1505, a S. M. la Reina, 22 de octubre de 1852, p. 102.
53 AHN, Ultramar, leg. 1681, exp. 1, doc. 5, fiscal de la Real Audiencia, 6 de octubre de 1852.
54 Gil, Epistolario de San Antonio María, vol. 1, carta 243, al capitán general, 15 de octubre de 1852, p. 102, citaba a «D. Rafael Contador, Receptor de Rentas reales, amancebado; D. Jaime Arbos, teniente de partido, amancebado; D. Franco Puig, amancebado».
55 Ibid., vol. 1, carta 243, al capitán general, 15 de octubre de 1852, p. 698.
56 Fornaris, Poesías; Morales y Morales, 1972, pp. 57, 63, 65, 66.
57 Gil, Epistolario de San Antonio María, vol. 1, carta 243, al capitán general, 15 de octubre de 1852, p. 698.
58 Morales y Morales, 1972.
59 AHN, Ultramar, leg. 1681, exp. 1, doc. 12, presidencia del Consejo de Ministros, Madrid, 19 de abril de 1853.
60 «Quejas contra el arzobispo de Cuba», AHN, Ultramar, leg. 1660, exp. 7, doc. 81, carta del capitán general de Cuba al director general de Ultramar, 7 de febrero de 1854.
61 Garriga, Lorente, 2007; Lorente, 2010.
62 Fradera, 2005, pp. 192-193 y pp. 220 sqq.
63 Bermejo, San Antonio María Claret, carta 56, a los párrocos de la diócesis, 8 de mayo de 1851, pp. 127-129.
64 Una lista enviada a Claret por el cura de Las Tunas, en Bermejo, Epistolario pasivo, t. I, carta 101, del párroco y vicario foráneo de Las Tunas, 3 de mayo de 1853, pp. 253-254.
65 Gil, Epistolario de San Antonio María, vol. 1, carta 187, a sus fieles diocesanos, 21 de junio de 1851, pp. 542-544.
66 Sobre los Pedáneos y las reformas de la administración de la policía en la década de 1850, véase Godicheau, inédita.
67 Gil, Epistolario de San Antonio María, vol. 1, carta 264, al capitán general, 7 de febrero de 1853, p. 755; Id., vol. 1, carta 283, al gobernador de la provincia, mayo de 1853, p. 799; Bermejo, Epistolario pasivo, t. I, carta 56, de don Manuel Subirana, 16 de junio de 1852, p. 147.
68 Id., San Antonio María Claret, carta 60, al gobernador de la provincia, 15 de julio de 1851, p. 144.
69 Gil, Epistolario de San Antonio María, vol. 1, carta 264, al capitán general, 7 de febrero de 1853, pp. 760-761.
70 Ibid., vol. 1, carta 190, al gobernador de la provincia, 3 de julio de 1851, p. 551.
71 Ibid., vol. 1, carta 264, al capitán general, 7 de febrero de 1853, p. 759.
72 Ibid., vol. 1, carta 272, al gobernador de la provincia, 28 de marzo de 1853, p. 781. Esta práctica recuerda al Cura de Ars (Francia), que en la misma época se escondía detrás de los árboles para sorprender los amores entre campesinos antes de denunciarlos en el púlpito (Boutry, 1986).
73 Bermejo, Epistolario pasivo, t. I, carta 42, del gobernador de la provincia, 2 de julio de 1851, pp. 115-116.
74 Ibid., t. I, carta 44, del gobernador de la provincia, 11 de julio de 1851, pp. 119-121.
75 Id., San Antonio María Claret, carta 60, al gobernador de la provincia, 15 de julio de 1851, p. 143.
76 Bermejo, Epistolario pasivo, t. I, carta 46, del gobernador de la provincia, 14 de agosto de 1851, pp. 125-126.
77 Gil, Epistolario de San Antonio María, vol. 1, carta 284, al capitán general, 10 de mayo de 1853, pp. 803-806.
78 Ibid., vol. 1, carta 283, al gobernador de la provincia, mayo de 1853, p. 799.
79 Ibid., vol. 1, carta 284, al capitán general, 10 de mayo de 1853, pp. 803-806.
80 Bermejo, Epistolario pasivo, t. I, carta 103, del comandante general de la provincia, pp. 255-257.
81 Ibid., t. I, carta 179, de don Joaquín Robledo, capitanía interina de Guisa, marzo de 1854, pp. 394-396, notas de Claret en el margen de la carta que reenvió al capitán general.
82 Gil, Epistolario de San Antonio María, vol. 1, carta 233, al capitán general, 16 de agosto de 1852, pp. 676-677.
83 Ibid., vol. 1, carta 284, al capitán general, 10 de mayo de 1853, pp. 803-806.
84 Godicheau, inédita, pp. 12 sqq.
85 Gil, Epistolario de San Antonio María, vol. 1, al gobernador de la provincia, 17 de mayo de 1853, pp. 817 sqq.
86 Bermejo, Epistolario pasivo, t. I, carta 179, de don Joaquín Robledo, 13 de abril de 1854, pp. 394-396.
87 Tras un primer intento en 1851 de reforma de la policía para separar estas funciones, no se hizo efectiva antes de 1855 y no fue tampoco entonces instantánea (Godicheau, inédita).
88 Gutiérrez de la Concha, Memorias, cap. 3 y pp. 103-104. Sobre corrupción colonial, véase Huetz de Lemps, 2006.
89 Bermejo, San Antonio María Claret, carta 87, al papa Pío ix, 21 de octubre de 1853, p. 207.
90 «Quejas contra el arzobispo de Cuba», AHN, Ultramar, leg. 660, exp. 7, doc. 44, pp. 3-4.
91 Gil, Epistolario de San Antonio María, vol. 1, carta 187, a sus fieles diocesanos, 1 de junio de 1851, pp. 542-545.
92 Bermejo, San Antonio María Claret, carta 87, al papa Pío IX, 21 de octubre de 1853, pp. 204 sqq.
93 Gil, Epistolario de San Antonio María, vol. 3, carta 1594, al cardenal Brunelli, p. 239.
94 Bermejo, San Antonio María Claret, carta 87, al papa Pío IX, 21 de octubre de 1853, pp. 204 sqq.
95 Gil, Epistolario de San Antonio María, vol. 3, carta 1505, a S. M. la reina, 22 de octubre de 1852, p. 102; «Quejas contra el arzobispo de Cuba», AHN, Ultramar, leg. 1660, exp. 7, doc. 43.
96 Gobernador provincial al capitán general, AHN, Ultramar, leg. 1701, exp. 17, doc. 5.
97 Bermejo, Epistolario pasivo, t. I, carta 84, del capitán general, diciembre de 1852, p. 219.
98 Burbank, Cooper, 2011.
99 Morrison, 2012, p. 174. El matrimonio civil no se reconoció hasta 1882.
100 Stolcke, 1992.
101 Gil, Epistolario de San Antonio María, vol. 1, carta 339, al capitán general, 27 de febrero de 1854, p. 944.
102 Bermejo, Epistolario pasivo, t. I, carta 104, del comandante general de la provincia, 19 de mayo de 1853, p. 258.
103 Id., San Antonio María. Claret, carta 85, al ministro de Gracia y Justicia, junio de 1853, pp. 199-200.
104 Gil, Epistolario de San Antonio María, vol. 1, carta 284, al capitán general, 10 de mayo de 1853, pp. 803-806.
105 Sobre los usos del derecho en el siglo xix, véase Guignard, Malandain, 2014.
106 «Quejas contra el arzobispo de Cuba», AHN, Ultramar, leg. 1660, exp. 7, doc. 44, 20 de agosto de 1853.
107 Ibid., doc. 48, 16 de noviembre de 1852.
108 «Competencia […] excomunión […]», AHN, Ultramar, leg. 1681, exp. 1, doc. 4, carta del fiscal de la Audiencia, 11 de septiembre de 1852.
109 Bermejo, San Antonio María Claret, carta 77, al padre Esteban Sala, 4 de noviembre de 1852, p. 185.
110 Ibid.; peninsulares quejándose de haber sido insultados por el fraile Adoain (Id., Epistolario pasivo, t. I, carta 84, del capitán general, diciembre de 1852, p. 19).
111 Id., San Antonio María Claret, carta 77, al padre Esteban Sala, 4 de noviembre de 1852, pp. 184-185.
112 AHN, Ultramar, leg. 4645.
113 Gil, Epistolario de San Antonio María, vol. 1, carta 284, al capitán general, 10 de mayo de 1853, pp. 803-806.
114 Bermejo, Epistolario pasivo, t. I, carta 99, del comandante general de la provincia, 30 de abril de 1853; Gil, Epistolario de San Antonio María, vol. 1, carta 284, al capitán general, 10 de mayo de 1853, pp. 803-806.
115 Ibid., vol. 1, carta 339, al capitán general, 27 de febrero de 1854, p. 943. Además de las dos quejas presentadas por el comandante mencionadas anteriormente, las misiones afrontaron un último ataque en El Cobre con el encarcelamiento de un clérigo familiar de Claret (Bermejo, San Antonio María Claret, carta 88, al gobernador de la provincia, 28 de noviembre de 1853, p. 209).
116 Stolcke, 1992.
117 Gil, Epistolario de San Antonio María, vol. 1, carta 284, al capitán general, 10 de mayo de 1853, pp. 803-806; Id., vol. 1, carta 294, al ministro de Gracia y Justicia, junio de 1853, pp. 829-831.
118 Ibid., vol. 1, carta 284, al capitán general, 10 de mayo de 1853, pp. 803-806.
119 Ibid., vol. 1, carta 339, al capitán general, 27 de febrero de 1854, p. 953: «La población de la isla en su mayor parte es de color, efecto de los mismos amancebamientos tan generalizados de muy atrás».
120 Bermejo, San Antonio María Claret, carta 60, al gobernador de Santiago, 15 de julio de 1851, pp. 144-145.
121 Gil, Epistolario de San Antonio María, vol. 1, carta 339, al capitán general, 27 de febrero de 1854, p. 953.
122 Ibid., vol. 3, carta 1525, al capitán general, junio de 1853, p. 151.
123 Ibid., vol. 3, carta 1525, al capitán general, junio de 1853, p. 151.
124 Ibid., vol. 1, carta 339, al capitán general, 27 de febrero de 1854, p. 949.
125 Ibid., vol. 1, carta 339, al capitán general, 27 de febrero de 1854, p. 948.
126 Bermejo, Epistolario pasivo, t. I, carta 61, de Juan Nepomuceno Lobo, 7 de julio de 1852, p. 162, copia de una carta del gobernador de la provincia.
127 Id., San Antonio María Claret, carta 60, al gobernador de la provincia, 15 de julio de 1851, pp. 144-145.
128 Ibid., carta 60, al gobernador de la provincia, 15 de julio de 1851, pp. 144-145.
129 Estorch, Apuntes historia administración.
130 «Quejas contra el arzobispo de Cuba», AHN, Ultramar, leg. 1660, exp. 7, doc. 81, capitán general al director general de Ultramar, 7 de febrero de 1854.
131 Bermejo, Epistolario pasivo, t. I, carta 186, del capitán general, 22 de mayo de 1854, pp. 406-407, circular.
132 Schmidt-Nowara, 1999; Fradera, Schmidt-Nowara, 2013.
133 Zaragoza, Insurrecciones en Cuba, pp. 657-658.
134 Gil, Epistolario de San Antonio María, vol. 1, carta 264, al capitán general, 7 de febrero de 1853, p. 756.
135 Lebroc Martínez, 1992, p. 257.
136 Gil, Epistolario de San Antonio María, vol. 1, carta 270, al obispo de La Habana, 22 de marzo de 1853, pp. 776-777.
137 Ibid., vol. 1, carta 339, al capitán general, 27 de febrero de 1854, p. 951, «no es acertada la prohibición de estos enlaces entre blancos del estado llano con gentes de color», p. 955.
138 Ibid., vol. 1, carta 217, al capitán general, 7 de abril de 1852, p. 633.
139 Ibid., vol. 1, carta 339, al capitán general, 27 de febrero de 1854, pp. 950-951.
140 Ibid., vol. 1, carta 217, al capitán general, 7 de abril de 1852, p. 633.
141 Ibid., vol. 1, carta 339, al capitán general, 27 de febrero de 1854, pp. 950-951.
142 Ibid., vol. 1, carta 190, al gobernador de la provincia, 3 de julio de 1851. Sobre la elección deliberada de uniones con mujeres de color por hombres blancos, véase Morrison, 2012.
143 Gil, Epistolario de San Antonio María, vol. 1, carta 339, al capitán general, 27 de febrero de 1854, p. 951. Sobre este punto, véase Stolcke, 1992.
144 Gil, Epistolario de San Antonio María, vol. 1, carta 264, al capitán general, 7 de febrero de 1853, p. 758.
145 Bermejo, San Antonio María Claret, carta 60, al gobernador de la provincia, 15 de julio de 1851, p. 144: «es muy raro el pardo, hijo de blanco, que no aparezca como expósito en las partidas bautismales. Por este abuso incorregible aparecen blancos muchos que no lo son».
146 Look Lai, 2002; Naranjo Orovio, García González, Opatrný, 1996.
147 Zaragoza, Insurrecciones en Cuba, pp. 658-659.
148 Bermejo, Epistolario pasivo, t. I, carta 202, del capitán general, 26 de octubre de 1854, pp. 401-403.
149 «Hemos tratado de curar a Babilonia, y no ha sanado: desamparémosla» (Jeremías, 51, 9), citado por Claret en Gil, Epistolario de San Antonio María, vol. 1, carta 260, al párroco de la Trinidad, 9 de enero de 1853, pp. 743-744 y Bermejo, San Antonio María Claret, carta 91, al marqués de la Pezuela, 27 de febrero de 1854, p. 222.
Auteur
Université Paris I – Panthéon Sorbonne
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