«Tan lejos, tan cerca»
Redes migratorias, mercado laboral y solidaridad de origen en Madrid entre 1850 y 1900
p. 61-91
Texte intégral
1Madrid alcanzó a finales del siglo xix el medio millón de habitantes como resultado de un aumento demográfico en intensidad creciente desde 18301, cuando la ciudad contaba con 200 000 habitantes2. El motor de este crecimiento fue la inmigración, particularmente abundante desde 1850 y que compensaba el crecimiento vegetativo nulo provocado por las altas tasas de mortalidad infantil y general3. Era una circunstancia común a muchas ciudades españolas, convertidas en devoradoras de inmigrantes por el deterioro de las condiciones de vida: el campo enviaba población hacia los centros urbanos, donde año tras año las muertes eran más numerosas que los nacimientos. Las recurrentes crisis epidémicas de cólera habían sacado a la luz las graves deficiencias higiénicas de la vida urbana4. Por otro lado, la pobreza a la que abocaban los bajos salarios y la carestía de la vida hacían que la muerte de algún hijo o el fallecimiento prematuro de los padres fueran fenómenos habituales entre las clases populares de las ciudades.
2Fue en este periodo, entre 1830 y 1900, cuando el crecimiento de la población urbana española inició su despegue, incorporándose a los ritmos europeos, hasta duplicarse, siendo Madrid y Barcelona las ciudades que más aumentaron en habitantes. Las transformaciones en la titularidad y productividad de las grandes extensiones agrícolas, el enorme impacto de la industrialización en los mercados laborales regionales y la reducción de las distancias en tiempo y precio del transporte, generaron el trasvase de población del campo a la ciudad5. En estos movimientos migratorios influyeron decisivamente los factores de expulsión desde los lugares de origen, particularmente para Madrid, donde no existían las fábricas que arrastraban el crecimiento en otros centros urbanos como Barcelona, Bilbao o Manchester6. A pesar de ello, Madrid fue la ciudad española que recibió más inmigrantes desde 1850, procedentes en su mayor parte de la meseta castellana y de la cornisa cantábrica.
3Madrid no se había industrializado pero contaba con otras fuentes de empleo que explican la atracción de inmigrantes y que estaban relacionadas con su tradicional papel como sede de la Corte y con las nuevas funciones que había adquirido como capital del Estado7. Atraídos por la oportunidad de negocio venían miembros de las élites urbanas de otras ciudades, comerciantes y muchos jóvenes para trabajar en el servicio doméstico. A ellos se añadió una inmigración nueva, que venía expulsada del campo, y cuyo horizonte vital no era nada halagüeño: sueldos misérrimos fruto de la sobreabundancia de este tipo de mano de obra, nula estabilidad laboral, empleos «blindados» para los nativos y escasa posibilidad de promoción laboral, y unos elevados alquileres que les hacían cobijarse en insalubres viviendas en barrios periféricos y mal acondicionados.
4Este trabajo comienza con una descripción general de las distintas dinámicas migratorias que alimentaron el crecimiento de Madrid durante la segunda mitad del siglo xix, analizando las relaciones entre flujos migratorios y mercado de trabajo e identificando las principales fuentes de origen de los recién llegados. En una segunda parte se estudiará un caso particular, el de los inmigrantes procedentes de Asturias y Galicia en el Ensanche Norte de la ciudad, especialmente abundantes y con pautas de llegada y de inserción laboral muy definidas. Con este estudio más particularizado, que se desplaza del análisis estadístico hacia la microhistoria, se quiere profundizar en el funcionamiento de las redes de paisanaje en los flujos migratorios y en la vida en la gran ciudad de finales del siglo xix.
5Para la elaboración de este texto se ha partido del análisis de la información contenida en las respuestas particulares al Padrón municipal de todos los hogares de los barrios del Ensanche de Madrid en los años de 1860, 1880 y 1905, cuando contaban con 10 700, 55 000 y 130 000 habitantes respectivamente8. La fiabilidad de esta muestra reside no solo en su volumen, sino también en la existencia de otros estudios sobre el centro de la ciudad, elaborados con la misma fuente y a partir de la misma metodología, que permiten contrastar resultados y evitar interpretaciones que estén sesgadas por los rasgos particulares de la zona urbana de Ensanche9.
6Los barrios escogidos para este análisis se caracterizan por englobar a los representantes de toda la gama social madrileña. Así el Ensanche, cuya construcción y urbanización comenzó en 1860, comprendía zonas residenciales de la aristocracia y de la burguesía (barrios de Almagro y Biblioteca), barrios proletarios y de jornaleros (Vallehermoso, Plaza de Toros o Peñuelas) y distintos espacios habitados por las nutridas clases medias madrileñas de empleados (el barrio de Salamanca), pequeños comerciantes y trabajadores de cuello blanco10. La segunda parte del trabajo se centrará en solo una de estas zonas de Ensanche, Chamberí, donde se tejió una tupida red de colaboración entre inmigrantes gallegos y asturianos.
7La investigación se sustenta sobre la extraordinaria riqueza de la información suministrada en los padrones municipales de Madrid y que, en sus respuestas particulares, ofrecen pequeñas biografías detalladas, con datos relativos a cada una de las viviendas de la ciudad (barrio, portal, letra, orientación, altura, precio del alquiler y número de habitaciones), los nombres y apellidos de sus inquilinos, la fecha y lugar de su nacimiento, su parentesco, el año de llegada a la capital, su profesión, sueldo y lugar de trabajo, el valor de la contribución pagada y el grado de alfabetización. Esta rica información y la amplia muestra de datos recopilada permiten abordar análisis diversos relativos a la segregación socioespacial, los movimientos migratorios, la composición familiar urbana o el mercado laboral. Y siempre con la posibilidad de cruzar nuestros datos con otra documentación adoptando la útil propuesta metodológica de «seguimientos nominativos» llevada a cabo en otros núcleos urbanos11, para combinar análisis macro y micro que den cuenta de los fenómenos migratorios en toda su complejidad.
Inmigración y transformación del mercado de trabajo en Madrid en el siglo xix
8Madrid ha sido hasta hace bien poco una ciudad esquivada por los estudios dedicados a las migraciones interiores del siglo xix, a pesar de que entonces era, con diferencia, el principal destino de los flujos de población12. Este olvido tiene mucho que ver con la falta de adecuación de Madrid a las interpretaciones en las que se ponía excesivo énfasis en el binomio industrialización y desarrollo urbano. Sin negar la importancia que en algunas ciudades pudieron tener los procesos de transformación industrial en la atracción e inserción de nuevos habitantes13, el Madrid decimonónico era una ciudad más industriosa que industrial, con más talleres que fábricas, que sin embargo se erigía como el gran polo de atracción de población por otro tipo de estímulos14.
9Muchas de las familias y muchos de los individuos que llegaron a la capital en la segunda mitad del siglo xix no lo hicieron porque la ciudad los solicitara para trabajar. Ni tan siquiera en un primer momento se les abrieron las puertas. De hecho, desde 1830, cuando la inmigración aumentó, se organizaron rondas municipales en las que se detenían, recluían en asilos y expulsaban hacia sus lugares de origen a los forasteros sin oficio. La demanda de habitación por parte de los recién llegados hizo aumentar los alquileres, compartimentando hasta lo imposible las viviendas del casco antiguo y, en definitiva, amontonando en condiciones insalubres a una parte creciente de la población, convirtiéndola en víctima propicia de las cíclicas epidemias que jalonaron el siglo xix madrileño15. Además, los desesperados inmigrantes contribuyeron también a acrecentar las filas de un pueblo que cada vez se mostraba más revoltoso y amenazante, especialmente en las jornadas revolucionarias de 1854, que se repitieron y agravaron en 186816.
10Sin duda, el mayor impacto de la inmigración se produjo en el mercado laboral. Los inmigrantes inundaron y desbordaron las estructuras económicas de Madrid que hasta entonces había sido capaz de absorberlos, con mayor o menor fortuna17. Durante toda la Edad Moderna la población de Madrid se había mantenido en torno a los 200 000 habitantes. Estos estaban compuestos por una parte de población fija, con residencia permanente en la ciudad y un grupo flotante muy amplio de trabajadores procedentes del campo que llegaban en determinadas estaciones del calendario y otro grupo de jóvenes, sirvientes por lo general, que vivían en la ciudad solo durante una época de su vida y luego retornaban a sus lugares de origen. Ahora bien, las transformaciones liberales sobre el uso y la titularidad de la tierra convirtieron la coyuntural necesidad económica del mundo rural en estructural y perenne, y cada vez más inmigrantes que antes llegaban para una temporada entonces lo hacían con carácter definitivo. Y, aunque la capital no ofreciera la panacea al recién llegado, antes al contrario (trabajo esporádico mal pagado, mayores tasas de mortalidad o un nivel de vida más costoso), era comprensible que la vieran como un destino que ofrecía mayores posibilidades de supervivencia que sus pueblos de origen. La gran aglomeración de habitantes, sociedades privadas, cargos públicos, títulos nobiliarios, pequeños talleres y las distintas ramas de la administración central, provincial y municipal podían generar infinidad de puestos de trabajo de distinta cualificación. Además, en determinados momentos en los que la necesidad apretaba, la ciudad ofrecía una beneficencia municipal y privada que podía mitigar parte de esa penuria18.
11La incidencia de la inmigración en la evolución del mercado laboral madrileño es claramente palpable en la estructura demográfica de la ciudad (gráfico 1): en 1905 los inmigrantes eran más numerosos que los nacidos en Madrid (73 194 frente a 56 471), pero esta proporción era mucho mayor (2/3) si solo se tenía en cuenta a los vecinos mayores de 14 años, en edad laboral plena.
12Estos contingentes migratorios trajeron con ellos pautas de comportamiento y de organización que tuvieron fuertes repercusiones en la vida económica de la ciudad. La misma denominación que elegían para rellenar la rúbrica de profesión en los padrones municipales hacía pensar en una invasión de la capital por el campo. Generalmente se presentaban como «jornaleros», porque venían de alternar una siega en un pueblo con una siembra en otro, siempre deambulando al azar de las contrataciones. Como jornaleros también se comportaban en el mercado laboral madrileño, saltando de un empleo a otro y sobreviviendo de lo que fuera19. Este comportamiento chocaba frontalmente con la organización tradicional del trabajo en Madrid, basado en un minifundismo de talleres y pequeños comercios de tipo familiar en el que los saberes y los negocios, así como los empleos, se transmitían a través del parentesco20. De tal modo que, en un Madrid que contaba solo con unos pocos grandes talleres (los principales vinculados al Estado o la Corona, como la Casa de la Moneda, la Real Fábrica de Tapices o la de Tabacos) que no estaban mecanizados, esos inmigrantes que acudían en flujos cada vez más intensos encontraban escasas oportunidades de integrarse en los circuitos de empleo tradicionales.
13De este modo, los jornaleros, un grupo socioprofesional relativamente reducido en Madrid a comienzos del siglo xix se fue convirtiendo poco a poco en el más numeroso. A finales de siglo se había erigido en el colectivo profesional que daba el tono de la ciudad (gráfico 2), ensombreciendo a los artesanos, antiguos protagonistas de la economía madrileña.
14La llegada de esta nueva inmigración fue un factor fundamental en el deterioro de las condiciones laborales de los madrileños, reforzando un proceso de erosión del mundo artesanal que hundía sus raíces en el siglo xviii21. La presencia en Madrid de la nueva mano de obra inmigrante radicalizó ese proceso de corrosión de los oficios. Eran trabajadores dispuestos a cualquier tarea por dura que fuera y por mal pagada que estuviera, y cuando fue abolida la regulación gremial de las profesiones, dueños de talleres e industriales, no dudaron en incorporarlos a sus negocios para reducir costes salariales22. Así, la segunda mitad del siglo xix se caracterizó por un fuerte empobrecimiento de las condiciones laborales de los trabajadores (forasteros y nativos) y que vieron como aumentaba su inestabilidad laboral, mientras su cualificación profesional era cada vez menos reconocida y descendían los salarios. De artesanos se convirtieron en jornaleros (gráficos 2 y 3).
15La grave crisis urbana que se gestaba entre la realidad de una población en aumento y la incapacidad de la ciudad para darle una forma de vida digna y una fuente de empleo estable se solventó a medias, gracias al impulso de los negocios inmobiliarios23. Fue el trabajo en las obras de edificación del Ensanche, la construcción del Canal de Isabel II y el levantamiento del tendido ferroviario lo que garantizó la supervivencia a esos inmigrantes que acudían sin pausa24. Eso no quiere decir que se produjera una mejora en las condiciones de vida de esos jornaleros. De hecho, la apuesta por el sector inmobiliario como vía de desarrollo económico supuso la consolidación del deterioro de las condiciones laborales de los trabajadores manuales que se había iniciado tiempo atrás.
16Además de la corrosión de los oficios, había otros impulsos, más tenues, que estaban transformando la economía madrileña en este periodo. El refuerzo en su papel como capital del Estado, centro nodal de las comunicaciones y centro redistribuidor de recursos, mercancías y capitales también modelaba un nuevo mercado laboral. El fenómeno más importante fue el lento, aunque imparable, desarrollo del sector servicios que expandió su número de trabajadores durante las últimas décadas de siglo xix (gráfico 2), ofreciendo una veta de contratación también abierta a la inmigración (gráfico 3).
17Los perfiles profesionales de los inmigrantes reflejan las diferentes corrientes y dinámicas migratorias que confluían en el Madrid de finales del siglo xix. En la decisión de emigrar hacia la ciudad no solo influían las oportunidades que ofrecía el mercado laboral en lo inmediato (ser jornalero), sino también las que abría a largo plazo. Al inmigrante también le arrastraba el ejemplo de otros paisanos suyos, que ya habían emprendido ese viaje años atrás y que habían logrado consolidar un cierto bienestar. Por otro lado, parece necesario preguntarse por el grado de participación que tenían los inmigrantes en los distintos sectores de una economía que, bajo la hegemonía del negocio inmobiliario, escondía una naturaleza mucho más compleja y diversa, con una gama muy variada de condiciones laborales y salarios.
18En Madrid, a finales del xix, prácticamente todos los sectores de actividad laboral estaban abiertos a los inmigrantes, aunque en diverso grado. Al llegar se empleaban preferentemente como jornaleros, pero más tarde podían presentárseles mejores oportunidades. Una de ellas era convertirse en un empleado en cualquier ramo de la administración, cuyas instituciones abundaban en la ciudad. Aunque no optasen a cargos como los de contable o secretario en un ministerio, sí podían ser contratados como conserjes, guardias, jardineros o porteros (de hecho, según el Padrón de 1905, solo el 10 % de los porteros de finca urbana eran madrileños, lo que se percibe que era un trabajo que les era «reservado»). Los primeros tiempos en la ciudad eran duros, pero si uno lograba moverse con habilidad, podían saltar a puestos laborales más estables y mejor pagados, vinculados a los mil y un servicios y trabajos que exigía la gran ciudad de 1900: cocheros, serenos, cobradores de tranvía, bomberos, guardias urbanos, y un largo etcétera.
19Por otro lado, además de esa masa de inmigrantes jornaleros, Madrid también era el destino de muchos miembros de las élites provinciales que encontraban su ciudad natal demasiado pequeña y falta de oportunidades para ascender socialmente para sacar provecho a todas sus capacidades. Jóvenes y no tan jóvenes de las clases medias y altas, que habían realizado estudios de bachillerato o universitarios, acudían a la capital del Estado donde se podía trepar más alto en el escalafón del funcionariado o de la judicatura. Unos y otros, inmigrantes que lograban pasar de jornaleros a conserjes e inmigrantes que venían a sacar partido a su talento en los ministerios, explican que la presencia de forasteros entre el grupo de empleados fuera elevado: en 1880, el 79 % de los trabajadores en los servicios no habían nacido en la ciudad, cuando esa proporción era del 71 % para el conjunto del mercado laboral. En 1905 eran un 75 % de todos los empleados y un 68 % de los trabajadores de la urbe.
20Mientras el trabajo manual no cualificado pagado a jornal y el empleo en los servicios abrían sus puertas a los inmigrantes, el artesanado las cerraba. El mundo de los oficios estaba en su mayoría compuesto por negocios familiares en los que el empleo se transmitía hereditariamente y solían ser los nacidos en Madrid, en esos talleres, los que acababan regentándolos. En otros sectores la apertura era completa hasta el punto de estar inundados de inmigrantes, como los criados varones y los pequeños comerciantes, dos grupos profesionales de escaso peso en la ciudad, pero que son la muestra de la coexistencia de otras formas de inmigración junto a las grandes corrientes dominantes.
21Los criados varones eran un colectivo laboral en declive a finales del siglo xix. El empleo en el servicio doméstico se había feminizado y los hombres en este sector se reducían a un grupo selecto de mayordomos, ayudantes de cámara, chóferes particulares, mozos de comedor o encargados de caballerizas, en fin, un lujo reservado a un puñado de familias. Casi todos estos criados eran forasteros, un 93 % de ellos había venido de fuera en 1880 y un 91 % en 1905. Esto se debía a la cualificación muy específica que se reclamaba en estos trabajadores, que forzaba a tener que buscarlos en lugares remotos.
22Los pequeños comerciantes representan un caso muy diferente. La figura del pequeño tendero mantenía mucha fuerza en el cambio de siglo pues a medida que la ciudad crecía, las necesidades de abastecimiento también lo hacían. En los nuevos barrios de la zona de Ensanche, los bajos y locales comerciales de los inmuebles recién construidos fueron ocupándose con vaquerías, despachos de pan, carbonerías, ultramarinos y tiendas de comestibles para abastecer a los nuevos vecinos25. El número de tiendas se multiplicó en proporción al de los habitantes sin que estos establecimientos aumentaran su tamaño ni el número de trabajadores. Subsistió así un «minifundismo comercial», en el que el negocio familiar era el protagonista y las prácticas y formas de trabajo estaban aún marcadas por la tradición y la costumbre26. Estas tiendas humildes se convirtieron en piezas claves para los inmigrantes. La tienda de ultramarinos era una oportunidad de negocio inmediata para muchos habitantes de localidades más o menos cercanas a un Madrid que exigía que un hinterland cada vez más extenso se volcara en la producción de alimentos que su población devoraba. Campesinos y ganaderos de los alrededores vivían de vender su grano, su uva, sus vacas, cerdos y gallinas a la gran capital y para ellos tan importante era una buena cosecha o asegurarse buen pasto como una buena colocación de sus mercancías en el mercado más amplio de España. Aunque gran parte de la producción agrícola y ganadera pudiera ser controlada por determinados comerciantes y pasara por el mercado de abastos, también existía este mercado de distribución al detalle en el que el emigrante jugaba un papel crucial. Las vaquerías o las bodegas, por ejemplo, muchas veces distribuían en la ciudad la producción de un pueblo o una comarca concreta; tras el mostrador, estaba uno de los oriundos que servía de enlace en la ciudad para la venta del vino del pueblo toledano de Méntrida, de la leche de las vacas de la Vega del Pas o de la miel de la Alcarria27. También se podía tratar de comerciantes de localidades cercanas que, una vez que habían reunido un capital suficiente, se lanzaban a la ciudad para seguir acrecentándolo28. Los caminos que llevaban a convertirse en un tendero de barrio en Madrid eran muy variados y a veces difíciles de reconstruir, pero la estadística deja una cosa clara: los comerciantes eran en una inmensa mayoría forasteros, más del 80 % (gráfico 4) y los madrileños una rareza.
23La inserción laboral de las mujeres inmigrantes resulta más difícil de retratar a partir del padrón municipal. Son conocidas las limitaciones de las fuentes estadísticas para este tipo de estudios, pues la mayor parte de las mujeres aparecían sepultadas bajo la rúbrica de «sus labores»29. Dos razones principales explican esta abundancia de amas de casa en la estadística. La primera es de orden cultural y tiene que ver con la desconsideración y los prejuicios hacia el trabajo femenino extradoméstico. El discurso social dominante en la época, al menos entre las clases medias y altas, proyectaba un ideal en el que las relaciones de género implicaban dos esferas separadas de actividad, una pública para los varones, responsables de ganar el pan, y una doméstica reservada a las mujeres, cuyos esfuerzos debían consagrarse a ser ángeles del hogar que garantizaran el cuidado de hijos y marido30. La asunción de este discurso hizo que muchas esposas e hijas fueran presentadas en los registros municipales como dedicadas a «sus labores», aunque en realidad estuvieran empleadas en talleres, tiendas de barrio o fábricas31. La segunda razón tiene que ver con la importancia que las tareas domésticas tenían para la supervivencia económica de la familia. Ser ama de casa era una actividad que bien podía superar en horas y esfuerzos a un trabajo en el taller o en la fábrica32. En el Madrid de antes de 1900, asegurar una despensa con alimentos de difícil conserva, lavar una ropa que era escasa y necesitaba ser remendada frecuentemente, abastecer de agua la vivienda o cocinar eran labores que absorbían una gran cantidad de tiempo y trabajo y resulta razonable que la principal actividad de las esposas y también de las hijas fuera la de ser amas de casas. Esto no quitaba que, de forma esporádica buscaran trabajos para realizar a destajo o a domicilio, bajando al lavadero, cosiendo para un taller o limpiando las escaleras y el portal del inmueble donde vivían.
24Fuera por una razón o por la otra, lo cierto es que solo en casos excepcionales las mujeres se registraban en la estadística desempeñando un empleo formal con un salario fijo (el 25 % de las mujeres mayores de 14 años en el Padrón de 1905). Las que señalaban un trabajo solían ser cabezas de familia y rara vez convivían con un varón que aportara un salario al hogar. Otras eran mujeres jóvenes y solteras que se empleaban en talleres y fábricas en trabajos relativamente fijos que a veces reconocían en la estadística pero que abandonaban una vez que accedían al matrimonio. Tampoco tenían muchos remilgos para reconocer su empleo entre las mujeres viudas, muchas de las cuales indicaban ser pensionistas o rentistas (incluidas en la rúbrica «otros» en el gráfico). Las casadas, raramente indicaban una profesión al margen del hogar, sin embargo, en estos casos, la situación era mucho más compleja y probablemente una gran mayoría, fundamentalmente entre las clases populares, se movían en un espacio laboral ambiguo, absorbidas por las intensas tareas no remuneradas que exigía el bienestar de la familia y alternándolas con pequeños empleos esporádicos, temporales e informales, como costureras, lavanderas o en cualquier otro ámbito33.
25Solo en un sector, el servicio doméstico, se puede estudiar con fiabilidad el trabajo de las mujeres a partir del padrón pues las criadas eran registradas sistemáticamente. Primero porque las normas de empadronamiento obligaban a ello pero también porque los códigos morales exigían que se explicara la presencia dentro del hogar de una persona que no pertenecía a la familia. Además, lejos de ser vergonzoso para esos respetables ciudadanos, el contar con servicio doméstico era un signo de ostentación y de estatus social y siempre lo indicaban en el padrón.
26En el Ensanche de 1905 había 9 441 trabajadoras del servicio doméstico, que, como en el caso de los varones, eran en una inmensa mayoría inmigrantes (un 95 %). Hasta aquí el paralelismo, porque el trabajo como sirviente difería mucho en su importancia, volumen y significado entre hombres y mujeres. La contratación de una criada, que vivía junto a la familia y a la que se le podía pagar un escueto sueldo mensual de 10 a 15 pesetas, era común no solo en las clases más acomodadas, sino también entre las clases medias y algunas franjas privilegiadas de las clases populares. La dureza de las tareas que rodeaban el mantenimiento de un hogar y el cuidado de una familia, invitaban a dedicar el primer dinero extra del que se disponía para contratar una sirvienta. El empleo en el sector era abundante y suponía la principal opción de empleo fijo y con salario estable para las mujeres. El perfil demográfico de las sirvientas era claro. Casi todas eran mujeres jóvenes, solteras e inmigrantes (una de cada dos respondían a este perfil).
27Apenas había criadas casadas ya que esta profesión hacía prácticamente imposible la conciliación con una vida familiar propia. Tampoco había demasiadas solteras madrileñas porque sus padres preferirían que permanecieran en el hogar, ayudando a las madres en las tareas domésticas, en vez de obtener un reducido salario en una casa burguesa. Por su parte las numerosas sirvientas inmigrantes seguían estrategias económicas que venían de antiguo. Eran trabajadoras flotantes, inmigrantes temporales que llegaban con 14 o 15 años con intención de emplearse solo durante su juventud, en los años previos al matrimonio, para ahorrar un poco de dinero con el que comenzar su vida de casada34. Eran migraciones de ida y vuelta que, si bien tenían una trascendencia económica indudable, no contribuían al crecimiento de la población de la ciudad. Estos flujos de circulación de jóvenes trabajadoras se inscribían en las antiguas dinámicas demográficas de Madrid, propias del Antiguo Régimen, que se habían originado e intensificado con el establecimiento de la Corte de los Austrias. Desde entonces, Madrid recibía la entrada y salida de centenares de criados que tenían un fuerte peso entre sus habitantes pero que eran constantemente renovados, sin que en la mayoría de los casos llegaran a formar familias ni a establecerse definitivamente.
28Por un lado, las jóvenes solteras que se consagraban a «sus labores» para garantizar la reproducción de sus familias, se enmarcaban dentro de las nuevas pulsiones demográficas del siglo xix. Por el otro lado, las criadas que en movimiento circular, parecían perpetuar prácticas económicas y formas de vida propias de un tiempo pasado. Este contraste entre tradición y modernidad, nuevas y viejas dinámicas migratorias, resume perfectamente la complejidad de las relaciones entre mercado laboral y flujos de población en el Madrid de la segunda mitad del siglo xix. Toda una gama de situaciones cuya variedad y diversidad se enriquece aún más si, al análisis del origen social, se añade el de su procedencia geográfica.
Madrid, una ciudad de atracción nacional
29Los flujos migratorios que se dirigían a Madrid en la segunda mitad del siglo xix eran también muy diversos por su origen geográfico, superando en este aspecto a otras ciudades españolas y demostrando una capacidad de atracción de población mucho más amplia. Los casos de otras ciudades estudiadas señalan que en el trasvase general de población desde los medios rurales hacia los centros urbanos españoles a partir de 1850, el emigrante primero se solía dirigir a la localidad que ejercía de centro comarcal o que era cabeza de partido. De los grandes pueblos las gentes fluían a las ciudades de tamaño medio y de estas a las capitales provinciales para, si acaso, en un último salto, aventurarse a las grandes ciudades.
30De esta manera, el crecimiento demográfico de Bilbao se produjo atrayendo primero a inmigrantes de su propia provincia, luego del resto del País Vasco para acabar succionando población desde Navarra, Castilla y la cornisa cantábrica, en el que ciudades intermedias como Pamplona, cumplían un papel como lugar de paso35.
31Barcelona atrajo primero a catalanes para luego extender sus redes por Aragón, todo el Levante y llegar hasta Andalucía. Y así en otros lugares, hasta completar un mapa migratorio de la Península, donde las distintas ciudades se convertían en tantas otras cuencas receptoras que recogían la inmigración de su alrededor, en un radio de atracción que se extendía por los territorios inmediatamente contiguos a cada ciudad y cuya amplitud era directamente proporcional al tamaño y dinamismo económico del centro urbano36.
32Dentro de este marco general, el caso de Madrid era excepcional por dos razones. Primero porque la capital española recibía población desde regiones lejanas ya en el siglo xvi. Así cuando el trasvase del campo a la ciudad se intensificó a partir de 1850, llegaba ya población de algunas provincias remotas, como Lugo, Oviedo o Alicante, que aparecían como las que más inmigrantes tenían en la capital. En Madrid las migraciones de larga distancia tuvieron siempre gran importancia, mucho mayor que en el resto de las ciudades españolas37. La capital incluso era capaz de robar población a sus teóricas rivales del momento, como Barcelona o Vizcaya, de la que también recogía importantes contingentes (si bien estos solían venir de zonas urbanas y no del campo).
33El segundo rasgo que singularizaba a Madrid era la forma en que fue incorporando nuevas fuentes de inmigrantes. En ciudades como Bilbao o Barcelona el área de atracción se fue extendiendo como una mancha de aceite, succionando primero poblaciones cercanas y posteriormente de zonas cada vez más lejanas. En Madrid sucedió al revés. Provincias como Coruña, Lugo, Oviedo o Alicante nunca dejaron de tener un importante peso en la formación de la población madrileña entre 1850 y 1905. Lo que sucedió es que las migraciones de corta y media distancia procedentes de provincias limítrofes y de índole temporal, que antes no parecían dejar una huella demográfica demasiado profunda en la ciudad, se convirtieron en permanentes y estables y fueron aumentando los nacidos en Guadalajara, Toledo y resto de provincias circundantes, rivalizando con gallegos y asturianos. También se pudo observar cómo el campo de gravedad que generaba la capital española se hacía cada vez más extenso y denso, incorporando nuevas zonas, como las dos castillas y Andalucía. El resultado era que en Madrid la diversidad de población era muy amplia. Salvo por la excepción de provincias demasiado lejanas o poco pobladas para influir en la composición demográfica de la ciudad (Huelva, las de Extremadura, Orense, Pontevedra y Almería), o por aquellas sobre las que Barcelona ejercía un poderoso influjo (provincias catalanas y aragonesas), lo cierto es que hacia 1905 Madrid era una capital que nacía de la mezcla de gentes de casi todas las regiones españolas.
34Un aspecto fundamental para comprender estas corrientes migratorias es la correlación entre el lugar de origen y la incorporación en el mercado laboral del inmigrante. En una primera aproximación parece confirmarse una tenue tendencia general por la cual, a mayor distancia recorrida por el inmigrante más cualificado estaba como profesional. Es lo que sucede con los inmigrantes de Barcelona38, de donde venían ante todo arquitectos, médicos, abogados y otros trabajadores que habían pasado por la universidad y, en menor medida, trabajadores manuales cualificados, jornaleros, empleados y funcionarios. Resultaba lógico ese cariz elitista de la inmigración catalana, teniendo en cuenta que Barcelona vivía por entonces un crecimiento urbano de parecida intensidad al madrileño y estaba absorbiendo a su vez a la población rural de sus provincias circundantes. Una familia jornalera que residiera en Barcelona no iba a encontrar oportunidades muy diferentes si se trasladaba a Madrid y, por ello, renunciaban o viajaban en menor medida que otros grupos socioprofesionales. Para las clases medias era muy diferente. Al fin y al cabo, Madrid era la capital del Estado y en ella se concentraban las cúpulas administrativas así como las sedes de otras muchas instituciones (educativas y científicas, militares, eclesiásticas y empresas privadas); de ahí que se decidieran al viaje a Madrid en busca de un empleo en cualquiera de estas ramas.
35Este fenómeno de cooptación de élites y clases medias por Madrid succionó población a lo largo y ancho del país, incluyendo también provincias más cercanas desde donde llegaban profesionales liberales, empleados y funcionarios. Así llegaban muchos de los vecinos más acomodados de ciudades como Alcalá, Guadalajara, Segovia o Toledo39. Pero estos distinguidos trabajadores de cuello blanco de regiones vecinas quedaban ocultos en ese mar de trabajadores que realmente protagonizaban la inmigración, los jornaleros. Seis de cada diez varones que llegaban desde la vecina Guadalajara eran trabajadores no cualificados. Sucedía algo parecido con los de Toledo. Estas dos provincias, a las que se unían gran parte de las castellanas, manchegas y andaluzas, constituían los manantiales desde los que brotaban esas familias pobres que, en su búsqueda de trabajo, desembocaban en la capital. Muchos podían ser trabajadores de pueblos más o menos cercanos que llegaban en los tiempos de paro forzoso entre cosecha y siembra. Otra gran parte eran jóvenes, recién casados, que huían de unas tierras que no les ofrecían trabajo ni en el presente ni para el futuro y que acudían a la solución más a mano que tenían, una gran ciudad donde se concentraba la suficiente riqueza y que les daba esperanza de sobrevivir.
36La distancia en la migración era un riesgo y para aventurarse a emprender un largo viaje había que tener garantías de desenvolverse con éxito en la ciudad. Un médico barcelonés no tendría problemas para ganarse bien la vida en la capital y no tenía por qué tener miedo a separarse tantos kilómetros de su hogar. A los jornaleros de Toledo y Guadalajara les aguardaba una dura lucha por la supervivencia en Madrid y el fracaso era más que probable, pero tenían la retaguardia cerca y eso minimizaba los peligros. En ambos casos puede funcionar una interpretación de sus decisiones en la que el futuro inmigrante hiciera un cálculo (racional o no) de las oportunidades que ofrecía emigrar a la ciudad y el coste de tal aventura. Más difícil resulta en el caso de otras comunidades de inmigrantes que, además de su gran peso en el conjunto de la población madrileña, destacaban por su origen remoto y su inserción en los sectores más desfavorecidos del mercado laboral. Este es el caso de asturianos y gallegos que se verá más adelante.
37Por otra parte, la participación en el mercado laboral de las mujeres inmigrantes también seguía en estos casos (catalanes, arracienses y toledanos) la correlación entre distancia y grado de cualificación, particularmente en el caso del servicio doméstico, el principal sector de trabajo formal femenino. Así, entre las mujeres venidas de Barcelona, las criadas eran excepcionales. La gran mayoría declaraban dedicarse a sus labores y, en efecto, eran amas de casa, retiradas del mercado laboral que cumplen a rajatabla el modelo de domesticidad burgués. Solían venir junto a sus maridos, también procedentes de Barcelona, que eran por lo general profesionales liberales y trabajadores de cuello blanco.
38Entre las mujeres llegadas desde provincias cercanas, como Guadalajara y Toledo, los caminos eran más diversos aunque también dominaba esa supuesta dedicación a las labores domésticas. Por un lado estaba un gran grupo de amas de casa, que eran las esposas e hijas de todos esos jornaleros y trabajadores manuales procedentes desde estas mismas provincias, y que repartían su tiempo entre la atención al hogar y el trabajo intermitente fuera, como costureras, lavanderas o similares. Se inscribían en ese tipo de migraciones de corta y media distancia provocados por la transferencia de población rural hacia los centros urbanos que habían despertado el crecimiento de Madrid desde 1830. La miseria de la vida del jornalero obligaba a esa estrategia familiar, en la que el trabajo descualificado del marido era inseparable del apoyo de una esposa para la supervivencia en la ciudad. Otro grupo de mujeres de Toledo y Guadalajara, también abundante, eran criadas y seguían las pautas de migración antiguas vinculadas a la circulación de jóvenes: casi todas eran solteras que se empleaban temporalmente en la capital y luego retornaban a sus pueblos con los ahorros, como se venía haciendo desde hacía mucho tiempo40.
39Dentro de este marco resulta un ejemplo interesante el de los inmigrantes originarios de Lugo y Asturias, dos provincias que desde muy antiguo habían sido de las más representadas en la capital. Los madrileños que decían haber nacido allí eran, como los arriacenses o los toledanos, en su gran mayoría jornaleros y trabajadores manuales sin cualificación (entre un 40 y un 50 %), con la diferencia de que ellos habían hecho un largo camino para acabar en tan pobre situación. Presentaban muchos de los rasgos de familias inmigrantes pobres de zonas cercanas; y así había muchos que llegaban en familia, siguiendo ese patrón de organización familiar de subsistencia en el que el marido aparecía como jornalero y la esposa como ama de casa41. Otro gran grupo eran inmigrantes que llegaban en solitario y solteros, tanto varones jornaleros como mujeres que trabajaban de criadas, lo mismo que las de Toledo o Guadalajara. Se comportaban de esta forma porque Lugo, Oviedo o Santander no estaban tan lejos como parecía, pues la distancia en una migración no se medía únicamente en kilómetros. La cercanía o la lejanía para el inmigrante dependía muchas veces más de un sentimiento que de un dato objetivo como el de la distancia física. Para un muchacho o una chica solteros de estas provincias remotas, lo mismo que para una familia jornalera, lo que contaba era que al llegar hubiera algunos de los suyos para echarles una mano, que pudieran sentirse como en casa y desenvolverse con soltura en la ciudad. Es en este punto en que las explicaciones que correlacionan mecánicamente distancia y cualificación profesional fallan y las aparentes leyes estadísticas no se cumplen; lo cuantitativo se muestra insuficiente y es preciso acudir a análisis cualitativos. Sólo los sentimientos de identidad compartida, la percepción particular de la distancia en el viaje o las redes de paisanaje, pueden ayudar a continuar el estudio. Para ello se ajustará aún más la lente, reduciendo el espacio de análisis a una de las zonas de Ensanche de la ciudad, el Norte, y a uno de sus barrios más característicos, el de Chamberí, que contaba con una población gallega tradicionalmente abundante; y se acudirá también a los seguimientos biográficos, tratando de descubrir las redes de ayuda entre paisanos y los vínculos personales que puedan hacer comprensibles procesos migratorios difíciles de explicar en visiones más amplias.
Cuadro 1. — Inmigrantes de Lugo y Oviedo en el Ensanche Norte en 1860-1880
1860 | Lugo | Oviedo | ||
Total | 164 | 3,26 % del total de Chamberí | 286 | 5,69 % del total de Chamberí |
Sexo | Hombres | Mujeres | Hombres | Mujeres |
Absoluto | 116 | 48 | 176 | 110 |
En porcentaje | 70,70 % | 29,30 % | 61,50 % | 38,50 % |
1880 | Lugo | Oviedo | ||
Total | 621 | 2,62 % del total de Chamberí | 868 | 3,66 % del total de Chamberí |
Sexo | Hombres | Mujeres | Hombres | Mujeres |
Absoluto | 364 | 257 | 462 | 406 |
En porcentaje | 58,60 % | 41,40 % | 53,20 % | 46,80 % |
Fuente: AVM, Estadística, padrones del Ensanche Norte de los años 1860 y 1880. Elaboración propia.
Asturianos y gallegos en el Ensanche Norte: la reconstrucción de la comunidad en la gran ciudad
40Francisco Fernández era uno de tantos inmigrantes de la cornisa cantábrica en el Madrid del siglo xix; supone un buen caso de estudio porque resume muchas de las experiencias de sus paisanos y a la vez, fue un personaje clave en la red de solidaridad que se tejió entre ellos en uno de los rincones de la ciudad, Chamberí. Por entonces Chamberí era un arrabal, en las afueras norte, que había surgido al margen de todo planeamiento urbano y que estaba formado por casas bajas, de construcción barata, donde se alojaban todos aquellos que no encontraban una vivienda asequible en el casco antiguo de la capital, ya saturado42. Allí recaló Francisco Fernández que había nacido en 1823 en Otur, un pequeño concejo de la costa asturiana y con 19 años llegó a la capital. Encontró un empleo como panadero, como muchos de sus paisanos, y se incorporó a una tahona del arrabal de Chamberí. Como era costumbre en el oficio, Francisco dormía en el mismo obrador de la tahona, junto a sus compañeros, lo que le permitía solucionar el problema del alojamiento43. El dueño de la tahona era Tomás de la Cuadra, también un inmigrante, llegado de Limpias, Cantabria, hacia 1835 y que a finales de los años cuarenta había abierto el negocio en las afueras norte de la ciudad, en el Paseo de La Habana (hoy Eloy Gonzalo). La tahona constaba de un enorme caserón, modesto en materiales y de tan solo una planta, pero lo suficientemente grande como para albergar su residencia, los hornos y con espacio para alojar a un par de decenas de trabajadores44.
41En 1850, Francisco, con 27 años y ya casi una década en la capital, se casó con Braulia, la hija de su patrón, pasando de empleado a empleador en aquella tahona. Se le abría así un horizonte de modesta prosperidad: vender pan en Chamberí era un negocio prometedor, pues la población no paraba de crecer, lo que garantizaba una clientela constante. Y así fue. En 1860, cuando el arrabal de Chamberí iba a ser incorporado al Ensanche que se acababa de aprobar para la ciudad, Francisco Fernández y su mujer figuraban entre sus vecinos más distinguidos. Tomás, su suegro, había muerto ya y la propiedad de la tahona había pasado a manos de su mujer. Francisco Fernández, al controlar el negocio, abrió las puertas a otros inmigrantes de su región, que llegaban siguiendo el mismo camino que el había recorrido veinte años antes. Además de sus dos hijas (de 9 y 6 años), en ese momento Francisco albergaba a otras nueve personas. Una de ellas era Gabriela, una muchacha de 17 años del mismo pueblo que Francisco, Otur, a la que empleaban como criada; luego había ocho panaderos que trabajaban para él. Todos eran asturianos, jóvenes entre los 15 y 30 años y solteros, que habían llegado en los últimos años. Al contratarlos, Francisco Fernández estaba repitiendo el gesto que habían tenido con él cuando era un recién llegado a Madrid, si bien no todos ellos tendrían la suerte de heredar un negocio boyante como aquel45.
42El paso de los inmigrantes asturianos por la panadería de Francisco Fernández solía ser corto. Lo normal es que no aguantaran más de tres años aquella rutina tan dura de acuartelamiento, compartiendo jergón y habitación con seis o siete solteros más, durmiendo en el mismo sitio donde se trabajaba, sufriendo el calor insoportable de los hornos. Los panaderos acababan abandonando la tahona, ya para emplearse en otra y cambiar de aires, ya para buscarse otro oficio menos severo. Esto hacía que la plantilla de la tahona se renovara constantemente: entre 1860 y 1880, pasaron por el negocio al menos 66 trabajadores distintos según los registros de empadronamiento. Seguramente fueron más, pues algunos no permanecían más que unos meses y sus nombres no constaban en la estadística municipal. Otros, además, no vivían con él, en la tahona, sino en cualquiera de los cuartuchos de alquiler barato de los alrededores. Decenas de trabajadores, muy similares entre sí porque procedían casi todos de Lugo o de Asturias, con perfiles profesionales muy parecidos y expectativas similares: huir de la pobreza, hacerse un hueco en Madrid como lo había hecho el propio Francisco Fernández. A algunos de ellos los conocía, pues tenían los rasgos de sus padres y de sus hermanos. Hasta 19 jóvenes del pueblo de Francisco, Otur, pasaron por su panadería en aquellas dos décadas. También hubo unos cuantos de las parroquias de alrededor. Probablemente la noticia del éxito de Francisco llegaba a su pequeño pueblo y sus antiguos vecinos le enviaban a los hijos para que los acogiera y les diera un primer empleo.
Cuadro 2. — Panaderos en la tahona de Francisco Fernández y Braulia de la Cuadra (1860-1880)
Provincia de origen | Edad de llegada (a Madrid) | Estado civil (en la panadería) | Tiempo de residencia* (en la panadería) | ||||
Ciudad Real | 1 | Menos de 15 años | 7 | Solteros | 58 | 1 año aprox. | 39 |
Córdoba | 1 | 15 a 19 años | 19 | Casados | 7 | 2 años aprox. | 13 |
Coruña | 1 | 20 a 24 años | 20 | Viudos | 1 | 3 años aprox. | 8 |
León | 2 | 25 a 29 años | 12 | 4 años aprox. | 3 | ||
Lugo | 21 | 30 años y más | 6 | 5 años aprox. | 1 | ||
Madrid | 1 | No indica edad | 2 | 6 años aprox. | 2 | ||
Oviedo | 39 |
* Fichas de padrón en las que se registran.
Fuente: AVM, Estadística, padrones de los años 1860-1863, 1865-1869, 1871-1875, 1877, 1879-1881.
43Francisco tenía muchos motivos para acoger a todos esos paisanos en su negocio. Por un lado le llamaba la solidaridad con unos jóvenes que muchas veces pertenecían a su familia más amplia: eran sobrinos, primos segundos o parientes más o menos lejanos. Con otros, Francisco no tenía lazos de sangre pero se sentía identificado con ellos por su origen geográfico común y porque tenían las mismas costumbres, tan diferentes a las de los madrileños de pura cepa. Al tiempo, Francisco sacaba provecho al acogerlos ya que incrementaba su prestigio entre sus iguales, tanto en Madrid como en su pueblo y su región donde se extendía su fama de benefactor. Finalmente también influían el interés y el cálculo económicos, pues todos aquellos jóvenes asturianos suponían una mano de obra muy barata y colaboradora. Francisco conocía personalmente la situación de pobreza de muchos de ellos, porque eran familia o vecinos en el pueblo: a ninguno le interesaba enfrentarse a un patrón del que eran medio parientes y al que probablemente sus hermanos pequeños, sus primos o sus cuñados, tendrían que pedir algún día trabajo si se también recalaban en Madrid.
44A Francisco nunca le faltaron trabajadores para su tahona pues llegaban continuamente inmigrantes que le pedían empleo, apelando a la solidaridad de origen. Su fama se extendía por otros pueblos más allá del suyo, Otur: la tahona se convirtió en la puerta de entrada para muchas parroquias asturianas e incluso gallegas. En 1861 Francisco tenía entre sus trabajadores a tres panaderos nacidos en la provincia de Lugo. Fueron los primeros de una larga serie y hasta 1880 pasaron por el negocio más de dos decenas de panaderos procedentes de esta provincia gallega y que, en sus formas de inmigrar no se distinguían demasiado de sus colegas asturianos. El negocio marchaba bien y en 1868 Francisco Fernández se aventuró a ampliarlo: abrió un nuevo establecimiento en la acera de enfrente, en el Paseo de La Habana número 9; mientras el antiguo negocio lo cedía en alquiler a otro panadero, Ezequiel Ceinos, un vallisoletano que hasta entonces había regentado un despacho de pan en la calle Santa Engracia, a unos centenares de metros de allí. Este se limitó a mantener la dinámica de incorporación de inmigrantes que ya había inaugurado Francisco Fernández, aprovechando las mismas cadenas de llegada: durante el primer año al frente de la panadería, Ceinos tuvo once trabajadores alojados: siete habían nacido en Asturias, tres en la provincia de Lugo y el último en A Coruña.
45Había otras muchas panaderías gallegas en Madrid como la de Francisco Fernández. Otros tantos puertos de llegada para los inmigrantes de esa región que así, uno tras otro iban desembarcando en Madrid. El boca a boca, la colaboración entre paisanos, las redes de parentesco lograron que el trabajo en la panadería fuese un mercado laboral controlado por los inmigrantes de Galicia y de Asturias. Sucedía en Chamberí pero sucedía en todo Madrid, donde panadero era casi sinónimo de gallego (y por eso había cobrado tanta fama el pan de aquella región). Había otros oficios que gallegos y asturianos tenían copados, como el de aguador, cuyas licencias se vendían entre paisanos del noroeste español; también había mayoría de estos inmigrantes entre los arrieros, cocheros y carreros. Entre ellos se transmitían los puestos laborales, en un mercado cerrado y que garantizaba así que los inmigrantes venidos de una región tan lejana tuvieran una manera de ganarse la vida cuando llegaran a la capital.
46En el caso de las mujeres inmigrantes nacidas en Lugo y Asturias, dos sectores jugaban un papel similar como nicho predilecto de empleo. La gran mayoría declaraba dedicarse de forma exclusiva a «sus labores», una presentación que para todas las mujeres, independientemente de su origen, muchas veces escondía la alternancia entre las labores domésticas y el trabajo en el sector informal, como costureras, lavanderas, vendedoras ambulantes, u otras tareas. Esta solía ser la forma de participación laboral que adquirían todas las mujeres de clases populares cuando se casaban. Las gallegas y las asturianas también acababan siguiendo este camino, pero previamente, como llegaban a Madrid antes del matrimonio, siendo jóvenes, se empleaban con intensidad en el sector más abierto a las mujeres: el servicio doméstico.
47La joven gallega o asturiana que venía a Madrid para emplearse como criada también desafiaba las estrategias de movilidad aparentemente naturales. Por lo general las muchachas de servir procedían en todas las ciudades de los pueblos más cercanos; al menos las criadas para todo, pues una institutriz o una nodriza, que eran puestos mejor pagados, podían reclutarse más lejos46. Pero las criadas gallegas no eran tan distinguidas y llegaban con las mismas intenciones que una joven de Guadalajara, Toledo o de la provincia de Madrid. De nuevo, la aventura de un viaje tan largo solo se explica por el control que ejercían sobre el mercado laboral; lo mismo que los varones panaderos, las criadas gallegas y asturianas se pasaban unas a otras las ofertas de empleo, se ayudaban a lograr una contratación y permanecían unidas en la gran ciudad. Así se atenuaban los temores de aventurarse a un viaje de varios centenares de kilómetros.
Cuadro 3. — Profesiones de las mujeres inmigrantes de Lugo y Oviedo en el Ensanche Norte en 1860 y 1880
Mujeres de Lugo en 1860 | Mujeres de Oviedo en 1860 | ||||
Sus labores | 27 | 56,25 | Sus labores | 43 | 39,09 |
Sirvienta | 8 | 16,67 | Lavandera | 21 | 19,09 |
Lavandera | 5 | 10,42 | Sirvienta | 16 | 14,55 |
Trapera | 4 | 8,33 | Jornalera | 5 | 4,55 |
Costurera | 3 | 2,73 | |||
Sastra | 2 | 1,82 | |||
n = 48 | n = 110 | ||||
Mujeres de Lugo en 1880 | Mujeres de Oviedo en 1880 | ||||
Sus labores | 175 | 68,09 | Sus labores | 278 | 68,47 |
Sirvienta | 37 | 14,40 | Sirvienta | 42 | 10,34 |
Jornalera | 10 | 3,89 | Jornalera | 19 | 4,68 |
Lavandera | 8 | 3,11 | Lavandera | 14 | 3,45 |
Vendedora | 3 | 1,17 | Asistenta | 7 | 1,72 |
Costurera | 2 | 0,78 | Portera | 5 | 1,23 |
Costurera | 4 | 0,99 | |||
n = 257 | n = 406 |
Fuente: AVM, Estadística, padrones del Ensanche Norte de los años 1860 y 1880.
48Oviedo y Lugo eran dos de las provincias que más criadas aportaban al Ensanche Norte en 1880, aunque no llegaban a inundar el sector como en el caso de los varones y la panadería. También había muchas criadas que venían de pueblos de la provincia de Madrid, de la propia ciudad, o de provincias limítrofes o cercanas como Guadalajara, Segovia o Burgos. Aun así las gallegas y asturianas se hacían notar y eran más numerosas que las de provincias próximas, como Toledo, Soria o Cuenca. También en este caso la colaboración entre paisanos y el boca a boca eran fundamentales para que unas criadas que ya llevaban tiempo trabajando en la capital, insertaran laboralmente a las paisanas recién llegadas. Si había una vacante una avisaba a otra y por eso no era raro encontrar que una mayoría de las criadas de un edificio o de una calle fuera de alguna de estas provincias remotas47. También entraba en acción el patronazgo, y los inmigrantes gallegos y asturianos empleaban con preferencia a sus paisanos cuando necesitaban servicio doméstico, igual que seleccionaban a un panadero gallego antes que de otra región. El mismo Francisco Fernández, el emprendedor tahonero del Paseo de La Habana, actuaba así. Entre 1860 y 1880 registró cuatro criadas en el padrón: una de ellas, Raimunda, tenía 17 años y había nacido en un pueblo de Lugo y otra, Gabriela, venía del mismo pueblo que su amo, Otur, Asturias. Además de facilitar los primeros trabajos a sus paisanos, el control de determinados mercados laborales y negocios por lucenses y asturianos también hacía posible que los miembros de esta comunidad se mantuvieran en la ciudad, más allá de la juventud. Porque otro rasgo característico de estos inmigrantes es que muchos de ellos se establecían definitivamente en la capital y no como la criada de la sierra madrileña, la de la provincia de Guadalajara o de Ávila, que tras haber ahorrado volvía para casarse en su localidad de origen. Asturianos y lucenses, en cambio, formaban su familia en Madrid, en aquel gran batiburrillo de inmigrantes de todas las regiones del país en que se disolvían el pasado y el origen del forastero. Era entonces cuando la fuerza de los vínculos de paisanaje entre lucenses y asturianos se mostraba en toda su intensidad.
49José Fernández fue uno de esos inmigrantes asturianos, jóvenes y solteros que llegó a Madrid en esta época. Había nacido en 1846, en Otur, el mismo pueblo que el tahonero Francisco, y en 1870, con 24 años, apareció en el negocio de su paisano. Apenas pasó un año trabajando allí para reaparecer en el registro de padrón en 1877, probablemente tras haber peregrinado por otras panaderías y centros de trabajo madrileños. Había cumplido 31 años y se había casado, con Consuelo González, una jovencita de veinte años originaria de Luarca, un pueblo asturiano a tan solo 7 kilómetros del suyo propio. Tuvieron hijos y como su compatriota tahonero, lograron abrirse camino en el mundo del pequeño comercio. En 1880, José y Consuelo tenían tienda abierta en la calle Bravo Murillo número 4, en la misma manzana en la que estaba la panadería de Francisco y en la que el propio José había estado trabajando hacía 10 años. A pesar de haber recorrido 400 kilómetros por su cuenta y de forma aislada, José Fernández y su esposa, Consuelo González, habían decidido ambos casarse con un paisano, alguien de su propia comunidad de origen, y no con otros inmigrantes de las tan diversas procedencias que recibía Madrid. No era un comportamiento excepcional: cuando los inmigrantes de Lugo y Asturias buscaban cónyuge en la capital, mostraban una extraordinaria tendencia a elegir una pareja de su propia provincia, o si no de la provincia vecina (cuadro 4). Y cuando no, buscaban algo parecido. Ramón Pérez Abín, que también vivía en el Ensanche Norte en 1880, y tenía tienda abierta en el ramo de la panadería (una buñuelería en la calle Cardenal Cisneros 12), se había casado con una mujer madrileña, aunque no demasiado castiza: en la misma residencia vivía el suegro, Antonio Certeguera, que había nacido también en Oviedo y que aportaba a la mujer de Ramón sangre y pasado asturianos.
Cuadro 4. — Grado de endogamia matrimonial de los inmigrantes de Lugo y Oviedo en 1880
Provincia de nacimiento de las esposas de asturianos | Provincia de nacimiento de los maridos de asturianas | ||||
Frecuencia | Porcentaje | Frecuencia | Porcentaje | ||
Oviedo | 82 | 37,27 | Oviedo | 81 | 42,41 |
Madrid | 37 | 16,82 | Lugo | 34 | 17,80 |
Guadalajara | 17 | 7,73 | Madrid | 16 | 8,38 |
Lugo | 10 | 4,55 | Toledo | 7 | 3,66 |
Santander | 10 | 4,55 | Coruña | 5 | 2,62 |
Segovia | 7 | 3,18 | Soria | 5 | 2,62 |
n = 220 matrimonios en los que el esposo es asturiano | n = 191 matrimonios en los que la esposa es asturiana | ||||
Provincia de nacimiento de las esposas delucenses | Provincia de nacimiento de los maridos de lucenses | ||||
Frecuencia | Porcentaje | Frecuencia | Porcentaje | ||
Lugo | 61 | 29,19 | Lugo | 61 | 50,83 |
Oviedo | 34 | 16,27 | Oviedo | 10 | 8,33 |
Madrid | 26 | 12,44 | Coruña | 6 | 5,00 |
Guadalajara | 12 | 5,74 | Madrid | 6 | 5,00 |
Burgos | 6 | 2,87 | Guadalajara | 3 | 2,50 |
Segovia | 6 | 2,87 | León | 3 | 2,50 |
n = 209 matrimonios en los que el esposo es lucense | n = 120 matrimonios en los que la esposa es lucense |
Fuente: AVM, Estadística, padrones del Ensanche Norte de los años 1860 y 1880.
50También era muy típico, que como en estos dos casos señalados, los inmigrantes de Lugo y Oviedo que acaban instalándose en Madrid abrieran un comercio. Otros muchos no lo lograban, y seguían siendo panaderos o carreros el resto de su vida; pero era habitual que se aprovecharan las redes de paisanaje y el control en ciertos negocios para prosperar. Incluso una parte lograba emular a Francisco, el panadero de Otur, como Gabriela Rodríguez, por ejemplo, la criada que se había traído desde su mismo pueblo en 1860 y a la que tuvo empleada hasta 1863. Años después la paisana logró su propio negocio, en claro contacto con sus amos: en 1880 tenía abierta una bodega en el Paseo de La Habana 4, en la finca donde ella misma había trabajado de criada y donde estuvo la panadería hasta 1868. Entonces, ya viuda y sin hijos en el hogar, Gabriela, para poder sacar su negocio adelante hizo lo mismo que todos los asturianos desde hacía décadas: contrató a Engracia Pérez, una sobrina suya, también nacida en Otur, Asturias a la que de paso le ofrecía su primer trabajo en la gran capital.
51La historia se repetía una y otra vez. Los antiguos empleados de Francisco Fernández, el tahonero del Paseo de La Habana, cuando dejaban de trabajar en su tienda y buscaban esposa, solían elegir a otras jóvenes de Lugo y Oviedo. Lo tenían fácil; las hermanas, las primas de sus compañeros de trabajo también estaban en Madrid, trabajaban como criadas en el barrio, muchas veces en casa de otros asturianos y gallegos. Cuando las criadas se casaban con los panaderos y debían abandonar su puesto de trabajo, llamaban a otra paisana para que las reemplazara, una nueva criada que algún día también se casaría con un panadero o un mozo de bodega. Si los recién casados tenían suerte y ahorros y aprovechaban las oportunidades que aquel barrio les ofrecía, a los pocos años abrían un negocio, imitando al pionero Francisco Fernández. Traían a sus sobrinos, a sus vecinos del pueblo y a las hijas de estos para convertirlos en sus trabajadores. Poco importaba que fuera una tahona o una bodega, una carbonería o un despacho de pan. En el pueblo, donde el hambre y la pobreza acuciaban, siempre había jóvenes dispuestos a venir a Madrid, donde sus paisanos los cuidarían, los protegerían y les harían sentirse como en casa. Trabajarían duro, como panaderos o como criadas y seguramente por muy poco dinero, porque habían de devolver el favor que sus amos les hacían al acogerlos. No les importaba, porque albergaban la esperanza de que algún día tendrían su propia tienda abierta y a sus mozos de panadería y criadas a su servicio.
52Un gallego tras otro, lo mismo que los asturianos, repetían la cadena de ayudas y enlaces. Así se fue creando una tupida red de relaciones que vinculaba a dueños de negocios, criadas y trabajadores de panaderías y bodegas. Caminar por algunas calles del arrabal en 1880, era como hacerlo por una aldea de Lugo o Asturias; en las tahonas y las bodegas el castellano sonaba diferente, teñido por el acento del Atlántico. Si la ciudad había crecido, había sido gracias en gran parte a aquellos inmigrantes que se habían unido para seguir sintiéndose paisanos a pesar de haber abandonado el pueblo y vivir en la capital.
Madrid, caso excepcional y ejemplar en las migraciones de finales del siglo xix
53Su condición como capital del Estado influyó decisivamente en el papel que jugó Madrid como centro de atracción migratorio en el proceso de urbanización española desatado en el siglo xix. A Madrid venían gentes desde lugares más lejanos y diversos que en cualquier otra ciudad. A pesar de su escaso dinamismo industrial, el desarrollo de la construcción, alentado por el Ensanche, y de la economía de servicios la convirtió, a las puertas del siglo xx, en un polo de atracción capaz de drenar capital humano desde todos los rincones del país. Ahora bien, el análisis de los flujos migratorios hacia la capital muestra que el repunte demográfico acaecido durante la segunda mitad del siglo xix hundió sus raíces en las drásticas transformaciones liberales que estaban teniendo lugar en el campo español. La única salida que encontró el campesino fue el traslado a la gran ciudad donde la diversidad de su economía y la concentración de riqueza hacían albergar una esperanza de supervivencia. La realidad solía ser otra: el destino de la gran mayoría pasó por la inserción en puestos de trabajo degradados y la asunción de un modo de vida, el del jornalero, marcado por la precariedad y la pobreza.
54La comprensión de los fenómenos migratorios hacia los centros urbanos en la segunda mitad del siglo xix es inviable sin un análisis estrechamente vinculado a la evolución de los mercados de trabajo. Una relación, entre inmigración y mercado laboral, compleja y en el que los recién llegados no se limitaron a un papel pasivo. La llegada de los nuevos habitantes fue la que aceleró el proceso de corrosión del artesanado y la emergencia de la figura del jornalero entre la mano de obra madrileña; al mismo tiempo también fue la que hizo posible y rentable el desarrollo de un sector inmobiliario que a partir de entonces se convirtió en uno de los motores económicos de la capital española. Pero donde se hace evidente el activo papel que los inmigrantes asumieron frente al mercado laboral es en el estudio de las estrategias que desarrollaron para hacer frente al contexto de vida, en ocasiones hostil al inmigrante, de la gran ciudad.
55La limitada posibilidad de inserción laboral de inmigrantes de origen predominantemente rural, y la propia presión que su presencia trajo consigo a sectores productivos como el artesanado, generó un proceso de pauperización económica que rigió Madrid durante toda la segunda mitad del siglo xix: los artesanos fueron desapareciendo a medida que aumentaban los jornaleros. Por otro lado, la inserción laboral de los inmigrantes no solo siguió la ecuación a mayor distancia mayor cualificación, sino que el dinamismo económico y la familiaridad con otras economías urbanas existentes en sus zonas de origen fueron decisivos en el acceso laboral a la llegada a la capital. De esta forma, mientras que entre los recién llegados de Guadalajara o Toledo abundaban los jornaleros frente a los empleados y los profesionales liberales, en el caso de los inmigrantes barceloneses, entre los asturianos o cántabros había una mayor proporción de pequeños comerciantes y empleados. Sin embargo en este punto se singularizan los colectivos de asturianos y gallegos, un grupo de inmigrantes abundante, y que a pesar de venir de tierras lejanas, se insertaban en sectores profesionales propios de los inmigrantes de zonas cercanas, como era el trabajo como jornalero, algunos oficios como el de panadero y el servicio doméstico.
56El caso de asturianos y gallegos solo puede explicarse acudiendo al análisis de las redes de paisanaje y al papel que cumplieron en la recepción de trabajadores en la gran ciudad. A finales del siglo xix en Madrid se recreaban comunidades a partir del vínculo que ofrecía el tener un origen geográfico compartido; la comunidad reconstruida se convertía en una red que ofrecía un primer empleo en la ciudad, un alojamiento para los primeros meses y proporcionaba una sensación de seguridad que hacía olvidar lo lejos que estaba el hogar que se acababa de dejar. La solidaridad entre paisanos creaba un colchón que amortiguaba el hostil recibimiento que Madrid tenía reservado a estos colectivos inmigrantes. Con todo, se debe evitar una imagen solo positiva de estas redes de solidaridad, pues quienes las controlaban no solo actuaban inspirados por la filantropía. En la cúspide se situaban algunos paisanos enriquecidos, como Francisco Fernández, el panadero convertido en gran tahonero, y cuyo ascenso social y económico se debía en parte a que habían contado con una mano de obra dócil, traída de sus pueblos, mucho más fácil de explotar que el común de los obreros madrileños.
57Todavía quedan muchos aspectos que estudiar en estas redes de solidaridad de paisanaje, de las que apenas se ha constatado su existencia en este texto y el papel que jugaban como mediadoras entre inmigración y mercado laboral. Es probable que en Madrid existieran otros sectores de empleo que, como la panadería, estuvieran controlados por inmigrantes, como los cocheros de punto o los aguadores. También sería necesario indagar qué relación tuvieron estos colectivos inmigrantes que dominaban ciertos oficios con las sociedades de resistencia, sindicatos y el movimiento obrero en general, habida cuenta de que muchas veces se adaptaban a condiciones laborales más duras que el resto de trabajadores. Quedan también por conocer los mecanismos con los que se tejían y se reforzaban estas redes: si los viajes desde la provincia se hacían ya con una contratación previa, si existían ritos de refuerzo de estas comunidades en la gran ciudad a través de cofradías, fiestas o reuniones cotidianas en tabernas y otros lugares de consumo; y finalmente, si estas redes clientelares, de las que tanto provecho económico sacaban empresarios como Francisco Fernández, también podían ser capitalizadas para obtener otro tipo de poder; si además de dóciles trabajadores, los gallegos, asturianos o los venidos de cualquier otra región también eran obedientes votantes que apoyaban al candidato que su paisano, que era también su patrón, les indicaba el día de las elecciones.
Notes de bas de page
1 El trabajo que se presenta se enmarca dentro de las actividades del Grupo de Investigación Complutense «Historia de Madrid en la Edad Contemporánea» (ref. 941149) dirigido por el profesor Luis Enrique Otero Carvajal y ha sido posible gracias a la concesión del proyecto de investigación «La modernidad en la España Urbana. Madrid, 1900-1936» (VI Programa Nacional de Investigación Tecnológica 2008-2011 del Ministerio de Ciencia e Innovación Tecnológica, Ref: HAR2011-26904; investigador principal: Luis Enrique Otero Carvajal).
2 Carbajo Isla, 1987, pp. 224-230.
3 Hauser, 1979; Fernández García, 2001.
4 Toro Mérida, 1981.
5 González Portilla, Zárraga Sangroniz (dirs.), 1996; Silvestre, 2002.
6 García Delgado, Carrera, 2001.
7 Carballo Barral, 2011.
8 Los datos del Ensanche Sur y del Ensanche Este de la capital fueron recogidos por Borja Carballo Barral y Fernando Vicente Albarrán para la elaboración de sus respectivas tesis doctorales y a quienes agradezco la cesión para elaborar este cuadro general junto a los datos del Ensanche Norte, que proceden de mis investigaciones. El Padrón de habitantes se conserva en el Archivo de Villa de Madrid (AVM), sección de estadística; está compuesto por las respuestas particulares de cada hogar. Un análisis pormenorizado de sendas zonas de Ensanche en Pallol Trigueros, 2015; Vicente Albarrán, 2015; Carballo Barral, 2015.
9 Estas investigaciones se han plasmado en diversos trabajos académicos de tercer ciclo, y algunos de ellos en tesis doctorales en elaboración actualmente (González Palacios, inédito; Rodríguez Moreno, inédita, De Miguel Salanova, 2016; Díaz Simón, 2016).
10 Carballo Barral, Pallol Trigueros, Vicente Albarrán, 2008.
11 García Abad, 2005.
12 Silvestre, 2005.
13 González Portilla (dir.), 2001; Camps Cura, 1995.
14 García Delgado, Carrera, 2001; Pallol Trigueros, 2013.
15 Fernández García, 1985.
16 Bahamonde Magro, Toro Medina 1978.
17 Carbajo Isla, 1987; Ringrose, 1985.
18 Carballo Barral, Pallol Trigueros, Vicente Albarrán, 2008.
19 Bahamonde Magro, 1980.
20 Sánchez Nieto, 2006.
21 Ibid.
22 Carballo Barral, Pallol Trigueros, Vicente Albarrán, 2008.
23 Pallol Trigueros, 2013.
24 Bahamonde Magro, 1980.
25 Carballo Barral, Pallol Trigueros, Vicente Albarrán, 2008.
26 Nielfa, 1985.
27 Pallol Trigueros, Carballo Barral, Vicente Albarrán, 2010, pp. 131-166.
28 Otero Carvajal, Carmona, Gómez, 2003.
29 Arbaiza, 2000.
30 Gómez-Ferrer Morant, 1994; Pérez-Fuentes Hernández, 2004; Pareja, 2012; Borderías Mondéjar, 2012.
31 Nielfa, 1981.
32 Camps Cura, 1999; Nielfa, 2001.
33 Carballo Barral, Pallol Trigueros, Vicente Albarrán, 2008.
34 Sarasúa, 1994.
35 Mendiola Gonzalo, 2002; González Portilla (dir.), 2001; García Abad, 2005.
36 Oyón, 2008; Pérez Serrano, Román, inédito.
37 Carbajo Isla, 1987.
38 Mora-Sitja, 2002.
39 Otero Carvajal, Carmona, Gómez, 2003; Carballo Barral et alii, inédito.
40 Sarasúa, 1994.
41 Pallol Trigueros, inédito, pp. 152-169.
42 Pallol Trigueros, 2004.
43 Estas pautas de vida aparecen bien descritas en novelas de la época, véase particularmente la obra de Baroja, La busca.
44 Véase la solicitud de construcción en el AVM, Secretaría, 4-63-60; el retrato de Tomás de la Cuadra, en el AVM, Padrón de habitantes, 1846-1860.
45 La reconstrucción de la trayectoria vital de Francisco Fernández y el paso de trabajadores de su establecimiento se ha realizado a partir del examen de las hojas de empadronamiento que en el Madrid de la segunda mitad del siglo xix se realizaba todos los años. Las hojas de empadronamiento se conservan en el AVM, Estadística.
46 Sarasúa, 1994.
47 Pallol Trigueros, inédita, pp. 152-169.
Auteur
Universidad Complutense de Madrid
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