Relación sucinta de las propiedades de los indios mexicanos que en el discurso de catorce años ha observado en ellos el hermano Phelipe Frutos de la Compañía de Jesus, administrándolos en las labores del campo
p. 393-415
Texte intégral
1[p. 465] La complexión de los indios1 mexicanos es muy caliente, porque aunque en algunas partes (como en los alrededores de la corte mexicana) no deja de hacer su género de frío en los intermedios del año, jamás gastan más ropa para abrigarse en unos tiempos que en otros. Redúcese el vestido de todo indio a un coton, una tilma, calzones blancos y negros, su sombrero y su corbata, y en los pies unos que llaman tecacles. Es el coton (por lo general) de lana y algodón, que las mismas indias tejen en sus ranchos de los colores blanco y negro, aunque hay algunos que, en lugar de lo negro, lo ponen de colorado, si bien el blanco nunca ha de faltar para manifestar su inocencia. La hechura del coton no es más que un capotillo, que muy ajustado traen al cuerpo, con las mangas tan cortas que casi apenas les llegan a los codos. Las tilmas [p. 466] que les sirve [sic] de capa son de lo mismo que los cotones, lana y algodón, las que son cuadradas de seis palmos, y con ellas se cubren el cuerpo. Para diferenciarse los indios que tienen oficio en la república como gobernadores, fiscales, alcaldes, mandones y topiles, se hacen un nudo en la tilma con los dos extremos por junto al pescuezo para ser conocidos, y que no les sirva de estorbo la tilma para la vara de justicia que siempre llevan en las manos.
2Las camas de los indios se reduce [sic] a un mísero petate (que es una estera) tendido en el santo suelo y con una frezada sola se cubren, marido, mujer e hijos, como les he hallado muchas veces. El vestido de las indias es del mismo género y color que el de los indios, de lana y algodón pintados, pero se compone todo de unas enaguas (que ellas llaman) sin costura ninguna, porque no es otra cosa que una manta larga con la que se dan algunas vueltas al cuerpo y se la ciñen con una faja, y lo que cubre lo demás del cuerpo es el huipil, que es a modo de un roquete o sobrepelliz sin mangas, pero de varios colores. Y cuando las indias van a misa, se ponen un paño blanco de lienzo tendido sobre los hombros que les sirve de mantellina. Todo esto es el arreo de una india de los pueblos, sin que tengan más camisa ni más zapatos ni medias. Bien es verdad que [p. 467] hay algunas indias principales que el huipil y las enaguas son más finas que los de las otras, y he visto algunas que llevan zapatos a la iglesia como también camisas, al modo de las gitanas, llenas de varios colores, pero de estas son muy raras. Medias, no se las ha puesto hasta ahora india ni indio ninguno, si no es que sean de los que llamamos ladinos dentro de la corte, que estos tienen ya por lo común alguna mezcla de otra sangre.
3Mandan los reyes en la Nueva Recopilación que se le haga dormir a los indios en cama alta, pero por mucho que la justicia se desvela sobre este asunto no lo conseguirá jamás. Y aunque algunos de los indios principales tienen sus tapestles, que son como unos catres, jamás duermen en ellos, si no es que sientan venir a la justicia, y entonces lo hacen por libertarse de la multa y es por corto tiempo. El año de 17072 me sucedió a mí este caso: cayó muy enfermo el indio fiscal de la hacienda, y habiéndole ordenado que recibiese los santos sacramentos, pasé a su tugurio y lo hallé que estaba envuelto en su frezada en un petate sobre el miserable suelo. Compadecime del indio, y saltando a casa en un instante, [p. 468] le hice un jergoncillo con paja, y yo mismo le acosté ayudado de otros indios. Recibió los sacramentos de viático y extremaunción, y el padre cura y yo nos entramos en la casa de la hacienda a que tomase algún refresco. Díjele al padre cura cómo le había hecho aquel jergoncillo al enfermo, compadecido de su miseria, a lo que me respondió que ya estaría fuera de él, porque solo el jergón bastaba para que el indio se muriese, como lo tenía experimentado en muchos años. Despidiose el religioso y luego al punto pasé a la choza a ver mi enfermo, y lo hallé sobre el petate, y en un rincón el jergoncillo. Hice cargo a la india, su mujer, y me dijo que sin remedio se moría en aquella cama, por lo que a toda prisa lo había vuelto a su petate, donde confiaba en Dios que curaría; y fue así porque dentro de tres días se halló libre de calentura. De donde saco que por más que se mate la justicia para hacerles dormir en cama, nunca lo han de conseguir, como tampoco hacerles que aprendan nuestra lengua castellana, de que los señores virreyes y arzobispos han hecho y hacen que en todos los pueblos haya escuelas en lengua española para que la aprendan, pero no lo conseguirán [p. 469] de ninguna de las maneras. Y aunque en lo general de los indios, en diez o doce leguas alrededor de la capital, entienden la lengua española y muchos (aunque no bien) la saben hablar, es necesario para esto que ande la cuarta sobre ellos y si no, no la han de hablar3. El mismo año de 707 (que aún no entendía yo palabra ninguna mexicana) salí de la hacienda una mañana poco antes que amaneciese para ir a ver los trabajadores que estaban en los montes de Quaximalpa, en la conducción de ciertas aguas; y mientras que el indio que me había de acompañar disponía su matalote, me fui saliendo por el pueblo de Mixcoaq hasta emparejar con los molinos del conde de Santiago, en donde me detuve por no saber el camino. Estando en esto, salió un indio del molino para el pueblo de Nonoalco, a quien pregunté si era aquel el camino de Quaximalpa. Repondiome: Amoquitmati, que es lo mismo que yo no lo sé. Pero yo no supe lo que me quiso decir, aunque él bien me entendió lo que le había preguntado. Volvile a repetir otras dos veces la misma pregunta, y él siempre: Amoquitmati, y como yo no le entendía, díjele que se fuese con Dios. Luego al punto vino en un caballo el administrador del mismo molino, a quien pregunté lo mismo que había [p. 470] hecho con el indio, y aun le dije lo que me había respondido sin entenderle palabra. Enfadado un poco el buen administrador, me dijo: Tome usted esta cuarta y vuelva al indio; y al tiempo de preguntarle por el camino, darle entre oreja y oreja media docena de cuartazos, que yo aseguro responderá en buena lengua castellana porque la sabe como yo. De dos saltos con mi caballo, volví en demanda del indio, y habiéndolo alcanzado, antes de preguntarle cosa ninguna, tuvo los cuartazos sobre las costillas muy a mi satisfacción, a que respondió al instante: Por ahí es el camino, señor, por ahí es el camino. Dejelo ir, y el administrador me dijo que solo con la cuarta andaban derechos los indios, y que no hablarían español, si no es a los que ellos entendían que lo sabían.
4Todo el primer año (que fue el de 707), se me fue en reñir al mayordomo y ayudantes, porque castigaban y gritaban a los indios trabajadores, compadeciéndome de verlos tan míseros y desdichados. Díjome una mañana el padre procurador Francisco de Borja que enviara un indio con una carta que Su Reverencia me dio a la hacienda de Tescuco, que dista siete leguas de San Borja, y para que comiese los dos días de ida y vuelta, me mandó le diese dos reales, uno para cada día. Al salir por la puerta que sale al campo, vide un indio de los gañanes que se entraba en su casilla, llamelo y le pregunté si sabía ir a la hacienda de Tescuco. [p. 471] Luego al instante me respondió que no sabía. Fuime a la era donde estaban trillando, y le dije al mayordomo enviara luego un indio con aquella carta a la hacienda de Tescuco. Hízosele algo pesado sacar ninguno de los que estaban en la era, porque no había en ella más que los meros necesarios, y acordándose de que el indio Mendron no había salido a trabajar, me dijo que Mendron iría a Tescuco. Respondile que ya se lo había mandado, y me había dicho que él no sabía. Quedose el mayordomo medio lelo, y me dijo: Bien se conoce, padre, que usted vuelve demasiado por los indios, y algún día se le han de subir encima. Tome usted esta cuarta, y antes de darle la carta, sacúdale bien el polvo, que yo aseguro que él acertará a la hacienda de Tescuco, y no le dé los dos reales hasta traer la respuesta. Yo no voy a mandárselo, porque le daré cien azotes, solo por la desvergüenza de haberle dicho a usted que no sabe, pues no hay ninguno en San Borja que sepa mejor que él. Tomé la cuarta del mayordomo en la mano, y metiendo la carta en el pecho, me fui para los ranchos llamando a mi Mendron, que salió de su tugurio diciendo: Yo no sé, padre, a Tescuco. Acércate acá, que no te pregunto ahora si sabes o no sabes. Llegó mi indio con harta mala gana porque había visto ya la cuarta. Y al tiempo de acercarse, le cogí por una mano, y con la otra le plantifiqué media docena de cuartazos en aquellos lomos, diciendo: ¡A Tescuco [p. 472] con la carta! Tomola mal de su agrado, y sin darle lugar a que volviese a su rancho, cogió la rauta4 como un gamo en camino de Tescuco, y a las cuatro de la tarde del mismo día ya estuvo con la respuesta en San Borja, siendo, como dije, viaje de dos días en ida y vuelta. Y para que conozcan que todos los indios son como el nogal y la encina, he de referir varios casos que conmigo han sucedido.
5Viendo el mayordomo lo que yo les reñía porque castigaban a los indios, y vituperaba el que siempre anduviesen muy cargados con la cuarta, usó conmigo una valiente estratagema para que los acabase de conocer. Un día que era fiesta de solos los españoles, y no lo era de los indios porque estaban arando, nos venimos a la misa a la hacienda el mayordomo y yo, dejando en la labor con ellos los dos ayudantes. Luego que la oímos nosotros, montamos en los caballos, y pasando donde estaban arando treinta yuntas, mandé a los ayudantes se fuesen a misa al pueblo de Tacubaya, que estaba cerca, quedándonos con ellas el mayordomo y mi persona. Dentro de poco espacio, me dijo el mayordomo que tenía que ir precisamente a la hacienda, y que en el ínterin que volvía cuidase yo de que los indios trabajasen. Fuese y quedeme solo, animando a los indios poco a poco, y cuando hablaba con los que iban por delante, se me paraban los que venían por detrás, y cuando animaba a estos se paraban los de delante, hasta que, conociendo que hacían [p. 473] burla de mí, porque se pararon todos, me vi obligado de apearme del caballo, quitarle el freno y con las riendas andar a golpes con la canalla de los indios, porque me hicieron impacientar. Todo lo estuvo mirando el mayordomo cubierto entre unos nopales, y viniendo muy disimulado, comenzó a reñirles como siempre, y de cuando en cuando su cuartazo, a lo que le dije entonces que apretara bien la mano, pues ya no me había de compadecer de tan vil canalla, viendo que eran llevados por el rigor. Y así, desde este día, mandé buscar una cuarta con la que les goberné en lo de adelante, conociendo evidentemente ser preciso5.
6Son tan flojos en cualquier género de trabajo que no he visto en catorce años sudar ningún indio, ni aun en los rigores del sol cuando siegan; y solo sí cuando se hacen las hacinas en el campo, que con la cuarta en la mano se les hace correr en el acarreto de las gavillas. Pero si no es de esta suerte, no se conseguirá el que suden. Para mayor prueba de que son ellos y ellas llevados por mal, si el indio no da cada semana por lo menos una felpa a su mujer, se le huirá en busca de otro que la castigue, y si no hay paliza o azotaina, dicen que el marido no las quiere, y de estos he compuesto muchos amancebamientos, mandando expresamente a los indios que las den azotes a sus mujeres, y no golpes, para que hagan vida maridable. En tiempo de cosecha, [p. 474] un año conduje del pueblo de San Matho [sic] Atengo6, que está en el valle de Toluca, una cuadrilla de ciento y veinte segadores indios, y entre ellos vinieron algunas indias para hacerles de comer el tiempo que durara la cosecha. Pues un indio no solo trajo su mujer, sino es otra compañera, a quien daba dos felpas cada semana, y a la mujer propia no más que una. Y sabía esta fijamente el enredo de su marido con la otra, y muchos indios lo sabían, pero no había ninguno que a mí me dijese una palabra, porque en siendo cosa de ellos, se tienen a menos valer en saber que son soplones7. Un día pues, las dos mujeres se arañaron fuertemente, sobre cuál de las dos era la más querida del indio, y quiso la buena suerte que la mujer propia llevase lo peor de la pelea. Vino esta, toda desgreñada, a darme cuenta de todo lo que pasaba para que pusiese algún remedio, pero no quise darla crédito ninguno, diciéndola que serían no más que sospechas, y de algunos celillos habían venido a las manos. Hícela que se fuera con Dios, que yo lo averiguaría, y que por solo su dicho, no había de pasar yo a quitar el crédito a la otra. No desprecié el aviso, por estar ya muy hecho a semejantes sindicaciones, y rara [vez] me había salido falsa. Por lo que dije al mayordomo me velase sobre fulano, y en cogiéndole en el garlito, me diese parte [p. 475] sin que espantase la liebre. No pasaron cinco días, cuando una noche, como a cosa de las doce, me dieron golpes en la reja de la ventana, avisándome el mayordomo cómo en un pajar estaban durmiendo el conejo con la liebre. Vestime a toda prisa, y saliendo al campo, nos arrojamos de golpe a la puerta del pajar el mayordomo y yo. Abráceme con un bulto y dije: ¡ya los tengo! Acudió a mí el mayordomo para cargar con el uno (pero no era más que uno, del que yo estaba agarrado), y en el ínterin, se nos escapó el conejo por la puerta del pajar, dejando la liebre presa. Encerrose aquella noche en la troj del maíz sin hacerla ningún mal, y luego pasamos por la mujer propia, depositándosela al mayordomo, sin que de noche la consintiese el que saliese de casa, porque no viniese el indio y, cargando con ella, se nos huyese sin que llevase su merecido, y más sabiendo por experiencia que no había de tardar en parecer por no saber estar solos. Luego que fue de día, se hizo notorio entre los indios. Y al venir las indias de dar el almuerzo a los segadores, quise también la diesen el desayuno a la que estaba encerrada, y que fuesen de su mismo pueblo. Hice venir seis, y entre ellas la que estaba depositada, y haciéndolas un sermoncito, las pregunté que qué pena merecía. Y todas a una voz dijeron que [p. 476] a zempoali sote8, que es lo mismo que a veinte azotes entre las seis. Pues ahí tenéis la cuarta (las dije) y allá se los deis vosotras, que yo por la banda de afuera los iré contando; cerraron la puerta porque otras querían entrar en la fiesta, y el mayordomo lo impidió con dos cuartazos a cada una. Lo que cada una de las de adentro la predicaba en su lengua, entre cada tres azotes, hiciera descalzar de risa a un santo, y volvía a repetir con otros tres. Diola cada una una docena, que fueron seis, pero los mejores fueron los de la pobre paciente, que los sacudía como si fuera una piedra. Después de este desayuno, la remití al obraje de Mixcoaq para que ganara la comida en oficio de más trabajo9, y al mismo tiempo hice un propio al cura de su pueblo para que enviase por ella, que lo hizo de allí a tres días. Eché varias espías por todas partes a fin de saber dónde paraba el conejo, y al cabo de ocho días me dijeron que estaba en el pueblo de Santa Cruz y que dormía en la casa del indio fulano.
7Como a las diez de la noche, montamos a caballo el mayordomo y yo y nos llevamos un ayudante para que cuidase de los caballos a la entrada de dicho pueblo, que apeándonos allí, marchamos a pie a la casilla citada, y porque no sucediera lo del pajar, hice quedar [p. 477] al mayordomo a la puerta hasta que yo lo tuviera firme. Luego que entré en la casilla, saqué recado de la faltriquera, y en un instante encendí luz para ver lo que buscaba, y hallé una tropa como cerdos, que estaban amontonados y en el montón que Dios crio estaba mi perillán, que haciendo presa de él como un alano, hice venir al mayordomo, y entre los dos le amarramos lindamente por los brazos, marchando con él a casa sin hacerle mal ninguno10.
8Durmió aquella noche encerradito con los brazos amarrados por detrás y así se estuvo hasta que por la mañana me pidió su mujer que le desamarrase. Pero lo tuve todo el día encerrado para que en presencia de toda la canalla llevase el castigo merecido, pues el delito había sido público entre ellos.
9Entró la noche y con ella concluyeron su tarea los indios segadores, viniéndose a rayar11 el día, a quienes dije no se me fuera ninguno hasta concluir con la raya, porque tenía que decirles. Rayé a doscientos y treinta indios, dando a cada uno medio real, y la raya que quedaba en la lista valía dos reales (se entiende todo de plata), y apuntando lo que había gastado, sentado en mi tribunal, les dije: Aquí tengo a fulano, cuyo delito ha sido público entre todos vosotros, por lo que me parece necesario que también el castigo se haga [p. 478] público, para escarmiento de los demás, y para que veáis que se ejecuta, os he mandado detener. Levantó la voz el indio capitán de la hacienda y dijo: Eso, padre, no te toca a ti, (cierto que me temí no se moviese algún tumulto contra mí). Levanteme de la silla, y dejando la cuarta a un lado, me hice dueño de un buen bejuco que estaba prompto, y les dije: ¿Pues a quién, sino a mí, le toca hacer justicia en semejantes delitos? Y el que lo impidiere ha de quedar a mis pies de un garrotazo. Volvió a hablar el mismo indio diciendo: Padre, ese castigo nos toca hacerle nosotros, porque la maldad ha sido en contra de todos, y así nos darás licencia para que en tu presencia le azotemos. Eso ya es otra cosa, dije, ahí tenéis mi cuarta, azotadlo a vuestro gusto. Entraron a la función doce capitanes, diez de las cuadrillas del mismo pueblo de donde era el delincuente, y los dos de la hacienda de San Borja. Tendiéronle en el suelo boca abajo, tiraron el coton a la cabeza y los calzones a los pies, y entre dos de los capitanes lo tenían firme para que no se moviese. Pidiome licencia el principal, y antes de comenzar a descargar la cuarta le hizo un corto razonamiento afeándole el mal ejemplo que había dado; y de seis en seis azotes llevaba su corrección, como lo hicieron todos desde el principio hasta el cabo. Llevó sus doce docenas porque cada capitán le dio la suya, y aún querían darle más, si yo no me metiera de por medio, y así se levantó bien caliente, besándome las manos y los pies, y pidiendo perdón de su mala vida. También besó [p. 479] las manos a los mismos que habían sido sus verdugos, quienes luego al punto le trajeron su mujer, y en mi presencia se la entregaron con muy buenos documentos a su moda, y pidiéndola perdón, besándola las manos, se fueron muy contentos a sus ranchos y vivieron muy contentos en lo de adelante, pero con una felpa de azotes la india cada semana.
10No faltará quien diga que es demasiada crueldad azotar tanto a los indios, a lo que debo responder que si no se ejecuta de esta suerte, todo indio vivirá como quisiere; y antes ellos lo agradecen por estar connaturalizados desde sus principios a que se les castigue con azotes. Y a mí me enseñó la misma experiencia buscar a los delincuentes como el referido, antes que la justicia ordinaria los pillase, y yo me los castigaba en la forma que al de arriba. Porque en cogiendo a alguno la justicia, en algún falso latín, lo primero llevan cincuenta por las costas, y haciéndoles la causa, los multan en cincuenta y en cien reales de a ocho. Y como el mismo indio no tiene donde sacar el dinero, los venden en los obrajes (que es el mismo que galeras), y allí los tienen como esclavos, tres, cuatro, cinco y seis años, y por lo ordinario salen de dichos obrajes mucho peores que entraron. Viendo yo lo que pasaba, vine a determinarme en que entre sus curas y yo compusiésemos los cuentos de los indios amancebados, sin que tuviese parte en ellos la justicia, y mucho mejor cuando se les podía hacer que se casasen, pues se componía [p. 480] con dos docenas de azotes a cada uno, y que el indio trabajase en la hacienda para ganar los derechos parroquiales en cuyo ínterin depositaba el cura a la india12. Es de suponer para lo dicho que todo indio, para haberse de casar, ha de hurtar primero a la india que pedirla. Y no haciéndolo así, les parece que no quedan bien casados. Después de andar algunos meses ordinariamente huidos, buscan algún padrino que pidan [sic] la india a sus padres, y aunque sea de mala gana, vienen bien en concederla, porque a ellos les sucedió de la misma suerte. Pero es de advertir que antes que el padre de la india conceda un beneplácito, le han de traer a su presencia al que quiere ser su yerno, para con una docena [de azotes]13 dada a su satisfacción, se le quite el agravio recibido. De estos habrán pasado de treinta los que de mí se han valido para haberse de casar, y era forzoso aguantarles porque salieran del mal estado. Mucho han trabajado sobre este asunto los ministros evangélicos, pero no lo pueden remediar, ni lo podrán conseguir, si no es que sea en uno u otro, el que se tendrá a milagro. Y yo soy de parecer que lo lleva el clima de la tierra, porque también hay mucho de esto en la gente que no son indios14. En este particular de los indios, diré lo menos que pudiere porque son en extremo lascivos, siendo uno de los motivos por que el Santo Tribunal no se mete con los indios, y así me vuelvo a contar un cuento que me sucedió con un indio y una india sobre [p. 481] el grande amor que se tenían. Una mañana entre otras, me vine a casa, desde donde estaban arando con cuarenta yuntas de bueyes cuarenta medio irracionales indios, para tomar un desayuno, cuando a cosa de las nueve, volví a montar en mi caballo para ir a ver las yuntas que trabajaban; y vide entrar en el patio una india que me dio lástima el verla, porque traía una herida en la cabeza, cuya sangre le llegaba hasta los pies en grandiosa cantidad. Venía llorando la triste, y dándome querella contra su marido, que era quien de aquella suerte la había puesto con una pedrada en la cabeza. Hícela pasar en casa del mayordomo, a quien hice fuese por el indio, que estaba arando, pero que no me le hiciese mal alguno, en cuyo ínterin hice calentar un poco de vino, y sacando el estuche de la faltriquera, procuré como pude hacer oficio de cirujano, pues la necesidad lo pedía. Cortela el cabello alrededor de la herida, lavela con el vino tibio, y con unas estopas empapadas en claras de huevos conseguí el restañarla la sangre, mientras vino el barbero, que la cosió nueve puntos. Trajéronme al indio muy bien amarrado, y haciéndole el cargo de haber rompido la cabeza a su mujer, me respondió, con gran desahogo, que por haber ido más tarde con el almuerzo que las demás indias lo había hecho, y que se habría estado jugando con algún indio.
11Enfademe un poco con la respuesta, y díjele al mayordomo que luego al punto lo amarrase a un palo, porque yo había de ser el verdugo en semejante insolencia. Ejecutolo [p. 482] al instante, y al ir a descargar la cuarta para el primer azote, me vi impelido por detrás sin poder mover el brazo, porque, abrazándose a mí la india por las espaldas, cogiendo también los brazos, exclamó diciendo: ¡Ah! Padre no lo azotes, que si me ha puesto de esta suerte es por lo mucho que me quiere. ¿Cómo me quedaría yo? ¡Considérelo el cruelǃ Aquí entra bien el título: ¡fuego de Dios en el querer bien15! Quedeme yerto, sin saber a cuál de los dos había de castigar. Y a no estar tan malamente herida la india, ciertamente los habría llevado ella16 por haber venido a querellarse, y ni el uno ni el otro los llevaron, quedándome yo riendo de su gran brutalidad17 y ratificándome en lo que tanto me decían de ser llevados por mal. Pero a la noche, cuando vinieron del trabajo, les dije a todos los indios que si alguno maltrataba a su mujer con piedra o palo, le pronunciaba sentencia de cien azotes cabales, y que supuesto estaba en uso el castigarlas, para eso tenían adónde, sin romperlas pie ni brazo, conociendo en adelante lo hacían como lo mandé. La misma tarde pasé a contarle el cuento al padre cura, quien me salió con otra semejante, diciendo cómo había quince años que le estaba sirviendo un indio, y que cada semana le había de plantar una docena, aunque no diera causa para ello, solo por estar bien asistido del indio, y este estuviera en la inteligencia de que el padre le estimaba18. Contome el principio y [p. 483] dijo que hacía quince años que estaba de cura en dicho pueblo, y que en el primero se había enamorado de un indiecillo que tendría entonces de nueve hasta diez años, porque conoció que era habilillo para cuanto le mandasen. Pidióselo a sus padres para criarlo en buenas costumbres y sin réplica se lo dieron, que no fue poco en los indios mexicanos. Llevolo al convento, y luego al punto le vistió de nuevo, y con tanto cariño le daba de comer en presencia suya, porque estuviese el indio más gustoso, y con casi ningún trabajo por no mandarle en otra cosa que el que barriese la celda.
12Antes que se pasaran quince días, le dijo el indiecillo al padre que se quería ir a su casa. Pues ¿por qué te quieres ir?, le respondió: Porque tú no me quieres, padre. ¿Pues no te he vestido? ¿No te doy de comer de lo que yo como?, decía el padre. Pues si tú no me azotas, no me quieres. ¡En eso está!, dijo el religioso, llámenme luego al fiscal. Y así que vino, le hizo plantar una docena, la que se había mantenido el espacio de quince años, una por cada semana; y esto que tendría ya el indio sus veinticuatro [años] cabales. Con este afán estaba contento el indio, y el padre cura bien servido.
13No hay duda ninguna que a los europeos nos hace al principio grandísima disonancia el ver cómo tratan a los indios los que hay ya algunos años que les gobiernan. [p. 484] Porque, ¿a qué hombre de mediana consideración no le causará lástima ver azotar a un hombre con más barbas que un zamarro, donde se azotan a los niños? Pues digo, y diré, que es preciso ejecutarlo, y si no, ni a misa irán, como lo tengo muy bien experimentado. En todos los curatos tienen los ministros el padrón de sus feligreses, y el domingo y fiesta de dos cruces se pone el padre cura a la puerta de la iglesia después de misa mayor con el fiscal y sus topiles, llamándolos por su orden, así a ellos como a ellas; y al que ha faltado a misa se le hace una raya donde está su nombre. El domingo o fiesta que se sigue, vuelve a llamar al que faltó la semana antecedente, a quien se le pregunta dónde oyó la misa, y no trayendo papel de donde la oyó, luego, luego19 se le planta la docena. Y por eso están obligados los curas de los pueblos a dar papel a los indios forasteros, certificando que en su iglesia oyeron misa. También es verdad que, en esto del castigo de los indios, se ejecuta en algunas partes con demasiado rigor (que de todo, gracias a Dios, lo he visto) tratándolos como esclavos, aporreándolos y azotándoles sin darles motivo alguno, y entonces se querellan fuertemente. Al indio no se le ha de perdonar ni el menor de sus delitos, y conforme la cualidad se ha de proporcionar el castigo. En algunas haciendas he visto [p. 485] que se han amotinado los indios contra aquellos que les gobiernan (o por mejor decir les desgobiernan), por solo castigarles sin razón, y esto no hay ningún mandamiento que lo mande; y solo sí se ha de castigar al que yerra, que en haciéndolo así, yo aseguro que ni habrá motín, ni querella alguna. Si hubiera de referir los indios que yo he castigado por delitos nada limpios, sería necesario formar un libro muy grande, porque me he de alabar de que he sido yo su padre desde que les comencé a conocer y tratarles, pero en la mano el pan y en la otra buena cuarta, y cada cosa a su tiempo20. Para que se vea cuán necesario es el castigo de azotes en los indios, he de contar lo que me sucedió con uno, por no quererlo azotar cuando él me lo pedía21. Entre los muchos que están siempre de pie en la hacienda y ordinariamente son desde ochenta a ciento22, había uno (al parecer casado) que servía en la hacienda como tres años, en compañía de otros de su misma tierra, porque eran de Tepeaca23, treinta leguas de la corte mexicana. Y aunque todos sus compañeros sabían la mala vida de aquel indio, no hubo jamás ninguno que me dijese palabra (como ya dije que se tienen por soplones si se descubren sus faltas). Un día entre otros se desgreñaron dos indias, una casada y otra por casar, y habiéndose dicho los nombres de las Pascuas con muy buenas arañadas, dijo la casada a la que no lo era, que luego al punto se lo iba a de- [p. 486] cir al padre, como en efecto lo hizo, toda desgreñada y con lindos araños en la cara. Díjome que fulana la había puesto de aquella suerte, y que supiese de fijo que no era mujer de fulano, porque la propia la había largado en Tepeaca, por andarse amancebado con aquella, que era de Tlascala. No la quise dar crédito en su presencia, y así la dije que sería algún falso testimonio, que se fuese con Dios que yo lo averiguaría. Tan presto como se apartó de mí, fue y dijo a la otra que ya yo lo sabía todo, pero yo no supe esto hasta el día siguiente. Dile aviso al mayordomo para que averiguara si el tal indio estaba casado con aquella india, porque sin más ni más no se les había de disfamar [sic] sin plena averiguación. Hallábase el indio arando y a lo que pareció fue la india a darle cuenta de cómo yo sabía su mal vivir, porque al desuncir los bueyes por la noche, cogieron las de Villa Diego y se me huyeron, sin venir a rayar el indio el día que le había trabajado. Así que lo llamé por la lista y no respondió por su nombre, diciendo los demás que no estaba. Conocí al instante su delito, y temí se me hubiera huido, como en la realidad fue así. No me di por entendido con los indios, y luego que se fueron a sus casas, envié al mayordomo a su casilla, trayéndome por respuesta que ni un petate habían dejado. Al día siguiente se divulgó, y entonces dijeron todos que aquella no era su mujer, y yo hube de tragar saliva, por no reventarles a azotes habiéndolo tenido oculto tanto tiempo, y aunque hice varias diligencias por buscarles, no hubo reme- [p. 487] dio de dar con ellos en mucho tiempo. Al cabo de más de ocho meses, me lo trajeron solo, sin la india, otros cuatro de sus compañeros de los que trabajaban en la hacienda; y muy contrito y lloroso me pidió que le azotase, porque bien conocía su mala vida, de la que daba palabra haberse ya enmendado, pues había echado noramala a la manceba. Yo, que lo vi tan compungido, me compadecí naturalmente y no lo quise azotar, y más viendo que me pidió licencia para ir por su mujer a Tepeaca con uno de sus compañeros, que la concedí al instante por escrito, porque ninguno les impidiese el viaje. Tardaron en ida y vuelta sus ochos días, en que trajeron la mujer y un indiecillo hijo suyo de hasta seis años, y se estuvieron quietos en la hacienda como un mes, al cabo del cual se hacía la fiesta un domingo a la milagrosa imagen de Nuestra Señora de Guadalupe, a la que concurren indios de la mayor parte del reino. Fuéronse a la fiesta marido y mujer, y en el barrio de Tlatelulco se encontraron con la buena pieza de la manceba, y entre esta y el marido cargaron sobre la triste mujer, y con muchos golpes que la dieron la hicieron volver a la hacienda, sin consentirla pasar a Guadalupe. Huyéronse los dos como la vez primera, y la pobre pacienta se acomodó a servir al mayordomo para hacer el atole y las tortillas. Anduvieron amontados más de un año sin poder rastrear, ni menos adquirir su paradero, hasta que una noche, estando acabando de rayar mis trabajadores, se me entró mi indio por la puerta, hincándose de rodillas, y [p. 488] besándome los pies, me pidió por amor de Dios que le azotase.
14Yo que me vi con aquel espectáculo a mis pies, en lugar de azotarlo, me compungí como él, porque vino llorando como un becerro, pidiendo por Dios que le azotase. Pregunto yo, ¿quién sería tan cruel que viendo aquella compungión [sic], con un mar de lágrimas, al parecer nacidas de gran arrepentimiento, que se atreviera a darle tan solo un papirote? Pues con esto me engañó, y con cuatro consejitos que le di, le mandé se fuese con su mujer a hacer vida maridable.
15Solo tres días estuvo con la india en su rancho, y en el último vinieron corriendo otras indias, ya de noche, diciendo cómo fulano estaba maltratando a su mujer y que no se la podían quitar, pero temían que la matara. Saltamos corriendo el mayordomo y yo, bien prevenidos de cuarta, y ya el indio se había huido, dejando medio muerta a su mujer, que tuvo que curar por muchos días. Yo estuve muchos [días] impaciente, remordiéndome la conciencia por no haberlo castigado ¡pues tenía tanta experiencia!, y me hacía el cargo de tener la culpa de los golpes de la mujer. Pero ¿quién no se hubiera contristado con tantas lágrimas y sollozos como el pícaro del indio vino a mí? Muchos días fueron los que anduve en demanda de estos dos amancebados indios, cuando dentro de seis meses supe fijamente que estaban en una hacienda de la provincia de Chalco, y que estaba la meretriz en víspera de parir. Con estas noticias, escribí un papel al administrador de la dicha hacienda para que luego entregase el indio al ayudante que yo enviaba. Leyó el papel y dijo al ayudante [p. 489] que en su hacienda no había indio ninguno de aquel nombre. Pues orden traigo (dijo el ayudante) para reconocerlos a todos, y en cualquier parte que lo hallare de llevármelo consigo. Fueron donde trabajaban, y luego dieron con la buena alhaja, que se había mudado el nombre (que es muy ordinario en los indios en debiendo alguna cosa). Entró el ayudante con él en San Borja y al instante volvió como las otras veces a llorar y gemir, creyéndose sin duda él que yo me ablandaría. Besome los pies, díjome que le azotase y que ya estaba arrepentido, pero ahora no le quise creer ni la más leve de sus palabras. Y encerrándolo hasta que llegara la noche, para que en presencia de todos los demás llevase su merecido, lo hice que descansase. Entró la noche y con ella vinieron los indios a rayar, a quienes dije no se fuesen hasta concluir cierto negocio delante de todos ellos, pero que advirtiesen que este era de mi cuenta, y que yo nombraría los que le habían de azotar. Mandé salir al indio, y nombrando al mayordomo y al ayudante que lo trajo para la ejecución de la felpa, me pareció también el que entrasen otros dos de sus mismos compañeros. Diole cada uno una docena a su satisfacción y a la mía; y no faltó de ellos quien dijo que aquello había de haber sido la primera vez que vino a pedir que lo azotase. Lo cierto fue que hubo enmienda, pues todavía quedaba trabajando en la hacienda cuando me vine a España, y habían pasado muy cerca de los tres años. De este cuento podrán colegir algunos si es [p. 490] preciso o no el castigar a los indios. Si la causa referida hubiese entrado en poder de la justicia ordinaria, era negocio para que el indio no saliese de un obraje en muchos años, donde los más de los días les dan el desayuno con dos docenas por lo menos, y yo lo compuse con cuatro, quedando el indio más que agradecido al beneficio.
16Son todos los indios muy inclinados a la embriaguez, de que resultan grandes ofensas de Dios, y basta esta explicación porque no cabe el decirlo. Lo más ordinario con que se embriagan es con la bebida del pulque, la que por sí sola es muy buena y también medicinal, pues hasta ahora no se ha visto ningún indio que padezca del mal de orina, ni menos el de la piedra. Sácase este pulque del corazón de la pita, cuando está ella en sazón, y entonces las cortan aquellas pencas que tienen apiñadas en el mismo centro, en el que hacen un hoyo con una como cuchara de hierro, y allí se va destilando el aguamiel, que lo sacan mañana y tarde todo el año; y en teniendo la cantidad necesaria recogida, lo echan en unas ollas con tinajas, con varias raíces y cortezas de árboles que ellos saben que son fuertes para darlo fortaleza, y en bebiendo quedan hechos unas bestias. Todo cuanto gana el indio en el trabajo de una semana, que son ordinariamente doce reales, han de caer en la pulquería el domingo, y así rara vez se consiguen indios para trabajar los lunes, porque aún dura la borrachera. También usan [p. 491] otra bebida, que llaman ellos tepache24. Esta les embriaga más que el pulque, por cuya causa está prohibida, pero en todas partes se halla, porque cuesta poco hacerla, aunque es de variedad de ingredientes. Componen el tepache del maíz molido, cañas dulces, miel negra de cañas, pulque, cortezas y raíces de árboles y otros géneros que no me acuerdo, que les abrasa las entrañas, y más de cuatro han reventado con ello, por la gran fortaleza que tiene en sí. Hacen también otro brebaje, que llaman allá25 binguin26 y también está prohibido, aunque quien lo hace no son indios, pero estos gastan mucho, y lo llaman comúnmente aguardiente de cañas, porque lo hacen con alambiques, como asimismo el que llaman mezcalillo, si bien este no suele ser tan pernicioso como los demás brebajes. Ya que he dicho alguna parte de la bebida de los indios mexicanos, será puesto en razón decir algo de su comida, la cual se reduce a unas tortillas de maíz, y su atole, y cuando más chileatole27. Ireme explicando poco a poco. Preparan las indias el niscomitl, que es una olla muy grande, la que median de agua y porción de cal, y en esta olla echan el maíz en infusión hasta que salta el pellejo (como solemos hacer con los garbanzos en la lejía). Y hecho esto sacan el maíz, y en un cestillo que allá llaman chiquihuite lo lavan en seis y ocho aguas, que lo dejan blanco como la nieve. Luego plantan el metate, que es una piedra como las que acá28 se usan para labrar el chocolate con su mano, que se llama mixtlapili, y en esta pie- [p. 492] dra lo muelen hasta que queda hecho masa, y de esta misma sacan porción para hacer el atole, según la cantidad que necesitan, como también la del agua en que se mezcla aquella masa, que colado con un cedacito, que no sirve de otra cosa, queda como una almendrada. Después lo ponen a cocer hasta que por sí se pone espeso, sin dejarlo descansar, dándolo vueltas con un palo, que tampoco sirve de otra cosa. Acabado de hacer su atole, plantan sobre el fuego el comal, que viene a ser una cazuela muy ancha, sin ningún fondo, pero muy delgada y es de tierra. En el ínterin que se calienta el comal, coge la india de aquella masa del maíz lo que conoce ser bastante para hacer una tortilla, y con las dos manos una con otra, la forman en un instante, muy redonda y muy delgada, y la tienden en el comal a que se cueza. Mientras se cuece aquella por un lado, va formando otra tortilla la india hasta dar fin con su masa, o tener las suficientes; y en cualquier parte, aunque sea en el campo, se planta el horno en un instante. Ya tenemos hecha la comida y nos falta el haberla de comer. En otro metate más pequeño suelen moler el chile (que son pimientos tostados) con un poquito de agua, que lo ponen en un plato o escudilla y se sientan a comer, pero la india algo detrás de su marido para servirle la comida, que la tiene toda junto a sí. Lo primero que le pone al indio son las tortillas muy envueltas en un trapo, aunque estén en chiquihuite, porque [p. 493] mantengan el calor, y con grande pausa el indio va mojando sus tortillas en el chile y se las mama. A la mitad de la comida, echa la india el atole en una jícara, que es como media calabaza, y a sorbos se lo zampa el indio, rematando esta comida con un gran jarro de agua, si no es que sea día de fiesta, que en lugar de agua sea pulque, lo que no se consiente cuando trabajan en el campo, ni en ninguna otra ocupación.
17Desde que nacen los indios, salen con la inclinación al hurto; pero ladrones rateros, que con poco se contentan, y por un peso darán la muerte a cualquiera como lo cojan durmiendo o descuidado, por lo pusilánimes que son. Pero Dios nos libre que llegue el indio a encarnizarse, que es peor que los caimanes, y entonces primero mata que roba, y siempre ha de ser [en] cuadrilla.
18Por julio del año de 19, se arrojaron una tropa, entre indios y mulatos, a la hacienda de don Antonio Lezamis, cuando se sentaban a cenar amo y mayordomo, y desde la puerta de la sala con un trabuco dieron la muerte al mayordomo, pasando luego sobre el amo, y a puñaladas con malacate (que es un huso de hierro con que hilan) se lo dejaron por muerto, y por fin vino a morir de las heridas. Conociose el que fueran indios en la forma de las muertes, siendo todas las heridas con malacate. Y después de muerto el ma- [p. 494] yordomo, le amarraron pies y manos por detrás; y no robaron si no es alguna ropa y algunas alhajas, que importaría todo ochenta pesos, dejando en el escritorio como cien pesos que había en reales. También se conoció en el disparar del trabuco, pues se les reventó en las manos, señal evidente que no lo supieron cargar, y así la justicia no prendieron sino a indios.
19En otra ocasión, se me arrojaron ladrones a la hacienda, haciendo un agujero en la pared de adobes que daba en un almahazen [sic], y estaba lleno de cosas buenas y ruines. Entraron dentro sin ser sentidos, y pudiendo cargar con cosas de valor, no se llevaron más que diez u once frezadas viejas, y la lana de unos colchones que deshicieron, por donde se coligió ser indios los ladrones. En los principios del año de 20, hallamos una mañana un indio muerto en el potrero de la hacienda, y habiendo venido su mujer a verlo, dijo a la justicia que no había llevado de casa a Mexico para comprar que comer más que un peso solo, si bien le dejaron en pelota. Hiciéronse varias pesquisas, y solo se supo que la tarde antecedente venía de Mexico el ya difunto con otros cuatro o cinco indios en camino de Mixcoaq.
20En otra ocasión, conocimos el mayordomo y yo que nos hurtaban trigo del granero, y no podía ser si no es por una ventana muy alta que salía a la campaña. [p. 495] Dispusimos los dos el dormir en el granero hasta ver si se hacía presa en los ladrones del trigo, y cogiendo un cántaro le hicimos un agujero en el suelo para que la vela encendida tuviese respiradero. Metiose la vela en el cántaro, cuya luz daba entre cuartón y cuartón porque no la viese nadie, y alrededor de la boca cubierto todo de trigo. Nosotros con algunas armas, sin que faltase la cuarta, aguantamos cuatro noches, y en la quinta, algo después de la media, sentimos ruido en la pared (y nosotros muy queditos sin movernos) hasta que entraron dos por la ventana, y a toda prisa comenzaron a echar el trigo en los costales, cuando repentinamente, quitando el cántaro, quedó el granero todo claro y los ladrones descubiertos. Allí llevaron los dos azotes hasta que nosotros nos cansamos, y bajándolos a la troj, durmieron encerrados y calientes, pasando luego por de fuera a quitar el subidero, que eran dos latas añadidas, que solo los indios pudieran subir por ellas. Luego que fue de día la mañana siguiente, les dejamos ir libres y sin costas a sus casas, pero fueron cortaditas las guedejas, que es lo que más ellos sienten, y se tienen por infames. Más quisiera un indio mexicano que le dieran doscientos azotes por las calles, que no que le cortaran las guedejas. Y así estos se estuvieron metiditos en sus ranchos hasta que les volvieron a crecer, y eran gañanes de la hacienda, aunque vivían en el pueblo, que sabían [p. 496] muy bien las entradas y salidas de la casa. Cuando trabajan donde hay grano, como en la era, o en granero, no se les permite entrar con los tecacles en los pies, porque aunque no sean más que doce granos los han de hurtar sin remedio; y esta es una de las causas para que continuamente estén los hombres de razón29 sobre ellos en cualquier cosa que les manden. Porque ni la reja, ni la azada, ni ninguno de los instrumentos está libre de sus manos, obligándonos en tiempo de la cosecha a repartirles las hoces por la mañana, llamándolos por la lista, y con la misma se recogen por la noche, cuando se les raya el día. Entregábaseles los años pasados lías o lazos para recoger la gavilla, y no había noche ninguna que no faltaran veinte y treinta, porque se les entregaban a los capitanes de las cuadrillas, y estos las repartían a los indios y con todo esto las lías o lazos se perdían. Por donde me vi obligado a entregar una cada mañana a capitanes, y todos con la condición de haberlas de entregar al tiempo de la raya, pena de perder el medio real que se les da cada noche; y de esta suerte vine a conseguir el que no hurtasen ninguna, que ellos llaman pepenar30. Otra de las causas porque siempre ha de estar un hombre de razón sobre ellos es lo flojos que son en sumo grado, y si no es a cuartazos no trabajan. Sucede muy de ordinario enviar uno, dos o cuatro indios a una faena de poca monta, y aunque sea uno solo ha de ir quien le haga hacer la faena, porque si no, no la harán. Tengo por experiencia el enviar a faenas cortas de pocos indios un indio [p. 497] capitán por sobrestante, quien por dos o tres veces les manda mejor que un español, pero en pasando de aquí, tan flojo es el que los manda como los que le han de obedecer.
21Es mucho de advertir que no se verá indio ninguno que trabaje en las haciendas que no le deba al dueño muchos pesos, que le han de prestar adelantados31. Y el dueño de hacienda que no anticipe el dinero no conseguirá indio ninguno para la labor. Y con todo esto, es necesario encerrarlos como carneros32 todas las noches, especialmente en el tiempo de las cosechas de trigo y del maíz, porque no hacen escrúpulo ninguno en huirse con el dinero que reciben adelantado, y en habiéndoselo bebido, van a pedir prestado a otra hacienda, mudándose los nombres con grande facilidad. La mayor parte de las indias no saben fijamente cómo se llaman sus maridos, particularmente [los] apellidos33, porque aun en su mismo pueblo se les mudan cada día, y es muy raro el que se llame fuera con el mismo nombre y apellido del que tienen en el padrón de la iglesia, como lo he visto muchas veces, yendo en demanda de alguno.
22Todavía idolatran como en los tiempos de su gentilidad en varias partes, y aun dentro de la misma corte, según me han informado personas que lo sabían; pero en las vecindades de tres y cuatro leguas no me lo han informado, porque yo lo he visto. Estando un día en el monte de Quaximalpa viendo trabajar los indios en la conducción de cierta agua [p. 498] para la hacienda de mi administración, se dejó venir repentinamente una tempestad horrible de truenos, relámpagos y granizo, que no sabíamos qué hacernos para no mojarnos.
23Díjome luego el indio capitán que allí cerca había una cueva donde nos podíamos guarecer, y marchando todos (que eran más de treinta), para todos hubo cabimiento y para mi caballo también. Diéronle ganas al sobrestante de entrar por la cueva adentro, y a pocos pasos se encontró con una caterva de idolillos, que llamándome al instante entré yo también a verlos, como asimismo los indios trabajadores, que sin duda no eran sabedores de lo que encerraba en sí la cueva, porque no me habrían dicho me fuese a refugiar en ella. Todavía estaban luces encendidas, señal evidente de no haber mucho tiempo que había estado gente allí. Había infinitos figurillos de barro, puestos por su orden, y todos animalillos: bueyes, caballos, perros, gallos, culebras y otras sabandijas, sin que faltasen algunos Santiaguitos, san Gorges y san Martines, no por los santos, sí por los caballos34. Había varias cazolejas en que habían hecho sus perfumes y sahumerios. Había tamales y tortillas que ya se comían las hormigas, y había un gran montón de cabitos de velas de sebo, de las que allí habían ardido, los que recogieron los indios para alumbrarse de noche. Luego improvisa[da]mente cogí un garrote, y en un instante hice que aquella grande máquina de raros avechuchos fuesen despojos de mi furia, haciéndoles menudas piezas y arrojándoles la barranca abajo, ayudándome los indios, viendo que yo lo ejecutaba con tanta aceleración.
24[p. 499] Otro día, en el cerro de Yztapalapam, me encontré con otros idolillos, aunque pocos. Habíanme dicho cómo en dicho cerro había un ojo de agua llamado Anamacoya, y que podía verlo para conducirlo a la hacienda, supuesto andábamos sedientos. Un día entre otros, di tareas a mis zanjeros, y montando en el caballo, tomé la marcha para el cerro, en cuya falda encontré algunos indios e indias que me pareció pepenaban leña; pregúnteles por el ojo de agua, y ninguno me dio razón hasta que, caminando el cerro arriba, según las señas que llevaba, vine a dar con Anamacoya. Apeeme del caballo, y amarrándolo de un maguey, me senté a contemplar la poca agua que salía de una roca, sin advertir en lo que estaba sentado. A poco rato vi por entre los pies un estupendo hormiguero que me hizo saltar de allí, y advirtiendo de dónde salían, era de un grandioso montón de piedras movedizas y pequeñas, con que los indios compraban el agua de aquella fuente. Bajeme un poco la cabeza por registrar bien de dónde venían las hormigas, y vide algunas figuras que estaban como en [una] ermita hecha de las mismas piedras. Fui quitando las de encima poco a poco, y hallé hecha una casita muy compuesta, en que estaban dos toritos, un gallo y una gallina de tierra blanca35, pero pintados de los colores colorado y negro. Tenían estos avechuchos, para no morirse de hambre, muy puestecita la mesa con sus tortillas y dos tamales todavía fresquecitos, por donde malicié que los indios que encontré en la falda lo habían puesto y se lo comían las hormigas. [p. 500] Cogí los diablillos y con grande prisa los metí en los cojinillos, montando a caballo, por ver si volvía a encontrar con la canalla de los indios, que les tenía lindas ganas de zurrarles la badana con la cuarta. Pero, no dando con ninguno, me fui a San Nicolas con los diablos de Yzpalapam, contándole al padre Borja dónde y cómo los hallé. Estaba con el padre un religioso agustino, cura del pueblo de Culhuacan36, en la falda del mismo cerro, pero en la banda opuesta arrimado a la laguna, quien dijo cómo la noche antecedente, muy a deshora, le había llamado de prisa para confesar a un indio que, al parecer de los otros, se moría. Llevose consigo los santos sacramentos de viático y extremaunción, y confesando al indio, no pudo recibir el viático por los grandes vómitos que tenía, y así dispuso administrarle la extremaunción al momento. Vio que el indio tenía fuerzas y quiso ungirle los lomos, pero no hubo remedio de que ninguno de los otros indios le quisiese descubrir la espalda, que tenía cubierta con la tilma. Enfadose el padre cura y con sus manos echó la tilma hacía abajo, y vio que en las espaldas de aquel indio estaba pintado un disforme culebrón. Quedose como turbado, suspendido el ungir más, y mandó al fiscal no dejase salir a nadie hasta hacer la averiguación del autor de la pintura. Supose luego allí que aquella misma mañana, había reñi- [p. 501] do el paciente con otro indio de Tlaguaq37 que estaba en opinión de grandísimo hechicero y que discurrían que aquel indio lo habría hecho. Dejolos el padre cura; y luego que fue de día hizo un despacho al pueblo de Tlaguaq (antiguamente Quitlahuaca) para que el cura de allí lo averiguase, cuya resulta no había vuelto por haber sucedido el mismo día, y yo no me acordé de preguntar después el paradero. He observado muchas veces en los indios cuando van por los caminos y encuentran alguna fuente o arroyo en que haya de beber, antes de llegar al agua como cien pasos, se paran un ratito, luego a la mitad otro tanto, y si hay piedras en el paraje, llevan una y la tiran en las cercanías de la fuente o el arroyo, lo que he tenido por grandísima superstición, y luego beben.
25Todas sus fiestas se reducen a la embriaguez, y si no hay pulque, no hay fiesta. Pero en las grandes, como la del Corpus y la que anualmente hacen en sus pueblos, son muy ordinarias las danzas y han de ser estas al modo antiguo, siendo las más comunes la que llaman de Montezuma y la de los Santiaguitos. Esta última han prohibido algunos curas de las cercanías de Mexico, porque conocieron que idolatraban en el caballito del que hacía el Santiaguito en la danza. Sucedió que en el pueblo de Mixcoaq hacían la fiesta anual, en la que hicieron los indios la danza de los Santiaguitos. Concluyose la misa y el sermón muy cerca de las doce, y mientras se disponían para la procesión, se fue [p. 502] el padre cura a tomar un desayuno con los demás religiosos que le habían asistido. Dieron aviso de que ya estaba todo a punto, y bajándose a la iglesia, vio casualmente que había luces debajo del mismo altar mayor. Reconociolo al instante, y halló dos velas encendidas delante del caballito del Santiago, que lo habían metido los danzantes debajo del mismo altar. Hizo acudir a su presencia a todos los magnates, de gobernador, fiscal, alcaldes y topiles, como también a los danzantes, a quienes hizo cargo de las velas encendidas, y unánimes y conformes, respondieron que al caballito se las habían encendido porque en la procesión no les tirara de coces. ¡Puede ser mayor ignorancia en las cosas de nuestra santa fe! Pero todo es falta de doctrina; bastantemente me explico si me quieren entender. No consintió el padre cura fuera la danza en la procesión, prohibiéndola para los años siguientes, y luego dio aviso a los curas circunvecinos para que en sus pueblos se prohibiese. Y yo no la consentí en la hacienda, en la fiesta anual que se hace a san Isidro, solo sí la de Montezuma, que aunque es muy honorífica, parece que no tiene cosa de superstición, y es la más ordinaria que se usa aun dentro de la ciudad en las fiestas más celebradas38. De supersticiones y hechicerías es muchísimo lo que hay, de que he visto lo bastante, y no quiero moler con ellas a ninguno, pues basta el decir que es el principal motivo porque no reconoce de ellos el Santo Tribunal de la Fe, dejando estas causas a la justicia ordinaria que se entienda con los indios.
26Generalmente huyen los indios del trato de los españoles, [p. 503] sin que hasta ahora haya podido averiguar yo la causa de la extrañeza39. Muchas veces me ha sucedido pasar por los caminos donde viven indios de vuelta encontrada, y como tengan en qué esconderse, no se ponían ninguno en mi presencia hasta que yo les sacaba del escondrijo, sin saberme dar razón porque lo hacían. Y si eran indios con quienes yo había comunicado o tenido dependencia, lo hacían mucho peor, atribuyéndolo a su gran pusilanimidad o mucho respeto. Aunque me inclino más a su soberbia, con ser tan inútiles y apocados, pues en echando un voto el español, no saben dónde meterse de puro miedo como le eche con razón. Ellos con ellos, son vengativos y soberbios en sumo grado, y hasta vengarse de su contrario no se sosiegan un punto, de que han sido muchísimos los que yo he compuesto en sus enemistades, pues luego acudían con sus malformados escritos de varias partes a mi tribunal40, dando querella contra sus enemigos para que yo hiciese la justicia, la que se componía siempre con azotes, sin que llegase a las bolsas. Solo un cuento de venganza fue el que más tiempo me costó el haberlo de componer, porque había mucho que vencer. Vinieron a la hacienda todos los indios que componían la justicia del pueblo de San Matheo Atengo: gobernador, fiscal, cuatro alcaldes, el escribano y los mandones, a que les prestase cincuenta pesos para acabar de pagar un tercio de sus tributos. Prestéselos con la condición de que al tiempo de la cosecha me los habían de pagar, dándome gente que los desquitase en el trabajo de la siega. Fuéronse con el dinero, y antes de llegar a su pueblo se [p. 504] entraron en una pulquería de la gran ciudad de Lerma41, donde se gastaron la mayor parte del dinero en dos días de detención. Partieron de allí hechos unas miserias de ebrios, y luego que atravesaron la puente, hízoles cargo el escribano a los demás [de] lo mal que habían empleado aquel dinero (y a lo que pareció, no estaba este tan ebrio como los otros), sobre lo cual se pusieron de vuelta y media así de palabras como de obras, cargando todos sobre el escribano, porque les había reprendido, a quien dieron muy valientes mojicones. Viéndose tan maltratado de los otros el dicho escribano, pegó con todos ellos, y en breve tiempo dejó tendidos en el suelo a toda la canalla, hartándoles de coces y puñadas por todo el cuerpo, siendo el más mal librado el señor gobernador, que se cayó en una zanja, de cuyo porrazo se lastimó las costillas. Ejecutado esto, el escribano marchó a su pueblo, que estaba cerca, y dando aviso al padre cura de todo lo sucedido, enviaron gente por los tendidos y aporreados. Pero el escribano se armó en el convento, conociendo lo que había ejecutado, hasta ver en qué paraban los cuentos de la señora justicia. Al día siguiente, todos acardenalados, pasaron a Metepeque a dar querella contra el escribano, ante el tribunal del alcalde mayor, quien conoció al instante de la suerte que estarían, cuando uno solo había maltratado a ocho. Hizo su cabeza de proceso y luego, pasando a la iglesia de San Matheo, tomó declaración al escribano, quien dijo que con el dinero que el padre Frutos les había prestado para pagar los tributos reales se habían emborrachado en Lerma; pero que él había bebido menos que los otros, supuesto que les había maltratado solo. El indio go- [p. 505] bernador hacía muchas instancias para que prendiesen al escribano cuando salía algunas veces de la iglesia, porque él tenía miedo ejecutarlo siendo indio y conocía ya las fuerzas que tenía. Por muchas diligencias que hicieron el padre cura y el alcalde mayor para que el dicho gobernador desistiera de la querella, pues en su misma declaración se confesaba reo, no hubo remedio de conseguirlo con él, por lo emperrado que estaba. Y así determinaron remitirme al escribano a la hacienda para que, teniéndolo yo, les dejasen de moler allá. Cerca de seis meses anduve en la composición de este cuento, en que tuve bastante que ofrecer a Dios, pues no podía reducir el dicho gobernador. Después de haberle exhortado muchas veces a que perdonase al otro (habiendo ido dos veces a su pueblo), me respondió un día que, aunque Jesucristo se lo pidiera, no lo había de perdonar. Tan presto como oí esta blasfemia, me arrojé del caballo abajo, y agarrándolo de una guedeja, lo hice caer en el suelo de improviso, en presencia de la mayor parte de su pueblo, y luego al punto le hice plantar veinticinco azotes de manos de su fiscal, solo por blasfemo, delante de su cura. Volví a montar en mi caballo, marchando para Toluca, y él hizo lo mismo para acompañarme, arrepentido ya de todo, pues por dos veces se apeó en el camino, hincándose de rodillas, pidiendo le perdonase, que él perdonaba al escribano. Viéndolo ya compungido, y que los azotes habían hecho su efecto, le dije fuese a la hacienda para que allá se abrazasen, lo que [p. 506] ejecutó luego dentro de tres días, en que se hicieron las amistades. Hechas estas, hube de volver con ellos a que el alcalde mayor rompiese lo actuado contra el escribano, lo que se consiguió con una docena de gallinas, porque había andado yo en el cuento; que, si no, a los cincuenta pesos llegara, y aun Dios sabe lo que fuera. ¡Gran medicina para los indios los azotes! Pues todavía no hemos concluido con el cuento, porque falta la paga de los cincuenta prestados. Vino el tiempo de la cosecha, en que el gobernador me había de dar la gente para desquitar el dinero que entre él y los otros se habían bebido. Armáronse los indios y dijeron que, del dinero que yo les adelantaba, pagarían el tributo al rey, pero que de los cincuenta los pagara quien los había recibido. Por lo que hubo de ir a segar el indio gobernador con los demás bebedores, para que en otra ocasión no hiciesen semejante absurdo.
27Es mucho de advertir que todo indio ni reconoce agravio ni agradece beneficio. Y el que los gobernare ha de ser (como he dicho) el pan en una mano y el palo en la otra, y todo con prudencia, porque al indio, si se le hace algún bien, ha de ser solo por Dios, que ellos nunca lo agradecen. Ni el hacerles ningún daño también ha de ser por Dios, pero no se le ha de perdonar el delito, castigándolo con prudencia y modo, de que ellos mucho se alegran cuando se les castiga la culpa que han cometido. Es cosa de risa lo que [p. 507] voy a referir, porque cada vez que lo observaba me causaba novedad. Sucede entre los indios lo mismo que en nuestra España de casamientos desiguales, ya por parte de la india, y ya por parte del indio, que uno sea de menor esfera que el otro. Suelen tener mula o caballo (que les hacen tomar por fuerza42) y cuando van de camino, montan los dos en la bestia, y si la india es de menor esfera que el indio, ha de ir ella en las ancas, pero si es al contrario, ha de ir la mujer delante y el indio detrás.
28Mantiénense todavía (como en el tiempo de su gentilismo) con los baños que ellos llaman temascales, en que se bañan ellos y ellas, indefectiblemente, una vez a la semana, siendo lo más ordinario los sábados y domingos. Y este contagio de los temascales se ha pegado en sumo grado en la gente de razón, especialmente en los mestizos, criollos y aun gachupines, con grandísima insolencia43. En la corte de Mexico hay temascales comunes para cualquiera persona blanca que se quisiera bañar, que en pagando lo consigue, y han impuesto penas graves para que estén divididos los hombres de las mujeres, lo que no se puede ejecutar en los pueblos con los indios, en que se mezclan como carneros y ovejas, todos en pelota como su madre los parió. Dicen que son saludables estos baños, y yo no pongo duda en ello. ¡Pero aquello de entrar indios e indias en cuerosǃ, de ninguna suerte puede seguirse salud buena para el alma. Y a mí me causaba44 horror cada vez que en los pueblos les encontraba en las puertas de los temascales, porque [p. 508] suelen acudir muchos y muchas a uno, y mientras unos están dentro, los demás esperan a la puerta en cueros a que les toque su vez45. Son los temascales de la hechura de un horno pequeño, fundado sobre la faz de la tierra, y ordinariamente fuera de sus casillas o tugurios, y en uno de los costados le hacen un nicho con su boca estrecha, que sirve esta para que tenga respiradero el dicho nicho, en que calientan el agua con el gran fuego que hacen dentro del mismo temascale. Después de bien caliente, apartan el fuego a un lado y se meten ellos y ellas por la boca, que está a raíz del suelo, y es de la misma suerte que la de un horno. En los costados del temascale, por la banda de adentro, suelen hacer sus asientos para descansar, cuando se hallan fatigados del gran calor, y del nicho donde se calienta el agua hacen que tenga comunicación al temascale, para que entre el agua dentro, con la que se lavan desde los pies a la cabeza, y sudan valientemente hasta que están satisfechos. Es indefectible que, antes de ocho días de parida una mujer, la han de llevar al temascale a refrescar con aquel fuego infernal, y lo mismo sucede para convalecer de cualquiera enfermedad. Pero también he visto que se han quedado en el tiro dentro del mismo temascale.
29Es muy ordinario en los indios, cuando cometen algún delito de los suyos, que son generalmente amancebamiento o algún pleito unos con otros, el acudir luego con el regalito al que quieren que les ampare, como me ha sucedido a mí con infinitos, conociendo que los había de defender y amparar. Entraba el indio (y siempre con padrino) con el pollito, la [p. 509] polla o con una jícara de frutas, según la posibilidad, y poniéndolo en la mesa decía que recibiese la cortedad sin explicarse a qué fin. Mandaba recoger el quita pecado, y le decía que cuál era su pecado, porque, sin más ni más, no me había de regalar, siendo un pobre desdichado. Comenzaba su arenga de palabra, y lo mismo traía por escrito, siendo lo más ordinario sus lascivos pensamientos puestos ya en ejecución. Si yo conocía por el interrogatorio que se podía componer, casando a los delincuentes, aunque me costase el dinero, llamaba luego al fiscal y le hacía plantar una docena a buena cuenta, que él mucho agradecía, conociendo por la felpa que tendría buen despacho. Pero en algunos, que no hubo azotes, salían muy desconsolados, sin esperanza de remedio, conociendo que yo no lo podía componer. Y al que se podía, lo mandaba al instante que trabajase en la hacienda hasta componer su cuento, pero el quita pecado siempre se quedaba de unos y otros. Pasaron de ciento y cincuenta los casamientos que compuse de esta forma, aunque les recibía el quita pecado; porque no recibirlo, les parecía que su pleito no tenía composición, y se huían a otra parte donde andaban como de antes, enseñándome la misma experiencia a recibirlo, por sacarles del mal estado.
30Tienen los indios todos, separado de su tugurio, un oratorio, llamado comúnmente santocale46, en que tiene variedad de santos, sin que falte en ninguno su Santiago, o bien de bulto o bien pintado. En este santocale, tienen [p. 510] formando su altar, y en algunas partes muy decente. Y en ninguno han de dormir los indios, pero si casualmente llega un español a su casa, lo aposentan en el santocale para que esté con alguna decencia, y a mí siempre me le han dado cuando he pasado por los pueblos. Todas las mañanas, al mediodía y a la noche, cuando tocan las oraciones, tienen gran cuidado de llevar lumbre en sus cazolejas, y echar en ellas el sahumerio, que es ordinariamente el copal, casi como incienso, y con la cazoleja en la mano perfuman todo el altar. Y solo por la noche he visto encender las luces, que tienen ardiendo solo el tiempo que tardan en rezar las oraciones, y luego las vuelven a apagar.
31Los misterios de la Pasión de Nuestro Señor Jesu Christo parece que todavía no los han llegado a comprender. Pues todos los años y en todos los pueblos hacen el nisquitili, que ellos llaman, desde que entra la Cuaresma, que es hacer todos los pasos de la Pasión al natural, en que se nombran de antemano los que han de hacer los personajes, y los domingos de Cuaresma por las tardes recitan en su lengua lo que han oído predicar, ejecutando lo mismo que en la realidad pasó la noche de la Pasión. Pobre del indio que hace el paso de Nuestro Señor Jesu Christo, porque lo ponen con los golpes, puñadas y azotes que no queda para hombre; y el que mejor sale de las manos de los que hacen los sayones, son por lo menos seis meses de enfermedad, si no les cuesta la vida, porque yo sé de los indios en diferentes años que murieron de los golpes, uno en Cuioacan y el otro en Tescuco. [p. 511] También han procurado evitar estos nisquitiles los padres curas de los pueblos, y no lo han podido conseguir ni menos lo conseguirán, pues he visto que los hacen algunos frailes indiscretos. El Jueves Santo por la noche del año de 720 nos convidaron ciertos religiosos a otros dos jesuitas y a mí para ir a su convento a oír el sermón de Pasión. Fuimos allá los tres, y más valiera no haber ido, porque en lugar de compungirnos, no hicimos más que reír en el sermón, con los grandes disparates que hizo y dijo el buen fraile. Todos los pasos los hicieron los indios al vivo, cuando el predicador los llamaba, reservando para sí el principal papel, que al llegar a los azotes, se los hizo dar por dos sayones en el mismo púlpito, pero sobre una zalea, según el ruido que metieron. Pues si los religiosos hacen esto, no es mucho lo hagan los indios.
32Vamos a otra cosa, y daré fin con los indios, porque tenía tanto que decir de tan vil canalla que era necesario un tomo grande de folio, y no lo diría todo47.
33No han faltado algunos celosos de la gloria de Dios que intentaron el que los indios se ordenasen de sacerdotes. Bien se conoce que no tenían la experiencia de ellos como yo la he tenido en catorce años, y respondiendo sobre el asunto (aunque breve), digo que yo no he conocido hasta ahora ningún indio a quien le hayan fiado una vara de justicia con independencia de otro alguno. ¿Pues si no es bueno para esto, cómo lo ha de ser para sacerdote? [p. 512] Pónganme primero al indio con una vara de alguacil mayor o de teniente de alguna jurisdicción, y si en estos empleos se portare como debe, háganle alcalde mayor, y después juez de una audiencia, y en obrando con justicia y con prudencia en los empleos referidos, entonces lo pueden ordenar. Y aun con todo eso, no sé lo que sucediera: porque quitarle al indio los resabios de su natural, me parece como imposible. Pues ¿cómo había de dejar el indio sacerdote de embriagarse todos los días? Pues naturalmente había de tener con qué. ¿Y cómo había de dejar de revelar la confesión a sus mismos naturales, cuando estando en sus juntas todo lo que saben sale a plaza? Yo, por los menos, no me confesara con él. Pues si no son buenos los indios para los ministerios seculares, ¿cómo lo han de ser para un ministerio tan alto y tan sublime como lo es el sacerdocio, que no tiene comparación?
34Esta corta relación la he hecho porque me la pidieron algunas personas que deseaban en España saber el modo del vivir de los indios de Nueva España. Si ella no estuviera a gusto, no leerla, que no aprendí a hacer historias elegantes. Y solo digo que no he dicho el diezmo de lo que he visto.
Notes de bas de page
1 Si como Frutos indica más adelante, su llegada a la hacienda fue en 1707, escribiría esta relación hacia 1721-1722, o más tarde. Aunque en el texto de la autobiografía escribe generalmente «indios», en esta relación —salvo en el título— aparece «hindios», grafía que hemos corregido.
2 Recién llegado, por lo tanto.
3 «La letra con sangre entra»…
4 Camino.
5 Aquí se concluye su aprendizaje de «colonialista». Según se deduce de lo que declara arriba, esto le llevó un año. La toma en mano de su cuarta es todo un símbolo, aún más tratándose de un instrumento usado, habitualmente, para el caballo.
6 San Mateo Atenco está a unos 40 km de la hacienda de San Borja. El reclutamiento de trabajadores es en un radio amplio.
7 Forma de resistencia de los dominados.
8 Es como un mestizaje lingüístico: cempoalli es «veinte» en náhuatl, y zote procede del español «azote».
9 Más adelante el mismo Frutos dirá «que es el mismo que galeras».
10 Frutos no tiene ninguna jurisdicción sobre dicho indio, ni eclesiástica ni civil, de no ser el poder que le da su posición y las circunstancias en las cuales se desenvuelve esa sociedad, procedente de una conquista todavía presente en los espíritus y los hechos.
11 Mexicanismo: «pagar» en castellano.
12 Esa «composición» entre eclesiásticos es negocio redondo para la hacienda, el cura y el español en cuya casa se deposita la india.
13 Es de recalcar que muchas veces Frutos omite el término, como veremos más adelante: ¿autocensura inconsciente o, al contrario, palabra y realidad que se imponen de por sí?
14 Vemos con claridad la derivación colonialista del «gachupín» —el peninsular en lenguaje criollo— en relación con todos «los de la tierra», por medio del determinismo geográfico.
15 Es exactamente el título de una obra teatral de Pedro Calderón de la Barca: Comedia famosa. Fuego de Dios en el querer bien.
16 Los azotes…
17 Por supuesto, de «bruto», irracional.
18 ¿Es verdad o se está vanagloriando el cura…? Lo cierto es que este tipo de afirmaciones y «anécdotas» corre entre los dominantes, contribuye a autolegitimarse frente a otros.
19 Otro mexicanismo bajo la pluma de Frutos, equivalente a «inmediatamente» en castellano.
20 «Pan o palo», este lema porfirista tiene hondas raíces; véase Rodríguez Sánchez, 2015.
21 Como ya se ha indicado, esa insistencia en sacar a la luz ciertas anécdotas es el reflejo de la necesidad de autolegitimarse, pero también es reveladora de un malestar profundo entre los poseedores de la autoridad, cuarta en mano, en ese universo tan brutal y asimétrico.
22 Una hacienda jesuita es una verdadera empresa. Notemos que en esta de San Borja no hay casi referencia a esclavos.
23 A 140 km de México, al este de Puebla.
24 Bebida fermentada a base de frutas.
25 Esto se escribió fuera de Nueva España.
26 ¿Hay confusión de Frutos? El binguí es una bebida que procede del tronco del maguey, después de asado.
27 Platillo con varias especies de chiles, masa de maíz y elotes.
28 España.
29 Los racionales son los no indígenas.
30 Procede del náhuatl; significa «recoger cosas en el suelo».
31 Se refiere al peonaje por deudas, visto desde la posición del hacendado.
32 Siempre la obsesión de rebajarlos, así como a los afromexicanos, al nivel animal.
33 Los indios del común, los maceguales, no tienen, en general, apellidos, únicamente dos nombres.
34 La veneración por los caballos de algunos santos (Santiago) es recalcada unas páginas adelante.
35 Es notable que son animales procedentes de Europa (probablemente no son «gallinas de la tierra» o guajolotes): es un proceso de aculturación complejo.
36 Entre Coyoacán e Iztapalapa.
37 Tláhuac, al extremo sur de la ciudad de México, entre Tlalpan y Chalco.
38 Esta danza de Moctezuma es (aparentemente) tan inocua —recordatorio de la conquista y valentía hispana— que se introdujo temprano en España, singularmente en Sevilla, y siguió formando parte de sus fastos al menos durante los siglos xvii y xviii (Zugasti Zugasti, 2005, pp. 58-59).
39 Quien no puede sentir extrañeza es el lector, después de todo lo leído.
40 No cabe duda de que Frutos se considera juez.
41 Cercana a Toluca; eso de «gran ciudad» debe de ser algo irónico.
42 Discreta alusión al repartimiento de mercancías por parte del alcalde mayor.
43 Otra forma de aculturación, en un mundo donde, desde la conquista, todo está al revés.
44 Este pretérito imperfecto indica, otra vez, que escribe fuera de Nueva España.
45 En el manuscrito, con una tinta diferente, aparece una señal de inicio de marca sobre las palabras «en que se mezclan», y otra señal de cierre de marca en «toque su vez». No conocemos el origen y el significado de dichos símbolos: ¿algún tipo de censura, precensura, o autocensura, quizás?
46 «El Indio Ysayoque, que se dice hizo pintar la Imagen en su santocale, no tuvo otro fin que tener el consuelo de venerar en ella a la Virgen María» (Patiño, Disertacion critico-theo-filosofica, p. 79).
47 Del mismo parecer es Gaspar de San Agustín, en cuanto a los filipinos: «reducir a epílogo sus naturales propiedades, genio e inclinaciones, fuera pretender encerrar el mar en una concha pequeña. Baste solo el decir que son de genio y natural tan opuesto al de los Europeos, que todo lo hacen al revés […]: Es gente que hasta ahora no la han podido definir, ni la experiencia, ni la aplicación de muchos sujetos» (San Agustín, Conquistas de las Islas Filipinas. Parte segunda, p. 58).
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