Capítulo primero
Entre diario y vida
p. 29-44
Texte intégral
Por lo que toca al estilo, gasto en este libro el que gasto siempre; esto es, el mismo que observo cuando converso, cuando escribo, cuando predico […]
Carlos de Sigüenza y Góngora, Paraíso Occidental [1684], México, Conaculta, 1995, p. 45.
Me pareció escribir este tratado en forma de conversación (por no ser de mi oficio, el de histórico).
Felipe Frutos, Peregrinaciones, p. [a].
¿Vida o diario?
1El propio Frutos cuenta, en su introducción, que redactó su mamotreto en Madrid, de regreso de Roma, en unos pocos meses entre 1711 y 1712, a punto de irse «a mamar atole, tamales y chilaquiles1» a México, como buen jesuita. Así procedieron algunos soldados de principios del siglo xvii, cuando decidieron escribir su vida, su autobiografía. El más conocido de ellos, el capitán Alonso de Contreras, dejó correr su pluma en Roma unas dos semanas, en 1630, consultando apenas de vez en cuando sus «papelitos». Como sus congéneres militares escritores, y entre ellos el soldado-jesuita Felipe Frutos, Contreras empezó por su «nacimiento, crianza y padres», su juventud turbulenta, su alistamiento temprano en las armas, después de muchas fechorías —entre otras, la muerte de otro niño—, y siguió hasta donde le alcanzó el tiempo y la necesidad propia de escribir2.
2Lo mismo hizo nuestro autor, que ya en el largo título de su obra distribuye su vida en tres momentos: desde su nacimiento hasta 1691, cuando tiene 17 años, con una infancia campesina en Castilla la Vieja, algo pícara pero con un barniz de educación, habiendo medio ahorcado a otro infante; desde 1691 hasta 1701, con diez años de soldado en Cataluña, durante los cuales conoció todos los desastres de la guerra de la Liga de Augsburgo (1689-1697), participando en una de sus batallas más sonadas, la del río Ter; por fin, otro Saulo, encontró su camino de salvación entrando en 1701 en la Compañía de Jesús, en Cataluña, y es como hermano coadjutor que escribe en 1711, tras haber pasado por Nueva España y la Roma austracista. Si queremos ir más lejos, hay que subrayar que el texto intenta un verdadero esfuerzo de escritura3, piensa en el lector, alejándose de la forma del diario, como él mismo escribe: «y muchas cosas he dejado de poner (que aunque pertenecientes al diario) por no incurrir en la falta de murmurar demasiado4».
3Pero Peregrinaciones dista mucho de ser un producto biográfico químicamente puro; la estructura del diario se ha interpuesto hasta tal punto que repetidas veces Frutos define su obra como tal. Habiéndose «propasado de mi diario» con el relato de un asunto, pide disculpas, «y así vuelvo al mismo día». Y además se justifica explicando que quiere dejar memoria de los hechos para evitar «semejante ultraje a la hacienda» que administra en Nueva España5: ¿hacer memoria no es la principal razón de todo diario? Y cuando, por alguna razón, escribe los sucesos «según vienen a la memoria», alejándose de las efemérides, estos «van algo trabucados»6.
4Esa propensión a seguir, aunque parcialmente, la forma de un diario tiene varias explicaciones. Frutos estuvo en un momento esencial de su vida, entre 1691 y 1705, en Cataluña, tierra de diaristas, urbana y dinámica7. Es en Barcelona, según cuenta, donde descubrió su modelo, jesuita y catalán; haciendo trabajos de prevención y salvaguardia de la documentación en el archivo del colegio jesuita en 1704, se topó con el diario de quien había sido su rector en 1606: «encontré con varias curiosidades sucedidas en aquellos tiempos, notadas por el dicho padre rector […] hice al punto un cuadernillo semejante8». Por lo tanto, debería haber un antes y un después de 17049. Hasta entonces se guio por su memoria, parece, y después siguiendo un guion que le proporcionaron sus diarios —que intituló «Libro de los embustes»—, con más o menos disciplina10. Ese guion condujo la estructura de su obra cuando se sentó a finales de 1711 para su redacción final, o por lo menos así lo piensa: «no he querido ponerlo por capítulos, porque no dicen con diario (que es lo que he escrito), y así he ido siguiendo los años desde su principio hasta el fin de cada uno, en la forma que he dicho de conversación11», lo que no cumple cuando se trata de eventos fuera de la norma, como las circunstancias de su conversión, su regreso de Nueva España en 1709-1710, o su viaje y estancia en Italia en 1710-1711. Por otro lado, es posible que, desde por lo menos el invierno de 1693-1694, tenga un semblante de diario, dado que ya hacía sus anotaciones12. Esto puede explicar la gran precisión en el recuento de sus desplazamientos por los Pirineos catalanes cuando era soldado, a más de diez años de distancia del momento en el que empieza a escribir su obra.
5Cuando acaba de relatar una experiencia decisiva, el rigor del diario se templa, saca conclusiones que van más allá de frías notaciones. Es el caso cuando se termina el sitio de Barcelona, en 1697: «¡Este fue un sitio, el más horroroso y más galán que se leerán de otros sitios13!», aclarando después el oxímoron. La estancia en Roma, con todo y sus bretes, fue esencial para la apertura intelectual de Frutos, probablemente un estímulo para atreverse a este esfuerzo final de escritura. Es el motivo de que, al concluir el relato de esa experiencia, tenga la necesidad de abandonar un tiempo el corsé del diario: «Razón será, antes de salir de Roma y de que se nos vaya la Cuaresma, decir en breves razones algunas cosas que me faltan en el Diario14».
6Ya hemos indicado algunos rasgos que proceden de las vidas from below («desde abajo»): el paso obligado por la infancia, la construcción en espiral alrededor del autor, el carácter parcialmente gratuito del ejercicio que no se destina a la imprenta —punto que comparten con el diario—, entre otros. Se trata de seguir un hilo más o menos coherente de aventuras —recordemos el título de la obra de Frutos—, ejemplar y, sobre todo, original y ameno. A través de una sarta de peripecias se van desvelando capas más profundas del autor, cercando su psicología, su ideología, su cultura. Aquí hay que recordar las principales referencias literarias de nuestro escritor, como son el Don Quijote y su Sancho Panza15, o Fernão Mendes Pinto y «sus fatales navegaciones de la India16». Y es que, pasando por la Mancha, Frutos podía identificarse con el Caballero de la Triste Figura —el calificativo le gusta17—; en cuanto a sus andanzas por las Indias —es cierto, Occidentales, no Orientales—, y en los galeones, era como estar a la par con el héroe luso. En los refectorios de los colegios jesuitas le leyeron obras edificantes, como la vida y martirio del padre Diego Luis de San Vitores. Más adelante, hacia 1721, hasta puede integrar en su discurso el título de una de las «comedias famosas» de Calderón de la Barca18. Faltaría conocer algo de su cultura histórica, aunque él se considere poco «histórico». Estando en Roma, no ve más allá del incienso, la cera y el decoro pontificio. Contemplar ruinas le causa «grandísima melancolía19». Y si se trata de personajes históricos, por su propia iniciativa no va más allá de Wamba, el rey visigodo, sin que sepamos si lo saca de sus lecturas o de la cultura popular en la cual estuvo inmerso buena parte de su vida, siendo esta referencia un arquetipo de arcaísmo: los «tiempos de Wamba» —hoy se diría «de los moros»— cubren los espacios temporales inmemoriales20.
7Como sus antecesores escritores-soldados, Frutos nunca pensó en verse impreso. ¿Entonces por qué escribió? Como en las demás vidas, para sí mismo en primer lugar, volviendo a disfrutar de sus propias emociones, y para verse, engrandecido, en el espejo: un juego de compensaciones a una infancia difícil, humilde. En ese juego entra también la satisfacción de haber recorrido horizontes, haber vivido experiencias que los demás ignoran, haber medrado. En 1704 empieza a escribir su «Libro de los embustes» (su verdadero diario) porque pretende ir a las misiones de Filipinas. Y si escribe en 1711 sus Peregrinaciones es porque ha estado en presencia del papa, ha visto de cerca a Felipe V, ha sobrevivido a los furores de Neptuno.
8También tomaron la pluma esos autores ocasionales para los pocos que pudieran leerlos, en general la familia, algún protector y, en este caso, los jesuitas, grandes viajeros como Frutos: en 1711-1712 pretende escribir después «otro diario de lo que fuere sucediendo en adelante; porque yo sé que a más de cuatro de los que han de hacer viajes, así por mar como por tierra, les servirá de grande alivio el leer este tratado21». Esto nos da la oportunidad de leer algunas de las páginas de mayor interés histórico de todo el libro: su estancia en Acapulco, proveyendo las necesidades del embarque de 23 jesuitas en el galeón de Manila. En ningún archivo encontraremos algo parecido, de una extremada precisión, con circunstancias muy explicitadas; es verdaderamente un tiempo vivido. Es un modelo, no solo de literatura histórica, sino también de enseñanzas. Sus «Advertencias para Acapulco22» van a lo más concreto, lo más cotidiano, hasta la comida que hay que prever para las gallinas embarcadas. Es una guía preciosa para sus seguidores, una fuente valiosa para el historiador, la ocasión para el jesuita de demostrar su gran capacidad de gestión en un entorno adverso23.
9Si volvemos a nuestro dilema, diario o vida, hay una diferencia esencial: el diario tiene vocación de registrar todo, casi sobre un mismo plano, sin verdadera jerarquía, hasta en los momentos de crisis. Conocemos la anécdota del diario personal de Luis XVI, quien el 14 de julio de 1789 escribió «rien» («nada»), es decir, que no hubo caza, ni participación en alguna actividad oficial por su parte. En cuanto a lo que ocurría en París ese día… La vida pretende, al contrario, ir a salto de mata —así se expresaba el capitán Alonso de Contreras— de anécdota en suceso. Con una dificultad mayor: ¿cómo escoger, en esa progresión, los acontecimientos que merecen salir de la pluma? En esto residen, para el lector, el interés y el arte de la obra. Para el historiador todo es más complejo: el deleite pasa después del relato ordenado, ponderado, secuencial, que se puede integrar en el eslabonamiento que tiende a construir, como camino hacia la explicación de conjunto.
10La obra de Felipe Frutos, por el carácter híbrido de sus circunstancias, con una primera parte sin apoyo de diario, hasta 1704, en principio, y una segunda descansando sobre sus efemérides, asocia los dos procederes. Su infancia, sus primeros años de soldado, son de una tonalidad más libre, hasta más jocosa, un calco de algunas historias de pícaros, sacadas de vidas o de novelas, sean el Lazarillo, el Buscón o Guzmán de Alfarache. Sus diez años de soldado están más sólidamente estructurados, gracias a la disciplina y la rutina militar, con actividad de marzo-abril a octubre-noviembre, y acuartelamiento —o lo que se le asemeja— en invierno. También sirven de puntuación algunos hechos relevantes que son como ribetes temporales: la derrota del río Ter en 1694, el sitio de Barcelona en 1697, sin hablar de las múltiples enfermedades que padece el soldado. Soldado, además, sometido directamente a las intemperies, y esos años son tiempos recios, que dejan huellas en la memoria, pasando de huracán24 —así lo escribe él mismo— a frío insoportable.
11A partir de 1704 dos hechos cambian la realidad: la presencia del diario, ya mencionado, y el carácter más acentuado del giróvago jesuita. Y nada es más propicio a la efeméride que el recorrido espacial, de villa en ciudad, de venta en mesón, de accidente en encuentro o, dicho de otra forma, el itinerario. Tal vez algunos de esos viajes, a través de España, de Francia, de Italia, del Atlántico, de Nueva España, sean algo lentos para el lector, al paso de las mulas, de las calesas o de los barcos, pero son oro molido para el historiador, o para el simple curioso, que quiera conocer cómo se viajaba entonces, cómo se vivía el viaje, a través una amplia geografía25. Y eso contado por un autor pragmático, con tono realista. Un autor que nunca se olvida de ser entretenido; algunas veces lo logra, como cuando nos relata su hazaña, recorriendo a pie, en una noche llena de imprevistos, el trayecto de Tarragona a Barcelona26. La anécdota es corta; la relación, llena de vida; las sugerencias para cualquier lector con algo de imaginación, múltiples.
12Otras veces, el resultado es decepcionante para este. En medio de su viaje en Italia, Frutos siente la necesidad de hacer una pausa, y en Montefiascone (Monte Fiasco para nuestro Felipe) aprovecha para contar la historia, sin mucho sabor, del señor alemán que allí dejó sus huesos después de una borrachera memorable27. El cuento resulta desconectado, en tiempo y tema, con el hilo del relato de Frutos. Pero sabemos que no es un profesional, y lo que le falta de oficio lo compensa con amenidad y cierta lozanía. ¿Podríamos decir con arte? ¿Y como memorialista? Frutos escribe «no ser de mi oficio, el de histórico28», y, sin embargo, instintivamente encuentra el mismo método que Tucídides cuando explica «que cuantas aventuras se hallaren en el dicho libro son verdades, vistas y pasadas por mí, si bien hay algunas cosas que personas fidedignas me las han contado por verídicas, y así las creo, las cuales van ya notadas con el término me lo dijeron, o se dijo29». O bien se anticipó a Jean-Jacques Rousseau y sus Confesiones, pero entonces estamos en la autobiografía, y por lo tanto nuestra pregunta del principio, vida o diario, queda resuelta en favor de la primera. Sin embargo, más allá de la crónica, del diario o de la vida, y sin querer reconocerlo, Frutos también hace historia, «una historia popular», si se quiere, cuando precisamente relata lo «visto»30.
13Tratándose de verdades, el historiador siempre duda; todas tienen un lado subjetivo, y más con alguien que tira la piedra antes de pensar, como Frutos. Pero queda el fondo factual, y aquí pocas veces —hay que reconocerlo—, entre miles de lugares y de personajes, detectamos el error; eso sí, los nombres propios casi siempre son martirizados, y Hernani se convierte en Arnani, en tanto que el príncipe Darmstadt se declina como Armenstad, pero son pecados veniales en esa época. Curiosamente las dos confusiones detectadas más sensibles interesan al que fue nuncio de Clemente XI en España, monseñor Antonio Felice Zondadari, que todavía no era cardenal cuando escribe nuestro autor31.
Las múltiples facetas de un escritor
14La cultura da consistencia a las diversas experiencias que forman la vivencia. Lo que conocemos de Felipe Frutos nos permite definir la suya con cinco calificativos: hispana, popular, abierta, religiosa y jesuítica. Este nativo de Castilla la Vieja sin duda es de estirpe cristiana vieja, aunque no lo escriba. Aquí el apellido Frutos es un sello de garantía: san Frutos es el patrón de la diócesis de Segovia, murió en un santuario del río Duratón, a unos 9 kilómetros de Cantalejo, y nuestro protagonista se cuida de visitarlo en su último viaje a su pueblo natal32. Muchos de sus parientes son eclesiásticos, curas y hasta canónigos de Segovia, otra garantía entonces en España. Hispanos son también muchos de los rasgos de su personalidad, religiosos y otros, así como cierto orgullo nacional, que un cardenal romano tilda con acierto: «Esa es arrogancia española33». Y es a propósito de la lealtad sin defecto a su soberano, aunque este sea de estirpe extranjera34.
15La de Frutos es una cultura hispana popular. Haya leído o no el Quijote, es una de sus referencias en sus Peregrinaciones. Nacido en un pueblo —aunque se refiera a la villa de Cantalejo—, hijo de un artesano —aunque por parte de su madre tenga un tío cura—, su educación fue en un primer tiempo la que correspondía a un pequeño campesino: acudió a la escuela «teniendo la edad competente» y salió de ella cuando supo «leer y algún poco de escribir»35; tal vez estuvo escolarizado entre los 6 y 10 años36. Después entró en el taller familiar, sin entusiasmo. De haber seguido así, no tendríamos que preocuparnos por él, nunca hubiera escrito una línea. Pero este travieso joven llamó por su viveza la atención del cura, quien, hasta los 12-13 años, le dio un complemento de educación, lo que permitió al Frutos autor soltar después algún latinajo. Fue su primer capital en la vida, lo que le hizo ser distinguido por sus oficiales, quienes le confiaron tareas de escritura y de contabilidad, con lo cual pudo acceder al grado de alférez a los 25 años37, y después entrar en la Compañía de Jesús, aun como simple coadjutor, y acabar (casi) como prócer de la lengua española.
16Si otros intentaban salirse de pobre, Frutos logró superar lo popular y abrirse paso. Sabemos que leyó algunos libros, pocos, es cierto, caso del citado Fernão Mendes Pinto y sus Peregrinaciones, vida llena de aventuras, espejo ideal de lo que pretendía nuestro jesuita. Lo leyó, ya lo sabemos, porque estaba en la biblioteca de la hacienda de San Borja. Espíritu pragmático y curioso, probablemente compró, y llevaba con él en sus viajes marítimos, un sesudo libro de navegación38. Igualmente, al tener que estar en Roma unos meses entre 1710 y 1711, entendió que no podía hacer su viaje a la Ciudad Eterna sin un buen guía, y escogió el que entonces era el más recomendable, por lo menos el más conocido y con múltiples reediciones, Roma Sacra, e moderna39. La descripción de las riquezas artísticas de la ciudad, por rione («distrito»), junto con otra mucha información, fue útil para el viajero. También reprodujo algunas de las listas del libro, forma de transmisión del conocimiento común en ese tiempo, y una práctica apreciada por el espíritu concreto de Frutos. Todo esto contribuyó a iniciarlo en el «proceso de civilización». Entre los siglos xvi y xviii, «el viaje de Italia» fue determinante para muchos, empezando por Lutero (1510-1511), quien solo encontró allí «la gran prostituta40», después Montaigne, Velázquez, Montesquieu, Goethe… Con todo, y pese a sus reticencias frente a Roma, algo del brío y esplendor romanos debieron impulsar meses después a nuestro autor a superarse en favor de la escritura.
17¿Apertura por lo tanto? Seamos medidos: Frutos tenía un indudable don de gentes, una simpatía comunicativa y probablemente facilidades lingüísticas; salvo en Nueva España, nunca menciona, ni en Cataluña, ni en Francia, ni en Italia, alguna barrera del lenguaje. Con facilidad incorpora a su vocabulario términos catalanes, como fartar («hartarse»), corralet («pequeño corral»), fusta («madera»). El relativo progreso del castellano en ese momento pudo facilitar su inmersión lingüística en el Principado41. Hasta recuerda frases enteras en valenciano, por cierto bastante jocosas en sus circunstancias, como cuando los soldados de ese reino «ramilletes muy floridos», van huyendo de las balas de cañón gruesas como pequeños melones42. También parece haber logrado penetrar poco a poco algunos de los arcanos del náhuatl43. Ocasionalmente se le escapan algunas expresiones «exóticas» (para él), como el gallego «tarde piache44», o tropieza con el portugués. Convertido en administrador de hacienda novohispana, prefiere el mexicanismo «cuarta» al hispano «látigo», y emplea con toda naturalidad «rayar» («señalar, cobrar o pagar el salario»). Y los términos caribes no faltan: «huracán», «barbacoa», «canoa». Finalmente, de regreso de Italia, añade algún que otro italianismo45.
18Pero aceptemos que hasta el final seguirá reo de su educación, de su entorno cristiano viejo e hispano: frente a los no españoles del Nuevo Mundo, a los franceses adeptos de Lutero y Calvino, a los italianos cargados de mil defectos. Notemos que para Frutos los catalanes, siendo peninsulares, no entran en esas categorías desdeñables. ¿Es racismo, es intolerancia, es incapacidad de entender al Otro? Y —¿por qué no? —, paradójicamente, también una empatía mal canalizada. Cuando nuestro jesuita desea que los indios utilicen una cama en vez de un simple petate en el suelo, es una tentativa de asimilación, sin duda dominadora, pero no totalmente un sentimiento negativo46.
19Se me podrá criticar diciendo que esto nada tiene que ver con las cualidades del escritor. Pero no debemos olvidar que, cuando escribe, Frutos adopta una postura de protagonismo en sarcasmo, de actitud chocarrera en tono guasón; cree deleitar a sus lectores y acentúa el rasgo, el chiste, la palabra hiriente. Esto es palpable en el empleo de una expresión de gran relieve, «vil canalla», que distribuye con gran generosidad, a los indios por supuesto —los mulatos se deben conformar con un simple «canalla»—, pero también a unas inglesas encontradas en el Atlántico, a los romanos y, sobre todo, a lo peor que para él pueda haber en el mundo: los aduaneros y demás guardias. Esta amplia repartición atenúa el efecto ofensivo del término. Se trata de lograr la simpatía y complicidad del lector; así se piensa en ese tiempo, si uno es Felipe Frutos.
20La religión, en su vertiente cristiana vieja y jesuítica, está ribeteada al cuerpo de Frutos, por lo menos desde su edad adulta. No hay que olvidar que este pecador conoció su camino de Damasco con la explosión del polvorín de Tarragona, de la cual se salvó por milagro, en medio de un «depravado intento», el 3 de septiembre de 170047. Pero tiempo atrás ya visitaba iglesias, los franciscanos intentaban hacerle caer en sus redes, sobre todo tenía una profunda devoción a Nuestra Señora del Pilar, «mi patrona», a la cual dedica su libro48. Por donde pasa no hay lugar de culto donde no se arrodille, siendo Roma y la visita de sus principales iglesias la apoteosis de ese turismo religioso, salvando el anacronismo49. Acaba siendo un experto en los monumentos efímeros que se instalan en los templos en Semana Santa, dando sus evaluaciones, de Sevilla y Barcelona a Roma50. Y no esperemos que nos describa algo de la Roma antigua, sino muy de paso y en tono despectivo. Frutos es un barroco tras el olor del incienso, las luces vacilantes de las procesiones, la pompa pontificia. Hasta sus itinerarios y sus días de viaje se establecen en relación con las posibilidades de oír misa. Y más aún cuando es jesuita y debe visitar los lugares sagrados que pisó su patriarca san Ignacio, los cuales le inspiran «ternura y devoción», sin que se extienda más51.
21Su momento de mayor religiosidad se sitúa en las semanas que siguen a su conversión, después del «milagro» del referido 3 de septiembre de 1700. Tiene que reformar su vida: ha decidido entrar en alguna orden religiosa y piensa en la franciscana, pero su rigor le preocupa. Podría ser la Compañía, pero se siente muy pequeño personaje para ser aceptado: tal vez sea su único periodo de verdadera humildad en todo el libro52. A un momento de gran incertidumbre espiritual se añaden experiencias fuertes: cumple con una manda al santuario de Nuestra Señora de Montserrat, que termina con los pies sangrando y donde conoce un ermitaño digno heredero de san Francisco, rodeado de «una infinidad de pajaritos53». Si no era suficiente, en el camino, de noche, tropieza con «cuatro cadáveres suspendidos de una horca que con el recio del viento se daban unos con otros aquellos golpes que había oído». Pasmado, acepta como decisión divina algunas sensaciones que experimenta al querer entrar en el convento franciscano: algo misterioso le tira dos veces de la capa y Felipe se pone a temblar54. No queda otra opción que la Compañía, donde logra entrar con la ayuda de su protector, don Joseph Boneu, gobernador de Tarragona, y amigo, como buen militar, de los jesuitas55.
22Sin embargo, este agraciado de la Virgen no es un místico. Sigue siendo un católico fervoroso, pero con los pies en tierra y los ojos fijos en los horizontes cambiantes. Como tal tiene otro espectáculo de predilección, las ejecuciones capitales, que con un afán antropológico observa de Barcelona y Madrid a Roma, pasando por Marsella. En realidad, detrás de tales escenas está la potestad soberana, y Frutos es un fiel observante de la religión monárquica, sobre todo de Felipe V, al que trata de ver en persona, aun desde lejos, en Barcelona o Madrid. Este es otro objeto de devoción, que encomienda a Dios cada vez que escribe su nombre, que participa de una mezcla de culto cívico y religioso, que tiene sus propias ceremonias —como la entrada en la capital de 1711, a la cual asiste nuestro Felipe—, y que constituye otro momento álgido de sus Peregrinaciones, una exaltación del alma del autor56. Cabe saber si es parte de sus supuestos genes castellanos, lo que dudamos, porque en sus tiempos de soldado nunca tuvo tal reacción, y pasando en Madrid por delante de Carlos II y su consorte nada lo mueve57. Tal afición parece nacerle después de 1701, ya jesuita en Barcelona, y es otra pieza del rompecabezas que constituyen los años 1700 en Cataluña.
El arte de escribir de Felipe Frutos
23Lo que antecede da sentido al contenido del tonel58, estructurado por sedimentaciones, a lo largo de unos 35 años, con un parteaguas en 1704, cuando aparece el «Libro de los embustes» ya comentado. Falta el recipiente, la madera que da forma y sabor al conjunto, la escritura que transmite y a veces engalana las circunstancias y los mensajes. Y no hay que olvidar que forma y contenido están profundamente unidos: «el estilo es el hombre59». Aunque con la singularidad de una personalidad tan definida como la de Frutos, se puede matizar la propuesta: del hombre nace el estilo.
24Solo hay medio siglo entre Frutos y Buffon, pero pertenecen a dos universos totalmente distintos. El estilo de Felipe (Buffon no lo reconocería como tal) procedería, según el autor ilustrado, de una espontaneidad, una facilidad natural, un exceso que proviene de las pasiones, de la flexibilidad y de una imaginación activa, cuando se necesita claridad, dice el francés —estamos en 1753, con las Luces—. Y, para concluir, «nada más contrario al bello natural que el cuidado que se da para expresar cosas ordinarias o comunes de una manera singular u ostentosa60». Aquí se denuncia al Barroco. Y porque Frutos es español, y porque vivió hacia 1700, pertenece al Barroco, pero él es un barroco autodidacta, es decir, con poca medida, pero también con menos artificios. No sabemos si esto lo salvaría en parte de las críticas del conde. Lo cierto es que hay cierta vehemencia en el jesuita, quien escribe como camina, a grandes zancadas —así lo imagino—, o como habla, «con gestos expresivos y frecuentes61». Tal vez falte a nuestro autor la delicadeza elegante que requieren las Luces, pero sentimos mejor correr la sangre por las venas de la obra. Veamos.
25En sus Peregrinaciones, Frutos sabe que escribe, si no para la posteridad, por lo menos para algunos lectores, a los que quiere a la vez ilustrar y también recrear, y lo segundo tiene mayor presencia en su estrategia de escritor. Para ser entretenido, utiliza procedimientos convenidos que se manifiestan desde las primeras páginas, las más libres, ya lo hemos anotado. A su natural inclinación hacia lo picaresco, a su cultura clerical, debe el uso de la falsa modestia, sin llevarla a las cimas como Estebanillo González62. No falta esta desde su entrada en el teatro de la vida: «el tercero que salió a la luz fui yo para no hacer cosa ninguna de provecho63». En sus tiempos de religioso, esta actitud se refuerza. Su superior en México, el padre Borja, reconociendo sus capacidades, le impidió salir hacia Manila y le nombró administrador de hacienda «como más inútil para Philipinas64». Más que el asentimiento del lector, se busca una sonrisa de su parte. Como todo buen pícaro, según pretendía en sus tiempos mozos, se trata de glorificar sus debilidades, a contracorriente: «de entre todos mis hermanos, solo yo fui el más travieso65».
26Un procedimiento, a medio camino entre las dos conductas, es el uso personal de diminutivos; a veces dan el tono adecuado, «yo muy ufanillo», y en ocasiones se combinan en algún oxímoron, como «mi gran personilla»66. Avanzando el tiempo, los intereses son distintos, pero el proceder es el mismo, y Frutos recuerda el «socorillo barrigal» que tomó en un camino cerca de México67. Por lo demás, este arte de la atenuación, entre irónico y empático, es de su tiempo; viendo ese joven recluta de 17 años, el marqués de la Granja lo trata de «golilleja», y es cierto que Felipe lleva su «golilla en la cinta»68.
27Lo estamos descubriendo: como a algunos (grandes) escritores, le da placer jugar con las palabras, acentuar algunos de sus sentidos en diversas ocasiones, desviarlas, repetirlas, mezclarlas, y todo esto con un guiño. Así, la palabra «triste» es común bajo su pluma: en ocho ocasiones aparece como sustantivo y se aplica tanto a algunas gallinas, como a un centinela, o a dos desdichados monjes betlemitas a quienes sus correligionarios «zurraron la badana69». Más alegres son los verbos «refocilar» y «mamar», cercanos en su expresividad. El primero, Frutos lo asocia casi sistemáticamente al término «barriga», y tal vez lo descubrió en el Quijote, pero en esta última obra tiene un sentido sexual, que no podía esgrimir un religioso70. «Mamar» está presente una decena de veces, con el sentido de «tragar», es decir, con un matiz trivial, jocoso, brugheliano, pero lo mismo «el indio va mojando sus tortillas en el chile y se las mama71», que Frutos se puede mamar una gallina, un fandango u ocho leguas de camino. En ocasiones, le gusta ir a los extremos, usar algunos arcaísmos, tal vez contaminados de catalán, como «parlar», o americanismos y demás mexicanismos que tienen el sabor de lo exótico, y ya sabemos que prefiere «cuarta» a «látigo»; también «petate» (nueve veces) y «atole» (siete) son recurrentes.
28En la variedad está la sorpresa y el regocijo para el lector. Sobre todo en los principios de la obra, cuando Frutos recorre el tiempo a marcha forzada, se divierte con la metáfora, remplazando términos simples con figuras retóricas de cierta inventiva: «el matarratas», «el ladrante guardapuertas», o «las vestiduras del acero» por la vaina de la espada. Algunas expresiones son tradicionales, como el «matasanos72», otras más originales como el «quita pecados» que ofrece el indio a su confesor73. Y si una metáfora le gusta, no teme irla repitiendo74, de un lugar a otro, en circunstancias muy distintas, quedando «como tamboril sin gaita ni danzantes» tanto para Barcelona después del sitio de 1697, como para el colegio de San Borja de México después de la salida de los jesuitas hacia Filipinas, o para el propio Frutos en Acapulco después de haber preparado la partida de sus congéneres en el galeón75. Otra imagen que tampoco olvida, y cercana a la anterior, es la «escuela de danzantes76», de repente vacía y silenciosa.
29Y si de procedimientos repetitivos se trata, populares en su origen y su entendimiento, hay uno que Frutos a veces tiene la debilidad de hacer sonar en nuestros oídos, y que pone como sambenito tanto a los gallegos como a los sastres: «gallego (con perdón)» y su variante, «gallego por mis pecados», o «sastre (con perdón de los oyentes)»77. Hemos citado ya a Estebanillo González, pero lo volvemos a encontrar con su «con perdón, gallego78». La misma tradición refocila a los dos autores, descargando su socarronería sobre gallegos y sastres79. Y otro ejemplo: no sabemos si el nombre de una tabla de sementeras denominada longaniza, «por lo larga y estrecha como alma de vizcaíno80», es de uso común entonces o un invento del autor. Queramos o no, Frutos es de su tiempo, y distribuye con desprendimiento términos peyorativos; ya hemos mencionado la «vil canalla», podríamos igualmente comentar «la mulatería», que en una ocasión rebaja al nivel de los perros81.
30Su antipatía es, por lo demás, selectiva, ya que en Acapulco «trabajaba un negro tanto como seis mulatos, lo que me obligó (además de su paga) [a] darles un frasco de aguardiente82». En cuanto a los indios, su actitud merece un lugar aparte83. Y tampoco nos olvidaremos de los franceses o de los «lobos carniceros» que son los aduaneros, sobre todo cuando se ensañan contra jesuitas y otros religiosos84. No cabe duda de que Frutos es un buen transmisor de las fobias de su tiempo, que corren a río revuelto por su texto. ¡Y qué no diremos más adelante sobre los mesones!: «Tocante al gobierno de las posadas en los caminos, es España la vileza de las demás naciones85».
31Pero este escrito no lleva únicamente las cicatrices de la mentalidad de la época; también es el producto de un ser hiperactivo, poco aficionado a los paisajes, y menos a los «espantosos truenos» y «horribles cuestas» que tiene que enfrentar como soldado o viajero. Le atemorizan las montuosas, encumbradas y empinadas breñas. La naturaleza salvaje le puede casi atemorizar, como en los entornos de Hernani (Guipúzcoa)86. El único momento en el cual dedica algo de atención al relieve es en sus tiempos de soldado, entonces puede ser cuestión de vida o muerte estar en el llano o en la loma. No esperemos descripciones literarias por ese lado, ni tampoco en términos generales de los monumentos, menos aún de los vestigios de la antigüedad. Bajo su pluma, «las termas del emperador Caracalla […] son unas ruinas de horribles edificios antiguos, como asimismo el palacio de Nerón y las termas de Diocleciano87». De no ser respecto a los luminarios y demás monumentos efímeros de Semana Santa, poco hay que esperar de las descripciones de las propias iglesias. Él mismo lo advierte:
¿Pues qué diré de San Pedro? Mejor será no decir palabra, porque temo el entrar, para poder salir de él, y así quien quisiere tener alguna luz de lo que es San Pedro y todas las demás iglesias de Roma lo hallará en el libro intitulado Roma sacra y moderna, a quien llamo yo mi quitapesares88.
32En realidad, el escollo es que la arquitectura requiere de un vocabulario técnico que le falta totalmente a Frutos, y con razón prefiere escudarse detrás de Francesco Posterla y su Roma sacra, e moderna.
33Las ceremonias no requieren tanto tecnicismo, además están en movimiento, son una serie de secuencias fáciles de seguir y relatar, de personas e instituciones, en las cuales entran en juego el ritual, las actitudes y acciones de los principales actores, en particular en las vistosas y complejas procesiones alrededor del Santo Padre en Roma. Sus limitaciones en las descripciones son notables si se trata de plasmar los juegos de luces y colores. En la ceremonia, sin duda la más vistosa, en San Pedro el 25 de diciembre de 1710, no hay ninguna coloración, ninguna luz que juegue con las vestiduras y demás alhajas litúrgicas, a lo más se sugieren «diferentes plumas de colores exquisitos89».
34Teniendo su religión monárquica tanto peso como la católica, no debe sorprendernos que dedique una de sus descripciones más precisas y amplias, con savia, a la entrada de Felipe V en la capital el 15 de noviembre de 1711, aunque Frutos escriba al final de ella: «Mucho tendría que decir de esta magnífica y real entrada, pero baste por ahora, remitiéndome a la relación impresa que salió por Madrid el día siguiente con más individualidad90». A pesar de que sin duda se apoyó en dicha relación, su relato es de gran interés. Es una exaltación, más allá de Felipe V, de la Monarquía hispana, incluyendo a los Austrias y, por un desliz, fruto de su entusiasmo, a «la Real Familia de Francia91».
35Hay un universo donde no se necesita un vocabulario preciso, donde los sentimientos afloran rápidamente —eso sí interesa a nuestro autor—, donde el sometimiento, el espanto pueden ser sin medida: es el mar, sobre todo en sus terribles tormentas. Aquí, con naturalidad, su pluma encuentra las palabras, las visiones, las emociones que traducen el terror y el desgaste físico que acompañan esos momentos. Así, de noche, en la proximidad de La Habana:
A cosa de las 8, descargó Dios sobre la flota el mayor huracán que imaginarse puede; las nubes se desgajaban en agua, los mares parecieron de repente como montes y barrancas, los vientos tan encontrados que nos querían sumergir, si bien el norte precedía a los demás, la tierra (nuestro mayor enemigo) en menos distancia de media legua, no faltando más que el fuego para pelear los cuatro elementos92.
36En cuanto a la humanidad que sufre tales embates, la visión es breve, ajustada y fantasmal: «al subir al combés, nos mirábamos los unos a los otros como despavoridos y macilentos o como esqueletos fantásticos93». Aquí todo está en el movimiento, lo que se traduce en sensaciones corporales, y esto Frutos sabe transmitirlo.
Un relato arraigado en la vida cotidiana
37Tendremos tiempo más adelante de volver sobre la cotidianidad de un niño de Castilla, de un soldado en Cataluña, de un jesuita entre Barcelona, Nueva España e Italia. De momento basta decir que las limitaciones mismas de esa escritura, que las hay, participan de esa realidad a ras del suelo. Dan sus tonos variados, a veces encontrados, fugaces también, al prisma mal pulido que es la vida poliédrica de Felipe Frutos. Forman parte de su testimonio, ayudan a entender a un hombre con una cultura entre lo popular y lo clerical, que compensa sus insuficiencias sociales con una determinación férrea, un comportamiento decidido, siempre adelantándose, poniéndose sobre el filo de la navaja. Que le falten palabras, conceptos, que no sea «histórico», que haya más acción que reflexión, es parte del conjunto, cuerpo y alma —tal vez más cuerpo que alma—, como lamentaba el conde de Buffon de los escritores que le antecedían, entre los cuales podemos interponer a Frutos.
38En todo esto hay una inmediatez que deja poco espacio al comentario. Hay que interpretar las imágenes que, una tras otra, nos remite Felipe, sobre todo en su juventud: «parecía un arlequín sobre el dromedario de la mula. […] espantando en el camino cuantos pastores encontraba por los campos; […] no había ciervo que les igualara»; él mismo da aquí la clave: «ufanillo»94. Más adelante es más comedido, pero lo excepcional, y no solo marítimo, le mueve, estimula su imaginación, como cierto fenómeno natural ocurrido en Cataluña el 25 de diciembre de 1704: «se vio venir […] una espantosa señal de fuego por el aire, prorrumpiendo en once tiros, como si fuesen de mosquetes, dejando, para que se viesen, once nubecillas en donde se reventaron aquellos volcanes95». Notemos que Frutos se prohíbe dar cualquier interpretación: es un hombre práctico, algo imaginativo, pero no especulativo.
39Sin embargo, sería reduccionista conformarnos con la percepción del simple diario de un hombre que pasa por la escena levantando polvo por todas partes, y solo eso, con casaca o sotana. Ya hemos escrito que, en definitiva, es una auténtica vida, con sus aventuras-ejempla, reveladora de mecanismos psicológicos complejos, no únicamente epidérmicos, que pasan por la escritura. Frutos es un hombre con profundos prejuicios: los de su tiempo, sin calificarlos. De forma simultánea, es capaz de ser sensible a una injusticia y de aceptarla ciegamente. Esta doble postura es notable en Roma, observando la situación de los judíos, discriminados sin piedad, «pues están como esclavituados [sic]», pero sin que esta apreciación le permita liberarse de su ofuscación en cuanto a «tan vil y desastrada gente»96.
40El lector ya lo ha entendido: es un texto desordenado pero fecundo, al filo del agua pero con meandros. Y esta es su principal riqueza. Conoceremos lo mismo las relaciones de un soldado con su «patrón», que debe albergarlo en invierno, que las de un administrador de hacienda con sus gañanes indios, y tanto la caza de la comida de mesón en las ventas españolas como la receta del chileatole mexicano97. Aún más: repetidas veces Felipe Frutos fue enfermero y casi siempre enfermo, sobre todo siendo soldado. Es la ocasión de conocer la medicina de la época, la casera cuando se curan «malignas fiebres» con el calor de «un perrillo pelado de los que llaman de China» o pimientos encurtidos, y la oficial, que da a un moribundo huesos de víbora y ojos de cangrejo98.
41Y al final, que se nos permita otra pregunta, sin duda muy ociosa: ¿debemos añorar ese mundo que hemos perdido? Por lo menos Felipe Frutos lo disfrutó, de andanza en hazaña, de trivialidad en comedia y hasta tragedia, sean las de los soldados, de los indios, de los judíos y hasta del «pícaro del fraile» explotado por la jerarquía en Roma99. Es un centelleo de circunstancias que hay que disgregar en lo que sigue. Por ahora, diremos que es una buena lectura para refocilar un espíritu despejado.
Notes de bas de page
1 Frutos, Peregrinaciones, p. 437.
2 Calvo, 2019.
3 Frutos busca una forma deleitable, lo que llama, de manera más o menos hábil, «conversación», y que opone a «histórico», es decir, las áridas efemérides.
4 Frutos, Peregrinaciones, p. [c].
5 Ibid., pp. 246-247.
6 Ibid., p. 164.
7 Empezando por los Dietarios de la Generalitat de Cataluña, 1411-1713, Barcelona, Generalitat de Catalunya, 1994-2007, 10 vols. [disponible en línea], amplia crónica institucional con estructura de diario. Véase, además, Simón Tarrés, 1988. Según varios autores, Simón Tarrés entre ellos, la mitad de las obras personales de la España moderna son catalanas. Cerca de nuestras preocupaciones, Política, religió i vida quotidiana. El mundo valenciano, próximo al catalán, también es de interés: Aierdi, Dietari. El caso de Frutos es relevante entre las obras personales y los diarios catalanes, pues es el único que abarca esos años claves, junto con el Diari de Francesc Gelat (1687-1722).
8 Frutos, Peregrinaciones, p. [b].
9 Escribe al final del año 1703: «y así daremos fin a este año, comenzando el que viene casi en forma de diario» (ibid., p. 178).
10 Según Rae, Dlc, una de las acepciones de «embustes» es: «se llaman también las buxerias, dixes y alhajitas curiosas, que suelen apetecer las mujeres». Aquí nos quedaremos con anécdotas, o como escribe Frutos, «curiosidades».
11 Frutos, Peregrinaciones, p. [c].
12 «El capitán don Diego Davila me entregaba algunas veces el socorro de una semana, y aunque lo asentaba él en su cuenta, lo ponía yo también en mi mamotreto con su día, mes, etc.» (ibid., p. 44).
13 Ibid., p. 88.
14 Ibid., p. 405.
15 Nueve y seis alusiones en el texto a cada personaje, respectivamente. Pero quien se lleva la palma es Rocinante, con dieciséis menciones: ya está desconectado de su origen, se ha vuelto un término genérico para denominar a un caballo.
16 Frutos, Peregrinaciones, p. 333. En el manuscrito de Frutos hay hasta tres menciones de la obra de Pinto, Historia Oriental.
17 El calificativo «triste» está presente 46 veces en la obra, algunas a contrasentido o irónicamente.
18 Frutos, Peregrinaciones, p. 482.
19 Ibid., p. 433.
20 Ibid., p. 4. Hoy en día, en Valencia, la cultura popular remite todo lo remoto a los tiempos «de los moros».
21 Ibid., p. [c].
22 Ibid., pp. 273-280.
23 Volvemos sobre ello en el cap. ii, pp. 60-62.
24 El término «huracán» ya era entonces habitual en España; recibió su ejecutoria de nobleza con Vélez de Guevara, El diablo cojuelo, p. 11, donde el héroe es llamado «caballero huracán», probablemente por lo inflado de su (¿falsa?) nobleza. Se publicó en 1641.
25 Remitimos de nuevo al cap. ii, pp. 54-62.
26 Frutos, Peregrinaciones, pp. 102-108.
27 Ibid., pp. 376-377.
28 Ibid., p. [a].
29 Ibid., p. [d]. Tucídides, Historia de la guerra del Peloponeso, p. 12, escribe: «no he querido escribir lo que oí decir a todos, aunque me pareciese verdadero, sino solamente lo que yo vi por mis ojos, y supe y entendí por cierto de personas dignas de fe, que tenían verdadera noticia y conocimiento de ellas».
30 Sobre una nueva percepción histórica desde «la cosa vista», véase Bertrand, 2011, pp. 64-65.
31 Frutos, Peregrinaciones, pp. 158 y 391. Véase también el cap. iii, pp. 79-82.
32 Frutos, Peregrinaciones, p. 353.
33 Ibid., p. 391.
34 Los felipistas catalanes, con los cuales se codeó Frutos, expresan la misma exaltación, como Honorat de Pallejà: «y consentiria desmembrar-me membre per membre que no faltar a la fidelitat de mon Rei jurat» (Política, religió i vida quotidiana, p. 32).
35 Las dos citas, en Frutos, Peregrinaciones, p. 1.
36 Ibid., pp. 1-2.
37 En 1699 (ibid., p. 112).
38 Carneyro, Hydrografia la mas curiosa. En realidad, es una reedición de un libro para la formación de los pilotos publicado por Andrés de Poza en 1585 en Bilbao, puesto al día y completado por el portugués Antonio de Maris Carneyro. Es de esperar que algún marino comentase a Frutos el libro primero, dedicado precisamente al arte de navegar. El segundo es toda una serie de derroteros, que Frutos practicó más, por lo menos los primeros folios, correspondientes a las costas atlánticas de España, y que le dieron esa ciencia marítima de la cual hizo alarde. Las referencias a este libro dentro del manuscrito, en Frutos, Peregrinaciones, pp. 313 y 320.
39 Posterla, Roma Sacra, e moderna. Entre las diferentes ediciones, probablemente fue la de 1707 la que tuvo en sus manos Frutos.
40 Febvre, 1945, p. 14.
41 Vilar, 1962, pp. 162-163. No olvidemos además que las dos principales obras catalanas de la época, los Anales de Cataluña de Feliu de la Peña y las Narraciones históricas del capitán austracista Francisco de Castellví, están en castellano.
42 En 1697 (Frutos, Peregrinaciones, p. 82).
43 En 1707 «aún no entendía yo palabra ninguna mexicana» (ibid., p. 469).
44 Ibid., p. 71. Corrupción del gallego: «el que no habló a tiempo». Véase Suazo Pascual, 1999, p. 186. La frase ya aparece en el Tesoro de la lengua castellana de Covarrubias de 1611.
45 «Piano, piano» (Frutos, Peregrinaciones, p. 110).
46 Ibid., pp. 467-468.
47 Ibid., pp. 122-123.
48 Ibid., p. [d].
49 Ibid., pp. 390-392; en un solo día, a pie, visita los siete templos principales de Roma.
50 «Los monumentos de las iglesias de Roma son todos muy pobres, y en parte oculta, no pasando ninguno de veinte luces; solo el de la Capilla Paulina me agradó en extremo» (ibid., p. 406).
51 Sentimientos dentro de la Santa Cueva de Manresa (ibid., p. 104).
52 «¡Pero en la Compañía es imposible! Porque allí no reciben si no es a los ricos y poderosos, a los de grandes habilidades y a los de muchas letras» (ibid., p. 134).
53 Ibid., p. 136.
54 Ibid., pp. 133-135.
55 Volveremos sobre ello en el cap. iii, pp. 73-76.
56 Frutos, Peregrinaciones, pp. 453-456.
57 Ibid., p. 15.
58 Aquí faltan los contextos, de Cantalejo a México, entre 1674 y 1711, y en particular en Barcelona y Roma, entre 1701 y 1711. Entrarán en escena en los capítulos que siguen, dedicados al correr del tiempo y diversas funciones de Frutos.
59 Buffon, «Discours Prononcé à l’Académie française», p. 3: «le style est l’homme même».
60 «Rien n’est plus opposé au beau naturel que la peine qu’on se donne pour exprimer des choses ordinaires ou communes d’une manière singulière ou pompeuse» (ibid., p. 5).
61 «Ces hommes sentent vivement, s’affectent de même, le marquent fortement au dehors ; et par une impression purement mécanique, ils transmettent aux autres leur enthousiasme et leurs affections. C’est le corps qui parle au corps. […] Un ton véhément et pathétique, des gestes expressifs et fréquents, des paroles rapides et sonnantes» (ibid., pp. 3-4).
62 La vida y hechos de Estebanillo González.
63 Frutos, Peregrinaciones, p. 1.
64 Ibid., p. 216. La misma expresión aparece cuando se le encarga preparar el rancho de los 23 jesuitas que se deben embarcar hacia Filipinas, tarea compleja que se le da «como el más inútil» (p. 260).
65 Ibid., p. 1.
66 Ibid., pp. 4-5, respectivamente.
67 Ibid., p. 262.
68 Ibid., pp. 14 y 12, respectivamente.
69 Ibid., p. 303.
70 Para el término «refocilar», Rae, Dlc da el ejemplo de Rocinante, que quiere refocilarse con unas hacas, como aparece en el Quijote, Primera parte, cap. xv.
71 Frutos, Peregrinaciones, p. 493.
72 Con su variante, el «matabuenos» (ibid., p. 456).
73 Ibid., pp. 251 y 509. La expresión «matasanos» la emplea cuatro veces: pp. 91, 222, 251 y 309, y «quita pecado» en pp. 437 y 509.
74 La segunda expresión, «el ladrante guardapuertas», la utiliza dos veces (ibid., pp. 1 y 104).
75 Ibid., pp. 167, 217 y 270.
76 Ibid., pp. 98, 195 y 341.
77 Ibid., pp. 12, 14 y 177, respectivamente.
78 La vida y hechos de Estebanillo González, t. I, p. 35.
79 Parece que tampoco tiene Frutos mucha simpatía hacia los carniceros, que sirven de adjetivo a los catalanes austracistas en Roma (Frutos, Peregrinaciones, p. 392).
80 Ibid., p. 220.
81 Ibid., pp. 249-250, añadiendo: «Lo más de este mes se lo han llevado entre mulatos y perros, que entre unos y otros hay muy poca diferencia».
82 Ibid., p. 267.
83 Lugar que además les da Frutos en su relación de los años 1721-1722, al final de la obra. Véase al respecto el cap. iv, pp. 93-96.
84 Frutos, Peregrinaciones, pp. 334-335, entre otras.
85 Ibid., p. 351.
86 Ibid., p. 363: «espantosos bosques y cuestas inaccesibles, inficionados de ladrones».
87 Ibid., p. 403.
88 Ibid., p. 407.
89 Ibid., pp. 384-388, misa pontifical en San Pedro. La cita en p. 385.
90 Ibid., pp. 450-456. La cita en p. 456. Es probablemente el folleto de Castillo, Descripción del feliz, y deseado.
91 Frutos, Peregrinaciones, pp. 452-453.
92 Ibid., p. 301.
93 Ibid., p. 325.
94 Ambas citas en ibid., p. 4.
95 Ibid., p. 177.
96 Ibid., pp. 411 y 412, respectivamente.
97 Ibid., p. 492.
98 Ibid., pp. 33, 36-38 y 457, respectivamente.
99 Ibid., p. 407.
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