Juegos de apariencias
El soldado amante, comedia temprana de Lope de Vega
p. 381-397
Texte intégral
1«Ita uersipellem se facit, quando lubet», dice Mercurio de su cambiante padre Júpiter transformado en Anfitrión para gozar de Alcmena. La cita de Plauto1 vale para recordarnos hasta qué punto es connatural a la comedia el motivo de la ocultación —y revelación— de la identidad, un recurso que parece nacido para la escena, pues el teatro, antes que cualquier otra cosa, es disfraz y simulación. Desde luego así lo entendía Lope de Vega, que exploró en muchas de sus primeras obras los procesos de encubrimiento y afirmación de la identidad de los personajes protagonistas, multiplicando sus posibilidades dramáticas, sus facetas y matices, según acreditan piezas tempranas como Los donaires de Matico, El molino o Las burlas de amor, por mencionar solo algunas. Emparentada con estas (por fecha y subgénero), y también una de las más apreciables por la forma en que se potencia el recurso, se halla El soldado amante, comedia que no me consta que haya merecido hasta ahora atención específica por parte de la crítica, más allá de menciones ocasionales en estudios de conjunto. Con todo, sospecho que Jean‑Pierre Étienvre, magnífico lopista, debe de haberla leído. Valgan estas reflexiones sobre los jeux et enjeux de la identidad como pequeña muestra de reconocimiento, admiración y amistad al maestro.
2Lope escribió El soldado amante en el decenio de 1590, muy probablemente en su primera mitad: la ratio metrica, sin ser terminante, apunta a los años de 1593‑15952. Una mención marginal y cortesana a cierto «Albano» induce a suponer que la pieza se compuso durante la residencia del poeta en Alba de Tormes (1591‑1595) al servicio del duque Antonio Álvarez de Toledo3. Son años importantes para el Lope dramaturgo: en ellos afina su técnica, descuella definitivamente entre los demás ingenios y es requerido por las compañías teatrales de la época, que encargan y adquieren todo el teatro que sale de sus manos. Para ilustrarlo podemos recordar la declaración del actor Juan Bautista de Villalobos en 1595, al cerrarse el pleito que Jerónimo Velázquez y su familia habían puesto a Lope por libelos a finales de 1587. Villalobos, miembro de la compañía de Rodrigo Osorio en los años en que Lope estaba en Valencia (1588‑1589), declara haberlo visto allí, y añade que «desde cualquiera parte donde estaban, los autores de comedias le escribían al dicho Lope de Vega a la dicha ciudad y les respondía y enviaba algunas comedias4». El testimonio nos da la medida de la fama y la actividad de Lope en esos momentos. Y así seguía, si no más requerido aún, unos pocos años después, cuando compuso El soldado amante. El azar de la conservación de autógrafos y apógrafos ha querido que conozcamos las fechas exactas, muy cercanas entre sí, en que Lope dio por acabadas, en Alba de Tormes, tres obras del período que nos interesa: el 24 de junio de 1594 remató El leal criado, el 12 de agosto San Segundo y el 12 de noviembre Laura perseguida5. Aunque sea difícil extrapolar los datos a períodos más amplios, lo que de ellos se deriva es que en ese período el ritmo era de una comedia por lo menos cada dos o tres meses (no sabemos si hubo otras intercaladas: no podemos fechar con tanta precisión otras piezas conservadas de en torno a esos años)6. Hoy calificaríamos semejante cadencia de producción en serie, más propia de un equipo que de un solo ingenio. Notemos, por añadidura, que las tres piezas pertenecen a subgéneros dramáticos distintos (comedia novelesca, de santos y palatina, respectivamente), señal de una paleta amplia y efectiva en numerosas modalidades dramáticas. Lope estaba nutriendo con sus invenciones y sus versos a una creciente red teatral, y mientras lo hacía iba puliendo su forma de componer, una fórmula propia basada —a grandes rasgos— en la combinatoria de una serie de motivos de probada eficacia (algunos heredados de la tradición anterior), articulados en una gran variedad de asuntos y encauzados en una diversidad de subgéneros, todo ello con el ojo siempre atento a los gustos del público y con el respaldo de su enorme talento y facilidad como poeta7.
3Aunque el contexto serial y la constante actividad de escritura dramática diluirían, a ojos del ingenio, la importancia de cada pieza en beneficio del número, parece que Lope concedió algún relieve a El soldado amante, al menos en su recuerdo, puesto que la cita en lo que en otro lugar he designado como su primer canon personal: se trata de la lista de ocho comedias (más otras dos) que aparece en el remate de El peregrino en su patria, comedias que a finales de 1603 Lope planeaba acaso imprimir por su cuenta o bajo su control8. Lo cierto es que la obra no llegaría a la imprenta hasta muchos años más tarde, en 1621, como una de las doce que integran la Parte XVII. Sabemos también, gracias a estas dos fuentes, que la compañía que estrenó la pieza fue la de Rodrigo Osorio —bajo cuyas órdenes actuaba el citado Villalobos— y su yerno Diego López de Alcaraz9. Aunque no sea cuestión en la que vayamos a detenernos ahora, se me permitirá señalar la interesante tradición textual de la comedia, conservada, además de en esa Parte, en un manuscrito de la Real Biblioteca de Madrid (ms. II-461, fos 155ro-179vo). Ambos testimonios, que presentan divergencias muy notables, constituyen una preciosa imagen de la vida de los versos de Lope en las tablas y ponen de manifiesto la inestabilidad del texto teatral en cuanto abandonaba el gabinete del ingenio10.
4Podemos iniciar nuestra aproximación a El soldado amante a partir de la sinopsis que escribió Ángel González Palencia en su edición para la Real Academia, en 1930:
Es comedia de enredo, basada en el equívoco fundamental a que se presta el hecho de andar un Príncipe disfrazado de jardinero, de forma que hace dudar a la Reina, de quien se enamora, de si es villano o es Príncipe. Son los personajes principales la Reina, belicosa y valiente, que ella misma dirige sus ejércitos y se precia de no sentir los efectos de amor; y un Príncipe, su enemigo, invasor de su tierra, cuyo ejército saquea las casas de la infeliz ciudad vecina, y que se enamora de la mujer pintada en un cuadro, que cierto soldado lleva del pillaje, y que resulta ser la propia Reina. La acción se desliza con cierta naturalidad, una vez convenido el auditorio en admitir la inverosímil situación de no conocer al Príncipe disfrazado de jardinero11.
Sin ser inexacto, este resumen está tan reducido a los huesos que pide algo de encarnadura. El príncipe en cuestión, de nombre Clarinarte, es el heredero del reino de Escocia, a quien su padre, el maduro —y viudo— rey Dinacreonte, envía como capitán de una escuadra a invadir Holanda. La razón de la ofensiva es la ruptura de un pacto matrimonial: el difunto rey holandés acordó con Dinacreonte la boda entre este y su hija y heredera Rodiana, pero la joven, una vez convertida en reina de Holanda, ha desoído el compromiso, «corrida / de ser de un viejo querida12», lo que provoca la violenta reacción del monarca escocés. El hijo parte a Holanda como general y emisario del padre, pero el amor se interpondrá en su misión. Un importante escollo en la peripecia de Clarinarte, situado en el final de la obra y al que González Palencia no se refiere, es el inevitable conflicto con su padre tras haber transgredido su mandato.
5También deberíamos completar el esbozo argumental con la noticia de los roles secundarios, aunque en esta comedia tengan poco relieve. Rodiana cuenta con un pretendiente en su propia corte: el conde, protector del reino, quien ha abandonado por ese amor el cortejo a Ginebra, dama de la reina. A su vez, Clarinarte, cuando adopte disfraz de rústico, se permitirá unos fugaces devaneos con Pirena, hija de Fileno, el jardinero de la huerta de Rodiana. Son estructuras sentimentales paralelas, de potencial enredo y desvío para los protagonistas, que apenas adquieren desarrollo aquí. También es de alguna importancia el capitán Mambrino, mano derecha de Clarinarte en la ofensiva militar, que asume hasta cierto punto la figura de consejero. Completan la lista una serie de roles menores de nimia incidencia, y también un puñado de soldados escoceses, representantes de la colectividad y a los que se otorga, como conjunto, tensión dramática (les corresponden algunos de los episodios más dinámicos), cierta carga cómica y, en la conclusión de la obra, voz y voto en la resolución del conflicto, como tendremos ocasión de comprobar.
6Con estos datos disponemos de la información mínima para hacernos cargo del desarrollo de la comedia13, cuya construcción no se somete, desde luego, a las unidades neoaristotélicas, pero tampoco las perturba excesivamente: la acción apenas concede espacio a hilos secundarios; transcurre en un corto lapso de tiempo, casi sin solución de continuidad entre el segundo y el tercer acto; se ubica, salvo el prólogo, en una Holanda vaga, carente por completo de detalles identificativos. Lope nos sitúa, así, en un tiempo indefinido, análogo al presente, vagamente exótico, como dejan traslucir los nombres caballerescos de los personajes, y carente de resonancia histórica o política, de modo que los hechos representados podrían acaecer en cualquier otro espacio y momento, según es característico del subgénero de la comedia palatina, que esta pieza encarna de modo paradigmático14.
7Sobre el trasfondo de una campaña militar se proyecta otro tipo de acción, metafóricamente asimilada a la guerra: la conquista amorosa, presentada como estrategia en virtud de la cual el príncipe logra sustituir la violencia del código guerrero por la paz de un acuerdo —un compromiso matrimonial— asentado en el mutuo amor de dos jóvenes de igual condición. La confluencia, y a la vez la tensión, entre el polo bélico y el erótico se expresa en ocasiones como paradoja, cuando el príncipe se confiesa «oprimido y vencedor» (v. 1456) o «vencedor y vencido» (v. 1792). El ingrediente que cataliza este proceso, la traza que ingenia Clarinarte para acercarse a su amada, contemplarla y confundirla, incrementando su deseo, es el disfraz. En esta comedia, como queda dicho, adquiere gran relieve el juego de la identidad a que se libran los roles principales, una identidad que se desdobla, se oculta, muta, se pierde y se encuentra, se pone en cuestión y a la postre se proclama15.
8Lope dedica el primer acto a presentar a los dos protagonistas, sin permitirles de momento estar juntos sobre el escenario (cuando esto ocurra, a partir de la segunda jornada, apenas si se separarán). En su primera aparición, el príncipe de Escocia queda definido —amparado, mediatizado— por dos instancias de poder: su padre el rey y la soldadesca que va a liderar en la invasión de Holanda. El rey Dinacreonte es el primer actor que el público ve, y a él corresponden las octavas que abren la comedia, en las que expone las razones del conflicto. En seguida entra Clarinarte, encabezando el alarde de las tropas que se disponen a embarcar. En el diálogo entre padre e hijo se manifiesta la unidad existente entre ambos, como ramas de un tronco común. El príncipe admite el contraste entre su juventud («inadvertido mancebo, / de ayer hombre y de hoy soldado», vv. 41‑42) y la veteranía de sus tropas, pero apela a su propia sangre real como augurio de fortaleza: «ramo soy de un tronco tal, / que ya es en mí natural / lo que en otros diciplina» (vv. 50‑52). En correspondencia, el rey individualiza las virtudes de su hijo, atribuyéndolas no al linaje sino a «tu propio valor» (v. 67), reconociéndoles autonomía. La primera acción que se encomienda a ese vástago valeroso es, para que no nos quepan dudas, la conquista de una mujer, puesto que en esos términos se define la empresa tanto por parte del padre («que no es hazaña vencer / la fuerza de una mujer / quien se precia de tan hombre», vv. 95‑97) como por parte del hijo («que a un mancebo des el cargo / de vencer a una mujer», vv. 56‑57).
9Cuando llega el turno de Rodiana, Lope la presenta en una característica situación sentimental, pero para desmentirla al instante. Acompañada de su dama Ginebra, la reina contempla los retratos de dos de sus pretendientes extranjeros y escucha al oído los requiebros y la declaración de amor del conde, protector del reino. Frente a ese marco convencional, la joven manifiesta un carácter ajeno a los devaneos amorosos: tiene palabras críticas, incluso despectivas y burlonas, para sus pretendientes, y depara un trato no muy distinto, algo más cortés pero inflexible, al enamorado conde. Rodiana no tiene dudas: «De todos [los hombres] en general / recibo estraño disgusto» (vv. 230‑231). Apercibida del rumor de una posible invasión, manifiesta entonces una resolución ejemplar, desafiante: «aunque mujer, ciño espada» (v. 271), y aspira a sumarse, como décima integrante, a la nómina de los Nueve de la Fama. Tal actitud será todavía más manifiesta en cuanto se confirmen las noticias de que tropas escocesas han puesto el pie en tierras de Holanda, pues se proclamará «Atlante» (v. 538) e «hija de Marte y Belona» (v. 540) y contradirá, revirtiéndola, la baladronada desafiante que trae el conquistador en sus estandartes: si Clarinarte ha pintado al león heráldico de Escocia devorando a una corderilla que representa a Holanda, Rodiana ordena que se pinte en su bandera «que a un león una cordera / con su boca despedaza» (vv. 550‑551). Con estos trazos Lope dibuja un carácter arquetípicamente varonil, entendido no como ausencia de feminidad, sino como condición guerrera y belicosa, según una pauta que tiene amplio desarrollo en otras heroínas del Lope del siglo xvi, como Abderite en Las justas de Tebas y reina de las amazonas y, sobre todo, María Pérez, la protagonista de La varona castellana16. Rodiana abandona la escena para ponerse, «como varón [...] el traje decente» (vv. 556‑557). En su mutis afirma ir a investirse de otra identidad, la que considera más propia de su posición y carácter. Ya no volveremos a verla —salvo en efigie— hasta el segundo acto, y ahí su apariencia se habrá transformado.
10Si Rodiana no actúa según la pauta propia de una princesa casadera, sino de acuerdo con lo que se espera de un monarca valeroso y resuelto, Clarinarte debe responder a unas determinadas expectativas —paternas y colectivas—, y pronto lo veremos separarse de ellas. Desembarcado en Holanda, el príncipe azuza a sus tropas contra el lugar de recreo de la reina (donde ella no se encuentra), que queda arrasado. Lope presenta entonces breves cuadros del consiguiente saqueo, con soldados que se llevan su rapiña o se disputan parte del botín, siempre ante la mirada juiciosa de su príncipe, que sabe poner orden y ser equitativo, como en el asalto ha sabido ser buen capitán. El último de esos segmentos es crucial en el rumbo de la obra: el soldado Selenio regresa del ataque con el retrato de una dama, botín ridículo y carente de toda utilidad para él. Se lamenta de su mala suerte y, enojado, arroja el retrato al suelo, de donde lo recoge, curioso, el príncipe, que cae de inmediato bajo el hechizo de la desconocida. Desde el punto de vista de la acción teatral (de la memoria visual y verbal de los espectadores), no puede escapársenos que este momento se vincula, por contraste, con la desdeñosa actitud de Rodiana ante los retratos de sus pretendientes. Clarinarte paga por ese despojo de guerra una cantidad exorbitante (simbólicamente, rescata la imagen del desdén de la milicia) y se entrega a su contemplación, que se hace soliloquio en un soneto, el primero de la comedia («Retrato a mi valor cortado al justo», vv. 758‑771). En este punto, recorridos dos tercios del primer acto, los objetivos de Clarinarte dejan de ser los que eran: ahora solo le importa saber quién es la mujer del cuadro, para dar cuerpo y alma a su naciente deseo.
11Ese amor de vista —o, mejor, en efigie— no es un motivo extraño en el teatro de Lope, ni tampoco lo es la presencia de retratos, aunque su peso en la acción varíe según las obras. Sin salir de las piezas contemporáneas a El soldado amante, el amor provocado por un retrato (el de Lavinia, contemplado por Doristán) es el desencadenante de la acción en La infanta desesperada, aunque el hecho mismo no se muestra, sino que se nos refiere como antecedente de los hechos. El influjo puede darse también desde el deseo femenino hacia una imagen masculina: al empezar El príncipe inocente sabemos que Hipólita está enamorada de Alejandro porque lo ha visto en un retrato que ella misma encargó a un criado suyo, que se aventuró hasta Dacia con tal fin. Si buscamos presencia material del objeto, aunque con una función no idéntica, deberemos reparar en el arranque del segundo acto de Belardo el furioso, donde el desdeñado y desdichado protagonista entierra el retrato de su amada Jacinta, en un intento ritual de poner fin al tormento amoroso que lo consume. Pero el ejemplo más cercano se encuentra en la incompleta y coetánea La suerte de los tres reyes, en la que el príncipe Baltasar abandona su hogar en pos de la dama de cuya imagen se ha enamorado y cuya identidad desconoce por completo. El azar y un naufragio lo conducirán a Dalmacia, donde se halla precisamente esa bella mujer, que no podía sino ser la reina Basilea. Esta comedia tiene otros interesantes elementos en común con El soldado amante (también sobre la identidad y el disfraz), aunque no entraremos ahora en tales consideraciones. Retengamos simplemente que el retrato que enamora y la búsqueda de la mujer desconocida que figura en él constituye un motivo presente en otras obras de Lope —casi todas palatinas— compuestas en esos mismos años17.
12La fascinación de la imagen empuja a Clarinarte a una pesquisa, pero aparentemente no hay respuesta, por la acción misma de sus hombres: el asalto a la casa de placer de Rodiana ha sido cruento y no hay supervivientes, de modo que nadie puede darle razón de la bella desconocida. El príncipe casi ruega a sus hombres que detengan su furia destructora, porque podrían acabar con el recién descubierto objeto de su amor: «¡Doleos todos de mí / si no sabéis lo que pasa, / que allá le abrasáis su casa / y el alma me abrasa aquí!» (vv. 800‑803). El combate se desdobla en dos escenarios: la violencia del asalto y la violencia de las pasiones del príncipe. De la misma forma, Mambrino le reclama sentido común con una contraposición entre elementos del orgullo bélico y referencias al cuadro hechizador (por ejemplo, «Cuando una bala en despojos / lleva un lienzo de muralla, / ¿con otro lienzo te halla / amor limpiando los ojos?», vv. 820‑823). La resolución del misterio apenas se dilata, y solo se ve precedida por un breve cuadro de distensión cómica, en el que un grupo de soldados, interrogados por el príncipe, aventura hipótesis, a cuál más disparatada, sobre quién pueda ser la mujer del cuadro. Este contrapunto realista, junto con las anteriores imprecaciones de Selenio, ilustra la distancia entre el vulgo y un alma noble como la del príncipe, capaz de algo tan literario como enamorarse en ausencia. Será un azar, el descubrimiento casual de que el jardinero del lugar —que se llama Belardo18— ha sobrevivido, lo que permitirá deshacer el enigma: este identificará sin dificultad a la mujer que ya le quita la vida al príncipe (v. 771) como la reina Rodiana.
13La imagen representada tiene el platónico poder de enamorar a un alma sensible. Una vez establecida su identidad, una vez nombrada, alimenta el deseo de sustituir el signo por el referente: «Yo la veré» (v. 1060), afirma resuelto Clarinarte. La función de Belardo —a quien no volveremos a ver— es interesante considerada desde esta perspectiva, puesto que desvela una identidad y faculta el encubrimiento de otra: el príncipe va a apoderarse de sus ropas y de su historia («de este villano tomaré la forma», v. 1064) para adentrarse en solitario en el entorno de la reina, no sin antes escuchar la admonición, inútil, del capitán Mambrino para que vuelva al buen juicio y se centre en su misión. El «gran deseo» (v. 1061) que se ha despertado en el príncipe le ha dictado la «industria» (v. 1061), el disfraz, para alcanzar su objetivo. La primera transgresión del hijo ejemplar tiene que ver con su destino final e implica la ocultación de la verdadera identidad. Con ello se cierra el primer acto.
14El segundo empieza con Clarinarte solo sobre el tablado, a las puertas de la ciudad enemiga, manera de subrayar su decidida voluntad y el riesgo individual que se dispone a asumir, en contraste con su presentación al inicio de la obra. Lope sigue expresando los sentimientos del joven a través de los juegos entre la conquista militar y la amorosa: más dura que la muralla que quiso romper «con gruesa munición y gente armada» debe de ser «del alma de la infanta el grueso muro» (vv. 1105 y 1111). Igual que Clarinarte va a pasar toda la jornada disfrazado de villano, la reina vuelve a escena reconfigurada: como señala la acotación, sale «en hábito de hombre» (v. 1135), pertrechada con indumentaria militar. De acuerdo con su nuevo aspecto, como si el atuendo determinara la condición, Rodiana se niega a que se dirijan a ella como «señora»: «¡Hombre soy, no soy mujer!» (v. 1151), y se reclama Escipión o Aníbal (vv. 1144-1145), en una prolongación del ámbito de referencias que había hecho suyo en el primer acto.
15El primer encuentro de los dos protagonistas está marcado, pues, por la transformación, por identidades mutables, amplificadas o con sordina: una mujer vestida como hombre, guerrera y varonil, y un príncipe camuflado bajo ropas de labriego. Lo que la reina ignora —pero no nosotros— es que tiene ante sí a aquel de quien reclama venganza. En las hábiles manos de Lope, esta situación genera rendimiento semántico, puesto que las respuestas del «villano» Clarinarte se llenan de doble sentido, de acuerdo con el artificio de «engañar con la verdad», tan apreciado por el vulgo según el Arte nuevo19. Cuando el que todos creen labrador le dice a la reina que el aspecto del león que campea en la bandera del invasor escocés es temible, pero que «he visto la cordera / y que ha de vencelle aguardo» (vv. 1234-1235), sabemos que no está expresando un deseo militar, sino confesando un anhelo erótico. El juego se repetirá, aumentado, en cada nuevo diálogo entre la reina y el encubierto príncipe, que se da a sí mismo el nombre fingido de Rodiano (v. 1542), señal de su identificación con la amada y nueva muestra de su habilidad para ser otros que él.
16De acuerdo con su apariencia y con la historia que ha tomado prestada de Belardo, a Clarinarte se le asigna un puesto de jardinero en palacio, según un motivo presente ya en el Don Duardos de Gil Vicente y que Lope posiblemente utilizó por primera vez en El soldado amante, aunque volvería a él en otras ocasiones, casi siempre, a excepción de este caso, en el marco de comedias urbanas20. El motivo del jardinero fingido determina el espacio imaginario del resto del acto: el jardín de palacio que da a las habitaciones regias y que será escenario de la siguiente transformación del protagonista, la más crucial en el enredo y la que da nombre a la comedia. Al anochecer, cuando cree no ser visto de nadie (pero está en escena, desconsolada y sin ser advertida, la dama Ginebra, que acaba de ser rechazada por el conde), el príncipe se presenta al pie del balcón de su anhelada reina para suspirar por ella. Ante los ojos del público tiene lugar una metamorfosis: sale el príncipe con ropas rústicas y una espada en la mano, que declara haber cogido prestada al jardinero Fileno; se despoja de su sayo de villano y deja aparecer, debajo de este... otro disfraz: un peto militar, su armadura de soldado. Una función deja paso a otra, y la identidad se expresa a través de símbolos indumentarios, en una efectiva unión entre teatro y poesía, entre objeto y concepto21. Merece la pena reproducir entera la estrofa en que, como si fuese crisálida rompiendo su tosco envoltorio, la identidad más profunda de Clarinarte —también en sentido literal, porque está debajo de la otra— se manifiesta en escena: «Salid, dura corteza / en cuyo corazón un rey se guarda, / que vuestra rustiqueza / es para mi nobleza muy bastarda, / que este lucido peto / es adorno del hombre más perfeto» (vv. 1754‑1759). Con precisión matemática, Lope ha situado la imagen en torno a la que pivota la obra justo en su ecuador, y la ha envuelto en versos especialmente líricos y artificiosos.
17Descubierto entonces por Ginebra, y alertada Rodiana, Clarinarte improvisa una nueva personalidad: el esquivo Soldado Amante, identidad velada, apenas entrevista y cuyo nombre sintetiza su condición, puesto que la guerra de ese soldado es guerra de amor. La secuencia entera, fiada a lo verbal, se construye como un rápido intercambio entre Rodiana y el desconocido, en un alarde de habilidad versificatoria por parte de Lope, incluido un brillante soneto en eco. Por esa vía, líricamente, se expresa la fusión de ambos caracteres: lo que «ocurre» en esa escena son las palabras entrecortadas que se intercambian Rodiana y el príncipe, la acelerada y preciosista persecución del otro a través de un lenguaje que se articula en preguntas obsesivas y respuestas ambiguas. A ello se añade un aura de ambigüedad, ya que los personajes especulan sobre si la difusa entidad nocturna es humana o sobrenatural, es decir, si no se tratará acaso de una sombra generada por las ensoñaciones melancólicas de las dos mujeres que afirman haberla visto22. La propia reina confiesa adolecer de ese mal: «¿No me dirás quién eres claramente / para que no atormente el alma mía / esta melancolía que me acaba?» (vv. 1926‑1928). La melancolía de Rodiana podría tener su razón de ser en la visión de la sombra, aunque obedece a un motivo distinto: se ha enamorado, pero aún no lo sabe.
18Notemos también, llegados a este punto, la simetría que existe entre las dos escenas de enamoramiento. Clarinarte se prenda de Rodiana de vista, a través de un cuadro; Rodiana lo hace de oídas, ya que no logra ver con seguridad al Soldado Amante, que primero es una sombra y luego solo una voz que habla desde un lugar oculto. Tanto el príncipe como la reina quedan fascinados por entidades que podríamos calificar de fantasmáticas: una representación pictórica en un caso; una sombra, carente de rasgos definidos, inaprehensible, pero dotada de voz, encanto y capacidad de persuasión en el otro. Hay una elegante contraposición, una concordia discors, en este triunfo del amor. La culminación del segundo acto corrobora la progresiva identificación entre los dos jóvenes, puesto que en el ánimo de la reina, inducido en parte por Ginebra, nace el pálpito de que el misterioso soldado es el príncipe de Escocia, y de ahí brota el deseo de verlo y conocerlo: «Si no miente / la vista a lo imaginado, / de mí vendrá a ser amado / amorosa y tiernamente» (vv. 2279‑2282), en exacta respuesta a lo que le había ocurrido a Clarinarte al final de la primera jornada. Rodiana obra exactamente igual que vimos en el caso de Clarinarte: recurre al disfraz para encubrir su identidad y le pide al que cree jardinero que la acompañe. A la salida del sol se pondrán en camino.
19Lope estructura el acto final en dos cuadros básicos, muy parecidos y sucesivos, que transcurren en el campamento de los escoceses y en las salas del palacio de Rodiana. En esos cuadros, Rodiana y Clarinarte se verán llevados al límite en su juego de apariencias, que culminará con la revelación de la identidad de este. Comienza la tercera jornada como acabó la segunda, con los dos protagonistas en escena, solo que ahora van ambos disfrazados de villanos. Con esa indumentaria, Rodiana no solo transmuta su condición social, sino también su género: su disfraz es de hombre, «villano perfeto», «bello rapaz», «hombre […] bello» (vv. 2203, 2652, 2796). Pero algo se ha quebrado en esa identidad varonil. La reina confiesa tener miedo del peligro al que se expone, cosa que jamás le había ocurrido: «Nunca pude conocer / ser mujer en mi dureza, / y agora en esta flaqueza / conozco que soy mujer» (vv. 2267‑2270). La heroína, para completarse como mujer, para serlo propiamente, tiene que estar enamorada. El descubrimiento y reconocimiento del amor por parte de la dama, la admisión primero para sí y luego para los demás de lo que siente, es el proceso que ponen en escena tantas comedias posteriores de Lope, sobre todo de corte urbano; pensemos, por citar solo algunas, en Los amantes sin amor, La dama boba o El perro del hortelano.
20La escena en el campamento escocés permite que Clarinarte pueda mostrarse por primera vez ante Rodiana como el príncipe que es (con «espada y bastón», v. 2542), pero sin revelar su otra identidad. Mientras recupera —de nuevo a ojos vista, en el tablado— la condición de monarca gracias al cambio de indumentaria, Clarinarte abunda en los juegos de apariencias explotando un tópico filográfico fundamental, el de la transformación del que ama en el ser amado23: «Si se transforma por ley / el que ama en lo que adora, / sed vos villana, señora, / que yo por vos seré rey. / Pues vuestro ser he tomado / y vos el que yo tenía, / bien arguyo, reina mía, / que estoy en vos transformado» (vv. 2593‑2600). La cuestión de la apariencia y la sustancia adquirirá carácter de disputa cuando Rodiana sea llevada a presencia del príncipe, sospechosa de ser un espía de los holandeses, y ella advierta el extraordinario parecido entre el soberano y el villano que unos momentos antes la ha dejado a las puertas del campamento. Rodiana reconoce que Clarinarte le genera «cierta manera de enfado» (v. 2729) por ese parecido, siente que le falta al Príncipe «un no sé qué celestial» (v. 2737) y se promete a sí misma no casarse «con rey que a un villano iguala» (v. 2685). La réplica de Clarinarte señala que todos los seres humanos «somos juntamente iguales» (v. 2745) en lo que toca a «las cosas naturales» (v. 2742); la diferencia la establece la ayuda de Dios «conforme a su preeminencia» (v. 2749). Pero la declaración más interesante viene a continuación: es solo «nuestra propia intención» (v. 2753) la que distingue entre un rey y un vasallo cuando contemplamos a aquel en su majestad, sentado en el trono y con sus atributos de poder. Si somos sus súbditos, sentiremos temor (vv. 2755, 2758, 2769) y reconoceremos en él un aura de soberanía; si somos enemigos, quizá lo veamos no muy diferente de un villano, a pesar de sus ropas (v. 2771)24. A través de su protagonista, Lope da entrada aquí a una concepción del sujeto basada en una igualdad esencial, el cual a partir de esta se viste —e inviste— según las circunstancias y consolida su estatus por la ratificación de la mirada de los demás. El dramaturgo nos habla del poder, pero parece que nos esté hablando del teatro.
21Liberada generosamente por Clarinarte y de vuelta a su ciudad, Rodiana siente ratificado su amor y no puede creer que el labrador que de nuevo la acompaña (el príncipe, temerario, ha vuelto a disfrazarse) no sea el mismo hombre por el que suspira. Para probarlo lo ordena prender y pone su cuello bajo la espada. La escena busca el efecto de suspensión de los ánimos, aunque es poco probable que el público creyera que la obra realmente podía experimentar un giro trágico; más bien se trataba de llevar la situación planteada hasta el límite, para ver cómo lograban salir los amantes de la trampa en la que se habían metido ellos mismos. Rodiana detiene in extremis el brazo que va a descargar el golpe fatal, y lo hace por una razón que da sentido a todos los recodos que ha descrito la trama: el parecido del villano con el príncipe es tal que la reina, enamorada de este, preserva la vida de aquel. Clarinarte se salva, literalmente, por ser el «retrato» (v. 3175) de sí mismo, y con ello Lope cierra de forma perfecta el círculo que había empezado a trazar con el descubrimiento de la pintura en el acto primero. Superada la prueba de la identidad, Clarinarte reconoce finalmente ser quien es, y los dos amantes se funden en un abrazo, porque también son ya uno. Como si la obra hubiese llegado a su conclusión, se resuelve asimismo el conflicto entre el conde y Ginebra, que se aceptan en matrimonio, y Rodiana les dispensa las correspondientes mercedes.
22Pero faltan aún setenta versos, que en Lope dan para mucho. Un conflicto latente en la obra, que ya hemos adelantado, es el de la rivalidad entre padre e hijo por la posesión de una misma mujer, y en última instancia por el poder. La tensión paternofilial tiene una presencia relevante en el primer Lope, y adquiere su dimensión más violenta, hasta donde se me alcanza, en El hijo de Reduán, comedia compuesta probablemente a finales de los años ochenta, y por lo tanto anterior a El soldado amante, frente a cual esta supondría una evolución25. Ubicada en una Granada más literaria que real, caballeresca y enamoradiza, similar a la que Lope hilvanaba en sus primeros romances moriscos, El hijo de Reduán presenta el ascenso de Gomel, hijo secreto del rey Baudeles, que se ha criado fuera de la corte, como rústico, y que se cree vástago del capitán Reduán. Lope pone en escena a un joven carente de los códigos de conducta propios del sofisticado mundo galante de las Lizaras y los Gazules nazaríes, pero que es una fuerza desatada, arrollador en el desafío y en el amor: es su sangre, esa condición regia oculta, la que pugna por manifestarse y lo impulsa hacia las más altas cotas, con independencia de la corteza rústica que lo contiene. Este tema, cuyas múltiples variaciones fue conjugando Lope en sus primeras obras teatrales, pulsa aquí —aunque no en el desenlace— las notas de la tragedia: ignorante de su verdadera identidad y sin arredrarse ante nada ni nadie, Gomel, engañado por su madrastra, mata a su propio padre, que compite con él en amoríos con las damas granadinas.
23En un grado mucho menos destructivo, la tensión edípica —¿de qué otra forma cabría calificarla?— también está presente en El soldado amante. Dinacreonte y Clarinarte solamente están juntos en escena al principio y al final de la obra (primero, según veíamos, como ramas de un mismo tronco, luego como potenciales enemigos), pero a lo largo del acto tercero ambos personajes mantienen una discusión en ausencia, a medida que los planes de Clarinarte van divergiendo de la misión encomendada por su padre. Cuando el príncipe sabe por Mambrino que el rey se apresta a llegar a Holanda para continuar la acción militar en la que el hijo, aparentemente, ha fracasado, la respuesta de este es contundente: «No tengo padre ni quiero / que más se llame este nombre: / para padre soy muy hombre / y grande para heredero» (vv. 2922‑2925). El joven que al principio de la obra dudaba sobre si lograría estar a la altura de las circunstancias y confesaba que su valor era prestado, porque venía de su padre, pasa a cuestionar las decisiones paternas: la guerra que ha impulsado, consistente en «destruir la tierra» (v. 2921), le parece «mal hecha» (v. 2919) frente a su propia solución, que aspira, a través de la conquista de Rodiana, a convertir la guerra en una «paz tan noble» (v. 2919) que suponga, de hecho, «ganar la tierra al doble» (v. 2920). Mambrino, en un soliloquio, expresa esa tensión: entiende que los amores de Clarinarte y Rodiana van a propiciar «paz y provecho» (v. 2941), pero no pierde de vista que el principal escollo es, ahora, «el paternal mandamiento» (2941), esa ley del padre que Clarinarte deberá vencer, reclamando para sí, como le corresponde, la mujer, el poder y la herencia. Su identidad también debe definirse contra el padre. El conflicto está servido, y Clarinarte llega hasta el punto de plantearse «salirle al camino» a Dinacreonte para frenar sus acciones (v. 2929). Con todo, el límite que establece es el empleo de la fuerza, y no considera en modo alguno la posibilidad de una acción violenta: «Las armas [entiéndase “las únicas armas”] con el padre son razones» (v. 3224).
24Entre El hijo de Reduán y El soldado amante se observa, a estos respectos, una evolución: en la primera, el motivo de la lujuria del poderoso, sumado a la ignorancia de la propia identidad por parte del protagonista, desemboca en un parricidio; en la segunda, la rivalidad padre‑hijo, aun contenida, presagia un desenlace funesto, pero esa tensión no llega a liberarse, o no de un modo que implique una violencia directa. Tan significativo como estas diferencias es el hecho de que en las dos obras la resolución del nudo se vehiculice de idéntica forma: la aclamación por parte de la multitud, coro popular que legitima una determinada acción, por más que esta contenga violencia e insubordinación, y entroniza a quien la ha llevado a cabo, barriendo toda oposición. Veamos brevemente cómo finaliza El hijo de Reduán: tras acabar con la vida del rey Baudeles y descubrir, demasiado tarde, que ha dado muerte a su propio padre, una multitud se dispone a acabar con Gomel. Este se encuentra en ese momento en una sala de palacio, acompañado de un fiero león al que ha sometido con su sola presencia (el animal percibe, claro está, la nobleza de la sangre del joven). A pesar de los peligros que lo amenazan, Gomel siente un sueño invencible, y cuando la turba llega hasta él lo encuentra plácidamente dormido en el trono, con un león rendido a sus pies. Semejante estampa de maiestas es interpretada como una señal indisputable de que el «hijo de Reduán» debe ser el nuevo rey de Granada. Al despertar y verse aclamado por todos, Gomel empieza a actuar como un verdadero monarca: su proceso de aprendizaje, de acceso a la identidad, ha concluido.
25Lope vuelve a este recurso unos pocos años más tarde, en nuestra comedia. Al término de esta, cuando Dinacreonte cerca la ciudad de Rodiana, donde se encuentra su hijo, de quien sospecha que lo ha traicionado, la respuesta de Clarinarte no consiste en presentar resistencia, sino en salir con Rodiana «abrazados», según reza la acotación (v. 3230), y plantarse ante las tropas escocesas, las mismas que hasta entonces había comandado. En el breve parlamento que pronuncia a continuación, Clarinarte confirma el desarrollo de su carácter y su capacidad para encontrar una solución alternativa a la guerra: «Yo os doy señor en paz, reina a contento / de cuanto cerca el mar helado y frío, / casada con su igual y rey tan vuestro» (vv. 3251‑3253). El veredicto popular no se hace esperar: la masa de soldados aclama al rey joven y se opone a la voluntad del viejo, aunque aclarando que para ellos los dos son uno solo: «[…] desde hoy más perdona / si las espadas contra ti volvemos, / pues las sacamos contra tu persona, / que es el mismo que allí presente vemos» (vv. 3255-3258). Al igual que ocurría en la comedia granadina, el cuadro final se plantea como peripecia, como cambio de fortuna: la multitud tiene un designio (aniquilar al protagonista), pero espontáneamente, a la vista de ciertos hechos o dichos (y de la imagen gráfica, casi emblemática, de una joven pareja abrazada, como lo era en El hijo de Reduán un joven con un león a sus pies), esa punición se transforma en proclamación. La colectividad, bajo continuo, telón humano sobre el que se proyectan las acciones de los personajes individualizados, certifica la valía de la nueva generación y el momento de relevo de la vieja26. La hora de Clarinarte ha llegado y Dinacreonte no podrá hacer otra cosa que aceptarlo. Lope ha recortado por unos instantes al viejo monarca sobre la silueta del tirano trágico, pero lo aparta de esa función: ante la reacción de sus tropas, Dinacreonte reconoce la pujanza de su hijo y accede a que contraiga el mejor matrimonio posible. La tensión se disuelve en un final celebratorio y coral, que anuda virtud, poder y deseo en la figura del príncipe. La comedia aplaude la superación del conflicto mediante un pacto que deriva del amor y cuyos beneficios son visibles para todos: el reino se conquista, «más que con sangre, con la paz dichosa» (v. 3236). Y así, con la supeditación de las armas al amor, que todo lo vence27, concluye, jubiloso, El soldado amante.
26He aquí a Lope de Vega hacia 1595. Obras como la presente permiten apreciar, aun con sus imperfecciones y sus cabos sueltos —también a través de ellos—, lo que lo hizo imbatible en los corrales: el triunfo del amor, su entronización como móvil dramático pleno y efectivo. Los roles principales de tantas comedias palatinas tempranas, esos jóvenes determinados, enamoradizos y al cabo triunfales, como Clarinarte y Rodiana, oponen a la gravedad de los amantes de las tragedias inmediatamente anteriores un dinamismo lúdico, ansioso y deseante. Tales caracteres se perfilan a menudo sobre un fondo de señales y códigos heredados del modelo trágico, del que Lope conserva la ambientación remota o exótica y los protagonistas elevados, así como la oscura fuerza de los motivos tradicionales (rivalidades familiares, hijos perdidos, celos asesinos) que animan muchas de las fábulas28. En la de El soldado amante, el tema de la identidad se revela vector de acción fundamental, mecanismo decisivo para que los protagonistas avancen hacia su destino; solo que aquí no tienen que alcanzar o conquistar una identidad que les es desconocida, sino que camuflan la propia y multiplican sus disfraces como medio de perseguir sus objetivos. Diríamos también que no están del todo conformes con el papel que les ha sido asignado y que se dejan fascinar por las posibilidades del cambio. En este sentido, la obra tiene cierto potencial disolvente, puesto que a través de las máscaras se cuestiona la identidad recibida, o al menos se pone en duda su carácter esencial. Esa inestabilidad, no obstante, es efímera: dura lo que dura la obra. Si el escenario es el espacio en que campan a sus anchas la simulación, la ambigüedad, la fluctuación de la identidad, cuando la representación llega a su término se impone lo contrario: el fin de la simulación, la superación de la ambigüedad, la fijación definitiva de la identidad. En el futuro feliz que la comedia, en su desenlace, inaugura, no hay lugar para nuevas transformaciones. Pero el trayecto se ha permitido celebrar el desorden y la transgresión.
Bibliographie
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Notes de bas de page
1 Plauto, Amphitruo, v. 123.
2 Morley, Bruerton, 1968, pp. 257-258.
3 Para una caracterización de ese período en la vida de Lope, véase ahora Sánchez Jiménez, 2018, pp. 96-108.
4 Tomillo, Pérez Pastor, 1901, p. 10; lo comenta García Reidy, 2009, pp. 259-260.
5 Podemos ver la información en Vega, El leal criado, ed. de Aurora González Roldán, p. 273; Id., Comedia de San Segundo, ed. de Marcelino Menéndez Pelayo, p. 270; Id., Laura perseguida, ed. de Silvia Iriso, p. 39.
6 Solo unos meses anterior, de enero o febrero de 1594, es El maestro de danzar (Vega, El maestro de danzar, ed. de Daniel Fernández Rodríguez y Alessandro Martinengo, p. 15).
7 Para explicaciones parciales —y complementarias— de esos mecanismos pueden verse Oleza, 1981 y 2009; Pontón, 2013, pp. 641-656.
8 Vega, El peregrino en su patria, ed. de Juan Bautista de Avalle-Arce, p. 481. Véase Pontón, 2017a, pp. 608-609, y Fernández Rodríguez, 2019.
9 Para la compañía de Osorio y Alcaraz, y para el parentesco entre ambos, véase la documentación reunida en DICAT, entradas «Osorio, Rodrigo» y «(López) de Alcaraz, Diego»: Ferrer Valls (dir.), 2008; así como las conclusiones aportadas en Vega, El soldado amante, ed. de Gonzalo Pontón, pp. 422-424.
10 Para un estudio pormenorizado de la cuestión remito a ibid., pp. 426-463.
11 Vega, Obras dramáticas, ed. de la Real Academia Española, p. LIII.
12 Id., El soldado amante, t. I, vv. 265-266. Todas las citas de la comedia proceden de mi edición crítica para PROLOPE. Para no multiplicar innecesariamente las notas al pie, en lo sucesivo indico los versos en el cuerpo del texto.
13 Puede verse también el resumen argumental incluido en Artelope, así como el resto de la información sobre la comedia contenida en esa preciosa base de datos: Oleza (dir.), 2011.
14 Para la caracterización del subgénero en el Lope temprano véase Oleza, 1981.
15 Aportan un marco teórico sobre estas cuestiones Thacker, 2002, y Couderc, 2006.
16 Sobre la mujer varonil ténganse en cuenta McKendrick, 1974, así como Lagresa, 2011.
17 Desde luego, también hay ejemplos posteriores, con usos más funcionales en la intriga, como el del retrato de Casilda que encarga el Comendador en Peribáñez. Para un estudio del papel del retrato en el teatro español de la época, sensible a cuestiones como la representación simbólica, la legitimidad y el poder, véanse McKendrick, 1996 y Bass, 2008.
18 Para el alter ego más famoso de Lope, con especial atención a la poesía (donde se lo representa como hortelano, en correspondencia con el jardinero de esta comedia), véase Sánchez Jiménez, 2006 pp. 32-36.
19 El pasaje es de sobras conocido: «El engañar con la verdad es cosa / que ha parecido bien [...] / Siempre el hablar equívoco ha tenido, / y aquella incertidumbre anfibológica, / gran lugar en el vulgo, porque piensa / que él solo entiende lo que el otro dice», Vega, Arte nuevo, ed. de Felipe B. Pedraza Jiménez y Pedro Conde Parrado, vv. 319‑320 y 323-325 (y también el comentario de pp. 551-561). Véase asimismo Lama, 2011.
20 Es el número K1816.1 de Thompson, 1989. Para el seguimiento del motivo en Lope véase Trambaioli, 2012, especialmente pp. 185‑188. Para una visión más amplia, de alcance europeo, Profeti, 1999.
21 Estudia la importancia del disfraz en el primer Lope, y su valor simbólico en relación con la identidad, Presotto, 1995.
22 Sobre esta cuestión, que nos lleva hasta El caballero de Olmedo, remito a Pontón, 2017b.
23 Véase Serés, 1996.
24 Son ideas que Lope conoce en cuanto asentadas en la tradición aristotélico‑tomística, que llegan hasta De rege et regis institutione de Juan de Mariana (1599). La idea de la igualdad entre los individuos se remonta al Digesto; la del timor encuentra una de sus expresiones más características en Maquiavelo (Principe, xvii). Para enmarcar la cuestión en el contexto hispánico véanse Nieto Soria (dir.), 1999 especialmente pp. 31-56 y Braun, 2007.
25 Para la fecha, véase Vega, El hijo de Reduán, ed. de Gonzalo Pontón, pp. 823-824.
26 Sobre las motivaciones de la masa y su defensa de la legitimidad en algunas obras de Lope, con atención específica a El hijo de Reduán, véase Kirschner, 1998, pp. 34-47, y asimismo su artículo Kirschner, 1991.
27 Lo afirma literalmente el príncipe: «¿No ves que vence el amor / cuantas cosas tienen ser?» (vv. 2555‑2556), con eco evidente de Virgilio, Bucólicas, X, 69.
28 Para la tragedia en Lope, con atención al contexto previo, véase Artois, 2017, especialmente pp. 47‑127.
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Universitat Autònoma de Barcelona
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