Apostilla a tres ediciones recientes del Guzmán de Alfarache de Mateo Alemán
p. 249-263
Dédicace
Pour Jean‑Pierre,
avec ma reconnaissance et ma vieille amitié.
Texte intégral
1Dos obras señeras de la narrativa occidental, precursoras de la novela realista moderna, compartieron a comienzos del siglo xvii los favores del público lector tanto hispano como europeo: el Guzmán (1599‑1604) de Mateo Alemán y el Quijote cervantino (1605‑1615)1. Pero, curiosamente, harto distinta había de ser la suerte editorial de ambos textos en el siglo xx. Mientras que el libro de Cervantes mereció pronto, en España, los honores de prestigiosas ediciones verdaderamente críticas (la de Francisco Rodríguez Marín se remonta a los años 1911‑1913), la genial «poética historia» del pícaro‑atalaya debió esperar no solo a la meritoria edición de Samuel Gili y Gaya preparada igualmente para los «Clásicos Castellanos» de La Lectura (1926-1936), sino sobre todo a la espléndida edición de Francisco Rico (Planeta, 1967), ineludible referencia desde entonces de toda labor ecdótica concerniente al Guzmán alemaniano. Y veinte años más fueron necesarios para que viera la luz la cuidadosa edición de José María Micó (Cátedra, 1987) que actualizaba y afinaba el ya muy riguroso trabajo de Rico. Por fin, casi treinta años después, han salido sucesivamente a la luz, entre 2012 y 2014, tres memorables ediciones llamadas —cada una en su propio registro— a marcar época: la de Luis Gómez Canseco (Real Academia Española, 2012), la de Pierre Darnis (Clásicos Castalia, 2014), y la de David Mañero Lozano (Vervuert – Junta de Andalucía –Universidad de Sevilla, 2014), la cual tiene además el buen gusto de insertarse en La obra completa (directores Pedro M. Piñero y Katharina Niemeyer) de Mateo Alemán. Huelga subrayar que los alemanistas están de enhorabuena2, si bien da un poco de pena constatar, con Piñero3, que a estas alturas ni siquiera disponíamos aún de una edición de las obras completas del insigne novelista sevillano, «el gran olvidado en la historia de la novela» según la fórmula de Rico4. Sea lo que fuere, conviene saludar el sagaz monumento de erudición filológica que nos ofrecen las tres ediciones en cuestión.
2Una de las originalidades de esta novísima oferta editorial radica, entre otras palmarias virtudes, en la elección del texto de referencia por lo que hace a la segunda parte de la Atalaya de la vida humana. En ausencia de cualquier manuscrito original del Guzmán, sabido es que las entregas anteriores reproducían ante todo el texto de un ejemplar único y sin portada de la Biblioteca Nacional de España (en realidad la impresión de 1605 por Antonio Álvarez) erróneamente atribuido a la princeps lisboeta (Pedro Craesbeeck, 1604) cuya existencia, localizada en 2005 por Jaime Moll, era por entonces solo conocida por un facsísimil de la portada5. Así, los editores más recientes han podido contar por vez primera con las tres ediciones que Alemán hizo estampar en Lisboa: la príncipe auténtica (Craesbeeck, 1604), la de 1605 debida al impresor Álvarez, y la reimpresión en octavo realizada asimismo en 1605 por Craesbeeck, edición (sin retrato) que se supone también supervisada por el autor.
3De esta forma, gracias a la magnífica labor ecdótica llevada a cabo, en particular, por Luis Gómez Canseco iniciador del proceso de depuración textual prolongado por David Mañero (ambos parten de la reedición de Craesbeeck) y matizado por Pierre Darnis que privilegia la edición de Álvarez, puede ya considerarse que estamos ante un texto rayano en la perfección hoy por hoy alcanzable. Y los comentarios específicamente literarios sobre la gran novela de Alemán no desdicen en general de dicha excelencia.
4Impresionado, pues, por tanta erudición y sabiduría (Gómez Canseco nos brinda, por ejemplo, más de 200 páginas de variantes, y casi 300 de pertinentes «Notas complementarias»), me limitaré en esta modesta apostilla a comentar ciertas variantes y anotaciones de los dos últimos capítulos de la Atalaya, cuyas incidencias en el sentido global de la tragicomedia merecerían alguna reflexión.
«Buscaste caudal para hacer empleo [...]»
5Al igual que los dos capítulos iniciales centrados en la figura del padre, los dos capítulos conclusivos de la historia del pícaro «reformado» son «esenciales a este discurso» por dramatizar la ruptura con el determinismo paterno en nombre de la metáfora pictórica «vuélvase la tabla» (2, III, ix) que hace eco a la anécdota del caballo pintado (1, I, i) introductora del mercader hispano‑genovés6.
6En la mente de todos está el controvertido desenlace de la Atalaya que, como el Lazarillo, tiene su «caso», pero es ahora un caso «janual con dos caras» (por usar palabras guzmanianas): la «conversión» ética (2, III, viii) y la «conversión» política (2, III, ix), dos posturas conflictivas que predeterminan la confesión del galeote o «conversión» poética7. El desencadenante y alma de este «caso» es un pequeño éxito comercial «en cosas de vivanderos», primera inversión lícita operada por Guzmán en lo que el economista Luis Valle de la Cerda calificaba, en 1600, de «trato de mercancía legítima» por descansar en «cosas» y no en tráficos especulativos a lo genovés8. Esta cuestión del contradictorio «capitalismo» bifronte (mercantil versus financiero) era por aquellas fechas tan candente (piénsese en las bancarrotas manipuladas por los asentistas de Génova) que llegó a generar, entre 1596 y 1607, una angustiada obsesión en los sectores comerciales y políticos. No obstante, pese a los patéticos avisos de los «repúblicos9» que preconizaban soluciones «mercantilistas» con vistas a dignificar la función del «mercader», este, siempre sospechoso de ascendencia judeoconversa, siguió siendo sinónimo de bajeza social y vileza moral. Para la gran mayoría de los moralistas y teólogos del siglo xvi, el mercader era el emblema del pecador por antonomasia. De hecho, lo que estaba en juego detrás del caso genovés era la supervivencia de la maltrecha burguesía mercantil castellana10. Baste citar a Fernand Braudel:
Une bourgeoisie d’affaires ne s’est pas formée en Espagne, Felipe Ruiz Martín vient de le démontrer, du fait de l’implantation d’un capitalisme international nocif, celui des banquiers génois et de leurs congénères11.
7Mercader frustrado, «contador» de Hacienda y reformador tacitista, Mateo Alemán, que escribe en el ápice del Siglo de los genoveses iluminado por Ruiz Martín, no atribuyó por casualidad al pícaro un progenitor genovés cuya sombra le acompaña hasta a bordo de la galera. Si «la luz» empieza a hacerse en la mente del galeote a raíz de su exitosa inversión «en cosas de vivanderos», o sea ya en su vocación de legítimo mercader, el dato no puede reducirse a un detalle anecdótico como, al parecer, opinan Luis Gómez Canseco y Katharina Niemeyer12. Vincular al comercio la dignificación moral del protagonista era, en 1604, una auténtica provocación respecto a la axiología dominante. También importa recordar que Guzmán, por experiencia, tiene ante todo en cuenta su propio interés y el poder social del dinero. De ahí que su «reformación» ética no pueda ser puesta en tela de juicio. Dudar de su sinceridad equivaldría a tergiversar la lógica del texto. Estamos ante una conversión económica que rompe con el quehacer financiero del padre genovés. Como lo ha realzado Charles Longhurst, uno de los más perspicaces analistas de la Atalaya,
The change is perfectly ethical, it is derived not from a religious conversion but from honest commercial practice, which Guzmán had flouted for the most part of his life […]. The ethos of Guzmán is that of a corrupt merchant before and of an honest merchant after he has undergone reform13.
8Todo ello en nombre de un axioma insólito en el Siglo de Oro: «Ser uno mercader es dignidad» (2, III, ii). Y no es superfluo precisar que Guzmán, al liberarse de la culpabilidad paterna, se siente justificado «en su estado» de mercader, conforme al lema axial del libro: «salvarte puedes en tu estado» (1, II, iv). Tras descubrir que el Bien (el «trato legítimo») podía ser rentable, nuestro galeote pasa lógicamente a invertir en «cosas» de Dios: «Buscaste caudal para hacer empleo, búscalo agora y hazlo de manera que puedas comprar la bienaventuranza» (2, III, ix).
9Lamento recalcar aquí análisis archiconocidos, pero extraña comprobar que, salvo en la edición de Darnis, la «reformación» mercantil queda francamente soslayada: Gómez Canseco y Mañero Lozano optan así por una metamorfosis espiritual «porque sí» basada en un repentino acto de fe digno de la lectura tridentinista de Enrique Moreno Báez. Atendiendo al tropismo comercial de la psicología del pícaro, era de esperar por lo menos alguna referencia a la apuesta pascaliana en virtud de la cual es más rentable creer en Dios que no creer. Al mismo pragmatismo moral remite, al fin y al cabo, una frase del San Antonio de Padua que se ajusta cabalmente a la conversión de Guzmán: «Sabe solo Dios a quién da su gloria y en qué grados, mas acá políticamente vamos con la práctica de las cosas del suelo rastreando lo que pasa en el cielo14».
10¿Por qué y cómo «se reforma» Guzmán? ¿Cuál es el estímulo desencadenante de su toma de conciencia? El lector de las dos ediciones antedichas lo ignora totalmente, hasta tal punto que se le podría antojar (como a buena parte de la crítica) que esa conversión suena a cínica impostura. En realidad, el único factor de credibilidad es la intención interesada del galeote, manifestada repetidas veces en el capítulo penúltimo (3, III, viii) de juntar «algún dinerillo para hacer algún empleo», intención reafirmada poco después («hacer empleo en algo que fuese aprovechado»), antes de plasmarse finalmente en su realización: «empleé mi dinerillo todo en cosas de vivanderos», es decir en «cosas de regalo y bastimento»15 como queda precisado más adelante. Esta obsesión por «hacer algún empleo» comercial, preludio del monólogo de la conversión, invalida obviamente el comodín rutinario de una transformación súbita de índole espiritual. De hecho, la «reformación» de Guzmán ha sido preparada con cuidado: es el fruto de un largo proceso mental, aspecto curiosamente escamoteado por Mañero Lozano y Gómez Canseco. Este último, además, tras insistir en lo «imprevista» de una conversión análoga a «la de Saulo camino de Damasco o [a] la que, también entre lágrimas, narra san Agustín en sus Confesiones16», gratifica al lector de una sorprendente nota que banaliza y neutraliza el episodio. Si hemos de creerle, la frase clave «Buscaste caudal para hacer empleo, búscalo agora...17» significaría ahí «para comprar la salvación eterna18», cuando el pretérito «Buscaste» remite expresamente al negocillo «en cosas de vivanderos» para el cual Guzmán reuniera «algún dinerillo [...] para hacer algún empleo19». Decepciona encontrar en esta prestigiosa edición, verdadera suma de sabiduría alemaniana, semejante asunción crítica que no concuerda con la psicología del protagonista‑narrador, y pone en entredicho la coherencia de su «confesión general». Lejos estamos del racionalismo militante de Alemán oportunamente resaltado por Piñero20: «el que quisiere sígame, que pocos venceremos a muchos con las armas de la razón», documenta la Ortografía castellana. En todo caso, habría que matizar la definición del Guzmán como «una gran novela contrarreformista21».
«Descubrile / descubriose [toda] la conjuración»
11La otra cara del «caso» de la Atalaya es más problemática aún: se trata de la manera como Guzmán presenta, ya en el último capítulo, su denuncia de la conspiración urdida por su enemigo Soto con «algunos moros y forzados», para «alzarse con la galera» frente «a la costa de Berbería». Se recordará que Soto, mediante «la embajada» de un moro, pide al corullero su colaboración, cosa que este finge aceptar con «buenas palabras» antes de «descubrir [toda] la conjuración» al capitán de la nave. Pues bien, mis reparos conciernen ahora a la elección de una variante textual («descubrile la conjuración» en las dos ediciones de Craesbeeck, o bien «descubriose toda la conjuración» en la impresión de Álvarez), cuyas connotaciones implican asimismo una opción hermeneútica.
12Los tres editores que examinamos eligen la grafía «descubrile», incluso Darnis que sin embargo sigue la edición de Álvarez sin descartar la reimpresión de Craesbeeck. La norma de toda buena ecdótica requiere, en efecto, no sacralizar la edición príncipe y privilegiar una segunda edición revisada por el autor. En este caso, además, la forma «descubrile» ya se hallaba en la princeps de Craesbeeck. Puesto que hasta el trabajo de Gómez Canseco todas las ediciones modernas adoptaban la lección «descubriose» estampada por Álvarez, el cambio resulta llamativo, y tanto más cuanto que se inscribe en un lugar estratégico de la historia.
13Desde mi punto de vista, el recurso subjetivizador a la primera persona «descubrile» presupone una mentalidad bien distinta. Y la diferencia dista de ser anodina. Al asumir a las claras la autoría de su delación («una repugnante felonía22» según Maravall) que conjuga la mentira y la traición, el corullero hace gala de un cinismo descarado por cuanto consigue a la vez vengarse de Soto y abrirse la posibilidad de «alcanzar algún tiempo libertad». Verdad es que su delación se opera a costa de peligrosos delincuentes y moros a punto de hacerse con la nave de la república cristiana. En tal sentido23, es también un acto cívico en pro del «bien común» y en aras de la razón de Estado. Pero, ¿de qué «razón de Estado»? En el epígrafe de dicho capítulo, Guzmán, que poco antes ha observado «tuve malos medios24», se define por «el medio que tuvo para salir libre [de las galeras]». Sin prejuzgar, por cierto, el efecto surtido in fine por el medio en cuestión25, interesa destacar que la voz «medio» era a la sazón típica del discurso maquiaveliano. A esta luz cabe recordar que para Ribadeneira, «la razón de estado no es una sola, sino dos»: una verdadera «enseñada de Dios», y una falsa fundada en «humanos y ruines medios». Y la frontera entre la «buena» y la «mala» era a veces tan vidriosa que importaba estar «siempre muy en los estribos y sobre sí, para no dejarse llevar de la doctrina pestífera de Maquiavelo26». Por lo visto, al reivindicar en primera persona su papel de traidor como si fuera un timbre de gloria, Guzmán se inclina nítidamente hacia el realismo maquiavélico, orientación bien captada por Darnis, quien —aunque olvida la otra variante— advierte con razón: «emerge hasta el final un maquiavelismo crudo27». El inconveniente de semejante lectura es que resta crédito a la regeneración moral del galeote, lo cual nos induce a concluir que estamos quizá en presencia de la «confesión» de un impostor. En tales circunstancias, fuerza es dudar de que el rey se muestre tan crédulo como para otorgarle su perdón. En suma, nuestros tres editores podían haber mencionado la relevancia de la nueva formulación.
14La segunda variante («descubriose toda la conjuración») que registra la edición lisboeta de Álvarez (1605), no puede considerarse una errata toda vez que recibió igualmente el visto bueno de Alemán. No parece pues ocioso examinar su rendimiento semántico y preguntarse por las razones (sin explicitar) que incitaron a los tres editores a rechazarla.
15Ya en 1979, en el aparato crítico de su edición del Guzmán, Benito Brancaforte llamó la atención (sin más comentario) sobre la originalidad de dicha forma verbal: «Obsérvese —escribía— cómo el protagonista narrador no dice “le descubrí”, sino “descubriose”28». Su intuición le dictaba que en ese repudio de la norma trivializante (esperada por el lector corriente) anidaba tal vez un matiz psicológico a la medida de silenciadas reflexiones. Pienso que este solvente hispanista llevaba toda la razón.
16La tercera persona «descubriose» impersonaliza naturalmente la delación, cual si Guzmán quisiera restar protagonismo a su personaje, desentendiéndose así del caso para exonerarse de responsabilidad ante una «conjuración» enfatizada por el indefinido «toda». Esta actitud supone en el delator un cierto punto de vergüenza y el deseo de apartar ese sentimiento de culpa. Por ruines que fueran las víctimas de su alevosía, y por cívica que esta parezca a las autoridades, el corullero es consciente de haber cometido una traición. Recuérdese que, después de su «reformación», nos ha avisado de su «propósito firme de no hacer cosa infame ni mala por ningún útil que della me pudiese resultar29». Y una traición —los moralistas políticos del tiempo coinciden en ello, empezando por el tacitista Lipsio— era sin la menor duda una «cosa infame y mala». Si su conversión fue sincera y auténtica, el galeote no podía por menos de sentir algún escrúpulo ante esa bajeza. En la primera parte, en efecto, el narrador, quizás aludiendo a las Políticas de Lipsio, ha declarado premonitoriamente:
La traición aplace, y no el traidor que la hace. Bien puede obrando mal el malo complacer a quien le ordena; pero no puede que en su pecho no le quede la maldad estampada y conocimiento de la bellaquería, para no fiarse dél en más de aquello que le puede aprovechar (I, ii, 10)30.
17Desde tal perspectiva, congruente con la «mala conciencia» habitual de Guzmán («como soy malo nada juzgo por bueno»), la «confesión general» queda mejor justificada que dentro de la hipótesis maquiavélica. Bajo el signo de Tácito, que adorna el retrato de Alemán, todo se ordena más verosímilmente. No solo sabemos que los tacitistas se apasionaban por los problemas morales sin esquivar la importancia de la religión para el Estado31, sino que, como especificaba Maravall citado por Piñero32, se caracterizaban por una «firme matización sicológica en materia política». Dos aspectos aquí esenciales. No es indiferente observar que el verbo impersonal «descubriose» constituye la única connotación moral en un capítulo ejemplarmente exento de moralidades. Y ese afloramiento de culpa, lógico en un recién convertido a «la virtud», explicaría que Guzmán se sintiera un poco avergonzado al notar que el capitán estaba «exagerando [su] bondad, inocencia y fidelidad33». El sabía muy bien que hacía falta relativizar, y mucho, esa buenísima impresión, acorde con la conocida máxima de Maquiavelo: «Todos ven lo que pareces, pocos sienten lo que eres34». A mi entender, la silenciada interioridad moral del delator (insólita en un narrador de tanta lucidez introspectiva y nada reacio a encubrir sus estados de ánimo), se insinúa por el resquicio de esa tercera persona: «Mucho dejé de escribir, que te escribo», advertía Alemán «al discreto lector35». Asistiríamos ahí a una fusión del yo narrado y del yo narrador, finura novelesca que no se ha de descartar en un escritor de la talla del sevillano cuyo Guzmán de Alfarache —no lo olvidemos— viene a ser la primera gran novela psicológica.
18Habida cuenta de la obsesión de nuestro novelista por el estilo y la pulcra transmisión impresa de sus obras, ¿cuál sería la verdadera versión a sus ojos: «descubrile» o «descubriose»? Las tres ediciones lisboetas (supervisadas por él) distan de presentar un texto totalmente fiable; los editores confiesan que en múltiples ocasiones tuvieron que espigar la mejor variante en una u otra de ellas: Gómez Canseco se refiere así a «algunas enmiendas hechas en B [Álvarez] y que, por error u olvido del autor, no llegaron a consagrarse en C [Craesbeeck-1605]36». Por otra parte, sabemos, gracias a José María Micó37, que esas ediciones se realizaron precipitadamente. También, a falta de documentación circunstanciada sobre la estancia de Alemán en Lisboa, se desconoce en qué condiciones le fue dado controlar la labor de los impresores38. El hecho es que abundan en dichas ediciones las deficiencias o lecturas apresuradas de los cajistas lusos. La edición más descuidada fue la princeps de Craesbeeck en 1604: es la única, por ejemplo, que registra la variante «Berbería y Turquía» (II, iii, 9), añadidura discutible (suprimida con razón en la reimpresión de 1605) por diluir la alusión a la deriva opuesta del padre apóstata en Árgel (I, i, 1).
19En cuanto a las dos formas «descubrile» y «descubriose» igualmente autorizadas por el novelista, cabría pensar (sin descartar una negligencia de Alemán) en una probable corrección arbitraria de los cajistas portugueses, quienes, sorprendidos por el uso de una tercera persona que se desviaba de la norma vulgar (lectio difficilior), optaron por restablecer la primera persona (lectio facilior), una trivialización a la medida del habla corriente. En cualquier caso, resulta obvio que la lectio difficilior (siempre preferible en un texto literario) ofrece aquí un matiz psicológico y dramático más apropiado al «decir callando» del autor. Es curioso que ninguno de los tres editores haya prestado el menor interés por la variante «descubriose»: todos eligen (sin argumentar) la lectio facilior de Craesbeeck; hasta Darnis se aparta en este aspecto de la versión de Álvarez, pero debo reconocer que así se muestra coherente con su tendencia a acentuar el maquiavelismo de la obra.
20Bien mirado, la elección de una u otra variante no es neutra a la hora de aquilatar el ambiguo desenlace de la Atalaya que, por situarse fuera de la narración, queda en suspenso, pendiente de la decisión del rey. ¿Fue Guzmán liberado, o permaneció en la galera «como libre» en espera de una liberación siempre aplazada conforme a la «Declaración para el entendimiento deste libro39»? Desde la postura maquiavélica inducida por «descubrile», muy dudoso sería que el monarca católico accediera a la solicitud del crédulo capitán. La definición del padre Ribadeneira («el príncipe debe estar como en atalaya, siempre velando para descubrir desde lejos los enemigos40»), similar a la de Alemán («El vela cuando todos duermen41»), no aboga en favor de la libertad. En cambio, la variante «descubriose» que mitiga la amoralidad del delator y se ajusta mejor al prudencialismo tacitista, dejaría «un portillo» abierto al indulto de «Su Majestad». A nivel simbólico, la problemática rehabilitación del galeote‑mercader vendría a reflejar la suerte de la clase mercantil castellana confrontada por entonces con su, aún evitable, fracaso histórico.
Consideraciones de diversa índole
21Terminaré evocando algunas minucias y escasas erratas fácilmente subsanables de cara a una reedición de los trabajos aquí rápidamente reseñados.
22En su luminosa contribución titulada «Los retratos de Mateo Alemán», análisis cuyos criterios laicizantes comparto íntegramente, Pedro M. Piñero comete un ligero desliz al calificar de «médico» y «doctor»42 al licenciado Francisco Vallés, «Prior de Santa María de Sar en el reino de Galicia» y autor de las Cartas familiares de moralidad (1603). El médico fue su padre, el «divino» doctor Francisco Vallés (1524‑1592), catedrático de Medicina en la Universidad de Alcalá. Nada infrecuente entre los alemanistas, esta confusión enturbia el papel desempeñado por el prior en el entorno de Alemán y Pérez de Herrera43.
23Por otra parte, quiero subrayar la riqueza del aparato crítico elaborado por Pierre Darnis. Amén de la anotación puramente filológica, es de destacar el alcance de las abundantes referencias culturales y políticas que contextualizan su estudio. Particularmente estimulantes son sus atinadas citas de Tácito, Maquiavelo y Lipsio, o, por ejemplo, su cotejo de la expresión alemaniana «hacer atriaca de venenos varios» con las Relaciones de Antonio Pérez donde el secretario filipino habla de «sacar un antídoto de venenos varios» para encarecer «el provecho que el lector podía extraer de las distintas trazas regias relatadas en las historias de Tácito»44. Observaciones de este tipo incitan a echar de menos un índice de notas, felizmente presente en las otras dos ediciones. Lo que sí lamento mucho, a título personal, es que Darnis me preste una cita errónea: donde escribo que Alemán, en el San Antonio, «se otorga de refilón una patente de cristiano viejo», leo con estupor «una patente de cristiano nuevo»45. Un lapsus revelador, quizá, del obsesivo peso de la tradición crítica.
24Difícil es rastrear inexactitudes en el apabullante trabajo de Luis Gómez Canseco donde la fina erudición y el sabio dominio de la bibliografía pertinente dejan poca cancha a la crítica. Me ceñiré por tanto a lo que estimo ser un déficit de contextualización histórica en lo tocante al trasfondo genovés de la fábula.
25Al anotar la crucial «Dedicatoria» de la primera parte a «don Francisco de Rojas, marqués de Poza», Gómez Canseco pone de realce que dicho «Presidente del Consejo de la Hacienda del Rey», fue el jefe de Alemán «durante el tiempo que ejerciera de contador de resultas46». El dato, también recogido por Darnis y Mañero Lozano, merece con todo una doble puntualización.
26En primer lugar, el marqués de Poza accedió solamente a la presidencia en julio de 1595, mientras que Alemán venía sirviendo en la Contaduría Mayor desde 1583. Y la tutela del marqués fue tanto más breve cuanto que le incumbió ejecutar, en febrero de 1596, la sanción del expediente incoado por su predecesor, el licenciado Pablo de Laguna, contra «numerosos ministros y oficiales que habían incurrido en prevaricación, cohecho, tratos ilícitos con hombres de negocios o mal cumplimiento de sus deberes47». Entre aquellos inculpados hubo de figurar Alemán cuya vergonzosa privación de empleo, disfrazada de honrada dimisión por Alonso de Barros, sigue siendo una incógnita, sobre todo respecto a su fecha exacta. En una de sus Cartas de 1597 a su amigo Pérez de Herrera, el autor del Pícaro, lamentando verse «por oprobio reputado», se mostraba más sincero al señalar que «malos amigos [...] solicitáronme a los vicios y contra el bien del prójimo48».
27Silenciada por los tres editores, la segunda atribución de Francisco de Rojas es aún más elocuente, y probablemente no debió de pasar inadvertida al «discreto lector» de los años 1599‑1600. Conocido por sus simpatías hacia los reformadores (Valle de la Cerda, entre otros) que propugnaban soluciones «mercantilistas» para acabar con la férula financiera de los genoveses, Rojas fue, entre 1590 y 1598, el encargado de revisar las cuentas litigiosas de los asentistas y de pilotar las negociaciones de la Corona con los banqueros de Génova; discusiones que, mediante la «bancarrota» de 1596 y el «medio general» de 1598, no consiguieron evitar el triunfo de los aborrecidos genoveses. Desde 1597, ha resaltado Felipe Ruiz Martín, el «pequeño capitalismo castellano queda ya asfixiado por el gran capitalismo genovés; la oligarquía genovesa domina como antes no lo había logrado nunca en España49».
28El Guzmán de Alfarache, cuyo proyecto realista vehicula lo esencial del pensamiento reformista50, se inscribe estrechamente en esa coyuntura socio‑económica que asiste al naufragio anunciado de la burguesía mercantil española. Empleado en la Contaduría Mayor, Mateo Alemán no desconocía la deletérea influencia de los genoveses, la cual, lejos de antojársele baladí, iba a constituir el epicentro de la Atalaya51. A través de la figura omnipresente del «padre culpable», el tema genovés cala en lo más íntimo de su «poética historia». En el fondo, la vida del pícaro-atalaya puede interpretarse como un vasto «arbitrio» novelizado abogando (sin excesivas esperanzas) por la sustitución del nefasto capitalismo extranjero por una clase de auténticos mercaderes nacionales al estilo, verbigracia, de Simón Ruiz, el ejemplar mercader de Medina del Campo52. A tal luz cobra especial relevancia la conversión mercantil de Guzmán que se adelanta simbólicamente a la voluntad del duque de Olivares, en 1624, de «poner el hombro en reducir los españoles a mercaderes53». Prescindir de dicha dimensión, equivale a ocultar el conflictivo diálogo que el texto mantiene con la historia.
29Es cierto que «el Guzmán es una obra menos de tesis que de ideas», como advierte Luis Gómez Canseco54, e indudable que Mateo Alemán domina el arte de jugar con dos barajas, pero una gran novela (roman), siempre forjada desde una conciencia estructurante, no se reduce a una entidad causa sui, desligada de la inmediata realidad histórica. Con el paso del tiempo, estoy cada día más convencido de que a los filólogos les convendría a veces leer a los historiadores, máxime cuando ponen el foco sobre un libro calificado de «escuela de fina política55», y a sabiendas de que su autor se caracterizaba por su notorio compromiso social: «Quisiera tener la voz de un clarín y que mis ecos llegaran al oído poderoso», escribía Alemán a su amigo Pérez de Herrera56.
30Sea como fuere, los presentes reparos, tal vez demasiado minuciosos, no empañan —por ser ante todo de índole hermenéutica— el enorme interés de estas tres ediciones, las cuales, empezando por la (admirable) de la RAE, son con toda evidencia no solo obras de referencia obligada para los alemanistas, sino también la prueba «histórica» de que la Atalaya de la vida humana bien puede sostener la comparación con el Quijote.
Bibliographie
Fuentes
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Notes de bas de page
1 1 Pese a algunos altibajos, hasta bien entrado el siglo xix la popularidad y el prestigio de las dos novelas corren parejas, como observa (entre otros testimonios) Théophile Gautier en 1843: «À Bordeaux, l’influence espagnole commence à se faire sentir [...]. Beaucoup de gens hâblent dans l’idiome de don Quichotte et de Guzman d’Alfarache», Gautier, 1964, p. 37.
2 Pensando en un lectorado más amplio, cabría añadir la aparición de la excelente traducción al francés de Guzmán de Alfarache por Francis Desvois en 2014, quien moderniza la versión (brillante pero a menudo arcaizante) publicada en 1968 en la Bibliothèque de la Pléiade.
3 Ver Piñero, alma y clarividente artífice de tan encomiable proyecto: «La primera edición de la obra completa de Mateo Alemán», en Alemán, La obra completa, ed. de David Mañero Lozano.
4 Rico, 1992.
5 Moll, 2008.
6 Cavillac, 2006. Las referencias al Guzmán señaladas entre paréntesis corresponden a la división interna (parte, libro, capítulo) de dicha obra. No remiten a ninguna edición particular.
7 Id., 2007.
8 Valle de la Cerda, Desempeño del patrimonio, fo 120vo, 1600. Alemán conocía este texto cuya finalidad era la creación de «erarios públicos»; la palabra (sin nota aclaratoria) figura en Alemán, Guzmán, ed. de J. M. Micó, t. II, p. 211.
9 Al respecto, fundamentales son los estudios del malogrado Jean Vilar cuya importante introducción («Conciencia nacional y conciencia económica») a su edición de Sancho de Moncada (ver Vilar, 1974, pp. 5‑81) no aparece citada en las ediciones referenciadas.
10 Ver Ruiz Martín, 1990, pp. 11-30, trabajo imprescindible para calibrar el problema genovés en el Guzmán; tema estructurante sin comparación posible con la sátira superficial frecuente en los escritos del momento. La única nota de David Mañero sobre el fenómeno («De sobra es conocida la dedicación de los genoveses al comercio, que dio lugar a numerosas burlas en la época», Alemán, Guzmán, ed. de David Mañero, 2014, t. III, p. 47, n. 31) no está a la altura del problema planteado.
11 Braudel, 1966, t. II, p. 154.
12 Ver su bien documentada presentación del Guzmán en Niemeyer, 2014, p. XXXIII. Por su parte, en su edición, Luis Gómez Canseco asimila sin más esa inversión redentora a «los mercadeos y las mohatras que [Guzmán] no abandonará hasta la mismísima galera» (Alemán, Guzmán, ed. de Luis Gómez Canseco, p. 798). No puedo menos de disentir enérgicamente.
13 Longhurst, 2012, p. 282. Agradezco a este admirado colega su cuidadosa reseña de mis publicaciones. Como puede comprobarse, recurrir al comodín de la conversión de san Pablo —modelo descartado por el narrador (Alemán, Guzmán, ed. de J. M. Micó, t. II, cap. ii, p. 2)— o al ejemplo falsamente explicativo de «la milagrosa conversión de un salteador» recogida en el San Antonio (Alemán, San Antonio de Padua, ed. de Henri Guerreiro y Marc Vitse, 2014, p. 862), nos sitúa en un contexto milagrero ajeno a la verosimilitud realista de la Atalaya. Aquí no procede hablar de «milagro» sino de toma de conciencia racional (Cavillac, 2010b, pp. 147-163).
14 En su edición del San Antonio (Alemán, La obra completa, ed. de Henri Guerreiro y Marc Vitse, t. II, p. 324, n. 16), Henri Guerreiro y Marc Vitse infravaloran, a mi juicio, esta cita cuyo interés para aproximarse a la ética del Guzmán es, sin embargo, más relevante que algunas elucubraciones teológicas tradicionalmente esgrimidas por los críticos. Desde mi punto de vista, lo que se infiere de dicha reflexión es que Dios está lejos y que el hombre hace lo que puede, idea presente en otros textos del autor (ver Piñero, 2014a, p. LXXI).
15 Las citas del Guzmán remiten a la conocida edición de José María Micó (Alemán, Guzmán, ed. de José María Micó, t. II, pp. 498, 503 y 505).
16 Alemán, Guzmán, ed. de Luis Gómez Canseco, p. 860.
17 Ibid., p. 743.
18 Ibid., n. 93.
19 Ibid., p. 736.
20 Piñero, 2014a, t. I, p. L.
21 Alemán, Guzmán, ed. de Luis Gómez Canseco, pp. 872-873.
22 Maravall, 1986, p. 461.
23 Al negarse a secundar la deriva criminal de Soto con destino a Berbería, Guzmán se sustrae igualmente al modelo maléfico del padre apóstata que otrora renegara en Argel (Cavillac, 2010a).
24 Alemán, Guzmán, ed. de J. M. Micó, t. II, p. 451.
25 Téngase presente que, a la postre, el lector ignora el resultado de la consulta real, y que no faltan indicios en el texto que incitan a pensar que Guzmán no fue indultado por «Su Majestad» (Cavillac, 2010b, p. 114). Además, si es muy posible —como puntualiza L. Gómez Canseco (Alemán, Guzmán, ed. de L. Gómez Canseco, p. 816)— que el importante primer capítulo de la Segunda parte se escribiera «al hilo de los preliminares, esto es poco antes de que el libro se imprimiera», importa reseñar que el galeote‑escritor evoca ahí en presente «la vida que paso y lugar adonde quedo [...], la suma miseria donde mi desconcierto me ha traído», antes de invitar al lector a considerar «qué pasatiempo se podrá tomar con el que siempre lo pasa preso y aherrojado, con un renegador o renegado cómitre» (ibid., pp. 379-380). Por consiguiente, no puedo compartir la opinión de L. Gómez Canseco según la cual Alemán «tuvo que desdecirse de lo anunciado en la Declaración de 1599, donde dejaba a su protagonista en las galeras» (ibid., pp. 814-815) a raíz del desenlace imaginado en 1602 por Mateo Luján. En realidad, con la conversión del galeote, la lógica ficcional de la Atalaya dejaba ya de focalizarse en Guzmán para apuntar en adelante a un suspense político.
26 Ribadeneira, 1952, pp. 454-456.
27 Alemán, Guzmán, ed. de Pierre Darnis, p. 30.
28 Alemán, Guzmán, ed. de Benito Brancaforte, t. II, p. 479, n. 69.
29 Alemán, Guzmán, ed. de J. M. Micó, p. 520.
30 En sus Políticas (1599-1604), cuya versión original en latín se remonta a 1592, Lipsio consigna acerca de la traición: «No la tienen aun por buena los que tiran provecho de ella, por ser aborrecidos los traidores de los mesmos a quien ellos adelantan [...], según lo dixo a propósito el Emperador Augusto, que amaba la trayción y no los traydores» (Lipsio, Políticas, pp. 117-118). Ver también Mariana, Del Rey, p. 562: «Si desea el príncipe la salud de la república, no ponga nunca la menor confianza en los traidores».
31 Ver Fernández Santamaría, 1986, p. 66, n. 48.
32 Piñero, 2014a, t. I, p. L.
33 «Nunca exagerar» —especifica Gracián, 2000, pp. 125-126, aforismo 41— porque «el encarecer es ramo de mentir».
34 En Il principe, cap. xviii. Compárese con Montaigne, Essais, t. III, p. 2: «Il n’y a que vous qui sache si vous êtes lâche et cruel, ou loyal et dévotieux; les autres ne vous voyent point, ils vous devinent par conjectures incertaines».
35 Alemán, Guzmán, ed. de J. M. Micó, t. I, p. 111.
36 Alemán, Guzmán, ed. de Luis Gómez Canseco, p. 922.
37 Ver su estimulante «Prosas y prisas» (Micó, 1993, en particular p. 26) y Micó, 2000.
38 En Alemán, Guzmán, ed. de Luis Gómez Canseco, p. 898, el editor observa «que no parece que estuviera [Alemán] muy encima del proceso de impresión [de Craesbeeck, 1605]», puesto que «se obviaron una considerable cantidad de adiciones y enmiendas necesarias que se habían hecho en [Álvarez, 1605]».
39 Alemán, Guzmán, ed. de J. M. Micó, t. I, pp. 113-114.
40 Ribadeneira, 1952, p. 563, pasaje citado por L. Gómez Canseco, en su edición de Alemán, Guzmán, 2012, p. 198, n. 73.
41 Alemán, Guzmán, ed. de J. M. Micó, t. I, p. 312.
42 Piñero, 2014a, pp. XLVI y LXIV.
43 Para más detalles, Cavillac, 1999.
44 Alemán, Guzmán, ed. de Pierre Darnis, t. II, p. 603, n. 22.
45 Ibid., p. 1178, n. 1628.
46 Alemán, Guzmán, ed. de Luis Gómez Canseco, p. 9, n. 1.
47 Ver Carlos Morales, 1996, pp. 167-178 («Poza, presidente: la conclusión de la visita, y la bancarrota de 1596»); Dubet, 2000, pp. 264-276; y Cavillac, 1998, pp. 90-93.
48 Cros, 1967, pp. 442-444.
49 Ruiz Martín, 1990, pp. 29-30. Ver también Cavillac, 1994, p. 228.
50 Sobre ello, ver el penetrante estudio (nunca citado) de Vilar, 1976.
51 Incluso el picarismo, tan ligado al ocio y al ideal rentista, era un epifenómeno del aristocratizante sistema genovés que venía destruyendo las «manifacturas» y demás puestos de trabajo, según Sancho de Moncada. Y sobra insistir en el resorte determinante que constituye la atracción de Génova, la ciudad de su «noble parentela» (1, I, iii), en la trayectoria del pícaro. Si «el Guzmán sigue siendo un libro actual y poderoso» (Alemán, Guzmán, ed. de L. Gómez Canseco, p. 873), es obviamente por sus altas cualidades literarias, pero cabría añadir que su denuncia de las desastrosas consecuencias sociales de las finanzas genovesas nos confronta hoy con parejos estragos imputables a la globalización financiera. Raras veces la actualidad de la Atalaya ha sido más evidente: «cambios y recambios por todo el mundo» (1, I, i), deplora ya Guzmán. En muchos aspectos (éticos, económicos y políticos), la gran novela de Mateo Alemán parece coetánea nuestra. A través de las vivencias del galeote‑escritor se perfilan casi todos los rasgos del hombre moderno.
52 Ver Lapeyre, 1955.
53 Olivares, 1978, t. I, p. 46.
54 Alemán, Guzmán, ed. de L. Gómez Canseco, p. 857.
55 Según la edición de la RAE, «la fórmula de Valdés coincide a la letra con la utilizada por Alemán en 1598 para el prólogo a los Proverbios morales de Alonso de Barros y, años más tarde, en 1609, en el Elogio de la Vida de san Ignacio de Luis de Belmonte» (ibid., p. 361, n. 26). Ahora bien, en ninguno de los dos pasajes aludidos se habla de «fina política», adjetivo que, de creer a Ribadeneira, tenía sus ribetes maquiavélicos.
56 Cros, 1967, p. 441 («Dos cartas de Mateo Alemán a un amigo»).
Auteur
Université Bordeaux‑Montaigne
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