Conclusiones
p. 319-324
Texte intégral
1A lo largo de estas páginas hemos constatado el tournant interpretativo de la política exterior española durante el reinado de Felipe V en el marco del equilibrio establecido en Utrecht (1713) y de la reorganización de Europa. Si bien es verdad que aquellos acuerdos resultaron insatisfactorios para todo el mundo, y sus bases, lejos de asentar una estabilidad definitiva, alentaron múltiples conflictos, alianzas cambiantes y un incesante trabajo diplomático, a fin de cuentas no es menos cierto que dieron lugar a treinta años felices en Europa.
2Los gobiernos de Felipe V pergeñaron unas líneas de actuación prioritarias para revertir las sensibles pérdidas territoriales y las concesiones comerciales acordadas en las negociaciones de Utrecht. Dichas líneas, más allá de las ambiciones familiares siguiendo el dictado de Isabel de Farnesio en virtud de sus derechos de sucesión en el ducado de Parma y en el Gran Ducado de Toscana, respondían a un programa dinástico coherente ya esbozado en la Instrucción del 28 de diciembre de 1711 que Felipe V libró a sus plenipotenciarios, al inicio de las negociaciones de paz. A este objetivo nuclear, que focalizó todos los esfuerzos en una primera etapa, le acompañaron otros retos mediterráneos como la recuperación de Gibraltar, especialmente, y Menorca. Mención aparte merece el interés hacia el Mediterráneo musulmán, que si en un primer momento fue objeto de operaciones militares en Ceuta (1720), Orán y Mazalquivir (1732) para recuperar posiciones perdidas durante la guerra de Sucesión o en los años previos, la tendencia posterior persiguió fijar relaciones estables con Marruecos, las regencias norteafricanas y el Imperio otomano, al tiempo que se incrementaba la actividad mercantil entre ambas orillas del Mediterráneo, como bien observó Miguel Ángel de Bunes1. Y, sin lugar a dudas, de forma más o menos ostensible, el interés por el comercio colonial americano no dejó de estar presente, puesto que la monarquía dependió siempre de los recursos que generaba, como recuerda Sergio Solbes.
3En aquel proceso de rehabilitación post-Utrecht tuvo un papel importante la restauración de la red diplomática —mediante una transformación del cuerpo diplomático, de sus prácticas, de sus rangos de operación y de sus referentes—, que permitió el desarrollo y la apertura de las relaciones internacionales, claramente renovadas. Ahora bien, conviene contextualizar esta interpretación política en el marco histórico, gobernado por normas específicamente premodernas, en el que los intereses públicos y privados se entrecruzaban, en el que sus protagonistas no siempre actuaban siguiendo objetivos políticos racionales —aunque sabemos bien que esto no es exclusivo del siglo xviii— y en el que los actores informales podían desempeñar un rol tan importante como los formales, tal como han puesto de relieve Matthias Pohlig y Michael Schaich2.
4De entrada, se trata, ni más ni menos, en palabras acertadas de Lucien Bély, de la historia de una emancipación, de un rey francés que se convirtió en rey de España y que consiguió eludir, progresivamente, la tutela de Francia, una vez consolidado en el trono y presionado por el «partido español» e influido por la reina. Y, a su vez, de la historia de la monarquía española que, después de perder el imperio europeo, aspira a recuperar territorios a los que les vinculaba una larga historia común en un recorrido jalonado por diversas etapas que Niccolò Guasti ha propuesto recientemente3. La primera, entre 1715 y 1729, marcada por Alberoni y el ascenso de los Patiño. Es la etapa revisionista animada por la decepción provocada por las pérdidas territoriales en Utrecht y marcada por la implantación de un sistema de gobierno de inspiración ejecutiva basado en las secretarías de despacho, que arrinconaba el sistema polisinodial heredado de los Austrias, continuando la senda iniciada por el ministro Jean Orry. Una etapa que dio lugar a la conquista de Cerdeña y de Sicilia, y su fracaso ante la Cuádruple Alianza, seguida por la paz de Viena (1725). Entonces, la apuesta mediterránea (Italia, Menorca, Gibraltar) aplazó los intereses atlánticos, limitados en el tratado comercial del 26 de marzo de 1713, que tenían en el asiento y el navío de permiso sus puntos más críticos, si bien Uztáriz y Ulloa se erigieron en defensores de la Carrera de Indias. En la década de los años treinta, con José Patiño al frente del Gobierno, la adquisición del reino de Nápoles y Sicilia por Carlos III seguida de la guerra de Sucesión polaca (1734-1738), acompañadas de medidas de gobierno adecuadas a tal fin, permitieron pensar que la recuperación del rango de potencia europea solo sería posible mediante la restauración de la plena soberanía del espacio imperial y colonial español, minado por los tratados comerciales y por el contrabando británico, holandés y francés. Entonces, las compañías mercantiles (privadas y por acciones) se vislumbraron como una alternativa para proteger el monopolio. Cuando Patiño pasó a la acción, al objeto de controlar el contrabando en las Antillas, provocó la reacción armada británica. Los efectos de la guerra de la Oreja de Jenkins o del Asiento, seguida de la guerra de Sucesión austríaca (1739-1748) —además de la muerte de Felipe V en 1746— propiciaron una radical reorientación de la política exterior protagonizada por José de Carvajal, que dio prioridad a la cancelación del asiento y del navío de permiso. Al final, el tratado con Gran Bretaña del 5 de octubre de 1750 liquidó la incómoda herencia de Utrecht, aunque ello no bastó para anular las facilidades y ventajas de las que los británicos habían disfrutado desde 1713. La liberalización del comercio atlántico, propugnada por Macanaz y Campillo, caracterizó aquella etapa.
5Un dato relevante que hay que retener del largo reinado del primer Borbón —reiterado en diversos trabajos del libro— es que Felipe V cedió progresivamente el protagonismo a su esposa Isabel de Farnesio. Hoy sabemos que los crónicos y cada vez más agudos problemas causados por el trastorno bipolar que padecía le apartaron, inexorablemente, de la toma de decisiones y que desembocaron en tres abdicaciones (aunque dos las pudo neutralizar la reina), además de su intención recurrente de optar a la sucesión francesa. De ahí, pues, la sorprendente influencia —explicada a menudo como una simple extravagancia— de figuras como Orry, la princesa de los Ursinos, Alberoni o Ripperda, que han sido blanco de las críticas por parte de la historiografía tanto por su carácter extranjero como por el amplio poder que atesoraron. Y de ahí también la impresión de «vacilante monarquía», utilizada por un coetáneo al aludir a un periodo en el que las cábalas, los confesores jesuitas y los embajadores franceses tenían un protagonismo desmedido, gracias a su intensa actividad y sacando provecho de la escasa iniciativa política del monarca. Este, además, se había empeñado en desballestar las instituciones formales de participación en la toma de decisiones a favor de un mayor margen de actuación del poder real que no resultó más que un espejismo, lo que contribuyó a la impresión de vacío político de cara al exterior. Pero con José Patiño, bajo el control de la reina, la política española se estabilizó y su apuesta internacional obtuvo los primeros réditos. El viajero Charles Fréderic de Merveilleux dejó constancia de ello: la reina era una princesa hábil y «disponía absolutamente de todas las cosas», aunque matizó que no tomaba ninguna decisión importante sin consultar al confesor4.
6Fue en Italia donde, por fin, se plasmaron los resultados del rediseño de la política exterior, ya que gracias a su puzle de territorios y de sus dinastías (los Farnese o los Medici) y a los intereses económicos que allí estaban en juego (las compañías de Ostende y de Trieste), como señala Cinzia Cremonini, resultaba atractiva, y respondía a las apetencias expansionistas de los príncipes. En efecto, en la paz de París de 1738 los monarcas españoles lograron hacer reconocer a su propia descendencia en los reinos de Nápoles y Sicilia y en el Estado toscano de los Presidios. Colmando aquel objetivo, la paz de Aquisgrán, que puso fin a la guerra de Sucesión austríaca en 1748, atribuyó a Felipe de Borbón, el segundo hijo de Isabel Farnesio, el ducado de Parma y Piacenza y el ducado de Guastalla, pero no el Milanesado ni Toscana. Mientras, Carlos VI, una vez reforzado el Imperio en los tratados de Utrecht, ejercía de contrapeso a los Borbones en el ámbito europeo y no dejaba de aparecer —aunque cada vez con menos fuerza— como una alternativa en España, alimentada por los activos núcleos de exiliados austracistas.
7Por otra parte, la relación difícil con Francia, aunque matizada por los intereses que compartía con España, deviene un factor característico del periodo, dando lugar a graves momentos de crisis como la guerra de la Cuádruple Alianza y la paz de Viena. El vínculo innegable entre las dos coronas, y la conveniencia de una actuación coordinada para sacar provecho del potencial de influencia de la Casa de Borbón en Europa, aunque simultáneo a la desconfianza constante acerca de las verdaderas intenciones francesas, constituye el trasfondo sobre el que se desplegaron las diversas iniciativas del gobierno de Felipe V en relación con Francia. En efecto, queda fuera de duda la continuidad del comercio francés a pesar de las importantes concesiones a los británicos en Utrecht, del mismo modo que cabe destacar la intermediación de los holandeses en el comercio entre el Báltico y Cádiz.
8Sea como fuere, la monarquía francesa perseveró en la idea de unos intereses dinásticos comunes y, en especial, en la participación en el comercio americano, como han demostrado Guillaume Hanotin y Sylvain Lloret. Aunque este esfuerzo no fructificó mediante nuevos tratados de tipo estrictamente comercial, la constante negociación a través de una pluralidad de actores implicados en el ámbito mercantil modulaba y reforzaba la relación política entre los Estados. Ambas confluencias dieron lugar a los tres pactos de familia: en 1733, 1743 y 1761. No resulta ocioso recordar que el abate de Saint-Pierre, en 1739, después de censurar a Isabel de Farnesio por su impaciencia y cólera, apostaba por la unión de las dos ramas de los Borbones porque podría aportar «une paix longue en Europe, si cette Maison se rend arbitre des différends des autres souverains». Es decir: la paz perpetua, el tribunal de arbitraje europeo, el triunfo de la razón, a aquellas alturas de siglo, y a tenor del escaso éxito del magno proyecto elaborado por el abate en 1713, se fiaban a los Borbones5.
9La actividad diplomática descansó, durante el reinado de Felipe V, en primer lugar en un equipo intensamente extranjerizado (principalmente, italianizado), ya fuese como compensación a los fieles súbditos originarios de los territorios perdidos durante la guerra de Sucesión (Bergeyck, Monteleón, Cellamare), por influencia de la Casa de Farnesio (Beretti Landi, Arcelli), o por cuestiones eminentemente prácticas, dada la necesidad de contar con agentes más o menos informales que pudieran desempeñar su función diplomática e informativa con la máxima eficacia. Como subrayó Didier Ozanam en su aproximación prosopográfica a las carreras de los diplomáticos españoles del siglo xviii, la necesidad de ajustarse al entorno para garantizar la efectividad de la relación diplomática se expresaba a través del empleo de un segundo tipo de «agentes» en espacios que no se juzgaba conveniente que recibieran «ministros», ya fuera por razones ceremoniales, por tratarse de centros políticos de menor rango o considerados remotos, o por la novedad que su destino significaba en el esquema geopolítico que la monarquía había forjado del continente europeo (una consideración que cambiaba al ritmo de la coyuntura internacional). Al mismo tiempo, como para el resto de las potencias europeas del momento, la negociación secreta, como el espionaje, era un tipo de «servicio al rey» que podía recaer en individuos independientes del cuerpo diplomático, de representación poco clara y con carreras menos especializadas, o bien de extranjeros expertos en la práctica de la negociación cuya tarea, sin embargo, se podía desautorizar con facilidad si no se conseguían los resultados deseados. La multiplicidad y la variedad de agentes que la diplomacia borbónica empleó para desplegar su política exterior apunta a la priorización de la flexibilidad que este grupo tan amplio podía ofrecer tanto en competencias como en códigos de comportamiento y prácticas.
10Otra cuestión esencial que ha sido puesta de relieve es la de la diversidad de los intereses económicos vinculados con la política exterior, una perspectiva imprescindible para acercarnos a un conocimiento de los grupos de presión y a los sectores e instituciones que intervenían en la definición de la política exterior económica de la monarquía española, tal como sucedía en el resto de Estados europeos. Es evidente que el auge del militarismo, la carrera armamentística y las campañas militares en Italia generaron una gran movilización de recursos y una reasignación de rentas muy importante. Gracias a los trabajos del equipo dirigido por Rafael Torres conocemos un asunto primordial como es el de la participación privada en la provisión de los ejércitos mediante los asientos. Claro que este desarrollo militar hubiera sido imposible sin la consolidación del Estado fiscal-militar y sus reformas correspondientes en el ámbito político, contributivo y administrativo.
11Todo ello, como viene a confirmar el libro coordinado por Virginia León Europa y la monarquía de Felipe V6, deja atrás la imagen harto simplista de una política exterior durante el reinado de Felipe V guiada exclusivamente por los intereses domésticos, siguiendo los caprichos de Isabel de Farnesio. Por el contrario, la panorámica resultante del libro es, ciertamente, mucho más compleja. En efecto, gracias a una historia política renovada, que atiende a la interconexión entre la política, la economía, la cultura y la sociedad, siempre desde una perspectiva de historia global, confiamos en haber proporcionado un cuadro histórico más complejo y, por ende, más aproximado a la realidad.
12Pero somos conscientes de que quedan amplios terrenos por explorar. Quizá el más evidente sea el estudio de la diplomacia, de forma sistemática a partir de 1719, en la línea de trabajos recientes7. También el asunto de la financiación de las guerras sigue siendo una incógnita, así como los grupos sociales especialmente interesados en aquel negocio, grandes beneficiarios por una razón u otra que habrá que estudiar de forma paralela a los asentistas y, al mismo tiempo, dilucidar sus vínculos con el poder político. En otro orden de cosas, la cultura de la representación en todas sus manifestaciones, desde la prensa y la creciente opinión pública hasta las representaciones simbólicas (ceremoniales, óperas, construcciones, medallas conmemorativas, etc.), requiere nuevos estudios, cuyos resultados serán de gran interés para una adecuada comprensión de la política exterior en toda su amplitud. Esperamos que este libro constituya un estímulo para abordar estas y otras cuestiones. Sería, sin duda, la mejor recompensa a nuestro trabajo.
Notes de bas de page
1 Bunes Ibarra, 2018.
2 Pohlig, Schaich (eds.), 2018, pp. 6-10.
3 Guasti, 2019, pp. 198-200.
4 Merveilleux, Mémoires instructives pour un voyageur, pp. 65 y 77 (cita).
5 Saint-Pierre consideraba a la reina «irritée mal à propos contre la Cour de France» (Castel de Saint-Pierre, Annales politiques, pp. 663-664).
6 León Sanz (ed.), 2019.
7 Sallés Vilaseca, inédita.
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La reconstrucción de la política internacional española
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