El crepúsculo de los Medici y el alcance internacional de la herencia toscana
p. 73-88
Texte intégral
1Desde un punto de vista político, el primer tercio del siglo xviii estuvo marcado, en Europa, por un equilibrio de fuerzas constantemente renovado entre las grandes monarquías. La fragilidad de este supuesto equilibrio abocaba a los Estados más pequeños a convertirse en poco más que moneda de cambio en manos de las negociaciones diplomáticas y militares que estaban llevando a cabo los Estados más poderosos. Esta era la situación en la que se hallaban, después de los tratados de Utrecht y Rastatt, la mayor parte de los territorios italianos.
2El equilibrio de fuerzas, que por un lado complacía a las ambiciones del Reino Unido, era en realidad el resultado de la debilidad con la que las «grandes potencias» (especialmente Francia y la monarquía de los Habsburgo) veían frustrada su permanente ambición de imponer su hegemonía política. Ante el frágil equilibrio de esta balanza de poderes, los pequeños Estados se convertían en una pieza apetecible tanto para aquellos que veían ahí una vía para desquitarse y expandirse políticamente, como para quienes buscaban un instrumento de desestabilización de los Estados rivales. Una pieza que, a su vez, estos pequeños Estados eran incapaces de decantar a su favor en la medida que estaban inmersos, en su mayor parte, en un progresivo resquebrajamiento político desde el fin de la guerra de Sucesión española.
3En efecto, el legado de la guerra y de los tratados de paz de Utrecht, Rastatt y Baden, que pusieron fin a la guerra de Sucesión española, condicionarían la política internacional de los Estados europeos a lo largo de todo el siglo xviii. Tal como señaló hace tiempo Georges Livet, desde 1713 hasta 1792 (año de la declaración de guerra de Francia al rey de Bohemia y de Hungría) persistió un orden antiguo en el planteamiento y comportamiento de las relaciones internacionales1; un orden acentuado por el impacto de los acuerdos adoptados en aquellos tratados, cuyo alcance puede sintetizarse con los siguientes rasgos:
- Como nuevo rey de la monarquía hispánica, Felipe V tomó a su vez posesión del imperio español, aunque acompañado de notables renuncias: cedía a Carlos VI la soberanía de Flandes junto con las posesiones italianas del Milanesado, Cerdeña y Nápoles; al duque de Saboya se le cedía Sicilia; y renunciaba solemnemente a las pretensiones a la corona de Francia, de la misma manera que la monarquía francesa renunciaba a sus pretensiones a la corona española. Felipe V cedía, además, Gibraltar y Menorca a la Gran Bretaña, al mismo tiempo que la monarquía francesa cedía a esta última los territorios americanos de Acadia, Terranova y la bahía de Hudson, y reconocía la legitimidad de la casa de Hannover. Por otra parte, a Francia se le confirmaban, por el Tratado de Rastatt, los territorios de Alsacia y Estrasburgo, aunque tenía que devolver los territorios conquistados al este del Rhin.
- La fragilidad de este tipo de acuerdos y negociaciones propició, por ejemplo, que la monarquía española y el imperio germánico no llegasen a un acuerdo completo hasta 1720, momento en el cual la derrota de la monarquía española, en su afán por recuperar territorios italianos, desembocaría en nuevos resentimientos, mostrándose siempre alerta ante cualquier posible vía de resarcimiento. La apariencia de paz a la que condujo la adhesión de la monarquía española a la Cuádruple Alianza se puso ya de manifiesto el mismo año 1720 con algunas de las cuestiones que quedaban abiertamente pendientes. Entre ellas, las expectativas que generaba la previsible extinción en Italia de las dinastías Farnesio y Medici, creándose una situación que daba alas a las ambiciones de la segunda esposa de Felipe V, Isabel de Farnesio, a fin de que sus hijos Carlos y Felipe pudiesen aspirar a suceder a los Medici en el momento que se extinguiera esta dinastía. Un hecho que podía sopesarse como una manera de desquitarse de las cesiones de territorios italianos que la monarquía española se había visto obligada a llevar a cabo.
- Estos hechos propiciaron que el emperador finalmente se decantara a favor de los intereses españoles, a cambio de obtener su apoyo en vistas a poder consolidar la Compañía de Ostende y el reconocimiento de la legitimidad de la Pragmática Sanción, que debía garantizar la sucesión femenina de María Teresa de Austria. Esta inversión de alianzas —una más entre las que se registraron a lo largo de todo el siglo xviii— quedaría sancionada por el llamado Tratado de Viena de 1725.
- Sin embargo, los acuerdos firmados no acababan de estabilizarse. Los cambios en las prioridades de Francia, Gran Bretaña y el Imperio, fruto a su vez de las presiones recíprocas, propiciarían que los nuevos acuerdos de 1727 se ratificaran y se ampliaran en el Tratado de Sevilla, que se firmaría en esta ciudad en noviembre de 1729. Ahora el panorama volvía a ser, pues, de tensión con el emperador y de estrecha vinculación entre los intereses de Francia, Gran Bretaña y España. Respecto de esta última, la prioridad se había focalizado en torno al interés de Isabel de Farnesio para conseguir el apoyo a sus iniciativas en vista a la sucesión del príncipe Carlos a los ducados italianos de la Toscana, Parma y Piacenza. Estos pequeños territorios se convertían en pieza clave de las iniciativas de los grandes Estados, especialmente como moneda de cambio capaz de decantar la balanza hacia un lado o hacia el otro. Es, pues, con el telón de fondo de la gran inestabilidad política internacional, que hay que contemplar los intereses en juego en torno a la política de los pequeños territorios.
La sucesión medicea: crisis y expectativas
4El marco de los grandes conflictos (guerra de Sucesión de Polonia, guerra de la Pragmática Sanción, guerra de los Siete Años) favoreció una constante agitación de la actividad diplomática que puso a prueba las habilidades de los negociadores, de modo que la actuación de algunos personajes aparentemente de segunda fila debe ser tenida en cuenta como pieza clave de la capacidad para mover los hilos en el entretejido de las grandes decisiones y estrategias. El caso de la Toscana de los años veinte y treinta del siglo xviii lo ilustra muy bien, y nos coloca en estado de alerta respecto del peso que la crisis económica tuvo sobre las iniciativas políticas, hasta el punto de que muchos autores no han dejado de calificar aquel período como el de una gran crisis de civilización2.
5Diversas expectativas estaban directamente en juego en torno a la sucesión medicea, especialmente las relativas a los intereses de los grandes Estados (España, Austria y el Imperio, Francia e Inglaterra), y las que se referían a la crisis —económica y política— de la Toscana, que requerían la adopción urgente de medidas de reforma y que no iban separadas del debate y de la voluntad de reivindicación de las llamadas libertades históricas junto con la mitificación de su pasado republicano.
6Tan temprano como el 26 de noviembre de 1713 —solo un mes después de la muerte sin descendencia de Fernando de Medici, el hijo mayor de Cosme III— y ante la perspectiva de que sus hijos no tuvieran descendencia masculina, el gran duque firmó un motu proprio (decreto) por el cual nombraba a su hija Ana María Luisa (electora del Palatinado) heredera de los Medici tras su fallecimiento en el caso que Juan Gastón, segundo hijo de Cosme III, hubiera muerto en primer lugar y sin descendencia. Un nombramiento que, sin embargo, quedaría en papel mojado después de haber firmado los tratados de Londres (1718) y de La Haya (1720), por los cuales el gran duque había acabado aceptando que, llegado el momento, el príncipe Carlos de Borbón (hijo mayor de Felipe V e Isabel de Farnesio) pasara a ser el heredero de los Medici si estos morían sin descendencia, como era previsible que sucediera. Esta contingencia se daba ya por segura a causa de la falta de descendencia del hijo mayor de Cosme III, Fernando, que como hemos dicho había fallecido en 1713, y a causa de la esterilidad del matrimonio de su hijo menor, Juan Gastón (1671-1737). Un fracaso matrimonial, este último, que era el resultado tanto de la falta de convivencia propiciada por la rareza de carácter de Anna María Francisca de Sajonia, como por la condición enfermiza e hipocondríaca de Juan Gastón, así como por su manifiesta homosexualidad. La obstinación de Cosme III por la continuidad dinástica le había llevado incluso a hacer renunciar a la dignidad cardenalicia a su hermano Francesco María (1660-1711) para casarlo, en 1709, con Eleonora Gonzaga. Sin embargo, Francesco María moriría en 1711 sin haber conseguido descendencia. Un intento más, también fracasado, de afrontar el maleficio que parecía sobrevolar a este gran linaje florentino. Había empezado así un cierto paralelismo político entre los problemas sucesorios de los Medici y los que estaba teniendo el emperador Carlos VI para que se reconociera la Pragmática Sanción que debía garantizar la sucesión de María Teresa a falta, también, de descendencia masculina en la Casa de Austria. En uno y otro caso la cuestión sucesoria se convertía en un elemento clave de las respectivas dinámicas políticas. Por lo que respecta a los Medici, la más que previsible extinción de la dinastía que había regido la Toscana desde el siglo xiv apenas dejaba margen de maniobra a Cosme III. El callejón sin salida en el que se hallaba la familia Medici en el siglo xviii abría, tras la guerra de Sucesión española, un complejo panorama de expectativas políticas entre los Estados europeos que a su vez ponía en juego los intereses específicos —tanto políticos como económicos— de la Toscana. Fue así como, por el Tratado de Londres de 1718, la monarquía española, que había tenido que renunciar a la ocupación de Cerdeña y Sicilia, podía sentirse compensada por la promesa de que el príncipe Carlos de Borbón (que ahora tenía tan solo tres años) se convertiría en su momento en el sucesor de la Casa de Medici.
7Aquella situación, acompañada del temor de Cosme III por lo que se refiere a las pretensiones políticas de los Habsburgo de cara a reforzar los principios de vasallaje del Imperio sobre los territorios italianos, fueron sin duda los factores que propiciaron la mitificación del pasado toscano, así como la voluntad soberanista de su población. Una pervivencia estimulada a su vez por las corrientes de pensamiento político que estaban fermentando en ámbitos políticos y académicos florentinos y pisanos, y que esgrimía entre sus referentes destacados la representatividad del Senado y la consideración soberana de «Gran Ducado», o de «Principado».
8En circunstancias de crisis como las que se daban en este momento, no dejaban de potenciarse las expresiones relativas a su voluntad de soberanía y de reivindicación de sus instituciones históricas. Frente a la perspectiva de extinción dinástica, los representantes de la Toscana en las negociaciones internacionales no dejarían de referirse, incluso, a la viabilidad de la restauración republicana. Una iniciativa, esta última que adquirió un notable eco en las sesiones preparatorias de los tratados de Utrecht, especialmente por tratarse de un planteamiento bien visto por Holanda e Inglaterra, ya que consideraban que si dicha restauración prosperaba se trataría de una república Toscana débil, y abocada a los intereses mercantiles del puerto de Livorno, es decir, una república que habría necesitado contar con el apoyo de las dos grandes potencias marítimas3.
9Dos eran las pretensiones políticas expresadas por Cosme III ante la previsible falta de sucesión propia: garantizar y controlar la transferencia de su legado y, a su vez, mantener la unidad y asegurar que ni el Imperio ni las pretensiones de ningún otro Estado aniquilaran la soberanía propia del Estado de Florencia. La ansiedad y crisis política de la etapa de Cosme III irían acompañadas además de una notable situación de crisis económica, de modo que el poder y la sociedad no solo vivirían con una constante sensación de provisionalidad, sino también de tensión.
10En uno de los mejores trabajos que se han escrito sobre la historia de la Toscana en el siglo xviii, el historiador italiano Furio Diaz encabezaba las páginas relativas a la etapa de Cosme III con unas palabras que, de manera lacónica, sintetizaban la situación: «Depresión y oscurantismo de un reinado sin perspectivas4». Porque el Gran Ducado no solo venía arrastrando una situación de crisis política, sino que desde mediados del siglo xvii había entrado en una profunda crisis económica que iba a traducirse, a lo largo de la segunda mitad del siglo xvii y principios del xviii, en importantes carestías por lo que se refiere a los productos agrícolas. Al mismo tiempo se habían ido generando notables disfunciones entre los intereses de las actividades manufactureras y comerciales, así como en la relación entre los intereses de una nobleza que estaba apoderándose de los cargos, y los sectores más activos de la actividad productiva que se veían progresivamente relegados a un segundo plano. En este último sector, en diversos momentos se reclamaron abiertamente medidas liberalizadoras de la economía, de forma que se diera libertad de poder vender caro en tiempo de carestía a fin de poder comprar barato en tiempo de abundancia.
11Sin embargo, la crisis económica no era tan solo fruto de la situación interna, sino que sus fuertes oscilaciones venían muy especialmente condicionadas por los importantes conflictos bélicos en los que estaban inmersos los Estados y los mercados europeos, y que afectaban directamente a las posibilidades de aprovisionamiento de productos básicos. Este marco de conflictividad europea se traducía —de manera especial en los Estados pequeños como la Toscana— en una creciente dificultad financiera y el consiguiente incremento del endeudamiento público. Durante la etapa de Cosme III y en los momentos clave de la crisis sucesoria se pondría en evidencia la necesidad de afrontar la situación emprendiendo medidas reformistas, a pesar de que la debilidad política acababa cerrando el círculo vicioso del inmovilismo marcado por la debilidad de la pretensión de llevar a cabo medidas correctoras de aquella situación. De esta forma, lo que la sociedad acabaría percibiendo de los planteamientos reformistas de Cosme III sería, casi de forma exclusiva, la fiscalidad y las contribuciones que se imponían de forma constante y progresiva sobre el conjunto de la población toscana5, todo lo cual agravaba, pues, la impopularidad de Cosme III.
La ambición española por los territorios de Italia y el origen del españolismo mediceo
12Es sabido el interés histórico de la monarquía hispánica por los territorios italianos, un interés que a principios del siglo xviii venía acompañado de la humillación política que para esta había supuesto el resultado de las negociaciones de Utrecht y, poco después, la impotencia ante la reacción de la Triple y Cuádruple alianzas. De aquí que la monarquía española se agarrara a las expectativas en torno a los derechos dinásticos que podía alegar Isabel de Farnesio a fin de no quedar definitivamente desbancada de sus intereses sobre los territorios italianos ni de su capacidad de intervención en el panorama internacional.
13Tal como ya hemos apuntado, la cuestión dinástica en torno a las pretensiones de Isabel de Farnesio es clara, pero también lo eran los intereses de la monarquía española relativos a las cuestiones políticas y territoriales de los Estados italianos. Estos contemplaban tanto la voluntad de garantizar su margen de maniobra política y de prestigio en el escenario europeo, como la voluntad de resarcirse de las pérdidas territoriales impuestas en los tratados que habían dado fin a la guerra de Sucesión española y a la de la Triple Alianza. Para ello era preciso demostrar la capacidad de maniobra de la reina —y de Alberoni— a nivel internacional, y evidenciar el contraste respecto de los fracasos que en este ámbito se habían derivado de la política internacional planteada por los primeros equipos francófilos del gobierno de Felipe V.
14Menos evidentes resultan, en cambio, los motivos del progresivo españolismo hacia el cual se decantaron buena parte de los defensores de los intereses de la Toscana. Como hemos visto antes, Cosme III, queriendo adelantarse a los acontecimientos, había tomado la decisión unilateral de proclamar a su hija Ana María Luisa, a través del motu proprio de 16 de noviembre de 1713, como sucesora de la dinastía en caso de producirse la muerte sin descendencia de su hermano Juan Gastón. La reacción múltiple e inmediata de los Estados que consideraban que podían esgrimir algún derecho sucesorio acabaría por convertir en papel mojado el motu proprio y desembocaría, por el Tratado de Londres de 1718, en la ya mencionada designación del príncipe Carlos —hijo de Isabel de Farnesio y Felipe V, que contaba tan solo tres años de edad—. Es decir, la herencia toscana acabaría como moneda compensatoria, en este caso respecto de la monarquía española, después que el Tratado de Londres le hubiera impuesto la devolución de los territorios italianos que había ocupado militarmente tras la guerra de Sucesión. Aunque el motu proprio de 1713 acabó siendo anulado por los acontecimientos posteriores, el carácter emblemático que suponía su dictado tuvo un notable significado, acentuado por la reacción general que provocó, particularmente por parte del emperador austríaco, una reacción que se convertiría en uno de los factores relevantes que estimularían el acercamiento entre los intereses toscanos y los planteamientos de la monarquía borbónica española.
15A principios de los años veinte observamos ya lo que podemos considerar como las primeras manifestaciones de las preferencias filoespañolas entre destacadas personalidades políticas emergentes, como Bernardo Tanucci, y en miembros de la nobleza toscana, como la familia Corsini (con el papa Clemente XII entre ellos), o la familia Venuti (con la destacada personalidad de Marcello Venuti)6. Sin duda, un factor relevante de esta decantación vino propiciado por la singular empatía que fue capaz de despertar la relevante personalidad política del representante diplomático de Felipe V en Florencia, el dominico español Salvador Ascanio. Buen seguidor de los planteamientos de Alberoni y cada vez más fiel a los intereses de Isabel de Farnesio, tenía una admirable capacidad de hacer prevalecer su criterio en las circunstancias más difíciles, tanto por su reconocida astucia y habilidad diplomática, como por el pragmatismo de sus planteamientos y argumentaciones. Ascanio fue el principal aglutinador de todos aquellos que, a pesar de defender la independencia de la Toscana respecto del Imperio, consideraban ilusoria la intención de recuperar, como alternativa a las pretensiones imperiales, la vieja república florentina. Para estos el nombramiento del príncipe Carlos podía ser visto como una solución óptima —y la única realista— al problema sucesorio, y a su vez como la única que se mostraba respetuosa— especialmente a través del representante español— con la legalidad del Gran Ducado. No hace falta decir que para algunos la apuesta a favor de la política española iba estrechamente unida a los intereses familiares, como lo pone de manifiesto la opción de algunas familias toscanas de enviar a hijos suyos a formarse en la vida cortesana y militar en la corte de Madrid, como fue el caso, por ejemplo, de los Venuti.
16Si hay una figura neurálgica para comprender el acercamiento entre los intereses de la monarquía española y los de un sector destacado de la sociedad y de la política del Gran Ducado a lo largo de los años que van de 1709 a 1740, este fue sin duda el mencionado Salvador Ascanio, un personaje clave, aunque tan solo tangencialmente mencionado por la historiografía, cuando no perdido en el olvido.
17Ascanio había nacido el año 1659 en la provincia de Córdoba, aunque era considerado malagueño dado que había profesado como religioso y se había formado en el convento de Santo Domingo de Málaga. El inicio de su actividad diplomática puede datarse en 1693, cuando Carlos II le encargó que fuera a Roma a fin de aclarar diversas cuestiones relativas a los dominicos, especialmente en las Indias. Este mismo año fue nombrado también secretario por la Provincia de España, hechos que sin duda tendrían relación con las enemistades y presiones que maquinarían en su contra desde sectores de su misma orden religiosa, especialmente entre 1693 y 1703. Una vez completada su formación con la obtención en Roma del grado de Magisterio se le ofrecieron distintos nombramientos —dentro y fuera de la orden dominicana—, a la mayor parte de los cuales acabó por renunciar a causa de las intrigas internas entre los miembros de dicha religión. A ello hay que añadir las envidias personales que condujeron, entre 1698 y 1703, a la falsa acusación de infidelidad al rey, de connivencia con los imperiales y, por tanto, de prevaricación de sus responsabilidades en Italia. Sin embargo, la defensa de su inocencia vendría tanto de parte de la propia monarquía española como del papado7. Entre 1701 y 1703 Salvador Ascanio fue designado para ocupar cargos de confianza en Roma, Siena o Pisa antes de ser nombrado representante de la corte española en Florencia (1709), donde permanecería hasta su muerte, excepto para unas breves estancias en Roma —como en ocasión del cónclave para la elección de Inocencio XIII, y en 1730 como delegado de la corona española en la representación de la familia Corsini para la elección del papa Clemente XII8—.
18Su relación con Pisa, por otra parte, había anticipado el carácter de la que establecería unos años más tarde con alguno de los más destacados profesores y políticos toscanos formados en aquella universidad. Tal fue el caso, por ejemplo, de Bernardo Tanucci9, quien mantendría una estrecha relación de admiración y confianza con el dominico español que tendría su punto álgido en las negociaciones que acabaría estableciendo el príncipe Carlos en la Toscana y después en el reino de Nápoles y Sicilia. El carácter fuerte y autoritario de Tanucci se mostró, en cambio, siempre reverencial con el padre Ascanio10. El criterio compartido por ambos políticos giraba precisamente en torno a la tensión que generaba la amenaza del Imperio —y especialmente el criterio imperial de Carlos VI— para el mantenimiento de la identidad política de la Toscana. Esto condujo a la intensificación de los contactos entre Tanucci y Ascanio, como se constata en la correspondencia entre ambos, a partir de 1728. Este año el dominico solicitó al catedrático de Pisa que le redactara un escrito en defensa de la independencia de Florencia, frente a las pretensiones de dependencia feudal esgrimidas por el emperador11. Al mismo tiempo, la actitud de Ascanio conllevaba implícitamente el apoyo diplomático a las pretensiones reformistas de Tanucci, que todavía seguían siendo vistas con recelo, y facilitaba las expectativas reformistas de los primeros años del Gran Ducado de Juan Gastón, a pesar de los constantes recelos de este respecto de las pretensiones últimas de la monarquía española.
19Ciertamente la solución española comportaba una cuestión clave y conflictiva por lo que se refiere a los recelos y tensiones en torno a la soberanía toscana: la entrada inmediata de una guarnición militar española para garantizar la sucesión del príncipe Carlos sin contratiempos. Uno de los méritos principales de las negociaciones de Salvador Ascanio iba a ser, precisamente, el de garantizar la aceptación internacional —y la del gran duque— de la entrada de una guarnición que precediera la llegada del príncipe Carlos y que garantizara el cumplimiento de los acuerdos que en este sentido habían firmado las principales potencias. Los tratados firmados a partir de la muerte del penúltimo de los Medici, Cosme III, en el año 1723, adquirieron relieve no solo como ratificación de los acuerdos a los que ya se había llegado por el Tratado de Londres de 1718, sino también como demostración de la correlación de fuerzas entre los intereses de las potencias y su habilidad para aprovechar las nuevas circunstancias. Así, en torno a la llegada del príncipe Carlos se dibujaron tres actitudes contrapuestas entre sí. Por una parte la del emperador, que veía la llegada de una guarnición española como una afrenta a su soberanía feudal, al mismo tiempo que se contraponía tanto a la monarquía española como a la soberanía del gran duque, así como a la de las potencias que, como Francia y Gran Bretaña, habían acabado firmando los mencionados acuerdos. Por otra parte, la actitud resistente de la Toscana, tanto respecto del Imperio como de la monarquía española, aunque se vería abocada a la necesidad de asumir el «mal menor» que en este caso representaba la opción «españolista», tan hábilmente esgrimida y negociada por el sector que podríamos ver representado por Tanucci y Ascanio. Y, en fin, una tercera actitud representada por la monarquía española, contrapuesta tanto a las tesis imperiales como a las formulaciones toscanas más manifiestamente soberanistas. Estas últimas, aunque con escasa capacidad de iniciativa, seguirían pesando en las decisiones toscanas dado el mantenimiento de la actitud recelosa del último de los Medici y de su entorno inmediato hacia los planteamientos españolistas.
20El gran triunfo político español, por lo que se refiere a la sucesión de Juan Gastón, quedó plasmado en el llamado Tratado de Sevilla de 172912, que en buena medida puede ser visto como el resultado de las tesis —y de la capacidad de negociación— que esgrimía, de manera hábil y discreta, Salvador Ascanio. Un extracto de noticias de setiembre de 1727 subrayaba ya que el dominico había venido generando una considerable red de confidentes que lo mantenían al corriente tanto de lo que acontecía en los ambientes políticos de Florencia como en los de la corte española13, y contaba con la infranqueable fidelidad y competencia de su secretario particular, Ranieri Vernaccini14.
21Según señala Francesco Inghirami15, por lo que se refiere a la cuestión sucesoria de la Toscana, el Tratado de Sevilla se vio ratificado en lo esencial por los acuerdos de la llamada Convención Florentina, que negociaron en julio de 1731 los plenipotenciarios florentinos —el marqués de Rinuccini y el consejero de Estado Giraldi— con el representante de los intereses españoles, Salvador Ascanio. A través de aquel tratado, firmado con Francia e Inglaterra y al cual se sumarían después las Provincias Unidas, la corte española, que se hallaba en Sevilla, conseguía el acuerdo por el cual se permitía a esta monarquía la introducción en la Toscana de una guarnición española de seis mil hombres, un hecho que representaba un golpe tanto para las pretensiones de los Medici como para las del Imperio. De su trascendencia dan buena prueba las importantes concesiones que se impusieron a España, especialmente en relación con los intereses comerciales. Los siete primeros artículos de aquel tratado estaban dedicados precisamente a reafirmar los derechos y privilegios reconocidos por España en tratados anteriores, especialmente el de Utrecht, relativos al comercio con América por parte de la Gran Bretaña y a Francia. Y España renunciaba, además, a hacer la más mínima referencia a la cuestión de la devolución de Gibraltar. Por el Tratado de Sevilla de noviembre de 1729, además, las potencias firmantes se declaraban garantes perpetuas del acuerdo que se firmaba y por el cual se preveía que la monarquía española llevara a cabo la introducción en la Toscana de la mencionada guarnición en el plazo de seis meses, y se ponía explícitamente de manifiesto el compromiso de los Estados firmantes de recurrir a las armas si la oposición al cumplimiento de los acuerdos lo requería16.
22En los meses siguientes, la reacción a los acuerdos de Sevilla hizo aumentar considerablemente la tensión en los territorios italianos. Pero si bien la oposición a este tratado por parte de Juan Gastón coincidía con la actitud de Carlos VI, el hecho de sentirse directamente amenazado por este —tanto por sus pretensiones feudatarias como por las decisiones que venía adoptando relativas al incremento de la presencia militar imperial en el norte de Italia y en los llamados Presidios de Toscana— hacía inviable que Juan Gastón decidiera ponerse en manos del emperador. La complejidad y debilidad de los intereses internacionales propiciaron que la aceptación del Tratado de Sevilla por parte del emperador no se produjera hasta un año y medio más tarde, cuando el 16 de marzo de 1731 se firmó en Viena un acuerdo con Inglaterra y con las Provincias Unidas por el cual, a cambio del reconocimiento de la Pragmática Sanción, aceptaba la entrada en la Toscana de una guarnición española de seis mil hombres. Inglaterra, que aparecía como la principal responsable de la introducción de tropas en Italia, lo aprovechó para reforzar y ampliar las concesiones y privilegios comerciales, así como su dominio sobre Menorca y Gibraltar17.
23El Tratado de Sevilla sería, pues, ratificado el 22 de julio de 1731 (segundo Tratado de Viena) por los plenipotenciarios de Inglaterra, de España y del Imperio18, al mismo tiempo que por un tratado de familia (entre los Medici y los Borbón) lo aceptaba Juan Gastón. Para el gran duque, desde la aprobación del Tratado de Sevilla por el emperador, resultaba inevitable la aceptación formal del mismo, una aceptación que quedó plasmada en lo que ya contemplaba el propio articulado del tratado: un acuerdo de familia por el cual, bajo la apariencia condescendiente del negociador español, Salvador Ascanio, la monarquía española reforzaba el sentido irrenunciable del cumplimiento estricto del Tratado de Sevilla, especialmente en todo aquello que hacía referencia a la introducción de tropas españolas en la península italiana19. Como ya señalé en otra ocasión,
resulta difícil pensar que la tenacidad y el coste que todo ello supuso para la monarquía española, con concesiones a unos y a otros, se pudiera considerar justificado con solo el reconocimiento al derecho sucesorio del infante Carlos a los ducados de la Toscana y de Parma-Plasencia. Junto con el prestigio político de una negociación en la que la monarquía española podía seguir mostrándose como una potencia de primera fila, hay que pensar también en su interés por recuperar lo que seguía considerando como sus territorios históricos. Para ello, claro está, el derecho a disponer de tropas propias en tierras italianas podía ser contemplado como una condición previa, especialmente tras los reveses sufridos por las expediciones marítimas anteriores20.
24La gravedad de las decisiones que se adoptaban y su alcance internacional ponen en entredicho, pues, las consideraciones estereotipadas que ven la etapa de Juan Gastón simplemente como el momento culminante de la decadencia medicea y de la degeneración de la corte. Tan precipitados y faltos de fundamento son los balances que idealizan a Cosme III presentándolo como un príncipe magnífico, piadoso, sabio con su gobierno y factor de la paz de la que gozaron sus súbditos21… como los que presentan la etapa gran ducal de la corte de Juan Gastón como propia tan solo de una nueva Sodoma, perdida en la incuria, la inepcia, la perversión y el vicio22.
25En efecto, el período del Gran Ducado de Cosme III, lejos de poder ser visto como una época dorada, estuvo marcado por la obsesión sucesoria, por la dependencia de la Toscana respecto a los acontecimientos internacionales, por la decadencia y por la crisis. Tan solo en los primeros momentos Cosme III pareció darse cuenta de la responsabilidad política que le había venido encima, más allá de la cuestión relativa a garantizar la descendencia dinástica. Pero incluso sus tenues formulaciones reformistas quedarían, como el conjunto de su gobierno, en manos de la nobleza, de cortesanos aprovechados y del peso que las decisiones eclesiásticas tuvieron sobre la beatería de Cosme III. Es decir, prácticamente sin la menor posibilidad de incidencia real.
26Los catorce años del Gran Ducado de Juan Gastón, por su parte, tampoco pueden reducirse al tópico de un simple trastrocamiento de la vida cortesana respecto de la propiciada por su padre, o al estereotipo del carácter disoluto y autodestructivo de su trayectoria vital. El último gran duque de la Casa de Medici destacaba por su amplia y notable cultura, hasta el punto de que algunos historiadores no han dudado en considerarlo como el príncipe con mayor formación de su época, lo cual le llevó a destacar en su sensibilidad de mecenazgo, así como en la protección y fomento de los distintos ámbitos de la actividad cultural de la Toscana. Sobresale, en este sentido, el empuje y protección que dio a la Universidad de Pisa, así como a la de Florencia, el fomento de las academias, los contactos con los impulsores de las corrientes ilustradas o el eco de la masonería…
27Pero, «¿qué podía hacer el último de los Medici en el trono del Gran Ducado de la Toscana?» se preguntaba hace unos años el historiador Furio Diaz23. El contraste con el Gran Ducado de Cosme III se puso en evidencia desde el primer momento. Juan Gastón cambió el marcado carácter fiscalista, hipócrita y beato de la etapa de su padre. Según Jacopo Galluzzi24, la impopularidad de Cosme III dio pie a que, incluso en el momento de su muerte, fuera acompañado al sepulcro en medio de las «execraciones de todos los súbditos». Sin embargo, a pesar del evidente contraste de las dos etapas gran ducales, en realidad Juan Gastón tampoco hizo gran cosa más allá de expulsar de la corte a los frailes y espías, así como todo signo relacionado con las beguinas. En medio de la incertidumbre del destino de los Medici y de una crisis económica y política que se venía arrastrando desde finales del siglo xvii, Juan Gastón no podía hacer grandes cosas. Y dado su talante perezoso, seguramente ni siquiera se propuso nunca en serio llevar a cabo muchas de ellas. Así lo evidencia, por ejemplo, el hecho de que su gobierno continuara estando en las mismas manos que había estado durante el Gran Ducado de Cosme III. Y por lo que respecta a la corte, bajo el influjo y la corrupción propiciados por el favorito de Juan Gastón, Giuliano Dami, derivó hacia un antro de diversión y entretenimiento protagonizados por los llamados ruspanti25, hasta desembocar en el más radical abandono, incluso por lo que se refiere a la higiene y la sanidad de la más elemental cotidianeidad doméstica. El ambiente de la denominada corte de los ruspanti era ciertamente poco propicio a la dedicación que reclamaba un planteamiento político riguroso. Y se hallaba en las antípodas del clima y de la necesidad de facilitar reformas profundas como las que reclamaban tanto el contexto global de decadencia y crisis, como el hecho de que en torno a la Toscana convergieran, como hemos visto, los intereses contrapuestos de las grandes potencias internacionales.
28Superado, pues, por los acontecimientos, el Gran Ducado de Juan Gastón se movería entre la impotente voluntad de plantear una política toscana propia y el inevitable pragmatismo que se imponía a sus convicciones. De esta realidad darían buen testimonio, como hemos observado, la problemática generada a raíz del nombramiento y toma de posesión del príncipe Carlos de Borbón como heredero consensuado de los Medici, y la resistencia que Juan Gastón planteaba, especialmente a raíz de la perspectiva acordada entre las potencias sobre la entrada de tropas españolas en la Toscana.
29La situación política de la Toscana registraría un nuevo giro substancial a raíz del cambio en la política internacional que supuso, a finales de 1733, el estallido de la guerra de Sucesión polaca. La política de equilibrio que derivó de este conflicto supuso un nuevo reparto de territorios que afectaba especialmente a la península italiana. La guerra hacía temer, tanto a Francia como a Austria, que Gran Bretaña y España salieran reforzados de esta situación, lo cual precipitó el interés de los dos primeros por acelerar la consecución de una paz negociada, a la que se llegó en 1735, comportando un nuevo reparto de los territorios italianos y la reactivación de las tensiones propias de la lucha por la soberanía. Con ello, la Toscana resultó particularmente afectada, ya que la conquista de Nápoles derivó en la renuncia del príncipe Carlos a la herencia de los Medici y en la imposición a Juan Gastón de un nuevo heredero, el duque de Lorena, Francesco Stefano, futuro esposo de María Teresa de Austria. De esta manera Juan Gastón, que había intentado resistirse a la presencia militar española, se veía ahora abocado a un callejón sin salida que lo subordinaba de hecho al dominio político y a la presencia militar austríacos. Con la aceptación por parte de España de la entronización de los Lorena, a la Toscana le iba a quedar tan solo el consuelo de devenir una corona diferenciada de la imperial; y las cuestiones relativas al Gran Ducado pasarían a resolverse en el Consiglio di Viena per la Toscana, que se acababa de crear en enero de 1737.
30La agonía política de la Toscana corría en paralelo con la agonía física de dos de los protagonistas que hemos destacado del escenario político florentino de la primera mitad del siglo xviii: Juan Gastón, que fallecería el 9 de julio de 1737, y Salvador Ascanio, que moriría el 23 de julio de 1741. De modo que cuando el gobierno de Juan Gastón había podido sentirse más próximo a los planteamientos políticos de la monarquía española, y concretamente a la beligerancia antilorenesa de Salvador Ascanio, fue cuando uno y otro fueron más débiles: Juan Gastón por su imparable declive personal y su muerte inminente, y Ascanio por el desengaño y consiguiente estado depresivo de quien estaba manteniendo un mismo criterio político aun cuando la monarquía a la que representaba ya había cedido y renunciado a él.
31La vía toscana a la soberanía, tal como la había defendido Salvador Ascanio, quedaba así truncada, de forma que subsistiría tan solo como argumento para quienes, como Tanucci, luchaban para llevar a cabo una vía similar en Nápoles. La coherencia de Ascanio, por lo que se refiere a la defensa del argumentario político soberanista de la Toscana, sin embargo, no deja de sorprendernos, especialmente en una persona que siempre se mostró fiel a la monarquía de Felipe V —con su inquebrantable voluntad absolutista y unionista— tanto en el marco de la guerra de Sucesión española como en los años posteriores. Es este un comportamiento que en algunos otros personajes resulta todavía más chocante, como el hecho que el cardenal Belluga —el mismo que en 1706 y 1707 había creado un ejército felipista con un claro protagonismo en el desenlace de la batalla de Almansa, y que ahora se encontraba en Roma desde 1724— escribiera en el mes de abril de 1734 a Salvador Ascanio felicitándole efusivamente por el contenido de una obra en la que el dominico español exponía una clara defensa de sus argumentos y criterios políticos, así como de las actitudes que había adoptado26.
Frustración política y desengaño personal
32No fue la Toscana de donde surgió el reformismo político capaz de dar un impulso transformador a los Estados italianos, a pesar de que, tal como señaló Franco Venturi,
Los años treinta significaron, en la Italia del Setecientos, el punto más bajo del desmoronamiento político, de la depresión económica, del desengaño intelectual. Significaron a su vez, por el contrario, al menos en algunos puntos de la península, el inicio de una lenta recuperación, el primer inicio de las transformaciones y de las reformas. En esa década, entre 1730 y 1740, la situación política, económica e intelectual italiana comenzó a cambiar27.
33Pero aunque la Toscana no fue ninguno de estos centros de la península que marcaron el inicio de una lenta recuperación, tampoco podemos menospreciar como simplemente inmovilistas las iniciativas planteadas por los gobiernos de Juan Gastón o los criterios por los que se regía Salvador Ascanio en sus negociaciones diplomáticas con los responsables del gobierno del último Medici.
34Las expectativas que para la Toscana había contemplado Salvador Ascanio partían de unos criterios moderadamente renovadores, e iban revestidos de una clara voluntad de superación del anquilosamiento en el que se había ido enfangando la dinastía Medici. El dominico español se regía, en su actividad diplomática, por principios claramente distantes de la subordinación política a los intereses eclesiásticos o a los intereses feudales de la autoridad imperial, y se mostraba, en cambio, partidario de las reformas, de la protección social de los más débiles, del reconocimiento de los derechos históricos y, por tanto, de la soberanía e independencia política. Precisamente la influencia que seguían manteniendo el pensamiento y la conducta de Salvador Ascanio, especialmente en los medios próximos al «partido proespañol», lo colocaron en el punto de mira de los partidarios de los Lorena, ya desde el año 1736. Estos, en efecto, promovieron campañas para desprestigiarlo, con amenazas y acusaciones de sedición y de agitación popular.
35La larga trayectoria diplomática de Ascanio en la Toscana le condujo en estos momentos a la amargura de quien al final de su vida se sentía aislado y perseguido por sus enemigos políticos, particularmente por los loreneses. Estos, en efecto, le habían rodeado de espías que controlaban a cualquiera que se entrevistara con él, lo que acentuó la pesadumbre de quien manifestaba que a los «alemanes» les habría bastado con verlo enterrado en vida en su celda de Santa María Novella28. Pero especialmente deprimente resultaba para él constatar, en los últimos años de su vida, que «aquellos que aquí se nos mostraban muy finos en otro tiempo, huyen ahora de esta celda29».
36Temerosos de las habilidades diplomáticas de Salvador Ascanio y de su capacidad de influencia en la sociedad florentina prácticamente hasta el final de sus días, los loreneses le atacaban reiteradamente en 1741, con la voluntad de desprestigiarlo, acusándolo de conspirar contra ellos, de fomentar la esperanza de que volvieran los españoles, y de repartir reiteradamente limosnas entre el «populacho» a fin de agitarlo en su contra. Eran tan frecuentes las acusaciones —y difamaciones— contra el dominico español, que el duque de Lorena lamentaba que todavía no se hubiera adoptado ninguna medida contra Ascanio, a pesar de las repetidas quejas formuladas contra él30. No debió ser, pues, demasiado sorprendente que en 1739 fuera detenido un hombre en el Bargello que confesó que le habían encargado asesinar al anciano dominico.
37A pesar de haber cambiado notablemente la situación de la Toscana tras la muerte de Juan Gastón y, especialmente, habiendo pasado bajo dominio lorenés a partir de 1736, Salvador Ascanio seguía manteniendo sus convicciones políticas, de modo que continuaba denunciando en su correspondencia diplomática (especialmente con el embajador en París) las exigencias de los loreneses por lo que se refería a la apreciación de las joyas de la Casa de Medici y a las nuevas cargas fiscales, que habían pasado a representar en torno al 20 % de la riqueza de la Toscana. Así mismo, en el año 1741 todavía denunciaba la responsabilidad de Francia por lo que se refería a la «situación de esclavitud» en la que el dominio de los loreneses había dejado a la sociedad florentina; responsabilidad tanto por lo que se refiere al establecimiento en la Toscana de este nuevo linaje, como por el silencio de Francia ante los abusos de los loreneses, especialmente porque, tal como le manifestaba el embajador español en París, habría bastado un solo gesto del cardenal Fleury para acabar con los abusos y los temores de la sociedad toscana31.
38Los problemas generados por la regencia lorenesa, pues, tampoco fueron acompañados de grandes proyectos reformistas y renovadores, a pesar de que intentaron potenciar la vida productiva, administrativa y económica. Unos intentos que, sin embargo, no pasaron de ser los síntomas precursores del «extraordinario experimento reformador» que tendría lugar en los años de Pietro Leopoldo32. Pero esto iba a ser ya otra historia.
Notes de bas de page
1 Livet, 1973, p. 98.
2 Diaz, 1987, pp. 465-545; Venturi, 1969, pp. 3-58; Hazard, 1935.
3 Diaz, 1987, pp. 512-513.
4 Ibid., p. 465.
5 Ibid., pp. 479 sqq.
6 Bianco, 1986; D’Addio, 1986; Venturi, 1969, pp. 17-19.
7 Sobre los episodios de denuncia y persecución contra Ascanio, su conducta y la falta de fundamento de aquellas acusaciones, junto con una muestra de la defensa y elogio de su comportamiento, véase: Archivio Segreto Vaticano, Archivio della Nunziatura di Madrid, nos 23, 48, 49, 50, 52, 58, 59, 74. Véase también Archivo Histórico Nacional (AHN) [Madrid], Estado (E), legs. 2095, 2106, y 2136.
8 AHN, E, leg. 4121.
9 Sobre Tanucci y la Universidad de Pisa, véase Verga, 1984.
10 Tanucci, Epistolario, I, 1723-1746, ed. de Coppini, Del Bianco, Nieri, 1980. Véase el tono y contenido de las cartas de Tanucci en «Ascanio, Salvador», en el índice onomástico de dicha edición.
11 Ibid., carta no 16. Véase también la nota biográfica del editor, a pie de página.
12 Puede consultarse el texto completo en Cantillo, Tratados, convenios y declaraciones de paz, pp. 247-257.
13 AHN, E, leg. 2705.
14 En septiembre de 1727, ante la débil salud de Ascanio, Vernaccini tranquilizaba al marqués de La Paz garantizándole que, en caso de fallecimiento del dominico, él estaba en condiciones de poder salvar toda la documentación secreta que estaba en sus manos (AHN, E, leg. 2705).
15 Inghirami, 1843, p. 572.
16 Artículo 6 de los separados y secretos del Tratado de Sevilla, en Cantillo, Tratados, convenios y declaraciones de paz, p. 254.
17 Jones, 1982.
18 Cantillo, Tratados, convenios y declaraciones de paz, pp. 263-271.
19 Sobre la contraposición de los intereses de la monarquía española con los de la corte de Juan Gastón, y la dureza de la negociación llevada a cabo por Salvador Ascanio hasta conseguir el reconocimiento por parte del Gran Ducado del príncipe Carlos de Borbón como heredero de la Toscana, véase Archivio di Stato di Firenze, Mediceo del Principato, fo 2713, Ins II, y fo 2714.
20 Roura i Aulinas, 1998, pp. 524-525.
21 Las palabras son de Muratori en su elogio fúnebre por la muerte de Cosme III. Véase Diaz, 1987, p. 540.
22 Puede verse en este sentido la obra anónima Vita di Gio Gastone I, centrada en los llamados ruspanti de la corte de Juan Gastón, así como en la figura de su favorito Giuliano Dami. En una línea parecida puede verse también la reciente novela de Bruschi, 1995. Véase una breve biografía y revisión crítica sobre Juan Gastón en Paoli, 2000.
23 Diaz, 1987, p. 524.
24 Citado en ibid., que remite a Galluzzi, Istoria del Granducato di Toscana, p. 24.
25 Denominación con la que se hace referencia a los más de trescientos jóvenes de la calle que eran reclutados por el favorito de Juan Gastón, Giuliano Dami, a fin de garantizar un divertimento constante de bufonadas y libertinaje en la corte. Eran denominados como ruspanti por el nombre de la moneda del Gran Ducado, el ruspi, con que se les pagaba.
26 Lamentablemente, no he podido localizar ningún ejemplar de este texto. La noticia mencionada se halla en una carta de Salvador Ascanio al embajador de España en París, Fernando Triviño. En ella le notifica que el cardenal Belluga le ha felicitado por la obra Parere disappasionato, a la que considera un escrito maravilloso, de modo que ha mandado que se impriman unos quinientos ejemplares, y le dice textualmente: «… no hacía falta esta maravillosa respuesta de V.Rma para acreditar su gran talento y comprehensión de las cosas de la Europa bien conocido. El Rey debe estar muy reconocido a V.Rma» (AHN, E, leg. 41572, no 7, 8 de abril de1734).
27 «Gli anni trenta segnarono, nell’Italia del Settecento, il punto piu basso dello sgretolamento politico, della depressione economica, della delusione intellettuale. Segnarono insieme, per contrasto, almeno in alcuni centri della penisola, l’inizio d’una lenta ripresa, i primo abbrivio alle trasformazioni e alle riforme. In quel decennio, tra eil 1730 e il 1740, comenciò a cambiar di segno la situazione politica, economica, intellettuale italiana.» (Venturi, 1969, p. 3, traducción del autor del artículo).
28 AHN, E, leg. 4114, carta al marqués de La Mina, 2 de febrero de 1739.
29 AHN, E, leg. 41401.
30 AHN, E, leg. 41401.
31 AHN, E, leg. 41351.
32 «straordinario esperimento riformatore» (Diaz, 1989).
Auteur
Universitat Autònoma de Barcelona
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