Los significados del republicanismo histórico
p. 9-23
Texte intégral
Notas introductorias
1Hubo un tiempo en el que, incluso cuando las circunstancias políticas ya no eran un impedimento, el republicanismo suscitaba escaso interés entre los historiadores académicos. Me refiero al republicanismo que se enunciaba a sí mismo como tal. Durante las décadas finales del siglo xx y primeras del actual esa circunstancia, como se evidencia en el presente volumen, se ha visto alterada de manera radical1. Habrá quien sostenga que lo ha sido hasta un punto excesivo. Incluso puede parecer una atención desproporcionada tratándose de un movimiento que, en cuanto se definió como «republicano», se movió preferentemente en los límites exteriores de la política más oficial, se mantuvo alejado del poder la mayor parte del tiempo y no gestionó más que ocasionalmente los resortes del Estado; que incidió, si acaso, desde fuera del mismo en los procesos políticos, culturales y sociales registrados en la contemporaneidad.
2Lo cierto es que la objeción se desvanece dada la recurrencia, más allá de los breves episodios institucionales, de la esperanza republicana en la esfera pública2. Un anhelo que se concreta y se detecta en las prácticas discursivas, en las propuestas intelectuales y de regeneración moral mediante la educación o el compromiso cívico y en las distintas modalidades de acción colectiva ensayadas en los variados tiempos de la España liberal, entre sus albores, en los primeros momentos del Ochocientos, y las tres primeras décadas del Novecientos. El republicanismo histórico constituyó a lo largo de ese arco temporal un todo que, al mismo tiempo y en su naturaleza concreta, resultó ser, para sus cultores, una prescripción moral situada en el orden de lo deseable y un marco de experiencia —entendiendo por tal una premisa organizativa de la actividad de los actores sociales— fragmentado y diverso.
3No es inusual que muchas de las aportaciones recientes se refieran al republicanismo hispano, de modo similar a lo que ocurre con el portugués, no tanto como a un partido, que también, cuanto como a una cultura y un movimiento de límites flexibles. Si abrimos el ángulo de visión y sumamos lo acaecido en tierras de Portugal y de España, el republicanismo sería una trama discursiva específica —de raíces liberales y en absoluto infrecuentes despliegues socialistas3— así como un movimiento político y social de límites estrictos en su pluralidad. Ello es así tanto cuando se describen sus orígenes, primeras etapas y tanteos conformadores, como cuando tienen lugar las concreciones partidarias de mediados del siglo xix4 o, remitiéndonos a España, la fijación de las fronteras internas en los años de la Restauración y las renovaciones de las primeras décadas del siglo xx5. La paradoja especificidad/multiplicidad arranca de la condición magmática del republicanismo, tanto en lo relativo a su composición humana —a los varios grupos sociales y sujetos que lo integraban y/o se reclamaban del mismo— como a los proyectos y actitudes performativas que se sostenían, o tenían lugar, en su seno.
4Nos hallamos, en cualquier caso, ante una corriente de opinión y de acción política que compartía, siquiera a grandes rasgos y con expresiones de máximos y de mínimos, una orientación genéricamente democrática y, con matices mucho más acusados, una agencia social. Las republicanas y los republicanos fueron gentes que abogaban por abrir procesos de democratización, enfrentarse a los poderes oligárquicos que detentaban la soberanía sustrayéndola a sus legítimos titulares —el pueblo y la nación— y aproximar las instancias de autoridad a los territorios más próximos a la ciudadanía (aquí cabría referirse tanto al municipalismo y la vivencia de lo local como, en particular en el caso español, a los diversos federalismos en tanto que esquemas superadores/articuladores de la misma). Finalmente, eran gentes que defendían la reintroducción de un principio de equidad a su entender alterado por las relaciones sociales propias del orden que vino a construirse bajo el impulso de las revoluciones liberales, las modificaciones subsiguientes del concepto de propiedad y la prescindencia de lo que Karl Polanyi evocó como la centralidad del «derecho a vivir»6.
5A esos fines, complejos y variados, se dirigieron los republicanos partiendo de un elevado grado de diversidad en su filosofía política —sin ir más lejos en relación con el valor determinante, o no, de la propiedad en la constitución del demos—, en sus concreciones programáticas y en sus prácticas militantes. La pluralidad conllevó no solo distanciamientos sino también genuinos y duraderos antagonismos, cuando no enemistades personales, entre los componentes de la democracia republicana. La condición laberíntica del republicanismo español, un rasgo menor aunque en absoluto inexistente entre los correligionarios portugueses, ayuda a entender la inestabilidad de las formaciones políticas a las que dio lugar. A las dificultades de concreción de los partidos —el Demócrata, en 1849; el Republicano Democrático Federal, en 1868— le sigue, sin solución de continuidad, la dilución de tales plataformas y la reintegración posterior de aquellos que se les habían adscrito al campo genérico de una democracia desestructurada. En ese suelo dejado en barbecho aflorarán pronto —finales de la década de 1870 e inicios de la de 1880— formaciones más perfiladas organizativa y doctrinalmente: el progresismo, el federalismo pactista y el orgánico, y el centralismo7. La dilución de estas formaciones, una vez más por razón de sus incapacidades, por el relevo generacional de los liderazgos8 así como por su inadecuación a la irrupción de las masas en la vida política, explicará las renovaciones de principios del Novecientos. En paralelo a esa discontinuidad partidaria, dando solidez y dotando de permanencia a lo republicano, hallamos, por un lado, sociedades y tertulias, redacciones de periódicos —las cabeceras republicanas, púlpito y tribuna, llegan en no pocos casos a tener una vida más larga, y por supuesto autónoma, que la del partido que las impulsó inicialmente— y toda suerte de círculos de amistad y colaboración. Nos encontramos, por lo demás, con reiterados procesos unitarios —uniones republicanas— que, sostenidos sobre la práctica colaborativa en el ámbito municipal, lograrán alcanzar en el siglo xx a segmentos de la izquierda dinástica y al socialismo —bloques de izquierda y conjunciones republicano-socialistas9—.
6Cuando nos acercamos a la historia del republicanismo nos encontramos, finalmente, y diría que en no pocos casos primordialmente, biografías. Vidas de republicanas y republicanos más o menos relevantes y conocidos por la brillantez de su pluma o su capacidad oratoria, por la ejemplaridad de su labor y de su modo de vida, por la constancia con la que, más allá de los desalientos puntuales, daban forma a nuevas plataformas de intervención pública y de conformación de modelos alternativos de sociedad; vidas, otras, en la mayoría de los casos, de republicanas y republicanos anónimos que como quienes les precedieron se socializaron en los valores domésticos de la democracia republicana —desdibujando en ocasiones las barreras entre familia y ciudad— o, en otros, sintieron en edad temprana la punzada de la conciencia ante las injusticias. La abolición de la esclavitud o de la prostitución, la reforma social y el empeño por combatir la pasión popular por las ejecuciones de los condenados a muerte, el combate, en suma, contra el vicio, la corrupción de las costumbres, la exclusión y la explotación en sus más variadas formas se reflejan con potencia en toda suerte de biografías. Las rutinas personales y las circunstancias de clase y género, condicionan las respectivas agendas10.
7Los estudios más recientes no han hecho más que poner de manifiesto el potencial heurístico que se da al combinar, de manera renovada, el interés por las historias de vida y los ejercicios prosopográficos con algunos de los grandes campos, nuevos o no tan nuevos, de la historia social: desde las relaciones de género y la condición de «tejedoras de ciudadanía» de tantas mujeres en la España y el Portugal contemporáneos, hasta el papel del periodismo en la construcción de una esfera pública que, a su vez, hace verosímil la posibilidad de democratización, pasando por la pulsión cooperativa que se detecta entre artesanos, gente de oficio y obreros11. Son esos republicanos, por lo demás, tanto los más conocidos como, sobre todo, los anónimos, los que enlazan la república local —la del campo y la de la ciudad, la de Valencia o la de Sevilla, la de Cádiz o la de Gijón, la de Madrid o la de Granada, la de Barcelona o la de Bilbao, la de Oporto o la de Lisboa, la de Coimbra o la de Setúbal— con la república regional y, en fin, con la nacional —ya sea esta la española, la portuguesa o, a raíz de la entrada en la competencia política sustantiva de los nacionalismos subestatales en su formulación moderna, la catalana u otras en las que la república no siempre se asocia a la noción actual de Estado nación—.
8Retomando lo enunciado en los primeros párrafos, al campo republicano se le puede atribuir la doble noción de unicidad —dado que obrará de manera singular y particular en los combates políticos registrados en las largas décadas de revolución liberal, de conformación del orden social burgués y de construcción del moderno Estado nacional— y de multiplicidad, debido a las diferencias de grado, cualitativas, sustanciales y bien reales que se encuentran en el interior de su espacio político. La convivencia de ambos semblantes complicaba y complica el análisis de lo republicano. De hecho, la complejidad inherente a los republicanismos ibéricos explica en parte la eclosión de tensos y estimulantes debates historiográficos. Por lo demás, y con independencia de la existencia desde sus mismos orígenes de querencias disímiles, se manifestarán entre todas las formulaciones republicanas demostraciones prácticas de «fluidez y permeabilidad»12. Ambos rasgos son fácilmente detectables y operan como animadores de la tensión tan republicana que, sucesiva cuando no paralelamente, lleva a deslindar esferas y a procurar trabarlas, a escindirse y a dar paso a uniones que, por efímeras, anticipan en ciertos casos nuevos trasvases o retornos desde el campo de la derecha y el centro reformista republicano al campo de la monarquía.
9Tres breves apuntes más se imponen para cerrar estas consideraciones. El primero es elemental: nada de lo dicho es raro. Se dio en las culturas republicanas de nuestro entorno, en España y en Portugal, en Francia y en Italia tanto como en la Alemania que transita del Sacro Imperio a la unificación13. En este sentido, no hay excepcionalidades arrogantes en los republicanismos ibéricos. Estos se inscriben en un marco europeo en el que se afronta el paso a las sociedades liberales, con sus inclusiones y sus exclusiones, con sus rasgos oligárquicos y sus pulsiones democratizadoras. En todas partes el republicanismo acoge expresiones de radicalismo plebeyo al tiempo que modalidades diversas de democracia patricia que contaban con no pocos elementos aristocráticos por el papel determinante que, en el proceder democrático, debería reservarse a los caballeros de la razón, al intelectual, al profesional, al ser humano (preferentemente, cuando no de manera exclusiva, hombre) dotado de capacidades y saberes o, como mínimo, de esos humores específicamente republicanos a los que se referían como «virtud» y que respondían, de hecho, a la convicción en la específica responsabilidad de todo ciudadano para con el común, para con sus compatriotas14. En cualquier caso, todas las modalidades del vivir, saber y decir republicano coinciden en la arena pública, dan pie a diversas hibridaciones, dejan amplio espacio a los republicanos «incoloros»15 y se enfrentan, cada una a su manera, a la leyenda demófoba que establece, desde mucho antes de 1873 y del Cantón, que la democracia corrompe y que, sobre todo, es incapaz de garantizar la estabilidad de las sociedades y, por tanto, el bienestar de las naciones.
10Los otros dos tienen que ver con el trabajo de las historiadoras y los historiadores. En esas décadas finales del siglo xx y primeras del actual a las que aludía al abrir este ensayo ha tenido lugar, como recordaba uno de los coordinadores de este volumen, un desmenuzamiento, un ir a los espacios locales y regionales en un ejercicio que venía siendo reclamado desde la década de 1980. Lo ocurrido en la España de 1873, como en la de 1931, o en el Portugal de 1910 no dejaban de ser el fruto de la intensa difusión de ideas, de la reproducción cultural y del proceso de aprendizaje y de acumulación de expectativas que se había registrado en la época anterior. Donde mejor se detecta dicho proceso es en el ámbito local. Es ahí donde, como señaló Gloria Espigado en su estudio sobre el Cádiz de la Primera República, «se construye el todo de la historia general» y se evita que, también lo republicano, quede «suspendido en el vacío, sin el asidero sólido y básico que pueden proporcionar los análisis a pequeña escala»16. Al fin y al cabo, los marcos no ya nacionales sino universales a los que nos referimos cuando remitimos a la democracia europea se concretan en dimensiones particularistas.
11También ha tenido lugar una creciente atención a los tiempos, yendo desde las tendencias seculares hasta las coyunturas y los acontecimientos. En particular se ha atendido a los momentos que se constituyeron en calendario, nacional y partidario, y que, en nuestros días, además de coartada para la celebración del presente, pasan a ser un instrumento analítico más, imprescindible, para atender a las evoluciones tanto como a los impactos en el devenir nacional de los valores republicanos y de sus cultores17. En algunos casos, entre los referidos a los espacios de delimitación de la experiencia republicana, ello ha desembocado en la cooperación necesaria para la construcción de historias nacionales alternativas a la española. Tan teleológicas estas últimas como la española y que, por si cabía alguna duda, acaban asumiendo, abierta o encubiertamente, el presupuesto de la existencia de comunidades que no se construyen sino por una razón última de necesidad ontológica: el ser la nación.
12Finalmente, creo conveniente evidenciar que, desde los años ochenta del siglo pasado, tal y como el lector podrá comprobar buceando en las numerosas y sustanciales aportaciones que conforman el grueso de este libro, el republicanismo se ha constituido, con independencia de la rápida sucesión de paradigmas teórico-metodológicos, en una presencia ineludible para la comprensión de las dinámicas históricas registradas en España y Portugal en los dos últimos siglos. Dicho de otro modo, ha sobrevivido mejor que bien a la novedad compulsiva. Es cierto que en las últimas décadas se han sucedido dichas innovaciones. Presentadas como giros epistemológicos, esas novedades deberían ser recogidas, en no pocas ocasiones, como nuevos campos de estudio antes que como proposiciones metodológicas no atendidas previamente en los estudios de la contemporaneidad18. La historia social clásica ha tenido que compartir espacios con la historia cultural y ha tenido que hacer frente a la renovación de la historia local o al descubrimiento de la sociabilidad como objeto de análisis prioritario. A la historia de los conceptos y de las ideas, al giro lingüístico y a la nueva historia política, incluso a la historia de las emociones, por citar otras propuestas de renovación, les ha ocurrido lo que a las anteriormente citadas: no han podido, ni querido, dejar de atender al republicanismo. Se han acercado al él con distintos enfoques, pero no han tenido otra alternativa que aproximarse. Lo republicano como objeto de estudio en tierras de Iberia, así como en Francia, en Italia o en el mundo anglosajón, muestra un elevado grado de resiliencia a las novedades y las modas. Acaso porque no deja de confundirse con la historia de, y la pasión por, la democracia.
La controvertida cuestión de la genealogía
13En las últimas décadas, tanto en Portugal como en España, la observación del republicanismo se ha emancipado de la del partido republicano, si bien no se ha desprendido totalmente, claro está, la una de la otra. Ello carecería de todo sentido19. Lo que ocurre es que el estudio de la democracia republicana formalizada en partido —una exigencia que en otros tiempos se presentaba como indispensable— ha alcanzado el grosor suficiente como para dirigir la atención a la dimensión autónoma, y precoz, de un universo de ideas políticas, de recursos de movilización y de prácticas sociales que se registran, bajo el rótulo de republicanismo, antes, durante y después de la creación de los partidos. Un universo que, de facto, pone de relieve la existencia en tierras ibéricas de una visión contrahegemónica, crítica con la lectura doctrinal y moderada de la revolución liberal e interesada ab initio en la posibilidad de transformar el pensamiento sobre la política en acción política.
14¿Es esto último que acabo de anotar del todo nuevo? Bien, en realidad, no. Si releen volúmenes como Blasquistas y clericales o El Emperador del Paralelo. Lerroux y la demagogia populista una vez transcurridas más de tres décadas desde que fueran publicados, tendrán que convenir que la senda, en los años del cambio de siglo xix al xx estaba trazada desde hacía tiempo20. En nuestros días el ejemplo se propaga. A mi entender, el resultado inmediato de ello, y de eso dan cuenta también las aportaciones del presente volumen, ha sido doble. Por un lado, se está facilitando el diálogo sostenido con la filosofía política y con las ciencias sociales que, ya sea revisando los modelos de la democracia clásica, ya sea atendiendo a las propuestas de futuro que arrancan de las insatisfacciones para con las democracias representativas en los albores del siglo xxi, dan vueltas a cuestiones recurrentes en las contemporaneidades ibéricas y europeas21. Por concretar, problemas como la conquista y naturaleza de los procesos de delegación y de representación de la ciudadanía; la negación de los mandatos imperativos y, como norma, la feble monitorización de la labor de los representantes políticos; la centralidad y capacidad de retención de lo local; los confines de las virtudes ciudadanas en nuestras respectivas sociedades nacionales y la relevancia de estos en los ciclos de politización y de despolitización. Es en ese mismo orden de cosas que se produce un progreso incontestable en la consideración de lo republicano como clave no ya en la democracia como decisión sino, como apuntaba desde las primeras líneas de esta nota, de la democracia republicana como conversación —y, por lo tanto, como vector de politización—.
15El segundo de los efectos de salir de los cauces analíticos que dan preferencia al partido ha sido, también a mi entender, el de rescatar la temporalidad profunda que define a lo republicano. La historiografía reciente atiende con mayor énfasis y mejor criterio a la genealogía, embrollada y reescrita como todas, del republicanismo. Desde su punto de partida y en función de las coyunturas, constata la prevalencia en las plurales agendas democráticas de valores no siempre fáciles de compatibilizar (libertad, igualdad y fraternidad) a pesar de figurar, los tres al mismo tiempo, en las divisas fundacionales22.
16En la década de 1960, en el caso español, lo republicano empezaba en 1849 y concluía, como muy tarde, en 1939. El exilio posterior, desgajado de la vida política española, apenas se analizaba en su discurrir agonizante. Habría que esperar a los años del tardofranquismo y la Transición para empezar, lentamente, a acordarse de los olvidados23. Se expresaba, para uno y otro tiempo y de manera determinante cuando no exclusiva, en el análisis de aquella forma de partido que se hace presente, si el marco legal lo permite, en la competencia electoral o que, en otras circunstancias, se ciñe a un universo de conspiraciones y clandestinidades no menos formales.
17En lo relativo a los orígenes, la modalidad inaugurada por Antonio Eiras Roel en 1961 con la primera edición de su obra El Partido Demócrata español, tiene sus continuadores, imprescindibles, hasta nuestros días. No obstante, buena parte de las nuevas generaciones de historiadoras e historiadores parecen sentirse tentadas a enlazar con esa otra manera de abordar el republicanismo que antes apuntaba. Y ello lleva a retroceder en el tiempo y apuntar a la existencia de hilos conductores que empezaron a desmadejarse, sin que existiera asomo de partido republicano, en las décadas de 1810 y 1820.
18En dicho ejercicio los autores se encuentran con materiales historiográficos de los años setenta del pasado siglo que se ocupan del liberalismo exaltado, del romanticismo político, del carbonarismo y de los comuneros o del socialismo utópico. Trabajos que nos informan de una acción política en la que, sin recurrir al sintagma republicano, había republicanismo en germen. No se recurría al sintagma porque sus actores no solo no se definían como tales sino que llegaban a rechazarlo con vehemencia dado que, acaso por el recuerdo de la República de 1793, no era excepcional entre sus enemigos políticos y, por extensión, en la incipiente esfera pública la equiparación de república y demagogia, caos y anarquía. En cualquier caso, los estudios a los que aludo —los de Alberto Gil Novales, Iris M. Zavala y Clara E. Lida, Antonio Elorza, Jordi Maluquer de Motes y los que estaban por venir de Anna Maria Garcia Rovira, Irene Castells, Antoni Moliner, Gloria Espigado, María Cruz Romero o Jesús Millán, entre otros muchos— se correspondían con terrenos alejados de los requerimientos teórico-metodológicos de la aproximación estasiológica y asumían, sin mayores problemas epistemológicos, que lo que estaban explorando era el espacio de lo protorrepublicano —que acabase en republicano o no era otra cuestión—. Al fin y al cabo, no se alcanzaría a comprender lo republicano si no se atendía a «la experiencia, a las expectativas creadas y a la carga de contenido conceptual acumulado durante ese [largo] proceso [revolucionario liberal]» por parte de sus variados actores24.
19En ese acercarse a unas raíces que remontaban lo republicano a décadas antes, y después, de la primera presencia de un partido demócrata —que no del conjunto de la producción historiográfica sobre el republicanismo— desempeñaron un papel determinante los trabajos, en conflicto analítico, de Florencia Peyrou, Román Miguel González, Genís Barnosell o Albert García Balañà25. Sin embargo, y dado que el afán no es tanto remitir al conjunto de la producción como dirigir la atención del lector hacia la reconsideración de la genealogía de lo republicano me interesa aludir, brevemente, a las aportaciones de Juan Luis Simal o de Jordi Roca Vernet26.
20Estos trabajos ponen en cuestión la cronología habitual, retrocediendo más atrás en el tiempo del Cádiz de inicios de la década de 1840 o de la Barcelona bullanguera de 1835 a 1837. Ya en la década de 1820, y todo apunta a la posibilidad de remontarse aún más, la lectura radical del texto de 1812 da lugar a reflexiones y actuaciones, a proyectos que, interaccionando con el republicanismo novohispano y atendiendo en no menor medida a la experiencia norteamericana, cuajan en las páginas de periódicos y hojas volantes, en folletos y tertulias patrióticas y, al mismo tiempo, se despliegan en modalidades inaugurales de acción colectiva, del levantamiento al motín. La cuestión de los procedimientos, y la tentación insurreccional, aparece en origen y siempre con el argumento de la imposibilidad de enfrentar por otros medios la conquista de la soberanía.
21Mediante ese ejercicio, los autores señalados, desde Roca y Simal hasta Espigado, Peyrou o Miguel entre otros, han dibujado la arqueología de los procederes y saberes radicales de la España de la primera mitad del siglo xix. En sus trabajos estos historiadores han puesto de manifiesto la prioridad de la reforma moral, las lecturas innovadoras de los rasgos definidores de la república en la Antigüedad, la algo más tardía fascinación por el federalismo, la tensión entre quienes acabarán atados a lecturas marcadamente historicistas o aquellos otros, destacados en un primer momento y progresivamente relegados (que no anulados), que ponen el énfasis en el imperio nonato de la libertad y la fraternidad de nueva planta. En libros y artículos científicos, esos mismos historiadores han evidenciado la existencia de variantes liberales y de otras más decididamente plebeyas.
22Todos estos trabajos apuntan a un rasgo que reaparece —también hasta nuestros días— y que tiene unos cimientos lejanos: la desacralización del rey tras una ruptura entre este y el pueblo —un sujeto colectivo no siempre fácil de definir en sus límites y sustancia— a causa del incumplimiento, por parte del primero, del pacto que les une, a ambos, en la moderna nación de ciudadanos27. En buena medida será esa desacralización, estrechamente conectada con el proyecto de secularización, la que llevará a esos primeros republicanos, si asumimos la paradoja aparente, a mostrar un creciente interés por la cuestión de las instituciones políticas. En un momento determinado dicha problemática excede la inquietud inicial por los fundamentos del comportamiento político, del pueblo o del ciudadano. El combate contra las lógicas de exclusión y las prácticas de dominación topa con el contrafuerte, a abatir, de la Corona. Es esta circunstancia —probablemente junto a aquella otra que apuntaba a la secularización como proyecto de modernidad, a la progresiva separación de la causa de la religión de la de la patria— la que facilita la explicitación de la condición republicana y en la que se empiezan a seleccionar las piezas que integrarán el panteón de los combatientes por la libertad y de los padres, y alguna madre, de la República28.
23En todo ese ejercicio dejarán huella las redes que conectan a las democracias ibéricas entre sí y a ellas con lo que acaece en otras partes del continente europeo. Ya en tiempos de las represiones ejercidas por la Santa Alianza, si no antes, se da una creciente circulación de exiliados, y con ellos de ideas y propuestas —desde las girondinas y jacobinas hasta el impacto maquiaveliano propiciado por el arribo a la Península Ibérica de gentes avanzadas procedentes de los reinos de Cerdeña y de las Dos Sicilias— que a menudo se radicalizan en sus expresiones y se concretan en sus postulados. El trato con la democracia del resto de Europa tendrá continuidad tras 1848, en 1854, con posterioridad a 1871 o en los años de entresiglos. El medio republicano español, como el portugués, mantiene en el tiempo los vínculos con mazzinianos y garibaldinos, con seguidores de Ledru-Rollin y de Gambetta, con admiradores de Kossuth y con los corresponsales de los más variados círculos y periódicos europeos y americanos. En rigor, no siempre se trata de una circularidad asociada a la experiencia del exilio. Siendo cierto que Lisboa es refugio, no lo es menos que la libertad de movimiento y el interés por los provincialismos y los federalismos, la querencia que sobre esas problemáticas territoriales compartidas puede dar paso a un siempre tímido iberismo, certifica contactos continuados y reconocimientos mutuos entre personalidades como Teófilo Braga, Teixeira Bastos, Magalhães Lima o Roque Barcia, Salmerón, Pi y Margall y tantos otros29. Esta es, la de la conectividad, una historia que tendrá una continuidad muy explícita —pocas culturas hay más alejadas del ensimismamiento que la republicana— y que llega, con todos los cambios propiciados por el paso del tiempo, hasta los años de la República portuguesa de 1910 y el proceso constituyente de la Segunda República española. Las referencias a las olas democratizadoras que se desarrollarán por gran parte de Europa desde mediados del Ochocientos y en el primer tercio del siglo xx serán escrutadas con atención y los modelos de acción y las propuestas institucionales sometidas a juicio crítico y, a menudo, sujetas a intentos de importación30.
El republicanismo: una vivencia local, un proyecto nacional
24A partir de ese sustrato y de la vivencia del quehacer republicano en el municipio se abre un itinerario que en los años del Sexenio se articula alrededor del eje organizativo del Partido Republicano Federal y siempre en un horizonte nacional español. Las contradicciones y malentendidos vividos en esos años facilitan la clarificación, o la precipitación si se prefiere, de la complejidad republicana. Antes y después de la fundación del Partido Republicano o del Partido Federal, el republicanismo, en todas sus variantes, procura extirpar la confusión inaugural que propiciaba la identificación entre monarquía y nación. En realidad, dirán los impulsores del Partido Demócrata y de las diversas facciones que alimentan el republicanismo luso, los directores de las principales cabeceras nacionales, así como los modestos redactores de la prensa republicana de alcance local, comarcal y regional que entretejen gran parte del movimiento, lo enraízan en el municipio y lo conectan —tanto en la noticia como en el comentario doctrinal— con una nación liberada de la condición monárquica31.
25Otro tanto acaece en los múltiples comités de todo tipo que surgen por las más alejadas comarcas, como lo dirán los milicianos que se incorporan a la defensa de la libertad frente a la reacción, y de la República frente a la Corona: la monarquía ha privado a la nación de lo que es suyo. La monarquía es incompatible, por lo demás, con la democracia32. Este es un argumento que volveremos a encontrar en el razonamiento político de Ruiz Zorrilla tras la peripecia amadeísta o en las diversas familias que se separan del federalismo, tras su colapso en su primera versión, y será el mismo que bloqueará, en un cierto momento allá por 1894 si no ya desde 1890, la continuidad de Castelar en la vida política activa o la de Melquíades Álvarez y sus seguidores krausoinstitucionistas en el propósito de construir una democracia española sostenida sobre la razón y, como en los primeros tiempos, sobre la reforma moral y la conformación de una ciudadanía virtuosa antes que en la definición de un terreno de juego institucional en ruptura con la monarquía33.
26La reforma moral se alcanza en la escuela, en una escuela laica y libre, y se transmite en las sociedades ibéricas mediante la utilización de rituales cívicos, algunos de los cuales serán adaptados desde sus raíces revolucionarias francesas, pero otros responderán a matrices estrictamente nacionales derivadas de la singularidad de la competencia y conflicto con la Iglesia34. Entre el indiferentismo y el más agresivo de los anticlericalismos. Un balanceo que impactará sobre el despliegue institucional de la República portuguesa y, un par de décadas más tarde, en su correlato español y en las posibilidades de estabilización de ambas: «El jacobinismo republicano, imprudentemente, permitía que una cuestión política sobre las relaciones del Estado con la Iglesia se transformase en una cuestión religiosa»35.
27El Partido Demócrata ya había dejado claro en su manifiesto fundacional la necesidad de aportar un horizonte de constitución política para la nación arrancando con una declaración de derechos naturales que serían ilegislables, superiores a las leyes. Aquellos, en una república, deberían encontrar su pleno acomodo. Seguridad, propiedad, libertad e inviolabilidad del domicilio son el punto de arranque que se despliega con el reconocimiento de derechos políticos —de reunión, asociación, conciencia, opinión y expresión, sufragio universal (masculino)— y, de manera más imprecisa en un primer momento, derechos sociales. El horizonte de la equidad apunta de manera menos concreta pero no necesariamente más tibia —educación, fiscalidad progresiva con un explícito cuestionamiento de los impuestos indirectos o de la conscripción—.
28En relación con la nación, y sin renunciar a los recursos historicistas que acompañan todo ejercicio de cimentación de los estados nacionales, el republicanismo pondrá en marcha una lógica constructivista que desde Ramón Xaudaró en 183236 hasta los primates de los años de la Restauración —Castelar, Salmerón, Ruiz Zorrilla o incluso Pi y Margall— dota de capacidad creadora al pueblo o la ciudadanía. Como en el proyecto constitucional de Portugal de 1873, el vector articulador es la política. La nación no está ahí fuera. Siempre se pueden usar justificaciones explicativas de raíces históricas —de hecho, el republicanismo cultiva las historias del partido, de los ideales y de la nación en una confusión de planos no siempre bien resuelta— pero, en la filosofía política republicana, la nación es también un espacio sostenido sobre la federación de «afectos patrios», según la brillante fórmula empleada por Catroga, en lo local, en lo regional, en lo nacional, en lo europeo y, en la medida en que se entendía en el siglo xix, en lo universal37. Lo que en buena medida quería decir imperial.
29La nación, a sensu contrario, es el marco en el que se incorporará, por lo demás, a aquellos que han sufrido exclusión social. Derechos sociales, derechos políticos, derechos nacionales, proyección de estos últimos en las Antillas, en Marruecos, en Filipinas o en las costas de África, acaban siendo conceptos confusos para quienes, con diverso grado de énfasis asocian democracia, nación, propiedad y, para no dejarse nada en el tintero, una emancipación social evolucionista.
30Una expresión nada baladí de lo indicado es, por tanto, la capacidad del republicanismo para escribir planes constitucionales38. Proyectos que, como apuntaban recientemente Higueras en el caso España y Leal en el de Portugal39, no deben contemplarse como meras elucubraciones abstractas, fruto del resultado de labores de gabinete de estudio, que en uno u otro momento daban por concretarse en un proyecto para consumo de una parte de la ciudadanía. Se trata, por el contrario, de una larga práctica conectada con los ciclos de combate político por la democratización, la reforma social y/o la recomposición de un Estado que procure la plenitud nacional al incorporar al mismo altas dosis de descentralización y/o de perspectiva federal. Los proyectos constitucionales operaban como instrumentos para la movilización política de la militancia o para la creación de expectativas y estímulos entre sus bases. En ocasiones, como en el ciclo de constituciones federales regionales, desde los pactos federales de 1868 —empezando por el determinante de Tortosa impulsado por Valentín Almirall— hasta los del ciclo de los primeros años de la década de 1880, sirven para movilizar a las multitudes, encuadrarlas, crear partido y forjar nación federal. Todo a un mismo tiempo40.
31Todas las constituciones, a excepción de la de 1931, situada ya fuera del marco cronológico que nos ocupa, fueron constituciones non natas. Incluso en la Primera República, a pesar de la intensidad de los debates registrados en la arena pública y en las Cortes de la nación, no se llegó a pergeñar un texto constitucional que fuese aprobado. La república primigenia se rigió, de facto, por una constitución democrática pero monárquica y, como se ha observado, con no pocos cortocircuitos en materia de derechos y libertades: la de 186941. Sobre ese marco procedieron con sus exigencias esas multitudes que asustaron al Morayta que analizaba las constituyentes de 1873: «La República fue ya para los republicanos, conforme la muchedumbre la venía pidiendo, pero ¡qué desdichado aquel triunfo!»42.
32Frente a lo que aseguraban los monárquicos, el republicanismo estaba convencido de que la república, como proyecto y marco institucional, hacía españoles y hacía portugueses. En nuestro caso es para próceres como Castelar o Salmerón, Ruiz Zorrilla o Lerroux, y según los afinados y diversos enfoques de Andrés de Blas o de Álvarez Junco, un ideal patriótico, protagonizado por nacionalistas democráticos, que asocian nación a libertad, igualdad y fraternidad43. Ello no obsta para que alimente, en particular entre sus elementos más dados al radicalismo popular y democrático, una racionalidad cosmopolita. La contraposición entre país real y país oficial creó en esos años las condiciones para la reaparición de la república como posibilidad de ser español en plenitud de derechos y como método de reconciliación de lo legal con lo existente. Pasa en el siglo xix y pasa en el primer tercio del xx, ahora nutriéndose de las lógicas regeneracionistas. Lo recordará Azorín en mayo de 1931 desde las páginas de Crisol: «La República ha venido formándose lentamente en la conciencia de España, a lo largo de treinta años, a partir de 1898»44.
33En el primer tercio del siglo xx, ese patriotismo republicano se encontrará con que, de su seno o de sus alrededores, nacen un par de obstáculos potentes a sus posibilidades. La huelga general de 1902, la Semana Trágica siete años más tarde, la fundación de la Confederación Nacional del Trabajo (CNT), la conjunción de republicanos y socialistas tras décadas de enfrentamientos, malentendidos y hostilidades45, la fractura en el seno del republicanismo entre los aliadófilos y quienes, aquí como en Portugal, se atienen al magisterio pacifista de Romain Rolland en la Primera Guerra Mundial, y el impacto de la Revolución Rusa, ponen en evidencia que frente a la unanimidad nacional se imponen las lógicas de clase, las dialécticas de confrontación social y los argumentos que fracturan a la izquierda a propósito de la guerra y la revolución en la Europa de 191746.
34En el Portugal del primer tercio del siglo xx, la República venció, pero, como señalaba recientemente Fernando Rosas, también se perdió. Nace, la de 1910, de una porfía por regenerar democráticamente el liberalismo, encadenado como en España al denigrador epíteto de «oligárquico». Lo hace sobre la base de una amplia coalición sostenida, como ocurrirá en España de 1930 a 1931, en la centralidad de la pequeña burguesía urbana, liderada por la élite intelectual del país y los profesionales liberales. Para esa obra de restablecimiento nacional, cuenta con elementos carbonarios, con esa plebe que ha marcado siempre los límites interiores del cuerpo de republicanas y republicanos. Suma a todo ello, como está empezando a pasar en España y luego tendrá un papel determinante en la primavera de 1931, a los elementos académicos y estudiantiles animadores de una anhelada reforma universitaria orientada a defender la dignidad y a proceder a la conquista de derechos de ciudadanía. El doble objetivo de nacionalización del país y de republicanización del Estado será retomado con posterioridad, en el propio Portugal, y guarda estrechas semejanzas con lo que el republicanismo español propugnará en el proceso constituyente que se desarrollará a lo largo de la segunda mitad del año 1931. En un caso y en el otro, las estrategias guardarán, también, similares flaquezas y el sistema de partidos una fragilidad perfectamente equiparable47.
35El rasgo del republicanismo clásico consistente en otorgar a la propiedad la condición de asiento del edificio de la libertad se expresa con fuerza y convicción, pero en esos años tiene que competir, en ocasiones ferozmente, con la problemática de la nacionalización de las multitudes. En España, los liderazgos populistas de los albores del Novecientos habrían procurado gestionar esa presión popular y coser ambos elementos, el nacional y el relativo a la justicia distributiva de la riqueza. Al igual que Blasco Ibáñez en Valencia, en 1901 el primer Lerroux reclama con insistencia su protagonismo tanto a la nación como al proletariado; apela tanto al orgullo patriótico como a la capacidad masculina de las masas asalariadas que se encuentran en las afueras de la ciudad y que irrumpen en ella para airearla y fecundarla, para reclamar la parte de los bienes materiales que les corresponde. La Primera Guerra Mundial dará a ese impulso populista un nuevo cariz estatista y planista: la riqueza de las naciones, la nacionalización de las sociedades y la incorporación de las multitudes al cuerpo sagrado de la patria se sostienen sobre una movilización de gentes y de recursos que únicamente puede ordenar el Estado48. Por unos años, la operación, que se debe llevar a cabo en clave republicana, no parece del todo imposible. El paréntesis de la dictadura abierta en 1923 la aleja. La acumulación de expectativas a lo largo de la misma y sobre todo en 1930 la reactiva.
36Un segundo obstáculo, en el caso español, se interpone en el camino de la identificación plena de los republicanismos plurales con la nación española, de la república como factor de nacionalización: la conformación y el éxito de los nacionalismos de masas subestatales. La competencia fue importante desde mediados de la primera década de la centuria. La creación de un sistema de partidos catalán, en el que se incluían una parte de las expresiones republicanas, y la querencia por una unión sagrada alternativa a la española, condicionaron el mantenimiento de dicha equivalencia. La neutralizaron o, como mínimo, la pasaron por el tamiz de un federalismo más nacionalista (catalán) que municipalista. A diferencia de lo acaecido por ejemplo en el País Valenciano, en Andalucía o en otras tantas regiones, el catalanismo hizo problemática tanto la idea de una España republicana —en el sentido federal— como la de una Cataluña en la que el eje del debate político pasase por la república (española) antes que por la autonomía (catalana).
Notes de bas de page
1 Sánchez Collantes, 2019, pp. 25-36.
2 Duarte Montserrat, 1997.
3 Castro Alfín, 2002; Miguel González, 2008a.
4 Castro Alfín, 2013.
5 Id., 2007; Robles Egea, Menéndez Alzamora, 2013.
6 Polanyi, 2007, pp. 137-149.
7 Dardé, 1974.
8 Castro Alfín (coord.), 2015.
9 Por contraste a esta idea de vitalidad en los márgenes de la vida política más oficial, véase Dardé, 1994.
10 Ramos Palomo (coord.), 2014c
11 Higueras Castañeda, 2018a; Gabriel Sirvent, 2019; Higueras Castañeda, Pérez Trujillano, Vadillo Muñoz (coords.), 2018; García Moscardó, inédita.
12 Peyrou, 2008a, p. 345.
13 Hayat, 2014.
14 Suárez Cortina, 2019
15 Belaustegi, 2016.
16 Espigado Tocino, 1993, p. 17. La pequeña escala alcanza, de hecho, a la propia metrópoli capitalina en tiempos de la Restauración; véase Anchorena Morales, inédita.
17 En España, los meses de febrero y abril suelen ser temibles para los estudiosos del republicanismo en cualquiera de sus facetas. Para uno de los reclamos primeros del despiece Arcas Cubero, 1985, p. 23. Para la constatación del éxito, Sánchez Collantes, 2019, p. 30 y su contribución en el presente volumen; Gabriel Sirvent, 2003; Torgal, 2015.
18 Burke, 2004, pp. 130-142; Levi, 2018, p. 24.
19 Rollo y Nunes (coords.), 2020.
20 Reig, 1982a, 1986 y 2000. Véase el artículo de Gutiérrez Lloret y Valero Gómez en este mismo volumen. Álvarez Junco, 1990.
21 Moreno Pestaña, 2019; Bernardo, Santa Bárbara, Andrade (coords.), 2013.
22 Domènech, 2019.
23 Tomo la fórmula prestada de Egido, Eiroa (eds.), 2004.
24 García Rovira, 1998, p. 63; Peyrou, 2001. Para el uso del sintagma «experiencia», véase Pérez Garzón, 2015a.
25 Peyrou, 2008b; Miguel González, 2007b; Barnosell, 2011, 2012a y b; García Balañà, 2002, 2008a y b y 2016.
26 Roca Vernet, 2006, 2012, 2016, 2018 y 2020; Simal, 2012, 2015, 2017 y 2018.
27 Catroga y Tavares de Almeida (coords.), 2010.
28 En abril de 1849 los periódicos de todas las tendencias se hacían eco de la aprobación por parte de un grupo de diputados de la «facción demócrata» en el Congreso de un manifiesto que convierte la forma de gobierno en un «asunto capital»; Eiras Roel, 1961; Peyrou, 2008a; Roca Vernet, 2006 y 2012. Sobre la secularización, véase Catroga, 2010a.
29 Catroga, 2010a y, para el provincialismo, Id., 2013, pp. 117-130; Penche, 2015.
30 Simal, 2012 y 2017; Peyrou, 2017a y b.
31 Belaustegi, 2015b. Véanse las innumerables referencias concretas al papel de la prensa republicana tanto en Portugal como en España en la bibliografía final.
32 Vilches, 2015; Catroga, 2010b, pp. 22 y sqq.; Rollo, Nunes (coords.), 2020; De Lorenzo, Gutiérrez Lloret (eds.), 2020.
33 Suárez Cortina, 2019.
34 Catroga, 2010b.
35 «O jacobinismo republicano, imprudentemente, permitia que una questão política sobre as relações do Estado com una igreja se transformasse numa questão religiosa», Rosas, 2018, p. 109. Una visión matizada en Catroga, 2010a, pp. 201-233.
36 García Rovira, 2008.
37 Catroga, 2013.
38 Suárez Cortina, 2008.
39 Higueras Castañeda, 2020; Leal, 2017b.
40 Sánchez Collantes, 2015a y b.
41 Sáez Miguel, 2015; Higueras Castañeda, 2018a.
42 Morayta, Las constituyentes de la República, p. 93.
43 Blas Guerrero, 1991; Álvarez Junco, 2001.
44 El artículo, publicado en Crisol, 12 de mayo de 1931, citado en Zamora Bonilla, 2011, p. 530.
45 Robles Egea, inédita y 2004.
46 Sobre el caso de Portugal, Leal, 2017a.
47 Id., 2008; Rosas, 2018, pp. 90-101.
48 Dâmaso, 2015.
Auteur
Universidad de Córdoba
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