Letra y espíritu de la ley en el padre Las Casas
p. 93-105
Texte intégral
1Séame permitido expresar ante todo el motivo que siento de agradecimiento a esta Casa de Velázquez –tan antigua ya y tan eminente en la nómina de mis afectos– por haberme invitado a intervenir en una ocasión como la presente, que es de homenaje al insigne Marcel Bataillon; porque él, en efecto, me distinguió con su amistad y con el inestimable obsequio de sus palabras de aliento, escritas y de viva voz, cuando me introducía yo en el mundo del lascasismo, donde él tenía alcanzado ya el escaño de privilegio que le convenía como Le Prince –título indiscutido– del hispanismo francés.
2Está hoy por demás, seguramente, al tratar del padre Las Casas, poner subrayado alguno sobre la trascendencia histórica de su figura. Todo el mundo –el mundo culto, por supuesto– sabe que el Defensor de los indios ha dejado de ser primariamente el símbolo de una contienda secular española –e hispanoamericana– relativa a los méritos y a los deméritos de la conquista y colonización del Nuevo Mundo, con centro en la razón o en la sinrazón del ardoroso dominico, y que ha pasado a constituirse, progresiva y continuadamente a lo largo de la segunda mitad de nuestro siglo, en un fecundo campo de estudios de variada motivación. Un avance que ha estado presidido, conforme era de esperar, mucho antes por el afán de conquistar precisiones analíticas y de perspectiva, que de proseguir en la antigua pauta de pendencias partidistas. Y es en esa línea donde la contribución de Bataillon vino a representar un jalón de especial relevancia –y cómo extrañarse– al proponer para la contemplación del genial personaje sevillano, no ya sólo la consigna del «hombre en su tiempo» –que es cifra tópica en nuesto oficio– sino esa instancia inquietante que supone el entender la semblanza personal como un despliegue de fases muy determinadas en su carácter y que piden de su intérprete los perfilamientos más cuidadosos. Es decir, e hiperbolizando las cosas, un tránsito desde la visión sustancialista referida a la persona, a la consideración geneticista advertida de lo que significan sus propias exigencias1.
3En el caso del Procurador de los indios, las diferencias internas que se señalan en su órbita vital, son efectivamente tan notables y decisivas como la destacada por Bataillon en aquel avatar que cambió al cura doctrinero, enfrascado en proyectos de reforma que justificasen el asentamiento español, en el religioso dominico cuyo centro de preocupaciones y afanes se situaría en la esfera de la contemplación doctrinal de los supuestos históricos, teológicos y jurídicos que planeaban sobre la «invención» y el destino del Orbe Nuevo; aquella maravilla surgida –según la visión lascasiana– mediante la acción «predestinada» de Cristóbal Colón. Me ha parecido, así, que señalar por mi parte en la presente ocasión, el alto listón ideológico al que apunta la obra intelectual de Fray Bartolomé, en cuanto referible a problemas cardinales en la Filosofía del Derecho, pudiera ser una manera condigna de rendir tributo admirativo –y nostálgico– al inolvidable maestro y amigo Marcel Bataillon.
4Que Las Casas se sintiera llamado con apremio a ahondar su encuesta sobre los fundamentos de la justicia en el trato que se debía a los indios, es algo de toda lógica, además de bien conocido. Como que se trataba de una materia inserta en la expansión castellana, con motivo de la conquista de las islas Canarias; empresa en la que ya se hizo visible la doble implicación jurídica que afectaba al estatuto de los naturales: de un lado, el «derecho de gentes» vinculado a las herencias de la Antigüedad, y de otro, las orientaciones teológicas –de diferenciable sesgo– relativas a la implantación expansiva del Evangelio, en conjugación problemática de la cruz y la espada. Y bien se recordará cómo a partir del envío sistemático por parte de Colón, de esclavos antillanos a España, y del estudio consecuentemente encargado por los Reyes Católicos a una junta de teólogos y juristas acerca de la legitimidad de tal «aprovechamiento», quedaba inaugurada para la acometida de las nuevas tierras, aquella vía del dictamen teológico-jurídico, que tan determinante habría de ser en la formación del Derecho Indiano. Una vía respecto de la cual las formulaciones doctrinales de Fray Bartolomé de Las Casas vendrían a situarse, en lo esencial, dentro de la línea del jusnaturalismo tomista y siguiendo los pasos adoptados por los dominicos de la Española, Fray Pedro de Córdoba y sus cofrades.
5Eso reconocido, cuesta poco esfuerzo advertir, por lo demás, que la construcción lascasiana, así por sus apoyos teóricos como por la índole de sus variados despliegues y recursos (lección histórica, navegación psicológica, centón de datos antropológicos, invocación moralizante, llamada emotiva), ofrece una monumental y poderosa singularidad dentro del conjunto de los tratadistas de la materia.
6Para dar cuenta de tal singularidad fue y sigue siendo el paso más inmediato, el referirse a aquellos aspectos que tienen que ver ante todo con lo temperamental y con los inconvenientes del apasionamiento –exageraciones, profusión conceptual y verbal, subjetivismo vendido como objetividad justiciera–; y sin prestar la necesaria atención organizada a los planteamientos teoréticos que, muy bien organizados, internamente, por nuestro tratadista, constituyen la máquina –incansable, sólida, reiterativa– que hace fluir su prosa. Con lo cual no es extraño que no se haya descendido demasiado en busca de los cimientos últimos de la ideología lascasiana en su peculiaridad.
7Será en cambio la nuestra una preocupación de ahondamiento en las honduras teóricas de nuesto fraile; que son, en mi estima, las que hacen de él un ingenio mayor y muy significativo, en su originalidad, dentro del campo evolutivo de la Filosofía del Derecho.
8Tal escaño «académico» no es precisamente el que se otorgó ayer al Defensor de los indios, por más que en el inmediato pasado se le haya hecho progresar hacia las cumbres altas de la Historia espiritual. Si un día que va quedando lejano, se unió su renombre a los fulgores polémicos de su actuar combativo, hoy, en consecuencia de la obra plural, y ya tan frondosa, del lascasismo (un verdadero ejército en seguimiento de los Hanke, Giménez Fernández, Bataillon, Carro, Losada que formaron el pelotón de cabeza), está asegurada la general conceptuación del dominico como representante de primer orden de la floración de ideas suscitada por el «encuentro de dos mundos», así como el valor de sus especiales ensanchamientos dialécticos: por ejemplo, y de conformidad con lo destacado y glosado por Hanke, la osada agudeza con que la Apologética historia acude a las lecciones socio-psicológicas de Aristóteles para proyectarlas sobre las superiores capacidades que él, Las Casas, reclama para la generación de los amerindios, en comparación con cualquiera otra conocida en la tierra; o la importancia que, siendo un campeón de los principios, supo ver y reclamar para el detalle de la reglamentación institucional; o su comprensión de la obra misional como empeño que exige las más delicadas paciencias... Y en apreciación aún más amplia: a través de las diversas aproximaciones biográficas, quedó abierta una perspectiva desde la cual, las empresas del combativo sevillano –pensamiento, pasión y acción–, se ofrecen incitadoras a reflexiones múltiples acerca del vivir histórico; con una anchura y hondura de implicaciones, que las convierten, para más de uno, en invitación perentoria a «filosofar».
9Será innecesario añadir –pero no obviaré el hacerlo– que semejante ascensión de nuestro personaje en los estrados del «Pensamiento», está en el mismo orden de causas que han hecho cambiar las ideas que fueron tópicas sobre el Renacimiento europeo, concebido como un período de interés relativamente modesto para la Historia de la Filosofía (a falta de «grandes sistemas» como los de un santo Tomás o un Descartes); un tiempo donde se forzaban, en cambio, las puertas y ventanas de apertura a «mundos nuevos» que dominar con entusiasmo hercúleo. Resulta hoy patente que la remontada del pensar por las vías del existencialismo y del historicismo, no iba a permitir, a fin de cuentas, que figuras como las de un Erasmo –digamos en honor de nuestro Bataillon– o de un Las Casas, fueran a permanecer en aquella especie de minoridad que respecto de la herencia espiritual se quiso ver en quien no vistiera la púrpura del «gran filósofo».
10Mi opinión, pese a lo anterior, es que falta todavía un muy considerable camino por recorrer en la conveniente instalación de cada personaje histórico de relieve, en la dignidad que le corresponde dentro del escalafón del pensar filosófico, luego de convenientemente ensanchado ese concepto, allende el teorizar abstracto sobre los fundamentos internos de la función intelectual. Sencillamente, porque esa función no es un absoluto independiente de las otras funciones existenciales.
11La etopeya del Procurador de los indios ilumina con particular y dramático brillo de qué modo una gran carrera intelectual no se constituye tan sólo ni necesariamente desde las inquietudes, emulaciones y disciplinas propias de un círculo estudioso –o un «círculo hermenéutico» por decirlo a la manera de Gadamer–; sino que muy bien puede ser conducida por las inflexiones de un destino vital comprometido con los retos y exigencias que le vienen del mundo. De modo así que el otear reflexivo adquiere la condición de un vuelo principalmente sostenido por las alas propias y conducido por los paisajes que alcanza el vuelo mismo.
12Para el objeto a que hemos de ceñirnos, recordemos que los denuedos discursivos del clérigo Bartolomé de Las Casas tuvieron un origen poco ligado en verdad a preocupaciones jurídicas de orden doctrinal. Había sido encomendero de indios en la Española, enteramente convencido de la licitud de tal aprovechamiento y dispuesto incluso a defenderlo frente a la prédica antiencomendera a la que se habían lanzado en la isla los padres dominicos. Fue sin duda la suerte miserable que sintió avanzar inexorablemente sobre los aborígenes, la que le hizo entrar en escrúpulos y en meditación, no propiamente sobre la validez de la sumisión impuesta a los naturales por la espada, ni sobre el subsiguiente gravamen de «servicios» –esclavizadores– con que se les abrumaba, sino sobre los modos institucionales reformados con que pudiera legitimarse aquella sujeción tributaria. Con lo que estamos en realidad ante una reacción de conciencia que bien puede llamarse generacional, porque no es distinta en su contextura de la que por entonces se generalizaba entre los «baquianos» de la colonización; y que hallaría en Hernán Cortés y sus compañeros la manifestación más notoria y de mayor alcance efectivo. En último término, se trataba de un postulado revisionista sobre la «letra» de la ley: si la ley dictada por los Reyes Católicos en correspondencia con las bulas pontificias era justa en espíritu –se decía–, no alcanzaba para su versión normativa esa misma sanción. Se hacía en aquel drama sentir con particular dramatismo el precio de que la forma y la palabra institucionales no se conformaran con los designios presupuestados.
13Bien se entiende que se estaba en presencia de un fenómeno tan generalísimo como capital en la historia de la cultura, en virtud del cual, la puesta en realidad de las finalidades teóricas en forma de conjunto institucional, se cumple a través de inevitables diferencias de criterio interpretativo sobre la idoneidad de las formas en relación con sus designios, y aún no menos inevitablemente, mediante la implantación de «soluciones» que resultan antinómicas con las metas últimas que se alegan. En el caso del sistema jurídico-político, en general y por multitud de razones convergentes, tal contraste entre la teleología doctrinal y las consecuciones palpables, ofrece con toda monotonía ese aspecto de sarcasmo hiriente que nos es familiar. Y frente al cual, las dos opuestas reacciones de conformismo y de crítica reformadora salen a escena también con monótona disciplina. Salvo que cada episodio histórico de este orden, arroja su luz privativa acerca del compromiso que la ley –quiéralo o no– tiene con el avance del espíritu, en la medida en que se pretende hechura del espíritu de justicia.
14Lo característico e importante del ejemplo lascasiano dentro de esta clase de procesos es la claridad y contundencia con que en él se conjuntan explicativamente las motivaciones y las justificaciones del más ambicioso protagonismo político (en el sentido esencial del término), con las primeras fases de una experiencia histórica de tales dimensiones como lo fue la del «Orbe nuevo». Y no ya sólo por las correspondencias entre una biografía y los hitos cronológicos de una vicisitud general, sino por la clase de vínculo que Las Casas, de modo consciente y fervoroso quiso –y logró– dejar establecido entre su etopeya y el destino del Nuevo Mundo: el Defensor de los indios por un «providencial» mandato debía –en su sentir– ser al mismo tiempo el intérprete de lo que ante los humanos representaba la apertura de 1492: esto es, una percepción nueva sobre los caminos de salvación del hombre, una conducción nueva del Derecho, y una visión renovada sobre la experiencia histórica. Nada más y nada menos que eso es el motor intelectual que alienta bajo los folios de la Historia de las Indias y de la Apologética historia.
15Pero no proseguiré sin antes insistir, a nuestro propósito, en esa calificación de cosa mayúscula que hemos asignado a las ambiciones sustancialmente políticas de Las Casas. Recuérdese que en el punto mismo de arranque de su vocación combativa, sintió que era un dictado providencial el que le constituía en procurador de la humanidad indiana, según pudo oír, además, sentenciado por el cardenal Cisneros. Y que se trató de un campeón caracterizado, también desde aquel principio, por su condición de inventor «político» en el sentido más propio y encumbrado, esto es, no ya sólo el pertinente al talento crítico que se enfrenta a un orden institucional en marcha, sino al alumbrador, por añadidura, de soluciones institucionales concretas y detalladas para encauzar, conforme a sus sueños de «elegido», la instalación (o «ingreso») y la colonización (o «progreso») de los cristianos en las nuevas tierras. Que tal fue el designio esencial del proyecto que trajo a la Península en 1515.
16Fracasado como proyectista o inventor de repúblicas de nueva y filantrópica planta, no abdicó luego el sevillano, en verdad, de sus internas ínfulas de arquitecto político, sapiente a un mismo tiempo acerca de las grandes trazas y de los ladrillos ordenanciles. Salvo que después del suceso aciago de Cumaná, ha habido un cambio evidente en las internas proporciones y en el carácter del político Las Casas: lo que perdió, velis nolis, de capacidad y aliento como constructor activo, lo ganó como ingenio dedicado a hacer de la «política indiana» un campo de excursiones y de penetraciones intelectivas de varia y profunda solicitación. Cambio lleno de lógica vital: la «gran política», en hechos e ideas, nunca se ausentó –naturalmente– del corazón ni de la cabeza del Defensor «universal» de los indios. Pero los timones de la gran política, más lejos o más cerca de su mano, escaparon del dominio de ella en todo caso. En cambio, los libros, la inteligencia y la pluma le acompañaron hasta su hora extrema.
17A partir de su ingreso en la orden dominicana, para Las Casas el campo cotidiano y permanente de batallas debió contraerse al de la defensa, acorazada al máximo, de sus ideas sobre el indio en cuanto ser racional y, por lo tanto, como sujeto de «salvación eterna». Es muy cierto, desde luego, que en la aventura misiológica de la Verapaz y luego en su intervención –muy importante, pero no dirimitoria– en la gestación y formulación de las Leyes Nuevas, el protagonismo de Fray Bartolomé volvió a revestir los caracteres de un compromiso activista en el plano de las resoluciones institucionales. Y que el no haber llegado a nosotros su tratado sobre los Trece remedios para la curación de los males indianos (salvo el Octavo, relativo a la encomienda), nos priva de conocer con puntualidad la dimensión proyectista del dominico en esa coyuntura. Ni tengo por menos cierto que al abandonar su sede episcopal de Chiapas para regresar a la Península en 1547, en el ánimo de nuestro prelado estaba el callado propósito de desempeñar cerca del rey, con autoridad y competencias tan definidas como fuera posible, las funciones que de hecho ejercía de Defensor general de los indios. Pero, eso reconocido, sigue siendo evidente que ha sido en la dedicación intelectual crítica y contemplativa donde Las Casas ha encontrado el terreno donde explayar sus formidables energías anímicas.
18Ya en vista de todo lo anterior deberá parecemos natural que, no sólo por extensión, sino por densidad y profundidad, sea en la esfera del pensar jurídico donde la palabra de Fray Bartolomé ha cobrado a la postre vuelos más interesantes por innovadores y hasta notoriamente precursores. Que nos parezca natural no quiere decir, sin embargo, que sean obvias y del dominio público las razones que permiten reclamar para él un escaño de relieve en la Historia de la Filosofía del Derecho. Como apunté inicialmente, ni los filósofos ni los historiadores han reclamado para él ese escaño.
19Debe reconocerse que la primera dificultad con que tropieza Las Casas para un ascenso de ese orden –esto es, como teorizador del Derecho–, se presenta ostensible en la clase de toga –archirrespetable de suyo, pero más pragmática que teorizante– del abogado defensor en estrados, en cuanto ella le hace más obligado en su función procesal a la representación parcial de los hechos y argumentos en litigio, que a desvivirse por la equidad representativa ni por la puridad de los valores y de la lógica de que se reclama deudor el marco legal. De hecho, una obra como la Brevísima historia de la destruición de las Indias nos habla por mil discursos sobre la medida en que Fray Bartolomé no se sintió obligado a hacer un relatorio o exposición pública medianamente equitativa del auto histórico que motivaba sus alegatos. Su relato no es solamente brevísimo; es sobre todo una declaración de parte.
20Ahora bien, no es por eso menos cierto que, puesto a su labor forense, el autor de la Apologética historia ha ido remontando altura panorámica, con tenaz empeño, para pasar, de la contemplación próxima de las instituciones, a otear los horizontes en los que se descubre el significado de los principios fundantes de aquéllas; y cuya aplicación debía dotar –en su sentir– de una fortaleza inexpugnable a los nortes políticos para la «recta» ordenación de las Indias. No sería enteramente fácil –ni en todo caso cabría aquí– el señalar con precisión los escalones cronológicos por los que hizo su ascensión el doctrinarismo de nuestro tratadista. Pero no es arriesgado extraer, en cambio, del conjunto de su obra, unos rasgos esenciales para lo que nos importa.
21Como es casi de regla en la obra intelectual de envergadura, en la del Procurador de los amerindios se perciben por todas partes las virtualidades del saber conjugar el afinamiento analítico de las formas y la ambición por sintetizar el panorama causal. En su caso, sin timideces ni concesión al desmayo. De tal manera que, si por una parte ha podido hablarse de modo reiterativo, de su información directa y amplia sobre hechos y doctrinas, su máximo orgullo nos lo ha dejado ver el propio Fray Bartolomé, en el recuerdo de cómo había sabido profundizar en aquella materia de su obligación, hasta dar en el fondo de la misma. «[...] y así tengo más que otro noticia y sciencia del hecho, y ha cuarenta y ocho años que trabajo de inquirir y estudiar y sacar en limpio el derecho. Creo, si no estoy engañado, haber ahondado esta materia hasta llegar al agua de su principio», –escribe a sus correligionarios de Chiapas y Guatemala.
22A qué hontanares se refiere, ahí no especificados, no es cuestión de misterio –en general– para el estudioso. Sabemos bien cómo en la esfera de los «derechos naturales», la Política de Aristóteles le ha suministrado los conceptos básicos que definen la «racionalidad» de las gentes constituidas en comunidades autosuficientes para la vida social, comunicativa y cooperativa; y respecto de los cuales, cuando los indios son traídos a examen, resultan estar dotados en medida admirable, y por lo tanto asistidos de derechos intangibles en cuanto a la conservación de tal patrimonio, que es genérico a las sociedades de hombres libres, por más que se manifieste diferenciado conforme a preceptivas particulares. No menos patente resulta el anclaje del navío lascasiano en la básica distinción tomista entre la esfera del ius naturale y la del ius divinum o esfera de la Gracia, que es –bien se recordará– la que, siquiera por «vía indirecta» y a título de superioridad en sus fines, legitima la intervención jurisdiccional de la Iglesia en los campos de la potestad temporal, como lo hizo el papa Alejandro VI en sus trascendentales bulas de «donación» de las Indias a los Reyes Católicos (digamos como ejemplo aquí el más pertinente).
23Salvo que, establecido ese básico principio divisorio de esferas jurisdiccionales, y según es ley de tendencia para los casos semejantes, el horizonte seguía siendo conflictivo, incluso referido al ámbito de la interpretación de los principios; y todavía más respecto de su aplicación. En el caso de las Indias eran especialmente poderosos los motivos para que así ocurriera. El precio –insoslayable para la corona de Castilla– representado por el compromiso de evangelizar a los naturales, mostraría sobre la realidad sus múltiples dimensiones como materia problemática en cuanto a ideas rectoras, orientaciones sentimentales, experiencias alegables y recursos exigibles. A fin de cuentas, y también desde el principio de las cuentas, el evangelizar es una cuestión sustancialmente pedagógica; y como tal, viene a remitir sus cuestiones en gran medida a las propias de una Antropología filosófica: cuestiones, para empezar, relativas a la altura y al contenido de las metas educativas, que aquí se refieren nada más y nada menos que a unas enseñanzas transformadoras del indio en un «hombre nuevo»; preguntas de toda índole acerca de la instrumentación del empeño; y desde el zócalo a la cumbre, interrogantes sobre las capacidades y disposiciones a requerir, así de los alumnos como de sus maestros... por no hablar ya de los plazos hipotéticos en que pudiera irse cumpliendo el proceso.
24Cabe anunciar, a la vista de todo eso y sin pecar de atrevimiento, que una propuesta organizada –o «sistémica», como hoy se diría– para los derechos de un indio «vocado» a la fe, tenía que pasar por una ideación, también sistémica, acerca de lo que en justicia mereciera aquel hijo de Dios por su apellido, pero actual súbdito del «Malo» por su situación. Una justicia que, ya se ve, no remite sólo a los ojos falibles y harto interesados del cristiano, sino, a otros que fueran capaces de medir con balanza moral exacta la gravedad de las «culpas» y de las «disculpas» presentes y actuantes en la programada conversión del indio a especie de reconstruida humanidad. Salvo que, de esa balanza que cabe imaginarla tan sólo en poder del Dueño de todas las sabidurías ¿quién podría decir algo con alguna autoridad, si no es el teólogo cristiano; es decir, de modo antonomásico, un estudioso del Dios de la Caridad?
25No otra cosa que tratar de acercarse a los sentidos de la implicación histórica en aquella divina balanza, es lo que, como centro intencional, anima el conjunto de la obra jurídico-teológica de Las Casas. Si ha partido en su carrera de la preocupación por una «letra de la ley» que sea ajustada al espíritu de ella, por un inexorable camino de experiencias acompañadas de meditación recursiva, llega a ese suelo básico que es el del «espíritu de la ley», y en el centro del mismo, a la pregunta sobre los sentidos de la justicia divina; esto es, algo que, siendo materia primordial y difusa en todo el conjunto de la Escritura testamentaria, en ningún modo puede ser abandonado por un meditador sobre el Orbe Nuevo en su relación posible con toda otra clase de noticias y fuentes históricas acerca de cualesquier gentes del mundo. Nuestro avizorante Procurador tenía que doblarse en historiador y antropólogo, a su manera. Visto de otro modo: el compromiso de comprensión histórica rigurosamente universalista y «teologal» que planea sobre la apología lascasiana del indio, es la respuesta rigurosamente lógica al norte que le guiaba de profundizar hasta el «agua» última o manantial de la norma justa.
26En el camino hacia aquel meollo, Las Casas –conforme antes dejé aludido– se atuvo, en términos de generalidad, a aquella «vía media» de Santo Tomás –tan propia de la religión dominicana–, a través de la cual resultaba bien defendida la «libertad» plena, como constituyente primero del estatuto de los naturales, en vista de supuestos socio-políticos y psicológicos alegables como «de naturaleza»; al mismo tiempo que subrayaba enérgicamente la obligación evangelizadora del cristiano mediante la llamada y la suasión pacíficas. Resonante fue –y hasta hoy notado de trascendental– el hecho de que aquella doctrina vino a resultar la vencedora en el plano de las decisiones políticas supremas, con las Leyes Nuevas de 1542-1543 (hablando otra vez en términos de generalidad). Y así podemos reafirmarlo en la medida en que las dos cuestiones esenciales en la «Controversia de Indias», quedaron resueltas en un sentido decididamente «liberador»: la guerra de conquista, sometida a estrechos frenos institucionales, dejaría de todas maneras de ser esclavista en sus consecuencias; al tiempo que la Encomienda se configuraba para el futuro como forma de sumisión a un tributo tasado, con «libertad personal» del tributario.
27Se trataba, en sustancia, del triunfo legal del espíritu del criticismo tomista, en el que, si bien se mira, subyacía algo no precisamente bien advertido por los comentaristas; esto es, una decisión de virtual ruptura con ciertos legados del Antiguo Testamento, incompatibles en el fondo con el mandato primero y principal del Evangelio. Frente a la esclavización del «idólatra» en beneficio del «pueblo fiel», se levantan ahora los dictados que convienen a una caridad de invocación universalista, y que, de modo consecuente, exigirá al misionero cristiano, todas las pacientes mansedumbres que se explanan en el De unico vocationis modo lascasiano.
28Salvo que, luego de esta victoria «liberadora», será cuando Fray Bartolomé, terne en su papel de mantenedor, sacará a relucir en el palenque de la Controversia sus renovados y más radicales argumentos en defensa de la intangibilidad de las comunidades o repúblicas de indios, en cuanto posesores legítimos de su propio orden de libertades, jurisdicciones, destinos y economías. Y al decir «radicales» de esos argumentos, lo hago en el prístino sentido de la palabra; es decir, por cuanto en ellos están patentes las seguridades y también las audacias de quien cree haber llegado al hontanar último de sus aguas doctrinales (como puede verse en la serie impresa de sus Tratados, en su Apología y en su tratado sobre los tesoros del Perú).
29No es que por ello debamos pensar que se ha debilitado en él el interés por la concreción reguladora, ni su vieja cautela contra las desvirtuaciones y las trampas que se pueden esconder en la «letra» de la normativa; y así nos lo muestra a través de su permanencia irreductible en la enemiga contra la Encomienda. Pero es aún más significativo de su último talante intelectual, su absoluto cerramiento a que bajo pretexto alguno se pueda hacer a los naturales una guerra o coacción de sometimiento: ni por razones que se puedan aducir sobre la debilidad de su raciocinio, o de las deficiencias de su conducta moral, ni por los obstáculos que de sí o de sus costumbres ofrezcan para su transformación en cristianos. Ni en contemplación, tampoco, que se quiera hacer de los juicios y sentencias que la palabra divina tiene pronunciados contra los extraños a la Ley y los Profetas. Porque el sistema de acorazamiento lascasiano ha hallado un baluarte supremo en denunciar la contradicción que consiste en postular una Providencia que tiene por ley la misericordia, al mismo tiempo que se adopta por norma la inmisericordia en los juicios que a la Divinidad se atribuyen, contra los que no conocen la Ley. Una temeridad inconsecuente, conforme al pensar lascasiano. En el que, sesgando a su vez los razonamientos, resulta que es de los cristianos –los obligados por el mandato caritativo– de quienes se puede predicar, siquiera sea con reservas, el celestial enojo y sus temibles vindictas.
30Desde el comienzo de su obra de tratadista, el Defensor tenía ya despejado, para su propia comprensión apologética, una especie de básico teorema de teología natural, o filosófica; ése que partiendo de la lectura de un texto del Eclesiástico (34: Inmolantes ex iniquo oblatio est maculata, etc.) le alzó la vista, en Cuba, hacia su «providencial» aventura; y que es simplicísimo en su enunciado: que no se consienta violencia o despojo contra los indios con motivo de convertirlos a la ley del Amor; porque Dios no admite el sacrificio mancillado. Debelar la razón de la conquista armada no era, así, problema teórico mayor para el Defensor. Pero estaba luego el terreno mucho más fragoso, de las condiciones efectivas que pide el éxito evangelizados dificultades, primero, o barreras para poder predicar, y luego, obstáculos acumulados para convertir de hecho a un indio que, entre sus resistencias guerreras, sus debilidades frente a los marcos de la «racionalidad» europea y el legado apenas borrable de sus costumbres «inconvenientes», podía ser llevado por sus detractores al tribunal doble de la «racionalidad» y de la «moralidad» del Occidente, bajo los más negros auspicios para las autonomías del encausado y la amenaza del regreso triunfante de la «guerra de conquista»: que tal fue el panorama teorético del famoso enfrentamiento –propuesto como dirimitorio– que en 1550-1551 tuvo lugar en Valladolid, y por protagonistas a Fray Bartolomé y al humanista Juan Ginés de Sepúlveda.
31A uno y otro flanco –la irracionalidad delante de la razón civil, el empecatamiento delante del juicio divinal– acude nuestro campeón premunido del arnés adecuado. Contra el primero, manejando el escudo y la lanza que le ofrecen el pasado y el presente de una humanidad en la que aciertos y errores, normas y costumbres distan inconmensurablemente de dibujar el mapa que pueda decirse canónico o universal para la racionalidad. La Apologética historia no representa así un simple asomarse a Aristóteles, sino una fundamental excursión sobre lo que hoy llamamos Antropología histórica y geográfica, para regresar con una conclusión tan sobada para nuestros días como es la del relativismo cultural, pero tan medular, en todo caso, como base de una Antropología filosófica; es a saber: que el juicio de valor sobre los pueblos y culturas no es posesión que deba otorgarse a jueces algunos como cosa absoluta. Para Las Casas, porque ante todo (y por el mismo estilo que hoy se tiene denunciado hasta la saciedad), los avances y conquistas de la civilización material, en ningún modo se acompañan necesariamente del avance en las excelencias morales. Una proposición a la que los «hechos» del pueblo romano prestan ejemplo de particular grandeza dentro de la lección lascasiana.
32Al segundo frente, o de las sanciones celestiales, atiende el Procurador revestido de una malla tan simple como espesa, pues que consiste, en último término, en recordar lo inescrutable de los juicios de Dios sobre los destinos, tanto terrenales como de ultratumba, de los seres humanos. Se yergue, entonces, retadora la pregunta sobre quién en este bajo mundo será tan osado como para subrogarse en el saber y las disposiciones de la magistratura celestial, respecto de quienes no han tenido la fortuna de poseer los dones de la Gracia. Salvo que la posición lascasiana guarda en su seno (con evidente, cauto y muy explicable recato), una última carta que, siendo de simple lógica «natural» aplicada a la Teología, posee una virtualidad grande en aquel horizonte de lo inescrutable. Y es que consiste en hacer que, en medio de las oscuridades, cobre todo su valor iluminativo el mandamiento supremo de la caridad.
33Por más que el Defensor ha especulado largamente con el apremio que para la conciencia cristiana deben representar los «tantos cuentos» o millones de almas indianas que se han condenado y condenan al fuego eterno, ha percibido al cabo la inconsecuencia teológica que ahí se escondía contra el Dios de la compasión, y la enormidad del escollo que, por añadidura, así se levantaba para su propia tarea forense. Dicho en corto: comprendió que estaba haciendo de abogado de los súbditos o hijos del Diablo. Por lo tanto, y en giro copernicano, reorientó sus rumbos para convertirse en abogado de los hijos de Dios; y que lo eran por título inmemorial. La predicación teologal lascasiana mira, pues, en su fase madura, no al Dios de las severidades, sino al Dios de las misericordias. Y lo hace por necesidad de lógica interna a un panorama explicativo de apelación universalista. Es tal motivación lógica –y no ya meramente cordial– la que ha comunicado arrestos a Fray Bartolomé para atreverse a hacer proposiciones de audacia nunca vista hasta entonces: «en la cual –(Apología), escribe a los dominicos de Chiapas– tuve y probé muchas conclusiones que antes de mí nunca hombre las osó tocar ni escribir».
34No es por cierto, que en el Amazonas de la escritura del Defensor se nos haya conservado un tratado destinado en particular a exponer la punta de lanza doctrinal que nos ocupa. Pero sí nos ha dejado una serie de sentencias y consideraciones de suficiente fuerza expresiva sobre aquella su final actitud. Cuatro son, a mi entender, las más significativas en su audacia:
- La paganía no está privada de la asistencia del favor divino al esfuerzo inteligente y bienintencionado; asistencia que Fray Bartolomé ve palmaria en la obra política del Inca Pachacútec (Apologética, cap. cclix).
- Pero tampoco en los más crasos errores y abominaciones de la idolatría –tal, el sacrificio de seres humanos– hay que ver y sentenciar el crimen imperdonable, pues que, como en el caso de aquel sacrificio, es argumentable una causa de «razón»; es a saber: que al bien sumo que es la divinidad, se deba rendir el tributo también máximo.
- No sabemos lo que Dios se piense de los idólatras. Se trata –bien se ve– de una atrevida carga de profundidad contra aquella teología pegada a la letra de la Escritura, que había hecho de algunas letras del Viejo Testamento un espíritu normativo incompatible con el de la palabra de Jesucristo.
- Existieron y existen pueblos –los Seres o chinos de la Antigüedad; los Lucayos antillanos– de vida tan razonablemente pacífica y amable, que «parecía no haber pecado nuestro padre Adán en ellos» (Historia de las Indias, I, cap. xxxix; III, cap. xxii, y Apologética, cap. ccv).
35En el «agua» final que ha encontrado la teologal filosofía lascasiana del Derecho, lo que se percibe es el alcali de una congruencia: el Dios de la Caridad, la imparte universalmente y eternamente. Máxima simpleza para un último fundamento del Derecho. ¿Puede seguirse regateando a Las Casas, después de todo lo dicho, un laurel rigurosamente propio de la Filosofía del Derecho? Contestaré que eso es un relativo –cómo no– al acotado conceptual que se pida para ese campo, no tan inmediato de fijar. A fin de cuentas, ¿no representa toda jurisprudencia una vía filosofante –en cuanto generalizadora– sobre las relaciones entre la naturaleza problemática del ser racional y la de sus creaciones normativas, comenzando por la poblada teoría de aforismos que cabe encabezar con el de maximum ius, maxima iniuria? Pero si esas lindes se establecen en relación con la conquista intelectual de un sistema de suficiencias y de congruencias lógicas para el edificio normativo, y mirando a la capacidad para profundizar en la «justificación» o integración razonada de sus cimientos, entonces, Las Casas, con su doble denuedo recursivo –natural y teológico– se nos presenta como el ingenio que, embarcado en compromisos propios del jurisperito –sin conocimientos ni técnica para serlo, puntualizó García Gallo– se ha visto conducido por las exigencias ínsitas a su empeño de «hacer justicia», hasta los altos terrenos especulativos en que se funda el Derecho como conjunto normativo para ese mismo fin.
36Pienso que su conquista en ese terreno es de las interesantes y de alcance que cabe ver en empresas semejantes. Las Casas ha transitado en grande por la Filosofía del Derecho. Tanto como para empujar a la meditación sobre la materia, con fuerza contrastada por la Historia. Porque no se debe a la casualidad que los tiempos hayan levantado progresivamente las ideas lascasianas como un ejemplo excepcional de anticipaciones aquilinas sobre el sentir de las gentes acerca de sus derechos básicos.
37Es muy cierto, sin embargo, que sus puntos de partida y sus modos de comprensión como «filósofo» del Derecho pueden convenir muy poco con esas impositivas corrientes que han ido reclamando para el doctrinarismo jurídico aquellas mismas exenciones epistemológicas que libran a cada ciencia –y técnica– organizada como tal, de las amarras de cualquier presupuesto dogmático de base. Y no sin grave razón. Porque, para comenzar, es desde luego patente que la enormidad creciente de la fronda normativa que ha ido cayendo sobre las sociedades, no constituye precisamente un «sistema» en el sentido ontológico del concepto (ni cabe tratarla de hecho sino como un conjunto de subconjuntos proposicionales). Demasiadas partes con su propia dialéctica, para pedir una rigurosa virtualidad lógica en el conjunto. Y en esas partes, demasiadas atenciones y conexiones necesarias con realidades e instancias que sería ilógico llamar «de pura lógica».
38No obstante, y pese a los imperativos del rigor gnoseológico y semántico, sigue estando presente en nuestras vidas la aspiración a que la interrelación normativa –inevitable como efecto– se oriente por el norte del sistemismo, con cuanto eso tenga de referencia al punto proyectivo «del infinito». Como también nos consta cada día más que las preceptivas que se relacionan, como quiera que sea, con las bases morales de la conducta, no han perdido su importancia primordial, a la postre, sobre la vida de la sociedad, ni la razón de su instancia a hacer radicar en «supuestos últimos» su lógica impositiva sobre las conciencias. Que desde ahí se haya de mirar a la teología, no es precisamente un mandato del Derecho en las circunstancias de nuestro mundo. Pero dejar de mirar a la teología no es en vista de ello una norma obligada para el filósofo. Por el contrario, pienso que al filósofo del Derecho no le estará de más el asomarse a esos caminos; y, ya en ellos, conversar con Fray Bartolomé de Las Casas.
Notes de bas de page
1 Véase de Bataillon, «Le “clérigo Casas”, ci-devant Colon, réformateur de la colonisation». Bulletin Hispanique, LIV, p. 276 y ss.; y además: «Cheminement d’une légende: les “caballeros pardos” de Las Casas», Symposium, 6, n° 1, 1952, p. 1-21; «La Vera Paz. Roman et histoire», Bulletin Hispanique, LIII, p. 235-300; y Estudios sobre Bartolomé de Las Casas, Barcelona, 1976; con A. Milhou, El P. Bartolomé de Las Casas y la defensa de los indios, Madrid, 1986.
Auteur
Real Academia de la Historia
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