Espacios monásticos y enterramiento del poderoso en el reino de León en los siglos del románico
Fuentes y métodos de investigación
p. 143-164
Texte intégral
1La centralidad de la muerte en los siglos del románico explica que muchas de sus obras artísticas se relacionen con la perpetuación de la memoria y la conmemoración de los antepasados, particularmente en unos entornos monásticos en pleno proceso de renovación1. El propósito de este trabajo es establecer un balance y trazar la tipología básica de las fuentes existentes para la investigación de un tema de enorme complejidad2. Nos ceñiremos para ello a las producciones del noroeste peninsular y sobre todo al espacio del antiguo reino de León, en una cronología que toma como punto de partida la eclosión de la estética románica en las primeras décadas del siglo xii, para concluir aproximadamente en torno a 1230, cuando la muerte de Alfonso IX y la reunificación de León y Castilla coinciden en el tiempo con las primeras manifestaciones del gótico.
2En un marco así definido, la relativa abundancia y diversidad tipológica de los testimonios relacionados con la muerte de los poderosos es notable. Más allá de los propios sepulcros que recibirían los restos mortales, pasan por los testimonios escritos en pergamino o piedra que los describían, los objetos suntuarios que acompañaban a los difuntos en su última morada, los ciclos iconográficos que los representaban en relieve o en pintura, y las piezas litúrgicas, literarias o musicales que los evocaban, todo ello en el marco de unas fábricas monásticas modernizadas. Ese carácter poliédrico del fenómeno ha favorecido también su estudio desde muy variadas disciplinas académicas, permitiendo así una gran riqueza de interpretaciones sobre quién, dónde, cómo y por qué promovió la creación de obras artísticas relacionadas con la muerte en los principales cenobios del antiguo reino de León.
Un mundo monástico en ebullición
3Los estudios de las últimas décadas han hecho ver que las directrices litúrgicas del Concilio de Coyanza (1055) tuvieron poca repercusión inmediata en las fábricas monásticas leonesas3; del mismo modo, el caso de la temprana implantación cluniacense en Sahagún revela —en su fracaso4—, la lentitud del proceso. De manera que hay que esperar al siglo xii para ver un avance en la regularización de la vida monástica que empieza por la extensión de un mayor control episcopal sobre muchos viejos monasterios y sus reglas sin presencia organizada de órdenes foráneas5, y al que se unen a lo largo de la centuria otras que ganan presencia en el reino.
4Desde luego los reyes y sus familiares más inmediatos destacan como promotores de alguno de estos procesos de reforma. Había ocurrido con Alfonso VI en Sahagún, y se verifica también en la instalación de canónigos regulares al cargo del panteón regio de San Isidoro de León6, en la llegada de una comunidad fontevrista a Santa María de La Vega de Oviedo7, o incluso en la propia introducción de la orden cisterciense en Sobrado, en paralelo a la tutela familiar de los Traba. Fundados todos ellos en las décadas centrales del siglo xii, revelan hasta qué punto muchas nuevas órdenes venían impulsadas por los monarcas.
5Con ello, los monasterios se transformaban. Uno de los aspectos más singulares del proceso es la superación de las comunidades dúplices de la tradición hispánica en beneficio de una división clara entre monasterios femeninos y masculinos. El patronato regio y aristocrático destacó en los primeros, que siguieron siendo destino preferente de acogida de infantas8, viudas y amantes que no siempre asumían una condición monacal plena, pero que acababan enterrándose en ellos y promoviendo la creación de sepulturas privilegiadas.
6Por el contrario, el eslabón más debilitado en aquella transformación quizá era la nobleza, que perdía el control directo que durante siglos había convertido a las fundaciones monásticas en una más entre sus propiedades. Ahora los monasterios reformados ganaban en autonomía y las relaciones con la aristocracia se reformulaban en una relación de patronato en la que la dotación de espacios funerarios privilegiados iba a ser precisamente una de las herencias más visibles de su antiguo poder9.
7Las comunidades que más prosperaron en este largo proceso —benedictinos, cluniacenses, cistercienses y canónigos regulares—, parecen haberse repartido de forma relativamente homogénea las sepulturas de los poderosos, más allá de las de sus abades y priores. Los primeros resultan ser los protagonistas más antiguos, en cuanto herederos de las más vetustas tradiciones monásticas y familiares. Es lo que ocurre con el enterramiento de Alfonso VI y el sepulcro de Ansúrez en Sahagún10, o con el panteón familiar de San Zoilo de Carrión, donde la condesa Teresa fue objeto de especial veneración11. En Lorenzana, se dignificó el recuerdo del conde fundador, a quien pronto se evocaría como santo12, y en Celanova la memoria de San Rosendo llevaría a un completo programa de santificación13. Pueden suponerse pautas similares en casos menos documentados, como el sepulcro bajo arcosolio de Santiago de Peñalba14 (fig. 1).
8Desde mediados del siglo xii, sin embargo, las posibilidades de acoger los restos mortales de las aristocracias se amplían a las nuevas órdenes de cistercienses y canónigos regulares, a menudo promocionadas por las propias familias de la nobleza15. Así se ha observado en los monasterios leoneses de Gradefes, Carracedo, Carrizo, Sandoval, Otero, Dueñas o Villabuena16. Y no deja de tener interés el hecho de que las noblezas medias, de implantación más local, parezcan tener una mayor presencia en este tipo de casas con las que establecieron estrechas y complejas relaciones, como las que han sido estudiadas, ya para principios del siglo xiii, con respecto a varias fundaciones de la Ribeira Sacra17.
9Las canonías de la orden agustiniana, por su parte, ofrecen un perfil distinto. El panteón regio de San Isidoro de León terminó en sus manos con la instalación de la orden a mediados del siglo xii18, y también se ha interpretado como panteón el espacio occidental de San Pedro de Teverga19. Las inscripciones de Escalada, por su parte, acreditan que junto a priores y canónigos había lugar para la nobleza local20. El priorato de Sar recibiría a principios del siglo xiii el cuerpo del obispo Bernardo21 (fig. 2), y canonías menores como la de Tuñón guardan sepulcros anónimos de factura románica, que en Covadonga se interpretan con claridad como pertenecientes a sus priores22.
10Sin embargo, no parece posible trazar una relación privilegiada entre instituciones y grupos familiares concretos. La dispersión de los enterramientos que se observa entre miembros de una misma parentela acredita el peso de las relaciones y devociones personales y la paralela debilidad de los linajes. El ejemplo singular de la presencia de Fontevrault en Oviedo, donde se enterraría en rico sepulcro la amante regia Gontrodo Pérez23, acentúa esta impresión.
Identidad social de los enterramientos privilegiados en los monasterios leoneses
11Sobre esas bases, el estudio de las implicaciones sociales de la muerte pasa en primer lugar por analizar los criterios por los que las élites elegían lugar de sepultura.
12La libre elección de lugar de enterramiento está probada por numerosos testimonios y se refleja en textos de distinta naturaleza, empezando a veces por las propias donaciones a los templos24. Su trascendencia social hace que llegue a respetarse incluso en casos de personas caídas en desgracia o exiliadas25. Esta decisión podía tomarse por motivos de especial devoción a unas reliquias concretas o por deseo de proximidad a un grupo familiar. Otras veces era más relevante el prestigio de alguna congregación como la cluniacense, especializada en la oración por los difuntos26. En cualquier caso, y en un momento en que la consolidación de la red parroquial acentuaba el criterio de localidad, los poderosos mantienen su libre elección de lugar de enterramiento como elemento de identidad social.
Los reyes y su entorno
13El estudio de las pautas de enterramiento de los reyes y sus familiares y allegados permite extraer conclusiones relevantes. Los monarcas astures del siglo ix ya habían promovido un panteón dinástico en Santa María del Rey Casto que en el siglo xi fue desplazado por San Pelayo y San Juan Bautista —luego San Isidoro— de León27. El rico tesoro asociado a él evidencia su valor en la ideología de los reyes28, y la perduración del culto a los antepasados se refleja en la continuidad de la protección regia a los panteones que custodiaban sus restos29. Sin embargo, los avatares de los cuerpos regios en la cronología de referencia ofrecen interesantes matices a la cuestión30.
14El primer rasgo relevante es la capacidad de elección que tienen los monarcas. La Historia Silense dice que Fernando I mudó su voluntad de enterrarse en Oña o Arlanza para seleccionar finalmente el panteón leonés31, con lo que se presentaba como heredero de Vermudo II y Alfonso V32. Su hijo Alfonso VI, sin embargo, prefirió el monasterio de Sahagún, convertido por él en centro fundamental de su poder y en el que fueron sepultadas varias de sus esposas33. En fin, la reina Urraca es la última en recibir sepultura en ámbito monástico, de nuevo en León, donde también reposaría su hija, la poderosa infanta Sancha. A partir de ese momento el panteón se abre a los enterramientos aristocráticos34, y comienza un período en que los monarcas prefieren las catedrales. Eligió Toledo Alfonso VII, que se había coronado emperador justo a los cincuenta años de su conquista35. Luego, tras la separación de los reinos, los monarcas leoneses optaron por Compostela.
15La trascendencia de la decisión era suficiente como para motivar traslados a grandes distancias. Los restos del rey Sancho II, asesinado en Zamora, fueron llevados a Oña36, y los de García de Galicia se llevaron de la prisión de Luna al monasterio de León, mientras que los de Alfonso VI viajaban desde Toledo a Sahagún. Fernando II murió en Benavente y fue llevado finalmente a Compostela, mientras que Alfonso IX falleció en Sarria y fue también trasladado a Santiago. En el mismo sentido, no fue raro que se acometiese el traslado de los despojos de los antepasados, como hizo Fernando I con los huesos de su padre37. Tampoco faltan las situaciones conflictivas, como la que parece haberse producido a la muerte de Fernando II o con el propio Alfonso IX al mover los restos del suyo a Compostela38.
16En el mismo sentido, la valoración de las sepulturas regias motivaba recurrentes acondicionamientos de las mismas con las que las instituciones depositarias animaban la generosidad de la familia real. Alfonso IX adecentó el panteón compostelano con las esculturas yacentes de Raimundo de Borgoña y Berenguela, mientras que las reformas del abad Martín en San Isidoro han sido interpretadas como un intento de atraer el interés de Fernando III reforzando el carácter castellano del mismo39. Además, se ha sugerido que la carencia de un antepasado santo en la genealogía regia dificultó la constitución de un panteón familiar único40.
17En definitiva, entre los reyes leoneses se aprecia una pauta difusa en los criterios de elección de sepultura. Tras una etapa altomedieval inicial en la que se pueden identificar panteones dinásticos, desde la segunda mitad de la undécima centuria, coincidiendo con la progresiva implantación de las reformas de la Iglesia y la inestabilidad de la estructura política y territorial que afecta al noroeste peninsular, predominan sobre el linaje los enterramientos familiares e incluso personales. Se da así una mezcla de base territorial del poder, con su ejercicio de forma más intensa en unos lugares que en otros del reino, sentido familiar y devoción individual41. Todo ello dificultó a la postre la consolidación de un panteón dinástico.
Las aristocracias
18En el seno de las parentelas nobiliarias leonesas se aprecia la misma pauta de dispersión vista en la regia parentela42, habida cuenta de la inconsistencia de las estructuras de linaje43. Resulta por el contrario excepcional el caso de San Zoilo de Carrión, un priorato cluniacense donde sí se enfatizó el carácter familiar de los sepulcros de su galilea.
19El recorrido por los lugares de enterramiento de algunas parentelas de la nobleza alta evidencia esta cuestión. El hijo de Pedro Ansúrez fue enterrado en Sahagún, atraído más por la centralidad de aquella casa en tiempos de Alfonso VI que por el influjo de su padre, que fue sepultado en su fundación de Santa María de Valladolid44. Del mismo modo, el monasterio familiar de Lorenzana, donde el conde Osorio Gutiérrez terminaría —en fecha incierta— venerado como santo, no atrajo los sepulcros de una parte sustancial de sus descendientes: los restos del conde Gutierre Vermúdez terminaron allí por orden expresa suya, pero su hermano, el conde Suero, prefirió reposar en su propia fundación cluniacense de San Salvador de Cornellana45. Su primo, el conde Gonzalo Peláez, solo pudo regresar de su destierro portugués tras su fallecimiento, para ser enterrado en Oviedo46. Tiempo después el sobrino de aquellos, el conde Pedro Alfonso, también optaría por una fundación propia, la del monasterio cisterciense de Santa María de Lapedo, luego Belmonte47.
20Y al igual que ocurría con los reyes, en general parece tratarse de decisiones deliberadas que toman cuerpo en sus donaciones. Pedro Alfonso donaba a Lapedo la mitad de sus bienes, pero obligando al traslado de sus restos: «et meum corpus ubicumque migravero de hac vita usque ad monasterium vestrum me indignum et peccatorem si vobis aliquis me feceris honorifice sepelire48». La condesa Elvira, hija de la reina Urraca, establecía en 1168 que su cuerpo se trasladase a Sahagún «ubicumque migrauero infra Galliarum portus49». Más aún, el noble castellano Gonzalo Salvadórez asemejaba a la traición el incumplimiento de su última voluntad50.
21Lo que ya no sabemos es dónde se enterraban aquellas tropas de la nobleza media al servicio de los grandes señores. El seguimiento sistemático de sus donaciones a instituciones monásticas podría arrojar una imagen verosímil de su vinculación preferente a aquellos lugares próximos a sus zonas de influencia, donde brillaría el poder social para la eternidad de aquellos magnates de escala puramente local. Es el caso, por ejemplo, del miles Gonzalo fallecido en 1169 en el priorato de Escalada y cuyo sepulcro lo reconocía como personaje local: natus finibus istis51. Pero lo cierto es que es un estudio que aún está por hacer, y la propia escasez de sepulcros decorados, o el mutismo de muchos que no identifican a su ocupante, evidencian la dificultad de ofrecer una lectura sistemática de la cuestión que solo será facilitada a través de la información que nos ofrecen los textos.
Las gentes de la Iglesia
22A partir de ahí, el protagonismo en los cementerios monásticos pasaba ya a sus propios habitantes. La tradición altomedieval de recluir en monasterios a amantes regias, viudas e infantas hace que todavía en el siglo xii se encuentre a alguna de estas señoras que se entierran en sepulturas privilegiadas, pero ya sin títulos, como la amante de Alfonso VII cuyo sepulcro en Oviedo la define como famula Dei52. Del mismo modo, de forma puntual algunos obispos podían terminar sus días en instituciones monásticas, bien por ser fundadores y benefactores de los mismos, por su papel en la consolidación de las reglas, o por haber sido miembros de las comunidades antes o después de su etapa episcopal53. Es el caso del arzobispo bracarense Giraldo, muerto en 1108 y sepultado donde antes fuera monje, en San Martín de Dumio54; ocurre también con el ovetense don Pelayo, que murió desterrado en la colegiata de Santillana del Mar a mediados del xii55, o con el mencionado obispo Bernardo de Compostela, que dejó la cátedra en 1237 y murió tres años más tarde para yacer en la colegiata del Sar.
23Pero lógicamente eran las comunidades regulares quienes tenían una presencia preponderante en los cementerios. Siempre jerarquizadas, abades y abadesas, y en menor medida priores, eran quienes enfatizaban su papel de muertos ilustres en el contexto de la comunidad. A lo que parece, los recursos para hacerlo eran, sin embargo, menores a los desplegados entre reyes, nobles y obispos. Como se verá, son escasos los monumentos en los que se han conservado representaciones plásticas, y su memoria se expresa sobre todo a través de la escritura, mediante inscripciones más o menos prolijas, complementadas a su vez con la información de los obituarios. Como añadido, no son raras las laudas en las que se labra una cruz o un báculo en representación de la dignidad de su titular más que su nombre, según se observa en el abad Diego de Carracedo, muerto en 115556, en la abadía asturiana de Covadonga, y en otras muchas del reino.
24Sin salir de las propias comunidades y sus construcciones memoriales, cabe detenerse en los enterramientos de algunos hombres santos, destacados en la trayectoria de sus comunidades, y cuyos sepulcros y memorias fueron objeto de especial veneración. Es el tiempo en que la exaltación hagiográfica de figuras locales va dando pie a procesos más controlados de beatificación, lo que llevó asociada la redacción de sus vidas y la recopilación y exposición de sus reliquias, que pasan a ser objeto de devoción. Destaca así la conmemoración de San Rosendo, abad-obispo fundador de Celanova en el siglo x, cuya vita se escribe hacia 116057; o de Santo Martino, canónigo regular de San Marcelo y San Isidoro de León en el xii, que fue historiado por Lucas de Tuy a principios del xiii58. En el mismo sentido puede considerarse la promoción de los sepulcros episcopales de Santo Estevo de Ribas de Sil, cuyas reliquias fueron privilegiadas por Alfonso IX59.
Espacios sepulcrales en los monasterios del reino de León
25La trascendencia de los difuntos en la vida de la comunidad convertía su lugar de sepultura en asunto de primera importancia, y de ahí el valor de estudiar la ubicación de aquellos enterramientos privilegiados, en feliz expresión de I. Bango Torviso60.
26La tradición hispánica vetaba el enterramiento en el interior de los templos, de modo que los muertos ilustres se localizaban frecuentemente en los pórticos de las iglesias monásticas, antesala del espacio consagrado61, destacando en este contexto el panteón regio de Santa María del Rey Casto en Oviedo. A partir del siglo xii, sin embargo, comienza a recuperarse tímidamente la práctica de dar sepultura en el interior de los templos62, autorizada por el capítulo general del Císter en 115263, de modo que a mediados del xiii las Partidas ya reconocen aquel privilegio a «las personas ciertas que son nombrados en esta ley», y que junto a reyes, infantes, obispos y abades, incluía a los «ricos homes, et los otros hombres honrados que ficiesen eglesias de nuevo ó monasterios, et escogesen en ellas sos sepolturas»64. En suma, la promoción de nuevas iglesias y monasterios otorgaba al cuerpo del donante el derecho privilegiado de reposar más cerca de las reliquias, equiparando, e incluso mejorando las restauraciones sobre las fundaciones, al modo en que lo hace un documento asturiano de 1156 en el que se justificaba «quid dicit scriptura: Bonum est qui hedificat, melius est qui restaurat65».
27A partir de ahí, no siempre es fácil determinar las ubicaciones de las sepulturas privilegiadas en los siglos del románico, ya porque los monumentos han mudado su ubicación, ya porque los documentos que las describen no resultan, salvo excepciones, suficientemente explícitos. La mejor información procede de los obituarios, que suelen localizar las tumbas de los destinatarios de los sufragios, y sobre todo de aquellos redactados en la época, destacando una vez más el de San Isidoro. Las descripciones eruditas de la Edad Moderna, siendo útiles, ofrecen menor seguridad, y se complementan con dibujos, grabados o plantas de los conjuntos que se levantaban con motivo de alguna reforma de las fábricas en el Barroco. Finalmente, no deben olvidarse las valiosas descripciones de juntas desamortizadoras y comisiones de monumentos, interesadas en el siglo xix por estos valiosos elementos patrimoniales66, los proyectos eruditos como los Monumentos arquitectónicos de España o las empresas sistemáticas de inventario y catalogación67 y, en fin, los catálogos de museos, a menudo muy alejados, que albergan algunas de estas piezas68.
28El atrio debió de ser el primer espacio de enterramiento de San Rosendo en Celanova, pues su vita lo sitúa «prope ecclesiam Sancti Petri in lapideo sarcofago69», al igual que habría servido de enterramiento del rey Sancho en el monasterio de Oña, según el testimonio de la Historia Silense70.
29Pórticos y galileas son los espacios que abrieron camino a la entrada de los sepulcros en las iglesias71, entendiendo aquellos como las estructuras que protegen el perímetro exterior del templo, y estos como cuerpos independientes situados a los pies de las iglesias monásticas. Su mejor representante es el panteón regio de San Isidoro de León, heredero de Santa María del Rey Casto, y que soportaba sobre sus muros la tribuna regia72. También se ha interpretado de este modo el cuerpo occidental de la colegiata de Teverga, fechado en la segunda mitad del siglo xi y que verosímilmente estaría relacionado más bien con la nobleza local73.
30Claustros74 y salas capitulares sirvieron también para este cometido. En Carracedo, esta acogió los cuerpos de numerosas abadesas y abades, como el de nombre Bernardo, en los muros laterales de la sala capitular75 (fig. 3), mientras que Ambrosio de Morales recogió que los nueve obispos santos de Ribas de Sil estaban sepultados en uno de los claustros del monasterio, en sepulturas «altas» de piedra y con epitafios, antes de ser trasladados al interior del tempo76.
31Hay referencias a capillas funerarias, a veces de ubicación incierta. En Sahagún, la condesa Elvira Alfonso habría patrocinado la capilla de Santa María, entre claustro y sala capitular, donde se enterró77. En Paço de Sousa otra capilla acogió el cuerpo de Egas Moniz y otros sucesores78. En el cisterciense de Belmonte, el tumbo de principios del siglo xvii situaba el enterramiento de los fundadores en una de las capillas de la iglesia monástica, que había sido derribada pocos años atrás. En San Isidoro de León, Santo Martino habría reposado en la capilla de su nombre, y en Celanova se ha hipotetizado sobre el posible uso funerario de la de San Miguel79. Conviene en todos los casos la cautela, habida cuenta de los traslados y acondicionamientos constantes que han sufrido dichos espacios.
32Por último, no faltan las noticias de enterramientos dentro de las iglesias monásticas. En Carrizo se pusieron en el coro los sepulcros de Estefanía Ramírez y su hija María Ponce, sobre un zócalo decorado con leones80. En Cornellana, a principios del siglo xvii el jesuita Carballo recordaba la sepultura de los fundadores en «arcas de piedra, como se usava, dentro del cruzero de la Yglesia81», a lo que el canónigo Chiriboga añadía que estaban al «pie de las gradas, junto al pilar de la capilla82». No es fácil saber, de todos modos, si esta había sido su ubicación primigenia o respondía a los múltiples traslados que se fueron acometiendo a lo largo de los siglos, como la que está bien acreditada para San Rosendo en Celanova, cuyas fuentes de época moderna lo sitúan ya en la cabecera, cerca de la capilla sur, junto a la puerta el claustro83, o la de los sepulcros regios del monasterio de Alcobaça, acometida a principios del siglo xvi84.
Tipología de sepulcros y monumentos funerarios
33En lo que hace a la factura material de los enterramientos privilegiados en los espacios monásticos, la variedad es de nuevo la norma.
34El tipo más frecuente fue quizá el de la inscripción a ras de suelo, que recordaría el nombre del fallecido sin obstaculizar la liturgia; a él responden seguramente la multitud de lápidas desplazadas del lugar que se conservan. Esa misma ventaja ofrece la modalidad de sepulcros bajo arcosolios encastrados en el muro85. Es la solución más frecuente en pórticos exteriores, claustros y salas capitulares; pero también se encuentra en el interior de los templos, tanto en las naves y capillas funerarias como en los muros del presbiterio, lugar reservado a destinatarios de mayor prestigio. Aparte de los testimonios materiales que conservan esta disposición, constatan esta forma de dignificar a los muertos ilustres del románico los numerosos ejemplos iconográficos conservados en la plástica románica, que representan tanto escenas funerarias profanas como, en mayor medida, la narración de los santos entierros y de la resurrección o visitatio sepulchri. Es el caso, por ejemplo, de la representación de las tres Marías en el sepulcro de la puerta del Perdón de San Isidoro de León86.
35A partir de ahí, el resto de tipologías conservadas adquiere mayor protagonismo en el templo. Es lo que ocurre en los sepulcros con caja y lauda, levantados sobre el pavimento, generalmente sobre cuatro apoyos más o menos ornamentados. En ellos la decoración —o su ausencia— permite distinguir los adosados al muro de los creados para mantenerse exentos, revelando así una mayor valoración. Del mismo modo, hay noticias de sepulcros dobles, como la referida al de Cornellana87.
36Tales sepulcros se apoyaban generalmente en esculturas con forma de león, muy frecuentes en la plástica románica, si bien es usual que las cajas de personajes santificados se elevasen sobre columnas que permitían al peregrino situarse debajo en pos de la sanación derivada de su contacto. Así se describían el sepulcro de San Rosendo de Celanova, el de San Fagildo en Antealtares, el del conde santo en Lorenzana o la arqueta de Santa Eufemia de la catedral de Orense88.
Ornamentación e iconografía funeraria
37La plástica y la decoración de los sepulcros y de los espacios que los acogen ofrecen también un interesante campo de estudio. En general, las sepulturas de los poderosos de aquel tiempo presentan una ornamentación austera y restringida a las laudas, combinándose a menudo con las bandas epigráficas que identifican al difunto y fechan su muerte. A veces se aprecia alguna figura, como los leones de las fundadoras de Carrizo. Es poco común, sin embargo, que se pueda identificar un programa iconográfico coherente alusivo a la muerte, precedente del enorme desarrollo de la imaginería funeraria propio del gótico.
38Aun así, algunos ejemplos excepcionales de enterramientos de las élites ofrecen un producto de mayor calidad. El sepulcro de Gontrodo Pérez, fundadora del monasterio de Santa María de la Vega de Oviedo, decora su tapa con roleos vegetales en los que se inscriben motivos zoomorfos de raíz altomedieval, que remiten al vocabulario común de la cultura mediterránea, difundido a través de las artes suntuarias89. Otras piezas presentan sencillas decoraciones geométricas a base de sogueados o zig-zag, o una ausencia total de escultura. Son también frecuentes las laudas que identifican a sus ocupantes como abades o abadesas, al margen de su confirmación epigráfica, mediante relieves en forma de báculos, como las conservadas bajo arcosolios en el claustro de Covadonga o en Santa María de Carracedo antes mencionadas.
39La figura del yacente, por su parte, apenas asoma en el siglo xii leonés y hay que esperar a la siguiente centuria para encontrar los primeros ejemplos, muy escasos todavía en comparación con los ejemplos catedralicios, como el de Compostela. Podría citarse en este sentido el caso temprano de Ponce de Minerva y Estefanía Ramírez en Sandoval90 o de García y Teresa Pérez en Gradefes91, el yacente del arzobispo compostelano Bernardo, que se enterró en la vecina colegiata del Sar en 1240 o, ya en Portugal, la discutida escultura sepulcral femenina de Alcobaça, que se podría datar por la misma época92. Más allá de lo dicho destacan algunos ciclos iconográficos singularmente complejos. El más temprano es el reflejado en la lauda de Alfonso Ansúrez (ca. 1093), que refleja las corrientes francas de la ruta jacobea que pasaba por Sahagún93. Se trata de una lápida marmórea trapezoidal, con cubierta a doble vertiente que se divide por la banda epigráfica. En sus caras recoge, de manera aún torpe, la habitual corte funeraria de tres arcángeles, la mano divina, el difunto, tres evangelistas representados de manera angélica, y el águila como símbolo de San Juan, todo ello rematado por una esquemática visión del cielo. Llama sobre todo la atención la imagen de cuerpo entero del difunto, ataviado con brial, vivo y casi incorporado, que alza sus manos hacia la de Dios siguiendo la iconografía de la commendatio (fig. 4); sobre ella, Moralejo ha propuesto una precoz escena de fe en la resurrección corporal a través de la participación en los sacramentos que acercan al difunto a la Pasión94.
40Más común en los sepulcros del noroeste peninsular resulta la imagen de la Maiestas Domini: Cristo rodeado del tetramorfos, como se refleja en el sarcófago de San Martín de Dumio95 o en el sepulcro de la reina Urraca en Alcobaça con el apostolado en los flancos96. En León, el panteón de San Isidoro está presidido por un pantocrátor cuyo tetramorfos aparece en su versión híbrida antropozoomorfa; de esa manera se unen, como sugiere Th. Martin97, el mensaje salvífico con una intención propagandística.
41En estos monasterios reformados, los sepulcros privilegiados asumen el nuevo léxico románico gregoriano98 y lo mezclan con las tradiciones hispanas. Es lo que ocurre, por ejemplo, con el motivo de los ángeles portando clípeos, heredado de la Antigüedad y que reverdece ahora como llamamiento a la misión angélica de los monjes cluniacenses99, reflejado en San Martín de Dumio.
42Como contrapartida, destaca también el tema de la lamentatio100, heredado asimismo de la antigua cultura mediterránea y siempre presente en fuentes literarias, cronísticas y epigráficas. A pesar del esfuerzo continuo de la Iglesia por eliminar las manifestaciones exaltadas del duelo101, las representaciones plásticas de la época lo reflejan en los citados sepulcros de la reina Urraca en Alcobaça102 y del caballero Egas Moniz, en Paço de Sousa103, enlazando así con los ejemplos de Ramón Berenguer III en Ripoll y con Blanca de Navarra en Nájera, ambos de mediados del siglo xii. Su ausencia en el reino de León podría vincularse a problemas de conservación.
43Por último, cabe recordar también el fenómeno de la reutilización de sarcófagos romanos para muertos ilustres104, y su original influjo iconográfico. Moralejo constató la influencia del sarcófago de Husillos en un capitel de Frómista105, y ya desde la Alta Edad Media es bien conocida la reutilización de sarcófagos antiguos en Compostela, Oviedo, Astorga, León o Lorenzana, siempre vinculados a personajes pudientes. Más comunes en ambientes catedralicios, su presencia en monasterios queda acreditada por este último, un sarcófago aquitano de ornamentación sencilla a base de estrígilas y presidida por un crismón, por tanto de datación avanzada106.
44No debía de ser raro, aunque la información es muy escasa, el aderezo del cuerpo del difunto y la adición de objetos que aseguraban y acompañaban su rito funerario. Me refiero a la vestimenta, el calzado y las ricas telas que los amortajaban, muchas de ellas procedentes de los tiraz o talleres de al-Andalus, quizá también las joyas de orfebrería o eboraria donadas a los monasterios como garantía de su acogida post mortem107, y algunos objetos personales importantes para caracterizar la posición del enterrado108. Aunque muchos de estos objetos se han perdido, contamos con buenos ejemplos como la mitra de San Rosendo, los escarpines de cordobán dorado y policromado con que fue enterrada en Gradefes la fundadora Teresa Pérez, fallecida en 1197109, o las espuelas doradas que se encontraron en el sepulcro del conde Pedro Alfonso, en el monasterio asturiano de Belmonte, fallecido en 1173110.
El recuerdo del poderoso a través de la memoria funeraria: inscripciones, obituarios, celebraciones
45Tras el sepelio, quedaba la conmemoración. La costumbre arraigada desde la Antigüedad llevaba a destacar la memoria del poderoso en los epitafios de las laudas sepulcrales111, a veces duplicados en dos o más inscripciones112, en ocasiones con ecos de la cultura clásica. Junto al recuerdo de su muerte, o al detalle de que allí yace, en ellos rara vez falta la fecha, y es común el lamento por su desaparición. Más allá de eso, la caracterización del difunto suele pasar revista a un amplio catálogo de virtudes, a menudo basadas en formularios, que se modulan según el papel social de cada uno. En primer lugar, los valores cristianos. Entre los varones de la aristocracia se acentúa el valor guerrero, a veces la amabilidad, mientras que para las damas nobles se enfatiza el decoro o la belleza; para unos y otros siempre se recuerda la munificencia con la comunidad.
46En algunos casos se acentúa el linaje del enterrado, o incluso se recogen dos personas en un único epitafio113. Donde el patronato tiene suficiente fuerza, se subraya el linaje regio y la parentela, como en el sepulcro de la infanta Aldonza Alfonso en Nogales114. Llama la atención el hecho de que con el tiempo se acentúa la individualidad del fallecido; a lo sumo, puede evocarse ligeramente la dignidad de su linaje. Pero, en conjunto, se les presenta como personajes aislados de su entorno familiar, cuyo papel ha sido reemplazado por la comunidad monástica. Así, los monjes se convierten en los únicos depositarios de su memoria, encargados de llorarla, recordarla y transmitirla. A veces acentúan la trascendencia de sus enterrados, como hicieron los canónigos de San Isidoro llamando reina a doña Sancha, fallecida en 1159, y que siempre suscribía sus documentos como infanta115. No falta incluso la crítica al papel que jugaron en su vida terrena, como ocurre en el epitafio de Jimena Muñiz, amante de Alfonso VI, enterrada en Vega de Espinareda116.
47Por su parte, cuando son eclesiásticos los enterrados se pone el acento en la vida piadosa y en el desprecio del mundo117; si es abad o abadesa, en la rectitud, y hasta en su santidad, como con el abad Florencio de Carracedo, tildado de «quasi spiritualis [omo] sanctus [non carnalis]118». A veces se acentúa la conversión a la vida religiosa, como el Rodrigo Pérez, «miles, canonicus Sancti Rufi», enterrado en Escalada en 1161119. Si en algún caso se recuerda su linaje, es para poner por encima su mérito personal, como se hizo en el epitafio de Aldonza Fernández, abadesa de San Pelayo de Oviedo, en 1174: «Inclita Fernandi proles comitis venerandi, / abbatissa sacris meritis Aldoncia felix, / hic iacet120». Lo mismo ocurre con el abad Esteban de Santiago de Peñalba, fallecido en 1132, a quien se recuerda su origen franco para subrayar su integración en la comunidad: «quem nobis clarum genuit gens francigenarum121».
48Pero lo que ofrecían los monasterios románicos, y también las catedrales de aquel tiempo, era un servicio conmemorativo con voluntad de perpetuidad y encaminado a la salvación. El hecho de que se hayan distinguido los epitafios necrológicos de los sepulcrales acentúa en aquellos su vinculación a otros géneros textuales que también preservaban el recuerdo de los poderosos. Me refiero a los obituarios, vinculados normalmente a los libros de regla, y que comparecen en el noroeste peninsular en el siglo xii.
49Son muy pocos los conservados, destacando el de la comunidad canonial de San Isidoro de León y el de la abadía cluniacense de San Zoilo de Carrión122. Pero uno y otro reflejan tipologías textuales muy repetidas en el occidente medieval. Conformados a modo de calendario, facilitaban a la comunidad la tarea de elevar sufragios por los difuntos en el aniversario de su muerte, identificando a menudo en su texto el lugar del sepelio.
50De este modo, entre inscripciones y obituarios se establecía un circuito textual y litúrgico que ocupaba una parte importante de la actividad de los monasterios, como se ha observado para San Isidoro de León123. Allí la riqueza archivística, codicológica y epigráfica permite constatar la complementariedad de los distintos soportes en una empresa colectiva de conmemoración de los difuntos, pero también el modo en que los comitentes podían condicionar su redacción, según se sugiere ante la del tercer obituario124.
51En otro sentido, la integración del de Carrión en la órbita cluniacense ayuda a entender el poder intercesor de las grandes congregaciones y su atractivo para los poderosos de la época. Verse inscrito en sus líneas implicaba ser recordado por decenas de comunidades que intercedían por la salvación.
52Pero, en cualquier caso, las pautas son similares a lo advertido en los epitafios. En el obituario de San Isidoro, Gontrodo Pérez no es la amante de Alfonso VII, sino la mater spiritualis de Santa María de la Vega de Oviedo (fig. 5), que resulta recibida en la societas isidoriana, ahora como spiritualis filia, y gana por tanto la conmemoración post mortem, con plenum officium defunctorum125.
53En conclusión, los poderosos del reino de León en la época románica mostraron su preferencia por enterrarse en monasterios y catedrales, promoviendo la fabricación de sepulturas privilegiadas que evidenciasen su poder social. Los reyes, pero también sus esposas, fundaron, dotaron y mantuvieron monasterios a cambio del beneficio espiritual, derechos de sepultura y participación en sus rendimientos económicos, con casos tan caracterizados como los de San Isidoro o Sahagún. Recintos monásticos eran asimismo lugares de acogida temporal de las infantas y damas en espera de matrimonio, o de las viudas y amantes de monarcas que se refugiaban en ellos de manera honrosa, con casos tan interesantes como los retiros de la infanta Aldonza Alfonso en Nogales, o de las amantes regias Jimena Muñiz en Vega de Espinareda y Gontrodo Pérez en La Vega de Oviedo.
54A partir de ahí, las comunidades quedaban encargadas de la conmemoración de los difuntos, en construcciones memoriales a menudo muy elaboradas. Los sepulcros van adquiriendo complejidad plástica y narrativa desde ejemplos tan tempranos como la lauda de Ansúrez en Sahagún. Y al tiempo que adquieren una mayor presencia física al levantarse sobre el pavimento, ofrecen espacio a iconografías cada vez más variadas y van ganando el interior de los templos. Algunos más tardíos, y aunque de localización más periférica dentro del reino, manifiestan la presencia de talleres de calidad notable, capaces de tallar laudas con la delicadeza ornamental de la de la asturiana Gontrodo Pérez. Y si bien muy escasos, avanzado el siglo xiii conservamos algún sepulcro con yacente en el ámbito monástico, como el del arzobispo Bernardo, enterrado en la colegiata de Santa María del Sar.
Notes de bas de page
1 Este trabajo se enmarca en el proyecto de investigación «Migravit. La muerte del príncipe en Francia y en los reinos hispánicos (ss. xi-xv). Modelos de comparación» (ref. HAR2016-74846-P), financiado por la Agencia Estatal de Investigación del Ministerio de Economía y Competitividad del Gobierno de España.
2 Entre otros títulos de referencia, recientemente, Martínez de Aguirre, 2003; Suárez González, 2003; Sánchez Ameijeiras, 2005; Dectot, 2009; Martin, 2011; Miguélez Cavero, 2011 y 2016; Boto Varela, 2012 y 2015; López de Guereño Sanz, 2013; García de Cortázar, Teja (coords.), 2014; Arias Guillén, 2015; Cantera Montenegro, 2017; Fernandes, 2017 y Reglero de la Fuente, 2018.
3 Bango Torviso, 1992.
4 Reglero de la Fuente, 2007; para una visión más general, Id., 2008.
5 Es el caso, en la diócesis de Oviedo, del monasterio urbano de San Vicente, estudiado por Calleja Puerta, Sanz Fuentes, 2011, y del cenobio rural de Corias, analizado por García García, 1980.
6 Martin, 2006; Sánchez Ameijeiras, 2005; Boto Varela, 2012 y 2015.
7 Martínez Vega, 1991.
8 Sobre la construcción de la memoria en el infantado monástico de la tierra de León, Reglero de la Fuente, 2018, cuyo origen adscribe a los monasterios regios de Palat del Rey y San Pelayo de León y San Pelayo en Oviedo (p. 420).
9 Martín López, 2016, p. 162.
10 Sobre Sahagún, Herráez Ortega (coord.), 2000 y Reglero de la Fuente, 2007. Sobre el patronato de los Alfonso, Senra Gabriel y Galán, 2014, pp. 83-86. Sobre el sepulcro de Ansúrez, Moralejo Álvarez, 1978 y Miguélez Cavero, 2011.
11 Sobre Teresa Peláez, Senra Gabriel y Galán, 2014, pp. 79-82.
12 Calleja Puerta, 1999; Carrero Santamaría, 2004, pp. 18-23.
13 Díaz y Díaz, Pardo Gómez, Vilariño Pintos, 1990.
14 Bango Torviso, 1992, pp. 100-101 y Martínez Tejera, 2012.
15 Cavero Domínguez, 2014.
16 Sobre la expansión del Císter en León y su patrocinio nobiliario, Cavero Domínguez, 2007, pp. 85-107; sobre las fábricas monásticas, Fernández González, Cosmen Alonso, Herráez Ortega, 1988, y Monjes y monasterios, 1998, en concreto, sobre los aspectos funerarios en esta última obra, véanse las contribuciones de Bango Torviso, 1998a y 1998b, Fernández González, 1998 y Ara Gil, 1998.
17 Pastor et alii, 1999.
18 Este doble aspecto de custodia material y espiritual de los muertos ilustres del panteón regio de San Isidoro de León, en Suárez González, 2003.
19 García de Castro Valdés, 2006.
20 Martín López, 2014, p. 227.
21 Ya menciona la fecha de su muerte en 1240 y su enterramiento López Ferreiro, 1883, p. 76.
22 Ruiz de la Peña González, 2006.
23 Sobre la filiación y patrocinio monástico de esta aristócrata, Martínez Vega, 1991 y Cavero Domínguez, 2014. Uno de los próximos objetivos de esta línea de investigación abierta es averiguar si las prácticas funerarias de la abadía de Fontevrault, que conserva los enterramientos de los Plantagenet, se imitan de algún modo en este monasterio de la periferia peninsular.
24 Sobre la importancia de la elección de lugar de enterramiento, Cantera Montenegro, 2017, especialmente pp. 456 sqq.; Guiance, 1998, p. 314 y Pavón Benito, García de la Borbolla, 2007, pp. 213-214. Sobre sus implicaciones en el románico, Serrano Coll, 2014.
25 Es el caso del rey García de Galicia, enterrado en San Isidoro de León tras su cautiverio en Luna, o del conde Gonzalo Peláez, cuyos restos fueron trasladados a Oviedo desde Portugal (Calleja Puerta, 2000).
26 Iogna-Prat, 1996 y 1998, destaca la transformación impulsada por la orden al fijar la conmemoración individual de los difuntos en los obituarios, pasando así de la memoria colectiva a la personal (Id., 2002, p. 540).
27 Solano Fernández-Sordo, 2017.
28 Martin, 2006, cap. iii, pp. 62-95 y cap. vi, pp. 153-176; Ead., 2011; Boto Varela, 2012 y 2015.
29 Fernando II de León es un ejemplo de monarca excepcionalmente generoso con el panteón de sus antepasados, aunque en una catedral; véase Ruiz de la Peña González, 2003.
30 Boto Varela, 2012.
31 Historia Silense, ed. de Pérez de Urbel y González Ruiz-Zorrilla, 1959, p. 42.
32 Arias Guillén, 2015, p. 648, n. 20 con bibliografía.
33 Lo recogen fielmente las Crónicas anónimas de Sahagún, ed. de Ubieto Arteta, 1987, p. 15. Sobre la evolución de la fábrica de Sahagún desde su etapa altomedieval, Herráez Ortega (coord.), 2000 y Cosmen Alonso, Herráez Ortega, Valdés Fernández, 2006.
34 Arias Guillén, 2015, p. 649.
35 El interés en Toledo se refleja también en las referencias a la ciudad en sus diplomas, según Calleja Puerta, 2018, p. 28. La coronación imperial se celebró en el cincuenta aniversario de la reconquista de Toledo (Linehan, 2012, p. 231).
36 Vivancos Gómez, 2014, p. 53.
37 Esta decisión se ha atribuido a la voluntad del monarca de enlazar con el linaje asturleonés de su esposa (Boto Varela, 2012, p. 536). Recientemente se ha recordado que el lugar de sepultura de los monarcas y sus familias en ocasiones responde a los intereses de aquellos que tienen la potestad de disponer los funerales y de custodiar sus cuerpos (Miranda García, 2018, p. 455).
38 Arias Guillén, 2015, pp. 649-650. Por su parte, el monasterio de Corias ya reivindicaba en el siglo xiv ser lugar de enterramiento de Vermudo III, según se refleja en su obituario (Sanz Fuentes, 2007).
39 Sánchez Ameijeiras, 2005.
40 Arias Guillén, 2015, pp. 643 y 647.
41 En esta línea, ibid., pp. 646 y 652-653, quien contrasta la multiplicación de espacios funerarios de Castilla hasta el siglo xvi con la consolidación de los cementerios dinásticos a mediados del siglo xiii en Saint-Denis y Westminster, y algo después de las monarquías aragonesa, navarra y portuguesa.
42 Sobre la vinculación de la aristocracia y los monasterios del románico hispano, García de Cortázar, Teja (coords.), 2014, especialmente las contribuciones de Senra Gabriel y Galán, 2014; Cavero Domínguez, 2014; Serrano Coll, 2014; Poza Yagüe, 2014 y Calleja Puerta, 2014.
43 En el norte de Portugal se desarrolla desde el siglo xi la personalización de los sepulcros por los principales linajes en los monasterios que patrocinaban, como el panteón de los Resendes en el monasterio de Cárquere (Cardoso Rosas, Botelho, Resende, 2014).
44 Barón Faraldo, 2013.
45 Ambos monasterios conservan sus respectivas lápidas funerarias, publicadas por Ares Vázquez, «Inscripciones medievales en verso», y Diego Santos, Inscripciones medievales, lám. 170, pp. 168-169.
46 Calleja Puerta, 2000.
47 Fernández Ortiz, 2018.
48 Calleja Puerta, 2001, p. 227.
49 Colección diplomática del monasterio de Sahagún, no 1361.
50 «et vassali mei et sirvientes si non me aduxerint si mortus fuero, sint minus valentes, sicut proditor qui interficit dominum»; véase Calleja Puerta, 2014.
51 Martín López, 2014, p. 227.
52 Diego Santos, Inscripciones medievales, p. 131.
53 Sobre las relaciones materiales y espirituales de obispos y monasterios, López de Guereño Sanz, 2013, quien subraya la voluntad de enterramiento de algunos prelados en monasterios de su especial devoción en el románico (p. 195).
54 Moreno Martín, 2016.
55 García González, 2012, en especial figs. 1-3, p. 183.
56 Fernández González, Cosmen Alonso, Herráez Ortega, 1988, p. 53; Cavero Domínguez, 2011b, sobre el abad Diego, p. 39.
57 Díaz y Díaz, Pardo Gómez, Vilariño Pintos, 1990. Otro artífice del impulso monástico repoblador del siglo x en El Bierzo es el obispo santo Genadio, restaurador de San Pedro de Montes y abad de Santiago de Peñalba, donde fue inhumado en el contraábside (Bango Torviso, 1992, pp. 100-101). Ambos cuerpos fueron venerados y adornados de tesoros, considerados reliquias de contacto y testimonios de sus estrechos lazos con los monasterios (López de Guereño Sanz, 2013, pp. 180-183).
58 AA.VV., 1987.
59 Castiñeiras González, 2006. Sobre los personajes santificados enterrados en monasterios, Carrero Santamaría, 2004.
60 Bango Torviso, 1992. En concreto para los enterramientos cistercienses, Id., 1998b.
61 Cantera Montenegro, 2017, pp. 456-457 y Martínez de Aguirre, 2003.
62 Bango Torviso, 1992, p. 106. Esta novedad litúrgica transformó los antiguos edificios de culto para añadir estancias funerarias, y generó en los nuevos recintos sepulcrales para sus principales patrocinadores.
63 Serrano Coll, 2014, pp. 145 sqq.
64 Las Siete Partidas, Partida I, Título XIII, Ley XI.
65 Se refiere a la restauración por el abad Martín del monasterio de La Cortina (García Larragueta, Colección de documentos, doc. no 164, p. 415).
66 Sobre este tema, Campos y Fernández de Sevilla, 2007; y entre los estudios ceñidos a la labor de algunas comisiones, López Rodríguez, 2011; Villafranca Jiménez, 1997; Pérez-Campoamor Miraved, 1997.
67 Para el reino de León destacan los conocidos volúmenes de León y Zamora publicados por Gómez Moreno, 1925 y 1927.
68 No siempre bien catalogadas o identificadas. Como referencia indispensable The Art of Medieval Spain, 1993, que recoge muchas piezas adscritas al noroeste peninsular, sin más concreción. También Franco Mata, 2010.
69 Díaz y Díaz, Pardo Gómez, Vilariño Pintos, 1990, p. 158.
70 Vivancos Gómez, 2014, p. 53.
71 Bango Torviso, 1992, p. 108.
72 En los últimos años se han multiplicado los estudios; entre otros, Sánchez Ameijeiras, 2005; Martin, 2006 y 2011; Boto Varela, 2012 y 2015.
73 García de Castro, 2006 y sobre su epigrafía en la capilla, Diego Santos, Inscripciones medievales, pp. 176-179.
74 Además de las galerías se emplearon como espacios funerarios los jardines de los claustros (Senra Gabriel y Galán, 2014, p. 87 y Cantera Montenegro, 2017, p. 456). En el Capítulo General de 1194 se obliga a los abades a trasladar las tumbas que impedían la deambulatio por el claustro (Serrano Coll, 2014, p. 145).
75 Fernández González, Cosmen Alonso, Herráez Ortega, 1988, p. 53.
76 Flórez, Viage de Ambrosio de Morales, p. 162. La presencia de las nueve tumbas en el claustro generó una suerte de procesión del atrio al claustro y luego a la iglesia (Castiñeiras González, 2006, pp. 58-61).
77 Senra Gabriel y Galán, 2014, pp. 85-86.
78 Barroca, 1987, p. 431.
79 Le atribuye función funeraria por la dedicación de la capilla a San Miguel Núñez Rodríguez, 1989, p. 138. Ya en la etapa románica del monasterio se ha propuesto su funcionamiento como capilla de la hospedería, levantada en medio del cementerio monástico (Bango Torviso, 2001, p. 525).
80 Serrano Coll, 2014, p. 158; Cavero Domínguez, 2011a, y Ead., 2014, pp. 119-121. Fundó también el monasterio leonés de Sandoval.
81 Calleja Puerta, 2001, p. 230.
82 Ibid., p. 231.
83 Carrero Santamaría, 2004, pp. 17-19.
84 Fernandes, 2017, p. 398.
85 Cantera Montenegro, 2017, p. 456.
86 Moráis Morán, 2006.
87 A principios del s. xvii se describe en Cornellana un «sepulcro de piedra harto grande y ancho, para caber dos cuerpos pareados» (Calleja Puerta, 2001, p. 230), pero su tamaño se ajusta más bien a un sepulcro individual. Por otra parte, la disposición del epitafio labrado en la lauda que se conserva invita a rodearlo en la lectura.
88 Carrero Santamaría, 2004, pp. 18-23.
89 Escortell Ponsoda, 1983, pp. 106-107. Esta pieza llamó ya la atención de los eruditos del siglo xix, y fue recogida en un grabado por Parcerisa (Quadrado, 1977).
90 Esta pareja funda este monasterio y el de Carrizo, véase Fernández González, Cosmen Alonso, Herráez Ortega, 1988, p. 26.
91 Se identifican con los sepulcros del siglo xiii del segundo tramo de la girola en ibid., p. 81.
92 Fernandes, 2017 y Miguélez Cavero, 2016, pp. 51-54.
93 Moralejo Álvarez, 1978 y 1985; Miguélez Cavero, 2011.
94 Moralejo Álvarez, 1978, p. 133. Interesa su paralelo iconográfico con la miniatura de donación a San Salvador de Villacete, donde el donante se representa con su esposa, aunque arrodillado, y tiende las manos hacia un busto de Cristo que los bendice. El estudio paleográfico sugiere una posible copia de este documento en el monasterio de Sahagún en fecha próxima a la muerte de Ansúrez (ibid., p. 134). Sobre la relación entre escultura y epigrafía de esta pieza, Miguélez Cavero, 2011.
95 Moreno Martín, 2016.
96 Fernandes, 2017.
97 Martin, 2006, pp. 132-152.
98 La iconografía funeraria en los monasterios florece en la segunda mitad del s. xii y se relaciona con las prácticas penitenciales, en las que las plegarias de los vivos podían beneficiar la salvación de los muertos (Serrano Coll, 2014, pp. 165-174).
99 Moreno Martín, 2016, pp. 132-152.
100 La representación de la liturgia y la expresión del dolor por los muertos no parecen ofrecer diferencias sustanciales en los distintos territorios ibéricos (Miguélez Cavero, 2016).
101 El Liber Ordinum prohibía las manifestaciones exageradas de dolor en varios momentos de los funerales: tras producirse la muerte, después de amortajar, en el traslado del cuerpo al templo para la liturgia fúnebre, y al dar sepultura al fallecido.
102 Fernandes, 2017 y Miguélez Cavero, 2016, pp. 51-54, quien advierte que Urraca era hija de Alfonso VIII y Leonor de Castilla, fundadores del monasterio de Las Huelgas de Burgos, estrechamente vinculado al de Alcobaça, en cuyos sepulcros reales se incluyó el tema del duelo con un gran desarrollo gestual (Miguélez Cavero, 2010).
103 Estos relieves podrían haber pertenecido al monumento funerario del noble portugués, o de alguno de los Riba Douro, que contaban con un panteón familiar con catorce sepulcros en el monasterio, datado en 1088 y ubicado fuera del templo (Ead., 2016, pp. 50-51). Los laterales muestran la llamada «Gesta de Egas Moniz»; en uno de los lados cortos se presenta al finado en el lecho de muerte rodeado de plañideras con el alma saliendo de la boca y elevada al cielo por dos ángeles; en el otro se muestra la colocación del muerto en el sepulcro y las exequias fúnebres ante un obispo y dos personajes con gesto de duelo. Tanto la plástica como la iconografía se inscriben en las corrientes imperantes en el s. xii en el noroeste peninsular; en nuestro ámbito de estudio, el sepulcro románico de la parroquial de la Magdalena de Zamora muestra una escena de elevatio animae (ibid., pp. 46-51 y 57).
104 Silva y Verástegui, 1988, pp. 328-329.
105 Moralejo Álvarez, 1984.
106 Ibid., p. 281. Este autor recuerda que también es aquitano el sepulcro de Santa Eufemia representado en la escena de su invención en la arqueta de la catedral de Orense, como si esta tipología se ligase especialmente a los restos de personajes santos.
107 Cabe citar a modo de ejemplos muy representativos por su calidad el cáliz de la infanta Urraca (ca. 1063) o el ara portátil de la infanta Sancha de San Isidoro (1144) [Bango García, 2001 y García Flores, 2001]. Sobre su valor propagandístico, además de devocional, Martin, 2006, pp. 62-95 y pp. 153-176 y Rodríguez López, 2013.
108 Sobre el ajuar textil en los enterramientos medievales, Español Bertrán, 2005 y Descalzo Lorenzo, 2005.
109 Fernández González, 2008.
110 Fernández Ortiz, inédita, vol. 2, p. 23.
111 Recientemente se distinguen «epitafios necrológicos», que recogen la noticia de la muerte (obiit, obierunt) y «epitafios sepulcrales», que mencionan el enterramiento (hic iacet, hic requiescit) [Martín López, 2016, p. 157]. Sobre los epígrafes funerarios en los enterramientos monásticos nobiliarios, Serrano Coll, 2014, pp. 163-165 y en concreto sobre los de abades, Cavero Domínguez, 2011b.
112 Ocurre en Oviedo, por ejemplo, en los casos de Gontrodo Pérez, en Santa María de la Vega, o de Inés Suárez, abadesa de San Pelayo.
113 Como el de Moreruela hacia 1187 (Gutiérrez Baños, 1997, p. 35).
114 Cavero Domínguez, 2007, p. 88.
115 Se ha apuntado que esta inscripción pudo haber sido labrada inmediatamente después de la muerte de Sancha (Suárez González, 2003, pp. 391-394).
116 Cavero Domínguez, 2014, pp. 102-103.
117 Caso de Suero, canónigo de Escalada, muerto en 1167 (Martín López, 2014, p. 225).
118 Cavero Domínguez, 2007, p. 260.
119 Martín López, 2014, p. 224.
120 Diego Santos, Inscripciones medievales, p. 127.
121 Martín López, 2016, pp. 165-166.
122 Respectivamente Navarro Baena, 2018 y Suárez González, 2003; Reglero de la Fuente, 2014.
123 Suárez González, 2003, que descubre a algún artífice que ejercía a la vez de copista de libros, scriptor de documentos y ordinator de un epígrafe (p. 366).
124 Ibid., pp. 410-411.
125 Archivo de San Isidoro de León, ms. 4, fol. 37r.o.
Auteur
Universidad de Oviedo – Grupo de investigación DocuLab
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