Posturas e imposturas autoriales en el Libro de buen amor
p. 125-146
Texte intégral
1El texto del Libro de buen amor constituye en sí un verdadero enigma al no dejarse encasillar por completo en un sistema preestablecido, tanto a nivel de la forma como del significado. Varios críticos han intentado comprobar si el Libro de buen amor era esencialmente una autobiografía o una pseudoautobiografía, sin lograr esgrimir argumentos irrebatibles en favor de una u otra hipótesis para determinar el grado de ficción propio de su convención narrativa1. Teniendo presente el contexto histórico en el que se fragua el texto, se ha de considerar que las teorías acerca del autor moderno no pueden aplicarse sin variación a una obra del siglo xiv como es el Libro de buen amor. Elaborada a partir de textos posteriores, la distinción entre el autor (que está fuera del texto) y el narrador (que ocupa su escenario interno) no resulta totalmente adecuada para los textos medievales. Por otra parte, si el propio escritor medieval no se veía a sí mismo como autor, título reservado a sus prestigiosos modelos dotados de autoridad, cabe preguntarse qué sentido puede cobrar la noción de autor oculto para el Libro de buen amor. ¿Acaso se puede concebir una ocultación del autor anterior a su propia constitución? Si la ocultación del autor se juzga como una excepción frente a una norma establecida que sería la del «autor manifiesto», claramente concebido como productor y garante de su texto, esta noción no nos parece pertinente para los textos medievales. En cambio, si se considera que la ocultación forma parte de la propia norma, por tratarse de una característica esencial del autor medieval y no de un accidente, dicha noción puede usarse como una hipótesis heurística que nos permita abordar a distintos niveles conceptos tan importantes como los de intentio, lectio y sentido de la obra. El presente estudio pretende pues analizar la cuestión, prestando especial atención a la manera como el texto señala la presencia de una o varias figuras que podrían remitir a la del autor. Por eso, aunque no se considera evidente la pertinencia de la noción de autor, se admite que el texto contribuye a plasmar esta figura, al mismo tiempo que dificulta su identificación. Por una parte, esta noción de autor oculto puede remitir al carácter anónimo de la mayoría de los textos medievales o a la presencia difusa de un autor que, a imagen de Juan Ruiz, resulta inalcanzable porque no proporciona su identidad biográfica de manera clara. Por otra parte, puede aludir también a la difícil afirmación, dentro de un espacio textual dominado por los auctores, de una figura de la autoría propia, capaz de asumir abiertamente la responsabilidad de los discursos proferidos. Así, a la ocultación externa se añade una ocultación interna que conforta a la externa y que, al mismo tiempo, abre para el autor un espacio de definición.
2En un primer apartado plantearemos más detenidamente el concepto de autor oculto, entre auctoritas y autoría. Luego examinaremos algunos casos concretos en el texto que, entre posturas e imposturas, corresponden a unas estrategias simultáneas de ocultación y escenificación del autor. Por fin, intentaremos mostrar cómo el texto construye, en relación con la figura del autor, la de un lector oculto en el que se proyecta en parte la responsabilidad autorial y que, por lo tanto, también puede convertirse en impostor.
I. — EN BUSCA DEL AUTOR OCULTO: ENTRE AUCTORITAS Y AUTORÍA
3Conforme a lo dicho anteriormente, parece que se puede buscar la figura del autor fuera del texto, en el universo referencial de la España del siglo xiv, o al contrario considerarla integrada en el espacio textual. Sin embargo, este hiato es de pura forma porque, además de originarse en el análisis textual (véase el nombre de Juan Ruiz en las piezas liminares), el afán biográfico traduce en realidad una búsqueda de claves de lectura, es decir, una manera de acceder al significado del texto desde los indicios biográficos de su autor. A su vez, el reconocimiento de una forma de autoría interna, elaborada a base de indicios textuales, implica una proyección en un autor de carne y hueso como figura empírica externa. Desde la primera perspectiva, todo pasa como si el hecho de saber que pudo existir un tal Juan Ruiz permitiera resolver las aparentes contradicciones textuales o, por lo menos, aclarar algunos aspectos complejos como es el caso de las relaciones que mantienen entre sí autor, narrador y personaje. Desde la segunda perspectiva, los indicios textuales —es decir la misma máquina textual— incitan a cuestionar la supuesta identidad de las tres instancias mencionadas y a ponerla en tela de juicio. Por eso, aunque el problema de la ocultación del autor no se plantea de la misma manera según se privilegie la figura empírica del autor o la figura virtual construida por el texto, no deja lugar a dudas que tiene siempre que ver con la escritura y la reescritura, que son las claves de interpretación más pertinentes. Como intentamos aclararlo, no es nada fácil abordar la cuestión del autor oculto, ya que referida al Libro de buen amor, esta noción presupone otras muchas que veremos a continuación. El análisis anterior nos invita a delimitar el territorio de esta figura: ¿ha de considerarse que se sitúa fuera del texto, dentro del texto o en una zona fronteriza? Tratándose del Libro de buen amor, la dinámica de dilucidación de la figura empírica del autor sigue una trayectoria interior/ exterior/interior que manifiesta la alta complejidad de la cuestión. Los críticos que emprendieron la investigación biográfica en cuanto a la identidad histórica del autor del Libro de buen amor se basaron primero en unos indicios recogidos en el texto:
E porque de todo bien es comienço e rraíz
la Virgen Santa María, por ende yo, Joan Roíz,
acipreste de Fita, della primero fiz
cantar de los sus gozos siete, que ansí diz2.
4¿Es aquel Juan Ruiz una figura puramente ficcional o mantiene una relación de identidad con un «yo» referencial que se propone contar su vida y sus aventuras en el Libro de buen amor? ¿Hasta qué punto la respuesta a esta pregunta resuelve la cuestión del autor oculto? En realidad, el hecho de saber que un tal Juan Ruiz existió de veras y escribió este libro no nos ayuda a resolver nada, dado que la dilucidación de la identidad del autor empírico no nos permite afirmar la continuidad del «yo» a lo largo del texto. La verdadera pregunta no es si existió tal o cual persona sino cómo el Libro de buen amor logra crear cierta coherencia textual en torno a este «yo» polimórfico. En vez de preocuparnos por la verdad referencial de las narraciones, por la cuestión de la continuidad o de la discontinuidad autobiográfica, nos parece mucho más pertinente ahondar en la forma de dialogar de este «yo» referencial o pseudoreferencial con una serie de personajes y figuras alegóricas y textos de la tradición textual. En efecto, la coherencia del texto procede de la creación consciente de una forma de comunicación ininterrumpida entre el «yo» singular anclado en el texto del Libro de buen amor y una serie de «yo» plurales como figuras totalizadoras de la red intertextual. El logro artístico del autor del Libro de buen amor, sea o no Juan Ruiz, consiste en pretender crear (o en crear) un universo con fuertes ecos referenciales pero que, en realidad, se nutre casi exclusivamente de la materia literaria y saca toda su sustancia de la red de los textos anteriores, pertenecientes a diversas tradiciones fuertemente ancladas en la cultura medieval.
5Desde esta perspectiva, la cuestión de la ocultación del autor toma otro cariz: teniendo en cuenta lo dicho anteriormente, bien se ve que carece de pertinencia la tesis del anonimato real o supuesto del autor o de su indeterminación y que, en vez de abordar la temática del autor oculto desde la posición dominadora de los auctores, es más adecuado analizarla como toma de poder de una voz difusa y unificadora que recrea los discursos o personajes referidos a los auctores para forjar y ordenar un nuevo mundo. En efecto, si hasta ahora se han enfocado las instancias enunciativas desde los papeles de autor, narrador y protagonista, quizás sea el momento oportuno para introducir una nueva instancia que podría, hasta cierto nivel, confundirse con la voz unificadora de la que acabamos de hablar: la del «macroautor». Definiremos al macroautor como una instancia que, sin pertenecer propiamente al universo diegético, cumple, dentro del Libro de buen amor, la función de compilador consciente que unifica la heterogeneidad de los textos y lucha con la fragmentación del «yo» o de los «yo» y de las demás voces. Dicho de otro modo, el macroautor es una entidad que domina, por su profundo conocimiento del macrotexto medieval (red de textos «autorizados» por la tradición), todas las instancias discursivas y enunciativas, además de enmarcarlas dentro de esta tradición. Es la entidad que, en el Libro de buen amor, rige y organiza la inserción y la utilización tanto ortodoxa como heterodoxa de los libros, textos, discursos y voces de la red textual de las auctoritates.
6De hecho, la hipótesis del macroautor permite entender por qué, a pesar de las distorsiones existentes entre las instancias narrativas y discursivas, a pesar de las contradicciones y fracturas que se dan entre los distintos niveles del texto, es posible abogar en favor de cierta coherencia del relato, de cierta continuidad actancial del «yo». Esta continuidad la mantiene el macroautor que tiene así una función de enlace, además de activar la máquina intertextual con la cual el texto del Libro de buen amor dialoga incesantemente con el macrotexto de la tradición medieval. Haciendo hincapié en el macrotexto medieval, el macroautor pone de manifiesto el dominio que tiene de este macrotexto así como su capacidad lúdica y hasta subversiva en materia de manipulaciones y desplazamientos de las instancias narrativas. No se confunde pues el macroautor con el narrador ni mucho menos con el protagonista ya que su perímetro se extiende más allá del texto, dada su función integradora de textos, escrituras, instancias y personajes.
7Se puede identificar en cambio con el autor oculto, puesto que, según sugiere Anne-Claire Gignoux, se le puede definir como una emanación del autor, una voz que llega de lejos, una escapada fuera del espacio textual3. La escenificación «oculta» del autor, mediante el papel actancial del macroautor, constituye pues la manera como se pretenden denunciar en el Libro de buen amor los artificios de toda representación literaria así como los de la ilusión de referencialidad. La plasmación de un «yo» movedizo e inestable, posiblemente referencial pero que, al mismo tiempo, no deja de dialogar con personajes ficticios o alegóricos muy conocidos (basta con evocar a don Amor), arruina la ilusión de referencialidad del texto tal y como la potenciaba el pacto autobiográfico o pseudoautobiográfico. A la inversa, se intenta conferir a la ficción un alto grado de referencialidad, mediante el juego que se establece dentro del texto entre unas figuras posiblemente ficticias que reivindican cierta referencialidad, como el «yo», y otras figuras puramente ficticias que pertenecen sin embargo a un mundo referencial: el de las obras ya conocidas, como es el caso por ejemplo del Arte de amar de Ovidio, que para los lectores más cultos remitían a unos manuscritos concretos de existencia comprobable. Este recurso a la metaficción, es decir a la exhibición del carácter ficcional del texto, sirve para poner de relieve la permeabilidad de los mundos alegóricos, ficticios y referenciales y hacer hincapié en la imposibilidad para el lector de creer en la referencialidad del texto.
8El «yo» protagonista, posiblemente referencial, topa con personajes ficticios o alegóricos, compartiendo con ellos el mismo estatus ontológico, como para significar que, en el espacio textual, se diluye toda referencialidad y sólo subsiste la ilusión de referencialidad o la verdad de la ficción. Gracias a la dimensión macrotextual que caracteriza al macroautor, se entremezcla el espacio textual propio del Libro de buen amor con los espacios temporales y simbólicos de la red textual de la tradición, lo que llega a abolir toda distancia entre ficción y realidad, entre escritura y reescritura, entre macroautor y autor oculto.
9En este sentido, en vez de presentarse como una «fuerza» reducida al silencio por los auctores y la tradición, el autor oculto, a quien podemos identificar con el macroautor, aparece como una estrategia textual que busca todas las formas de representación de sí en el texto, pero siempre de manera subterránea y permaneciendo estrechamente unido a las voces legitimadas por la tradición. Por eso es a la vez «oculto» y «autor», voz disidente y coherente que desvela su presencia en el texto, desde una postura crítica e irónica que se puede leer como impostura autorial, ya que lo hace fusionando y superponiendo voces discordes, voces ajenas que maneja a su antojo e integra en su texto sin exhibir su voz propia. Se destaca de este modo el poder creador de la reescritura como forma de asumir la función de autoría y de trascender la heterogeneidad procedente de la multiplicidad de voces y escenarios. El estudio de las distintas posturas autoriales nos permitirá analizar cómo se asumen a la vez estas mismas imposturas autoriales.
II. — ENTRE POSTURAS E IMPOSTURAS: LAS ESTRATEGIAS DE OCULTACIÓN Y ESCENIFICACIÓN DEL AUTOR
El manejo de las autoridades
10El recurso a la autoridad de la palabra ajena tiene una doble relación con el problema del autor oculto. Por un lado, permite a Juan Ruiz escudarse detrás del prestigio de las autoridades sagradas y profanas para afirmar unas tesis de ortodoxia dudosa o para expresarse de forma sesgada, quedando a salvo de las posibles objeciones o acusaciones. Por otro lado, el manejo desvirtuado, y muchas veces paródico, de las autoridades contribuye a socavar la convención misma de la autoridad, que consiste en admitir la validez de un enunciado por el mero prestigio atribuido a su productor aunque, como veremos, Juan Ruiz no asume totalmente esta postura crítica como autor.
11Es muy frecuente en los textos medievales el recurso a la autoridad como escudo tras el cual el locutor puede afirmar lo que quiera sin asumirlo plenamente en nombre propio, ya que achaca al autor más prestigioso la responsabilidad de la enunciación. Pero este procedimiento se usa en el Libro de buen amor de manera tan sistemática y descarada que manifiesta un alto grado de autoconciencia e ironía. Uno de los casos más relevantes aparece de entrada en el famoso razonamiento del principio de la obra dedicado al naturalismo amoroso. El arcipreste se refiere a Aristóteles para justificar el carácter irremediable de la tendencia humana al amor carnal, aplicando luego esta justificación a su propio caso singular. Desde el estudio que Francisco Rico dedicó al aristolelismo heterodoxo4, rastreando los indicios en España de esa corriente filosófica procedente de la facultad de artes de París y condenada en 1277 por el obispo de la misma ciudad5, varios críticos han intentado determinar las influencias que tuvieron en la obra las ideas vinculadas con un naturalismo de origen universitario6. Sin embargo, menos atención se ha prestado a la forma misma de la exposición del argumento de autoridad y al lugar que el arcipreste reserva a su propia enunciación dentro de la exposición:
Commo dize Aristóteles, cosa es verdadera:
el mundo por dos cosas trabaja: la primera,
por aver mantenencia; la otra cosa era
por aver juntamiento con fenbra plazentera.
Si lo dixiese de mío, sería de culpar;
dize lo gran filósofo, non só yo de rrebtar.
De lo que dize el sabio non debemos dubdar,
que por obra se prueba el sabio e su fablar.
Que diz verdat el sabio clara mente se prueva7…
12La enunciación del arcipreste se sitúa a la sombra del «gran filósofo» y se apoya en su autoridad para exponer su propia posición, pero este procedimiento de ocultación, desde el punto de vista argumentativo, es un arma de doble filo. Aparentemente, es cierto, el arcipreste renuncia a asumir en su propio nombre la tesis expuesta. Tras haber establecido una equivalencia, ya discutible en sí misma, entre la palabra de Aristóteles y la verdad8, el locutor se exime de cualquier responsabilidad frente a lo dicho, subrayando que no lo dice «de suyo»9. Por lo tanto, cuando recurre a la autoridad ajena, el locutor dice sin decir, se retira de su propio decir para sustraerse así de antemano a las posibles acusaciones ( «culpar», «rrebtar») de sus receptores. Literalmente, la particularidad de este discurso es que su locutor no se incluye en él, como si otro (Aristóteles) hablara por su boca, aunque explota retóricamente esta alienación enunciativa en su propia argumentación. En realidad, esta ocultación del locutor tras el juicio autorizado de otro locutor más prestigioso resulta muy relativa, porque a renglón seguido favorece la emergencia de una palabra propia y asumida como tal: el verso 74a ( «Digo muy más el omne que de toda creatura») empieza por un «digo» que supera los escrúpulos iniciales.
13Respecto a su funcionamiento básico, este recurso a la autoridad de Aristóteles no presenta ningún rasgo excepcional. Lo que resulta más sorprendente en la argumentación es el comentario explícito que acompaña la cita de autoridad, como si el arcipreste intentara revelar el modus operandi de dicho recurso y las contradicciones internas de su propio razonamiento.
14La primera contradicción atañe al problema de la verdad del enunciado. Por un lado, de antemano, la declaración de Aristóteles es considerada «cosa verdadera»10 pero, por el otro, el mismo enunciado, de ser asumido por el humilde arcipreste, redundaría en error o en culpa ( «sería de culpar»)11. ¿Significa entonces que la verdad de una palabra se reduce al prestigio de quien la pronuncia? Los medievales no confundían autoridad y verdad (aquélla era sólo un criterio entre otros para aproximarse a ésta), pero Juan Ruiz adopta jocosamente la postura del escolar corto de luces que atribuye a la autoridad un peso absoluto en el establecimiento de la verdad.
15La segunda contradicción estriba en la relación entre autoridad y experiencia que se sobreentiende en este planteamiento. En los versos 72cd, el crédito atribuido a la palabra del sabio está supeditado a una prueba «por obra», es decir a una confirmación pragmática, que procede de la mera constatación de lo que ocurre «según natura»12. Ahora bien, someter la autoridad a la ratificación de la experiencia es una contradicción en los términos y subvierte el principio mismo de la autoridad (que aquí pertenece al campo profano, pero fácilmente se pueden intuir las consecuencias de semejante razonamiento si se aplicara, en particular, a los dogmas de la fe). Esta jerarquización improcedente que subordina la autoridad a la prueba de la experiencia aparece de nuevo en el razonamiento dedicado a la astrología, que se apoya en el exemplum del rey Alcaraz. Otra vez el recurso a las autoridades antiguas para asentar que los astros tienen influencia en la vida humana resulta sesgado por la contraposición del recurso a la experiencia que, en este caso, es además una experiencia asumida en primera persona, fundamento de una creencia personal:
Esto diz Tholomeo, e dize lo Platón
otros muchos maestros en este acuerdo son13
Veemos vada día pasar esto de fecho14
Non sé astrología, nin só ende maestro […]
mas, por que cada día veo pasar esto,
por aquesto lo digo; otrosí veo aquesto15.
16En este caso, además del crédito concedido a la experiencia personal del «yo», la heterodoxia del discurso se hace más patente porque la argumentación llega a distinguir dos modalidades de creencia, una que se ejerce «naturalmente» ( «Yo creo los estrólogos verdad natural mente»)16 y otra, que «segund la fe cathólica»17 reafirma la supremacía de Dios. Inducir dos modos de verdad a partir de dos modos de creencia es un paso que el arcipreste no da, pero el planteamiento, por su carga alusiva más que por su formulación literal, podría remitir a la tesis de la «doble verdad», prohibida por la condena parisina de 127718.
17En vez de disimular las fisuras propias de cualquier discurso de autoridad, estos dos episodios del Libro de buen amor las ponen en evidencia. Juan Ruiz desarrolla descaradamente el argumento de autoridad ostentando sus contradicciones sin denunciarlas explícitamente. Su explotación de los auctores sigue las pautas escolásticas imperantes y al mismo tiempo las caricaturiza y las desvirtúa.
18¿Cómo interpretar estos usos irónicos de las autoridades? Es posible que Juan Ruiz se burle de los abusos que puede suscitar su empleo, pero esta crítica no desacredita necesariamente el sistema mismo de la auctoritas. Si se invierte la perspectiva, es más probable que, en opinión de la mayoría de los lectores u oyentes medievales, el «yo» se desacredite a sí mismo, como quien sólo acude a un planteamiento aristotélico para justificar su propia propensión a la lujuria19. Al atribuir al «yo» un manejo abusivo y caricaturesco del recurso a las autoridades, el texto suscita una sospecha sobre su fiabilidad enunciativa y plantea entonces un problema de identificación: ¿es el autor Juan Ruiz el que habla así? ¿No será más bien su narrador-protagonista, movido por el loco amor? Por otra parte, cada una de las dos argumentaciones evocadas, a pesar de su alcance filosófico universal, se reduce al final a una aplicación anecdótica, por no decir incongruente: el «yo» intenta justificar su propia tendencia libidinosa y, así, al considerarse como un pecador entre los otros20 o por haber nacido bajo el signo astrológico de Venus21, pretende quedar a salvo de cualquier reprobación. La mala fe de la argumentación parece indicar que el que habla ya no es el autor sino su narrador-protagonista y, en este caso, las especulaciones que enuncia han de leerse de manera distanciada. Como ya hemos señalado, la distinción entre autor y narrador no tiene en la literatura medieval un fundamento tan claro como en la moderna, pero aquí se observa precisamente cómo el texto construye por sí mismo la posibilidad de semejante distinción, que no es una convención ya establecida de antemano, sino un «efecto» que resulta del acto de lectura: si el que se oculta detrás de las autoridades es el narrador, en otro sentido el autor se oculta detrás de este narrador, haciendo de él una máscara enunciativa. Además, intuimos que esta vacilación entre dos identidades del «yo», cuando el lector u oyente la detecta, supone la existencia de una tercera instancia que asuma el juego de confusión entre las figuras del autor y del narrador. Esta tercera instancia, a la que hemos llamado «macroautor», procede de las tensiones propias del sistema de voces y máscaras construido por el texto.
El «yo»: voces y máscaras
19En el Libro de buen amor, el pacto autobiográfico no se instaura de manera estable y definitiva, sino que cada episodio de la obra vuelve a plantearlo — o «negociarlo»— a partir de sus propias características, combinándolo con la ficción. La coincidencia de las identidades del autor, narrador y protagonista, que suele considerarse el criterio fundamental de la autobiografía22, en este caso, no se deja percibir como una evidencia por tratarse de una convención todavía indeterminada en el siglo xiv23 y también porque el texto parece rechazar sistemáticamente la coincidencia de las identidades. Aunque el uso masivo y exclusivo del «yo» mantiene la unidad formal de la pseudoautobiografía, hay diferencias evidentes entre, por ejemplo, los relatos de aventuras amorosas, que se basan en cierta verosimilitud autobiográfica, y los episodios alegóricos (diálogo del arcipreste con don Amor; su participación en la lucha alegórica de don Carnal y doña Cuaresma), que no pretenden restituir el relato literal de las experiencias del protagonista. Cierta unidad resulta también de la figura del «clérigo enamorado» constantemente asignada al «yo», aunque esta figura transmite su tensión fundamental a todas las instancias productoras del texto. Incluso hay casos, como veremos, en los que esta figura se eclipsa a favor de otras como en los episodios de la seducción de doña Endrina y de las serranas.
20Una característica del Libro de buen amor es que en la mayoría de los casos, no intenta jerarquizar ni estratificar las voces, y a veces ni siquiera las distingue, hasta el punto de producir enunciados que, desde nuestros criterios modernos, resultan transgresivos. Esta fusión de las voces se manifiesta de varios modos. Estudiaremos brevemente dos modalidades extremas que no excluyen manifestaciones intermediarias. En la primera, el locutor asume su propia voz pero también una voz ajena, que irrumpe en la primera y no se deja fácilmente distinguir de ella; en la segunda, una sola voz perfectamente coherente incumbe a un locutor y luego a otro, alterando la estabilidad de la instancia narrativa y creando un juego de máscaras.
a) Irrupción de una voz dentro de otra
21El primer caso de fusión o confusión de las voces se puede observar en el episodio del debate entre el arcipreste y don Amor y, más precisamente, en el largo discurso de invectiva que el arcipreste dirige al personaje alegórico. Al principio del episodio, el narrador anuncia claramente que la reprobatio amoris es un discurso que él mismo pronunció una noche tras recibir la visita de un misterioso personaje:
Diré vos una pelea que una noche me vino:
pensando en mi ventura, sañudo, e non con vino,
un omne grande, fermoso, mesurado, a mí vino.
Yo le pregunté quién era: Dixo: «Amor, tu vezino»24.
22Empujado por la saña, el arcipreste increpó a don Amor y las 240 estrofas siguientes pretenden restituir su imprecación en estilo directo. Valiéndose de varios exempla, principalmente fábulas esópicas que vienen asociadas con la lista de los pecados capitales, el arcipreste le reprocha al Amor los daños físicos y morales que acarrea. Pero la diatriba antiamorosa resulta ambigua porque el protagonista no pretende mejorar su conducta, sino que su saña más bien parece resultar de sus múltiples fracasos amorosos: lo que reprocha implícitamente al Amor no son sus excesos, sino al contrario su limitada eficacia. Los planteamientos argumentativos en los que se insertan las fábulas no resuelven esta ambigüedad sino que se enuncian frecuentemente de forma transgresiva, dejando surgir un discurso que, sorprendentemente, no puede dirigirse a don Amor. En efecto, de forma reiterada, el discurso del arcipreste incluye amonestaciones y advertencias de esta índole:
Sobervia mucha traes, adó miedo non as:
piensas, pues non as miedo, tú de qué pasarás;
las joyas para tu amiga, de qué las comprarás;
por esto rrobas e furtas, por que tú penarás25.
Sienpre está loxuria adó quier que tú seas:
adulterio e fornicio toda vía desseas;
luego quieres pecar, con qual quier que tú veas;
por conplir la loxuria, en guiñando las oteas26.
23En el primer verso de cada una de estas estrofas, el interlocutor puede perfectamente ser don Amor, visto como fuente de soberbia o lujuria, pero a continuación emerge un «tú» distinto, que corresponde al tipo del amante pecador que por soberbia no vacila en cometer robos para comprarle joyas a su amiga27 o que se entrega desenfrenadamente a la lujuria con cualquier mujer28. Este nuevo interlocutor no pertenece a la diégesis y ha de definirse como una figura del destinatario del relato. El cambio de interlocutor revela un cambio de voz enunciadora: ya no es el arcipreste-protagonista sino otra instancia de nivel superior ( ¿narrador?, ¿autor?) la que toma directamente la palabra. Estos casos muestran cómo el discurso del protagonista, referido en discurso directo, puede abarcar otro discurso que lógicamente ha de incumbir al autor o a un substituto suyo. La mención «tu amiga»29 vuelve en los apartados dedicados a otros pecados, como la envidia30 y la gula31. La transgresión es demasiado recurrente para que la consideremos un simple desacierto puntual. Además, otras ocurrencias acentúan la incoherencia lógica del discurso al enunciar unas advertencias directas, típicas de las que el autor suele dirigir a sus oyentes-lectores ( «Dezirte he el exienplo, sea te provechoso»)32 y que difícilmente cuadrarían con la figura de don Amor.
24Emerge pues un locutor que, desde su ficción, se preocupa por la lectura que ésta puede suscitar fuera de ella, procedimiento propio de la metaficción. El arcipreste-protagonista que se dirige a don Amor también deja que una voz ajena hable por su boca, dirigiéndose a los posibles destinatarios del relato. Si bien la inestabilidad de la enunciación podría juzgarse, según criterios modernos, como un despropósito, su empleo sistemático en el episodio aboga más bien a favor de su pertinencia. Otra confirmación reside en la estructuración de los exempla. El último exemplum, la fábula del topo engañado por la rana33 propone una doble correspondencia ejemplar a partir de sus dos personajes: la rana, maestra de la palabra engañosa, aparece sucesivamente como imagen de don Amor (en este caso, el topo representa a los enamorados de ambos sexos que se someten a él) y como imagen de la mujer seductora (el topo representa entonces al amante masculino que se deja seducir). De nuevo, el efecto creado es el del paso de la diatriba contra don Amor, asumida por el protagonista, hacia un discurso de advertencia moral asumido por el autor-narrador. Este dispositivo revela una preocupación por sintetizar narrativamente, en el último exemplum de la diatriba, una inestabilidad que ya afectaba la enunciación del protagonista.
25El hecho de recurrir a semejante dispositivo permite crear un sistema de delegación incompleta de la palabra: el autor-narrador sigue presente dentro del discurso citado y disemina sus propias marcas enunciativas. La elección de la fusión enunciativa, en vez de otra opción que sería la articulación de dos discursos jerarquizados, impide que una voz domine a la otra, confiriendo potencialmente a los dos discursos una misma dignidad. El autor-narrador, a la vez presente y ausente, va construyendo el discurso teniendo en cuenta las distintas formas de recepción que éste puede suscitar.
b) Indeterminación de las identidades: un juego de máscaras
26Frente a este efecto de irrupción de una voz dentro de otra, se da también el caso de una alteración de la identidad del que habla, en un grado más o menos transgresivo.
27En el episodio de las serranas, la figura del «yo» parece inestable, como si la primera persona remitiera a un protagonista-narrador distinto en cada una de las cuatro aventuras. Poblada por esas mujeres bravas y hasta monstruosas, la sierra es un mundo al revés, un espejo deformante en el que el hombre se convierte en el polo pasivo de la pareja y padece la urgencia del deseo ajeno, lo que relativiza e incluso anula su propia propensión a la carne. Así, la mujer es quien define a su antojo el papel del amante, con lo cual éste adquiere una identidad fluctuante a lo largo del episodio. Como señaló Brian Tate34, esta fluctuación se percibe por los cambios en el perfil social que se le asigna. La primera serrana, la Chata, apostrofa al protagonista llamándolo «escudero» ( «“A la he", diz, “escudero”«)35 y, tras haberle arrojado la cayada, le obliga a prometerle regalos a cambio de su hospitalidad ( «¡A la é! promete me algo / e tener te he por fidalgo”«)36. Escudero o hidalgo, la Chata quiere ver al viajero como un miembro de la nobleza, lo que cuadra con la generosidad aristocrática que ella espera de él, pero también, irónicamente, con el combate a la vez literal y metafórico en el que lo obliga a participar ( «después faremos la lucha»37; «Luchemos un rrato»38). Gadea de Riofrío, la segunda serrana, no le atribuye ninguna definición social determinada pero declara que su capacidad sexual muy limitada lo sitúa muy por debajo del humilde pastor con el que ella suele recrearse ( «¡Commo fiz loca demanda / en dexar por ti el vaquerizo!»)39. Menga Llorente, la tercera, lo toma por un «pastor»40 y no percibe la alteridad entre los dos mundos: «coidós casar con migo commo con su vezino»41. Esta proximidad conlleva la amenaza de que el protagonista, por haber adoptado sus usos y convenciones, quede definitivamente incluido en el mundo de la sierra. Pero Alda, la serrana más monstruosa de todas por su aspecto físico que recuerda el de una yegua, osa, alana y otros animales, vuelve a llamarlo «fidalgo»42, lo que restablece la alteridad y anuncia la huida definitiva del protagonista. Como se ve, esta fluctuación de la identidad masculina es ante todo perceptible a través de la voz femenina y el amante no intenta nunca definirse a sí mismo. En ningún momento en la sierra se alude al estatuto de clérigo que supuestamente es el del protagonista-narrador, como si éste hubiera abandonado esa identidad, aunque el episodio se termina por una vuelta a la devoción, tanto por parte del protagonista, que se retira al monasterio de Santa María del Vado para rezar a la Virgen, como por parte del narrador — ¿o del autor?—, que inserta aquí una composición mariana y dos composiciones dedicadas a la Pasión de Cristo43. El vagabundeo por la sierra, que corre pareja con la indeterminación del protagonista-narrador, queda superado al final por la vuelta a la estabilidad del amor sagrado, aunque la voz que enuncia los poemas piadosos puede ser la misma que la que enunció las licenciosas «cánticas de serranas».
28En otro caso particular, la confusión de las identidades y su superación final conducen más claramente a la emergencia de una voz propia del autor. Nos referimos al largo episodio de la seducción de doña Endrina, adaptación de una famosa obra dialogada latina del siglo xiI, el Pamphilus de amore, pero que en el Libro de buen amor se relata en primera persona como los demás episodios. Aunque la narración pseudoautobiográfica se atribuye por defecto al arcipreste, resulta que de pronto44, sin que ningún indicio formal venga a justificarlo en el texto, el lector u oyente se da cuenta de que el protagonista-narrador es un tal don Melón de la Huerta (también llamado don Melón Ortiz en una ocasión). No es el narrador quien se nombra a sí mismo, sino la alcahueta Trotaconventos la que se refiere al seductor llamándolo así. En este caso también la fluctuación de la identidad masculina incumbe a una voz femenina y a la iniciativa de una mujer asociada a la idea de transgresión. Este cambio de identidad, sólo perceptible mediante las palabras referidas de la vieja, podría interpretarse como una simple máscara del protagonista: Trotaconventos lo llamaría así para proteger su identidad o para parodiar el uso del apodo adoptado por los amantes corteses cuando cortejan a su dama. Pero sería ignorar el final del episodio, en el que se confirma la atribución de la aventura a este don Melón. Después de haber sido violada por el seductor en casa de la alcahueta, doña Endrina se ve obligada a casarse con él. Al anunciar la noticia algo escabrosa de esta unión, el texto deja que se exprese una voz que ahora habla de don Melón en tercera persona y se diferencia pues claramente de la precedente:
Doña Endrina e don Melón en uno casados son:
alegran se las conpañas en las bodas con razón.
si villanía he dicho, aya de vós perdón,
que lo feo de la estoria diz Pánfilo e Nasón45.
29El «yo» que toma ahora la palabra se distingue de don Melón y al mismo tiempo reconoce haber enunciado la historia ( «he dicho»)46 aunque no asume en nombre personal el carácter licencioso de su contenido. Por lo tanto, además de ser máscara del protagonista, «don Melón» es también máscara del narrador. Como cuando recurre a las autoridades, el «yo» remite aquí a su fuente, el Pamphilus, cuya responsabilidad incumbe a «Pánfilo y Nasón». Esta obra se atribuía frecuentemente a Ovidio en la Edad Media pero también, a veces, a su propio protagonista, Pánfilo47: es posible que Juan Ruiz considerara que al Pamphilus le correspondía una autoría doble o que Pánfilo era un seudónimo elegido por Ovidio para esta obra. De ser así, la doble atribución de la aventura amorosa al arcipreste y a don Melón podría reflejar una dualidad que Juan Ruiz ya encontraba en la versión del Pamphilus que manejaba. En todo caso don Melón es una máscara del arcipreste, pero ¿hasta qué punto y con qué función?
30La explicación habitualmente aducida tiene que ver con el desenlace del episodio: si la aventura amorosa se acaba por una boda, el protagonista no puede lógicamente ser un clérigo. Otra explicación, más global pero discutible a causa de su escasa base textual, consiste en considerar, con Alan Deyermond, que el episodio de doña Endrina, junto con el diálogo anterior entre el arcipreste y don Amor, corresponde a un sueño del protagonista48. Teniendo en cuenta que el arcipreste fracasa casi sistemáticamente en sus asaltos amorosos, el éxito de don Melón constituiría una especie de sueño compensatorio. Esta interpretación permite explicar la contradicción de un arcipreste que se identifica formalmente con don Melón y que, sin embargo, al final se esfuerza por distinguirse de él. No obstante, en la estrofa 891, otra declaración llega a negar retrospectivamente la identificación de ambos protagonistas-narradores en el episodio:
Entiende bien mi estoria de la fija del endrino:
dixe la por te dar ensienplo, non por que a mí vino49.
31Esta voz, que pretende dar ejemplo, recuerda literalmente la que en el prólogo en prosa se proponía «dar ensiemplo de buenas costunbres y castigos de salvación»50, o sea la del autor. Al declarar que no experimentó en persona la historia narrada ( «non por que a mí vino»), el autor rompe la convención autobiográfica, subrayando el estatuto ficcional de su obra. Por fin, esta declaración se sitúa al final de un largo discurso moralizador, dirigido a un público de mujeres ( «dueñas») para advertirles en contra de los trucos de los seductores y de las alcahuetas e instarles a «entender» la historia, fraseología que retoma la de las piezas prologales. Ésta podría ser la principal función de la fusión de identidades del arcipreste y de don Melón: permitir el surgimiento de una voz autorial que se distinguiera de la voz narrativa, se sustrajera a la sospecha de la ficción y se quitara la máscara. Sin embargo, este «paréntesis autorial» se cierra inmediatamente y a continuación el texto vuelve a entremezclar las voces. La expresión puntual de una voz inequívocamente autorial serviría principalmente de referente para medir el grado de interpenetración de las voces e identidades de las instancias narrativas en el resto de la obra. Sin embargo, esta palabra autorial, al elegir un destinatario particular, las «dueñas», dejando en la sombra a los otros receptores posibles, no puede pretender asignar al episodio de don Melón y de doña Endrina un sentido totalizador y definitivo. La insistencia del autor en dirigirse específicamente a las «dueñas» subraya que su discurso sólo es válido para ellas y sugiere que sería muy distinto si se dirigiera a lectores-oyentes de otra categoría. Al desenmascararse puntualmente, el autor sugiere que las representaciones de sus destinatarios en el texto también están sujetas a un juego de máscaras.
III. — HACIA EL LECTOR OCULTO Y SUS POSIBLES IMPOSTURAS
El exemplum de los griegos y los romanos
32Situado en el umbral del libro, el exemplum de los griegos y los romanos pretende guiar al lector-oyente en la búsqueda del sentido. A diferencia de la mayoría de los exempla incluidos en los relatos y argumentaciones del cuerpo de la obra, éste no ofrece sólo un modelo de acción sino también un modelo de interpretación. Su planteamiento, desde la primera estrofa, equipara explícitamente a los personajes del relato con el autor y con el lector-oyente y, como en otras numerosas ocurrencias, viene acompañado de una exhortación a «entender» correctamente el sentido del texto:
Entiende bien mis dichos e piensa la sentencia;
non me contesca con tigo commo al doctor de Greçia
con el rribaldo rromano e con su poca sabiençia,
quando demandó Roma a Greçia la çiençia51.
33Este inicio sugiere que el exemplum pretende proporcionar al destinatario unas claves teóricas para evitar errores de interpretación. Sin embargo, esta dimensión teórica del episodio no significa que se deje reducir a unos preceptos claros y distintos que el autor Juan Ruiz enuncie directamente y asuma plenamente.
34En efecto, en primer lugar, la inserción del exemplum en la argumentación no parece unívoca: en las estrofas anteriores, citando a Catón, Juan Ruiz anunciaba y defendía la inclusión de «algunas burlas» en su obra para mover a risa y para dar muestras de su virtuosismo formal. ¿Acaso significa que la historia de los griegos y los romanos es una de esas burlas de alcance puramente recreativo y estético? La exhortación a «entender bien» del verso46a contradice directamente esta lógica, así como una de las estrofas que siguen el relato:
La burla que oyeres, non la tengas en vil;
la manera del libro, entiende la sotil;
que saber bien e mal dezir encobierto e doñeguil,
tú non fallarás uno de trobadores mill52.
35A la luz de esta nueva declaración, la burla, en vez de resultar desechable, ha de permitir que el intérprete entienda ya no un sentido predeterminado contenido en el libro, sino «la manera del libro», es decir cómo éste elabora su propio sistema de significación a partir de una estrategia de ocultación (propia de un «dezir encobierto e doñeguil»). A continuación, esta reivindicación de lo encubierto da lugar a una definición del «buen amor»:
Las del buen amor son rrazones encubiertas:
trabaja do fallares las sus señales ciertas.
Si la razón entiendes o en el sesso açiertas,
non dirás mal del libro que agora rrefiertas53.
36El «buen amor» ya no es, como en el prólogo en prosa, el tema de la obra y la meta de su proyecto didáctico, sino una modalidad de escritura.
37En segundo lugar, lo que también impide sacar una línea interpretativa unívoca del exemplum es que su ejemplaridad adopta la vía negativa o a contrario ( «non me contesca contigo»). El relato ejemplar propone pues unos modelos de comportamiento que el intérprete deberá evitar y en cambio no proporciona ningún modelo digno de imitación. Es el lector-oyente quien tiene que construir el modelo de interpretación válido a partir del contraejemplo que le señala el autor.
38En tercer lugar, como señala Gerald Gybbon-Monypenny, una variante en los manuscritos referida al verso46b revela la inestabilidad del sistema de identificaciones propuesto por el exemplum54. Frente a la lección del manuscrito S, «non me contesca con tigo commo al doctor de Greçia», se lee en el manuscrito G: «non acaesca con tigo commo al dotor de Greçia». En S, está claro que el autor corresponde al sabio griego mientras que el lector corresponde al ribaldo romano (aunque precisamente el exemplum preconiza que el lector se aleje del modelo del ribaldo). En cambio, G parece equiparar al lector con el sabio griego, invirtiendo la correspondencia que se induce en S. Esta variante sugiere que los dos copistas interpretaron de forma muy distinta el exemplum que estaban copiando. De hecho, esta vacilación resulta, como veremos, de una inestabilidad interna del sentido del relato ejemplar.
39Por todas las razones ya expuestas, este exemplum, en su configuración formal, no favorece la expresión de una intentio auctoris transparente. Aunque pretende facilitar al lector el acceso al buen entendimiento de la obra, difracta y disemina los indicios que teóricamente han de guiar su acto interpretativo. Además, en su argumentación, Juan Ruiz reivindica la sutileza y complejidad de la materia verbal, adoptando la postura de un autor cuyo papel no consiste en revelar el sentido, sino en encubrirlo antes de ofrecerlo a la perspicacia de sus lectores.
40Como es bien sabido, la anécdota se centra en la prueba a que los griegos someten a los romanos que quieren obtener las leyes de Grecia: éstos tendrán que demostrar su saber, participando en un debate en lengua de señas. Un ribaldo romano, ruin e ignorante, compite con el más sabio de los griegos y al final sale vencedor de la disputa y, por lo tanto, los romanos obtienen las leyes. Pero este consenso procede de un equívoco: el griego interpretó el diálogo de señas como una disputa teológica y el romano como un intercambio de amenazas gestuales. La comicidad del relato estriba en el desfase entre las dos interpretaciones, una muy sutil y otra muy grosera, de unos mismos signos, pero también en la incongruencia del acuerdo final: nadie es consciente del equívoco, excepto el autor y el lector que comparten un punto de vista dominante que les permite superar la visión truncada de los personajes. El autor invita a sus lectores-oyentes a interpretar las interpretaciones y tomar conciencia de su irremediable disparidad.
41Ahora bien, ¿de qué manera la anécdota de este exemplum ha de trasladarse a las relaciones entre autor y lector-oyente? Se podría deducir de la estrofa46 (sobre todo en el manuscrito S) que el sabio griego corresponde al autor, depositario de su intentio de la misma forma que los griegos poseen las leyes, y el ribaldo romano representa al lector-oyente cuando éste, al ignorar el código empleado por el autor, no es capaz de descifrar correctamente el texto. Esta lectura, que sólo es viable hasta cierto punto, supone una jerarquía simbólica entre un autor sabio y letrado frente a un lector ignorante en busca del saber. Dicha jerarquía entronca con la idea de un autor oculto, depositario del sentido —también oculto— de su obra, y supone que el intérprete ha de merecer el sentido, aprendiendo y adoptando el mismo código que el autor (si el ribaldo romano llega a una interpretación tan grosera, es porque no domina las «señas de letrado»). Sin embargo, lo que se deduce también del relato es la imposibilidad de principio para los romanos de obtener el saber de los griegos respetando las reglas impuestas: para obtener el saber deben demostrar su aptitud para utilizarlo, círculo vicioso que les condena al fracaso. Trasladando esta idea a las relaciones del autor con el lector, se ejemplifica también una imposibilidad: el intérprete de la obra no puede remontar a la intentio del autor a partir de los signos que componen su texto, a no ser que esta intención esté compartida de antemano o, por decirlo de otra forma, que se declare como una convención. Esta contradicción parece indicar más bien que las correspondencias sabio-autor y ribaldo-lector tienen una pertinencia limitada para apreciar el alcance ejemplar del relato.
42Otros dos elementos del relato lo demuestran a las claras, porque no cuadran con este sistema de correspondencias. En primer lugar, el griego se equivoca tanto como el romano a la hora de interpretar la intención de las señas de su contrincante: las dos interpretaciones son igualmente erróneas o igualmente válidas. En segundo lugar, a pesar de su vileza e ignorancia, el romano vence al griego en la disputa y obtiene las leyes anheladas por su pueblo. Estos dos elementos evidencian cierta inadecuación del relato al proyecto didáctico expuesto en la estrofa46. Dicha inadecuación puede juzgarse como un defecto literario o, muy al contrario, como la manifestación de una ejemplaridad de segundo grado que abarque y supere la ejemplaridad literal. Según esta perspectiva más crítica frente a las declaraciones explícitas del autor, el relativo desfase entre el exemplum y su contexto argumentativo sólo aplicaría a la organización textual del episodio lo que enuncia su ficción, a saber la imposible transparencia del sentido.
43Desde este nuevo punto de vista, ¿cómo se definen las posturas del autor y del lector-oyente? La superación de la jerarquía entre el griego y el romano parece asentar el carácter relativo y convencional de cualquier código o lenguaje. Los signos no contienen el criterio de su propia interpretación. Aunque no indica cómo apreciar la validez de una interpretación, el relato parece sugerir que una interpretación que ignora su propio carácter relativo —que se cree única, transparente y totalizadora— está condenada al error55. Trasladada a las relaciones entre autor y lector, la equivocación del griego significa la imposibilidad de controlar la interpretación de la obra mediante la expresión de una intentio auctoris unívoca: la intentio auctoris, por más explícita que sea, está sujeta a una intentio lectoris, tan polifacética como diversos son los propios lectores. Por lo tanto, la ocultación del autor deja de ser un juego de escondite y se define como la única forma posible para el autor de habitar su texto. En cuanto a la victoria del romano en la disputa y el consenso final, relativiza el concepto de error de interpretación: una interpretación no es correcta por adecuarse a un sentido preexistente y subyacente, sino por resultar eficaz y pertinente para quien la maneja. Detrás de la figura del autor como productor del sentido se esconde la del intérprete, que puede representar al autor también pero que se extiende evidentemente a la del receptor del texto. En cierta medida, la figura del autor llega a ser una máscara del lector-oyente de su libro.
Posturas e intención interpretativas
44La fábula de los griegos y los romanos es la mejor muestra de las posibles trampas de un lenguaje humano, marcado por la arbitrariedad de los signos. La posición liminar de esta fábula no es nada inocente ya que sirve para enlazar el proceso de la escritura como reescritura con el proceso del desciframiento o de lectura. Entre los dos hay que tomar en cuenta la actuación del macroautor que, a lo largo del texto, va creando una red intratextual donde se exige del lector una lectura atenta, una gran capacidad mnemónica e intelectual.
45Hasta ahora, nos hemos interesado sobre todo por la vertiente de la producción textual mientras que la vertiente interpretativa tiene aún más importancia. Hablar de autor oculto remite, en efecto, a una dimensión interpretativa que nos orienta hacia la recepción de la obra, ya que, hasta cierta medida, se puede también analizar el autor oculto como intención oculta del autor o de la obra. Basta con referirse a la interpretación alegórica, que busca la intención oculta de un texto descifrando sus figuras, para recordar que la alegoría constituyó la manera como los intérpretes medievales se propusieron solucionar el problema de la intentio.
46El Libro de buen amor plantea desde el prólogo el problema de la intentio, pero sin desvincularlo de la cuestión de un posible desajuste entre «palabras» e «intención», es decir entre lo que quiso decir el autor y lo que, teniendo en cuenta las palabras que usó, pudo entender el lector. Asimismo, el recurso al verbo «querer» para evocar la voluntad de algunos lectores da a entender que ellos abordan el texto con cierta intención y que formulan cierto número de hipótesis de lectura frente a él:
Empero, por que es umanal cosa el pecar, si algunos, lo que no los consejo, quisieren usar del loco amor, aquí fallarán algunas maneras para ello. E ansí este mi libro a todo omne o muger, al cuerdo e al non cuerdo, al que entendiere el bien e escogiere salvaçión e obrare bien, amando a Dios; otrosí al que quisiere el amor loco; en la carrera que andudiere, puede [a] cada uno bien dezir: «Intellectum tibi dabo, e çetera.» […] e segund derecho, las palabras sirven la intençión e non la intençión a las palabras56.
47Desde esta perspectiva, la noción del autor oculto nos invita a cuestionar nuestras propias hipótesis de lectura sobre un texto, la manera como nos proponemos plantear y resolver la temática de la intentio desde sus tres dimensiones, a saber, intentio auctoris, intentio operis e intentio lectoris. En el prólogo de Gargantua, Rabelais subraya la diferencia existente entre un significado posible a juicio de un lector (históricamente distante) y la intentio propia del autor (la que tenía a la hora de escribir su texto), lo que San Agustín llamaba la voluntas, haciendo hincapié en la posibilidad de hallar significados desconocidos del mismo autor. Por eso, no es posible deslindar la reflexión sobre el autor oculto y los interrogantes sobre la intentio: el lector-intérprete es quien recoge y jerarquiza las informaciones y los indicios diseminados en el texto para formular hipótesis que va identificando con la intención del autor o de la obra, sin aludir nunca a la suya propia. Precisamente la distinción que es posible establecer entre intentio auctoris e intentio operis depende estrechamente de otra intentio oculta de la que poco se habla: la del lector (lo que se suele llamar intentio lectoris). Como ya señalamos, el lector se acerca al texto formulando cierto número de hipótesis.
48Tratándose del Libro de buen amor, claro es que toda la interpretación posterior (bien decimos «interpretación» y no sólo «comprensión») estriba en las hipótesis iniciales que el lector crítico formula con respecto al texto y al peritexto, aunque en su manera de presentar las cosas oculta esa dimensión de reconstrucción interpretativa para crear una impresión de verdad alética. En efecto, si consideramos que el Libro de buen amor es una autobiografía, es que hemos formulado la hipótesis de una perfecta identidad entre el autor empírico, el narrador y el personaje, aunque como lo veremos a continuación, no se hace evidente por completo en el texto. Este ejemplo sirve para mostrar como la intentio lectoris no se conforma necesariamente con la intentio operis, es decir con los posibles significados que el texto posibilita y legitima a base de un análisis textual riguroso. Siguiendo esta línea de pensamiento, desde el punto de vista de la crítica moderna, no se puede afirmar rotundamente que el Libro de buen amor sea una autobiografía, puesto que se da cierta inestabilidad del pacto autobiográfico tal y como lo definió Philippe Lejeune57. En cambio, sí se puede decir privilegiando algunos indicios textuales o extra-textuales respecto a otros. El hecho de identificar a un hombre «histórico» llamado Juan Ruiz no basta de por sí para establecer una identidad que el texto se empeña en hacer movediza e inestable, como lo muestra perfectamente el episodio de don Melón y doña Endrina. Pero, en todo momento, el lector está capacitado para privilegiar esta interpretación si la hipótesis que formula lo conduce a hacerlo.
49El análisis anterior tiene por objetivo mostrar que la cuestión del autor oculto que nos interesa aquí no es nada neutra a nivel del lector crítico, sino que revela que toda interpretación descansa en una hipótesis de lectura que, a su vez, depende del horizonte de expectativas de la obra, de la jerarquía que se establece entre lo textual y lo extratextual, del lugar que se da a los convenios de la época, etc. Según la hipótesis inicial formulada por el lector, el Libro de buen amor puede leerse como una obra didáctica o como un texto que cuestiona irónicamente este mismo mester de clerecía, empezando por los usos irónicos, y hasta subversivos a veces, de las autoridades. Por eso, tal noción nos obliga a encarar la cuestión de la intentio desde las tres perspectivas evocadas: si no es posible reconstruir la intención del autor ( ¿y es que el autor del Libro de buen amor quería multiplicar los significados y despistar al lector o son sólo nuestras vías interpretativas, nuestro conocimiento de los textos críticos actuales los que nos incitan a pensarlo?), ¿qué es lo que podemos alcanzar? ¿La intentio operis? Es decir ¿los significados que potencia el texto y que un análisis textual riguroso permite dilucidar, aunque estos significados no estuvieran previstos por el autor? Si abogamos a favor de esta hipótesis, cabe reconocer que tropezamos con la misma objeción respecto a la capacidad interpretativa del lector que no es sino la capacidad de relacionar textos entre sí y deshacer la red tejida por el macroautor. Para que se interpreten los signos hace falta que no permanezcan mudos. No se puede «activar» la dimensión dialógica del texto si el intérprete no está capacitado para percibirla, para descifrar las claves de lectura pertinentes o si no está dispuesto a jugar con los signos.
50En efecto, si bien es verdad que, desde las piezas preliminares hasta el final de la obra, la voz narradora evoca sin rodeos el carácter abierto de la misma y el poder del lector sobre ella, debido a su libertad interpretativa y creadora, cabe reconocer que, a la vez, el texto va construyendo una figura de lector que se identifica con la figura del lector modelo de los textos didácticos. La homología que se da entre autor y lector nos invita a formular la hipótesis de un lector a quien calificaremos de «oculto» para subrayar que es la vertiente interpretativa de la figura que produjo el texto. Pero al igual que la figura del autor oculto se desvela a la luz de la hipótesis del macroautor, la del lector oculto depende estrechamente de la hipótesis de un macrolector, capaz de ahondar en las capas subterráneas del macrotexto medieval y reconstruir el juego de fusión y confusión de las voces y de los modelos.
51Dicho de otra manera, la hipótesis del autor oculto supone la del lector oculto, por tratarse de un lector que el texto prevé sin poder construirlo de manera rigurosa y que ha de surgir gracias a una interpretación abierta y compleja de la obra. Desde este ángulo, el lector oculto cuestiona la autoría del texto, el estatus de los discursos de la auctoritas, los juegos de inversiones, las moralejas, las piezas liminares, el camino o pseudocamino de redención, etc. para formular una hipótesis de lectura que toma en cuenta el entramado del macroautor. Cabe reconocer que, procediendo así, el lector oculto se convierte a su vez en autor oculto de la obra, porque el poder que ejerce sobre ella no lo reconocen los demás lectores pero sí el propio autor del texto, este macroautor o autor oculto que constituye el único horizonte de expectativas pertinente de la obra.
52Respecto a un texto como el Libro de buen amor, la noción de autor oculto puede cobrar varias significaciones. Primero, tratándose de la relación con los auctores, emitir la hipótesis del autor oculto supone el reconocimiento en la obra de una figura emergente de «autoría» que viene a contrarrestar la omnipotencia de las figuras de la auctoritas. Segundo, teniendo en cuenta la posible clasificación de la obra dentro del mester de clerecía, la noción de autor oculto puede sugerir que, tras la voz didáctica oficial, se percibe en el texto otras voces más subterráneas, capaces de proferir discursos ajenos a aquellos que se podrían esperar de ella. Organizadas desde un espacio macronarrativo, esas voces convergen en crear una voz autorial que recrea los discursos ajenos para conformar su propia verdad, su propia autoría. Tercero, esta noción puede también sugerir que el significado del texto no es nada transparente y que hay un como «hojaldre» enunciativo que el lector no puede controlar por completo. Por eso, la noción de autor oculto remite a cierta dimensión interpretativa de una obra que no se deja encerrar en la red de significados habituales de las obras didácticas y dice algo más de lo que parece o pretende decir. Esta distancia que toma el autor frente a su texto se expresa a las claras mediante la metáfora del «yo libro» ( «de todos instrumentos, yo, libro, só pariente»)58 que, más allá de la delegación de la autoría al lector, sugiere una forma de autonomía del texto frente a cualquier intención de interpretación unívoca.
Notes de bas de page
1 Para un panorama crítico de las teorías aplicadas al Libro de buen amor y una reflexión sobre la necesidad de seguir teorizando, véase L. De Looze, «Text, author, reader, reception».
2 Juan Ruiz, arcipreste de Hita, Libro de buen amor (en adelante, LBA), p. 19.
3 A. C. Gignoux, La récriture.
4 F. Rico, «“Por aver mantenencia”«.
5 Ver D. Piché, La condamnation parisienne de 1277, que propone una edición del acta de censura del obispo Étienne Tempier y un comentario detallado de la misma.
6 Véase en particular C. Heusch, «“Por aver juntamiento con fenbra plazentera”«.
7 LBA, 71-73a.
8 Ibid., 71a.
9 Ibid., 72b.
10 Ibid., 71a.
11 Ibid., 72a.
12 Para apreciar la posibilidad de extender esta concepción de la verdad a otras declaraciones contenidas en la obra, ver J. Dagenais, «“Se usa e se faz”«.
13 LBA, 124ab.
14 Ibid., 147a.
15 Ibid., 151acd.
16 Ibid., 140a.
17 Ibid., 140c.
18 Aunque parece que los maestros de la facultad de artes parisina nunca defendieron una teoría de la doble verdad, ésta ha sido esgrimida por Étienne Tempier como argumento polémico. Véase D. Piché, La condamnation parisienne de 1277, pp. 208-215.
19 Así lo sugiere F. Rico, «“Por aver mantenencia”«, p. 192.
20 LBA, 76a.
21 Ibid., 153a.
22 Véase P. Lejeune, Le pacte autobiographique.
23 Para un estudio comparativo sobre esta cuestión, ver L. Delooze, The Pseudo-Autobiography in the Fourteenth-Century.
24 LBA, 181.
25 Ibid., 230.
26 Ibid., 257.
27 Ibid., 230.
28 Ibid., 257.
29 Ibid., 230c.
30 Ibid., 277b.
31 Ibid., 293b.
32 Ibid., 311d.
33 Ibid.,405-416.
34 R. B. Tate, «Adventures in the “sierra”«.
35 LBA, 961c.
36 Ibid., 965f.
37 Ibid., 969g.
38 Ibid., 971b.
39 Ibid., 992ef.
40 Ibid., 994a.
41 Ibid., 993d.
42 Ibid., 1031b.
43 Ibid., 1046-1066.
44 Ibid., 727c.
45 Ibid., 891.
46 Ibid., 891c.
47 Véase R. Burkard, The Archipriest of Hita and the Imitators of Ovid, p. 31.
48 A. Deyermond, «“Was it a vision or a waking dream?”«.
49 LBA, 909ab.
50 Ibid., p. 110.
51 Ibid., 46.
52 Ibid.,65.
53 Ibid.,68.
54 Según G. Gybbon-Monypenny, «la ambigüedad de las dos lecciones simboliza la del pasaje entero» (ibid., n.46b, p. 118).
55 Según Laurence De Looze, el propósito de este exemplum, tanto en el Libro de buen amor como en otras muchas versiones que circularon en la Europa medieval y renacentista, es mostrar que no existen interpretaciones perfectas. Véase L. De Looze, «To understand perfectly is to misunderstand completely».
56 LBA, p. 110. El añadido de la palabra entre corchetes es nuestro, siguiendo a M. de Lope, «D’une citation l’autre», p. 85.
57 P. Lejeune, Le pacte autobiographique.
58 LBA, 70a.
Auteurs
Université Sorbonne Nouvelle - Paris III
Université des Antilles et de la Guyane
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