Ser negro en la República Literaria española del siglo xviii
p. 93-105
Texte intégral
Negro: El que hace trabajos literarios que firma otro1.
Ser negro
1Desde los tiempos antiguos a los actuales, la actividad del negro se ha multiplicado y se ha profesionalizado para dar salida a la voz del cliente, para ponerse en su piel y para que lo que va a llevar su firma no disuene de lo que se conoce como propio de su nombre. En este sentido, el escritor oculto trabaja como un falsificador, pues ha de producir un texto que pase por auténtico, es decir, que no sea extraño al estilo de aquel que lo autoriza con su nombre. Debe hacerse con los tics y las características del original que imita, del mismo modo que el falsificador conoce el medio y los caracteres, la época y el estilo del autor que desea mimetizar. El negro escribe novelas y toda clase de literatura de creación y no creación, manuales de autoayuda, autobiografías, reportajes políticos, discursos, guiones. Y todo eso, hoy en día, suele, después de haber sido escrito, ser juzgado —intervenido— por asesores, editores, agentes, de modo que el concepto de autoría individual se disuelve, en beneficio de una autoría colectiva, que necesariamente ha de permanecer en el anonimato para que la firma brille y atraiga, como se espera que lo haga, tras pasar el texto por tantos filtros. Estos filtros no son específicos para el trabajo del negro, sino que, como se sabe, forman parte del actual proceso de producción de determinado tipo de literatura.
2¿Por qué ejerce alguien como negro? Descontando el anacronismo del término, que no se utilizaba en el siglo xviii, las razones pueden ser desde económicas a políticas, aunque el negro también puede tener razones ideológicas para ocultar su condición de autor al haber sido censurado o depurado. En líneas generales, sus razones están más claras o se conocen mejor que las de aquellos que usan sus servicios. Los motivos para ejercer de negro se han ampliado con el paso del tiempo como se ha ampliado la experiencia social, y su presencia en la política, la propaganda y la publicidad es cada vez mayor. La actividad de negro se ha convertido ya en una profesión bien remunerada, además de silenciosa y fantasmagórica. Los motivos que avalan a sus contratantes son también muy variados. Puede tratarse de alguien sin talento o inspiración para escribir pero deseoso de ser visto como autor; puede deberse a cansancio y agotamiento del escritor; a falta de tiempo para escribir, ocupado como se está en otros negocios y en múltiples compromisos; a que el individuo necesite de otro para dar salida al proyecto en el que se encuentra atascado, o a que no quiere dedicarse al compromiso adquirido. Quien utiliza a uno de estos escritores quiere alcanzar estatuto como autor, lograr un reconocimiento que no tiene y que quizá no merezca, pero querer pasar por escritor, en el siglo xviii, tiene que ver con el prestigio del literato entonces, así como con adornar la propia figura con una faceta más que completaba la imagen pública.
3Intentar clasificar o encorsetar las razones del escritor mercenario, así como su actividad sería un error, pues responden a las variantes y vicisitudes de la vida humana. Se tiene la idea romántica del negro genial mal pagado, sometido a los caprichos de su contratante, pero en la actualidad el negocio y la profesión han evolucionado mucho, de modo que no son pocos los escritores que prefieren ejercer en la sombra, sin responsabilidad pública —aunque sí privada y contractual—, ganando dinero, ya por el pago directo del trabajo, por recibir parte de los derechos del «autor», por cobrar en función del prestigio o la fama de su empleador, etc. La práctica conlleva hoy en día contratos en los que se obliga al editor y al «autor» a no revelar el nombre del escritor fantasma y en los que, como en los otros contratos, se fijan las cantidades a percibir si la obra se adapta a la televisión, se lleva al cine, se traduce, etc. En esta época de simulacros, el negro recibe otros nombres: asistente, periodista, documentalista; todos ocultan su condición mercenaria y esquiva.
4Desde otro punto de vista, si la condición fantasmagórica del escritor mercenario oculta su autoría, él mismo resulta absolutamente implicado en la concesión de esa autoría a otro; él «hace» autor a alguien que no lo es mediante un texto al frente del cual puede colocar su firma. No proporciona autoría cuando la obra se publica anónima en un periódico, o cuando permanece manuscrita, como en un informe de uso interno, pero sí cuando se imprime y firma, o cuando se declama a nombre propio. Trabaja, por tanto, de modo inverso a como lo hacen el pseudónimo, el anonimato, las formas anagramáticas, etc., pues aparentemente no oculta la responsabilidad del autor. El negro, por el contrario, inviste de autoría. Actuar como tal no implica serlo siempre; puede firmar otras obras con su propio nombre, con pseudónimo o de cualquier otra forma. Ser negro puede ser una condición, pero también solo una de las prácticas del ejercicio literario.
Siglo xviii: necesidad del autor
5En continuación con lo que sucedía antes, a no ser que fuera un reclamo famoso o el nombre de un autor clásico, durante el siglo xviii, como se sabe, no siempre apareció en la portada del libro la identificación del responsable. Las fórmulas iban desde la anonimia a recursos alusivos y elusivos como seudónimos, acrónimos, anagramas y expresiones como «por el autor de» esta o aquella obra. La autoría quedaba disimulada o elidida. Lo importante es que, por lo general, los escritores no vieran la necesidad de que su nombre apareciera al frente de sus obras y, con frecuencia, pensaran más en la conveniencia del silencio.
6Había razones de carácter religioso y moral para ello —como que Jesucristo nunca había escrito nada, salvo unas palabras en la arena que después borró, ni desde luego había firmado nada; por tanto, hacerlo se veía como una forma de inmodestia y vanidad—, hasta motivos políticos y de enfrentamiento con colegas y enemigos. En la República Literaria esto era una tradición que estaba plenamente justificada, como indicaron, entre otros, Gregorio Mayans y José Vargas Ponce2, aunque desde el siglo xvi existía legislación al respecto para que los nombres de los responsables aparecieran. Leyes que se repiten y amplían en el siglo xviii, como esta de 1752:
En el principio de cada libro, que así se imprimiere o reimprimiere, se ponga la licencia, tasa o privilegio (si le hubiere), y el nombre del autor y del impresor, y lugar donde se imprimió, con fecha y data verdadera del tiempo de la impresión, sin mudarla ni anticiparla, ni suponer nombres, ni hacer otros fraudes ni usar de trazas y cautelas contra lo prevenido en este capítulo3.
7Lo cierto es que en el xviii no solo las leyes piden que se estampen los datos identificativos del libro para controlar la producción libresca y castigar, en su caso, a quien sea crítico con las regalías o atente contra la religión y las buenas costumbres, sino que también desde diferentes instancias, por razones históricas y culturales, se quiere que no se oculte el autor.
8Los mismos intelectuales, aunque también recurran a la máscara, necesitan conocer tales datos por razones de carácter corporativo. En 1743, Martín Sarmiento lo requería por motivos de orden historiográfico : para que se pudiera escribir la historia literaria con relativa facilidad y fueran seguros los datos bio-bibliográficos que se ofrecían, de modo que no hubiera falsas atribuciones, errores en la catalogación, etc. Proponía que, mediante decreto, se obligara a los autores a asumir su condición de tales y que, además, proporcionaran sus datos de carácter personal y literario. Veinte años después, en 1764 y desde el Novelero de los estrados y tertulias, Francisco Mariano Nifo proponía, asimismo, recoger información sobre los autores, por razones similares a las de Sarmiento, pero también porque era consciente de cómo el autor se convertía en una figura que cada vez interesaba más al público. En su «Aviso sobre un asunto de particular importancia para la literatura» muestra de qué manera los escritores son ya personajes públicos, y, por lo mismo, también pide informaciones biográficas sobre ellos. Por su parte, en 1781, la Real Compañía de Impresores y Libreros tomaba otra iniciativa similar. A estas peticiones se había sumado la Real Academia Española en 1751, al encontrarse con dificultades para componer los elogios de los académicos fallecidos, de modo que acordó que cada miembro suministrara las pertinentes noticias, que debía actualizar periódicamente4.
9Ante el crecimiento de la producción bibliográfica, ante la escritura de historias de la literatura y ante el aumento de «sociedades literarias» que ocultaban autorías colectivas, la tendencia en el siglo es identificar a los autores y a sus obras, desde el punto de vista legal, desde el historiográfico, pero también en el orden interno, es decir, para que los implicados supieran quién era el responsable de una sátira o de cualquier ataque anónimo, como señalaba Torres Villarroel en sus Visiones y visitas, si bien es cierto que, con enorme frecuencia, los implicados sabían perfectamente quién estaba detrás de los folletos polémicos5. Porque coinciden estas razones es quizá demasiado restrictivo el concepto de autor que Michel Foucault ofrece, en exceso dependiente de aspectos económicos y del control por parte del poder político.
Escritores de por vida
10De la misma forma que había en Londres escritores mercenarios, agrupados alrededor de Grub Street, y en París existían los «pauvres diables», como los llama Voltaire en el poema del mismo título, en las librerías, imprentas y puestos de venta que había en los alrededores de la Puerta del Sol madrileña se daban cita escritores llamados de mal vivir, tabernarios, plumíferos y pestíferos, públicos y a sueldo, de por vida6. Estos y otros nombres recibían aquellos que se dedicaban a las letras sin estar instalados en alguno de los escalafones ortodoxos de la República Literaria. Sabemos poco de ellos, de sus condiciones de vida y laborales, y lo poco se considera a menudo desde un punto de vista deformado por la burla, el desprecio, la sátira y la mirada romántica. Estos escritores trabajaban por encargo y tanto redactaban una sátira, como traducían, recopilaban materiales, plagiaban, etc. En la terminología de la época su actividad se asocia no pocas veces con la del sastre, que zurce y cose su obra, porque la hace con retales de otros, compendia diccionarios y enciclopedias y no cita a quien le beneficia con su auxilio. Esta asociación con la actividad más baja de la sastrería pone de relieve la condición secundaria en que era tenida la actividad y quienes a ella se dedicaban; lo mismo que la asociación que, desde el xviii, se hizo entre escritores y traperos7. No eran escritores, eran escribientes, en el sentido de aquel que traslada lo que otro dicta, en este caso, no textos administrativos sino de cualquier otro tipo, pues los copia. El retrato los presenta por lo general como muertos de hambre, colaboradores de la policía y gente de mal vivir, pero había también otros que, sin llegar a esos extremos de pobreza ni malignidad, intentaban ganar con las letras a base de recopilar centones, traducir obras enciclopédicas y escribir para otros, mientras llegaba la posibilidad de un puesto en el sistema de enseñanza, en la administración o en alguna otra institución.
11Por otro lado, las denominaciones y la actividad aluden, desde luego, a los incipientes procesos de dignificación que se daban en la consideración de la actividad artística y a cómo palabras como escritor y autor —apoyadas en la idea de originalidad— marcaban una actividad privilegiada que denotaba un tipo de práctico o ejecutante que se encontraba por encima de otros —los mercenarios— en la República de las Letras. Bastantes de ellos escribían, como indican Torres Villarroel y Tomás de Iriarte, a pie de imprenta, dando la razón a quienes piensan que mucha de la literatura que conocemos se preparaba precisamente en esos espacios, urgidos y apremiados por la necesidad de no dejar pasar la ocasión. Eran escritores que, con frecuencia, ejercían también de espías y soplones, sin que las distintas actividades tuvieran una prelación más allá de la necesidad de ganarse la vida. A pesar de las excomuniones y de las prohibiciones legales, ocultaban su nombre y encubrían su personalidad y, desde la sombra, creaban estados de opinión, levantaban bulos, etc.8. Uno de estos, experto en la retórica de la ocultación, en utilizar máscaras sobre máscaras y crear diferentes discursos que confluyen en un mismo espacio, que es Madrid o Crotalópolis, fue Juan Fernández de Rojas, que vivió algún tiempo en el convento de San Felipe el Real, cerca de la Puerta del Sol, de modo que su escritura nace de la observación de ese marco y a él mismo se dirige. Especial interés tiene, por ejemplo, El triunfo de las castañuelas, donde presenta una Puerta del Sol tomada por escritores, con tertulias en los cafés cercanos y en los puestos de venta de libros, que se lanzan burlas y epigramas, de modo similar a como escribió Larra en «Una primera representación», al hacerse eco de los tiempos de Moratín y Comella9.
Ser negro: Pedro Estala
12Algunos de estos escritores de por vida ganaron mucho dinero con sus trabajos literarios en el siglo xviii, como Pedro Estala al traducir El viajero universal entre 1795 y 1801, e incluso alguien tan central e integrado en las vías ortodoxas de la República Literaria como Tomás de Iriarte también frecuentó el centonismo en la traducción de El nuevo Robinsón y en otros trabajos. Lo importante era asociarse con algún impresor, como Antonio Sancha, Gabriel Ramírez o Miguel Escribano. Con los dos últimos, que tenían sus imprentas en la calle de la Montera y frente a las gradas de San Felipe, se asoció Nifo y de ello se habla después. Todas estas actividades —la de traductor, zurcidor, compendiador, centonista— son o pueden ser las de un negro, pero también las de alguien que firma su trabajo y la de una sociedad o agrupación literaria. Es cierto que Iriarte y Estala firmaron sus traducciones, pero este último, por ejemplo, es un caso, como tantos otros, de doble o múltiple actividad: oculta, por un lado, pero visible, por otro, bajo su nombre. Como miembro de un grupo de trabajo, Estala colaboró en la Colección de poetas castellanos que patrocinaba Ramón Fernández, en la Colección de autores latinos que impulsó Melón y en la traducción de la Enciclopedia metódica10. Pero también trabajó como negro, lo mismo que Juan Pablo Forner, para Juan Picornell en la elaboración de un catecismo político monárquico para niños, como recuerda el escolapio en carta de 1795. En ella informa a su amigo Juan Pablo de la detención del mallorquín11, y por ella conocemos la implicación de ambos en la redacción del catecismo, que era uno de los «proyectos en que a ti y a mí se nos hizo trabajar tanto, y que yo proseguí con tanto gusto después de tu ausencia», al creer en el bien público de la empresa, aunque Picornell «se llevara la gloria de haberlo compuesto [y excusara] darme el dinero prometido», que nunca cobró12.
Ser negro: Juan Pablo Forner
13La condición de galeote de las letras no tiene por qué ser perpetua; ese fue el caso de Estala pero también el de Juan Pablo Forner. Según François Lopez, «hizo» la Instrucción metódica sobre los muerés que en 1790 se publicó a nombre de Joaquín Manuel Fos. Por lo que se sabe, Fos, experto sedero y buen práctico en su trabajo pero sin dotes para la expresión escrita, le facilitó los materiales con los que compuso el libro13.
14Ahora conocemos algunos trabajos más de los que Forner hizo por encargo, y son anteriores a los hasta ahora citados: su participación en un nonnato catecismo monárquico y esta Instrucción metódica. Gracias a un memorial que en 1788 preparó para Floridablanca —en todo caso antes de 1790, pues también habría incorporado esta obra a su relación, a no ser que se refiera a ella de manera indirecta cuando habla de «dos comisiones» que se le han confiado— se sabe que en 1787 Jaime Miralles, pariente suyo y abogado de los Reales Consejos, leyó en el Real Jardín Botánico una oración sobre «la necesidad que tiene el jurisperito de saber la botánica». Esta oración «fue escrita asimismo por el suplicante». Y añade:
Dio el borrador al que lo pronunció y ignora cuál sea su paradero, pero la verdad del hecho le consta a don Antonio Palau y a varias personas que en la casa del suplicante vieron a este ensayar e instruir a Miralles diversas veces en la acción, aire y gesto oratorio con que la había de recitar14.
15«Es también del suplicante la oración que leyó el catedrático don Pedro Gutiérrez Bueno en la apertura de la Real Escuela de Química»15 y es suya la «que se ha pronunciado [en el primer ejercicio público de Química], porque aunque el que la recitó tiene ciencia muy suficiente y profunda en varias facultades, y muchos méritos contraídos en algunas, el don de la oratoria no es concedido a todos, y a veces la desconfianza propia obliga a echar mano de la habilidad ajena en lo que la cree más diestra»16. Quien no estaba dotado del don de la oratoria era Pascual Arbuxech, alumno de la Escuela.
16Nos encontramos, así, con un Juan Pablo Forner de corta vida —nació en 1756 y murió en 1797—, que durante los ochenta y noventa trabaja para otros y pide a Floridablanca recompensa por su dedicación, tanto por las obras que firma con su nombre como por las que llevan el de otros. Un Forner que busca vivir de la escritura y acepta aquellos encargos que le pueden ayudar. En este sentido, cumplía los requisitos indispensables para ser negro: tener flexibilidad, capacidad de trabajo, puntualidad en la entrega del encargo y adecuación al «tono» o voz de quien ha de exponerlo y firmarlo. Forner, el hombre que trabaja para otros, no tiene destino, aunque sí encargos; se encuentra en Madrid, tras haber sido profesor en Salamanca, y solo en 1790 consigue un puesto en la Administración: fiscal del crimen en la Audiencia de Sevilla. El traslado debió de ser la razón de que abandonara el catecismo de Picornell, del que tan mal parado salió Pedro Estala.
17La última escaramuza de Forner como práctico de la escritura que oculta la propia autoría, que sepamos hasta ahora, hay que fecharla a comienzos de 1790, cuando tercia en una polémica acerca de la autoría de un soneto; después abandona esa actividad, centrado ya y encumbrado en la Audiencia sevillana. Lo que conviene recuperar para destacar la consideración de Forner como mercenario de la pluma es que, en la carta que dirige a Álvaro María Guerrero, autor del soneto «A los ojos de Juana», reconoce su predisposición y su condición de escritor por encargo: «acuden a mí los que necesitan de un buen atleta en alguna contienda literaria» porque era un buen polemista, pero también porque sabía ponerse en el lugar de sus contratantes y contar los hechos como ellos querían o enfatizar allí donde deseaban, pues «presto mi estilo y locuciones a los pensamientos y deseos ajenos»17.
18Esta actividad de Forner ha pasado desapercibida hasta años recientes para la crítica, sin embargo, en los corrillos literarios contemporáneos, había de ser más conocida de lo que pensamos. Lo deduzco de una carta de Vargas Ponce, de 1795, en la que le acusa de tratar de todas las materias, las conociera o no, y sin importarle negar o contradecir su propia opinión, si le pagaban. A un lado la exageración del gaditano, sus palabras nacen de la distinta situación en que se encontraban en el momento de actuar Forner como escritor a sueldo, pues si Vargas pertenecía a la Academia de la Historia y era marino y desde pronto había tenido el apoyo de la República Literaria, Forner, cuando hacía de mercenario, aún buscaba un destino que le permitiera sobrevivir. El caso es que en 1795, al defenderse de las acusaciones de plagio por parte de Juan Pablo, Vargas recuerda cómo se había contradicho al escribir la oración leída por Pedro Gutiérrez Bueno, ya que, si en su propia Apología vilipendió las ciencias exactas y naturales, «en la inauguración de la cátedra de Química de nuestro preceptor don Pedro Bueno, ¿no las vio Vm. encaramas allá arriba?». Y continúa destacando que «le pagaron lo segundo» [la oración].
¿No toma el camaleón aquel color de lo que le sostiene? Pues, ¿por qué no habrá camaleones literarios? [Es] como la hueca campana, que, si espera paga, dobla, y si se lo pagan, repica18.
19No se puede acusar a nadie de que quiera ejercer su condición de escritor y utilice los medios de que dispone, o se le ofrecen, para ello. No son pocos los casos, a lo largo de la historia literaria, en que escritores famosos han desempeñado durante algún tiempo esa «faceta» de su actividad, y no siempre por ser escritores condenados a la clandestinidad, sino, simple y llanamente, por razones de orden económico.
Ser negro para Francisco Mariano Nifo
20Como se sabe, en el siglo xviii, aunque despacio, comienzan a darse situaciones, procesos, mentalidades que el xix hará suyos de modo inconfundible. Es el caso del desarrollo «industrial» de la cultura, lo que trajo la divulgación de esta pero también la necesidad de dar respuesta a la demanda de ocio y cultura por parte de los lectores. De este modo, el hombre de letras que hasta poco antes había disfrutado de un tempo para realizar sus obras y que no había tenido en cuenta al público, de repente se ve abocado a nuevas experiencias y nuevas expectativas, y a que el público espere otras cosas de él: amenidad, rapidez de respuesta, capacidad para adaptarse a lo que se le pide. Aparecieron nuevos sistemas de edición, maquinaria mejor y más rápida, nuevas formas de relación con el impreso, como la suscripción, más publicidad de las obras en las esquinas de las calles y en los periódicos y revistas, y frente a todo esto se encontraba el hombre, un hombre (a veces también una mujer) que debía responder él solo a la demanda de muchos. Una de las respuestas fue la «industrialización» de la literatura, la creación de facto o no de sociedades o de simples grupos que, en algunas ocasiones, se articularon alrededor de las tertulias. Los periódicos, a partir de un momento determinado, contaron con grupos de redactores, cuyos nombres desconocía el público general, pues los artículos aparecían sin firma, pero otros trabajaban solos, o aparentemente solos. Entre los miembros acomodados de la República de las Letras comienzan a oírse denominaciones como escritores públicos, periódicos, de por vida, obreros literarios y otras que aluden a la condición mecánica, empresarial y pecuniaria de la actividad letrada.
21Son personajes como Francisco Mariano Nifo, considerado el primer periodista español, tanto por su larga y consolidada actividad, como por el éxito económico que sus proyectos le proporcionaron. Frente a Forner, fue longevo, pues nació en 1719 y murió en 1803. Ya, en las primeras páginas, se ha visto su interés por asuntos relacionados con la República Literaria y por los relativos a las cuestiones de autoría. Al mismo tiempo, se ha aludido a su relación empresarial y comercial con dos importantes impresores de la segunda mitad del siglo: Gabriel Ramírez y Miguel Escribano. Nifo publicó numerosos periódicos y traducciones a lo largo de su vida y bastantes obras en un mismo año, hasta el punto de que en ocasiones es admirable su capacidad de trabajo.
22Le acompañó por lo general el éxito en sus empresas literarias, de modo que sus obras alcanzaban varias ediciones. Es decir, supo captar el gusto y las inquietudes del público y ofrecerle obras que respondían a esas necesidades, pero también sintonizó con las diferentes directrices políticas de cada momento y a ellas se ajustó. Con frecuencia se ha hablado de la confusión ideológica del personaje, pero más correcto será indicar que en su producción no sigue una línea ideológica propia o determinada, sino que se adapta a las circunstancias y presenta lo que cree que se necesita en cada momento. En este sentido, sería un ejemplo de posibilismo ilustrado. Al margen de esto, sí parece haber una apuesta por la civilización dentro de un marco más o menos conservador19. Atento a los mensajes que llegaban del gobierno, varía el perfil de sus periódicos y publicaciones según convenga, y así, a partir de 1774, comienza la publicación de las obras del marqués de Caracciolo. Cada vez que pide licencia de impresión para alguna de ellas, indica que es «en continuación de la traducción» de las obras del marqués, para las que había conseguido privilegio de impresión.
23Caracciolo fue traducido a las principales lenguas europeas; sus libros tienen la peculiaridad de no ser absolutamente tradicionales ni proponer novedades de orden religioso y espiritual que puedan alarmar a los creyentes, de manera que cubrían bastante bien la necesidad que muchos tenían de mantenerse en una religiosidad ortodoxa pero moderna, no anclada en posiciones antiguas demasiado estrictas. En Francia, donde desarrolla su carrera como hombre de letras, es desdeñado por los philosophes y considerado un tradicionalista que hace críticas al reino, a sus pretensiones de modernidad y a la autoconciencia de los franceses, a los que caracteriza como pretenciosos, prepotentes y pagados de sí mismos, pero en otras zonas de Europa se le ve como una alternativa al conservadurismo religioso20. Seguidor de Malebranche, su religiosidad atiende poco a lo sobrenatural y no demasiado a los textos litúrgicos, se dirige a lo racional e interior. Se le considera un reformista conservador, de manera que encajaba perfectamente en las directrices gubernamentales del reinado de Carlos III; de modo que Nifo se lanza a la traducción de sus obras21.
24Aunque no he podido encontrar el documento preciso, da la impresión —por algunas noticias que ofrezco después— de que en este proyecto de traducir los libros del marqués están implicados miembros del gobierno. En todo caso, se encuentra un antecedente de este proyecto, que seguramente Nifo conocía y le pudo servir de estímulo. El padre Ramón Estevan, de los Clérigos Menores de San Cayetano, había traducido algunas obras de Caracciolo, según informa Félix Latassa, pero murió en 1776 sin haber publicado sus versiones, aunque tenía las licencias de su orden para hacerlo. Añade Latassa:
en el día, si no logramos la versión de este aragonés, la logramos de otro aragonés, que es Francisco Mariano Nifo, quien acabará de publicar todas las obras del citado marqués22.
25El tomo del bibliógrafo se publicó en 1801, pero la ficha está escrita después de la muerte del padre Estevan, es decir, en plena vigencia del proyecto Caracciolo de Nifo, y la vinculación de uno y otro traductor, por parte del bibliógrafo, puede sugerir la continuidad del proyecto.
26Aunque el prolífico marqués comenzó a publicar en 1751, no se sabe qué obras había traducido el clérigo de San Cayetano, pero cabe pensar que Nifo se aprovechara de algunas de sus versiones —algo habitual en la época, cuando un autor moría dejando algún inédito—, o que se le trasladara la conveniencia de asumir el proyecto. La ficha bibliográfica de Nifo, que Latassa debió de escribir en 1786 o poco después, pues se corresponde, en número, orden de aparición e imprecisión en algunos títulos, con la que ofrece Sempere y Guarinos en su Ensayo de una biblioteca, detalla las obras de Caracciolo que ya estaban en español23.
27Se trata de veinte títulos en veintinueve tomos aparecidos en diez años entre 1775 y 1785, con la peculiaridad de que en 1775 se publican cinco obras; dos en 1776; tres en 1777; una en 1778; una en 1779; una en 1780; ninguna en 1781; dos en 1782; tres en 1783; ninguna en 1784, y dos en 1785. Vistas las proporciones, es posible pensar que, sobre todo en el primer año, se aprovechó del trabajo del padre Estevan. En todo caso, tras observaciones y contrastes, se llega a la conclusión de que, al menos a partir de un determinado momento, Nifo fue una marca que vendía bien, bajo cuyo nombre se publicaron trabajos de otros autores o traducidos por otros. De hecho, la serie de los títulos del marqués es, en parte, una obra colectiva en la que colaboran varios negros de Nifo.
28Por un lado, cuando se leen las peticiones de licencias de impresión, se asiste a cómo unas se despachan sin más o incluso con elogio a las buenas versiones presentadas, mientras otras se devuelven para que se traduzcan de nuevo o, si no, se señalan multitud de fallos. En las de los primeros años, así sucede. Si El idioma de la religión obtiene licencia sin problemas el 23 de noviembre de 1774, el Idioma de la razón se le había devuelto el mes de octubre de ese año para que lo corrigiera. Los censores del colegio de Santo Tomás le han enmendado «mentiras, gran parte de la ortografía, voces impropias y proposiciones que por algún defecto son falsas y algo más»24. Pero antes, en agosto, había presentado la Religión del hombre de bien, y en noviembre le conceden licencia, aunque han corregido «mentiras, añadido algunas voces para la propiedad de la lengua, y corregido algunas cláusulas que dicen lo contrario del original y algunos otros descuidos»25. Lo mismo sucede con El cristiano de estos tiempos, presentado en 1774 y devuelto para que lo traduzca de nuevo, porque el lenguaje no es ni castellano ni francés, según el censor Juan Trigueros. Nifo vuelve de nuevo con sus correcciones y la Academia Española vuelve a negar el permiso porque lo presentado está muy mal. Finalmente consigue la licencia en 177726. El clamor de la verdad es sometido a juicio en septiembre de 1774 y no se le da permiso hasta agosto del año siguiente, por las correcciones que ha de hacer27. El mismo mes de septiembre de 1774 presenta Grandezas del alma, que el censor rechaza adjuntando dos pliegos de errores. Consigue el permiso en mayo de 177528.
29Sin embargo, tras estos inicios difíciles, por los que se ve que las traducciones son malas, e infieles a menudo, a partir de 1777 los comentarios de los censores son totalmente positivos. José Miguel de Flores, en nombre de la Academia de la Historia, firma las censuras, llegando incluso a referirse a la «claridad y buen método» (caso de La posesión de sí mismo29), mientras que los censores de San Isidro, en referencia a Las últimas despedidas de la Mariscala, comentan que hace hablar a Caracciolo «con propiedad, con elegancia […], pudiéndose llamar ésta, modelo de traducciones»30. Desde esa fecha se alude siempre, de manera tópica, a «la exactitud y fluidez» de sus versiones, que se entregan a la Academia de la Historia. Solo en Los caracteres de la amistad se ve obligado a traducir nuevamente el libro31.
30La variedad en las censuras, respecto de la calidad de sus versiones, puede hacer pensar que, con el paso de los años, aprendió francés, pero también que eran varias las personas, con diferentes dominios del idioma, implicadas en el proyecto. El 1 de agosto de 1774, cuando pide licencia del Idioma de la razón y de El idioma de la religión, da a entender que tiene varias traducidas ya, pues las presenta «mientras da la última mano a las demás»32, y el 9 de mayo de 1776, cuando tiene muchos problemas con El cristiano del tiempo, recuerda «que V. A. se dignó concederle privilegio» para traducir las obras de Caracciolo y que cuenta con el apoyo de los obispos y arzobispos, «que le animan para que no desista de este trabajo tan importante»33. La impresión de que para cumplir con la campaña de reforma religiosa ha de hacerse con un equipo, de manera que el impacto en la población sea fuerte y continuado, se confirma cuando en el manuscrito de la Pintura de la muerte se lee la siguiente nota:
Traducción de la Pintura de la muerte del marqués de Caraccioli por D. Juan de Pellejero. Nifo lo tradujo todo y lo imprimió. Don Juan de Santander repartió las obras de Caraccioli para su traducción. A mí me tocó La jouisance de soi même. Conozco la letra de Pellejero. Pellicer (rúbrica)34.
31Es el único testimonio directo de que en el proyecto de traducción de las obras de Caracciolo intervinieron varias personas; al menos estas dos versiones, aparecidas respectivamente en 1783 y en 1777, se deben al trabajo de Juan de Pellejero, copista, y de Juan Antonio Pellicer y Saforcada, bibliotecario de la Biblioteca Real. En el proyecto, como se ve, estuvo implicado, quizá como responsable intelectual, el bibliotecario real Juan de Santander, que las repartió. Si Pellejero trabajó en 1783 y Pellicer en 1777, la sociedad literaria funcionó desde el comienzo de la iniciativa. De La posesión de sí mismo, traducida por el bibliotecario, se dice que tiene «claridad y buen método». Para las dos, para todas, pidió licencia Nifo o alguien en su nombre y todas se publicaron con su apellido al frente y con el de Caracciolo, cosa que no sucede en Francia: las obras del marqués allí, o salen anónimas o se alude a la autoría de otra obra. Caracciolo vendía y Nifo también. De hecho, en 1780, cuando lleva un par de años con retraso en los planes de publicación35, pide insertar en La verdadera amistad una advertencia para explicar la demora —estar «ocupado en obra de mayor importancia»—, pues ha recibido cartas que extrañan esa lentitud36. La industria literaria, la empresa, requería la colaboración de todos, pero la estrategia editorial obligaba a que solo apareciera Nifo, que poseía el privilegio y el nombre entre el público.
32Nifo contrata a colaboradores, cuyos nombres no aparecen al publicarse las obras que trabajaron. Son negros que traducen dentro de un proyecto y que se integran en algo parecido a una sociedad de literatos, antes de las famosas del siglo xix. Forner escribe bajo demanda de aquellos que quieren tener prestigio en la República Literaria, les presta el recurso de su pluma, capaz de adaptarse a materias y protagonistas diferentes. El caso de Estala estaría más cerca del de Forner, aunque también frecuentó el incipiente industrialismo del mundo editorial.
33El negro, como ya se dijo, otorga condición de autor a quien no lo es, con la peculiaridad de quedar liberado de cualquier responsabilidad sobre lo que ha escrito. Nifo no fue negro, pero auspició una sociedad de ellos, que le otorgaban autoría, una autoría que se apoyaba, a su vez, en la autoridad de su nombre, convertido en marca.
Notes de bas de page
1 Suplemento al Diccionario de la Real Academia Española, Madrid, Espasa-Calpe, 1970.
2 «Puede haber mil razones políticas para que los autores no manifiesten su nombre. Y esto lo han practicado los hombres más prudentes y sabios de todas las naciones», escribe Mayans en su informe sobre el auto de censura de 1752 de Juan Curiel. Por su parte, Vargas Ponce señalaba en 1818: «los anónimos son en la República Literaria lo que las máscaras en la república de las carnestolendas. La inveterada y no interrumpida costumbre les ha concedido y sancionado la regalía de decir verdades picantes, que no son corrientes sin ese disfraz». J. Álvarez Barrientos, Los hombres de letras, p. 139.
3 Novísima Recopilación, lib. VIII, tít. XVI, ley XXII, citado por P. Deacon, «El autor esquivo», p. 213. De igual modo, se requería la autoría para los papeles periódicos y las traducciones: «los autores o traductores de papeles periódicos los presentarán firmados por sí mismos al Juez de Imprentas, solicitando licencia para su impresión»; «en las traducciones o discursos de otras obras nacionales o extranjeras que se inserten en dichos papeles, se pondrá el nombre o cita del autor o libro de donde se haya sacado», ibid., pp. 213-215 (Novísima Recopilación, lib. VIII, tít. XVII, ley III).
4 Estos casos se estudian en J. Álvarez Barrientos, Los hombres de letras, pp. 174-178.
5 D. de Torres Villarroel, Visiones y visitas de Torres, p. 249.
6 Según Francisco Vindel, en 1758 había treinta y cuatro librerías en la Puerta del Sol y alrededores: F. Vindel, Libros y librerías en la Puerta del Sol, p. 27. G. Sánchez Espinosa, en «Los puestos de libros de las gradas de San Felipe», localiza bastantes a lo largo del siglo. Sobre Grub Street, véanse P. Rogers, Hacks and Dunces, E. L. Eisenstein, Grub Street Abroad y A. Johns, The Nature of the Book.
7 Véase J. Escobar, «Un tema costumbrista».
8 J. Álvarez Barrientos, «Imprentas y librerías en el Madrid del siglo xviii».
9 M. J. de Larra, Artículos, p. 296.
10 Véase Mª E. Arenas Cruz, Pedro Estala, vida y obra, pp. 54-65.
11 También lo reconoce Forner al citar la «Idea de un catecismo moral para uso de los niños», en la relación de trabajos que se incluye en J. P. Forner, Cartas y papeles varios de don Juan Pablo Forner, Biblioteca Nacional de España (en adelante BNE), ms. 21885, f° 87v°.
12 F. Lopez, Juan Pablo Forner y la crisis de la conciencia española, p. 502. Estala piensa que el catecismo no se publicó, y lo contrario creen I. Zavala, «Cabarrús y Picornell», p. 777, y Mª E. Arenas Cruz, Pedro Estala, vida y obra, p. 58, que sitúan la publicación entre 1790 y 1791 en el Correo de Madrid. Si es cierto que un texto titulado «Objeto principal de las escuelas públicas, destinadas a la educación de la infancia» apareció desde el 1 de septiembre hasta el 29 de diciembre de 1790, no lo es menos que no tiene forma de catecismo. Más bien es una reflexión dirigida a profesores y público en general, que una pieza escrita para enseñar a la infancia.
13 F. Lopez, Juan Pablo Forner y la crisis de la conciencia española, p. 669. La palabra mueré significa moaré.
14 BNE, ms. 21885, f° 86v°. Dio noticia de él P. Álvarez de Miranda, «Forner, escritor de encargo». Del mismo autor, véase también Id., «Una carta inédita de Juan Pablo Forner».
15 BNE, ms. 21885, fos 86v°-87r°.
16 BNE, ms. 21885, f° 87.
17 BNE, ms. 21885, f° 100r°-v°.
18 Citado por J. Álvarez Barrientos, «Quizá Vargas Ponce no dirigió a Jovellanos su carta sobre La corneja sin plumas», p. 339.
19 L. M. Enciso Recio, Nipho y el periodismo español del siglo xviii; J. Álvarez Barrientos «La Ilustración de Francisco Mariano Nifo».
20 Un ejemplo de estas críticas puede verse en Inoculación del juicio que compuso en francés el Sr. Caraccioli y tradujo al castellano un anónimo, en Colección de papeles curiosos sobre distintas materias, BNE, ms. 17874, fos 167-186, que quedó inédita.
21 Sobre el marqués, D. Rebut, «La vie et les œuvres du marquis Louis-Antoine Caraccioli», y F. Sánchez-Blanco, «El marqués de Caraccioli».
22 F. Latassa y Ortín, Biblioteca nueva de los escritores aragoneses, pp. 181-182. El subrayado es mío.
23 J. Sempere y Guarinos, Ensayo de una biblioteca española, t. IV, p. 148; F. Latassa y Ortín, Biblioteca nueva de los escritores aragoneses, p. 580. Son estas: Idioma de la razón, Idioma de la religión, Religión del hombre de bien, Clamor de la verdad, Grandeza del alma, Vida del Papa Clemente XIV, Cartas del dicho Sumo Pontífice, en cinco tomos; La posesión de sí mismo, en dos tomos; El cristiano de estos tiempos, en dos tomos; Fundamentos de la religión, en dos tomos; El universo enigmático, Los caracteres de la amistad, Despedida de la Mariscala, El verdadero mentor, La conversación consigo mismo, La verdadera alegría, La pintura de la muerte, Los verdaderos intereses de la patria, Las noches clementinas, en dos tomos; El viaje de la razón por la Europa, en dos tomos. Al final del segundo tomo de la Estafeta de Londres, edición de 1779, impresa por Miguel Escribano, se anuncian las obras de Caracciolo hasta entonces traducidas y publicadas; lo mismo se hace en la edición de 1786, completando la lista.
24 Archivo Histórico Nacional (en adelante AHN), Consejos, 5535, 34.
25 AHN, Consejos, 5535, 33.
26 AHN, Consejos, 5535,4.
27 AHN, Consejos, 5536, 20.
28 AHN, Consejos, 5536, 26.
29 AHN, Consejos, 5539, 15.
30 AHN, Consejos, 5544,44.
31 AHN, Consejos, 5545, 21.
32 AHN, Consejos, 5535, 34.
33 AHN, Consejos, 5535,4.
34 L. A. Carracioli, Pintura de la muerte, BNE, ms.6761.
35 Tras editar tres obras en 1777, solo publica una en 1778, otra en 1779 y otra en 1780, como se ha visto.
36 Finalmente no se le permitió incluir la advertencia (AHN, Consejos, 5545, 21).
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Consejo Superior de Investigaciones Científicas
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