El 3 de mayo en Madrid o «Los fusilamientos»: ¿el fin de la religión?
Reflexiones a partir del cuadro de Goya sobre las relaciones entre liberalismo y religión
p. 73-85
Texte intégral
1En 1808 hacía ya dieciocho años que la religión se había acabado en Francia. En 1791, con la Constitución civil del clero, la Revolución francesa interrumpió el impulso con el que los sacerdotes habían celebrado la igualdad y la fraternidad como los valores mismos del cristianismo original. El divorcio se verifica entre la religión cristiana y el patriotismo revolucionario. Como escribiera más tarde Tocqueville: «al cristianismo, que ha hecho a todos los hombres iguales ante Dios, no le repugnará ver a todos los ciudadanos iguales ante la ley. Mas por un cúmulo de extraños acontecimientos, la religión se encuentra momentáneamente comprometida con los poderes que derroca la democracia1». No es de la exclusión de la religión cristiana de la escena política y pública o de la democracia que quiere instaurar la Revolución de lo que hablaremos aquí, sino de la «religión revolucionaria» que la sustituirá. ¿Podemos, sobre la base del cuadro de Goya, decir que fracasó o, por el contrario, que se las arregló para tener un lugar en el mundo posrevolucionario que es también el nuestro?
2La expresión de «religión revolucionaria» es problemática, como dice e insiste Mona Ozouf2: ¿los diversos cultos que los revolucionarios no han cesado de inventar, como el «culto de la Razón», el «culto al Ser supremo», o a la muerte de Robespierre, la «teofilantropía», permitirían hablar de religión? ¿Quiere esta expresión decir que «la Revolución tenía su religión3», que supo imaginar e instituir una nueva religión? ¿O identificamos la Revolución con una religión directamente? Sea lo que sea, vemos a través de estas expresiones la preservación de un significado o un papel político de la religión, a pesar incluso de la separación entre Iglesia y Estado. ¿Pero esta dimensión política de la religión podría sobrevivir a la negación de los ideales revolucionarios durante el Terror o a la política napoleónica de conquista y expansión militar? El intento por parte del liberal Benjamin Constant de borrar la posible deriva tiránica de estos ideales ¿no implicaría terminar políticamente con la religión —cristiana o revolucionaria— de una vez por todas?
3El cuadro de Goya El 3 de mayo en Madrid o «Los fusilamientos» nos permite retomar estas cuestiones desde un ángulo renovado. Goya fue un defensor del pensamiento liberal de su tiempo, cuyo entusiasmo por la Revolución francesa se redobla con la llegada al poder de Napoleón, antes de ser testigo de los horrores cometidos por los soldados de este último en su país4. Respecto a la religión, su actitud es claramente anticlerical, como podemos ver en los grabados de los Caprichos, denunciando la Inquisición. Pero esta actitud crítica hacia la Iglesia católica no le impide pintar temas religiosos, ni acaba con su rechazo de la religión en general5. ¿Podríamos, desde esta perspectiva, reparar en una dimensión religiosa en su cuadro de El 3 de mayo en Madrid? ¿Qué sentido podría tener? ¿Sería posible relacionarla con la «religión revolucionaria»?
4Comencemos, como hicieron ya numerosos comentaristas, por comparar El 3 de mayo en Madrid con Marat de David. Si David convierte a Marat en «mártir» de la Revolución francesa, el protagonista del cuadro de Goya parece más bien ser la víctima de una guerra injusta. ¿Pero cómo deberíamos interpretar el estigma que lleva en su mano derecha el protagonista de Goya y los colores amarillo y blanco de sus vestimentas, precisamente los colores de la Iglesia? ¿Por qué ha conservado los signos religiosos? Proponemos dar sentido a estos signos religiosos —aunque la presente lectura evidentemente no aspire a la exactitud desde el punto de vista de la historia del arte— a través del debate que mantuvieron los posrevolucionarios sobre la naturaleza de la misma Revolución de 1789. Nos apoyaremos especialmente sobre dos de sus referencias cruciales: Rousseau, primero, cuya ideas inspiraron fuertemente la reflexión y la acción de los revolucionarios6 y a quien Goya conocía7; y Benjamin Constant, cuyos Principes de politique son contemporáneos de la ejecución del cuadro de Goya8, y que se mantuvo fiel al espíritu liberal de la Ilustración.
¿Dos representaciones modernas del mártir?
5Se dice que Robespierre encargó a David la organización del «culto del Ser supremo» que debía tomar el lugar del «culto de la Razón», primer «culto de sustitución9», efecto espontáneo y heteróclito del «activismo descristianizador10» desencadenado por la Revolución. Si podemos seriamente dudar que el culto a la Razón fuera un culto verdaderamente religioso —se trata, sobre todo, de un espectáculo teatral, poniendo en escena la victoria sobre el fanatismo a través de un personaje femenino cuyo brillo asusta las sombras y los monstruos—, es más difícil negar al culto al Ser supremo toda dimensión religiosa. La fiesta del Ser supremo del 8 de junio de 1794 tenía por objetivo, decretado por la Convención, la celebración por la nación francesa de la fe teísta del vicario saboyano de Rousseau. La fecha corresponde en el calendario cristiano al domingo de Pentecostés, que conmemora el descenso del Espíritu Santo y su aparición a los apóstoles11. La ceremonia había sido concebida de la siguiente manera: una procesión de viejos, madres de familia, jóvenes hijos, entrecortada con paradas, sus himnos, ramos de flores tirados al cielo en homenaje al «Gran Ordenador» y rezos de gratitud al Ser supremo, terminando con una hoguera sobre la que se quemaba una alegoría del ateísmo. «Aquí no hay espectadores, sino seguidores, no hay un público, sino un pueblo», comenta Mona Ozouf12.
6¿Eso es suficiente para hacer del culto al Ser supremo una religión? Muchos historiadores se han preguntado al respecto sobre la personalidad de Robespierre (¿era o no un creyente sincero?), pero nos parece más importante prestar atención al discurso pronunciado por Robespierre en la Convención del 18 floreal del año II (7 de mayo de 1794) y titulado «Sobre las relaciones de las ideas religiosas y morales con los principios republicanos y sobre las fiestas nacionales». La religión, esto es, la creencia en la existencia de una divinidad providencial y en la inmortalidad del alma, tiene una utilidad social y política: ¿qué destino tendría la virtud si no es recompensada en otro mundo por la felicidad? Si la naturaleza no es más que una fuerza ciega que conduce al hombre a la nada, ¿por qué elegir la virtud en lugar del crimen? ¿Cómo no desesperar de la humanidad en general? Dicho de otra manera, la religión es necesaria para afirmar la moral pública, fundar la noción de los deberes del hombre, estimular el espíritu de generosidad y sacrificio en general: «La idea del Ser supremo y de la inmortalidad del alma es una continua llamada a la justicia; es, pues, una idea social y republicana13»; «Debemos vincular la moral a principios eternos y sagrados; debemos inspirar al hombre un respeto religioso por el hombre, un sentimiento profundo de sus deberes, que es la única garantía de la felicidad social; debemos alimentarle con todas nuestras instituciones: la educación pública debe encaminarse, sobre todo, hacia este objetivo14». Promover el culto del Ser supremo no es —como los que «conspiran» contra la República15 sugerían— hacer el juego del fanatismo, sino que era, al contrario, el ateísmo16 el que lo provocaba. Para Robespierre, no hace falta dudar de que todos los creyentes se subsuman en «la religión universal de la Naturaleza», esto es, en la religión natural del buen vicario saboyano17. Debido a esto la República decretó la libertad de culto «para mayor gloria de la razón», en la medida en que esta libertad «no altere el orden público»18.
7Este «respeto religioso por el hombre», propósito en general de la educación pública, es el que encontramos en el cuadro que fue encargado a David en memoria del asesinado Marat. David eligió hacer de él un mártir: ciertamente Marat no murió por el Dios cristiano, sino «por la República francesa19». Al igual que los santos cristianos, su muerte, por horrible que fuera, no está desprovista de sentido y belleza, porque demuestra en el curso mismo de la historia una armonía moral más elevada, el triunfo final de los justos asegurado por la Providencia. La estética del cuadro de David es fiel a las representaciones tradicionales de las escenas de mártir, según las cuales este debe ser representado de forma armoniosa e incluso seductora. Así, igual que en las imágenes del Renacimiento, en las que las heridas de Cristo son riachuelos de sangre roja corriendo a lo largo de su torso pálido, pero intacto, el cuerpo de Marat no tiene más que un corte delicado de donde sale un hilo de sangre. La lepra que padecía ha sido camuflada representándolo en una bañera. «Como muchos pintores renacentistas», escribe Siri Hustvedt, «David introduce en su lienzo una noción de la resurrección a través de la integridad física del cadáver. El cuerpo de su Marat será redimido, no por Dios, sino por la historia que es literalmente transfigurada en el arte»20. De su cuadro emana claramente un «mensaje de inmortalidad21», «una nobleza verdaderamente edificante y enriquecedora22» que justificaría plenamente el deseo de David de llevar su cuadro a las escuelas y otros lugares públicos para que proporcione a las generaciones futuras el modelo del buen republicano.
8Esta dimensión de ennoblecimiento es imposible encontrarla en el cuadro de Goya. Los cadáveres que yacen al pie del protagonista
parecen reunirse en un montón indistinto de miembros, torsos y cabezas. Al dejar de ser individuos, pasan a ser desechos de guerra, una masa contaminada y rezumante en la que las distinciones entre los cuerpos han perdido su significado. Las pinceladas frenéticas y casi burdas de Goya y los bordes irregulares subrayan la atmósfera del cuadro de cuerpos enmarañados y acuchillados […]. El estilo del lienzo es deliberadamente antiestético23.
9¿Cómo creer que estos cuerpos en descomposición vayan a resucitar? ¿Cómo creer que su muerte pueda encontrar alguna reparación? Todos los signos de una presencia de divinidad benevolente son borrados: el cielo es de una oscuridad insondable y la única luz del cuadro —la linterna que separa la fila de los soldados franceses de los madrileños— ya no atestigua la transfiguración final de las víctimas24, sino que solo tiene una funcionalidad pragmática: facilitar a los soldados sus tareas. ¿Podríamos, entonces, considerar seriamente al protagonista del cuadro como un mártir, cuya muerte sirva, a la manera de la de Marat, la causa de la libertad? Para Fred Licht no hay ninguna duda: este hombre no es un héroe, es la víctima de una guerra absurda. En el mundo moderno que anuncia la pintura de Goya, la religión, sea católica o revolucionaria, no puede asumir un rol político y público. Aquella está confinada a la esfera privada, donde ella depende de la decisión, siempre frágil, de los individuos.
10Pero, ¿por qué Goya decide multiplicar los signos religiosos tradicionalmente asociados a la representación de un mártir? No solamente tiene el protagonista una posición —arrodillado, los brazos extendidos— que recuerda a la de Cristo en el jardín de los Olivos o sobre la cruz, sino que también lleva como él un estigma en la mano derecha. Es más, el amarillo y blanco de sus vestimentas son los colores heráldicos de la Iglesia católica. Goya, sostiene Fred Licht, no emplea estos signos más que para hacernos sentir la imposibilidad en la que nos encontramos, nosotros los modernos, de conferir a la religión un sentido y un valor; nos la presenta para anunciar la ineluctabilidad de su desaparición. Para Siri Hustvedt, la marca sobre la mano no entrega al espectador un mensaje de inmortalidad, sino que quiere expresar que la suerte de este hombre que va a morir no es merecida, como tampoco lo fue la de Cristo y la de sus santos25.
11Pero podemos hacer numerosas objeciones a estas interpretaciones. Primero, para hablar de la injusticia o lo absurdo de la muerte, que no implicaría ninguna otra vida eterna, los medios pictóricos habrían bastado: por la falta de definición de las víctimas que rodean al personaje central y por los colores a juego con los del suelo, Goya consigue evocar, de manera puramente visual, la descomposición de los cadáveres que retornarían a la tierra. En segundo lugar, a pesar de que el mensaje asociado al estigma de su mano sea mínimo y negativo, según Siri Hustvedt, conserva la noción moral del mérito. ¿Podríamos pensar ese mérito sin necesidad de recurrir a un postulado de tipo teleológico o escatológico, con la idea —de contenido religioso— de un sentido de la vida? En fin, Fred Licht, incluso negándole al cuadro de Goya un significado religioso, le atribuye una intención didáctica y moral:
Por última vez [Goya] pinta un cuadro que todavía lleva toda una carga didáctica. Por última vez pinta un cuadro con la esperanza de cambiar el corazón del hombre. Por última vez intenta despertarnos del sueño que produce monstruos en el que el mundo ha caído como si estuviera drogado tras años de violencia y derramamiento de sangre. El ruego de la figura central que se enfrenta al pelotón del fusilamiento es idéntico al llamamiento de Goya. Nos grita con la esperanza de que le oigamos26.
12Pero, esta esperanza de Goya de que su pintura nos puede cambiar moralmente, ¿no supone creer en la idea de progreso y, por tanto, en la idea de un horizonte objetivo de sentido?
13No tendríamos por qué negar absolutamente un significado literal a la iconografía religiosa empleada por Goya: se podría interpretar bien El 3 de mayo en Madrid como una escena religiosa, aunque revelaría una religión nueva, moderna, del hombre y no más de Dios. Esta idea puede apoyarse en otro intérprete de este cuadro. En el texto que dedica a Goya en su libro titulado 1789. Los emblemas de la razón, Jean Starobinski también opone este cuadro al Marat de David y ve en este último un claro mensaje de inmortalidad vinculada a la persona de Marat. Starobinski destaca en particular el esplendor griego del cuerpo de Marat, la dedicatoria solemne. En el cuadro de Goya al contrario, no se duda de que el personaje vaya a morir. Pero, según Starobinski, Goya nos hace presentir al mismo tiempo otro tipo de inmortalidad, la de la voluntad: «Frente a la voluntad mecanizada del pelotón de ejecución, asistimos a la tragedia de la voluntad vana, de la impotencia absoluta. Pero Goya nos hace presentir que esta voluntad vana, incapaz de apartar la muerte, no sabrá ser alcanzada ni destruida por la muerte27». Para apoyar esta interpretación, Starobinski lee de otra manera la luz del cuadro: si esta es difundida lógicamente por el farol puesto en el suelo, para el espectador parece emanar de la camisa blanca del protagonista. Por otro lado, si el bloque formado por los soldados representados de espalda, alineados unos al lado de otros, efectivamente simboliza un proceso de desindividualización, no se puede decir exactamente lo mismo del lado de las víctimas. Por cierto, la cara del hombre con los brazos levantados no tiene nada de bello y podría ser la cara de cualquier víctima, «del Judío eterno, del Hombre humillado por el hombre28». «Aquí se trata de un hombre oscuro, cuyo nombre e identidad se nos arrebatan29». Pero este anonimato quiere expresar la idea de que la inmortalidad no se liga a un «gran hombre» en particular, sino que emana de la libertad inseparable de la existencia más común. Starobinski explica esta diferencia por la aparición entre ambos cuadros (el Marat en 1793 y El 3 de mayo en Madrid en 1814) del kantismo y, más concretamente, por la aparición en 1796 de la Crítica del juicio, en la que se encuentra efectivamente la idea de lo sublime de la libertad humana, es decir, de una dimensión espiritual en el hombre gracias a la cual supera las fuerzas cósmicas y las violencias históricas que lo destruyen. ¿Esta referencia a Kant es la única posible? Conocemos la influencia de Rousseau, el «Newton del mundo moral», sobre la filosofía moral de Kant. ¿Podemos hacer del cuadro de Goya una lectura rousseauniana? ¿Y en qué diferiría el rousseaunismo de Goya del que inspiraba a Robespierre y David? Para responder a estas preguntas, hay que volver sobre las relaciones entre la religión y la libertad humana en Rousseau.
La religión civil de Rousseau
14Rousseau habla directamente de la religión en el capítulo VIII del Libro Cuarto de El contrato social, titulado «De la religión civil», y en el Libro IV del Émile, en «La profesión de fe del Vicario saboyano»30. Se sabe que estas dos obras están vinculadas, puesto que la primera establece a nivel político y colectivo lo que la segunda establece a nivel moral e individual, a saber, cómo acceder a la autonomía. Realmente, el vínculo entre estas dos obras es aún más estrecho, ya que el derecho31 no es suficiente para mantener el Estado republicano por sí mismo. «El más grande resorte de la autoridad pública», escribe Rousseau en su Discurso sobre economía política, «está en el corazón de los ciudadanos»32. La educación cívica y moral debe venir en ayuda del derecho, ya que siempre puede darse una contradicción entre el hombre y el ciudadano, entre los intereses de uno y de otro. Los deberes que incumben al ciudadano van en efecto más allá de lo que sugiere el interés particular y la necesidad privada. Por ejemplo, el Estado puede exigir del ciudadano que sacrifique su vida para defenderlo. Al Estado le importa que haya otra voz, la «voz celestial» de la conciencia moral mencionada por el buen vicario saboyano, sobre las voces de las pasiones de los hombres. No obstante, el concepto de «religión civil» no se reduce al de la «religión natural», desarrollado por el vicario. En el capítulo «De la religión civil» de El contrato social, el concepto de «religión natural» corresponde a lo que Rousseau designa como la «religión del hombre», es decir, el cristianismo del Evangelio. Aparentemente, tal religión es útil al cuerpo político, ya que es excelente desde el punto de vista de su sociabilidad: merced a ella, todos los hombres se reconocen como hermanos, puesto que son todos hijos de Dios. Pero, muestra Rousseau, la «religión del hombre» no llega realmente a relacionar el ciudadano con las leyes de su país. La religión del hombre es la religión, según Rousseau, de la «sociedad general del género humano», ella no tiene preferencias por una sociedad particular. Así, no refuerza el Estado con la fuerza del amor a las leyes, es decir, el patriotismo. Aún más, separa el corazón de los ciudadanos del Estado. «Mi reino no es de este mundo», dice el Evangelio; ahora bien, el Estado es de este mundo. El verdadero cristiano hace su deber en la indiferencia, sin amar ni odiar su patria, puesto que no tiene patria en este mundo, lo que equivale a decir que pone la suerte de su patria entre las manos de la Providencia divina, no en las suyas propias. Esta es la razón por la que también un Estado cristiano sería incapaz de hacer la guerra, es decir, en caso de necesidad, de conservarse destruyendo al enemigo. Y puesto que un Estado cristiano es incapaz de hacer la guerra, un pueblo de cristianos no es un pueblo libre, es decir, un pueblo capaz de combatir por su libertad. En suma, una república cristiana (si no hay república sin libertad) es una contradicción en sus términos.
15Rousseau distingue por otra parte la «religión civil» de lo que llama «la religión de los sacerdotes» y «la religión del ciudadano». La «religión del sacerdote» o «religión clerical» somete al ciudadano, ya sujeto al Estado, a las leyes de la Iglesia. Así tenemos el mismo hombre cuarteado entre dos deberes, aquel que tiene como fiel y aquel que tiene como ciudadano. La «religión del sacerdote», que Rousseau ve en el cristianismo romano, no es sociable y en consecuencia es mala. Al contrario, la «religión del ciudadano», que no debemos confundir con la «religión civil», no hace diferencia entre el devoto y el ciudadano, entre los asuntos del Cielo y los del Estado. Ciertamente, a diferencia de la «religión del sacerdote», la «religión del ciudadano», o lo que se puede llamar también la «teocracia», es buena en tanto que es sociable y «reúne el culto divino y el amor de las leyes33». Pero va también demasiado lejos. La adoración de su patria se traduce en el odio de cualquier otra: el extranjero no es solo el enemigo, sino también el infiel contra quien es necesario llevar la guerra santa. La extrema sociabilidad de la teocracia produce por su extremismo la destrucción del cuerpo político: pone al pueblo en un estado de guerra con todos los otros, donde está en peligro de muerte. Nada pues más peligroso, para el Estado y los otros Estados, que la religión de Estado.
16¿En qué consiste entonces la «religión civil»? Es la religión del Evangelio o religión natural en tanto que puede hacer amar al ciudadano sus deberes y las leyes del Estado, es decir, en tanto que puede hacer amar al ciudadano la república. Aclarémoslo un poco: los dogmas de la religión civil se dividen en dogmas positivos, que es necesario admitir, y en dogmas negativos, que es necesario rechazar. Los dogmas positivos son de dos órdenes. Ellos señalan, primero, a la «religión natural» como la existencia de la divinidad, la sabiduría y la Providencia divina, la vida futura, la recompensa de los justos, el castigo de los malévolos. Si el Estado puede exigir de sus miembros el sacrificio de su vida, es en efecto necesario que cada ciudadano crea en la vida futura, en la felicidad de los justos y en el castigo de los malévolos. A estos dogmas de la religión natural, Rousseau suma los dogmas puramente civiles: «la santidad del contrato social y de las leyes34». Pero el hecho de que estos dogmas se encuentren con los dogmas de la religión natural indica que son también dogmas religiosos y que incorporan a lo sagrado el amor de las leyes y de la patria.
17En cuanto al dogma negativo, solo hay uno: la intolerancia. La religión civil excluye la intolerancia, en la medida en que excluye la «religión del ciudadano» que identifica el Estado y la Iglesia, el ciudadano y el fiel, el enemigo y el infiel. En una teocracia, la intolerancia es indisociablemente teológica y civil. Se podría pensar no obstante que una vez salido del modelo teocrático, se podría distinguir la intolerancia teológica de la intolerancia civil, permitir la primera combatiendo la segunda. Realmente, muestra Rousseau, en cuanto se admita la intolerancia teológica o eclesiástica, es admitida la intolerancia civil. Para Rousseau, al contrario, la profesión de fe civil, que es profesión de sociabilidad, contiene el juramento (civil) de ser tolerante. El soberano no tiene competencia en materia de teología. La tolerancia civil señala los límites del poder del soberano. El Estado deberá así reconocer el pluralismo de las religiones tolerantes.
18Volvamos a los cuadros de David y de Goya: el primero evocaría la idea de «religión del ciudadano», mientras el segundo la de la «religión civil». El discurso del 18 floreal de Robespierre contiene, en efecto, dos tipos de imperativos aparentemente poco compatibles35: «Descansad, pues, tranquilamente sobre las bases inmutables de la justicia, y reavivad la moral pública; clamad contra la cabeza de los culpables; y lanzad la cólera contra vuestros enemigos36». Saltamos de la religión natural y civil a la religión del ciudadano. Si el primer imperativo se refiere al efecto que tiene el culto divino sobre el amor a las leyes, el segundo evoca un estado de guerra que es resultado de la pura y simple identificación del culto divino con el amor de las leyes en la «religión del ciudadano» o la «religión del Estado37». En otras palabras, la defensa de la religión por Robespierre tendría, como sugiere Mona Ozouf, un propósito cínico: justificar el Terror38. El gesto de David de elevar a Marat a rango de mártir, apelando a la admiración pública, tendría también la intención de evocar la venganza y el odio popular hacia el enemigo, sea cual sea, del Estado39. El anverso de Marat lo constituye la fila de soldados napoleónicos en el cuadro de Goya. Aquellos, dice Licht, «están tan enfrascados en sus obligaciones que no tienen ojos para nada, ni prestan oídos a otra cosa que no sea la tarea que les han ordenado ejecutar40». Estos soldados son impermeables a la súplica de la víctima, porque el orden del Estado ha sustituido en ellos la conciencia moral. En consecuencia, ¿no podríamos considerar que el personaje central del cuadro de Goya es animado por las fuerzas que Rousseau presta a la «religión civil»? Él no muere simplemente por una España idealizada, sino que muere por defender, a través de su patria, su propia libertad.
19Sin embargo, nos podríamos preguntar, como sugiere Benjamin Constant, si no habría una connivencia entre la «religión civil» y la «religión del ciudadano», si la culminación del concepto de «religión civil» no sería el Terror mismo, es decir, la negación del ideal de libertad. En este caso, los autores citados tendrían razón: la religión (aquí la «religión civil» de Rousseau) en el cuadro de Goya estaría representada solo para mostrar su impotencia para agrandar al hombre y protegerlo de las violencias de la naturaleza y la historia; lejos de salvar al hombre de la muerte, la precipitaría. La relación de Goya con la religión sería puramente negativa. Pero ¿habría Goya pintado su cuadro solo para arreglar sus cuentas con la religión? Esta cuestión nos lleva a la tercera figura que queríamos estudiar, Benjamin Constant.
Benjamin Constant: salvaguardar la libertad
20Debemos a Benjamin Constant el intento por salvar las ideas de Rousseau, «a quien animaba el más puro amor de la libertad41», de la desaprobación que les infligió la experiencia del Terror. Era necesario poner de manifiesto, frente a la contrarrevolución, que la idea de libertad podía generar otra cosa que un despotismo de nueva clase.
21No se trataba de rechazar completamente las ideas de Rousseau: no se trataba, en particular, de rechazar el principio de la soberanía del pueblo, es decir, la superioridad de la voluntad general sobre la voluntad particular, ni la idea de una trascendencia del derecho sobre la fuerza que funda la idea misma del poder legítimo; pero es necesario establecer dentro de qué límites el principio de la soberanía del pueblo es legítimo con el fin de fundar mejor la validez de la concepción liberal de la libertad, a saber, la defensa incondicional de las libertades individuales asociada a una teoría de los límites del poder. Para los liberales, el contrato de Rousseau, donde «cada uno, uniéndose a todos, no obedezca sino a sí mismo y quede tan libre como antes42», suprime a la vez la separación del individuo con la sociedad, y la de la sociedad con el Estado, lo que conduciría a instaurar el gobierno absoluto de la sociedad.
22¿Qué es lo que dice, en este marco, Constant acerca de la «religión civil» de Rousseau? Para Constant, lejos de que la «religión civil» hubiera promovido la tolerancia civil, piensa que ella solo ha sustituido la «intolerancia civil43» o lo que llama también la «intolerancia irreligiosa» a la «intolerancia religiosa44». A partir del momento en que el Estado se mezcla con la religión la destruye. La «religión civil», desde el punto de vista de Constant, es un oxímoron. La religión es asunto de conciencia, puramente privada. Esta es la razón por la que Constant predica la defensa de una libertad religiosa radical: el Estado no tiene que querer proteger la religión contra «el libre examen45», no tiene tampoco que querer «someter a su jurisdicción46» los principios de la tolerancia, ya que sería imponerle «normas concretas y fijas que son contrarias a su naturaleza47». «La tolerancia», escribe aún, «no es otra cosa que libertad para todos los cultos, presentes y futuros48». Constant ve, desde esta perspectiva, en positivo el fenómeno sectario: es la señal a la vez de la vitalidad y la libertad del sentimiento religioso. «La religión es progresiva», escribirá más tarde en un texto titulado «Del desarrollo progresivo de las ideas religiosas» (1826), su forma queda proporcionada al estado social de la nación.
23De hecho, la tolerancia defendida no impidió a los autores intelectuales del liberalismo preocuparse por la religión, por razones, en última instancia, políticas. En los Principios de política, Benjamin Constant escribió:
Hay una moral común que se funda en el cálculo, en el interés, en la seguridad, y que puede, en rigor, prescindir de la religión […] ¡Pero desgraciado el pueblo que posea sólo esta moral común! La religión me parece deseable para crear una moral más elevada. Yo la invoco no para reprimir los crímenes vulgares, sino para ennoblecer todas las virtudes49.
24El autor nos pone en guardia contra la ambivalencia de esta «moral común fundada sobre el cálculo, el interés y la seguridad». Si es innegable que aquella funda el liberalismo, ¿no ha sido concebida para asegurar la seguridad y la libertad de los individuos cuando persiguen sus intereses particulares? ¿No es incluso, para los individuos que se encuentran asociados, el fruto de un cálculo? Pero si esta moral de la utilidad y el interés explican el éxito del liberalismo, son también causa de su perdición. ¡La crítica al liberalismo, de su egoísmo tan destructor que procede de una voluntad racionalista de dominio, nace con el mismo liberalismo! La religión tendría por ello como función impedir la autodestrucción del liberalismo, oponiendo, de un lado, a su moral reducida ideales de nobleza, grandeza, generosidad e inyectando, del otro, una dimensión de sensibilidad, emoción e imaginación:
Es un sentimiento muy relacionado con todas las pasiones nobles, delicadas y profundas […]. Todas esas cosas favorecen el desarrollo de la moral, hacen salir el hombre del círculo estrecho de sus intereses, devuelven al alma esa elasticidad, esa delicadeza, esa exaltación ahogada por la ruina de la vida corriente y de los cálculos que ésta necesita50.
25Si Benjamin Constant condena «la religión civil» de Rousseau se debe al riesgo que corre con ella la libertad, por asfixiar aquella el terreno religioso donde esta última se alimenta. Pero comparte con él la convicción de que la religión es necesaria para elevar al hombre por encima de sus intereses particulares, para preservar en este la dimensión moral de la libertad, su grandeza y su irreductibilidad a todas las voluntades de dominio, a los proyectos despóticos, sean los del Terror instaurado por Robespierre o el «despotismo blando» del que hablará muy pronto Tocqueville. En resumen, para los dos, existe una dimensión sagrada de la libertad.
Creer en la libertad
26En 1814, veinticinco años después de los primeros acontecimientos de la Revolución francesa, ya no es posible hacer una pintura religiosa (católica) —pintar los ángeles, un Cristo, un santo— sin generar ambigüedad, es decir, sin provocar la perplejidad de los modernos. No es tampoco posible creer que la historia haya tomado el relevo de la religión para instalar sobre la tierra el reino de una humanidad reconciliada con ella misma. Pero es posible creer en el carácter sagrado de nuestra libertad. Si Goya hubiera dejado de creer en este último, ¿habría pintado su cuadro de El 3 de mayo en Madrid o «Los fusilamientos»? Ciertamente, para él, ni el Dios cristiano, ni el Dios natural y civil de Rousseau, ni tan siquiera —como reconoce Starobinski— el Dios de los postulados kantianos pueden salvarnos, pero el arte lo puede:
Efectivamente la armonía del mundo ha desaparecido; en el horizonte terrestre, nada viene a tranquilizarnos; no nos llega consolación alguna; el cielo está cerrado. Pero el arte, y el rechazo que el espíritu opone al horror fascinante, adquieren cada vez más importancia. Si el mundo humano escapa a nuestra búsqueda de la comprensión, el único recurso se encuentra en la obra denunciadora51.
27En este sentido, no nos equivocábamos al cuestionar la referencia que Starobinski hacía a Kant y a la idea de lo sublime para interpretar El 3 de mayo en Madrid:
Como ha demostrado muy bien Eric Weil [en Problemas kantianos, París, 1963], la Crítica del juicio invita a admitir que «la realidad natural e histórica es conforme a la razón, porque todo es un Todo racional»; en pocas palabras, que razón y hecho, lejos de oponerse, coinciden. Goya parece obsesionado por la convicción inversa: pero no pinta para imponerla, sino, muy al contrario, para intentar exorcizarla y curarse de ella52.
Notes de bas de page
1 Tocqueville, De la democracia en América, p. 17.
2 Ozouf, 1992, pp. 311-314.
3 Ibid., p. 313. Todas las cursivas que aparecen en las citas de este artículo son originales.
4 Licht, 2001, p. 158.
5 Ibid., p. 58: «Es sumamente difícil deducir cuál es la actitud de Goya con respecto a la religión tomando como base el estudio de sus pinturas religiosas. No hay duda de que está justificado afirmar que era anticlerical, pero tampoco hay duda de que es falso decir que era antirreligioso. No tenemos pruebas de que dejara de cumplir sus deberes religiosos normales, ni siquiera durante los años de exilio cuando para él habría sido más seguro renegar su lealtad a la Iglesia católica […]. Desde el punto de vista religioso y político siguió siendo hijo de la Ilustración y nunca adoptó un punto de vista abiertamente jacobino. Le atraía mucho más la reforma cultural o un arreglo racional que cualquier cambio radical de las principales instituciones de la sociedad».
6 Starobinski, 1988, pp. 150-151: «La prédica de Rousseau no ha “causado” la Revolución francesa, sino que ha incitado a los hombres de 1789 a comprender su situación como una crisis revolucionaria. El verbo de Rousseau —como el de los filósofos—, sin haber determinado el acontecimiento, ha suscitado el sentimiento que daba al acontecimiento su sentido majestuoso: ha desarrollado los conceptos que la reflexión y la acción política iban a poner a prueba, y, por añadidura, ha puesto en movimiento las grandes figuras míticas que iban a impregnar la imaginación colectiva».
7 Para F. Licht el vínculo es evidente entre los subtítulos y los textos explicativos de los Caprichos y el pensamiento de Voltaire, Rousseau, Montesquieu y Diderot (Licht, 2001, p. 143).
8 Goya pinta El 2 y El 3 de mayo en 1814; los Principios de política son de 1815.
9 Ozouf, 1992, p. 317.
10 Ibid., p. 319.
11 Trilling, 1994, pp. 92-93.
12 Ozouf, 1992, p. 319.
13 Robespierre, La Revolución jacobina, pp. 170-171.
14 Ibid., p. 178.
15 Lafayette, Dumouriez, Brissot y los girondinos, Hébert, Danton son especialmente citados.
16 Los que se suscriben «a las doctrinas desconsoladoras de Chaumette».
17 En su discurso, Robespierre le devuelve este homenaje a Rousseau: «Atacó a la tiranía con toda franqueza; habló con entusiasmo de la divinidad; su viril y honesta elocuencia pintó con trazos enérgicos el encanto de la virtud, y defendió los dogmas consoladores que la razón da como apoyo al corazón humano. La pureza de su doctrina, extraída de la naturaleza y el odio profundo hacia el vicio, y su invencible desprecio hacia los sofistas intrigantes que usurpaban el nombre de filósofos, atrajeron sobre el odio y la persecución de sus rivales y de sus falsos amigos. Ah, ¡si hubiese sido testigo de esta Revolución de la que fue el precursor y que le ha llevado al Panteón! ¿Quién podría dudar que su alma generosa hubiera abrazado con entusiasmo la causa de la justicia y de la igualdad?» (Robespierre, La Revolución jacobina, p. 174).
18 Ibid., p. 177.
19 En su discurso, Robespierre enumera las fiestas que debe instituir la República francesa, entre las que se encuentra la celebración de los héroes: «También exaltaremos a todos los grandes hombres —de todos los tiempos y de todos los países— que han liberado a su patria del yugo de los tiranos y que, con leyes justas, han instaurado la libertad. ¡Y vosotros, ilustres mártires de la República Francesa, tampoco seréis olvidados! Ni tampoco seréis olvidados vosotros, héroes que disteis vuestra vida luchando por la patria: ¿quién podría olvidar a los héroes de la patria?» (ibid., p. 180).
20 Hustvedt, 2007, p. 159.
21 Ibid.
22 Licht, 2001, p. 154.
23 Hustvedt, 2007, p. 161.
24 Licht, 2001, p. 168: «Tanto en la obra de Caravaggio como en la de sus seguidores, la luz se asocia siempre con la luz de Dios… Es un don del cielo que nos permite percibir la verdad. Esto se cumple especialmente en las escenas de martirio en las que la luz es una prueba manifiesta de la transfiguración final de la víctima atormentada».
25 Hustvedt, 2007, p. 163.
26 Licht, 2001, p. 168.
27 Starobinski, 1988, p. 110.
28 Ibid.
29 Ibid., p. 111.
30 Nos apoyamos para esta presentación de la religión rousseauniana en unos apuntes de una clase concedida por el profesor Jean Lechat en la Khâgne del Liceo Fustel de Coulanges en Estraburgo en 1996.
31 El objeto central de El contrato social, como lo indica el subtítulo, es establecer «los principios del derecho político».
32 Rousseau, Discours sur l’économie politique, p. 9.
33 Id., El contrato social, p. 164.
34 Ibid., p. 168.
35 Ozouf, 1992, p. 322.
36 Robespierre, La Revolución jacobina, p. 183.
37 Mona Ozouf emplea en efecto esta expresión (Ozouf, 1992, p. 322).
38 Ibid.
39 Robespierre, La Revolución jacobina, p. 179: «Y haced que la memoria de los tiranos y de los traidores se llene de oprobio; que la de los héroes de la libertad y la de los benefactores de la humanidad reciban, en ellas, el justo tributo del público reconocimiento».
40 Licht, 2001, p. 170.
41 Constant, De la libertad de los Antiguos, p. 270.
42 Rousseau, El contrato social, p. 47.
43 Constant, Principios de política, p. 166.
44 Ibid., p. 177.
45 Ibid., p. 173.
46 Ibid., p. 174.
47 Ibid.
48 Ibid.
49 Ibid., p. 172.
50 Ibid., p. 163.
51 Starobinski, 1988, p. 177.
52 Ibid.
Auteur
Universidad de Córdoba
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