La cultura de masas en España
p. 379-397
Résumés
L’étude de la culture de masse repose sur plusieurs difficultés épistémologiques qu’on pourrait, pour le cas espagnol, symboliser par l’opposition entre José Ortega y Gasset, contempteur des masses dès 1930, et Antonio Machado, chantre du peuple créateur de culture. L’émergence de la notion n’échappe pas à des contextes idéologiques changeants: dans les années 1960, la culture de masse est pour des sociologues et des écrivains qui s’y intéressent un des instruments de « l’impérialisme yankee », alors que dans les années 1980 des intellectuels espagnols célèbrent l’hédonisme que cette culture de masse propose. À cela s’ajoute, bien entendu, l’enrichissement des supports culturels: le cinéma, puis la télévision qui modifient l’appréhension traditionnelle des phénomènes culturels. Mais ces débats peuvent masquer la genèse sociale, économique et politique de la culture de masse et donc son contenu. Une étude attentive montre combien les avant-gardes des années 1920 avaient décelé la force d’attraction sociale du cinéma et du sport ainsi que les changements de goûts et de pratiques qu’ils entraînaient, tandis que les historiens voient dans l’avènement d’une culture de masse le basculement d’un monde rural à un monde urbain et industriel. Cette pluralité d’approches indique combien la culture de masse doit être étudiée dans sa polysémie et dans sa chronologie propre au cas espagnol.
El estudio de la cultura de masas plantea varias dificultades epistemológicas que, en el caso español, se podrían simbolizar por la oposición entre José Ortega y Gasset, ya crítico de las masas en los años 30, y Antonio Machado, cantor del pueblo fuente creadora de cultura. La noción se fragua en contextos ideológicos fluctuantes: en los años 60, según los sociólogos y escritores interesados en el tema, la cultura de masa no es sino un instrumento del «imperialismo yankee», mientras que en los años 80 algunos intelectuales celebran el hedonismo al que invita esa cultura de masa. Un elemento añadido a su constitución es el enriquecimiento de los soportes culturales, por supuesto: el cine, luego la televisión transforman la aprensión tradicional de los fenómenos culturales. Pero aquellos debates pueden ocultar los distintos aspectos, social, económico y político de la génesis de la cultura de masas y por lo tanto su contenido. Un estudio detenido muestra lo bien que habían percibido las vanguardias de los años 20 el fuerte atractivo social del cine y del deporte así como las mutaciones en los gustos y las prácticas que provocaban, mientras que los historiadores ven en el advenimiento de una cultura de masas el paso de un mundo rural a un mundo urbano e industrial. Con esta variedad de enfoques parece obvia la necesidad de estudiar la cultura de masas en su polisemia y en su cronología propia al caso español.
The study of the culture of the masses presents various epistemological difficulties, which in the Spanish case can be symbolised by the opposition between José Ortega y Gasset, a critic of the masses in the 30s, and Antonio Machado, a poet, who saw the people as a creative source of culture. These notions were being formed in the fluctuating ideological contexts: in the 60s, according to the sociologists and writers, interested in the subject, mass culture was no more than an instrument of «Yankee imperialism», while in the 80s, some intellectuals celebrated the hedonism, to which one was invited by this mass culture. A further element, of course, is the enrichment of the bases of cultural: cinema, then television transformed the traditional fear of cultural phenomena. But those debates were able to hide the different social, economic and political aspects of the genesis of the culture of the masses and therefore of their content. A detailed study showed how well the avant-garde of the 20s had perceived the powerful social attraction of the cinema and sports, as well as the changes in the tastes and practises which they caused. While at the same time, the historians saw in the advent of the culture of the masses a movement from a rural world to an urban, industrial one. With this variety of approaches, the need to study the culture of the masses with its own polysemy and in the Spanish case with its own chronology, seems obvious.
Texte intégral
1En España y, muy probablemente, en el resto del mundo occidental, el concepto y la expresión misma de «cultura de masas» surgen en el contexto de los cambios sociales y culturales de los años sesenta. La fuerza que a partir de entonces adquiere el concepto, sobre todo en el campo de la sociología, contrasta con la ausencia hasta mediados de aquella década de referencias a un fenómeno que parece inseparable de la sociedad de masas cuyo nacimiento se suele fechar entre finales del siglo xix y principios del xx, según los autores y los países, con un período de aceleración en su desarrollo que correspondería a los años veinte y treinta. Son muy pocas las excepciones que desmienten ese silencio de las fuentes sobre la «cultura de masas» antes de la década de los sesenta. No por casualidad, los años treinta registraron un intenso debate sobre el papel de las masas en la vida política, social y cultural, pero, en general, aunque podría esperarse que por la notoriedad que alcanzan en aquellos años habrían de generar o consumir una cultura específica, la «cultura de masas» no pasa de ser entonces un «concepto latente» que, pese a su importancia en los debates de la época, no suele formalizarse en el sintagma que le sirve de expresión.
2La excepción a esta regla histórica figura en el manifiesto político de La Conquista del Estado firmado por Ramiro Ledesma Ramos (1931), texto clave de la literatura fascista española que en su punto 9, de los 17 que componen la «dogmática» de la nueva revista, propugna la «intensificación de la cultura de masas, utilizando los medios más eficaces»1. La expresión no tiene, sin embargo, el significado que le venimos dando en los últimos tiempos, sino que sugiere más bien una política de propaganda activa que sirva para «nacionalizar» a las masas y/o una política enérgica de alfabetización popular. No sería aventurado establecer una relación directa entre el pensamiento de Ortega respecto al protagonismo histórico de las masas, tema de su reciente ensayo La rebelión de las masas (1930), y el papel que le asignaron Ramiro Ledesma y otros pioneros del fascismo español, discípulos confesos de Ortega, en el proyecto político que fraguaron a principios de los años treinta como alternativa al derrumbe de la civilización liberal. La diferencia entre la postura del maestro y la actitud de sus discípulos radica en el carácter positivo, aunque subordinado, que las masas tienen en el ideario fascista y la consideración radicalmente negativa que Ortega y Gasset expresa en relación con ellas en su celebérrima obra, por ejemplo, en este pasaje del capítulo titulado «Por qué las masas intervienen en todo y por qué intervienen violentamente»:
¿No representa un progreso enorme que las masas tengan «ideas», es decir, que sean cultas? En manera alguna. Las «ideas» de este hombre medio no son auténticamente ideas, ni su posesión es cultura […]. No vale hablar de ideas u opiniones donde no se admite una instancia que las regula, una serie de normas a que en la discusión cabe apelar […]. Cuando faltan todas esas cosas no hay cultura; hay, en el sentido más estricto de la palabra, barbarie. Y esto es, no nos hagamos ilusiones, lo que empieza a haber en Europa bajo la progresiva rebelión de las masas2.
3Aunque este fragmento expresa de forma muy personal el punto de vista del autor, su contenido resulta sintomático tanto del protagonismo histórico que las masas adquieren entre los años veinte y treinta —nuevos medios de comunicación, deporte de masas, totalitarismos, etc.—, como el carácter generalmente peyorativo del propio concepto. Cierto que en el discurso político de la izquierda «pueblo», «masas» y «clase obrera» pueden llegar a ser sujetos intercambiables y que en el propio recorrido histórico del término «masa/s», cuyo uso se remonta, como mínimo, a principios del siglo xix, hay momentos pasajeros de rehabilitación del concepto por parte de la izquierda. Ahora bien, así como es posible una utilización positiva del mismo en un sentido político o social, las posibilidades de reivindicación de una «cultura de masas» desde la izquierda son mucho más remotas. La razón de ello podemos encontrarla en las explicaciones que da a sus discípulos el Juan de Mairena de Antonio Machado, en un pasaje escrito en plena Guerra Civil:
A nosotros no nos preocupa la salvación de las masas. Recordad lo que tantas veces os he dicho. El concepto de masa aplicado al hombre, de origen eclesiástico y burgués, lleva implícita la más anticristiana degradación de nuestro prójimo que cabe imaginar. Muchas gentes de buena fe, nuestros mejores amigos, lo emplean hoy, sin reparar en que el tópico viene del campo enemigo.
4Concluye Machado afirmando que el concepto de masas constituye
un tópico que nosotros, demócratas incorregibles y enemigos de todo señoritismo cultural, no emplearemos nunca por un respeto y un amor al pueblo que nuestros adversarios no sentirán nunca3.
5Frente a la ambigüedad con que otros escritores de izquierdas juegan con el concepto, Machado deslinda claramente los campos semánticos que corresponden a «pueblo» y «masas», considerando a estas últimas incapaces —al contrario que el pueblo— de producir una cultura propia y condenadas, por tanto, a ser meras consumidoras de una pseudocultura ajena, normalmente alienante, fabricada por sus enemigos de clase. Así pues, mientras el pueblo, en la visión neorromántica de Machado, es el origen de la cultura por excelencia, masas y cultura vienen a ser una contradicción en los términos, porque ni las masas son creadoras de cultura, ni la cultura que consumen es propiamente cultura.
Una conspiración cultural
6Pero no es hasta los años sesenta cuando se plantea en profundidad una reflexión sobre el significado de una cultura de masas que, en rigor, no existe hasta entonces, por mucho que los términos de ese debate despuntaran ya, como acabamos de ver, en el discurso de las elites intelectuales en los años treinta. Para que, a partir de mediados de la década de los sesenta, el fenómeno mereciera en España la atención de escritores, sociólogos e historiadores, tuvo que producirse la conjunción de varios factores decisivos, desde el triunfo de la televisión como medio de comunicación de masas dominante y omnipresente4, hasta la influencia que en medios académicos alcanzó una concepción muy militante de las ciencias sociales, profundamente renovadas gracias a la liberalización editorial posibilitada por la Ley de Prensa e Imprenta de 1966 y por la recepción de las obras de autores como Edgar Morin (El espíritu del tiempo. Ensayo sobre la cultura de masas, 1966), Umberto Eco (Apocalípticos e integrados ante la cultura de masas, 1973), Marshall McLuhan, Herbert Marcuse (El hombre unidimensional, 1968), Theodor Adorno y Max Horkheimar (Sociología, 1966). La mayoría de las obras que sobre «cultura de masas» se escribieron en España a partir de mediados de los años sesenta, derivaron de esta mezcla de marxismo más o menos puesto al día, Escuela de Francfort, sociología y semiótica.
7Una de ellas, tal vez la primera, la publicó en 1966 Luis Gasca con el título Tebeo y cultura de masas. El autor es un gran estudioso del cine americano, del cómic y de todo aquello que tiene que ver con la mitología y mitomanía de la cultura occidental. En Tebeo y cultura de masas ofrece una definición del fenómeno articulada en torno a algunas características esenciales: es una cultura «reducida al mínimo, sucinta», «una cultura de bolsillo»; se basa en la fuerza de la imagen, ese factor omnipresente y todopoderoso de la sociedad de masas; tiene una incontestable capacidad de evocación y de síntesis, «casi subliminal en sus efectos», y sus orígenes históricos nos remontan a la sociedad americana, alimentada desde finales del siglo xix con una cultura de la imagen que pasa de generación a generación, contribuyendo así a crear una mentalidad uniforme, mera reproductora de los comportamientos estereotipados que la cultura de masas, y en concreto el tebeo, proyecta en el público mediante «un mensaje soterrado, discreto, inocuo al parecer, pero tremendamente eficaz». El resultado de este proceso de impregnación mental será que el lector hable, escriba, coma, compre, cante, ame y muera «como lo hacen los protagonistas del tebeo». El tebeo como paradigma de la cultura de masas no es, pues, un mero objeto de consumo, sino un poderoso medio de aculturación y alienación que permite anular la capacidad de decisión del público al imponerle de forma inadvertida una serie de automatismos que van a marcar por completo su vida. De todas formas, en la interpretación de Luis Gasca la valoración moralista de la cultura de masas queda un tanto mitigada por el sorprendente hallazgo expresivo que representan sus soportes más populares, en este caso el tebeo, como transmisores de una «cultura condensada» de la que el autor tiene que reconocer su naturaleza «audaz, fascinante, hipnótica» y su «fabulosa dinamicidad»5.
8No exactamente sobre este tema, pero sí sobre cuestiones estrechamente relacionadas con él versa el libro de José María Maravall Trabajo y conflicto social (1967), en el que el autor sitúa el fenómeno del «consumo de masas» en el marco histórico de la Guerra Fría. Convertido en «magnífico instrumento de control social», el consumo de masas permitiría sustituir la conciencia de clase del trabajador por la conciencia meramente pasiva del consumidor6. Aplicada al concepto que nos ocupa, esta interpretación, común a otros autores de la época, hace de la cultura de masas un artilugio intrínsecamente alienante, cuyo origen norteamericano, señalado ya, como acabamos de ver, en el libro de Luis Gasca, permite cerrar el «círculo conspirativo» que todo lo explica. La equiparación entre cultura de masas, imperialismo americano y conspiración cultural aparece claramente formulada en el libro de Manuel Vázquez Montalbán La penetración americana (1974), así como en un artículo de Eduardo Haro Tecglen publicado en 1971 con el título «En busca de las masas perdidas»7 (Triunfo, 27 de febrero de 1971) y, en un registro muy distinto y original, en un breve ensayo del intelectual falangista Jesús Fueyo titulado Mundialización política y cultura de masas (1969), salpicado de referencias a diversas obras, citadas en sus lenguas originales, de Merleau-Ponty, Edgar Morin, Raymond Aron, Adorno, Marcuse y McLuhan. Se trata de una breve pero densa reflexión sobre las consecuencias culturales de lo que entonces se llamaba mundialización y hoy globalización, entendida como un proceso de uniformización de la cultura y del estilo de vida provocado por la hegemonía de Estados Unidos sobre una buena parte del planeta. El ensayo de Jesús Fueyo apunta hacia una conclusión congruente con su ideología nacionalista y no exenta de una cierta clarividencia: llegará el día en que el carácter global de la cultura de masas entrará en contradicción con la «contextura cerrada de los espacios, incluso los más liberales, de soberanía política» —es decir, el Estado-nación—. La repercusión sobre los sistemas políticos de este proceso de mundialización de la cultura de masas, concluye, «es incalculable»8.
9El carácter degradante y morboso que, en general, se atribuía a la cultura de masas atrajo, como vemos, a unos pocos intelectuales interesados en desvelar los secretos ocultos del fenómeno —mundialización, imperialismo, alienación, etc.—, pero durante mucho tiempo la mayoría de los historiadores prefirieron ignorar un tema que parecía demasiado alejado de sus inquietudes historiográficas. Sería precisamente un historiador, Raymond Carr, quien a finales de los años setenta señalara lo anómalo de que una extensa obra colectiva dedicada a La cultura bajo el franquismo dirigida por el editor J.M. Castellet, apenas prestara atención a la cultura de masas, «esa cultura de evasión, del fútbol al cómic y a la “literatura de kiosco”, que alimentaba la cabeza del español medio», bajo un régimen político que había operado un completo «divorcio entre la cultura de elite y la cultura de masas»9.
Un divertimento intelectual: de las vanguardias a la posmodernidad
10Hay, sin embargo, una cultura de masas avant la lettre, anterior a la existencia del propio término. Si en 1930 Ortega y Gasset planteaba la absoluta incompatibilidad conceptual entre masas y cultura, él mismo, sin embargo, había descubierto y explorado las enormes posibilidades de la cultura de masas —aunque no la llamara así— como caudal inagotable de metáforas de la modernidad, por ejemplo, en sus artículos «La moral del automóvil» y «El origen deportivo del Estado»10. «La cultura no es hija del trabajo, sino del deporte», afirmó ya en 1920 en un artículo que, desde este punto de vista, constituye una verdadera declaración de intenciones.
11Ortega puede considerarse un precursor de las vanguardias artísticas de los años veinte y treinta en su fascinación por las nuevas formas de ocio y entretenimiento creadas por una civilización altamente tecnificada y al mismo tiempo hedonista11. Para decirlo claramente, el filósofo madrileño fue un radical impugnador de la idea de una cultura de masas y, a la vez, el pionero de una semiótica de la cultura de masas convertida en el gran escaparate de esa civilización «muy siglo xx» a la que él mismo declaró pertenecer. Fueron varios los poetas y artistas de la Generación del 27 que rindieron su personal homenaje a los nuevos ídolos paganos creados por la moderna cultura cosmopolita difundida por el cine y el deporte. Rafael Alberti dedicó su célebre Oda a Platko al guardameta del F. C. Barcelona en una épica final de la Copa del Rey de fútbol. El propio Alberti encontró en sus actores favoritos de Hollywood, como Buster Keaton, Stan Laurel, Oliver Hardy, Charlot, Ben Turpin o Harold Lloyd, el tema de inspiración de algunos de sus poemas de finales de los años veinte12. De esa misma época datan la «Elegía al guardameta» de Miguel Hernández (1928); la obra Stadium. Notas de sport de Jacinto Miquelena; La venus mecánica de José Díaz Fernández, y El boxeador y un ángel de Francisco Ayala, así como el Full Groc de Dalí, Gasch y Montanyà, publicación vanguardista de un solo número que se proponía prestar especial atención a los nuevos fenómenos de masas: «El cinema, l’estadi, la boxa, el rugby, el tennis i els mil esports»13. Tales fueron también algunos de los temas predilectos del poeta malagueño José María Hinojosa14 y de la revista La Gaceta Literaria, dirigida por Ernesto Giménez Caballero que contó con una sección fija dedicada al deporte.
12El propio Giménez Caballero había publicado en 1928 un libro de ensayos de tema deportivo con el título Hércules jugando a los dados, en el que reivindicó la «rauda, febril, maquinística poesía de las muchedumbres, el ámbito atlético y el cinema», en términos que recuerdan ostensiblemente los postulados estéticos del futurismo15. Fue también, como se deduce de la cita anterior, un autor muy interesado en las posibilidades expresivas del cine, que exploró en un cortometraje titulado El orador (1928), realizado en colaboración con Ramón Gómez de la Serna, y en el documental Esencia de verbena (1930), definido por él como un «poema documental de Madrid en doce secuencias». Por esas mismas fechas (diciembre de 1928), Giménez Caballero y Buñuel pusieron en marcha el primer cine-club de España, con sede en la Residencia de Estudiantes. Fueron numerosos asimismo, como en el caso del deporte, los escritores y artistas de las nuevas generaciones que entre 1925 y 1930 reflexionaron sobre la trascendencia cultural del cine y sobre los usos y significados del lenguaje cinematográfico: el joven Francisco Ayala lo hizo en su ensayo Indagación del cinema (1929); Antonio Espina en un artículo titulado «Reflexiones sobre cinematografía» (Revista de Occidente, 1927); Corpus Barga en «Cinematología. Almas y sobras» (Revista de Occidente, 1929); Ramón Gómez de la Serna en Cinelandia (1925-1926), César Muñoz Arconada en Vida de Greta Garbo (1926) y Guillermo Díaz-Plaja en Una cultura del cinema (1930), aparte de la atención que, con cierta frecuencia, le dedicó La Gaceta literaria de Giménez Caballero16. Lo dirá en su Arboleda perdida el poeta Rafael Alberti, expresando seguramente el sentir de toda una generación: «Al teatro iba poco. El cine era lo que me apasionaba».
13De todas formas, esta vía de aproximación a la cultura de masas desde las vanguardias artísticas y literarias quedó pronto obstruida por la orientación de la mayoría de sus miembros hacia un arte o una literatura políticamente comprometidos, ya fuera de corte comunista, anarquista o, como en el caso de Giménez Caballero, fascista, incompatible con esa mirada juguetona y un punto inocente con que hasta entonces habían contemplado los grandes espectáculos de la modernidad. Con todas las reservas que requiere una afirmación de este tipo, se puede decir que el año 1931 significó un giro radical en el quehacer artístico de las vanguardias, que sustituyeron rápidamente su mitomanía cinematográfica y deportiva de los felices veinte por otros mitos y otros símbolos, tal vez con la excepción de Ramón Gómez de la Serna que permaneció rabiosamente fiel a los personalísimos fetiches que venían alimentando su inspiración artística. Así pues, la definitiva transformación de la cultura de masas en divertimento intelectual tuvo que esperar a la eclosión del fenómeno en los sesenta y setenta y a la recepción del pensamiento de los autores extranjeros citados más arriba, como McLuhan, Edgar Morin, Adorno o Umberto Eco.
14El autor español que con mayor enjundia y continuidad ha cultivado una semiótica de la cultura de masas progresivamente liberada de la «teoría conspirativa» ha sido Román Gubern, cuya vasta producción bibliográfica en relación con nuestro tema arranca del libro Mensajes icónicos. La cultura de masas, publicado en 1974, y llega, por citar su obra más relevante de los últimos años, hasta El eros electrónico, aparecido en 2001. Mensajes icónicos está todavía muy impregnada de la interpretación conspirativa y moralizante, entonces tan en boga, de la cultura de masas, aunque aparece formulada con menor tosquedad que en otras obras de la época:
La actitud de la mayor parte de los receptores de mensajes sociales suele ser acentuadamente acrítica, lo que facilita grandemente la manipulación de sus estados emocionales. Que dos películas tan contradictorias como El acorazado Potemkin y La Pimpinella Escarlata hayan obtenido amplio éxito entre espectadores de una misma generación es un ejemplo de ello17.
15Es la vieja concepción de las masas como receptoras inertes, «acríticas», de una cultura fabricada por otros, sabe Dios con qué intenciones. Tal vez la originalidad del planteamiento de Gubern en esta obra temprana, punto de arranque de una línea interpretativa mucho más sofisticada, radique en su énfasis en la pluralidad de mensajes transmitidos, frente a la teoría de la unidimensionalidad de la cultura dominante —aunque la incapacidad del público para discernir entre sus distintos significados anula de hecho la pluralidad de los mensajes—, y en el reconocimiento implícito de la riqueza de sensaciones y significados que entrañaba el universo icónico creado por el sistema18.
16Y, en efecto, con el paso del tiempo, se fue imponiendo la capacidad de seducción de una cultura eminentemente fetichista sobre el recelo de los intelectuales hacia los mensajes que pudiera transmitir. Como ocurrió con las vanguardias artísticas de los años veinte y principios de los treinta, a partir de la década de los ochenta el pensamiento posmoderno renunció a toda interpretación moralista para rendir culto a una civilización hedonista y barroca en la que todo era apariencia, y tal vez falsa apariencia. Pero a diferencia de las vanguardias de la preguerra, su actitud hacia la cultura de masas no evolucionó del divertimento hacia la interpretación militante y políticamente comprometida, sino justamente a la inversa. Esa transición de la «teoría conspirativa» elaborada por la sociología de los años sesenta y setenta a una visión de la cultura de masas como mero divertimento se puede considerar consumada en el libro que el sociólogo Enrique Gil Calvo publicó en 1985 con el título Los depredadores audiovisuales: Juventud urbana y cultura de masas:
Moralistas de centro, izquierda o derecha —afirma tajante Gil Calvo al principio de su obra— intelectuales francfortianos, soviéticos o vaticanistas, coinciden al unísono en descalificar intransigentes la corruptora cultura de masas. Puesto que están encerrados en la defensa ciega de concretas comunidades de intereses, no pueden ver que, para otros diferentes intereses, la cultura de masas resulta buena, bonita y barata: por eso la mayoría de la gente invierte su tiempo libre en ella19.
17Esta rotunda declaración de intenciones continúa con una doble andanada a la «cultura popular» y a la «alta cultura», la primera por ser mera «propaganda nacionalista y patriotera impuesta por el grupo endogámico que alcance supremacía étnica» y la segunda por encubrir un «repertorio de costosos requisitos exigidos para poder acceder al restrictivo círculo de la alta burguesía»20. Así pues, frente a ese doble fraude semántico perpetrado por el moralismo de la derecha y de la izquierda el autor reivindica el carácter libre y democrático —«mal que les pese, al pueblo le gusta muchísimo»— de la cultura de masas, liberada de toda intencionalidad alienante, elegida libremente por el público e intrínsecamente inocente, una vez se elimina de la conceptualización del fenómeno el quid prodest? implícito en la vieja teoría conspirativa. En la interpretación posmoderna, y en la propia de Gil Calvo, la cultura de masas se situaría no tanto en el núcleo del sistema como en los márgenes del mismo, ocupando así una posición —y desempeñando, por tanto, una función— no muy distinta de la que en los años sesenta y setenta se había atribuido a la contracultura.
Un tema historiográfico
18La dedicación de los historiadores españoles, o en su defecto de los hispanistas, al estudio de la cultura de masas es un hecho relativamente tardío, en parte por sus propios prejuicios epistemológicos y en parte porque los sociólogos, los semiólogos y los historiadores de la literatura y de la comunicación llegaron a este tema de investigación mucho antes que ellos. Esta circunstancia hizo que los historiadores tout court, más sensibles al fenómeno, se encontraran el terreno ya parcialmente desbrozado, con las ventajas e inconvenientes que ello suponía. Dicho de otra forma: los recién llegados al estudio de este tema han tenido, en general, que seguir el surco que fueron abriendo los sociólogos y los historiadores de la comunicación.
19Por razones obvias, la cuestión previa que condiciona el quehacer de la historiografía española sobre la cultura de masas es saber a partir de cuándo existe tal cosa. Algunos historiadores de la comunicación han situado a caballo entre los siglos xix y xx la existencia de una verdadera prensa de masas —«prensa industrial», se llamó entonces—, que actuaría como avanzadilla de una cultura de masas en toda su extensión21. Es dudoso, sin embargo, que se pueda hablar de prensa de masas en un país como la España de 1900, que contaba con un 65 % de analfabetos y en el que los periódicos de mayor tirada apenas superaban los 100.000 ejemplares. Parafraseando a Mariano José de Larra («¿quién es el público y dónde se encuentra?»), habría que preguntarse quiénes eran esas masas y dónde se encontraban. Da la impresión de que los especialistas en historia social y cultural se han mostrado más prudentes que los historiadores de la comunicación al establecer los orígenes de la cultura de masas en España, que cabría fechar en los años veinte, con el nacimiento del deporte-espectáculo, el desarrollo de nuevas formas de movilización política, el auge de la prensa gráfica (Crónica, Estampa, etc.), el nacimiento de la radiodifusión española (1924), la popularización del cine y el tránsito al cine sonoro, el éxito de la novela popular (como la colección titulada «la novela del día»), un cierto boom turístico —aunque en modo alguno se pueda hablar de turismo de masas— o la internacionalización del gusto popular y de la moda22.
20Empezando por esto último, la imagen de la mujer que transmiten las portadas del semanario Blanco y Negro en los años veinte y treinta muestran el progresivo abandono de un canon relativamente tradicional y castizo y su sustitución por un modelo manifiestamente foráneo, mezcla de influencias internacionales que van desde el nuevo prêt-à-porter francés hasta el hedonismo y la sofisticación del star system de Hollywood. El triunfo a partir de los años veinte de este modelo cosmopolita deja su impronta en el nuevo ideal de feminidad que sugieren las portadas dibujadas para Blanco y Negro por artistas como Ramón Estalella, Rafael Penagos, Viera de Sparza o Carlos Sáenz de Tejada: una mujer joven y burguesa que practica distintos deportes —sobre todo, el tenis, la vela y el golf—, que aparece a menudo fumando y a veces al volante de un coche, que luce la ropa confortable y seductora de los felices veinte y que ha perdido parte del pudor en el gesto y del rigor en el vestir de la mujer tradicional23. Desde el punto de vista plástico, el recorrido por las portadas de Blanco y Negro muestra una rápida transición de un simbolismo o de un art-nouveau tardío, apreciable todavía en dibujos de 1915-1920, al art-déco característico de finales de los años veinte y principios de los treinta, revelador del creciente liderazgo norteamericano en la configuración del gusto internacional. Las modas musicales de los años veinte ejemplifican perfectamente esta tendencia a la americanización de la cultura de masas o, directamente, el origen americano de esta última. Eduardo González Calleja ha fechado en torno a 1926 la llegada a España de los nuevos ritmos internacionales procedentes, en general, del otro lado del Atlántico, como el charleston, el jazz, el foxtrot y el tango24. No deja de ser curioso que una etapa histórica fuertemente marcada por el nacionalismo y la vocación autárquica del régimen de Primo de Rivera registrara avances tan significativos hacia la «desnacionalización» de las masas urbanas, progresivamente cautivadas por modelos culturales extranjeros25. No por casualidad, el tradicional cuplé entró en franca decadencia a mediados de los años veinte, mientras las principales ciudades españolas se llenaban de salas de cine, cuyo número se dobló a lo largo de aquella década26.
21Antes incluso de esta época Barcelona era, en vísperas de la Primera Guerra Mundial, la tercera ciudad del mundo en número de cines, sólo superada por Nueva York y París e igualada con Berlín27. Así lo afirman F. Espinet y J. M. Tresserras en un documentadísimo y en algunos sentidos modélico trabajo sobre el desarrollo de la sociedad de masas en Cataluña entre 1888 y 1939. Éste, tiene la virtud de presentar en un todo internamente coherente la transformación demográfica, económica, social y cultural que determinó la emergencia del fenómeno en Cataluña: desarrollo urbano, evolución de la prensa y del mercado editorial, alfabetización, nuevas formas de ocio y entretenimiento, todo ello con gran abundancia de datos y cifras. Puede criticarse, en cambio, la tendencia de los autores, común a otros historiadores de la comunicación, a anticipar tal vez en exceso los orígenes de la societat-cultura de comunicació de masses, que fechan en 1888, coincidiendo con la Exposición Universal de Barcelona, o en 1892, año clave en la génesis del nacionalismo catalán, que tiene en las Bases de Manresa, aprobadas aquel año, uno de sus textos sagrados. La relación que pueda tener esto último con el nacimiento de la sociedad de masas no queda nada clara, salvo el énfasis que puso desde entonces el catalanismo —como recuerdan los autores— en una política activa de nacionalización de las masas a través de la enseñanza, la cultura y el urbanismo. La sorprendente precocidad de la sociedad de masas en la historia de la Cataluña contemporánea les sirve asimismo para desgajar a esta última de la historia de España y presentarla, en línea con la visión canónica del nacionalismo catalán, como un «oasis» de modernidad y cultura, víctima finalmente del rápido proceso de desertización que sufrió el conjunto de la vida española (y más la catalana, según esta interpretación) a partir de la Guerra Civil.
22Dejando al margen la posible excepción catalana, los historiadores que en los últimos tiempos se han ocupado del fenómeno han coincidido en destacar la importancia de la década de los años veinte en la aparición de algo que podemos denominar una cultura de masas —tal vez embrionaria—, aunque también la fuerte regresión que experimentó a partir del final de la Guerra Civil. Lo uno y lo otro responden a factores históricos bien conocidos, por lo menos en sus líneas generales. Su despegue en la década de los años veinte se explica por la concurrencia del crecimiento económico, sobre todo del sector servicios (que aumentó en más de siete puntos su contribución a la población activa), el fuerte desarrollo urbano, el dinamismo social y cultural, el cambio en el sistema de valores, con tendencia al hedonismo y al culto al cuerpo y a la propia imagen, y el auge de los modernos medios de comunicación de masas, algunos de ellos nuevos, como la radio, otros recientes, pero en plena transformación, como el cine, y los más tradicionales, como la prensa escrita, progresivamente adaptados a las exigencias de una civilización de la imagen que a través de la fotografía encontraba un hueco cada vez mayor entre la letra impresa. De ahí la capacidad del cine, la prensa y la publicidad para socializar una cultura de masas —o por lo menos retazos de ella— que en gran medida venía a sustituir a la tradicional cultura popular. Planteada la cuestión en estos términos, podría decirse que el lugar que los toros habían ocupado en el ocio y en el imaginario popular lo iba a llenar progresivamente el fútbol, que el teatro, cuya crisis en esta época llevó al cierre del Apolo en Madrid y de Eldorado en Barcelona28, se vería desplazado por el cine29, que el cuplé cedería su puesto a la música de importación y que la literatura de cordel voceada por los ciegos (o lo que quedaba de ella) perdería su favor entre las clases populares en beneficio de la radio. Era, en definitiva, la sustitución de una cultura casticista de origen rural por otra urbana y cosmopolita y, en última instancia, el triunfo —parcial y pasajero— de la ciudad sobre el campo.
23Se entiende que la victoria del franquismo en la Guerra Civil le diera la vuelta a esta tendencia histórica y que por primera vez desde principios de siglo, en 1940 se registrara un aumento de la población activa del sector primario, que volvió a superar el 50 % del total, y un retroceso de los sectores industrial y terciario. De la misma forma que el régimen de Franco hizo de la España rural el paradigma del nuevo orden social y cultural, sobre la España urbana se instaló una espesa sombra de sospecha por sus responsabilidades históricas en el triunfo republicano de 1931 y en la victoria del Frente Popular en 1936 y, en general, por su identificación con la II República. Y con la condena a la ciudad, un estilo de vida y unas prácticas culturales y recreativas asociados a ella quedaban igualmente bajo sospecha: el deporte de masas, por ejemplo, que no debe confundirse con el tradicional sport de tipo elitista, añorado por algunos representantes de la España nacional, como Agustín de Foxá. Lo denunció el nuevo periódico Marca en plena Guerra Civil: el fútbol había sido durante la República «una orgía roja de las más pequeñas pasiones regionales y de las más viles». Tenía lógica, pues, que desde ciertas instancias oficiales se reivindicara, como hizo en 1940 un periodista de Informaciones «el viril deporte de la tauromaquia, tan originalmente español y tan torpemente combatido por el cuaquerismo de otros países que nunca nos entendieron»30. Por razones de índole social y cultural —su rivalidad con los toros, su dimensión lúdica o su origen extranjero—, el deporte no tenía fácil encaje en la mentalidad premoderna y casticista del nacionalcatolicismo. Pero las autoridades no podían ignorar la enorme popularidad que habían alcanzado algunos deportes en España, ni la provechosa utilización que hacían de él aquellos regímenes totalitarios que servían de modelo al franquismo. La acción llevada a cabo por algunos organismos oficiales, como la Obra Sindical de Educación y Descanso, creada a semejanza del Dopolavoro fascista —«El deporte en la empresa es rendimiento y alegría en el trabajo», proclamaba un cartel suyo de 1942—, apenas pasó del puro voluntarismo por falta de instalaciones y, seguramente, por el escaso entusiasmo que despertaba en amplios sectores del régimen, pues no todos compartían la visión militarista y racial muy en línea con los fascismos europeos que tenía Falange de la función del deporte en un régimen totalitario. De ahí que a los contados éxitos deportivos de esta época se les diera siempre una dimensión ideológica e imperial —las victorias de la selección de fútbol sobre Inglaterra en 1950 o sobre la URSS en 1964— o que sirvieran de reivindicación de la España rural, a la que pertenecían las principales figuras de los deportes individuales —dejando aparte el caso excepcional del tenista Santana—, como el ciclista Bahamontes, el corredor de fondo Mariano Haro o el boxeador Urtáin, tres especialistas en deportes basados en valores tan gratos al franquismo como eran la resistencia y la capacidad de sufrimiento31.
24La relación entre franquismo y deporte, más contradictoria y compleja de lo que podría parecer a simple vista, tiene un capítulo aparte en el caso del fútbol, tanto por ser en la práctica el deporte por excelencia en la España franquista, como por la privilegiada relación que el régimen estableció con él, sobre todo a partir de los años cincuenta, con un punto de inflexión decisivo en la participación de la selección española de fútbol en el Campeonato del Mundo de 1950. Tal ha sido el tema de algunos estudios especializados aparecidos en los últimos años, empezando por el libro, prologado por Paul Preston y originariamente tesis doctoral del autor, que hace años le dedicó el historiador británico afincado en España, Duncan Shaw32. Como otros historiadores que en los últimos años han prestado atención al fenómeno, Shaw aborda principalmente el uso que el régimen de Franco hizo del fútbol como factor de encuadramiento de las masas, de control social, de prestigio internacional, de alienación política y de dispensación de premios y castigos a los clubes en función de su proximidad o lejanía del régimen. Mientras un histórico dirigente del Real Madrid reconoció abiertamente el compromiso del club con el poder en general y con el franquismo en particular33, en los años sesenta un presidente del F. C. Barcelona, Narcís de Carreras, vinculado en su juventud a la Lliga Regionalista y secretario de Cambó, tenía que recurrir a una doble tautología para definir con la mayor prudencia posible la significación histórica y política del club que presidía: «Somos lo que somos y representamos lo que representamos».
25Esa dimensión simbólica que durante el franquismo llegó a tener el fútbol como espacio de confrontación entre el poder y una oposición más emocional que política ha inspirado el reciente libro del historiador Carles Santacana, El Barça i el franquisme. Otras obras anteriores del mismo autor, al que podemos considerar, junto a Xavier Pujadas, uno de los principales especialistas españoles en la historia social y política del deporte, exploran la doble vertiente de la práctica deportiva en la España contemporánea: por un lado como expresión de una sociedad civil en plena modernización que desarrolla «desde abajo» un asociacionismo deportivo en el que confluyen viejas doctrinas higienistas, el nuevo culto al cuerpo propio de la sociedad de masas e identidades locales, sociales y culturales muy activas desde principios del siglo xx; por otro, una política impuesta «desde arriba» de encuadramiento y nacionalización de las masas, principalmente como receptoras pasivas del deporte-espectáculo. Cabría añadir —y ha sido tema de estudio también de ambos autores— la capacidad metafórica del deporte profesional en el marco de una sociedad competitiva y meritocrática que premia a los más aptos y a los más audaces34. Según esta interpretación, hasta 1939 primaría el desarrollo del deporte como manifestación de la sociedad civil y a partir de aquella fecha primaría el sentido oficialista que le dio el franquismo que, hasta una fecha muy avanzada del mismo, anularía las posibilidades de una concepción participativa y reivindicativa del deporte.
26Se trata, en todo caso, de un campo de estudio en franca expansión en la historiografía española de los últimos años, en el que han trabajado de forma ocasional o sistemática autores como Javier Díaz Noci35, Teresa González Aja36, Ángel Bahamonde37, Antonio Rivero Herráiz38, Rafael Fernández Sirvent39, Eduardo González Calleja, Francisco Villacorta y Luis Álvarez Gutiérrez40, además de los que ya se han ido citando. No existe todavía un libro equivalente a la Storia sociale del calcio in Italia de Antonio Papa y Guido Panico41, pero es cuestión de tiempo —seguramente de poco tiempo—, porque los historiadores españoles han ido descubriendo lo que la historia del deporte puede aportar a una historiografía más atractiva para el gran público y a una historia social liberada de viejos dogmatismos y prejuicios. Al fin y al cabo, ¿no le dedicó el mismísimo Eric Hobsbawm algunas páginas de su célebre The Invention of Tradition42? Siendo como es un territorio apenas explorado y casi exento de competidores, a diferencia de la historia de la comunicación, no sería extraño que en los próximos años se convirtiera en una vía privilegiada de acceso al estudio de la cultura de masas, con amplias posibilidades para una historia social, política y cultural puesta al día.
Conclusiones
27El estudio de la cultura de masas en la España del siglo xx plantea, como se ha podido comprobar, un doble problema conceptual y cronológico. Este último es el causante en gran medida del primero: si fechamos su aparición en los años 1920-1930, siguiendo el consenso historiográfico que parece haber al respecto, nos encontramos con una dificultad casi insalvable a la hora de aplicar a aquella realidad histórica nuestro actual concepto —entonces inexistente— de cultura de masas. Así, por ejemplo, habría que interrogarse sobre el verdadero alcance del boom turístico de aquella época, sobre la representatividad de un medio de comunicación tan minoritario como la radio (50.000 receptores en 1931) o sobre el ámbito social en el que actúa la moda o la música de importación en aquellos años. ¿Qué lugar ocupaban el jazz, el foxtrot o el tango en el gusto musical de los españoles? ¿Se puede considerar que la imagen de la mujer que aparece en las portadas de Blanco y Negro en los años veinte y treinta, practicando deporte, conduciendo un automóvil, luciendo los últimos modelos del prêt-à-porter e imitando ostensiblemente a las grandes estrellas del cine de Hollywood, testimonia el advenimiento en España de una cultura de masas? Si así fuera, habría que convenir en que se trataba de un fenómeno muy minoritario, circunscrito a la España urbana, socialmente burguesa o mesocrática y de gustos cosmopolitas. La primera conclusión sería, pues, que durante mucho tiempo la cultura de masas fue —valga la paradoja— una cultura de elite.
28Bien es cierto que otras manifestaciones de la vida nacional en aquellos años muestran la incorporación de las masas urbanas a nuevas prácticas sociales y culturales relacionadas con el fenómeno que venimos tratando: el desarrollo de nuevos medios de transporte, como el metro; la generalización del cine como forma de entretenimiento popular; el enorme incremento en la difusión de la prensa española —se ha llegado a hablar de una tirada global de tres millones de ejemplares en 193143— y, tal vez sobre todo, el tránsito del tradicional sport aristocrático y burgués a un verdadero deporte de masas, no por un incremento sustancial del número de practicantes, sino por su consagración como el principal espectáculo de la modernidad. La rápida sustitución del término sport por «deporte» no es ajena seguramente a ese profundo cambio conceptual. Todo ello guarda estrecha relación con eso que Ortega y Gasset definió como el rasgo más característico de la sociedad de masas: «el hecho de las aglomeraciones». De ahí toda una serie de cambios en cadena en la configuración del espacio urbano, ampliado a barrios periféricos dotados de nuevos servicios, vertebrado gracias a los modernos medios de transporte y transformado internamente mediante la apertura de bulevares y avenidas destinadas a dar cabida a esas masas desparramadas por la ciudad. De ahí también una arquitectura específica de la sociedad de masas articulada en gran medida en torno al ocio: modernas salas de cine, como el espectacular Palacio de la Prensa de Madrid concluido en 1928 —todo un símbolo de la naciente cultura de masas—, y grandes estadios deportivos donde las masas entraban en contacto con sus nuevos ídolos del balompié y donde, mejor que en ningún otro lugar, se escenificaba con su multitudinaria presencia «el hecho de las aglomeraciones».
29Aquí resulta inevitable retomar la pregunta que nos hacíamos respecto al caso catalán según la visión que de él ofrecen Espinet y Tresserras en el trabajo ya comentado: hasta qué punto el Madrid de los años treinta, o la España urbana en general, constituye la excepción o la norma y en qué medida los historiadores que nos ocupamos del fenómeno tendemos a confundir la parte con el todo, incurriendo así en el mismo wishful thinking que caracterizó el discurso de las vanguardias intelectuales —y de ciertas vanguardias políticas— en aquellos años. Sea como fuere, hay consenso también en considerar que el franquismo consiguió invertir durante algún tiempo la tendencia expansiva de la cultura de masas y/o encauzarla hacia una versión autárquica, nacionalcatólica y moralista seguramente contraria a su naturaleza. Esa tentativa dio como principales frutos el serial radiofónico, el apogeo del mito futbolístico de la «furia española», algunos populares tebeos de la época, como Roberto Alcázar y Pedrín, y el cine histórico de rancio sabor imperial y patriótico que triunfó en los cuarenta. Puede que todo ello representara, a fin de cuentas, la vuelta a una cultura popular de raigambre religiosa y rural en detrimento de una verdadera cultura de masas, considerada en sí misma incompatible con el régimen, dada su procedencia internacional y su sustrato urbano y laicizante.
30La apertura del franquismo al exterior —y viceversa— a partir de finales de los cincuenta y la llegada de la televisión acabaron arruinando el intento voluntarista de aunar nacionalcatolicismo y medios de comunicación de masas. Este propósito conciliador provocó una profunda inquietud en algunas autoridades eclesiásticas44, temerosas de los peligros que entrañaba el medio televisivo, aunque estuviera en manos de un régimen tan poco dudoso, y partícipes, sin saberlo, de una teoría conspirativa sobre la cultura de masas que, como vimos al principio, ha tenido siempre numerosos partidarios. No deja de ser significativo que uno de los primeros programas deportivos emitidos por Televisión Española se dedicara a la difusión de las reglas del béisbol, deporte norteamericano por excelencia sin ninguna tradición en España45. El medio, ya se sabe, crea el mensaje. Lo que vino después fue la definitiva eclosión de la sociedad y la cultura de masas en la España de los años sesenta, una combinación explosiva de mass media, consumismo, publicidad a mansalva, masificación general —desde las playas hasta las carreteras o las universidades— y apoteosis del estilo de vida occidental. Este cambio cultural representó, sin duda, una cierta democratización de la vida cotidiana, al poner al alcance de una parte de la población un bienestar material hasta entonces reservado a unos pocos. Si recordamos la ecuación establecida por Ortega y Gasset en 1930 entre la nueva sociedad de masas y la quiebra de las viejas jerarquías resulta muy tentador establecer una relación causa-efecto entre la cultura de masas que emerge en los años sesenta y la progresiva crisis de legitimidad que sufrió desde entonces el régimen de Franco. ¿Un nuevo motivo para interpretar el fenómeno en clave conspirativa, como hicieron entonces algunos defensores recalcitrantes de la dictadura franquista? Más bien una incitación a profundizar en el estudio del cambio mental y cultural que precedió a la transición política de los años setenta.
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Notes de bas de page
1 Citado en M. Artola, Partidos y programas políticos, p. 325.
2 J. Ortega y Gasset, La rebelión de las masas, pp. 188-189.
3 A. Machado, Juan de Mairena, t. II, p. 24.
4 Para un temprano tratamiento del papel de la televisión como artífice de la cultura de masas, véase el libro de J. García Jímenez, Televisión, educación y desarrollo de la sociedad de masas, sobre todo pp. 41-51.
5 L. Gasca, Tebeo y cultura de masas, pp. 13-15.
6 J. M.ª Maravall, Trabajo y conflicto social, pp. 36-37.
7 Aparte de presentar una apresurada —y no muy rigurosa— genealogía histórica del papel de las masas en el mundo contemporáneo, Haro Tecglen aborda la cuestión más bien desde su vertiente política, como público inerte de una democracia desnaturalizada y como tema de reflexión de unas elites de derechas y de izquierdas profundamente irritadas por su progresiva pérdida de control sobre las masas, subyugadas, en palabras de Haro Tecglen, por esa especie de «droga social» que son los mass media, sobre todo los medios audiovisuales, y por los efectos alienantes del consumo. El artículo de Haro constituye, pues, una vuelta de tuerca en la interpretación moralista del fenómeno, construida en su caso como una crítica del moralismo con que, a su juicio, tratan a las masas esos que él llama «los aristocraticistas de la inteligencia». Pese a la originalidad de su planteamiento, la doble referencia al poder de los medios audiovisuales y a la «más reciente tesis mítica sobre la masa, la de la “mayoría silenciosa”, acuñada por Nixon» situaría su artículo en la órbita de la teoría conspirativo-imperialista a la que nos venimos refiriendo.
8 J. Fueyo, Mundialización política y cultura de masas, p. 13 (el texto es probablemente una separata de un artículo publicado en alguna revista de pensamiento).
9 R. Carr, El rostro cambiante de Clío, p. 267. En 1972 J. M.a Diéz Borque publicó un libro titulado Literatura y cultura de masas, pero se trata más bien de una investigación sobre literatura popular que sobre cultura de masas.
10 El primero se publicó en El Sol el 23 de agosto de 1930 y el segundo en El Espectador en 1924 (J. Ortega y Gasset, Obras Completas, t. IV, pp. 84-88 y t. II, pp. 607-623).
11 Hay algunos destellos de esa nueva actitud de los intelectuales ante la modernidad en la obra de L. Bello, Ensayos e imaginaciones sobre Madrid, sobre todo en el bloque titulado «La moral del cine», pp. 132-167.
12 R. Alberti, Yo era un tonto y lo que he visto me ha hecho dos tontos, 1929.
13 Citado en J. F. Fuentes, «El desarrollo de la cultura de masas en la España del siglo xx», p. 294. Sobre deporte y vanguardias, véase G. Morelli (ed.), «Ludus», y A. Amorós, «Los espectáculos», pp. 821-826.
14 Véase el artículo de A. Sánchez Rodríguez, «José María Hinojosa», y el trabajo de J. Neira, «Ludismo y deporte en José María Hinojosa».
15 Citado en I. Rota, «La relación entre deporte y cultura en España en los primeros treinta años del siglo», p. 79.
16 Todas las referencias anteriores en E. González Calleja, La modernización autoritaria, pp. 280-281.
17 R. Gubern, Mensajes icónicos, p. 376.
18 De «bulimia de sensaciones» llegará a calificar el fenómeno R. Gubern, El eros electrónico, p. 28.
19 E. Gil Calvo, Los depredadores audiovisuales, p. 9. Los cuatro grandes apartados del libro están dedicados a «La cola», «El paro», «La moda» y «La música».
20 Ibid.
21 Véase J. T. Álvarez, Restauración y prensa de masas, y, para el caso catalán, F. Espinet y J. M. Tresserras, La gènesi de la societat de masses a Catalunya.
22 Sobre la importancia de los años veinte-treinta en la eclosión de una cultura de masas en España, véanse los trabajos de C. Serrano y S. Salaün, Temps de crise et années folles, J. F. Fuentes, «El desarrollo de la cultura de masas en la España del siglo xx», pp. 291-296, y E. González Calleja, La modernización autoritaria, pp. 259-316.
23 Se encontrará una reveladora selección de esas portadas en el libro La Eva moderna, catálogo de la exposición con el mismo título celebrada en la Fundación Mapfre de Madrid entre julio y septiembre de 1997.
24 E. González Calleja, La modernización autoritaria, p. 275.
25 Como pequeña muestra, sin embargo, de la influencia del nacionalismo político del momento en el mundo de la publicidad y del consumo de masas, véase el anuncio del dentífrico Perborol que publica la revista Blanco y Negro en su número del 4 de julio de 1926: «¡¡Es español !!, pero es conocido y apreciado por todo el mundo», frase que figura bajo una bola del mundo ante la cual ondea a su vez una bandera española.
26 E. González Calleja, La modernización autoritaria, p. 277.
27 F. Espinet yJ. M. Tresserras, La gènesi de la societat de masses a Catalunya, p. 60.
28 E. González Calleja, La modernización autoritaria, p. 273.
29 Sirva de balance de esta tendencia el hecho de que en la semana del 18 de julio de 1936 la cartelera madrileña comprendiera sólo cuatro teatros (35 en 1908) y cuatro locales dedicados al género lírico, frente a las 45 salas de cine (A. Amorós, «Los espectáculos»).
30 Las dos citas en la voz «Deporte», en J. Fernández Sebastián yJ. F. Fuentes, Diccionario político y social del siglo xx español.
31 Cf. J. F. Fuentes, «El desarrollo de la cultura de masas en la España del siglo xx», yJ. Fernández Sebastián yJ. F. Fuentes, Diccionario político y social del siglo xx español.
32 D. Shaw, Fútbol y franquismo.
33 «El Real Madrid es y ha sido político. Ha sido siempre tan poderoso por estar al servicio de la columna vertebral del Estado» (palabras de Raimundo Saporta citadas por T. González Aja, «La política deportiva en España durante la República y el franquismo», p. 194).
34 Véase, por ejemplo, X. Pujadas y C. Santacana, «La mercantilización del ocio deportivo en España». Se encontrará una divertida y temprana crítica al deporte profesional en una poesía satírica publicada por El Socialista el 11 de septiembre de 1926 (la reproduce M. Pérez Ledesma, «La cultura socialista en los años veinte», p. 162).
35 J. Díaz Noci, «Los nacionalistas van al fútbol».
36 T. González Aja, «La política deportiva en España durante la República y el franquismo».
37 A. Bahamonde, El Real Madrid en la historia de España.
38 A. Rivero Herráiz, Deporte y modernización.
39 R. Fernández Sirvent, Francisco Amorós y los inicios de la educación física moderna.
40 E. Gonzalez Calleja et al., Historia del Real Madrid.
41 A. Papa y G. Panico, Storia sociale del calcio in Italia.
42 «Mass-Producing Traditions: Europe, 1870-1914».
43 M.ª C. Seoane y D. Saíz, Historia del periodismo en España, p. 32.
44 Véase la pastoral sobre la televisión del arzobispo de Barcelona del 7 de enero de 1954 extractada en J. F. Fuentes y J. Fernández Sebastián, Historia del periodismo español, p. 274.
45 Ibid., p. 269.
Auteur
Universidad Complutense, Madrid
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2015
À la place du roi
Vice-rois, gouverneurs et ambassadeurs dans les monarchies française et espagnole (xvie-xviiie siècles)
Daniel Aznar, Guillaume Hanotin et Niels F. May (dir.)
2015
Élites et ordres militaires au Moyen Âge
Rencontre autour d'Alain Demurger
Philippe Josserand, Luís Filipe Oliveira et Damien Carraz (dir.)
2015